Laurent Binet es toda una figura de las letras francesas con apenas tres novelas publicadas. Su primera obra, HHhH, fue reconocida con el Premio Goncourt de Primera Novela, mezclaba el género novelesco con la investigación para describir el atentado contra Reinhard Heydrich en Praga, donde el autor había vivido un tiempo.
Pero en este caso, veremos su segunda obra, La séptima función del lenguaje, publicada por Seix Barral con traducción de Adolfo García Ortega. Este trabajo también ha recibido diversos reconocimientos y premios así como reseñas muy favorables.
Comencemos ya. Según Roman Jakobson, el reputado lingüista ruso, el lenguaje presenta seis funciones que lo definen y determinan. Entre éstas se encuentran algunas como la poética, la expresiva o la metalingüística. No obstante, se puede plantear la hipótesis de una séptima función que consistiría en la consecución de un resultado por su mera enunciación. Esto es, igual que en la Biblia, Dios dice: “Hágase la luz” y la luz se hizo. En otras palabras, podría existir una séptima función que permitiera a su conocedor lograr todos sus objetivos, convencer y, por tanto, disponer de las voluntades ajenas, convertirse en el demiurgo de la palabra.
Y es esta séptima función, sugerida o intuida por Jakobson la que parece haber sido descubierta y desarrollada para su puesta en práctica por Roland Barthes, un crítico literario y semiólogo francés. Barthes es atropellado en extrañas circunstancias en 1980, justamente después de un almuerzo con François Mitterrand, candidato a la Presidencia de la República Francesa. Hay quien sospecha que la muerte del semiólogo no es accidental y que trae causa de sus investigaciones y de ese almuerzo en el que presumiblemente ha dado a conocer la potencia de esta nueva función y sus virtudes a un aspirante a la Jefatura del Estado con un amplio programa de reformas que requerirán importantes consensos y enfrentarse a una dura resistencia.
La trama detectivesca en torno a este accidente y sus posibles móviles es lo que estructura toda la obra, pero lo que la da relevancia y diferencia de cualquier otro thriller policíaco, es la comedia humana que subyace a ese mundo intelectualizado de la Francia de finales de los setenta y primeros ochenta. Ese mundo tan admirado por otros tantos intelectuales extranjeros aún en nuestros días pero que aquí queda dibujado como una mundana confluencia de egoísmos, miserias y bajezas, traiciones y vacuidad, pose e hipocresía.
Bayard es el agente encargado de la investigación del presunto atropello. La elección no es muy afortunada ya que el detective no está especialmente preparado ni formado para comprender las tareas a las que se dedicaba Barthes, ni sus posibles asesinos. Tampoco tiene un bagaje cultural que le permita abordar con solvencia, o ganarse el respeto, de los personajes de esta secta cultural que, durante la segunda mitad del pasado siglo, conformaron gran parte del modo de pensar que aún hoy perdura.
El autor ha aprendido de los best-sellers de intriga, los que conjugan las tramas trepidantes en las que se entrecruzan las nuevas tecnologías con las sectas y cofradías secretas que emergen de un pasado remoto y desconocido salvo para los iniciados. Y aquí, el cicerone que ayuda a cruzar este cenagoso mundo académico, con sus infinitos matices y sus guerras soterradas o declaradas será Herzog, un joven profesor de Literatura con los conocimientos suficientes para guiar a Bayard por esta jungla ignota. La tensión y roces entre ambos personajes, arquetipos del pensamiento conservador y el de izquierdas, toma un importante en la novela, en la que, de alguna manera, se advierte una evolución en el pensamiento de ambos, una permeabilidad que les hace madurar intelectualmente, una especie de pareja al modo de otras tantas de la Literatura, perfectas para poner el punto y el contrapunto a cada situación.
Pero lo que aleja a La séptima función del lenguaje de una mera novela de intriga es la combinación de ficción y realidad, la aparición de hechos reales como el propio atropello y muerte de Barthes en extrañas circunstancias, el atentado de la estación de Bolonia o la campaña electoral para la Presidencia de Francia. También el que los personajes que aparecen sean en su gran mayoría famosos intelectuales como Althusser, Derrida, Aragón o Bernard-Henrp Lévy.
En muchas ocasiones, las explicaciones de Herzog no son bastantes para un lector no familiarizado con esta rama del conocimiento lingüístico o filosófico, y en otras, tan solo sirve para espolear la búsqueda de más información, de referencias, en las que se descubre que gran parte de lo aquí relatado, de las conversaciones, los odios y rivalidades son reales, que el trabajo de Binet ha sido ingente pero que ha logrado empacar toda esa información en una trama que se lee sin pausa, que avanza de manera natural pese a los numerosos interludios y que deja en el lector el inapreciable deseo de que el libro se prolongase más allá del último capítulo.
