10 de junio de 2025

Fahrenheit 451 (Ray Bradbury)

 


¿Y si el futuro no fuera un lugar de oscuridad, sino de luces brillantes que ciegan? En Fahrenheit 451, Ray Bradbury imaginó una sociedad feliz, veloz y entretenida donde pensar es subversivo y leer, un crimen. Un mundo en el que los bomberos prenden fuego a los libros y nadie se pregunta por qué. Al releer esta distopía en 2024, lo inquietante no es su exageración, sino lo cerca que estamos ya. 

 

Fahrenheit 451 es la temperatura a la que combustiona el papel, dato científico  que conoce bien Guy Montag, el bombero protagonista de la distopía escrita por Ray Bradbury en 1953. Y lo sabe bien porque lleva esa cifra, esos 451 grados en el escudo de su casco, un recordatorio de cuál es la función de un bombero en un tiempo en el que las casas son incombustibles y la misión de los apagafuegos ha pasado a ser la de prenderlos, rociar de queroseno los libros y quemarlos hasta reducirlos a cenizas y quemar seguidamente esas cenizas para asegurarse de la total destrucción de la palabra escrita.


¿Cómo hemos llegado a esta situación? Es fácil, el gobierno busca la felicidad de sus súbditos y, por tanto, interpreta qué es lo que trae la misma a la vida. El Estado provee diversión adecuada, provee de trabajos y provee de todo cuanto uno puede necesitar. Las casas son incombustibles, las paredes de las habitaciones son pantallas, podemos ser los protagonistas de las telenovelas que vemos, podemos escuchar buena música elegida por un burócrata en una especie de auriculares, viajamos en cómodos y asépticos trenes neumáticos, como el correo en la Europa central de entreguerras.


Ya no hace falta que uno piense, que alguien se tome molestias en hacer lo que otros han decidido por él. Las clases son simple visionado de videos, hay parques para destrozar cosas porque la violencia no ha sido totalmente suprimida y hay que dejarla salir, incluso la velocidad sirve como válvula de escape y los conductores aceleran de manera inverosímil, sus modernos coches, de modo que las vallas publicitarias han de alargarse cientos de metros para que puedan seguir siendo vistas a tal velocidad. La hierba, el pequeño brote ha desaparecido, no ha hecho falta extirparla, simplemente la velocidad reduce la vegetación a una mancha verde, nadie se toma la molestia de andar, para qué ir a cualquier lugar con esfuerzo y lentitud. Tampoco nadie se toma la molestia de hablar con su vecino, con su familia, de qué hablar, todo lo sabemos ya, es decir, nada sabemos. Los arquitectos, al servicio de esta nueva era han suprimido de sus proyectos las terrazas, los porches, los lugares que inviten a la reunión y la conversación.


Y menos que nada, quién necesita leer, envenenar sus pensamientos con los pensamientos del pasado, la más de las veces ideas peligrosas, que pervierten las mentes del nuevo mundo. Nadie necesita hacerse preguntas, sembrar dudas. Los libros comienzan a verse con desconfianza. y poco a poco van siendo aparcados. Se hacen versiones reducidas, se condensan los argumentos de los clásicos, se achata su extensión, para qué leer Crimen y Castigo si en una única página se puede concretar su argumento. Y es éste el paso previo al desprecio del esfuerzo como camino del deleite, la antesala a la prohibición de los libros por nuestro bien.


Bradbury cuenta en el postfacio de esta novela que la idea surgió cuando fue detenido por un policía que consideró sospechoso que se paseara por la calle charlando con un colega. Nadie pasea en Los Ángeles, una actitud bien sospechosa. Esta anécdota y el trasfondo del comienzo de la caza de brujas y la fuerte autocensura que se extendía por todos los medios americanos, periodísticos, cinematográficos, literarios, era un sordo aviso.


Es este contexto de Guerra fría el que también se trasluce en la novela con referencias a las bombas nucleares y a una guerra en contra del mundo; nosotros vivimos con las despensas llenas a costa del resto de la Humanidad que muere de hambre, una guerra aséptica, que solo se intuye por los bombarderos que sobrevuelan la ciudad constantemente y porque algunos hombres son llamados a filas y tal vez nunca vuelven, pero tampoco nadie debe hacerse preguntas.


Y aunque,al leer esta novela en 2024 no he podido obviar esta evidente referencia al tiempo en que fue escrita, no he podido dejar de hacer un constante paralelismo con nuestros días extraños, un tiempo en el que podemos tomar un discurso de Obama y cambiar la voz para que sea la de Putin, crear imágenes de la nada, ver al Papa bailar un tango o generar una canción sugiriendo sin más el estilo y escribiendo una letra. Un tiempo en el que los niños dejan de tener libros en la escuela y se aprende viendo videos, en el que la lectura retrocede ante otros medios de entretenimiento como las series o el omnipresente fútbol. Tiempo en el que la velocidad y la juventud son valores superiores y en el que lo que se espera es diversión, todo ha de ser gracioso, luminoso, agradable, ningún sentimiento melancólico es bien visto, nos aleja de nuestra mejor versión, ya se sabe. Hablamos de salir de nuestra zona de confort cuando nunca hemos estado más sepultados en ella, cuando esto significa hacer una sesión de crossfit con otra panda de gilipollas con los que solo podemos hablar de nuestra dieta o del programa de entrevistas en el que todos se rien y nadie entrevista.


