27 de marzo de 2023

La conspiración del General Franco y otras revelaciones acerca de una guerra civil desfigurada (Ángel Viñas)

El relato más o menos conocido y aceptado mayoritariamente respecto del posicionamiento de Franco en los días previos al 18 de julio de 1936 viene a expresarse en las siguientes ideas. De un lado, Franco no estuvo totalmente implicado en los preparativos del golpe de estado, no lo veía claro. No fue hasta el asesinato de José Calvo Sotelo el 13 de julio de 1936, cuando comprende que la deriva del gobierno de la República era incapaz de mantener el orden.

De aquí que se viera empujado casi involuntariamente a los brazos de Mola y su alzamiento. Tras asegurar la proclamación de la revuelta en las Islas Canarias, donde estaba apartado por la desconfianza del gobierno hacia su compromiso con la República, dio el salto a Marruecos con el fin de tomar el control del ejército africano, realmente la más importante fuerza militar que tenía España y entre la que Franco tenía gran predicamento dado que se labró fama en las campañas de los años veinte y en la creación de la Legión, junto a Millán Astray, donde no solo obtuvo el generalato, sino que comenzó a verse rodeado de ese aura especial, que los moros denominaban baraka y que hacía referencia a una especie de suerte mítica, de destino.

Angel Viñas es un historiador dedicado en cuerpo y alma a narrar fundamentalmente el periodo correspondiente a la Segunda República y la Guerra Civil. Se apoya con terca insistencia en las "fuentes primarias", es decir, en las fuentes originales, los documentos oficiales, los testimonios de personajes implicados en los hechos descritos, las leyes, circulares, etc.

En resumen, Viñas es un historiador, un investigador que, al margen de sus propias convicciones personales, de las que no abjura, trata de basar todas sus afirmaciones en fuentes irrefutables. Esto no excluye margen a la interpretación de estas fuentes dado que hay que priorizarlas, salvar contradicciones entre ellas, considerar que no todos los hechos están documentados ni pueden estarlo como pronto veremos, etc. Así, sus obras están acompañadas de una extensísima adenda con notas y bibliografía en las que se ha basado.

Y esto puede hacer sus libros más pesados o complejos de leer que otras tantas obras que tanto eco encuentran en los medios y en las que, sin apenas consultas a las fuentes primarias, se procede al refrito de obras de autores previos (que tampoco tienen porqué haber sido muy rigurosos en sus fuentes) hasta lograr un hilo narrativo que parece coherente, guarde o no relación con la realidad histórica. En esas obras uno no encontrará espacios en blanco, dudas explicitadas del autor, conjeturas que reciban este nombre, tan solo certezas a medida de la ideología del lector.

Por eso, es imprescindible la labor divulgativa de historiadores como Ángel Viñas, que consultan registros, están atentos a nuevas fuentes, nuevos documentos, que los contrastan y, cuando procede, reescriben lo que sabemos de la Historia, incluso lo que ellos mismos pudieron haber tenido por establecido hasta la fecha. 

Entramos ya en La conspiración del General Franco y otras revelaciones acerca de una guerra civil desfigurada (Editorial Crítica) en la que se desarrolla una teoría alternativa a la ya comentada sobre la implicación del general Franco tomando como base las  investigaciones de Viñas.

Si bien algunas de las ideas que expone Viñas en este libro ya habían sido expresadas anteriormente por otros autores, a modo de sospechas, de rumores y versiones alternativas, lo cierto es que ahora se sustentan en material probatorio de primer nivel. Y la teoría que viene a exponer es que el avión que llevó a Franco de Gran Canaria a Marruecos para ponerle al frente del ejército africano, llegó a su destino días antes de lo comúnmente aceptado. Que el alquiler del mismo fue financiado por una rama de la rebelión pro monárquica, muy próxima a los intereses de Inglaterra. Que, pese a que la lógica decía que el avión, un Havilland DH89 Dragon Rapide, nombre éste último por el que se conoce al modelo concreto que hoy se exhibe en el Museo de la Aviación de Cuatro Vientos, debió aterrizar en Santa Cruz de Tenerife, isla en la que residía Franco, lo hizo en Gran Canaria, lo que obligaba de alguna manera a que el general cruzara de una isla a otra, para lo que precisaba de justificación o de hacerlo en rebeldía lo que parece una complicación innecesaria existiendo la posibilidad de que el avión recogiera directamente al futuro dictador en su isla.

La disculpa oficial para el viaje a Gran Canaria fue la de poder asistir al funeral y entierro del general Balmes, amigo de Franco, africanista como él, pero partidario de la República. La muerte de aquél permitió a Franco viajar a la isla y tomar el avión para Marruecos sin levantar sospechas.

Pero precisamente de sospechas está llena la muerte de Balmes. La teoría oficial es que el general acudió a un campo de tiro para probar algún arma. Una pistola se le encasquilló y trató de desatascarla apretándole contra su vientre donde se disparó. El general había rehusado ser acompañado por nadie en dicho momento, tan solo el chófer le acompañaba. Fue llevado a la casa de socorro donde el médico se ausentó para llamar a una ambulancia. También se llamó a altos mandos del ejército, precisamente los que ya estaban en la conspiración, quienes le rodearon y pudieron manipular todas las pruebas, las manifestaciones exculpatorias que el general se asegura que dijo culpándose a sí mismo del accidente.

 

En suma, como bien señala Ángel Viñas, nunca podrá aparecer una orden firmada por Franco respecto del asesinato de Balmes, un camarada de armas, como mera disculpa para viajar a Gran Canaria y dar luego el salto a Marruecos, pero muchos elementos pueden llevar a sostener esa hipótesis. Tenemos discrepancias entre los asistentes a las últimas horas del general Balmes, el desastroso informe de la autopsia que ofrece fallos clamorosos a fin de servir de coartada a la versión oficial, testimonios de presentes en las horas posteriores al accidente que se hicieron públicos tras la muerte de Franco, la inexplicable presencia del Dragon Rapide en Gran Canaria, y así sucesivamente.

