10 de febrero de 2024

Calle Este-Oeste (Philippe Sands)



La Literatura sobre el Holocausto es enorme. Abarca ensayos, estudios académicos, memorias, correspondencias, libros sapienciales, relatos de alto valor literario, aunque también obras que buscan la lágrima fácil. Y por ello parece complicado encontrar algún libro que pueda aún sorprendernos, que ilumine algún otro aspecto no abordado previamente. De ahí que Calle Este-Oeste (Editorial Anagrama), traducido por Francisco José Ramos Mena, sea un relato esencial sobre este campo, pero desde una perspectiva poco frecuente: el modo en el que las potencias aliadas se enfrentaron a la necesidad de juzgar a los jerarcas nazis conforme unas normas que no existían, que apenas se venían esbozando desde unas décadas antes, evitando el riesgo de que los juicios de Núremberg se convirtieran en una mera pantomima que escondiera la tradicional venganza del vencedor sobre el vencido.


Este libro narra el proceso por el que dos conceptos jurídicos, crímenes contra la humanidad y genocidio, que aún hoy siguen resultando polémicos, fueron alumbrados y asumidos por las potencias vencedoras dando forma a un nuevo modo de entender el Derecho Internacional. Para ello, nadie mejor que Philippe Sands, un prestigioso jurista británico que ha formado parte del Tribunal de Justicia de la Unión Europea y del Tribunal Internacional de La Haya y que ha intervenido en procesos contra Pinochet, la guerra de Irak o el exterminio en Ruanda entre otros.


Y es que esta labor de reconstrucción del origen de ambos conceptos y delitos se puede seguir fácilmente puesto que ambos fueron obra de dos juristas prestigiosos,  Hirsch Lauterpacht y Raphael Lambkin. Pero antes de avanzar, clarifiquemos ambos conceptos. Los crímenes contra la humanidad pretenden juzgar a los Estados y sus gobernantes, militares funcionarios y demás integrantes del aparato estatal o paraestatal que cometan crímenes contra un gran número de sus ciudadanos. Es decir, ya no estamos ante cuestiones internas de cada Estado sino ante hechos que pueden ser enjuiciados por otros Estados, que pueden incluso llegar a justificar el derecho a la intervención en asuntos internos. Por tanto, se trata de la defensa del individuo frente al Estado que no cumple unos mínimos.


Por el contrario, el genocidio se produce cuando el ataque no se lleva a cabo contra ciudadanos sino contra grupos étnicos, raciales, religiosos, … y en los que el individuo es perseguido por pertenecer a uno de esos colectivos.


Y la cuestión no es baladí puesto que refleja las dos tendencias básicas de todo el pensamiento occidental desde la Ilustración. De una parte, el liberalismo que prima al individuo como elemento político básico; de otra, el grupo al que pertenecemos, el que nos otorga una historia, un proyecto vital colectivo cargado por defecto en nuestros genes, en nuestro origen.


Ambos conceptos buscan, al fin, lo mismo, la limitación del poder de los Estados. Y, sin embargo, poner el acento en uno u otro puede tener graves consecuencias. Primar el grupo favorece una dialéctica de la confrontación y puede llegar a hacer pasar por alto los crímenes cometidos contra quienes no están incluidos en ningún colectivo, favoreciendo la victimización. Pero obviar que nacemos en un entorno, que cargamos con consecuencias genéticas y de otro tipo por nuestro origen, y que esta diferenciación sin más genera el odio y el deseo de exterminio, supone ignorar una especial maldad que el tipo penal debería tener en cuenta.   

 


Y lo que llama la atención de Stands, y aquí volvemos de nuevo al libro, es que los creadores e impulsores de ambos conceptos, tuvieron un papel muy activo durante la preparación y desarrollo de los juicios de Núremberg pero, más sorprendentemente, ambos eran judíos, ambos habían nacido en lo que fue Polonia durante un tiempo, actualmente Ucrania, y ambos habían cursado estudios y frecuentado a los mismos profesores de la Universidad de Lviv, la antigua Leópolis del Imperio Austrohúngaro. Y es en esa localidad donde encontramos un tercer hilo que trenza la historia de Calle Este-Oeste, allí nació y vivió el abuelo del autor, Leon, de donde escapó durante los pogromos y conflictos que siguieron al final de la Gran Guerra, refugiándose en Viena, de donde tuvo que volver a huir tras el Anschluss.