Y es leyendo el libro cuando me sorprendo de que aún nadie haya escrito una especie de secuela o de actualización sobre un mundo en el que ya nadie sepa nada, para qué. Todo se puede preguntar a la inteligencia artificial, no es necesario saber multiplicar, memorizar hechos, ideas, todo se puede preguntar. Pero…, la respuesta que llega a una cabeza hueca, ¿puede ser interpretada correctamente? ¿Cómo se llena el vacío de contexto¿ Y, peor aún, si no sé nada, si me puedo entretener como un cretino con estúpidos divertimentos que alguien ha preparado para mí, ¿realmente querré saber algo? ¿Existirá aún la curiosidad?¿Qué sentido tendrá? Ninguno probablemente.



Y en ese terrible contexto, claramente el conocimiento acumulado, ¿dónde estará?¿En la nube? Tal vez no, es preferible tener los sesos vacíos a disposición de quien quiera vendernos sus productos, sus servicios, y así los libros pasarán a ser un artículo subversivo, a ellos llegarán quienes quieran contrastar la verdad con que nos alimentan, confirmar intuiciones o rebatir las verdades oficiales, los libros, los antiguos, no los digitales, manipulables, las wikipedias, los libros antiguos, el conocimiento que nos trajo hasta aquí. Creo que es un hermoso argumento para una novela distópica, no para una futura realidad.


Porque ese mundo perfecto, feliz que diría Huxley, tiene sus quiebras, incluso para que un bombero quemador de libros termine planteándose qué es realmente su trabajo, a qué fines sirve, qué es lo que debe quemar con tanta saña. Una niña, Clarisse, que vive en su vecindario, una niña rara, anormal diría él al principio, preocupada por un diente de león, le abre una pequeña mirilla. También una conversación con Fabel, un viejo antiguo profesor le expresa la verdad de un mundo que Montag no ha conocido, le habla de quienes se refugian en las espesuras del bosque, de aquellos que memorizan los libros para garantizar que el conocimiento que atesoran  no desaparezca. Y el bombero deberá tomar decisiones complicadas porque no es fácil nadar contracorriente, no es sencillo interrogarse, juzgar el propio pasado y decidir tomar las riendas  del futuro.


Bradbury lleva a cabo un trabajo excepcional. En momentos la novela se convierte en un frenético thriller, en otros momentos se torna de un lirismo profundo, de increíble belleza como en algunas conversaciones entre Fabel y Montag. Así, a Montag le late el libro que esconde en su chaqueta como un corazón o el modo en que las cosas aúllan, o gimen. Unas metáfora sugerentes y poco habituales, sorprendentes. También resulta, ya se ha dicho, tremendamente actual en cuanto a su planteamiento y argumento. Por desgracia, la realidad se acerca a gran velocidad a la distopía. Y cada lector debe elegir entre ser Montag, Mildred, su esposa narcotizada por el sistema, la niña extraña, el viejo profesor o Beatty, el jefe de bomberos, otro personaje peculiar, del que nunca se sabe muy bien qué quiere, de parte de quién está.  


La edición que he empleado es la de Minotauro, con traducción de Francisco Abelenda, y viene acompañada de dos relatos, que sin duda son muy interesantes pero no llegan a la altura del título principal. Todo un descubrimiento de una obra de la que, pese a conocer el argumento muy someramente, nunca me había sentido atraído. Error.

 

 

1 de junio de 2025

Correo literario (Wislawa Szymborska)


Como ocurre en muchas ocasiones, la concesión del Premio Nobel de Literatura de 1996 fue una auténtica sorpresa. La premiada era una poeta polaca no muy conocida fuera de su ámbito geográfico. Poco se podía saber sobre su obra de la que solo constaban algunas traducciones en una antología poética. 


Sin embargo, Wislawa Szymborska había publicado su primer poema en 1945 (Busco la palabra) y su primer poemario en 1952 (Por eso vivimos). Su siguiente publicación, Preguntas hechas a una misma (1957), vuelve a poner el foco en el diálogo interior y la importancia del lenguaje. 


Porque, aunque estos primeros poemas se enmarcan en la corriente de realismo soviético del que poco a poco la autora fue apartándose en busca de un toque más cercano e individual, lo cierto es que estos títulos reflejan de manera perfecta su percepción sobre el arte, tal y como años más tarde, en el discurso de recepción del Premio Nobel lo expresaría de manera certera. Szymborska afirmaba que el poeta debía ser como el científico, debe plantearse que no sabe, debe interrogarse, por qué sufrimos, por qué gozamos, por qué nos tenemos que ir. El asombro surge siempre de la comparación con algo, con lo común, pero en poesía nada debe ser tomado por común, por habitual. Y así, en sus poemas, lo común y habitual nunca es un tópico, siempre trasciende a lo descrito. 

 

Pero esta trascendencia, incluso el ánimo de la autora por escribir realmente muy poco, en todos los sentidos (su discurso citado ha sido uno de los más breves de toda la historia de la Academia sueca), no nos debe llevar a engaño. Szymborska no es una sesuda y seria señora que escribe poemas para suspirar sobre la insoportable levedad del ser.  Nada más lejos de la realidad. 


