22 de mayo de 2022

La boca pobre (Flann O'Brien)

 


Brian O'Nolan es el nombre real del escritor gaélico más conocido como Flann O'Brien, autor de obras muy aclamadas por la crítica y los lectores de su tiempo, entre las que destacan En Nadar o El tercer policía. En esta ocasión, Nórdica Libros publica La boca pobre, una obra satírica publicada originalmente en gaélico y que, por primera vez, es traducida al español desde esta lengua y no desde su versión inglesa.

La boca pobre narra las aventuras, desventuras en realidad, de un joven gaélico, Bonaparte Ó Cúnasa, nacido en la profunda Irlanda, en el imaginario condado de Corca Dorcha, símbolo de la mayor de las pobrezas y miserias, un lugar en el que el hedor a podredumbre causado por el cerdo que alimenta la familia ha expulsado a gran parte de sus vecinos a América y en el que el menú se compone de patatas, tanto para hombres como para bestias.  

Este paraje imaginario parece ser el último e irreductible bastión de lo gaélico, de esa idea nacional que sirve, como todas, para usarla y envolverse cual bandera frente a todo y a todos. Allí se habla el más puro gaélico, se hacen las mejores fiestas gaélicas y se conservan todas las tradiciones gaélicas que los pérfidos ingleses tratan de borrar de la mente de los no tan auténticos gaélicos de las ciudades.

Allí, donde se disfraza a los cerdos con faldas para hacerlos pasar por niños con un perfecto gaélico y donde la escolarización puede durar una mañana a lo sumo, quién necesitará aprender nada de esos extraños profesores que ni hablan ni entienden el ser gaélico.

Y la fe inquebrantable en esta estereotipada visión nacional sirve para dejar a un lado la pobreza, la ignorancia, la miseria y el robo, la vesanía y la brutalidad, todo cuanto pueda parecernos criticable se convierte en esencia identitaria, por tanto, en prueba de autenticidad.

Y es que, poco hay de lamento por la situación del protagonista, antes bien, vemos al niño, luego joven, feliz y confiado, pobre pero orgulloso no sabemos si por incapacidad de reconocer lo terrible de su situación al ver la misma miseria a su alrededor o por una cuestión de caracter. Porque el libro se desliza claramente hacia el humor absurdo, el que pone de manifiesto las mayores contradicciones sin tregua y sin tratar de exponer conclusiones, dejando al lector esta ingrata tarea.

La ironía viene, en primer lugar, de las historias que se cuentan, a cual más absurda. En ellas, los cerdos conviven con las personas en los mismos hogares y reclaman su porción de patatas, en la que la mugre ayuda a educar a los niños como buenos y auténticos irlandeses o en la que las personas se acomodan a comer carbón si no queda otra, maravillándose de poder tener un a dieta tan variada. Allí es donde ir de caza significa robar casas de algunos más afortunados o donde el padre es una figura ausente, que vive a la sombra, aunque no se encuentre al refugio del sol. Donde las fiestas gaélicas son equiparables a los festines dionisíacos de las historietas de Astérix y donde la muerte cabalga siempre próxima, siempre acechante pero con la que se puede charlar amigablemente si no se encuentra mejor compañía.



 Y puede decirse que este libro refleja de algún modo ese sentimiento nacional de los irlandeses oprimidos en su propia tierra por pueblos vecinos, incapaces de dejarles en paz, molestos por su resistencia a dejarse civilizar, negándose a entender su lengua, su modo de vida, viéndose forzados a actuar como colonizadores, al modo deo que ya ejercían en las lejanas tierras africanas.

Pero no es precisamente ésta la intención de  O'Brien. En su vida profesional, escribía en diversos periódicos de Dublín, desde artículos de opinión a crónicas sobre la vida de sus vecinos. Y por ello, no se le escapaba la profusión de libros en los que precisamente exageraban estas notas que hacían parecer a los irlandeses mejores o superiores a fuerza de hacerles parecer idiotas. En suma, O'Brien escribió La boca pobre con el mismo fin que Cervantes lo hizo con el Quijote, a fin de acabar con toda la progenie de libros gaélicos, libros que glosaban las bondades del paisaje y del clima, del hambre y la cerveza en la que flotaban gusanos.