Stands reconstruye la peripecia vital de Lambkin y Lauterpacht, tratando de encontrar en sus experiencias y personalidades diferenciadas el origen de sus convicciones y del concepto jurídico que crearon y defendieron. Pero también, la vida de su abuelo materno, marcada por los mismos acontecimientos. Los tres judíos, los tres ciudadanos de una Polonia de entreguerras poco dispuesta a defender sus derechos, los tres emigrados a su pesar. Como es natural, el proceso de reconstrucción de la peripecia de su abuelo, un ciudadano corriente, sin huella en la Historia, resulta más complicado, apenas sin fuentes, meras notas, cartas rescatadas por su madre, fotografías y poco más. Sin embargo, a través de un esfuerzo de rastreo encomiable, que evoca al de Natascha Wodin y su Mi madre era de Mariúpol, logra una imagen de Leon, sus circunstancias y razones, un retrato por el que desfilan otros personajes que se cruzaron con él y quedan cuenta de cómo pequeños encuentros, inexplicables relaciones forjan los hechos que llamamos vida.


Pero este trío de judíos exiliados se enfrentan al fantasma de Hans Frank. el abogado personal de Hitlerr en sus primeros años, durante el ascenso nazi al poder, y que fue nombrado Gobernador General de Polonia tras la invasión del país, siendo por tanto, responsable del exterminio de judíos, polacos, prisioneros rusos, etc. Frank también pasó por la Universidad de Lviv donde dará un discurso a favor del exterminio, en las mismas aulas en las que, años atrás, se había plantado la semilla de los dos delitos que terminarían por llevarle a la horca en Nuremberg.


Los entresijos de su vida en Varsobia los relata Sands la ayuda de Niklas Frank, hijo del nazi, de quien reniega y que ha dedicado parte de su vida a dar charlas y conferencias repudiando la labor de su padre, trabajando en escuelas para explicar la crueldad que jamás debió haberse producido y que nunca deberíamos volver a conocer. Con él visita la sala del juicio de Nuremberg, la puerta por la que salió su padre para escuchar el veredicto final, el patio en el que fue ahorcado y con él explora los sentimientos de culpa y asco.


Todos los elementos del libro confluyen en la sentencia del juicio de Nuremberg, un punto de partida para los nuevos conceptos del Derecho Internacional que aún hoy pugnan por consolidarse, pero factores como la culpa individual y colectiva, la reparación mediante el castigo (la horca en este caso) y el revisionismo con el que algunos miran a esta época forman un elemento vertebrador fundamental. Parte de estas ideas fueron desarrolladas por el autor en un documental de notable éxito (Mi legado nazi) de muy recomendable visionado.


Y es con estos elementos tan dispares como se escribe un libro que se lee como un tratado de Historia, como un ejercicio de autobiografía familiar, como una búsqueda de sentido a nuestros actos y las consecuencias que engendran y como una novela detectivesca en la que los elementos se van desplegando con sabia prudencia. Esta combinación hace de Calle Este-Oeste un libro intrigante pero absorvente, una lectura de difícil abandono que nos avanza preguntas, que nos hace lamentar que nuestras letras no tengan títulos de similar aliento o que obras tan fecundas se construyan sobre la muerte y dolor de tantos.

 

20 de enero de 2024

Indestructibles (Xavier Aldekoa)

 


 

La vida es aquello que nos ocurre mientras estamos ocupados haciendo otras cosas, como dijo John Lennon. En algunos casos, esas otras cosas pueden ser hornear pan o elegir esmalte de uñas, en África suele ser tratar de sobrevivir, de salir adelante frente a las circunstancias y el entorno.