Durante muchos años trabajó en la revista Vida Literaria en la que, entre otras labores, publicó una columna en la que daba cuenta de las obras, relatos, poemas, que remitían jóvenes (más bien primerizos en las letras, jóvenes o no) pidiendo su publicación o, cuando menos, su valoración. 


Correo literario (Nórdica Libros) es precisamente una selección de estos comentarios en la que la poeta da rienda suelta a sus gustos y caprichos, a su ironía, simpática y cruel a un tiempo. 


Mi novio dice que soy demasiado guapa para escribir buena poesía. ¿Qué piensan de los poemas que adjunto?». Creemos que es usted, efectivamente, una chica muy guapa.


Pero también hay consejos sinceros. Como ya he comentado, la sencillez en la expresión es un valor que la escritora defiende con fervor.

 

Los esfuerzos por ser cada vez más poéticos son la inseguridad más frecuente de los poetas primerizos. Temen la más sencilla de las frases e intentan enmarañarla, y complicarse la vida ellos mismos y complicársela a los demás.

 

Y el estilo tampoco puede quedar al margen. No se trata tanto de reprender en ocasiones a sus corresponsales por el uso de temas manidos o imágenes gastadas, sino que aquellas no deberían emplearse sin un sentido claro, una finalidad y una inspiración que las justifique. 


¿Qué separa a las personas? Un muro invisible. ¿Con qué se puede comparar una gran ciudad? Con una colmena o con la jungla. ¿Cómo es el vacío? El vacío es estéril. ¿Qué hace una cuerda que se tensa? Se rompe, claro. ¿Qué ha decepcionado a este redactor? Todo eso.

Tenemos un principio. Todos los poemas sobre la primavera quedan descalificados automáticamente. Es un tema que ha dejado de existir en la poesía. En la vida sigue existiendo, claro. Pero son dos cosas distintas.


Toda obra ha de guardar una cierta correspondencia con la realidad. Es decir, la poética no excluye la aplicación de la lógica o la vulneración del sentido crítico, tenemos aquí esa visión del poeta como indagador y explicador de la realidad. 


Las descripciones de la naturaleza no forman parte de las prestaciones obligatorias de un escritor. Si no se tienen suficientes palabras frescas para hacer que la descripción sea interesante, es mejor olvidarse de los destellos de la luna en el agua. Además, el fragmento de la novela que nos ha enviado trata del robo de una vaca. En un momento así, ni el ladrón ni la vaca sacada del establo están como para admirar los encantos de la naturaleza.

¿Por qué y para qué escribimos? Sin duda, porque entendemos que lo que queremos transmitir es valioso. Sin embargo, la distancia que media entre lo que creemos interesante para el mundo, no es sino lo que, en nuestra limitada experiencia nos lo parece a nosotros mismos. 


Las mujeres de sus relatos tienen nombres distintos, pero por lo demás son idénticas y de un idéntico muy poco interesante. Por el amor de Dios, por esta patria nuestra se pasean montones de mujeres no solo guapas, sino además valientes, espabiladas, graciosas y encantadoras en la conversación, e incluso cuando son unas arpías tienen un nivel exorbitante, por lo que se distinguen positivamente en el mercado internacional.

Así que no es extraño que las dos principales recetas que Szymborska ofrece a sus advenedizos literatos son la lectura intensiva de buenos libros y una vida y experiencia que le permita sacar provecho de esas lecturas, crear una voz propia, forjar una visión que realmente merezca ser compartida con el resto del mundo, si no, mejor escribir para la criada. 


Le aconsejamos que lea más, que salga con mayor frecuencia y tenga más contacto con la realidad, y que escriba menos y que se haga solo aquellas preguntas a las que es posible dar respuesta.

Como se pone de manifiesto en la introducción al libro, una entrevista que le hacen a la autora, ésta siempre se ha maravillado de que parezca que el mero hecho de saber escribir dos palabras juntas presuponga que uno ya está dotado para la alta literatura, a diferencia de lo que ocurriría con un músico del que se espera una larga carrera dedicada al estudio. 


«He escrito por casualidad veinte poemas. Me gustaría verlos publicados»… Desgraciadamente, tenía razón el gran Pasteur cuando dijo que el azar solo favorecía a los espíritus preparados. Las musas le pillaron a usted en paños menores, espiritualmente hablando.



«Suspiro a ser poetisa». En esta situación, gimo ser redactor.

En esta ingrata labor, la autora polaca se desgañitaba ante manuscritos emborronados, ilegibles, mal escritos, sin respeto a una mínima regla ortográfica. Clamaba en el desierto, ya se ve que en nuestros días también nos quejamos de lo mismo, no creo que en la Polonia de los años sesenta tuvieran una ESO.


Cualquier cosa en este mundo se desgasta con el uso, excepto las reglas gramaticales. Utilícelas sin miedo, hay suficientes para todos.



Ninguno de nosotros fue capaz de descifrar sus manuscritos, que al principio tomamos por poemas. Tan solo en la farmacia consiguieron hacerlo. Los medicamentos se pueden recoger en la secretaría de la redacción.

Pero, en ocasiones, Szymborska se despachaba con un fresco sentido del humor que seguramente desconcertaba a sus lectores. 


Pregunta usted qué opinión tenemos sobre Homero. Hasta ahora, la mejor posible. ¿Por? ¿Ha pasado algo?

