1 de agosto de 2025

En las Antípodas (Bill Bryson)


 

 

 ¿Y si la historia no se contara solo con fechas y batallas, sino con sedas, especias, camellos y lenguas olvidadas? Eva Tobalina traza un mapa fascinante entre Oriente y Occidente, donde cada hilo de seda une culturas, creencias y relatos. En esta reseña, te invito a seguir el polvo de las caravanas y asomarte a un libro que, con rigor y belleza, nos recuerda que las rutas antiguas siguen vivas… si sabemos leerlas.

 

Todos sabemos que las Antípodas son ese lugar que ocupa la posición opuesta en el globo terráqueo a la nuestra, el punto más alejado, aquél en el que nuestra cabeza apunta en la dirección exactamente contraria a la de ellos. Ese punto en el que, según la etimología de la palabra, nuestros pies se contraponen. Y todos sabemos que por fuerza, tanta distancia debe reflejarse en una discrepancia pareja entre nosotros y ellos, nuestro entorno y el suyo.


En el caso de España, bien puede aplicarse este criterio puesto que tenemos la fortuna de contar como antípoda a la tierra austral, ese enorme espacio natural escasamente habitado y tan solo recientemente colonizado en términos históricos que cuenta con una población nativa enigmática y esquiva, a su pesar, y con la fauna más extraña y peculiar que alberga el planeta.


Y éste es, sin duda, el motivo por el que los europeos, en su afán por cartografiar, medir y ocupar el mundo entero, sólo se plantean con seriedad a Australia a mediados del siglo XIX cuando, por erróneas apreciaciones de marinos agotados por una extenuante travesía del Pacífico Sur, creían ver en sus costas un vergel similar al de la campestre Kent o la verde Gales. Y así, algún brillante político propuso colonizar la isla con reclusos y forzados, en una suerte de pena  de exilio. No es que ésta fuera la primera vez en que gente de mal vivir, dañina para su sociedad natal, fuera empleada como mano de obra colonial para ensanchar imperios y agrandar el control económico de las diversas Compañías de las Indias Orientales o las que fuera menester. Pero sí fue la primera vez en que estos proscritos conformaron el principal núcleo poblacional de todo un continente.


Remontarnos a este origen algo deslucido, no parece la mejor carta de presentación ante unos anfitriones que creen encarnar realmente los valores de vida en la naturaleza, sociedad abierta, surf y paraíso prometido. No en vano, la segunda mayor ola de inmigración que recibió Australia llegó desde Reino Unido tras la Segunda Guerra Mundial, un tiempo en el que la pobreza y carestía en la metrópoli contrastaba con la abundancia de la colonia. Muchas familias vieron partir a hijos, hermanas o tíos  abandonando las frías y húmedas tierras británicas, para hacerse de oro, o al menos, presumir por carta de ello, aunque la realidad fuera algo menos lustrosa.


Y como uno más de estos advenedizos desnortados, Bill Bryson se presenta en Australia dispuesto a darle su oportunidad, su pequeño espacio en su extensa obra, a regalarnos sus observaciones sobre cualquier parte del mundo que uno desee. Y de lo primero que se percata Bryson, antes aún de iniciar su viaje desde los Estados Unidos, es de lo poco que conoce de Australia. Apenas nociones vagas sobre canguros, boomerangs, aborígenes, James Cook o esa famosa roca roja que parece ocupar el centro del país y que, junto a la ópera de Sidney, se aúpan como los dos únicos lugares reconocibles mundialmente de esta tierra.


Tratando de indagar un poco más, consulta los registros en el New York Times sobre Australia y descubre que apenas algún acontecimiento luctuoso o deportivo ha aparecido en sus páginas durante los últimos meses, pero nada que deje entender que a los norteamericanos les importe algo esta nación con la que comparte océano y lengua. No hay propiamente un especial sentimiento de amistad, sino ciertamente de antipatía, algo que achaca a que todo norteamericano que visite la gran isla, perderá casi un día completo de su vida, el efecto contrario al que sufrió Phileas Fogg, y que Australia se lo toma prestado, devolviéndolo tan solo en el caso de que torne a su país por el mismo camino, es decir, sobrevolando nuevamente el Pacífico.


Pero es que, para los estadounidenses, aunque Australia está lejos, muy lejos, realmente está lejos de todos los sitios y de sí misma, Australia no es la antípoda de Norteamérica. El astuto editor español se ha tomado la licencia de modificar el título original a su antojo y por la conveniencia geográfica española (En las Antípodas, editorial RBA), pero en su versión original, el libro recibe el título de En un país quemado por el sol, derroche de imaginación que podría referirse al Sáhara Occidental, la costa de Almería o al Mojave pero que, desde luego, no parece el mejor de los piropos.

   

Incluso para americanos o ingleses, Australia supone todo un desafío, no es retórico afirmar que probablemente también lo sea para los propios australianos. Bryson se embarca en este viaje después de haber visitado en varias ocasiones el país con motivo de promocionar sus libros, pero en esta ocasión podrá recorrerlo por su cuenta o acompañado por un fotógrafo inglés que le ayudará  en su reconocimiento.