Es cierto que puede sostenerse que la muerte de Balmes fue tan providencial para el destino de Franco como las de Sanjurjo o Mola, y es una posibilidad que no cabe descartar. Tal vez existiera un plan de Franco para acudir a Gran Canaria que no fue necesario gracias al fallecimiento de Balmes. Pero de lo que no cabe duda es de que su muerte, accidental o no, fue de gran ayuda.

Tampoco se puede negar que el plan de que Franco asumiera la revuelta en Canarias para luego comandar el ejército de África estaba en marcha días antes del asesinato de José Calvo Sotelo, de hecho el avión partió de Inglaterra antes del 13 de julio, y el alquiler del avión y su piloto, fue claramente anterior.

Por otro lado, tampoco podemos dudar de que la muerte de Balmes le ahorró un más que seguro fusilamiento si realmente se hubiera opuesto a la rebelión, tal y como ocurrió con los pocos mandos que lo hicieron en las plazas africanas de Ceuta, Melilla, Larache o Tetuán, pocas horas después del funeral de Balmes.

Pero sea como sea, lo cierto es que la idea tan extendida de un Franco que actuó de algún modo a remolque, que solo a última hora se avino a participar en el golpe, no se sostiene. Los planes estaban en marcha antes del asesinato de Calvo Sotelo, Franco fue informado de la llegada del avión a Gran Canaria y antes de partir al entierro de Balmes dejó escrita la proclamación de la sedición, un bando conocido como el Manifiesto de Las Palmas. También parece que el hecho de que su mujer e hija le acompañaran a ese viaje y que desde la isla partieran en barco hacia Lisboa corrobora la idea de que todo estaba ya atado y bien atado desde días antes.  

También queda más que probada la implicación de Inglaterra, sea a través de sus servicios secretos, de una rama de estos, o de un grupo de católicos y conservadores, en esta fase  de favorecimiento de un golpe que evitara que España cayera en manos del comunismo internacional. Es a esto a lo que dedica el segundo gran capítulo de su obra, tomando casi a modo de disculpa la implicación en la aventura del Dragon Rapide.

Lo cierto es que Viñas realiza un completo seguimiento de las informaciones que recibía el Foreign Office a través de sus diversas fuentes, embajador en Madrid, cónsules, oficiales del ejército, Gibraltar, agregados diversos, etc. La llegada de la República se ve como un pequeño terremoto pero que se tolera en tanto pueda permitir la salida del atraso del país, cuya pobreza es un perfecto campo de cultivo para una revolución obrera. Sin embargo, a mitad de la corta vida de la República, un cambio de embajador y de tendencia en la metrópoli, trae una nueva perspectiva sobre los riesgos crecientes de una revolución a modo de la soviética, anunciada como premonición, según estas fuentes, en el año 34.

Así, poco a poco, la opinión británica comienza a virar, a mostrar menos simpatía por los republicanos, un temor a que la situación se descontrole, a que se contagie al vecino Portugal, aliado histórico del Reino Unido. Y, a esto, hay que sumar el comienzo de intrigas por parte, fundamentalmente, de monárquicos españoles con buenos contactos en el Reino Unido, que tratan de difundir una información que alienta esos temores oficiales.

Las diferentes tramas del golpe cumplen un cometido, coordinado al menos de facto. Unos procuran el acercamiento de la Italia fascista, otros de la Alemania nazi y otros el no alineamiento del Reino Unido y, por tanto, una suerte de presión implícita a Francia, más favorable a la República española. Todos estos esfuerzos dan fruto cuando estalla la guerra y el gobierno británico lidera la no intervención y enfría los tímidos intentos de Francia por apoyar a la República.

La documentación y evidencias que aporta Viñas gracias a consultas a documentos oficiales británicos ofrece una nueva luz que explica la sorprendente insolidaridad de las democracias occidentales ante el levantamiento militar.

El interés estratégico de las Canarias, también supone un acercamiento de los intereses británicos a lo que allí ocurría y hace más fácil creer que de un modo u otro estuvieron implicados en facilitar ese viaje de Franco a Marruecos y a que el golpe triunfara en las islas donde había una importante población británica con negocios que dependían de la estabilidad, de la mano dura contra huelguistas y anarquistas.

Es cierto que la posición de Inglaterra respecto de la República debe ponerse en el contexto europeo de la época y la política de apaciguamiento con la que se trataba de no desencadenar un conflicto europeo ofreciendo a Hitler concesiones que, por contra, terminaron por envalentonarse y convencerle de que nada de lo que hiciera tendría consecuencias militares en las democracias británica y francesa. Pero nada de esto puede servir de exculpación a hechos tan graves como una guerra civil en España o la entrega de Austria y Checoslovaquia al dictador nazi.

La tercera parte del libro se centra en el modo en que se ha ido construyendo la historiografía sobre el conflicto y el franquismo; el modo en que el régimen dibujó su propia justificación desde el principio. Se aborda también la necesidad, que pronto se advirtió, de abrir los archivos nacionales sobre la guerra civil para combatir la profusión de obras de historiadores extranjeros que combatían la versión oficial con datos obtenidos de fuentes disponibles en otros países. Viñas detalla cómo se concedían estos permisos, para quiénes eran (claramente, para afectos al régimen, que trabajaban por alumbrar los documentos que sustentaban mejor sus tesis).

 

 


Así, se pone de manifiesto la complacencia de autores como Ricardo de la Cierva o de reputados hispanistas como Stanley Paine, así como la necesidad de una constante revisión de la propia historia, de acudir a nuevas fuentes primarias y de luchar por una ley sobre secretos oficiales que no actúe como parapeto de la negativa a revisitar y reescribir nuestro pasado. Y, efectivamente, resulta triste que parte de las investigaciones con nuevas fuentes sobre nuestro conflicto y la dictadura, provengan de la desclasificación de documentos de la antigua Unión Soviética o del Reino Unido y Francia.

Es justo reconocer que, sobre estos temas, el modo en que se construye la Historia, cómo se reproduce a sí misma, el enjambre de intereses creados, de voluntades compradas, poco se escribe y a pocos interesa. Ni desde el mundo académico al que no le gusta verse criticado, más cómoda suele ser la vida en la torre de marfil, ni a los que hacen del mero relato sin sustento en datos y evidencias, un modo de vida gracias a la publicación de obras pregonadas por grandes medios.