Llegando así al esperpento, O'Brien pretende ridiculizar esas obras en las que se ensalza de manera simple y ramplona aspectos que no denotan más que bajeza y pobreza antes que un supuesto carácter nacional. La borrachera y la ignorancia escolar, la descortesía con los extranjeros o la brutalidad con los animales no son lo que define a los irlandeses, tampoco su estupidez. Porque, en torno a los años veinte y treinta del pasado siglo, el nacionalismo plantó sus reales en la literatura irlandesa con multitud de libros ensalzadores hasta la ridiculez. Un espíritu refinado y progresista como el de O'Brien no podía sino horrorizarse ante estos extremos en los que pretendía fundarse un mito nacional.

Y así, decidido a exponer el absurdo llevándolo un paso más allá, riéndose de la estupidez que exhibían los adalides gaélicos, escribe La boca pobre, en un proceso admirable del que, lamentablemente, no parece existir parangón en tierras más cercanas donde también se exponen sin vergüenza ideas similares.

Es en la exageración de la pobreza y en el profundo idiotismo que revela la propia consideración que los personajes tienen de sí mismos, de su vida, donde se halla el filón irónico más vibrante de La boca pobre. Es aquí donde podemos reír descarnadamente con estos personajes caricaturescos e, incluso, sonrojarnos con tanta majadería. Es aquí donde disfrutamos de la prosa de O'Brien olvidando el dramatismo que subyace en ella, y es ésta la medida de su habilidad para trabajar con un doble registro, la ironía y la denuncia, sin que se hagan obvias sus intenciones de manera tosca, sino sutil.

Pero el mérito de esta edición, debe ser compartido con Antonio Rivero Taravillo, no solo por haber tomado el texto gaélico original y traducirlo sin pasar por la versión inglesa, ni por su clarificadora introducción, sino por su habilidad para trasladar a nuestro idioma un lenguaje, unos giros y unas expresiones que, sin necesidad de numerosas notas al pie de página, hacen de la lectura un trabajo sencillo y agradable.



7 de mayo de 2022

La música. Una Historia subversiva (Ted Gioia)

 


Cuando Hegel expresó su idea en torno a la dialéctica, tomó conceptos de otros muchos pensadores, para llegar a formular una versión más convincente, que tendría notable impacto en lo sucesivo. La gran novedad que aportó era la de la inestabilidad que toda situación conlleva, la contradicción interna que termina por abrir grietas que aprovechan nuevas ideas para consolidarse como paradigmas y avanzar así en un proceso continuo.

 

Este poderoso concepto fue adoptado por todo tipo de filósofos y pensadores para aplicarlo a los más diversos campos. Desde luego, el más celebrado es el caso de Engels y Marx, pero también desde posiciones ideológicas opuestas, Schumpeter reivindicó la figura del empresario como destructor del orden económico establecido, tomando los riesgos precisos para modificar la realidad en un continuo esfuerzo creador que garantiza la pervivencia del capitalismo.

 

Fuera del campo social, también se ha utilizado con notable acierto para explicar la evolución de ideas artísticas. Así, el realismo pronto cedió paso a corrientes más subjetivas, como el impresionismo, y éste cedió ante corrientes basadas en el expresionismo, hasta romper en todas las vanguardias concebibles.

 

Ted Gioia es un reputado divulgador de la historia de la música, siempre desde una perspectiva social y cultural, con obras sobre las canciones de trabajo, el jazz o el blues. En esta ocasión, nos presenta La música. Una Historia subversiva (Editorial Turner, 2020, traducida por Mariano Peyrou, una auténtica autoridad en esta materia) en la que trata de exponer una historia de la música, desde el Big Bang (literalmente) hasta nuestros días, pero explicando esta evolución como un proceso de rebeldía y subversión.

 

Sin duda, la idea es atractiva y, a la vista de las corrientes musicales de los últimos dos siglos, probablemente bastante acertada. Gioia sostiene que todos los cambios musicales surgen de fuera hacia dentro y de abajo hacia arriba. Es decir, los estilos que se imponen son los originarios de las clases sociales más desfavorecidas y los más opuestos al consenso de una época.