Usted, señor Marek, ha contribuido de una manera simpática a aumentar esta lista enviándonos un puñado de poemas finlandeses (¡en versión original!) con la propuesta de que elijamos para la publicación los que queramos, y de que una vez hayamos hecho la selección, usted se compromete a traducirlos. La verdad es que, a primera vista, todos los poemas nos gustan mucho, están escritos en un bonito papel, el tipo de letra es claro y la impresión es buena, el interlineado y los márgenes son regulares, solo hay una palabra tachada con bolígrafo azul, lo cual no afea demasiado el poema y demuestra, además, que el autor se ha preocupado de corregir cuidadosamente el texto mecanografiado.


También combate mitos y falsas creencias sobre el escritor. Ni vive en una torre de marfil, ni se suicida varias veces al día, ni vive en cafés, ni escribe en una catarsis de embriaguez continua. 



Si alguien bebe, lo hace entre un verso y otro. Es la cruda realidad. Es más, si el alcohol fuera el coautor de la gran poesía, uno de cada tres ciudadanos de nuestro país sería, al menos, un Horacio. 


Y así podríamos continuar con divertidos ejemplos del estilo sagaz e inteligente de la poeta polaca. Pero, pongamos orden. Correo literario no es una obra llena de chismorreos y bromas, antes bien, estos comentarios son el reverso de la excepcional calidad humana y literaria de su autora. En ellos vemos sus preocupaciones, su disgusto ante lo que no cree digno de ese nombre, su preocupación por el papel que los autores ejercen sobre sus lectores. Una misión que tal vez le preocupaba, que seguramente influyó en lo mermado de su obra, pero que nos regaló una autora que aún tenemos pendiente de descubrir.

 

 

23 de mayo de 2025

Homo Deus: Breve historia del mañana (Yuval Noaḥ Harari)


 


¿Qué pasaría si la Humanidad, en su búsqueda imparable del progreso, estuviera cambiando su propia esencia? En Homo Deus, Yuval Noah Harari nos lanza una advertencia perturbadora: los días de los humanos tal como los conocemos podrían estar contados. Con un estilo ameno pero profundo, Harari nos lleva desde los primeros pasos de nuestra especie hasta un futuro donde la tecnología y los algoritmos podrían reescribir nuestras vidas, nuestro destino y hasta nuestra propia esencia. Si el futuro te parece prometedor, Homo Deus retará tu optimismo.


En Sapiens (De animales a dioses), Yuval Noah Harari describía cómo la especie humana se había impuesto sobre el resto de seres vivos gracias a su capacidad de colaboración a gran escala merced a su capacidad para crear ideas abstractas, relatos y conceptos como el dinero, el estado o la religión, que servían como mecanismo de cooperación. A partir de aquí, el historiador israelí hacía un repaso de los grandes hitos de la Historia tomando como base precisamente esa habilidad colaborativa, fruto de esas abstracciones a las que tan afines resultamos ser.


En Homo Deus (Breve historia del mañana), publicado por Debate, el historiador da un paso más en su reflexión, saltando del pasado histórico al hipotético y más probable futuro a juzgar por las tendencias que se vienen poniendo de manifiesto en los últimos años. Es decir, el autor renuncia a ser historiador y pasa a convertirse en augur. El juego es arriesgado porque, tal y como corren los tiempos, sus vaticinios pueden caer pronto en el olvido. Si algo debería enseñarnos la Historia es que precisamente quien vive en el presente es el peor juez de lo que está por venir. Normalmente las tendencias más desapercibidas e imprevistas son las que terminan por resultar cruciales y las más evidentes las que se desvanecen en el humo del tiempo. Así, el libro publicado en 2016 no pudo prever la llegada del COVID-19 o la irrupción de la IA antes de lo esperado como una cuestión central del debate público.


Pero vayamos al nudo esencial de esta obra, lo que pasa por saltar precisamente a su final, la definición de las tres preguntas en torno a las cuales Yuval Noah Harari cree que pivotará todo lo que está por llegar.


La Ciencia ha venido a levantar el telón sobre el mundo que nos rodea, alejando la explicación mítica o religiosa y arrojando luz sobre la mayoría de los procesos naturales. Pero también, y más recientemente, ha abordado la magia de nuestro comportamiento, nuestros procesos mentales, y según más se descubre más se percibe que gran parte de lo que somos no resulta otra cosa que la consecuencia de algoritmos. Es decir, cuando una persona ayuda a cruzar la calle a una anciana no actúa bajo un impulso moral sino más bien como consecuencia de un conjunto de datos que le llevan a ello de manera inexorable. Hemos de unir información tal como la experiencia previa del sujeto, una cierta inclinación genética, su situación en el momento concreto (la prisa que lleve, si tiene o ha tenido una madre o persona próxima en situación de vulnerabilidad, si ha recibido ayuda similar, si el rostro de la anciana le resulta familiar o amigable, ...). Si lográsemos reunir toda la información que nuestro cerebro maneja y la combinásemos en la proporción adecuada, apenas quedaría un margen mínimo al libre albedrío. Las emociones, pensamientos y actos no derivan, por tanto, de nuestra decisión sino más bien de factores biológicos, químicos y de otro tipo.


En el relato histórico, el Hombre comenzó siendo una creación divina, a imagen y semejanza de su creador, lo que nos hacía superiores al resto de seres vivos gracias a ese aliento sagrado. El Hombre, más allá de esos instintos poseía conciencia del yo y estaba dotado de unas inclinaciones morales de las que el resto de especies carecía. La Ciencia nos dice ahora que esto no es necesariamente cierto y que los pocos recovecos en los que aún parece refugiarse esa capacidad moral y volitiva podrán ser pronto también desvelados como fruto del algoritmo.