En su contacto con el continente, Xavier Aldekoa ha tenido la oportunidad de conocer a infinidad de africanos que hacen bandera de esa fuerza interior que les lleva a convertirse en referencia para su comunidad, en pequeños héroes que se imponen frente a todo tipo de dificultades, pero también a muchos otros que, pese a estar dotados de la misma fuerza e impulso, no logran salir adelante, fracasan y pierden aunque vuelven a intentarlo, a erguirse una y otra vez. También ha conocido muchos otros casos de quienes matan y violan sin apenas conocer el motivo, solo por hacerlo, por pasar el tiempo, porque saben que sus actos no tendrán consecuencias, personas que se enriquecen con la miseria de sus vecinos, con la trata de humanos, con viajes por el desierto en busca de un futuro que normalmente termina mal. Y de todos ellos nos habla en este su segundo libro sobre África, Indestructibles (Ed. Península).


Indestructibles presenta el mismo esquema que Océano África, si bien se aprecia una mayor soltura de Aldekoa a la hora de unir sus propias experiencias personales con las de las vidas que nos narra. Así, Lena, su primera hija, se convierte en elemento crucial de la narración. Y no solo sirve como medio de conectar esa experiencia personal del autor, más próxima a la que podamos tener como lectores occidentales que las de las vidas que luego nos contará, sino porque evidencia que los niños, africanos, españoles o de cualquier parte del mundo, comparten prácticamente los mismos rasgos, una capacidad para el juego, la sorpresa, la inocencia y ese punto de ingenuidad que solo se corrompe con el correr de los años o el acumulo de desgracias, guerras, violencia, torturas y abusos.


Pero el proyecto Indestructibles va más allá de este libro. Toda la información se recoge en la página web del proyecto, con un archivo fotográfico memorable y con información sobre el documental que aborda el mismo tema. Visitar esta página nos permite conocer de primera mano las realidades de algunos de los protagonistas de estas historias, ponerles cara y contexto, una lectura, por tanto, obligada tras concluir el libro.


Muchos de los protagonistas de los breves capítulos en que se descompone la obra están protagonizados por niños. Pero no pensemos en esos vientres hinchados o en las caras llenas de moscas. Porque miseria y tristeza sobra en África, sobra en todo el mundo, pero dice Aldekoa con razón que las veces en que se habla de la felicidad al contar África son rarísimas porque se habla demasiado de dolor y poco de seres humanos, y aquí, por encima de todo, tenemos historias de seres humanos.


Aldekoa nos cuenta la historia de la niña que camina horas para poder llegar a su escuela en Madagascar, que sufre cada vez que un corrimiento de tierras fruto de la deforestación, del cambio climático, complica su trayecto, lo impide, le fuerza a hacer un mayor rodeo, pero nada tuerce su férrea voluntad de formarse para devolver a su tierra una dignidad y una esperanza de futuro. Y también conocemos la historia de un joven que camino de Libia para, tal vez, dar el salto a Europa, a esos tristes titulares sobre Lampedusa, decide interrumpir su viaje y ayudar a una joven a la que no conoce, ni siquiera de su propio país, de su misma etnia, a la que solo el destino le ha unido en un jeep de una mafia de tráfico de inmigrantes, y trunca su viaje, su huida, tan solo por una solidaridad que llevará a ambos a una vida mísera, a un retorno vergonzante al pueblo del que partió, sin lograr cumplir las expectativas de familiares, de amigos, sin convertirse en otro que logre llegar a la tan ansiada Europa y a mandar alguna foto por el móvil omnipresente, que acredite un éxito a sus ojos y esconda una realidad casi tan terrible como la que se vive en su interminable periplo de huida de África.


La emigración es un punto importante del libro. Y, sin embargo, aunque de algún modo Europa aparece en ese imaginario colectivo africano como una tierra de promisión, lo cierto es que la mayoría del movimiento migratorio africano se produce dentro del continente, de un país a otro, sea para mejorar la fortuna, sea para salvar la propia vida, huir de la guerra o del hambre y la enfermedad, la sequía o el empeoramiento de las condiciones climáticas.

 

 

Aquí, la visión humana y próxima de Aldekoa ofrece sus mejores frutos. Aplicando la vista con cuidado y saliendo de las grandes cifras, del horror inmediato, pronto aflora una realidad sensible, humana, un sentimiento con el que nos podemos identificar.Y este libro nos arroja la pregunta eterna de El mercader de Venecia, es que acaso un africano ¿no tiene sentidos, órganos, miembros, deseos? Aldekoa nos contesta con sus historias, algunas hermosas, algunas trágicas, todas válidas para dar cuenta de una realidad multiforme y compleja, como todas las realidades, pero que puede hacerse comprensible con dedicación y esmero, bajando al barro, compartiendo tiempo, hablando de fútbol, enseñando fotos, simplemente acompañando en silencio, hasta que la coraza se resquebraja y la comunicación se establece en términos de igualdad.