En este caso, uno se cree tentado de apostar a que el autor ha querido escribir su propia versión de El nombre de la rosa, lo que no sería de extrañar puesto que Umberto Eco es precisamente uno de los personajes de La séptima función del lenguaje.Y la comparación no es superflua puesto que Binet combina conocimiento y habilidad literaria con suficiente maña como para asombrar a sus lectores con la misma eficacia que mostró Eco en su primera novela. Un talento que confiamos en que también haya quedado de manifiesto en su tercera obra, Civilizaciones, aunque esto quedará para otro día.
Mary Beard es una popular divulgadora histórica, especializada en la Roma antigua y que ha merecido muy variados galardones y reconocimientos entre los que, en la parte que más nos atañe, se encuentra el Príncipe de Asturias. Sus documentales han tenido cuotas de audiencia dignas de otros formatos más a la moda gracias a su mezcla de desenfado y rigor, curiosidades y grandes conceptos. Sin embargo, este formato visual, pese a la ventaja de las imágenes, no permite la misma condensación de conocimientos y rigor que un libro extenso.
Éste es el caso de SPQR: una historia de la antigua Roma (Crítica, 2016) que, en sus casi setecientas páginas ofrece un panorama bastante completo del periodo que va desde la fundación mítica de Roma por Rómulo y Remo, hasta la concesión de la ciudadanía romana a todos los habitantes del Imperio por parte de Caracalla en el año 212 d.C.
La elección de este paréntesis de 1.000 años no es casual, ya que Mary Beard hace pivotar el libro entre otras cuestiones, en la visión y relación que los romanos tenían de sí mismos, de su misión en el mundo, de cómo se relacionaban con el resto de pueblos o de cómo organizaban sus instituciones para poder garantizar el gobierno y explotación de los territorios conquistados.
Mary Beard toma como punto de partida la mítica fundación de Roma en el 753 a.C. y se pregunta cómo veían y entendían los escritores romanos este mito. Aunque algunos sí sostenían la literalidad de la historia, amamantamiento de la loba incluido, lo cierto es que la mayoría de los autores creían más plausible que los niños hubieran sido recogidos en las lindes de la actual Roma, en la orilla del Tíber, por alguna mujer de mal vivir (lupa también significaba prostituta o mujer de mala reputación). Menos discrepancias levanta la lucha fratricida y la posterior muerte o asesinato de Remo por parte de Rómulo, ahora sí, convertido en el primer rey romano. La mítica continúa explicando cómo creció el pequeño asentamiento gracias al engaño y bajeza que mostraron esos pobladores de baja ralea en el conocido como rapto de las Sabinas y en la declaración de ciudad abierta a todo tipo de farfulleros, tumultuarios y demás desheredados que quisieran encontrar un cobijo e indiferencia a sus fechorías.
Este origen tan poco glamuroso marcará una referencia a través de la que los romanos se verán a sí mismos como un pueblo de aluvión, diferente de los refinados griegos que ocupaban el sur de Italia o, incluso, de los pueblos latinos del centro peninsular. Este carácter de hombres de frontera les llevará a venerar siempre virtudes como la austeridad, el dominio sobre otros pueblos, pero también el rechazo a quien trate de acumular exceso de poder o de imponerlo al resto de ciudadanos.
La monarquía dejará un poso de instituciones que se extenderán a la República sin heredar el rechazo que los romanos siempre mostrarán por los monarcas. En los desfiles de la victoria, nada será más abucheado y vilipendiado que un rey enemigo cautivo, pero también, la insinuación de que un determinado cargo público pretendía convertirse en rey bastaba para desencadenar su caída en desgracia. Así, de aquel tiempo llegarán las Doce Tablas como germen del derecho romano, o las iniciales conquistas de los pueblos limítrofes en campañas que, más bien, pueden considerarse como meras partidas de lucha y rapiña.
Pero si los habitantes de Roma no eran puros ni venerables, tampoco lo era su monarquía que se entremezclaba con ramas de otros pueblos, como los Tarquinos, de posible origen etrusco, lo que puede dar a entender que el poder creciente de Roma no era sino fruto de su política de alianzas o, incluso, que resultó de una reelaboración posterior y que, durante mucho tiempo, Roma fue conquistada por otros pueblos, hecho que quedó sepultado bajo diversas leyendas y mitos difíciles de discernir.