En un breve periodo histórico hemos pasado de consultar los libros sagrados en los que veíamos la sabiduría y conocimientos de una minoría sacerdotal a recurrir a nosotros mismos en ese proceso de endiosamiento de los hombres. A nivel individual se expresa en las ideas sobre la necesidad de recurrir a nuestros sentimientos, emociones o intuiciones como la mejor guía, Lo que tú creas será lo mejor para tí. A nivel colectivo nada dictará mejor las leyes del mercado, de la política o de los movimientos sociales que la unión de las voluntades de los individuos, tomando las formas del capitalismo, la democracia liberal o la tan vaporosa y manipulable opinión pública.


Harari ve en estos movimientos el mejor modo en el que la Humanidad ha logrado manejar la cada vez mayor cantidad de información a nuestra disposición. Nadie mejor que el mercado, como expresión de la suma de las voluntades de millones de intervinientes, para determinar una óptima asignación de recursos. De ahí el éxito económico y político de las democracias capitalistas occidentales frente a los modelos centralizados en los que una minoría, incapaz de tomar en cuenta todos los datos, de calibrarlos correctamente, toma decisiones de todo tipo por sí misma, en su burbuja.


Pero el avance técnico permite el manejo de datos a una escala desconocida. Los gobiernos tienen tanta información que nadan perdidos en la misma, incapaces de hacer propuestas a medio plazo para sus ciudadanos, limitándose a una gestión precaria de los recursos y a una continua pérdida de legitimidad. Y esto también tiene su reflejo a nivel individual ya que parece llegado el momento en el que nuestras miles de interacciones en la Red a través de nuestras compras, likes, visualizaciones de reels, datos cedidos sin conciencia de ello, y así hasta el infinito, han permitido que quien sea capaz de manejar esa inmensidad de información pueda conocer mejor que nosotros mismos qué es lo que pensamos, en qué creemos. Ya no es necesario recurrir al I Ching o a un ejercicio de autoreflexión, al psicoanálisis o al consejo de un buen amigo, habrá una inteligencia superior capaz de saber mejor qué pensamos y en qué creemos, qué deseamos realmente, incluso al margen de nosotros mismos. Por tanto, la primera cuestión a dilucidar es si toda la vida, tal y como la entendemos, se reduce a datos y algoritmos, si hay algo más que tenga sentido. Si las expresiones artísticas, las inclinaciones morales, realmente son fruto de la evolución, y por tanto prescindibles, como las alas para los mamíferos terrestres, o si resultan inseparables a las decisiones y a nuestra especie.


Aquí llegamos al segundo gran interrogante con el que Harari trata de sacudir nuestras conciencias. Porque de conciencia se trata. ¿Qué es y en qué consiste esa conciencia? Ya la Ciencia ha despejado las dudas sobre el alma, que ni pesa ni es mensurable, más aún, que no existe. Pero, ¿la conciencia?  Harari sostiene que este concepto es una creación del Humanismo, esa especie de religión semi laica conforme a la que el Hombre no solo tiene inteligencia, esto es, dominio de datos y creación de instrumentos, de Ciencia en suma, sino que es un factor intangible que nos permite crear un relato de nosotros mismos y de nuestra evolución sobre la Tierra. Una capacidad de tomar decisiones conforme unos criterios tal vez comunes a la mayor parte de los individuos, la posibilidad de decir que no todo vale, que no dejaremos a nadie atrás o que todos los sacrificios no serán en vano, que las muertes de las guerras tuvieron su sentido, que los sistemas de Seguridad Social y Sanidad Pública son un avance de los que enorgullecernos en una carrera hacia la meta de librarnos de la guerra, la enfermedad y asegurarnos la felicidad.


Porque esos tres jinetes del Apocalípsis pueden tener sus días contados. La enfermedad ha sido cercada y siendo aún muy relevante, se han logrado importantísimos avances en prevención con grandes expectativas. Incluso el foco está pasando de la enfermedad a la mejora de las condiciones de los sanos, la prolongación de la esperanza de vida, el desafío a la muerte. Nada más ambicioso que fijarse el objetivo de la inmortalidad, ese último reducto que nos resta para asemejarnos a los dioses frente a los que hemos estado compitiendo de continuo.


También la guerra se ha convertido en un accidente local, en amenazas terroristas que poco sirven para desestabilizar los principales esquemas geopolíticos. La guerra ha tenido siempre un carácter predatorio, para ocupar territorio y sus recursos naturales, cuando estos eran el factor que permitía enriquecer al ocupante. Sin embargo, ahora el elemento diferenciador, la verdadera riqueza, se encuentra en las empresas informáticas, y éstas no están sujetas a un territorio. Nadie invadiría Estados Unidos para apropiarse de Amazon y Google.


Lástima que el libro fuera publicado antes de la tragedia del COVID-19 y de las continuas amenazas sobre posibles nuevos brotes pandémicos futuros. También antes de la guerra de Ucrania, la desolación en Gaza, las tensiones en torno a Taiwán o el creciente ascenso de la ultraderecha populista como reacción a los movimientos migratorios generados por esas crisis locales a que hace referencia Harari pero que pronto llegan a nuestras fronteras en un mundo en el que ya ningún país está suficientemente lejos como para que sus problemas nos resulten ajenos.