Sin duda, Indestructibles sigue los pasos de Océano África y funciona como perfecta continuación, en una lectura absorbente, a ratos culpable, a ratos divertida, siempre invitando a la reflexión y logrando que uno quiera saber más, investigar ya por su cuenta, sea en la página del proyecto, sea por otros medios, conocer mejor esa realidad, tan próxima, pero tan desconocida.


Al igual que ocurre en el libro anterior, el autor demuestra un talento natural para recoger en breves frases conceptos completos que te sacuden y dejan poso. Aquí van algunos ejemplos.

 

 

Si más allá de contar el sufrimiento, las conversaciones giran también alrededor de la vida, algo mágico ocurre: la superviviente se convierte en una niña que odia las espinacas, que baila y canta y que hace trampas al parchís cuando su hermana no mira. Que tiene problemas, miedos y dudas, por supuesto, pero también sueños. Como nosotros.


Pero también ésta otra, tan aplicable a todo lo que nos rodea: La inteligencia es un don pero la generosidad es una opción.


Aldekoa aprendió una bonita historia sobre cómo en África todo sirve para algo, incluso un árbol carcomido por un rayo que lo secó sigue teniendo utilidad y permite que los pájaros se posen en sus ramas muertas. Así también son todas estas historias, todas útiles, todas necesarias, todas incluso hermosas e indestructibles.






 

2 de enero de 2024

Civilizaciones (Laurent Binet)


 

 

Civilizaciones es la última novela de Binet Laurent  (Seix Barral, 2020), completando un arco que va desde la pura narración basada en hechos reales (AHHhH) y la mezcla de realidad y ficción (La séptima función del lenguaje), hasta lanzarse a la pura invención torciendo el brazo a toda la Historia de la Edad Moderna.

 

En el mundo imaginario de Civilizaciones, los pueblos amerindios han sido previamente visitados por los feroces vikingos que, al margen de unos cuantos mitos, les han dejado importantes avances como la rueda, los caballos y mejoras metalúrgicas.

 

Así, cuando Colón se asoma al Caribe en 1492, encontrará unos pueblos algo más avezados que los pacíficos taínos prendidos de sus espejitos y cuentas que nos resultan tan familiares. Por el contrario, la ferocidad y determinación de estos pueblos frustra su regreso a Castilla y, por tanto, para la Europa de la época, su viaje será tan solo un fracaso más del que no se tiene noticia, tan solo la intuición de que, como todos venían sospechando, los cálculos del marino estaban errados.

 

Así que los europeos se vuelcan, abandonando para siempre la vía atlántica, en doblar el Cabo de Buena Esperanza para llegar al comercio con las Indias Orientales y romper así el monopolio árabe de la Ruta de la Seda. Pero, entre tanto, una guerra civil desangra el país de los Incas. En esta lucha, Atahualpa sale el peor parado y debe huir hacia el norte, a través de la espina dorsal de los Andes, perseguido por su hermano en una lucha a muerte. Atahualpa llega al Golfo de México y, tratando de zafarse definitivamente de su hermano, cruza a Cuba en pequeñas barcas con todo su séquito y el ejército que le acompaña.

 

En Cuba será bien recibido, pero poco durará su dicha puesto que las tropas de su hermano están asaltando todas las pequeñas islas caribeñas y no resta demasiado para que la batalla final tenga lugar, con la segura extinción de la estirpe atahualpeña.

 

En este trance, las carabelas varadas y los recuerdos de lo que los viajeros castellanos contaron de su patria a los cubanos comienzan a dar forma a una suerte de escapatoria definitiva, un salto al vacío desapareciendo del mundo conocido, del Viejo Mundo, para cruzar el Atlántico y llegar así a un Nuevo Mundo en el que poder asentarse, ya se verá cómo y qué relación se establecerá con sus habitantes.  