Toda esta herencia llevará a los romanos a crear su República, un régimen peculiar en el que no se puede hablar de democracia en un sentido similar al de algunas ciudades griegas de siglos anteriores, pero en el que había un notable juego de pesos y contrapoderes que garantizaban un equilibrio que sirvió para fundamentar la importancia de Roma en toda Italia y sentó las bases de su configuración como poder que aspiraba al dominio universal.
El sistema de elecciones no estaba exento de violencia, engaños y presiones. La distribución en tribus permitía que los ciudadanos de mayor peso económico o con mayor relevancia y prestigio gozaran de una sobrerrepresentación. Sin embargo, como en las campañas electorales actuales, pese a que los más pudientes podían bastarse a sí mismos para lograr el control de los principales cargos, siempre se trataba de lograr el voto popular. Se hacían gestos que terminarían por dar forma a la política del pan y circo y que legará a Roma un espléndido patrimonio de teatros, baños, mercados, circos, anfiteatros, templos y otra infinidad de construcciones públicas que no pretendían otra cosa que ganar el aplauso de unos votantes dispuestos a dejarse engañar.
Una sociedad expansiva como la romana, con una larga tradición de violencia, rapto y robo, y unas necesidades financieras que su sistema de gobierno exacerbaba como hemos visto, vivía entre dos fuerzas que la impulsaban y dividían. De una parte, quienes querían preservar los privilegios de los ciudadanos, la reserva de los cargos públicos y las riquezas que las conquistas traían. De otra, quienes comprendían que la expansión no podía hacerse sobre la base de multitud de pueblos sometidos, superiores en número y capaces de volver a llevar a Roma a la ocupación y destrucción del año 390 a.C., otra fecha clave en el imaginario colectivo romano.
La conocida como guerra social, representa el enfrentamiento entre las ciudades itálicas que, pese a haber contribuido a la expansión de Roma con sus tropas y suministros, no gozaban de los beneficios de la ciudadanía romana. El conflicto fue ganado por la República pero desangró la península y también las entrañas de Roma y concluyó concediéndose la ciudadanía a los derrotados. Desde ese momento, infinidad de ciudadanos adquirían el derecho de voto que, sin embargo, al poder realizarse tan solo presencialmente en la capital, quedaba reducido a un mero formalismo solo al alcance de los más ricos. Por contra, el sometimiento a los impuestos y a las leyes romanas se extendieron como un símbolo más del poder de la República.
Las victorias en Hispania, Cartago, Grecia, África, Asia Menor, la Galia, garantizaban riqueza, infinidad de puestos públicos para una clase funcionarial creciente, un ejército poderoso que contaba con innumerables ventajas y frecuentes repartos de tierras de las zonas conquistadas. Pero el brillo no ocultaba las continuas tensiones internas de Roma, sus conflictos sempiternos entre los acaudalados y quienes aspiraban a cierta movilidad social, quienes recurrían a la violencia civil al no lograr por otras vías sus objetivos o quienes se apoyaban en sus cargos para ganar poder y riqueza cayendo en el soborno o el asesinato político.
Y en todos estos conflictos, como un eco del pasado, cada parte vindicaba para sí los valores de una República, una austeridad y un virtuosismo que formaba parte de ese imaginario colectivo en torno al cual se pueden unir las más diversas clases sociales al margen de sus propios intereses. Pero lo que, en gran medida, determinaba estos conflictos era la contradicción entre unas instituciones pensadas para gobernar poco más que una gran ciudad, aplicadas al gobierno de gran parte de lo que era el mundo conocido. A esta crisis política trató de dar respuesta sin éxito Julio César, pero sería su hijo, Augusto, el llamado a abrir un nuevo periodo en la historia de Roma.
La llegada del Imperio no fue un tránsito sencillo como podría creerse. El rechazo a la acumulación de poder de los reyes dificultaba la posibilidad de aceptación del poder del emperador. Por ello, Augusto se envolvió en las formas de la República conservando el poder del Senado, si bien, favoreciendo a sus partidarios. Mantuvo los antiguos cargos y se convirtió en cónsul casi perpetuo haciendo creer que su gobierno era el de la vieja tradición romana. Al tiempo, mezcló religión y Estado asumiendo diversas funciones sacerdotales y supo hacer un uso intensivo de la publicidad para adornar sus logros y ocultar sus desaciertos.