La música del siglo XX deriva en gran medida de la que trajeron los esclavos negros en sus terribles viajes hacia el Nuevo Mundo. Unos viajes en los que la música vocal era apenas la única pervivencia cultural que podían llevar consigo, junto a algunas de sus narraciones orales y creencias. La unión de estas formas musicales con las tradiciones clásicas que, a su vez, habían llevado los inmigrantes blancos, muchos de ellos casi tan pobres y miserables como los de color, creó un nuevo lenguaje musical, claramente opuesto a cuanto de respetable podía escucharse en los refinados salones de baile. Pero, con el correr de los años, estas nuevas corrientes, que se irían segregando en distintos estilos como el blues o el jazz, terminarían por ser acogidas como propias por multitud de jóvenes deseosos de expresar su rechazo al mundo adulto mediante el consumo de una música que cuestionaba todo cuanto las convenciones de la época pregonaba.

 

Nació así el rock and roll que evolucionaría al incorporar otras sensibilidades del Viejo Continente a través de la revisión que de la tradición americana hicieron los grupos ingleses en los años sesenta. Asumida ya la importancia del fenómeno, este nuevo lenguaje pareció periclitarse hasta la explosión punk que nuevamente supuso la creación de un nuevo paradigma desde los márgenes de la sociedad.

 

Y, efectivamente, en todos estos movimientos la subversión parece hallarse implícita. Los jóvenes de los años cincuenta, los del setenta y siete, buscaban derribar un orden, no solo querían hacer oír su sonido, pretendían suprimir el de sus padres, escandalizarles creando un nuevo mundo, acorde a sus valores y principios, querían gritarles alto y claro, tal y como hacía Bob Dylan, que se apartaran de la nueva carretera si no eran capaces de echar una mano, a sabiendas de que no lo eran.

 

Sin embargo, extender esta idea de la subversión como fuerza motriz de la música parece un esfuerzo que va más allá de la realidad. Para empezar, desconocemos prácticamente todo sobre cómo era la música en tiempos prehistóricos, en el Neolítico o en las primeras civilizaciones en torno al Medio Oriente. Forzar los pocos descubrimientos arqueológicos para acomodarlos a una teoría tan compleja como la que sostiene Gioia resulta excesivo y hace perder veracidad al relato.

 

Por otro lado, el hecho de que muchos compositores sean hoy vistos como ancianos venerables pero que, en su día, fueran personas conflictivas, al margen de las convenciones, no quiere decir necesariamente que con sus obras quisieran subvertir el orden social. Más aún, esa idea de subversión social parece más propia de nuestros días que de otras épocas. Un trovador medieval o un monje benedictino, al igual que Mozart o Smetana, no pretendían cambiar las estructuras sociales de su tiempo, no al menos a través de su música, tal vez les bastaba con poder vivir de su arte. Es solo en épocas más recientes cuando la idea del cambio social parece generalizarse. Movimientos como la Ilustración pudieron crear un caldo de cultivo, pero ni el sentimiento surgió de inmediato ni puede rastrearse con anterioridad en el sentido que Gioia pretende darle.

     

El mismo autor parece no estar muy convencido de sus propios presupuestos cuando se esfuerza de continuo en recopilar las pruebas a favor de su tesis. Pero, dejando al lado este asunto que considero algo forzado, el libro se lee como una muy interesante historia social de la música, apta para cualquier persona que tenga un mínimo interés en esta materia.

 

El tono adoptado por el autor es ameno y rehúye cualquier tipo de explicación técnica que espante a quienes no tengan conocimiento o se sientan asustados por una tan larga y polvorienta historia. Al contrario, las explicaciones son claras e ilustran cómo la música responde a la realidad de su tiempo, cómo se adapta a éste (tal vez no al revés, como pretende explicar la obra) y cómo evoluciona de una manera coherente.

 

 

Gioia explica las características de cada época, no desde un punto de vista estilístico, sino social e histórico, describe cómo confronta con la anterior y cómo se desfigura para dejar paso a la siguiente. Vista así, despojada de la intención primigenia del autor, se convierte en un texto original y que aporta muchísima información sobre lo que la música ha venido representando para nuestra cultura y porqué sigue siendo un lenguaje tan poderoso al que no renuncian las corrientes más vanguardistas y revolucionarias, al tiempo que es también símbolo de conservadurismo y clasismo.  