Por contra, este libro nos ofrece un enfoque novedoso, como su propio título avanza, sobre aspectos no demasiado difundidos de la guerra civil o sobre los que existe un consenso fruto de la inercia y la repetición de errores del pasado, interesados en muchas ocasiones, o resultado de la pereza intelectual de quienes se conforman con su repetición.

Si bien Viñas no oculta su ideología, nos lanza una pregunta para la reflexión, ¿admitiríamos como válido el trabajo de un historiador sobre el III Reich que no expresa con rotundidad su rechazo a tal régimen? Pues dicho esto, poco más queda por añadir.




 

 

 

12 de marzo de 2023

No digas nada (Patrick Radden Keefe)

 


 

Patrick Radden Keefe es columnista en The New Yorker y colabora asiduamente con otros muchos medios. También ha publicado diversos libros en los que plasma sus investigaciones periodísticas, pero nada hacía presagiar que en 2018 publicaría No digas nada (Reservoir Books, traducido por Ariel Font Prades), un viaje estremecedor por el conflicto del IRA, centrado principalmente en su evolución a partir de comienzos de los años setenta.

Según confiesa el propio autor, el inicio de su interés por este asunto le llegó al leer el obituario de Dolours Price, una joven norirlandesa que alcanzó notoriedad por haber sido condenada a prisión tras los atentados del IRA en Londres en 1973 y que comenzó una huelga de hambre que hizo más por la causa del IRA que cualquiera de sus atentados.

En concreto, el disparadero de su interés pareció centrarse en el papel que Dolours podría haber jugado en la desaparición de Jean McConville, una viuda de 38 años, madre de diez hijos. Estamos en diciembre de 1972 y el conflicto del Úlster ha estallado definitivamente. El ejército británico patrulla armado las calles y tan sólo en raras ocasiones se atreve a penetrar en los barrios católicos. Aquí, una conspiración de silencio parece unir a todos los vecinos para ocultar armas, fabricar coartadas o ingresar en las filas del IRA. Pero las fronteras no siempre son respetadas y los McConville se encuentran en la zona católica pese a que Jean solo adoptó esta fe a efectos formales y para casarse con su marido difunto y no causar escándalo en la familia de éste. Así que, perdida la protección del marido tras su fallecimiento, comienzan las miradas hoscas, los siseos al paso de la madre y su progenie, las pintadas a las puertas del edificio, Divis Place, un auténtico reducto del IRA. Pero la situación económica de la familia es tan precaria que no pueden plantearse la opción de una mudanza a un barrio menos hostil.  

Hay quienes dicen que parece una soplona de los británicos, otros que simplemente no se ha posicionado claramente. Lo cierto es que en una guerra no se admite la escala de grises. Una noche, un grupo de hombres y mujeres se lleva a Jean dejando a sus hijos abandonados, con infinidad de incógnitas y gran confusión. Pasan los días y su madre no vuelve a casa. Pasan treinta años, llega un comienzo de paz con los acuerdos de Viernes Santo en 1998, pero Jean no aparece.

El conflicto ha traído mucha muerte, unos tres mil quinientos asesinatos entre 1969 y 1998, pero pocos son los casos de desapariciones, únicamente dieciséis. Normalmente, el terrorismo de cualquier bando y signo se enorgullece de sus crímenes, de ahí que las desapariciones en el Úlster son muy escasas y la labor del Gobierno Autónomo de Irlanda del Norte es tratar de que estos casos se aclaren, como parte de los acuerdos de paz, como forma de comenzar a cerrar heridas tantos años abiertas.

Pero no es fácil buscar a quién incriminar, más aún cuando estos hechos aún pueden ser juzgados. Así que los esfuerzos de los McConville se topan con una maraña de mentiras, afirmaciones poco fiables dado el tiempo transcurrido, incluso falsas acusaciones entre unos miembros del IRA que se muestran divididos entre el esfuerzo de paz o la creencia de que Gerry Adams les ha traicionado y que la lucha armada sigue siendo el último y único camino. Y aquí aparece por primera vez Adams, el artífice por la parte republicana de los acuerdos de Viernes Santo, un político que se desliga de la violencia, niega todo tipo de implicación en la misma, asegurando no haber pertenecido nunca al IRA.

Pero el cuerpo de Jean aparece en 2003 en una playa de Irlanda, después de varias tormentas que parecen haber removido la localización que, unos años antes, ya había sido excavada en busca de sus restos. Aparecida Jean solo queda averiguar quién ordenó su asesinato, ahora indubitado. Aunque muchas pistas y testimonios llevan a la firme creencia de que Dolours Price estuvo de alguna manera implicada, su fallecimiento en 2013 pone un punto y final a las investigaciones, al menos en apariencia.

Patrick Radden Keefe, tras la pista del caso McConville, se remonta a pocos años antes, a comienzos de siglo, cuando un grupo de investigadores heterodoxos, incluido un antiguo miembro del IRA, proponen a una institución norteamericana relacionada lejanamente con Irlanda, el Boston College, custodiar una serie de grabaciones de conversaciones con miembros del IRA y Unionistas bajo estrictas medidas de seguridad. En estas conversaciones, se recogen testimonios en la confianza de que los mismos no serían empleados en sede judicial y que tan solo saldrían a la luz cuando todos sus protagonistas hubieran fallecido.

Entre tanto, Brendan Hughes, correligionario de Adams en los comienzos de la lucha de los setenta, fallece, y en un testimonio póstumo, incrimina al líder del Sinn Féin en la desaparición y asesinato de McConville. Adams es arrestado y la existencia de las grabaciones del Boston College se filtra, creándose la expectativa de que en las mismas puede encontrarse la prueba definitiva. La Justicia Británica demanda a la institución académica la entrega de las grabaciones, en especial la de la conversación con Dolours Price.