Consolidó la política de obras públicas como medio de granjearse el apoyo del pueblo y garantizó pensiones para los soldados de las legiones, únicos ciudadanos que podían aspirar a algo semejante a nuestro retiro actual. Supo crear un relato de su propio ascenso al poder adecuado a la imagen que quería trasladar y alejado de la realidad, que no era otra que la de haber salido vencedor de una cruenta guerra civil tras la que se desató una importante represión. Pero la publicidad sabía hacer su juego: las columnas conmemorativas atribuían a Augusto todas las conquistas y méritos de Roma como si fueran fruto único de su mano, la presencia de su faz en todas las monedas acuñadas en Roma o su afán porque cada pequeño rincón del Imperio gozara de una estatua suya que ofreciera un cierto parecido con el original, no como hasta la fecha, gracias a la distribución de copias para su reproducción a nivel local, todo ello, en un claro intento de consagrar una imagen omnipresente como el padre de la patria de las dictaduras modernas.
Estos cambios alejaban a Roma de su tradición política, si bien, se conservó la imaginería republicana y sus instituciones, ya vacías de contenido, en un delicado equilibrio en el que sus sucesores no siempre se supieron manejar con idéntica habilidad. Porque los pensadores romanos no se dejaban engañar fácilmente, se atrevieran o no a manifestarlo de manera expresa. Así, en ocasiones se recurría a reescribir el pasado adulterando levemente algunos pasajes de la historia que permitían criticar el presente mediante hechos interpuestos.
Pero este gran imperio contaba con dos graves problemas, en el fondo similares a los de la República. En primer lugar, sus instituciones políticas no parecían capaces de dar respuesta a las exigencias de un territorio tan colosal. La fuerza de las legiones fue creciendo como un factor político determinante, al tiempo que las distancias hacían de los jefes locales autoridades casi independientes, presas en ocasiones de la tentación de una emancipación. Si bien, Mary Beard señala la fortaleza de la administración romana que pudo gestionar al margen del caos político todas las cuestiones fundamentales, lo cierto es que la inestabilidad política, las intrigas en que pronto degeneró la sucesión de los césares, todo ello lastró de manera decisiva la evolución del Imperio.
En segundo lugar, el tema de la conveniencia de aunar esfuerzos de todos los habitantes del Imperio a la hora de contribuir a la causa común. Por ello, ¿no era mas sensato poder elegir un digno emperador de entre todos los ciudadanos del Imperio que tan solo entre los miembros destacados de una familia?. Igual que ocurría en tiempos de la República, la tensión entre los privilegios de los ciudadanos romanos y el resto de los habitantes del Imperio traería consigo una importante lucha y notables controversias. Los emperadores originarios de regiones remotas del Imperio trajeron nuevos aires y modos a la capital, también nuevos desafíos en un contexto en el que toda la riqueza estaba precisamente en los territorios ocupados, quedando Roma reducida a un sumidero de ociosos, hambrientos y oportunistas que consumían gran parte de los ingresos fiscales sin mayor aportación de valor.
Precisamente, este tránsito de riqueza generó importantes oportunidades para el tráfico de influencias y la corrupción. El poder del soberano podía quedar aplastado por una mera revuelta de su guardia pretoriana, dispuesta a nombrar a su propio candidato. En el año 212 d.C. Caracalla concedió a todos los habitantes libres del Imperio la ciudadanía romana más por una necesidad de aumentar la base impositiva que por otros motivos más éticos o de justicia. Pero como muy bien señala MaryBeard, concedida aquélla, perdía todo su valor. Si todos eran ciudadanos romanos y todos eran juzgados por unas mismas leyes y gozaban de los mismos privilegios y cargas, ¿qué sentido tenía la idea de Imperio? ¿Qué papel quedaba para ese imaginario colectivo que había sido hasta entonces la ciudadanía, la propia idea de Roma? Es aquí donde la autora pone fin a su relato, advirtiendo de que lo que transcurre hasta la caída definitiva del Imperio de Occidente será otra nueva fase marcada por una nueva dicotomía, ya no los ciudadanos del Imperio frente a los ciudadanos romanos, sino la de estos frente a los pueblos que venían a establecerse en los márgenes del Imperio y que terminarían por integrarse en sus propias estructuras en algunos casos, o a desmoronarlo en otros.