Y seguimos así al perspicaz Bryson en su intento por indagar en el alma austral. Pero si creemos que entramos en páginas similares a Los trazos de la canción, de Chatwin, caeremos en un grave error. La visión de Bryson es más bien la de un viajero circunstancial que visita todo aquello que las Oficinas de Turismo locales recomiendan, dejándose aconsejar por algunos locales, todos ellos conocidos por él de antemano o recomendados. Es decir, estamos ante una recopilación de tópicos, de postales adornadas con algo de gracia e interés, prueba de la profesionalidad del autor, pero poco más.


Sírvanos de ejemplo el mundo de los aborígenes, una especificidad australiana tan relevante y sorprendente, desde cualquier punto de vista, antropológico, cultural, histórico, que sorprende que todo el contacto que tenga Bryson con esta realidad venga de alguna lectura y de cruzarse con aborígenes en estado ebrio o de dudosa sanidad mental a la entrada de algún supermercado.


Sí nos narra la terrible desgracia del pueblo, las masacres de que fueron objeto hasta no hace demasiado tiempo, la lucha por reconocer sus derechos, sus tierras. En suma, nada que requiera la presencia en el país, tan solo datos, sin narrar una experiencia personal directa, sal que alegra y da vida a tantos otros de sus relatos.  


Para continuar con otro foco de interés del autor, tenemos los mil posibles modos de morir en Australia y su afán por localizar noticias de este tipo en los diarios locales. Sea por mordedura de animales, venenos sin antídoto, descargas eléctricas de animales marinos, tiburones de todo tipo, olas imprevistas, sed o hambre en el desierto interior, tal vez el aburrimiento mortal de un lugar en el que no pasa casi nada y en el que solo algunas ciudades permiten mantener un remedo de vida social.


Ese aburrimiento que parece enloquecer a los habitantes al norte de Canberra (habrán quedado encantados con este amable retrato) y que desmiente toda la palabrería de los libros de autoayuda que nos piden una vuelta a la naturaleza, el derribo de los grandes edificios, que todos tengamos un parque a la puerta de casa. Parece que el resultado es una abulia mental total, extenuante y embriagadora hasta la locura. O, al menos, a los ojos de Bryson, un urbanita contumaz, ésta es la conclusión evidente.  


También nos habla de los curiosos viajes en tren y su tercera clase para pobres, esto es, para aborígenes, o el hecho de que uno pueda encontrar un pub en medio de cualquier parte, en un desierto por ejemplo, sin viviendas alrededor, pero que se encuentra lleno de parroquianos que parecen tener que viajar decenas de kilómetros para poder tomar una cerveza fría en compañía de humanos y aún a riesgo de morir arrollados por un canguro despistado. Todo sea en honor de la cada vez más popular cerveza australiana.


También visita una institución peculiar del país, una radio con la que se suplían las carencias educativas en un entorno en el que era totalmente imposible tener escuelas próximas a cada pequeño asentamiento. Hoy en día, la emisora languidece por la competencia de otras tecnologías que hacen más sencilla la educación y que harán mucho por los pequeños de este país que, por otro lado, no parecen tener un problema con el desempleo, sea cual sea el grado de su formación.




Otras peculiaridades que Bryson pone de manifiesto son la existencia real de varios países dentro de Australia. No hace falta más que mirar las concentraciones humanas principales. Al este, al occidente, al norte y sur, separadas por el inmenso outback, esa inmensidad vacía que está en la puerta de atrás de todos los asentamientos principales y que es tan solo atravesada por alocados turistas que sienten la llamada de la naturaleza, a lo Jack London, buscadores de oro nostálgicos y por trenes que comunican todas las zonas del país y que tratan de vertebrarlo en una misión realmente imposible.


Seguimos a Bryson en su interés por sentarse en un pequeño café local y leer la prensa de la ciudad. Pero, a diferencia de otros libros, o la prensa australiana carece totalmente de interés, salpicada tan solo por noticias sensacionalistas y luctuosas, o la selección que hace el autor tiene esa tendencia morbosa y perezosa de detenerse más en el titular llamativo que en lo que revele las verdaderas esencias.


Uno termina por sentir una amable simpatía por los australianos, creyendo que la visita de Bryson parece más la que hacían los estirados viajeros decimonónicos que viajaban por  nuestro país y basaban sus descripciones en aquello que más les extrañaba, esforzándose por buscar su origen en un pasado de mezcla de sangres judías, árabes y gitanas. Haciendo de la pequeña diferencia una categoría que levantaba una barrera cultural entre la docta metrópoli y la barbarie del Sur. Vemos un escaso interés por conocer la verdadera esencia de Australia, de indagar en sus circunstancias y explicarla. Más bien, parece un catálogo de anécdotas y divertimentos, de observaciones tan cogidas al vuelo que uno no sabe a ciencia cierta si representan algo más allá de la pura excepcionalidad.


Sin duda, éste puede resultar el libro más decepcionante del autor, al menos, el que más dudas me ha suscitado, lo que, en una obra tan extensa no está mal. Y en todo caso la lectura sigue resultando amena, entretenida, la mezcla de historia, datos, contacto con los nativos y anécdotas personales, forman un bosquejo interesante y entretenido, pero sin duda, poco recomendable para quien tenga un interés sincero por conocer este país que, gracias a Bryson, continúa siendo para mí nuestra antípoda desconocida.




 

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