 


 Hasta aquí, el trabajo periodístico de Radden, una espléndida pieza de investigación y reconstrucción de unos hechos que tantos tienen interés en ocultar, o que, dado el tiempo transcurrido, han sido tergiversados y alcanzado ese nivel en el que ni sus propios protagonistas son capaces de separar verdad y mentira. Pero No digas Nada apenas sería un libro más de investigación si no alzara el vuelo y tomara el todo por la parte. Efectivamente, como tantas veces ocurre, un pequeño hecho, casi una anécdota para quienes no lo vivieron y padecieron en primera persona, sirve para iluminar un cuadro más amplio, más rico y generoso que, de otro modo, podría habernos quedado oculto. Radden traza un bosquejo general del conflicto norirlandés, sus vericuetos y miserias, sus puntos de horror y de heroísmo.

Las entrevistas a muchos de los protagonistas del conflicto, las consultas a las más variadas fuentes, y por encima de todo, la capacidad para adelantar hipótesis verosímiles y bien fundadas en un relato del que poco podrá ser aclarado de manera definitiva y cierta, forman un mosaico en el que se despliega todo el horror vivido durante los Troubles, los días inciertos en los que la vida para todo habitante del Úlster parecía suspendida en un tiempo irreal, fuera de todo sentido para los términos del resto de Europa.   

El libro no llega a suscitar simpatía por ninguno de sus personajes, no se hace un esfuerzo por humanizarlos. Por el contrario, se retrata su crueldad y violencia sin tapujos, pero se les da un contexto y una hondura que sirve para explicar parte de las razones que envenenaron sus vidas. Por otro lado, la violencia que desataron dejó también sus huellas en lo más profundo de la conciencia de muchos de sus protagonistas, y Radden da cuenta de ello al narrar los últimos días de sus vidas, ya apartados de la lucha, apartados del tren de la historia.

Por extrañas e inexplicables razones, la violencia es percibida con más tolerancia cuanto más kilómetros nos separen del escenario del terror. Así, podemos creer que el terrorismo islamista tiene a Occidente por principal objetivo, cuando realmente, el número de fallecidos por estos atentados es mayoritariamente musulmán.

El autor nos narra una escena en la que Brendan Hughes hace una gira para recaudar dinero entre la importante población norteamericana de origen irlandés, en la que el IRA gozaba de gran simpatía. En una de esos actos, un rico empresario le ofreció a Hughes una importante cantidad de dinero y, de paso, una recomendación, que matasen a todos los que llevasen en su uniforme una corona, símbolo de los servidores del Reino Unido. Hughes, con sorna, le pregunta si eso significaba que el IRA debía dedicarse a matar carteros, por ejemplo, y ante la respuesta entusiasta del supuesto benefactor, le devolvió su dinero y le dio la espalda. Las soluciones siempre son fáciles cuando se ve el problema de lejos.

Así, este libro también nos interroga sobre nuestra propia historia. Irlanda del Norte tiene una población de casi dos millones de habitantes y su capital, Belfast 280.000 habitantes. La población del País Vasco es de 2.200.000 habitantes y la de Bilbao, de algo más de 300.000 habitantes. En ambos casos podemos imaginar e intercambiar fácilmente los paisajes verdes, húmedos, las neblinas y la importancia de la vida rural, del peso de la tradición y la historia.   

Por desgracia, estos no son los únicos elementos comunes. El terrorismo ha golpeado duramente a ambas comunidades y ha llevado la muerte a otras zonas de sus respectivos países en un cruento proceso que, en el caso del Úlster, inicia su desescalada a raíz de los denominados acuerdos del Jueves Santo, y en el caso de España, con la declaración de cese definitivo de la actividad armada de ETA en octubre de 2011.

No digas nada añade, por tanto, un elemento adicional a cuantos vivimos los años en los que las interrupciones de los programas matinales de la radio o la televisión siempre tenían el mismo motivo, en los que las calles no siempre eran un lugar seguro o en el que las conversaciones que se debían evitar, formaban parte de una realidad que conviene no olvidar.

 

 

 

26 de febrero de 2023

Medio siglo con Borges (Mario Vagas Llosa)



Medio siglo con Borges (Ed. Anagrama) es una recopilación de conferencias, entrevistas y artículos de Mario Vargas Llosa en torno a la persona y obra de Jorge Luis Borges, escritos durante los últimos cincuenta años y recopilados en este volumen para la ocasión.  

No se trata, por tanto, de un ensayo del autor peruano sobre su colega porteño, un balance de su papel en la Literatura del siglo pasado o de su legado. Al contrario, estamos ante textos dispersos, algunos escritos en vida de Borges, otros tras su fallecimiento, algunos son transcripciones de entrevistas, otros de conferencias. Y esta fragmentación, que para muchos puede resultar una debilidad, por tener temas repetidos, por su heterogeneidad en cuanto a estilo y objetivo, resulta para mí su principal virtud. Porque si existe un hilo conductor para todos ellos es la devoción de Vargas Llosa por la prosa borgiana, elemento que se mantiene constante en cada línea de este volumen.

 

Y bajo esta premisa, podemos ver cómo la admiración inicial, palpable en las entrevistas en vida del autor, en las que se desliza algún cuestionamiento sobre las posiciones políticas de Borges o sus manifestaciones más polémicas, se va consolidando pese al enorme espacio que separa las convicciones literarias y estéticas de ambos escritores.

 

Porque para Mario Vargas Llosa, la obra de Jorge Luis Borges es un gozo continuo. Como señala, sus libros son siempre pequeños, breves y concisos, perfectos en el modo en que nada puede considerarse que les sobra, nada parece que les falte.

 

A diferencia de lo que algunos sostienen, Vargas Llosa refuta la opinión extendida de que la obra de Borges es una obra para jóvenes, para primeros lectores que se dejan atrapar por los artificios del fabulista, por la sorpresa de sus relatos, esos giros del argumento con final sorprendente o esas ficciones que se alimentan así mismas como un autófago, pero que enseguida cansan, que fatigan y que un lector exigente siempre terminará por dar la espalda a este autor, considerándolo como introductorio a la verdadera Literatura, a obras más complejas.

 

Pues bien, Mario Vargas Llosa mantiene la posición contraria, la de que los libros de Borges deben leerse y releerse con el goce de quien se enfrenta a ellos por primera vez, porque cada lectura reafirma todas sus virtudes.