La autora reflexiona sobre la conveniencia del estudio de la antigua Roma, asegurando que no es cierto que se deba estudiar porque nuestros tiempos puedan extraer provechosas enseñanzas de aquel pasado. Poco o nada podemos aprender de la crueldad de César en la conquista de la Galia o de los esfuerzos por mantener al pueblo unido en torno a unos ideales de virtud desacompasados de la realidad. Sin embargo, Mary Beard sostiene que sí se puede establecer un diálogo profundo con los romanos, su literatura y su pensamiento que nos permita entendernos mejor. Nuestra esencia es en gran medida romana gracias a su influjo directo, al peso que desde el Renacimiento ha tenido todo el tiempo clásico y al modo en que hemos incorporado su esencia a nuestro quehacer diario.
Si bien sus soluciones no pueden ser las nuestras, lo cierto es que seguimos dando vueltas a cuestiones muy similares. Como ellos, creemos en mitos fundacionales tal vez no menos fantasiosos que la loba capitolina o el rapto de las Sabinas. También como los romanos, nos acogemos a costumbres que sabemos que rememoran hechos falsos pero que dan sentido a nuestra sociedad. El día de Acción de Gracias, la propia Navidad, la idea de progreso, los eslóganes sobre nadie quedándose atrás, la falsa igualdad ante la Ley, tantas y tantas ideas que no resisten la prueba de la realidad pero que abrazamos como ciertas. Y para muchas de ellas seguimos empleando las mismas argumentaciones que los romanos. Alegamos supuestas virtudes cívicas, exigimos apariencia de moralidad a nuestros políticos, también a sus esposas o esposos. Nos planteamos la ciudadanía o la residencia legal de aquellos que llegan a nuestras costas de promisión y debatimos contra quienes no opinan como nosotros, quienes sostienen que esa extensión de nuestros privilegios no son sino una forma de decadencia y descomposición.
Como los romanos, compartimos muchas ideas con nuestros conciudadanos pero no tenemos una única forma de ver el mundo y por ello entramos en conflictos en una dialéctica que reproduce la de Catilina y Cicerón, la de Virgilio y Juvenal, la de todos los que nos precedieron.
Mary Beard consigue que un libro extenso se haga breve. Que apene llegar a su fin. Que se puedan extraer tantas enseñanzas, ideas y reflexiones que no se alcance a dar cuenta de ellas en estas líneas. Porque no solo aporta un relato histórico al uso, sabiendo dar peso a las anécdotas individuales sin perder el rigor o la visión general del periodo, sino que sabe aportar paralelismos con nuestro tiempo. Y por encima de todo, sabe presentarnos a unos romanos muy reales. Unos hombres tan alejados en el tiempo y en nuestra concepción del mundo, de los dioses, de la trascendencia pero tan cercanos en otras cuestiones tan terrenales como el poder, la desigualdad de clase, admitiendo lo anacrónico de este concepto aplicado en este contexto o la adecuación de las estructuras políticas a los tiempos. Este libro es toda una sorpresa y una primera lectura de otras que, sin duda, le seguirán.
No somos una tierra que guste de conocer su historia, salvo que nos pueda servir para zaherir a otro. Tampoco tenemos una tradición consagrada al cultivo de los estudios históricos al nivel que otros pueblos, véase el ejemplo de los anglosajones que saben hacer lucir meras anécdotas como si de momentos estelares de la Humanidad se tratasen.
Pero si de alguna página de nuestro pasado hay más ignorancia y desconocimiento es, sin duda, del periodo visigodo. A la mayoría no se nos podrá sacar más que la vaga idea de un temido listado de reyes con nombres impronunciables que figura en nuestra memoria colectiva como una referencia mítica aunque no conozco a nadie que, en verdad, fuera obligado a memorizarla en sus días de escuela. Y quien más conozca de este tiempo tendrá una noción imprecisa sobre los conflictos que ocasionaba de continuo la elección de un sucesor, problemas de la monarquía electiva. Y también se tendrá una noción aproximada de que, caído el Imperio romano, los visigodos camparon a sus anchas por estas tierras, con más o menos regicidios, de manera ininterrumpida y constante hasta que sus propias divisiones internas propiciaron la caída bajo las tropas de Tarik en el 711.
Visigodos. La verdadera historia de la primera España (Ed. La Esfera de los libros, 2018) por José Javier Esparza viene a traer luz a este oscuro capítulo. Carece de sentido describir resumidamente lo que este autor sabe hacer de manera extensa y magistral. Por ello, me limitaré a destacar los puntos más interesantes que pueden hacer que cualquiera se sienta tentado por su lectura.
En primer lugar, hay que poner de manifiesto el talento periodístico de Esparza que, empleando un lenguaje actual y accesible, desgrana cronológicamente la vida de este pueblo. Dado lo intrincado de sus luchas internas, lo complejo de sus alianzas y traiciones, acostumbra a hacer breves recapitulaciones o a plantearse preguntas de forma retórica que pasa a contestar seguidamente. De este modo, la lectura se hace rápida y amena pese a lo árido que podría ser el tema en manos menos diestras.
