24 de noviembre de 2013

Walden (Henry David Thoreau)





Nada como los viejos tiempos. Ahora corremos a todas partes, siempre pendientes de aquello que tenemos que hacer a continuación, siempre con un ojo vigilante sobre el implacable reloj. Los horarios laborales son infernales, las obligaciones familiares y sociales se multiplican sin fin. Atascos, aglomeraciones, centros comerciales, todo parece confluir para agotarnos física y mentalmente. La tecnología ha acelerado el progreso a un ritmo que dificulta el ser consciente de los cambios que se suceden a nuestro alrededor.



Sobre este abono crecen los oportunistas, los profetas y agoreros, los profesionales del engaño o las sectas religiosas, todos ellos ávidos por conquistar nuestras mentes y, normalmente, nuestros bolsillos con sus promesas de retorno a un pasado idílico sin prisas, sin obligaciones, con una vida más ajustada a la sagrada naturaleza.



Sin llegar a estos extremos, todos conocemos ejemplos de nuevos ascetas que renuncian a gran parte de las ventajas de nuestros días para refugiarse en algún negocio rural con el que conciliar vida y sustento. Tampoco nos resultan desconocidos los que se aíslan suprimiendo la televisión de sus salones o comprando solo productos naturales y cocinándolos de un modo que a nuestras abuelas les aterraría.



Algunos de estos ejemplos se plantean más bien como experiencias para compartir, verdaderos ensayos sobre formas de vida alternativa. No hace mucho se publicó la noticia de una familia australiana que no sólo apagó la televisión sino toda la electricidad de la casa. La cocina se alimentaba de leña y la vida seguía el constante aunque estacional ritmo solar. La madre redactó un opúsculo con las ventajas que este tipo de vida había traído a su familia. Sorprendentemente dicho libro se publicó digitalmente, no en pergamino de cuero curtido. Prefiero no considerar la posibilidad de que el libro fuera escrito en un ordenador a escondidas de su progenie.



También Paul Miller, periodista de tecnología en la prestigiosa The Verge se comprometió con la revista en no visitar internet durante un año y contar su experiencia. Su artículo dando cuenta de apagón digital es demoledor. Lejos de ganar tiempo para leer, estar con sus amigos, pasear y disfrutar del aire libre, descubrió que al poco tiempo de iniciar su nueva vida volvió a enclaustrarse en casa, abandonó su empeño por los clásicos y perdía el tiempo tan estúpidamente como antes lo venía haciendo con juegos o a la deriva por la wikipedia.



Que se me perdone el tono irónico de estos párrafos. ¿A qué tiempo remoto atribuimos esos valores que tanto añoramos? ¿En qué momento los hombres han estado satisfechos con su vida esquivando el deseo de la huida (o el refugio) de su presente? La respuesta no es complicada: Nunca.



El autor
Todas estas cuestiones rondaban mi cabeza mientras leía las primeras páginas de Walden el libro de Henry David Thoreau en el que recoge su experiencia de dos años (1845 - 1847) viviendo en el bosque, alimentándose de cuanto recogía o cultivaba, fabricando su casa o sus muebles con sus propias manos y recorriendo la inmensidad de la laguna, por sus orillas o en bote, mientras aún le quedaba tiempo para sus lecturas, el estudio y la conversación con cuantos se acercaran a visitarlo, intencionada o furtivamente.



Thoreau inicia el libro ofreciendo una velada censura a sus conciudadanos de Concord corroídos por las prisas, por la pasión por la prensa vociferante, preocupados por pagar las hipotecas sobre los solares en los que edificaban sus casas o por los préstamos para la compra de ganado y simiente. Critica a quienes desean viajar en ferrocarril perdiendo la belleza de los paisajes a cambio de un mero ahorro de tiempo o a quienes siguen los dictados de la moda y pretenden emplear más de una camisa por invierno. En suma, critica despiadadamente un mundo (el de mediados del siglo XIX, en un país aún por definir y conformar) que muchos podrían tomar como referencia idílica de sus anhelos presentes.



Pero volvamos al verano de 1847, fecha en la que Thoreau da inicio a su experimento. Con paciencia científica, deja constancia en el libro de cada centavo empleado y el destino del mismo: maderas, semillas, piedras para reforzar los cimientos o construir la chimenea, aperos de labranza, en definitiva, pretende cifrar el coste de vivir por sí mismo frente al de vivir con ataduras sociales.