 

Y es que, lo que subyace en esta divergencia de opiniones es la visión que cada uno mantiene sobre la misión de la Literatura, en particular de la ficción. Hay quien cree que la ficción debe tomar sus materiales de la realidad, rehacerlos y moldearlos, en ocasiones sobre la base de la ideología o los fines buscados por el autor, explícitos o no, y devolver al lector esa visión. La ficción es por tanto, un vehículo de transmisión de ideas.

 

Por el contrario, para el autor de La verdad de las mentiras, la ficción no es otra cosa que la mera invención, una mentira que creamos y tratamos de hacer pasar por verdad, buscando, o no, un efecto en el lector, causándole extrañeza, sorpresa o simplemente placer. Desde este punto de vista, la obra de Borges es el perfecto ejemplo de la opinión que Vargas Llosa tiene sobre la Literatura, esa alquimia que en manos de un demiurgo competente, se convierte en el supremo arte.  

 

Porque la obra de Borges es un mundo en sí misma, una sucesión de ideas redactadas en torno al tiempo, los mundos paralelos, el infinito, y por encima de todo, la propia Literatura. No en vano, entre las principales obras que el autor llevaría a una isla desierta, tal y como le asegura a Vargas Llosa en una de las entrevistas aquí recogidas, se encuentra Las mil y una noches, un libro infinito de imágenes y sensaciones, de historias que se alimentan a sí mismas con el único fin de ser la tabla de salvación de Scheherezade, de alargar su vida, porque cuando se acaba la ficción, todos morimos un poco.

 

 

Vargas Llosa reflexiona sobre los motivos de la fama internacional de Borges, y lo cifra en Francia, en la capacidad de ese país para tomar obras ajenas y presentarlas como casi propias. Pero lo cierto es que el inicial localismo de Borges, sus escritos sobre gauchos y tangos pronto fueron desbordados por imágenes más universales, un cierto toque de cosmopolitismo cultural que le convierte en un buen símbolo de un tiempo que se nos escapó, igual que Zweig hoy es reivindicado por similares motivos.      

 

Por último, hay que destacar que en nuestras letras, a diferencia de lo que ocurre en la tradición francesa o anglosajona, no es tan frecuente la publicación de obras de autores consagrados referida a la de otros autores. Es como si nuestros escritores ignorasen con suficiencia la obra ajena y prefirieran dedicar todas sus palabras y reflexiones a la propia. No cae en estos errores Vargas Llosa, que tiene una notable obra ensayística dedicada a la Literatura y el arte en general, sabiendo transmitir la misma pasión en sus textos literarios que en este otro tipo de escritos.  

 

Por ello, no solo hay que felicitarse por la publicación de este volumen y la oportunidad que nos da de volver a desear leer los libros de Borges, sino que es una estupenda ocasión para reivindicar este tipo de publicaciones, esta Literatura sobre Literatura que tanto nos gusta a los lectores y de la que tanto disfrutamos.

 

 


12 de febrero de 2023

1927. Un verano que cambió el mundo (Bill Bryson)

 


 

1927. Un verano que cambió el mundo (RBA 2015, traducción de Ana Mata Buil) es un libro más de Bill Bryson a quien se puede considerar, merecidamente, el enciclopedista más exitoso de nuestro tiempo, puesto que poco o nada escapa a su interés y nada humano parece serle ajeno.

En esta ocasión, se aproxima a la Historia  desde una perspectiva innovadora, consistente en seleccionar un periodo concreto de tiempo, el verano de 1927, para fijar su atención en hechos relevantes que marcaron a su juicio un punto de inflexión en la historia del mundo.

 

Así de pretencioso se presenta este extenso libro que, sin embargo, no aburre, ni cansa y que, a su fin, casi sabe a poco y uno desearía que las miras de Bryson hubieran sido más altas y se hubiera extendido al otoño, invierno de ese mismo año y así sucesivamente.

Pero vayamos a esos hechos que parecen dignificar este concreto momento a ojos del autor. Sea dicho como prefacio, que uno está tentado a creer que Bill Bryson tanto podía haber escogido el verano de 1927 como el otoño de 1934 o el invierno de 1963 para escribir uno de sus maravillosos libros en los que desplegar una cantidad de anécdotas históricas, de hechos curiosos, de tejer coincidencias alumbradoras de conclusiones variadas, en definitiva, para desarrollar todo su talento, con la amenidad  a que nos tiene acostumbrados. Porque parece que no hay tema, por más rutinario o manoseado que pueda parecer, que no resulte renovado y fresco en sus libros.

La columna vertebral en torno a la que Bryson construye su relato es la gesta de Charles Lindbergh, el joven piloto de origen escandinavo que en mayo de 1927 cruzó en solitario por primera vez el Atlántico en un avión, el Espíritu de San Luis, apenas un cascarón de tela y madera a los ojos de nuestros días, pero una máquina casi perfecta en su momento. Una promesa de 25.000 euros para el primer piloto que cruce el Atlántico ofrecida por el millonario Raymond B. Orteig supone el disparo de salida de una loca carrera en la que muchos aviadores empeñarán su fortuna y arriesgarán sus vidas, empujando los límites de la aeronáutica hacia algo más parecido a lo que hoy tenemos por tal. Aviadores más experimentados aunque menos audaces que Lindberg, mejor financiados y con mayor exposición pública se verán desbancados.   

Pero la hazaña de Lindberg tendrá un especial significado para los estadounidenses, quienes están acostumbrados a ser segundones en todo, los primos lejanos en el concierto internacional. Tras su aportación en la victoria sobre Alemania en la Gran Guerra, comienzan a atisbar que las cosas pueden cambiar. Y aparece Lindberg, un héroe que responde a los estereotipos nacionales, incluido su origen familiar europeo, su modestia y discreción, su rubicunda cabellera y su juvenil figura.

Por primera vez, los americanos logran imponerse al resto del mundo en una tecnología tan puntera y vanguardista como era la aeronáutica en aquellos años. Cuando Lindberg inicia su viaje, en los Estados Unidos, apenas hay una normativa que establezca límites o garantías para los vuelos, poca formación, poca regulación, malas condiciones en las pistas de aterrizaje, apenas indistinguibles de lodazales donde pasta el ganado. Pero la aviación es una actividad que terminará por encarnar gran parte de los ideales americanos, su ansia de libertad y autonomía, de ausencia de fronteras que el ideario americano tanto gusta de ensalzar.