 

Los bravos incas cruzan el mar y llegan a una asolada Lisboa, destruida por un reciente terremoto, lo que pone de manifiesto la debilidad en que se encuentra el reino, permitiendo que Atahualpa y sus generales conozcan las peculiaridades de estos habitantes del Nuevo Mundo, sus costumbres, religión, gobierno y cuanto es necesario para trabar un conocimiento que pronto les será de gran utilidad.

 

Hasta aquí el destripamiento de la trama. Lo que vendrá a partir de este momento queda para el lector interesado en leer la novela. Baste decir que muchos de los hechos históricos que hoy conocemos se mantendrán, si bien, con importantes alteraciones. La batalla de Lepanto, las guerras de religión, la piratería berberisca, los enfrentamientos entre campesinos y nobles, todo ello tendrá un nuevo cariz con la presencia de estos visitantes para los que nuestro viejo continente es el Nuevo Mundo y del que se sienten extrañados por nuestra fe, nuestra tiranía, afán de riqueza y abuso.

 

Reescribir la Historia nos coloca en una situación de extrañeza que desestabiliza parte de nuestro egoísta eurocentrismo. Nos vemos descritos como bárbaros a los que se debe tutelar, como pequeñas tribus divididas por creencias religiosas, cuestiones de clase, nacionalismos de simples ciudades o comarcas, y un sinfín más de simplezas de las que los incas sabrán tomar partido.

 

La gesta ya no es que un puñado de valientes conquiste un imperio, la gesta es haber sido dominados por una fuerza que, con los presupuestos de Binet, se presenta como una alternativa real y plausible. Estar en el lado perdedor de la Historia puede hacernos replantear muchas cuestiones. Si bien la Edad Moderna es el despertar definitivo de Europa en el concierto mundial, no lo fue con motivo de una superioridad de raza o de valores, tal y como venían a sostener los pensadores del imperialismo del siglo XIX. Al contrario, esta obra pone el acento en unos cuantos hechos alternativos que desencadenan unas consecuencias casi implacables y lógicas, si estas palabras pudieran aplicarse a la Historia.



Es probable que muchos historiadores o aficionados a serlo objeten muchas de las cuestiones que dibuja Binet, que se planteen si realmente era posible que los hechos se desencadenaran del modo en que lo narra. Poco importa de hecho. En el curso de la lectura, obviando nuestro conocimiento de lo que realmente fue, no parecen detectarse excesivas piruetas, al menos, no mayores que las que el descubrimiento real del Nuevo Mundo supuso. Éste es sin duda un logro de la obra que no debe quedar empañado porque nos presente a unos incas menos sanguinarios que los reales, más preocupados por el bienestar de su pueblo que lo que realmente estuvieron, con una religión capaz de ser asumida como un final  lógico de las creencias cristianas y así en adelante. Si el lector se detiene a cuestionar cada afirmación, cada hecho narrado, perderá el hilo del disfrute y de la imaginación que es parte del juego que este tipo de obras requiere. Es como asistir a un espectáculo de magia molesto porque, en realidad, no hay magia sino truco.


Y éste es el principal mérito de la obra, y no es pequeño. Elegir un punto de la Historia y darle una vuelta de tuerca para, a partir de ese cambio, extraer las consecuencias a futuro. Sin embargo, esto puede funcionar como guión de un podcast de historia ficción o similar ahora que están tan de moda este tipo de ucronías que incluso han saltado con éxito al mundo de las series. Pero para una novela, más aún, para un autor como Binet que ha demostrado un elevado arte para combinar una trama novelesca de auténtico interés con un argumento de mayor peso filosófico o histórico, Civilizaciones parece quedarse en una primera escritura de la novela, a falta de añadirle ese argumento, esa subtrama, los personajes que la doten de una vida más allá del mero artificio recreacionista.

 

La inclusión de personajes de ficción tan solo pretende impulsar y completar la trama histórica. Tampoco se explican muy bien las apariciones de Cervantes, Montaigne o Miguel Ángel que más bien vienen a completar pasajes que no aportan excesivo interés. Queda, por tanto, un regusto amargo al sentir que la idea central de la novela es brillante y ofrece innumerables posibilidades que, de algún modo, han quedado en un texto frío por su mecánico discurrir por los principales hechos del siglo XVI y XVII pero que carece de una historia que es lo que, en definitiva, diferencia una novela de un ensayo.