 

El fascinante viaje de Gioia comienza con el primer sonido, el de una explosión que dio origen al cosmos y que aún resuena en el espacio, un acorde infinito. Así que el sonido nos acompaña desde mucho antes de que la vida fuera concebible. Pero cuando ésta aún no era humana, los animales también empleaban el sonido, su propia música, con los fines más diversos. Bien para asustar o ahuyentar a depredadores, bien para cortejar y atraer parejas. Y en este momento, aparece por primera vez una dicotomía en la música que perdura hasta nuestros días. Las listas de éxitos siguen a día de hoy repletas de canciones sobre el amor, esas tontas canciones de amor, que sirven para el cortejo, para la expresión de sentimientos que, de otro modo, resultarían excesivamente almibarados. Pero también la música es desorden y amenaza, son los tambores que marcan el ritmo de los ejércitos y los pífanos los que acompañan a las tropas en los asaltos y contiendas. Es la música la que se enarbola para desafiar a la generación anterior, sea con el rap, el trap o el ragtime.

 

Poco podemos saber sobre cómo sonaba la música en la Antigüedad, pero sí que podemos marcar una fecha como clave en el proceso de teorización de este arte. Pitágoras determinó gran parte de lo que aún hoy seguimos considerando como teoría musical al establecer de manera matemática los intervalos entre notas, creando así esa escala que los niños recitan en el jardín de infancia. Pero Gioia ve en este punto el intento de aplastar la ambigüedad de la música que llegaba a Grecia de regiones alejadas, del África interior, de la Mesopotamia. Así, mediante la inserción de trastes en los instrumentos de cuerda pueden eliminarse esas molestas notas intermedias, hasta el punto de poder vivir como si no existieran, como si la música fuera la expresión de un orden perfecto.

 

Este proceso de asimilación y domesticación también se encuentra en otros muchos elementos relacionados con la música. Por ejemplo, multitud de danzas tradicionales europeas se basan en el baile circular, más o menos organizado y modulado, no siendo otra cosa que la versión suavizada de las danzas tribales africanas, esos corros que también vieron surgir el jazz o ese caos de la música religiosa góspel, tan espontánea como alejada de una férrea cantata barroca, pero respondiendo a un mismo impulso.

 

Es a lo largo del siglo XIX cuando poco a poco el punto de gravedad de las corrientes musicales más populares, las que derivarán en lo que hoy entendemos como música moderna, se apoyarán en las canciones que narraban violentos crímenes, vidas de forajidos y cuatreros, de perseguidos y fuera de la Ley. Poco a poco, ese centro de gravedad se aleja de las salas sinfónicas y se va aposentando en las clases más bajas, en estilos más básicos y despreciables. Así, surge el jazz y el blues, pero también la samba, el tango, estilos que se impondrán, y serán asumidos por las clases altas tratando siempre de dominarlo y reconducirlo, de abortar su carácter subversivo.

 

Y este cambio, la popularización de géneros menos elitistas, es casi exclusivo de la música. En otras artes, como la escultura o la pintura, no se produce un fenómeno similar dado que el artista depende enormemente de un pequeño número de coleccionistas, instituciones públicas, ricos magnates. La música sin embargo, solo precisa de unos baratos instrumentos, se puede reproducir en cualquier lugar, se distribuye mediante partituras de muy bajo coste, puede incluso memorizarse, y todo se hará aún más sencillo con la llegada del gramófono, de las radios.

 

El proceso de independización de los mecenas y la consiguiente entrega al público general, cuanto más amplio mejor, se consolida a lo largo del siglo XVIII. Ya no es la Iglesia o la Corte la que puede dar de comer a los músicos. Estos estrenan sus obras en teatros públicos, se desarrolla la ópera, los oratorios, la música de cámara. La venta de partituras permite una cierta independencia económica a autores como Mozart o Beethoven. Y las obras de los compositores del siglo XIX conjugarán las grandes sinfonías, con la más introspectiva música, la que se puede tocar en el salón de una casa, la que se convertirá en una muestra de prestigio social. Tener hijas que amenicen con sonatas o mazurcas las reuniones de sus padres será una prueba más del éxito social, y una bendición para los profesores de música, los editores y los afinadores de pianos.