El logro de Lindberg desata la euforia en París donde es recibido y homenajeado por miles de franceses, orgullosos de haber podido ver con sus propios ojos el fin de una gesta tan grandiosa como los antiguos viajes marítimos. Y esta fama y gloria será poco para lo que está por venir. Lindberg será recibido en Nueva York como un héroe de guerra. Se suceden incesantemente los actos de homenaje, los desfiles, cenas de gala, ruedas de prensa, apariciones en noticiarios, la gira alrededor del país, más extensa, más peligrosa que el propio viaje oceánico. Todos estos eventos serán un anticipo del modo en el que los medios de comunicación lograrán dar forma al fenómeno de los fans, de una manera creciente en la que el interés del público estará por encima de la intimidad del famoso, en el que todo será exhibido y en el que la histeria se desatará sin una causa cierta. Anticipo de lo que llegará con el correr de los años y lo que se verá con Frank Sinatra, con Elvis, más tarde con los Beatles. Pero el fenómeno ya está aquí y es Lindberg quien le dará forma, muy a su pesar.

Porque en aquella época, los periódicos se convierten en los principales transmisores de chismorreos, anuncios sensacionalistas, noticias falsas o interesadas, todo lo que hoy consideramos propio de nuestros días. Los poderes mediáticos actuales, que hay quien sostiene que controlan todo lo que pensamos y creemos, tienen su antecedente en los magnates de la prensa, como William Randolph Hearst, capaz de influir en las decisiones de su gobierno y que aún disfrutaría de reconocimiento público durante años y que daría lugar a la célebre película Ciudadano Kane.  

Los lectores seguían con pasión desatada cada detalle de hechos tan escabrosos como el asesinato de Mr. Sneyder a manos de su esposa y su amante, Judd Gray, quienes simularon que el crimen había sido cometido por unos italianos que habían asaltado la casa, asesinado al esposo y golpeado a la fiel mujer para robar las joyas. El problema es que la rubia, Sra. Snyder no presentaba signos de violencia y las joyas aparecieron debajo de su colchón. De todos estos detalles daba cuenta la prensa más morbosa, siendo uno de los juicios más celebrados durante todo el año por los medios, aunque no el único. Luego tendremos ocasión de conocer algún otro que ha logrado trascender hasta nuestros días.

 

Es también en este prolífico verano en el que se estrenará la que es conocida como primera película sonora de la historia del cine, El cantante de Jazz. Aunque ya había habido rodajes previos con sonido, lo cierto es que la industria del cine no había abordado esta innovación por diferentes motivos entre los que se contaban el elevado coste de producción, la necesidad de adecuar las salas de cine a la nueva tecnología y, en última instancia, aunque siempre quedará como leyenda romántica, el rechazo de los artistas por un género que creían que robaba protagonismo a sus actuaciones, supuesta disculpa para esconder sus limitaciones declamatorias. Sea como fuere, lo cierto es que ese mismo año Buster Keaton, la estrella mejor pagada del momento, está rodando El héroe del río, que se estrenará al año siguiente y que muchos consideran su mejor película, por encima de El maquinista de la General. Sin embargo, la obra será un rotundo fracaso, un anacronismo en un año en el que las demandas del público se centran tan solo en el cine sonoro, dejando tal vez al margen la calidad del filme, primando tan solo la emoción de ver en la pantalla a unos actores capaces de hablar como seres normales, ajenos a la gesticulación excesiva, al histrionismo al que llevaba la falta de verbalidad.

El cine es uno de los signos del dominio estadounidense de aquella época, con una industria que hacía palidecer a sus rivales europeas y que, con el devenir del tiempo, se convirtió en referencia casi única en lo que a cine se refiere, dejando para las producciones de otras naciones un cine más alternativo, de menores aspiraciones en cuanto a espectáculo, no solo por las diferencias notables de presupuesto sino por la imposibilidad fáctica de competir con el modelo americano.

 

 


Pero hay otras tantas facetas de la vida estadunidense que no han logrado trascender sus fronteras de manera tan masiva y abrumadora. Así, el béisbol es un deporte que asociamos instintivamente a los Estados Unidos, no tan espectacular como el fútbol americano, pero sí más auténtico. Sin embargo, sigue siendo un deporte del que pocos países participan. El béisbol no pasa por sus mejores momentos en 1927. La afluencia a los estadios es prácticamente la única vía de ingresos y muchos clubes están al borde de la ruina. La competencia del cine no ayuda a mejorar los ingresos. Los jugadores de algunos equipos deben encargarse incluso de lavar sus propias prendas. Otros hacen inversiones ruinosas en ampliaciones de aforo que no llegarán a completarse fácilmente. Muchos clubes con resonancias míticas caen en manos de desaprensivos faltos de escrúpulos. Para lograr salir adelante, se venden licencias para comercializar comidas y bebidas en los campos, nace así el famoso hot-dog, un bocadillo fácil de preparar y que se puede comer sin mancharse mientras gritas a tu bateador favorito.  

Pero el público sigue cada partido a través de los periódicos con una fruición casi incomprensible. La radio también ayuda a dar forma a un nuevo modo de aproximarse al deporte más allá de la presencia en los campos.  

Es precisamente en este año 1927 cuando una de las principales figuras de este deporte alcanzó su máximo reconocimiento. Babe Ruth cambió el modo de entender el béisbol, no solo por su infinita capacidad para lograr los home run en un contexto de campos poco cuidados, pelotas de dudosa calidad, y poca profesionalización. Él dió forma al mito del deportista cercano al público, capaz de sucumbir a los mismos vicios que el espectador normal. Todo le hacía destacar por encima de otros jugadores. Su voracidad insaciable, su descomunal ingesta de perritos calientes, su vida mujeriega y su afición por encararse con quien fuera menester, que le llevaría a diversos juicios de los que solía salir airoso. Todo ello prefigura esa imagen sorprendente que aún hoy parece marca de deportistas que, pese a sus fabulosos ingresos, generan un sentimiento de identificación en sus admiradores y logran la exculpación del público ante cualquier exceso, exhibición vergonzante de riqueza o discrepancias con Hacienda.

