La clase de griego de Han Kang nos transporta a un mundo donde el lenguaje se convierte en una trinchera frente a las pérdidas irreparables de la vida. Dos personajes, un profesor al borde de la ceguera y una alumna que ha perdido el habla, trazan un relato de lucha y redención, en el que las palabras, aun las más antiguas y olvidadas, como el griego clásico, se erigen como puentes hacia la conexión humana y consigo mismos. Una obra que combina la crudeza de lo cotidiano con la poesía de lo trascendental.
En La clase de griego (Editorial Random House, con traducción de Sunme Yoon), Han Kang narra una historia a dos voces. Por un lado, una profesora que ha perdido el habla, no se conoce bien el motivo, tampoco ella es capaz de ofrecer una explicación, ni su terapeuta acierta a descifrar las causas del impedimento, que claramente no tiene origen físico.
Es cierto que ha pasado por una mala racha. Su madre ha fallecido recientemente, se ha divorciado y un juez ha concedido la custodia de su hijo al padre, más estable y con mejores posibilidades económicas. También es cierto que ya en la adolescencia pasó por un episodio semejante durante varios años, pero el habla se le escurre sin motivo aparente. Las palabras siempre han tenido un papel fundamental para ella, representan una especial conexión con la realidad. Pero, tal vez por ello, una conexión que tiende a quebrarse con gran facilidad a cada embate de la vida que rompe esa fina hilazón.
Ella comienza a ser consciente del tremendo esfuerzo que le supone el habla, que nos supone a todos. La cantidad de órganos y funciones que implica. La respiración, el movimiento del pecho, la boca, tragar saliva, el esfuerzo mental, la imaginación, todo lo que se esconde detrás de una palabra, un concepto que surgió en algún momento de nuestra evolución hasta convertirnos en una especie social, en una comunidad de objetivos expresados a través de figuraciones imaginarias alumbradas por el lenguaje. Por ello, renunciar al mismo, o perderlo, supone una forma de exilio de la tribu, arrojarse a una vida solitaria y apartada, no importa cuán acompañado esté uno físicamente por millones de personas en una urbe asiática.
Y es que ella se retira conscientemente de todo ello. No es una renuncia voluntaria como tal, porque No se rinde ante el mundo ni se resigna a su situación. La mujer lucha, planta cara e, igual que recuperó el habla durante una clase de francés en el instituto, cree que puede volver a ocurrir lo mismo. Y opta, no ya por una lengua viva, una que presente un sentido y una utilidad. Todo lo contrario, sorprendentemente, elige el griego clásico, una lengua muerta, una lengua que alcanzó un esplendor hace dos mil quinientos años y que pronto derivó en una vulgarización que la alejó de la pureza conceptual pero que la abrió para un uso cotidiano y diario, apto para todos.
Y es en la belleza de esa lengua pura y abstracta, restringida a la lectura de textos clásicos como los Diálogos de Platón, en la que busca a tientas recuperar el habla o, al menos, una conexión con ella misma. Y en este escenario, el profesor de griego juega un rol importante puesto que se convierte en el contrapunto de la silente alumna.
El profesor ha sufrido varias pérdidas. En primer lugar, su vida se trunca en dos cuando su familia se muda desde Corea a Europa, siguiendo al padre que ha sido trasladado a la sede alemana de un banco de su país. La mitad de su vida la pasa en Corea, la otra mitad en Alemania, obteniendo una licenciatura en Filosofía clásica, algo muy útil tal vez en Occidente pero que de algún modo carece de relevancia en su país natal. Así que, cuando decide regresar a Corea, entrado en los cuarenta, dejar a su familia, sorprende con su decisión. Y sobre todo, sorprende y atemoriza a su madre y su hermana por otra pérdida que acecha al joven profesor, la pérdida de la visión por una enfermedad degenerativa heredada de su abuelo y su padre.
La neblina va cercando su vida y, aunque él trata de aferrarse a los restos de visión, de luz, lo cierto es que conoce el final inexorable y cree que ha de tomar el rumbo de su existencia, sobreponerse de algún modo a esa pérdida. De ahí que decida regresar a Corea, a la fuente primigenia. Ya allí logra un trabajo dando clases en una academia. Clases de latín y griego, lenguas muertas, un poco como él, cansado de una vida que se le va alejando, preparándose para un futuro incierto en el que los recuerdos atesorados serán todo lo que tenga para alimentarse.
Y es en la conjunción de estas dos almas perdidas donde hallamos el núcleo central de La clase de griego. Un profesor camino de la ceguera, de la pérdida de conexión con la realidad, y una alumna que ha perdido el habla y se comunica mediante papelitos en los que escribe sus pocas conversaciones con otros, una relación llamada a desaparecer porque él ya no la verá ni podrá leer sus textos, porque ella no podrá expresarse ni llegar a él, una relación triste, desesperada pero, por lo mismo heroica y salvífica.
Porque aunque estamos ante un relato de gran tristeza, lo cierto es que la lucha desesperada de ambos protagonistas parece tener un papel redentor. No sé si el libro aborda el tema de la incomunicación en tiempos de hiperconectividad, no sé si habla de la soledad y nuestros pensamientos o el modo en que tratamos de protegernos de los mismos y de cómo hay que ser muy valiente para sentarse y dejarse rodear por ellos. Nada de eso sé porque el libro te embarga con una extraña y dura belleza que no deriva de pasajes líricos como sí ocurría en las dos obras anteriores de la autora coreana aquí reseñados anteriormente.
Fiel a su estilo, el lenguaje de Kang es directo y simple, desnudo, crudo y puramente descriptivo. Muchos pasajes son tan solo la descripción de lo que el protagonista ve, lo que se encuentra, lo que hace, pero de manera discursiva, estableciendo un relato, sino describiendo el mero movimiento manual, físico, mecánico, desnudando a sus protagonistas en ocasiones de una poética que, sin embargo, pronto recuperan al mostrar su fragilidad dolorosa.
En el caso del profesor, el relato se expande a través de varias cartas que escribe a su hermana que ha quedado en Alemania o a los relatos imaginarios que querría haber podido escribir para un amigo que quedó en aquella extraña y fría tierra, o a su primer amor, la hija sordomuda (otra vez) de su primer oftalmólogo. Pero la autora no abusa de este recurso ni lo emplea de manera tan amplia como en el caso de Actos humanos, que se aproximaba más a una novela coral.
La clase de griego es un paso más en la construcción de un mundo literario particular. Fiel a sí misma, tal y como contaba en su discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura, para Kang, la escritura es un proceso físico, de experiencia sensitiva. Esto se refleja en su modo de narrar, pero también en el de entender el mundo. De ahí el impacto duradero que tienen sus obras, alejadas de la rutina repetitiva de muchos de los autores contemporáneos, separados del mundo, ajenos a cuanto nos rodea, indiferentes a cuanto se halle en el centro de todo. Por contra, Kang no renuncia a esa búsqueda y por el momento nos permite acompañarla en ese viaje. Afortunados somos.
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