Otro punto fuerte de este libro es que nos narra la historia de este pueblo desde su punto de vista. Tradicionalmente, se estudia Roma, y los visigodos entran y salen del relato imperial como actores secundarios. Son descritos muy superficialmente como una de las tribus itinerantes más romanizadas, contribuyentes a sus legiones, pero poco más. Con tan poco bagaje de conocimiento, aparecen repentinamente en nuestra historia como una tribu llamada por Roma para luchar contra suevos, vándalos y alanos y aquí se quedaron. Nada más lejos de la realidad.
Desde sus orígenes remotos en Escandinavia, un aumento de población llevó a que una tercera parte del pueblo originario, siguiendo las costumbres nórdicas, partiera al exilio forzado para buscar nuevo asentamiento y permitir la supervivencia de las dos terceras partes restantes. En este periplo, los godos irán pasando por tierras de la actual Polonia, Bielorrusia, Ucrania y países eslavos de la Europa Oriental, muy próximos al limes romano. En el grave contexto de la crisis del siglo III, con el desmoronamiento progresivo de las estructuras de poder de Roma, los visigodos (por contraste con los godos que se habían establecido en las profundidades más orientales de Ucrania y a los que la Historia denominará ostrogodos) serán el pueblo bárbaro más romanizado y presente en el devenir histórico de Roma.
Sus tropas ayudan a Roma frente a otros bárbaros, en ocasiones frente al Imperio de Oriente o viceversa, pero también se enfrentarán a las legiones, serán traicionados, saquearán la ciudad eterna y todo ello en un trágico y continuo intento por alcanzar un ansiado territorio sobre el que descansar y establecerse como pueblo más o menos autónomo de Roma.
Esta perspectiva subjetiva nos ayuda a identificarnos con los visigodos y entender su necesidad de un terreno al que llamar suyo y que les diese una estabilidad frente a las continuas guerras y enfrentamientos con todo tipo de enemigos, incluyendo su compleja relación con Roma. Pero su solar inicial no será esta Hispania, sino el llamado reino de Tolosa, al sur de Francia, con ramificaciones más allá de los Pirineos pero a los efectos tan solo de controlar esta levantisca tierra.
Sin embargo, la presión de los francos, otro pueblo que, procedente de Germania, se ha instalado en el norte de la Galia, terminará por expulsarles de su reino y mudarse de manera definitiva a lo que queda de la Hispania romana, fijando su capital inicialmente en Sevilla, más tarde en Toledo.
Ya instalados en la antigua provincia romana de la Hispania, deberán luchar para contener las acechanzas de los bizantinos, en el sureste, ansiando reunificar las partes del antiguo imperio. También se enfrentarán a los suevos, arrinconados en el noroeste de la península y a incursiones periódicas de los francos que amenazarán temporalmente la independencia del nuevo reino. Tampoco se lo pondrán fácil los habitantes de esta tierra, levantiscos astures o vascones, pero también nobles terratenientes de la nobleza hispanorromana.
El escaso número de esta élite visigoda gobernante, llevará a que se intenten integrar en las estructuras sociales hispanorromanas. Así, se van relajando las tensiones entre ambos pueblos. Permitiéndose de facto los matrimonios mixtos y posteriormente dando rango legal a esta realidad. Leovigildo procurará lograr la unión religiosa en torno a la fe arriana facilitando que los católicos hispanos adoptasen la fe de los visigodos, si bien, el poco éxito de esta política llevó a la decisión opuesta, la conversión de los arrianos en católicos en tiempos de Recadero.
En el texto también quedan de manifiesto algunas de las más relevantes aportaciones del pueblo visigodo a nuestra historia, como la huella germánica en nuestra legislación, que nos llega a través de las diversas compilaciones jurídicas que llevaron a cabo y que terminaron apareciendo parcialmente en el Fuero Juzgo medieval y ya en menor medida en nuestro Código Civil. También heredamos de aquellos tiempos la obra y figura de San Isidoro de Sevilla, tan relevante en su tiempo como en nuestra posterior tradición.
Y si hablamos de santidad, tampoco podemos dejar a un lado los sucesivos concilios, reuniones no solo religiosas sino jurídicas y políticas, funcionando en muchas ocasiones como verdadera Corte, órgano en el que se refrendaban o reprobaban monarcas, y se adoptaban decisiones más allá de su cometido evidente.