 

Y el proceso de asimilación, domesticación o como queramos llamarlo se extiende por toda la historia de la música. Así, las poesías más eróticas y sugerentes del pasado semítico fueron incorporadas al Cantar de los Cantares y atribuidas a Salomón, probablemente con el propósito de restarles contenido sexual y poder referirlas a una relación con la divinidad. Otro tanto pasaría con los juglares medievales que crearon un estilo y temática de la que aún compartimos muchos rasgos y que, pese a sus humildes orígenes, pronto fue asumida por la corte y nobleza, con reputados imitadores más refinados y sumisos.

Y así, el relato de Gioia va desgranando sus episodios hasta llegar a nuestros días, a la reproducción por streaming, a la caída de ventas y la muerte de formatos como el LP por la explosión de un boom de inmediatez en el que los diversos estilos se influencian entre sí y donde ya poco parece poder clasificarse de manera sencilla dentro de una categoría. Porque, aunque hay una teoría que asegura que a partir de los cuarenta años ya no hay nueva música que realmente nos pueda atraer, lo cierto es que siempre habrá nuevas generaciones que la abracen como una forma de identificación, como un rechazo a sus padres, como un vehículo de exhibición y de orgullo y, por tanto, la música siempre seguirá existiendo como elemento cohesionador y diferenciador frente al otro, ese al que no le gusta lo que yo escucho, el que no entiende su ritmo, su letra, el que está fuera del código, del mundo que me importa.

Y aunque no sea cierto que la Historia siempre termina por repetirse, en lo que respecta a la música, sí podemos saber que terminará del mismo modo en que comenzó. Sin duda, la última página del mundo, tras un apocalipsis, será el último acorde en el que aún seguirán percibiéndose en los oídos celestiales los armónicos del acorde infinito.

 



 

20 de abril de 2022

Y se hace música al andar ... con swing (Luis Escalante Ozalla)

 

 

Y se hace música al andar ... con swing es un libro escrito y publicado por Luis Escalante Ozalla, en el que el título no describe adecuadamente su contenido. El propósito de Escalante es el de escribir una especie de historia de los Estados Unidos, en sus aspectos sociales y culturales, pero tomando para ello la música, su verdadera pasión, como vehículo conductor.


Y el empeño está plenamente justificado puesto que la música es un reflejo perfecto de los tiempos. Recoge como el mejor de los termómetros la situación real de un país, de un tiempo, sin que medien demasiadas cortapisas, y esto aplica a las manifestaciones más espontáneas, como pudo ser la música original afroamericana o el rap de los primeros días. La música recoge siempre influencias del pasado, y por ello, podemos seguir un rastro, una traza de lo que hubo y la semilla de lo que vendrá.


Cada uno de los capítulos del libro se organiza en torno a una canción, un tema que pretende ilustrar elementos de la vida americana. No podemos desvelar todos ellos, por eso pondremos algunos ejemplos de cómo el autor sabe escoger el tema preciso y relacionarlo de un modo natural logrando entretener, divulgar y picando la curiosidad del lector que, a través de las citas musicales tiene la oportunidad de ampliar sus conocimientos o de revisitar temas o estilos que hacía tiempo que no escuchaba.


Comencemos por Amazing Grace, una canción que ha sido interpretada por multitud de cantantes y grupos pero cuyo exacto origen no se tiene del todo claro. Al parecer, según nos cuenta Escalante, el texto fue escrito por John Newton, un traficante de esclavos del siglo XVIII quien, durante una terrible tormenta en el Caribe, imploró el perdón divino y prometió a cambio su conversión a una vida más santa. A los pocos minutos, un sol radiante se alzó entre las nubes, no sabemos si con profundo disgusto del traficante, pero lo cierto es que supo cumplir su promesa. Poco a poco, reformó su vida y se dedicó al estudio de la Teología llegando a convertirse en vicario.


Dentro de sus labores pastorales, gustaba de escribir pequeños textos poéticos, tal vez para su mero recitado por parte de la congregación, relacionados con la lectura y sermón del día. Así, llegamos al día de Año Nuevo de 1773, cuando escribió el texto Amazing Grace, sin duda, uno de los más queridos por Newton ya que reflejaba su momento de conversión, su particular caída del caballo.    


De alguna manera, estos salmos se compilaron y cruzaron el Atlántico para uso en las comunidades religiosas de las antiguas colonias americanas, y allí fue donde florecieron durante el renacer espiritual que sufrió la nación en el siglo XIX. No se sabe a ciencia cierta cuál podría ser la melodía empleada en el inicio, pero de las muchas que poblaban los cantorales de la época, terminó por consolidarse la denominada New Britain, que parecía encajar a la perfección con la métrica y sentimiento del poema. Y así nace definitivamente el tema tal y como lo conocemos hoy en día, fruto de un proceso acumulativo y de adaptación que dice mucho sobre la sabiduría de la tradición popular a la hora de forjar sus símbolos.  