Como si fuera una guía para futuros pioneros, Thoreau da cuenta de cada una de sus acciones, del modo en que planta sus semillas (cuáles y en qué cantidad), cómo recogerlas y cómo conservarlas. Da noticia de su espartana alimentación y da cuenta de lo inmejorable de su estado de salud.



Thoreau pretende demostrar que un hombre puede salir adelante sin mayores problemas, y a un coste mínimo, tomando las riendas de su vida, fijando unas prioridades y suprimiendo todo aquello que las aleja o difumina.



Llegamos así al punto central de Walden y, por extensión, de casi toda la obra de Thoreau. La primera de ellas es la austeridad, que se convierte en guía de vida y supremo criterio para suprimir todo aquello superfluo e innecesario. Dentro de la tradición puritana anglosajona, Thoreau exacerba este ascetismo para denunciar todo aquello que se considera imprescindible, todas aquellas comodidades que hacen de la vida algo deseable para muchos, pero un estorbo para lograr lo que pretendemos.



Porque éste es el segundo concepto clave en la filosofía de Thoreau, la idea de que todo hombre debe conocer qué desea en la vida, definir su propio destino en una tabla rasa, sin condicionantes externos y, a continuación, seguir ese impulso coherentemente, por esforzado que resulte.



De ahí que este experimento (su vida en general) tenga como primer objetivo demostrar la viabilidad del proyecto de vida propuesto. Para Thoreau, este objetivo muy bien pudiera resumirse en una vida de estudio, lectura, escritura y reflexión de cuanto le rodea, al modo de un Diógenes del Nuevo Mundo.  

Ribera de la laguna de Walden
Pero no creamos que el Thoreau de Walden es un ermitaño huraño refugiado en su cabaña, aislado del mundo. El libro está poblado de las conversaciones que mantiene con sus amigos y con diversos personajes de toda índole con los que traba relación y a los que interroga sobre su parecer respecto de la experiencia que está llevando a cabo.



Precisamente es durante estos dos años cuando tiene lugar el célebre incidente que lleva a la detención de Thoreau por negarse a pagar impuestos dado que no quería sostener con su dinero la guerra contra Méjico. Este posicionamiento, así como su negativa a cumplir con la ley que prohibía auxiliar a los esclavos fugitivos del Sur, le llevaron a la elaboración de su teoría sobre la desobediencia civil por la que hoy es célebre y reconocido, pese a que su visión es claramente individualista.



Tampoco podemos pasar por alto que, al margen de las consideraciones reflexivas de la obra, Walden es por encima de todo un canto a la Naturaleza, un paseo por sus bosques, una visita a sus aguas y a su entorno. Unos paisajes que ya comenzaban a verse acosados por la expansión del ferrocarril o por la explotación del hielo y que Thoreau sabe describir con la pasión y detalle de un naturalista avezado. Tal vez éstas sean las páginas más hermosas de Walden y en las que el autor más haya dejado volar la pluma de su lirismo.



Thoreau se muestra sorprendido de que sus contemporáneos hayan dado la espalda a la laguna de Walden, que se refugien en la ciudad pese a los inmejorables ejemplos que la Naturaleza puede ofrecer al hombre, tanto respecto al modo de llevar una vida como sobre los verdaderos fines que todos debemos perseguir.


Reproducción de la cabaña construida por Thoreau
 Es tal vez momento de destacar la labor de la editorial Errata Naturae a la hora de publicar este libro completándolo con hermosas ilustraciones de la época en las que aparecen aves, flora, herramientas de cultivo y otros muchos objetos citados en el texto. La traducción de Marcos Nava y, especialmente sus notas a pie de página, contribuyen a aclarar numerosas cuestiones, tanto históricas como biográficas que ayudan a una visión más completa del texto.



Gracias a estas notas sabemos que Thoreau no logra escapar a las trampas de esta huida hacia el idilio. Poco se dice en la obra sobre la contribución de su amigo Ralph Waldo Emerson que le prestó el terreno sobre el que construir su cabaña y a cuya casa en las afueras de Concord solía acudir la mayoría de las tardes durante su estancia en Walden para, entre otras cosas, ....¡leer la prensa que tanto criticaba!