En todo caso, sigamos aceptando el razonamiento del autor. Estamos en disposición de lograr, por primera vez en nuestra historia, la tan ansiada felicidad, no ya como un derecho proclamado en algunos textos constitucionales, sino como una promesa factible. Los avances tecnológicos permitirán no solo facilitar las decisiones optimizando los recursos públicos y privados como hemos comentado, sino que también liberarán tiempo de trabajo, aligerarán las tareas más penosas. Es decir, por primera vez, asociaremos inteligencia y conciencia. Está claro que la inteligencia, entendida como el manejo de la información con fines prácticos, quedará en poder de una inteligencia superior capaz de manejar esos datos. Pero, ¿y la conciencia? Ahora toca preguntarse nuevamente si ésta existe, si realmente la Ciencia no determinará en breve que es tan poco real como el alma o Dios, si no es más que una mera superstición, una creación teórica del Hombre para creerse superior al Mono, una falacia tramposa.


Podemos soñar con que esa conciencia deberá ser la que determine los objetivos de la inteligencia artificial, las metas y sus límites, y en ese sentido parece trabajar la legislación de la Unión Europea. Pero, ¿será posible poner límites a dicha inteligencia? ¿Con qué base ideológica? ¿No será necesaria mucha información para determinar qué es lo que realmente deseamos como ciudadanos? ¿No deberemos recurrir a la inteligencia para saber qué deseamos? Y, ¿no supondrá esto que realmente la conciencia no es más que otro algoritmo?


Por tanto, este segundo interrogante ataca directamente a aquello que nos diferencia del resto de especies, a nuestra relevancia y modo de narrarnos. Si la conciencia no existiera como tal, si pudiera ser absorbida por esa inteligencia superior (que Harari pocas veces denomina como artificial), ¿cuál sería el destino del Hombre? ¿Cuál nuestro papel sobre el Planeta?  


Y llegamos así al último interrogante que nos arroja, retador, Harari. Si todo el conocimiento pasa a una inteligencia superior y la conciencia se cuela entre nuestros dedos como un concepto carente de sentido, ¿en qué consistirá nuestra felicidad? ¿Cuál será el sentido de una vida que no tendrá obstáculos, como la enfermedad o la muerte, que se diluirá en una sucesión de sensaciones estimulantes que coincidirán con lo que deseamos pero que tal vez no terminen de llenarnos de tan perfectas y adecuadas. ¿Qué sentido tomará la Historia? ¿Cómo habrá progreso si no surge el descontento, el deseo de cambio? ¿No habremos cavado la tumba de la célebre dialéctica hegeliana que hace de nuestro mundo un cambiante torbellino?


Para el historiador hay dos posibilidades, dos nuevas religiones por las que habrá de discurrir ese probable futuro. De un lado, lo que define como el Tecnohumanismo, una especie de continuación de la idea del Humanismo pero complementada por una serie de gadgets y prolongaciones que harán del Hombre una especie algo distinta a lo que hoy somos. Sea con transformaciones genéticas o con extensiones cyborg el Hombre tendrá acceso a nuevas formas de conocimiento y conducta, una especie de promesa de vida prolongada, de capacidad de decisión, si bien limitada; no nos engañemos, ya sabemos que nuestro albedrío es poco libre. La duda es si ese tecnohumanismo será viable para todos, si lo querremos así. Porque hasta la fecha, las ideas que creíamos nacidas de la conciencia, y que sostenían esa preocupación por las condiciones de vida de todos (mejor, casi todos, en ese colectivo no solemos incluir a inmigrantes, refugiados, ciudadanos de otras regiones, …) se debía tan solo a las necesidades de aumentar la población sana y formada. La lucha contra la mortalidad infantil, la vacunación, la enseñanza obligatoria, todo podía verse como el modo de garantizar una creciente masa humana que emplear en fábricas y campos de batalla. Pero si ya no necesitamos hombres en las cadenas de producción ni en la guerra, ¿para qué querremos tantos humanos? ¿No podrá decidir una élite que para la gestión del Planeta basta una pequeña y selecta minoría? No necesitaremos el concurso de la opinión de millones de personas para saber qué decisión es la mejor, esto ya nos lo proporcionará la inteligencia artificial. Este tecnohumanismo se revela como un terrible futuro en el que la vida pasa a ser el designio de unos pocos, el resto discurriremos por un vacío existencial inane haciendo de la vida de la mayoría una realidad fácilmente prescindible.



Pero la otra posible tendencia que atisba Harari es lo que denomina Dataísmo, una suerte de nueva religión que sustituye al Teísmo y al Humanismo, consistente en el endiosamiento de los datos, el tratamiento masivo de esta información por parte de una inteligencia superior y que, nuevamente, podrá dejar sin sentido ni ocupación a gran parte de la Humanidad. ¿Terminaremos por recibir el mismo trato que hemos dispensado al resto de seres vivos? ¿Dejaremos de ser la especie elegida, volviendo a ser el mero juguete en manos de un ente superior. ¿Volveremos al mismo nivel que las gallinas ponedoras o las vacas con ubres reventadas por el peso de la leche? ¿O habremos de huir a la Naturaleza como las jaurías de lobos, los cimarrones? ¿Veremos destruida nuestra vida tal y como esperábamos gracias precisamente al éxito alcanzado? ¿Seremos quemados como las alas de Ícaro por nuestro desafío a los dioses? Por supuesto, en este camino irán quedando atrás ideas como democracia, derechos fundamentales, libre mercado, y tantas otras.