No obstante, estos asuntos quedan en un segundo plano ya que el autor se centra especialmente en los aspectos más políticos, en las intrigas, traiciones, venganzas aplazadas y giros inesperados. Es una lástima puesto que se enuncian cuestiones que resultan de enorme interés pero que no son abarcadas. Queda así en manos del lector recurrir a la extensa bibliografía y profundizar en aquello que más le interese.
Pero caminando ya hacia el desenlace nos encontramos con una crisis económica fruto de malas cosechas y enfermedades pandémicas, de una excesiva carga fiscal y de un emponzoñamiento aún mayor de las intrigas palaciegas. Todo ello facilitará la llegada de los nuevos actores que han aparecido en la política mediterránea apenas unos decenios antes. Los árabes cruzan el estrecho de Gibraltar, primero como aliados de los partidarios de Witiza, pero más adelante como verdaderos conquistadores de un reino que se carcomía por dentro y que había terminado por asfixiar a los pobladores de esta tierra, que no tuvieron muchas razones para oponerse al nuevo poder que, en un principio, parecía ofrecer más seguridad y promesas de prosperidad que la que había traído en tiempos recientes el reino visigodo.
Así concluye un tiempo de nuestra historia injustamente menospreciado, bien por su turbulencia que parece engañosamente apuntar a unos siglos de mera transición, bien porque su fracaso supuso la "caída de España" como han venido algunos a llamar la creación de Al-Andalus. No vivimos en un tiempo de mesura y objetividad y tan ridículos resultan los intentos de sentar las bases de una nación en algo que no lo era, como en señalar Al-Andalus como el paraíso terrenal de la tolerancia. Ambos pueblos, visigodo y árabe, ocuparon esta tierra por la fuerza, pero también con un gran nivel de aceptación entre los hispanos. Las crisis internas generaron las condiciones para los posteriores cambios históricos, igual que ocurriría con el empuje que los reinos cristianos tendrían poco tiempo después al lanzarse a la conquista de la frontera del Duero. Ya no eran visigodos, no eran hispanorromanos, pero tampoco eran españoles como lo somos hoy en día, igual que los ingfleses hoy no son anglos, ni los franceses son ya francos.
Esta bien visitar el pasado para entenderlo y comprender cómo hemos llegado hasta aquí, pero jugar a traerlo a nuestro tiempo para conformar un relato interesado siempre será arriesgado y nos alejará de esa Historia.
La tradición literaria inglesa presenta un conjunto de grandes figuras de talla enorme que conforman una especie de gran canon clásico. Autores teatrales como Shakespeare, o Wilde, poetas como Milton, Tennyson o Yeats o novelistas como Dickens, Scott o Kipling. Y eso es cierto. En el siglo XIX la preeminencia de la lengua inglesa en el mundo literario solo comparte halagos con la francesa.
Pero tal vez lo que significa de mejor manera esta gran tradición literaria, no es tanto la presencia de grandes figuras sino la existencia de un casi inabarcable séquito de secundarios. Una completa nómina de autores menores, algunos brillantes, otros más acomodaticios, creadores de géneros menores o cultivadores del pastiche, pero en todo caso, figuras que aportan un sustrato literario notable.
Así, esta gran tradición presupone una importante red de lectores que soporten con sus ventas el trabajo de numerosas editoriales, muchas de ellas capaces de especializarse en géneros concretos o de generar el suficiente ingreso económico para poder justificar su supervivencia. También implica una apreciación social de la literatura como medio de vida y, por supuesto, como una actividad elevada, no propia de trapisondistas, titiriteros y gente de mal vivir. En suma, no era necesario ser un genio de las letras para publicar, para ganar dinero con ello, aún en cantidades modestas, y no se cuestionaba esta actividad en términos generales.
Otra característica diferencial de esta tradición literaria es la presencia comparativamente relevante de mujeres. Incluso en géneros como el detectivesco, tan sórdido en ocasiones o tan alejado en la vida real de la vida de estas escritoras, la presencia de voces femeninas destaca como una gran renovación de la estética literaria. Porque, a diferencia de lo que ocurre en muchas ocasiones, no se trata de literatura escrita por mujeres para mujeres, sino de literatura con una sensibilidad o una frescura diferente a la de los varones, pero que pronto comenzó a influir en la obra de estos.
Y es en este caladero en el que Impedimenta ha centrado parte de su labor editorial, recuperando pequeñas obras que nunca antes habían sido publicadas en España, o que lo fueron en su momento sin pena ni gloria. Dentro de esta política, nos encontramos con la publicación de la primera obra de R. A. Dick, de verdadero nombre Josephine Leslie, El fantasma y la señora Muir, con traducción de Alicia Frieyro.