Pero el deporte también encuentra otro importante reducto, es el caso del boxeo. Uno de los combates más famosos de todos los tiempos tuvo lugar en 1927, con la disputa por el título de los pesos pesados entre el favorito Dempsey y el ganador final, Tunney. En septiembre se celebró la primera pelea, seguida por la revancha en noviembre del mismo año. La victoria de Tunney no estuvo exenta de polémica por la aplicación de una nueva norma que permitía una cuenta de diez para que el boxeador derribado pudiera incorporarse mientras el contrincante debía retirarse a su rincón. En una de estas ocasiones, Dempsey no se retiró con la suficiente rapidez, lo que retrasó la cuenta del árbitro permitiendo así que Tunney ganase unos segundos adicionales para recuperarse.

Fuera una victoria limpia o no, lo cierto es que el ambiente que rodeó la pelea no era de lo más edificante. Entre los primeros asientos se encontraban celebridades del cine, de las finanzas, de la política e incluso de la mafia, como Al Capone, quien habría ofrecido a Dempsey la posibilidad de comprar el combate, marca de la casa. Es de justicia reconocer al perdedor que se negó a tal apaño, tan confiado estaba de poder ganar.

Bryson describe con vivacidad el combate y se demora en las personalidades presentes, avanzando la historia para desvelar parte del futuro judicial de algunos de los asistentes, comenzando por el propio Al Capone cuyos días de gloria estaban próximos a su fin por la reciente promulgación de una ley sobre evasión fiscal que, sin que nadie pudiera aún anticiparlo, sería el cepo en el que muchos hampones caerían.  

 

La mafia no puede considerarse una creación americana, pero sí que es en esa tierra donde alcanza una altura mítica por la publicidad de las acciones de estos delincuentes. Hechos como la matanza del día de San Valentín u otras tantas venganzas y guerras intestinas ocupan las primeras planas de los periódicos asustando a los tímidos ciudadanos, sorprendidos de que sus alcaldes, funcionarios, policías o congresistas estén en manos de estas organizaciones criminales que, de cuando en cuando, se declaran entre sí la guerra mientras hacen gala de acciones caritativas que terminan por aumentar la confusión. No es por tanto americana la mafia, sí lo es la imagen consolidada mundialmente en forma de películas, novelas, documentales. También será americana la forma que finalmente se empleará para combatirla, la puerta de atrás, el recoveco por el que estos gánsteres serán juzgados, en base a la evasión fiscal. Las leyes aprobadas este año llevarán a la detención de Al Capone poco tiempo después. La mafia continuará teniendo su cuota de poder, más allá de la crisis del 29, de la Segunda Guerra Mundial, llegando a poner sus manos en el rat pack o tender su sombra entre las muchas teorías conspirativas sobre el asesinato de JFK.

Pero el mayor caldo de cultivo para la delincuencia organizada lo creó el propio gobierno de los Estados Unidos a través de la más estúpida de las leyes que haya promulgado el Capitolio: la Ley Seca.

Desde el fin de la Primera Guerra Mundial, las tendencias moralistas lograron ganar peso e imponer férreas restricciones en muchos ámbitos ante lo que veían como el deterioro de los valores americanos por la avalancha de inmigrantes europeos y del resto de América. Así, la bebida personificó gran parte de todos los males que los censores de vidas ajenas creían ver. Las ligas para la prohibición de la bebida fueron ganando adeptos hasta conseguir la aprobación de la denominada Ley Seca, una ley que, nada más promulgarse, despertó la ira de quienes creían que iría dirigida tan solo a cerrar sucios garitos de pendencia y que se encontraron con que también afectaba a sus pintas de cerveza o al consumo eclesiástico.

Pero hecha la Ley, hecha la trampa. Gran parte de los depósitos de alcohol para uso industrial o sanitario terminaron por formar parte, junto a otro tipo de aditamentos y derivados, de la cadena del alcohol negro, el que se vendía a plena luz del día, el que segaba vidas por su falta de control, el que movía una cantidad inmensa de dólares sobre los que el Estado ya no podía recaudar impuestos pero para cuyo control debía invertir una gran cantidad de dinero.

Nadie sabe cuántas personas murieron como consecuencia de la mala calidad de este alcohol ilegal, tampoco cuántos muertos hubo entre los licoreros clandestinos, los inspectores de la Ley, las bandas rivales, los crímenes de la mafia. Todo un despropósito que, por fortuna, tampoco lograron exportar mundialmente y que, a día de hoy, nos ha dejado imperecederas imágenes del contraste entre las más puritanas intenciones y sus depravados resultados.

Pero la represión moral tenía otros muchos enemigos. Pese a las leyes Crow Jim, que mantenían de facto la división entre blancos y negros, la cultura de origen afroamericano iba calando en la sociedad puritana. La principal vía de entrada fueron los ritmos que llegaban del Sur profundo, con el naciente jazz. No en vano es en estas fechas cuando Louis Armstrong and his Hot Five comienza a dar forma a un nuevo tipo de música y, poco antes, nuevos y exóticos bailes ponen en riesgo la decencia. La pareja Castle ofrece su espectáculo por todo el país, por Europa, llevando los nuevos bailes a todo el mundo y popularizando descarados pasos que, no obstante, son pronto imitados por muchos jóvenes.

Toda la tradición de música norteamericana, sus marchas, sus himnos metodistas, sus espirituales o el doliente blues, no lograron alcanzar el éxito que el jazz alcanzó de manera fulminante desatando una locura acompañado por bailes como el trot fox o el charleston. De este modo, la música americana se preparaba para la gran explosión que llegó a través del nacimiento del rock and roll y su imposición en lo sucesivo, de modo que ni tan siquiera las  respuestas europeas llegaron a ser otra cosa que la adaptación del lenguaje musical americano.