 

Como toda opinión, ésta puede ser tan errada como el viaje de Colón presentado en estas páginas y por tanto, puede ser contradicha. Nada de lo escrito resta mérito a la labor del autor que, no se puede negar, escribe con arte y sabiduría aunque en esta ocasión no llegue a colmarnos. Impecable es también la labor del traductor, Antonio García Ortega, que ha vertido a nuestra lengua las dos novelas anteriores de Binet. Para quienes gusten de este género, pocos libros podrá encontrar mejor escritos entre tanto auge reciente. Para el resto, siempre quedarán las crónicas de los conquistadores, que aúnan ficción y realidad con la misma maestría.

 

 

 

22 de diciembre de 2023

De París a Monastir (Agustí Calvet - Gaztel)

 


 

Los relatos periodísticos forman parte de una larga tradición literaria en otros países. La ausencia de publicaciones semejantes en el nuestro ha podido hacernos creer que carecíamos de trabajos equivalentes, o al menos, de menor calidad e interés. Sin embargo, la realidad es que se trata tan sólo de un olvido editorial, que durante muchos años, tal vez por la situación política española, escamoteó al público parte de esa obra.

 

Tal vez, el punto de inflexión en tiempos recientes, ha sido la recuperación de la obra de Chaves Nogales por parte de la editorial Libros del Asteroide, que tanto éxito ha obtenido por razones más que merecidas. Continuando esta labor, casi arqueológica, la misma editorial publicó en 2014, De París a Monastir de Agustí Calvet, más conocido por su seudónimo, Gaztel.

 

Expliquemos brevemente el origen de la obra. Gaztel se encontraba en París en vísperas del estallido de la Gran Guerra, donde había acudido para cursar algunos estudios de Filosofía. A su pesar, este proyecto formativo queda impedido por el inicio del conflicto. Pero, a diferencia de otros muchos de sus compatriotas, no regresa a España sino que decide quedarse en París para observar de cerca los acontecimientos.

 

Así, comienza la escritura de una especie de diario personal en el que va recogiendo las actitudes de los franceses, cómo asimilan el curso de la guerra, las penurias crecientes, el regreso de los heridos, los mutilados. Por vueltas del destino, parte de estos diarios llegan al conocimiento del director del diario La Vanguardia que le ofrece publicarlos en forma de crónicas periodísticas.

 

Comienza así la larga y fructífera vida de reportero de Gaztel, quien continúa enviando sus crónicas a La Vanguardia informando de la evolución de la contienda. Pero ésta, pronto llega a un punto de estancamiento en los embarrados campos belgas y franceses, por lo que el foco de las potencias en liza pasa a otros escenarios. Entre ellos, el Mediterráneo, y no solo por los Dardanelos y Gallipoli.

 

El conflicto interno en Grecia entre el monarca, Constantino I, de tendencia germanófila, y los intereses de Venizelos, por alinearse junto a las potencias liberales para así crecer territorialmente frente a Turquía y Bulgaria, crean un nuevo punto de tensión.

 

Constantino I depone a Venizelos después de que éste decrete la movilización general y solicite la intervención anglo francesa para impedir la entrada en el conflicto de Bulgaria y Austria-Hungría contra Grecia. Las tropas desembarcan en Salónica, cerca de la frontera con Bulgaria ocupando el enclave privilegiado de Salónica. Se crea así una tensión inédita, no solo por las dudas sobre el partido por el que optará Grecia, sino por las propias divisiones internas de ésta, entre un rey proclive a las potencias centrales y un parlamento contrario.

 

Y a ese punto caliente de la noticia se dirige Gaztel, quien remitirá crónicas periódicas desde el inicio del viaje, embarcando rumbo a Italia para tratar de tomar algún barco de bandera griega que le lleve a Atenas, y pasar de allí a Salónica, evitando el riesgo de ser hundido por los submarinos alemanes que han logrado cruzar el estrecho de Gibraltar. Llegado a Atenas, se entrevistará con el depuesto Venizelos que le causará una honda impresión, previsible por otra parte, dado su indudable inclinación por la Triple Entente. También se reunirá con el secretario del actual Primer Ministro y conocerá parte de las intrigas políticas en las que está envuelta la capital.