La obra fue publicada originariamente en 1945, y este año puede no ser casual. Ha terminado la guerra y parece llegado el momento de borrar las heridas, los temores, la seriedad y gravedad que el conflicto llevó a la vida británica. No parecería apropiado a los tiempos del Blitz las historias humorísticas sobre fantasmas. Pero también el largo paréntesis del conflicto pudo permitir a R. A. Dick. meditar sobre su manuscrito, hacerlo crecer y madurar, dándole tal vez ese toque melancólico y reflexivo que le aparta de las obras al uso.
Pero comencemos ya con la historia de la señora Muir. Ésta ha enviudado a una joven edad, librándola así de la esclavitud que ha venido viviendo con su marido, absorbida y custodiada de continuo por las hermanas de aquél y su suegra. Impidiéndola tomar sus propias decisiones y forzándola a limitarse a consagrar su vida a su marido convaleciente y a sus dos hijos.
Muerto el marido, ve la oportunidad de retomar el control de su vida y librarse de su familia política. Así que lo primero que hace es visitar un pequeño pueblo costero cercano que había conocido años antes y entra, sin apenas pensarlo, en una inmobiliaria donde se encapricha de una vivienda, la que claramente menos le conviene y la que, el agente más se esfuerza en menospreciar. Es precisamente ese sentimiento de que, una vez más, alguien quiera tutelar sus decisiones, lo que empecina a la señora Muir para visitar la casa y, cómo no, alquilarla de manera definitiva, mudándose con sus dos hijos.
No podía ser de otro modo, la casa está encantada. Pero no al modo tradicional, de un fantasma que la mora recorriendo sus vacíos pasillos arrastrando cadenas y con tremendos quejidos buscando eterno consuelo por algún horrendo crimen, de que fue autor o víctima. No, el señor Greg es un fantasma algo más maduro, no busca el dolor ajeno ni aflorar el temor de los que tienen la desdicha de toparse con él. Antes bien, le complace que su casa esté habitada por la señora Muir, convencido de que, de este modo, podrá lograr lo que no llegó a consumar en vida, destinar su vivienda a ser el hogar de retiro para marineros sin fortuna.
La relación entre el señor Gregg y Lucy Muir es el corazón de la novela. Un entramado de enfados, confidencias, consejos y tejemanejes que, lejos de como señala la sinopsis de la obra, se aleja de una historia de amor romántica, adentrándose en las complicadas relaciones entre dos personas (o una y un fantasma). Porque la novela se extiende desde la mudanza de Lucy a Cull Cottage hasta la muerte de ésta permitiéndonos asistir a las tribulaciones de la viuda, sus dudas y desconsuelos, sus ardores sentimentales o los conflictos con sus hijos. El firme deseo de no perder su independencia es la guía de toda su vida, un recto fin que el señor Gregg trata de favorecer en la medida de sus posibilidades, no siempre bien tramadas, no siempre puras e inocentes.
Descifrar los sentimientos de la señora Muir, describir sus necesidades y miedos, sus deseos y sus intenciones es un proceso que se va desvelando en la novela de manera progresiva. R. A. Dick sabe dejar a un lado los clichés más habituales en las novelas folletinescas en las que sin duda se inspira y traza un relato ciertamente complejo y maduro de la protagonista. Viajaremos con ella a la madurez y, desde ella, a la senectud, de una manera hermosa y sencilla, con pocas escenas que van ilustrando el proceso de una manera magistral.
Esta novela fue llevada al cine por Joseph L. Mankiewicz en 1947 de manera bastante acertada por lo que dejan ver las críticas que he podido consultar ya que no conozco la película. Por tanto, anticipo un juicio totalmente arbitrario, lo sé, pero creo que mucho de lo que la autora refleja en esta novela ha de quedar por fuerza al margen de las luces del objetivo. El complejo nudo de matices y emociones de los que se compone la obra, junto a algunas dosis de ese inevitable humor inglés, ese concepto tan difícil de definir pero tan evidente cuando se tiene a la vista, son elementos que, de por sí solos, hacen más que destacable esta obra y recomendable su lectura. Que nadie tema enfrentarse a una noche de insomnio o a un remedo de Ghost, como mucho, algún lector se podrá sobrecoger al verse reflejado en los vericuetos mentales de la señora Muir, y quizá esto resulte lo más terrorífico de la novela.