Y esta mezcla de música, bailes, garitos clandestinos y un creciente consumo, sentaron la base de lo que hoy llamamos los locos años veinte, pero que también estuvieron repletos de las semillas de lo que habría de conocerse como el crack del 29, ese desplome de la Bolsa de Nueva York que terminaría por expandirse por todo el mundo con sus gravísimas consecuencias en cuanto a desempleo, hiperinflación, levantamiento de barreras proteccionistas o ruina total del comercio.

Y es precisamente en 1927 cuando los banqueros centrales de Estados Unidos, Inglaterra, Francia y Alemania acuerdan una leve bajada del tipo de interés en los Estados Unidos con el fin de frenar la continua salida de capitales de la Europa arruinada por la Gran Guerra y garantizar un equilibrio que permitiera mantener el comercio entre ambos lados del Atlántico y frenar la huida de capitales europeos. Sin embargo, esta medida terminará por desencadenar el crack bursátil apenas dos años después. La bajada de tipos permitirá a muchos norteamericanos invertir en Bolsa, aparentemente un negocio imbatible, incluso con el dinero que no tenían, endeudándose en la confianza de que sus inversiones se revalorizarían lo suficiente como para poder devolver el crédito y obtener un suculento beneficio. En suma, la típica espiral de cualquier burbuja financiera. Cuando diversos acontecimientos lleven a la bajada de la Bolsa, miles de pequeños accionistas, temerosos de perder sus inversiones, iniciarán una loca carrera para deshacerse de unos activos cuyo valor se desplomará.

Hay otras sombras agazapadas en el esplendor de estos años locos. Bryson señala con justicia que también se podría haber definido este tiempo como la era del odio. Tras la Gran Guerra, muchos soldados que volvían a querer ocupar sus antiguos puestos en las industrias que habían abandonado por el reclutamiento, vieron que ya no tenían dónde regresar. Una oleada de activismo político, huelgas y conflictos de todo tipo sacudieron el país. La represión y las revueltas causaron muertos y una espiral violenta que también formó parte de los felices veinte.

La Revolución Soviética había creado un precedente al que muchos se quisieron sumar en un intento por cambiar las estructuras de poder en el país. Pero no solo eran los comunistas quienes se organizaban. Como es sabido, la división entre las diferentes facciones revolucionarias fue una de las principales causas de su escaso éxito allá donde pretendieron ocupar el poder. En Estados Unidos los inmigrantes europeos trajeron el movimiento anarquista y su reguero de atentados y explosiones, las más de las veces sin demasiadas consecuencias. El caso más famoso es el de los anarquistas Sacco y Vanzetti que fueron acusados de uno de estos atentados y finalmente condenados a la silla eléctrica pese a innumerables protestas por todo el país y el extranjero. Las dudas que se sembraron sobre la justicia del procedimiento criminal que se siguió contra ellos, la endeblez de las pruebas y la personalidad de ambos acusados fueron aireados por muchos como prueba de su inocencia. Bryson señala que investigaciones recientes hacen pensar que ninguno de los dos fueron tan inocentes y ajenos al crimen por el que se les juzgó como pretendieron. Cierto o no, la fotografía que un reportero logró obtener del momento del ajusticiamiento de uno de ellos supuso todo un impacto para una sociedad que vivía entre el miedo y el terror.

Claro, que los anarquistas no eran los únicos que traían la muerte y el odio. El mayor asesinato colectivo fue cometido por un desdichado perturbado que, voló una escuela en Bath, Michigan, causando la muerte de cuarenta y ocho niños y más de cincuenta heridos. Un terrible precedente de los tiroteos en escuelas que cada poco tiempo se producen en los Estados Unidos.

Es también en esta década cuando el Ku Klux Klan logra su renacer y pasa a convertirse en una institución casi respetable, desde luego, totalmente imbricada en muchos aspectos de la vida sureña. En general, también se despliega un fuerte odio por los judíos, por los católicos, por el uso de lenguas foráneas, por cualquier cosa que pudiera desafiar esos valores nacionales que, por supuesto, se formaban precisamente del acopio y arribe de tantos de aquellos a los que ahora se perseguía. Pero la americana es una sociedad ávida de enemigos y de persecuciones. En los cincuenta fue el macartismo, luego los defensores de los derechos civiles, luego los terroristas, que parecían estar por todas partes, ...

Pero aquel verano también tuvo muchas cosas que le asemejan a nuestros años recientes. Las inundaciones eran tan frecuentes y destructivas como lo han sido recientemente o como lo son los tornados, una auténtica plaga que este año ha ocasionado numerosas desgracias en todo el interior de la Unión.

En 1927 le tocó el turno al Mississippi cuyo desastre fue gestionado por el impasible e inane Hoover, futuro Presidente de los Estados Unidos. Estas inundaciones dejaron honda huella en el folclore de las clases más desfavorecidas y así, son innumerables los blues que llevan en su título la palabra Highwater como testimonio de lo sucedido. La Gran inundación del Mississippi de 1927 es todavía el mayor acontecimiento de este tipo que se recuerda. Las consecuencias de esta inundación fueron cruciales para la futura historia del país ya que miles de trabajadores quedaron sin empleo, labradores sin tierras, jornaleros sin patronos, por lo que se vieron obligados a migrar hacia las grandes ciudades más al norte en lo que se conoce como la Gran Migración.

Desde luego, el fresco que Bryson nos ofrece de este verano de 1927 contiene numerosos elementos trascendentales aunque haya que remontarse en ocasiones a unos años antes o demorarse a unos años después para poder atisbar y calibrar su verdadera relevancia. Pero, ¿realmente este verano cambió el mundo? Y si fue así, ¿en qué sentido lo hizo? Bryson centra en esta fecha el cambio definitivo del peso de los Estados Unidos en la vida del globo. Hasta ese momento, todas las innovaciones, la cultura, los avances, todo parecía provenir de Europa. Es a partir de este momento cuando los Estados Unidos se imponen de manera definitiva y clara en todos los campos a sus antiguos colonizadores. Sea o no una propuesta histórica válida, lo cierto es que nos ha permitido un viaje en el tiempo fascinante y emotivo, ha devuelto a la vida a personajes largamente olvidados y lo ha hecho del modo que acostumbra, con una mezcla de ironía, de humor y de detallismo impagables.