La canción fue adoptada por la comunidad de esclavos afroamericanos que, en su mayoría, se habían convertido al cristianismo, una religión que les permitía aferrarse a la posibilidad de un futuro mejor, aunque no estuviera en la Tierra. Y Amazing Grace reflejaba perfectamente esa idea de que no importan los sufrimientos que estemos padeciendo, porque siempre existirá la posibilidad de redención.  


Este mensaje es universal y atemporal. De ahí que la canción haya terminado siendo adoptada por todos, al margen de su raza e ideología. Fue uno de los temas elegidos para poner fin a la Marcha por los Derechos Civiles de 1963 o por la familia de Ronald Reagan en su funeral y ha sido interpretada por activistas de izquierdas como Pete Seeger o por estrellas más conservadoras.


Algo más oscura resulta la historia detrás de canciones como Go Down Moses, en principio un espiritual más en el que reflejar un anhelo, una esperanza de un tiempo mejor pero que, junto a otras muchas canciones, sirvió a lo que se denominó el ferrocarril subterráneo, una compleja trama de contactos, refugios y tapaderas que sirvieron durante muchos años para llevar esclavos desde el profundo Sur a los estados del Norte. Esta cadena de voluntarios, muchos de ellos arriesgando sus vidas en un tiempo en que el linchamiento no era una anécdota, sirvió para liberar a muchos esclavos, pero antes de que la popularizara una serie, su épica quedó mejor reflejada en canciones que en cualquier libro de historia, en los que no ha dejado una huella profunda, prueba de lo secreto y peligroso que era aquel viaje y de que, hasta no hace muchos años, estos temas eran tabú en la sociedad norteamericana.


Así, canciones como Go Down Moses, The Gospel Train o There is a Balm in Gilead y otras tantas, reflejaban algo más que la metáfora de la venida de Moisés, del camino a seguir para alcanzar Jericó y otras tantas figuras bíblicas en las que se escondían realmente pistas ciertas y tangibles que pasaban de plantación en plantación con nombres, señales en árboles o cruces de caminos.


Pero saltemos a 1939, un tiempo que nos parece algo más cercano, y vayamos al Cafe Society, un café mítico de Nueva York en el que las personas de color podían sentarse en las primeras mesas, las mejores, en las que los camareros eran veteranos de la Brigada Lincoln o en el que la cantante residente era Billie Holiday. Es precisamente en este café donde Abel Meeropol le toca una canción que ha compuesto por primera vez para poner letra a uno de sus poemas, uno que le ha sido inspirado por la fotografía que ha cruzado todo el país con un negro colgado de un árbol tras haber sido linchado. Strange Fruit es una hermosa canción con un texto estremecedor en el que se habla de esas extrañas frutas de carne podrida y ojos hinchados que nace de los árboles del bello y placentero Sur.    


Billie Holiday hará de esta melodía una obra estremecedora, una denuncia épica que ninguna gran compañía de discos querrá publicar y que deberá salir finalmente en una discográfica menor. Como señala Escalante, esta canción conservará su halo maldito ya que no es hasta finales del siglo XX cuando comience a ser versionada por otros artistas. En todo caso, el capítulo reflexiona sobre la canción protesta, el modo en que las canciones fueron asumiendo un deseo de cambio, reflejando una transformación de la sociedad. Y este cambio llegó de un modo sorprendente porque, para cambiar los hechos, los jóvenes del Greenwich Village no buscaron un nuevo lenguaje, sino que tomaron las canciones tradicionales, las que se venían entonando durante los cien últimos años o más, y les dieron un nuevo sentido e impulso, las actualizaron y solo entonces, comenzaron a crear algo nuevo, asumiendo la tradición de la que venían.       