 

Sin embargo, Gaztel pronto zarpa a Salónica, ciudad ocupada militarmente por ingleses y franceses quienes se preparan para una posible intervención, bien en Serbia, bien en defensa de la propia independencia de Grecia. Pero los acontecimientos en el país vecino, Serbia, donde los búlgaros han logrado destruir las últimas líneas de defensa, provocando un aluvión de refugiados que tratan de entrar en Grecia así como una lluvia de rumores sobre una invasión por parte de los búlgaros, llevará a Gaztel a tratar de alcanzar Monastir, primera ciudad serbia, tras cruzar la frontera griega.

 

Lo que allí verá será el final de su relato, como testigo de la derrota serbia, al menos, temporal, aunque esto aún no lo conocía nuestro audaz reportero, que vuelve sobre sus pasos y embarca de vuelta al Occidente, melancólico y abatido por lo que cree una derrota de las potencia liberales.  

Poco más vamos a anticipar de la obra puesto que, haciendo fácil referencia, a la ubicación geográfica, el viaje es el camino. Pero sí hay algunos aspectos que conviene destacar de la obra por su interés.

 

En primer lugar, se debe reconocer la altísima calidad literaria del texto. Ya el prólogo de Jordi Amat destaca este aspecto y como cada crónica no se concibe como un artículo para su rápida lectura y ser arrojado a la basura seguidamente a la espera de las nuevas del día siguiente. Al contrario, Gaztel se esfuerza por demorar la escritura, rehaciendo los textos, elaborándolos para crear un complejo entramado de opiniones históricas, referencias literarias, reflexiones sobre las sensaciones e impresiones del autor, anécdotas del viaje, y mucho más.

 

 

Esta elaboración viene de la mano de un lenguaje exquisito, algo engolado, al menos, desde el punto de vista actual, pero de enorme riqueza. La sintaxis perfecta, el adjetivo adecuado, cada oración reflejando una idea, sin sobrantes ni rellenos. Un auténtico placer en el que demorarse y cerrar los ojos para imaginar todo aquello que con tan buen tino nos quiere describir este reportero de primera clase.

 

Quizá el aspecto en el que más se percibe el tiempo transcurrido desde 1917 hasta nuestros días, sea el sentimiento de superioridad moral, cultural, económica, de todo tipo, incluso para Gaztel, quien aún viéndose heredero de una larga tradición histórica, no vivía en un país ejemplo de modernidad y progreso. El autor no se priva en ningún momento de mostrar su condescendencia hacia los griegos, con una continua comparación entre los antiguos filósofos y artistas clásicos y los bárbaros e iletrados campesinos que tan poco parecen merecer la tierra que pisan a ojos de Gaztel. Claro que siempre se puede culpar a la influencia otomana, un descenso aún mayor a la bajeza moral de un pueblo sobre el que cree poder exhibir una superioridad indubitada.

 

Pero De París a Monastir también es una espléndida oportunidad para conocer de primera mano la realidad de la población sefardí de Salónica, en un momento en el que aún era una comunidad fuerte, con grandes lazos con todo el Mediterráneo oriental y que mantenía su lengua ladina y gran parte de la cultura que se llevaron de la España anhelada. Tampoco Gaztel mira con buenos ojos a estos judíos, pese a su origen, sino que les atribuye todos los defectos y vicios que el antisemitismo de la época hacía circular sin mayor complejo. Tristemente, pocas décadas después, todo ese mundo se disolvería en forma de humo de los hornos crematorios.

 

Por todo esto y por muchísimas más razones que el lector deberá descubrir por sí mismo, este libro es una excelente lectura. Conocerá la historia de un aspecto poco conocido de la Primera Guerra Mundial, tendrá un espléndido retrato de una época y un mundo que estaba en pleno proceso de transformación, disfrutará con los pensamientos del autor, los comparta o no. Pero, por encima de todo, sabrá que el periodismo es algo más que un titular en busca de un clic.