 

Como ya se ha dicho, el libro forma parte de un ejercicio arriesgado ya que la labor del historiador no es la misma que la del oráculo. Por ello, tan solo ocho años después de la publicación, algunos de los presupuestos han quedado desfasados y rebatidos por los hechos. Unos por exceso, otros por defecto. Ya se han citado en varias ocasiones aspectos que el autor no tuvo ni pudo tener en cuenta.


Por otro lado, si bien el estilo de Harari es totalmente accesible y sencillo, con una prosa clara y elegante, plagada de ejemplos históricos y amenas anécdotas, lo cierto es que seguir el hilo a las ideas en el orden en que han sido expuestas me ha llevado en ocasiones a no tener muy clara la intención final de la obra. Por ello, he preferido reordenar todo el contenido en base a las citadas tres cuestiones finales que el autor dirige a sus lectores en el cierre del ensayo. Sin embargo, en ocasiones he tenido la impresión de que los materiales se acumulaban por extenso sin un fin claro; se retomaban conceptos ampliamente desarrollados en su obra anterior o se recurría de manera reiterada a las mismas cuestiones en diferentes partes del libro y con fines distintos. Sorprende también que el libro arranque con la declaración de que venimos a vivir prácticamente en el mejor de los mundos posibles, sin graves amenazas de salud, sin violencia sistémica, cuando una de las tesis más polémicas de Sapiens era precisamente que la revolución neolítica había traído el fin de la mejor época en la vida de los hombres.  


Pero tal vez la intención de Harari al traernos estos terribles futuros posibles es actuar a modo de heraldo negro. Al igual que los vaticinios sobre el fin del capitalismo por la acumulación de capital, que fundamentaron las teorías de Marx, llevaron a una serie de revoluciones y cuestionamientos del capitalismo liberal que trajeron el Estado del Bienestar y, por tanto, desmintieron el fin propuesto por Marx, el anunciar los riesgos de esta nueva época puede llevar a una mejor concienciación de los riesgos y .a desactivar estos mecanismos y tendencias históricas. Con esa esperanza se cierra este libro. Con el mismo deseo cerramos la última página de la obra.




 

9 de mayo de 2025

La magia del silencio (Florian Illies)


 

 Hay pintores que capturan la luz, otros que dominan la forma. Caspar David Friedrich supo pintar lo invisible: el silencio, la espera, la eternidad que habita en una niebla. En 2025, al cumplirse 250 años de su nacimiento, vuelve a ocupar el centro del canon con una exposición monumental y un libro que es mucho más que una biografía. La magia del silencio, de Florian Illies, nos lleva a recorrer su vida como se atraviesa un bosque en invierno: en busca de huellas, ecos y revelaciones.

 

El año 2025 es una buena fecha para Caspar David Friedrich. Se celebra una retrospectiva sobre su obra en Dresde, con motivo del doscientos cincuenta aniversario de su nacimiento. Quizá sea la mayor exposición de su obra que jamás se haya exhibido. Y el hecho es significativo, puesto que ya incluso en vida, este pintor pasó por diversos altibajos en cuanto a su reconocimiento y fama.


Hay algo en la obra de Caspar David Friedrich que trasciende el tiempo, una melancolía contenida en paisajes fríos, ruinas solitarias y figuras humanas contemplando la inmensidad de la Naturaleza. Hoy es considerado como la mayor expresión del genio romántico alemán y obras como El caminante sobre el mar de niebla aparecen en todos los libros de texto para simbolizar el movimiento romántico. Pero, incluso este cuadro permaneció oculto durante muchos años en manos de un particular, fuera de los catálogos de la obra del autor, sin reconocimiento expreso.


Estos altibajos fueron la constante de su vida y del reconocimiento posterior de su obra. Ya en vida logró un temprano prestigio al ganar ex aequo un concurso de pintura organizado por el gran Goethe. Sin embargo, terminó por arruinar el interés de la corte de Baviera, remitiendo obras con las que no terminaba de acertar con lo que se esperaba de él o con las indicaciones estéticas de Goethe. Curiosamente, años después, cuando ya Caspar David Friedrich no podía obviar que su obra había dejado de estar en el centro de la atención de su época, recibió encargos renovados de la corte, rechazándolos por no querer acoplar su gusto y estilo a las sugerencias cortesanas.


El final de su vida fue duro, sus cuadros no se vendían y durante mucho tiempo, ya fallecido, su familia fue la mayor depositaria de obras del pintor, que poco a poco trataban de vender para lograr una leve financiación. Pero a finales del siglo XIX y comienzos del XX, la fama le llegó de manera sobrevenida. Sus obras comenzaron a cotizar, a ser buscadas por todas partes, saliendo de colecciones privadas, de mansiones de la baja nobleza alemana, de conventos o particulares que habían vivido obsesionados por la delicadeza que esas pinturas traslucían.