Pero hay muchísimas otras canciones en el libro que nos cuentan otras tantas historias. Acompañamos a Robert Johnson al cruce de caminos en el que vendió su alma al diablo, o asistimos a las mejores casas de prostitución de Nueva Orleans, de la mano de Jerry Roll Morton. Vemos a W. C. Handy crear un nuevo lenguaje musical, o nos asomamos a esa brillante escena creada por los compositores y letristas del Tin Pan Alley, esa fábrica de éxitos que hoy se han convertido en los standars que artistas como Dylan, Rod Stewart o McCartney reverencian en discos de homenaje o saqueo, según se vea.


La música, a diferencia de las personas, no conoce de fronteras, y por ello, las influencias van y vienen de costa a costa, de continente a continente. La música clásica europea, con todo su ornato y parafernalia teórica, también dejó su huella en la música americana como no podía ser de otro modo. Aunque los negros evolucionaron un antiguo instrumento tribal en lo que hoy conocemos como banjo, lo cierto es que el instrumento que tenía más éxito entre esta población era el violín, seguido tal vez del piano. Y en estos instrumentos se practicó por primera vez la escala pentatónica frente a la tradicional de siete notas de la música europea. También aquí nació la síncopa, ese golpe que parece sonar a contratiempo y que dió origen entre otras muchas formas musicales, al cake-walk, predecesor del rag. Y éste estilo viajó a Europa y compositores clásicos y doctos como Debussy lo emplearon en obras tan conocidas como Golliwogg's Cakewalk. Pero la música es siempre un camino de ida y vuelta. Compositores como Dvorák viajaron y vivieron en los Estados Unidos, demostrando que su tradición musical podía incorporarse a obras tan célebres como la Sinfonía del Nuevo Mundo. Esto abría múltiples oportunidades a la naciente música clásica americana. Pudo así despojarse de su sentimiento de inferioridad gracias a figuras como George Gershwin quien logró tomar parte de esa tradición musical americana en su famosa Rhapsoy in blue pero cubriéndola de un clasicismo impecable.


También nos habla Escalante de la evolución del jazz, desde sus orígenes, que podemos citar vagamente en las grabaciones de Louis Amstrong y sus Hot Five, hasta las más modernas versiones, como el be-bop, el cool jazz, el hard-bop, las influencias de la música del Sur del continente y así sucesivamente.


Escalante no da cabida a tradiciones norteamericanas tan relevantes como el country, ni tampoco se hace especial eco del nacimiento del rock and roll y su evolución, que ha tenido el mayor impacto mundial de todas las músicas venidas de los Estados Unidos. Tal vez para estos movimientos haya demasiados libros y el autor no haya querido redundar, aunque sí habría querido ver su opinión sobre músicos menos conocidos como los Almanac Singers o los Weavers, especiales predilecciones personales.


 

En todo caso, Y se hace música al andar ... con swing es un magnífico libro que parte de una premisa original que se muestra exitosa a la hora de integrar la música en el contexto que la vió crecer. Nos hace pensar en cuántos otros libros podrían hacerse sobre la historia de nuestro país o de Europa en su conjunto, o cómo podríamos elegir otros temas para ilustrar diferentes aspectos, económicos o políticos. En fin, una excelente propuesta, un resultado admirable y que excita la curiosidad del lector. No se le puede pedir más, tan solo que continúe publicando obras como ésta.

 

¡Deseo cumplido! También de Escalante, está disponible Nueva Orleans (1717-1917), que narra la vida de esta ciudad, cuna de una cultura musical única, que aún hoy sigue manteniendo ese empuje fruto de una tradición y cultura que aúna el pasado español, francés, la influencia afroamericana y la vida norteamericana. En este libro se amplían algunas historias que también aparecen en Y se hace música al andar ... con swing, como las de Jerry Roll Morton, Louis Amstrong y otros. Pero al concentrarse en una única localización, se aprecia mejor la relación entre los diferentes nombres, los estilos, se ve cómo todos se influyen recíprocamente y cómo la vida, en suma, se funde en la música de manera espontánea. Otro libro, por tanto, totalmente recomendable.   

 

Se acompaña esta reseña de una lista de reproducción de Spotify que recoge en sus primeros 20 títulos las canciones que dan nombre a cada uno de los capítulos del libro. Quizá no siempre hayan sido las versiones canónicas, las originales, en todo caso, son buenos puntos de partida. Siguen otros tantos temas que, a raíz del libro, he vuelto a escuchar o he conocido por primera vez. Otra prueba más de que este libro extiende sus efectos más allá de su última página.