Sin embargo, seguro que el pintor se habría mostrado escéptico, ligeramente burlón ante esta vuelta del destino. No en vano él, que se había especializado en paisajes invernales, en el retrato crudo de las montañas batidas por el viento, en los árboles de hoja caduca, pelados y desnudos, él que adoraba los paseos en los que la barba se le congelaba, era consciente y así lo expresaba a menudo a sus amigos, de que el invierno había pasado de moda, que el gusto del público había girado. Pero, decía, también había primavera, también existía el verano y el otoño, y el invierno, que volvería otra vez a estar en el centro del gusto estético de la época. Sin duda, era conocedor de que esa moda volvería, y que lo haría cuando él ya no pudiera disfrutar del momento, pero no quería alterar su gusto para acomodarse a esa tendencia errática.


En este contexto se inscribe La magia del silencio, publicado por Salamandra con traducción de Carlos Fortea, un libro que se aleja del esquema biográfico convencional para ofrecernos una visión más libre, íntima y fragmentaria de su figura. Florian Illies, con su estilo característico, estructura la obra en torno a los cuatro elementos: fuego, tierra, agua y aire, cada uno de ellos revelando aspectos fundamentales de la vida y el arte del pintor y alejándonos de un relato biográfico convencional y cronológico.


Fuego. El fuego aparece como un enemigo recurrente en la vida de Friedrich. Su infancia estuvo marcada por incendios devastadores, desde la fábrica de jabón de su familia hasta el fuego que destruyó su casa. Más tarde, sus cuadros ardieron en colecciones privadas, en museos, en los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial. La obsesión del pintor con la destrucción por las llamas se refleja en su correspondencia, en su miedo a los incendios y en su incapacidad para comprender la fugacidad del reconocimiento. Friedrich no fue un artista de éxito en vida; su obra pasó de la moda al olvido y solo décadas después comenzó su reivindicación.


Tierra. Los paisajes de Friedrich no son meras reproducciones de la realidad. Su forma de componer montañas, árboles y ruinas responde a un ensamblaje mental, una reconfiguración artística de la naturaleza. A menudo tomaba bocetos de diferentes lugares y los unía en un solo cuadro, buscando no la fidelidad topográfica, sino la impresión emocional. En otras ocasiones incluso tomaba prestadas imágenes de otros artistas para reproducir montañas de los Alpes que nunca visitó. No se trataba de un pintor al natural, sino de un experimentador en su estudio donde recreaba lo que su portentosa imaginación creaba como escenario para un alma imbuida de espiritualidad y devoción por la Naturaleza. Su pintura refleja una Alemania idealizada, un país que nunca abandonó, pero que evocaba con una fuerza visual que traspasaba lo geográfico para instalarse en lo simbólico.



Agua. El agua está ligada a uno de los episodios más trágicos de su vida: la muerte de su hermano, que falleció ahogado al intentar salvarlo cuando una placa de hielo cedió bajo sus pies. Esta herida temprana parece resonar en su atracción por los mares fríos, por los barcos a la deriva, por las costas solitarias del Báltico. En su obra, el agua nunca es solo un elemento del paisaje, sino un espacio de tránsito, de cambio, de melancolía.


Aire. Pintar la atmósfera, la niebla, la luz que envuelve los paisajes fue uno de los grandes logros de Friedrich. En su estudio, su esposa impedía la entrada de visitantes cuando él trabajaba en estas escenas, consciente de la delicadeza del proceso. También se cuenta que fue un pionero en la cría de canarios en Alemania, lo que encaja con su obsesión por el aire como elemento intangible pero esencial. En sus cuadros, las aves también toman un papel sustancial, con fines no solo estéticos o figurativos, sino espirituales.


Ese modo de pintar el aire, el ambiente y la luz del mismo se refleja maravillosamente en Mañana de Pascua, un cuadro de la exposición permanente del Museo Thyssen de Madrid del que, por otro lado, y salvo error, no recuerdo haber visto cita alguna en el libro.


La magia del silencio se nos presenta como un relato fragmentado, una visión esencial. Illies evita la narración lineal y opta por una estructura que zigzaguea entre episodios, saltando en el tiempo y mezclando datos históricos con anécdotas fascinantes. Este enfoque, aunque puede parecer caótico al principio, termina funcionando de manera brillante: cada capítulo nos sumerge en un aspecto diferente de Friedrich y, al volver sobre ciertos temas desde distintos ángulos, construimos una imagen más completa del artista.


Como los inviernos que pintó, la obra de Friedrich ha regresado una y otra vez al primer plano de la historia del arte. Su legado ha sido interpretado de múltiples formas, desde su apropiación por el nazismo como símbolo del espíritu germano hasta su rescate en la posguerra como precursor del expresionismo. Pero, por encima de todo, sigue siendo el pintor de la contemplación, del silencio y de la inmensidad de la Naturaleza. Ya nadie parece acordarse de su dificultad para retratar figuras humanas, motivo siempre de burla entre sus compañeros del gremio, porque precisamente el Hombre, tal y como lo veía, solo era un personaje más en el escenario principal de aquella portentosa Naturaleza, prueba de la existencia de un Dios luterano, mezcla de piadoso pastor y colérico regidor. Sus cuadros nos llevan a conectar con una realidad alejada de nuestras pantallas, a desear la vuelta a la montaña, a los paisajes fríos y abatidos, a unos tiempos en los que el sufrimiento era la norma y, sin embargo, se revelaban como bellos, hermosos, una capacidad que hoy parecemos haber olvidado.