De hecho, este tipo de experimentos y reflexiones deben servir como sano contrapunto a nuestras vidas, para darles algo de cordura y sentido. Pero, al menos en lo que a mí se refiere, en tanto no sepa de qué huir ni a dónde ir, prefiero quedarme donde estoy y disfrutar de este maravilloso libro.


23 de septiembre de 2013

Hollywood revelado (Coord. Fernando R. Genovés)




Hollywood revelado (Editorial Ártica, 2012) evoca, en primer lugar, el delicado proceso de revelado fotográfico que requiere toda película y que, fotograma a fotograma, construye una ficción que se nos ofrece con apariencia de realidad. Aunque las técnicas modernas hayan desterrado para siempre los líquidos y los cuartos oscuros, el término sigue presentado ese matiz de alquimia mágica que tanto conviene al llamado séptimo arte.

Pero, en otro sentido, el revelado que pretenden los autores se refiere también al hecho de traer a la luz aquello que ha quedado oculto, bien por el paso del tiempo, el cambio en las corrientes cinematográficas o por cualquier otra razón; levantar ese velo que oculta o difumina una realidad desconocida o, en todo caso, poco publicitada.  

Tampoco podemos pasar por alto las connotaciones religiosas del término. Revelar significa proclamar una verdad, expandir la buena nueva y compartir con otros el conocimiento que se tiene sobre algo. No es otra cosa lo que hacen los autores de este volumen cuando propagan su pasión por unas figuras relevantes de la historia del cine que merecen una atención de la que el tiempo, la crítica o el público general les ha privado.

Es tiempo de informar de que Hollywood revelado es una obra escrita a cinco manos encargadas cada una de ellas de dos capítulos dedicados a diez directores poco conocidos o, en algún caso, del que poco se conoce (nótese el matiz).

La coordinación de la obra (así como la introducción y dos capítulos de la misma) corre a cuenta de Fernando R. Genovés, quien desde su Cinema Genovés, renueva cartelera cada lunes trayendo al presente títulos que merecen no ser olvidados.

Los cuatro restantes autores (Josep Carles Laínez, Hilario J. Rodríguez, Carlos Tejeda y Enrique S. Tenreiro) comparten con Genovés su pasión por el cine y la vocación divulgadora, tanto a través de medios escritos como de Internet..

Visto el percal, el lector puede temer encontrarse ante una obra en la que se ensalza a remotos personajes, probablemente de la época del cine silente o de los que apenas se conserven unos retazos de una película perdida, probablemente desconocida hasta el feliz hallazgo de unos rollos en un pajar de Colorado. No. Para esto ya hay otros libros que alimenten el ego del perfecto esnob cinéfilo.

Hollywood revelado no recurre a lo desconocido, sino a aquello que merece ser mejor conocido. Tranquilizará al lector saber que entre las obras de los diez directores aquí tratados, se encuentran películas tan conocidas como Sonrisas y Lágrimas o Bonnie and Clyde, entre otras. Pero muchas veces, el éxito de una única película borra hasta el olvido el reto de la obra, sumiendo al autor en un limbo del que ser redimido.


Sin abandonar aún el título, Hollywood revelado no nos habla tan solo de estos diez directores sino que ofrece un fresco panorámico sobre ese paraíso artificial cuyo nombre es sinónimo de cine.

Asistiremos así al nacimiento de una industria que pronto pasará a convertirse en una de las primeras del país y en la que los verdaderos protagonistas serán los estudios, capaces de ofrecer al público una creciente espectacularidad en decorados, vestuarios o coreografías en una trepidante competición en la que, sorprendentemente, los directores no eran más que los contratados destinados a poner un poco de orden  y dotar de coherencia al trabajo de actores  guionistas.

No es extraño que los primeros directores llegasen del mundo de la industria y fueran ingenieros o tuvieran formación técnica. Los grandes estudios producían películas en serie y el método a aplicar en la gestión era similar al de cualquier cadena de producción. Los directores eran un eslabón más y, si gozaban de la confianza de sus patronos y de cierto éxito comercial, encadenaban varias películas el mismo año, saltando de un género a otro con plena naturalidad.

Pronto llegará un tiempo en el que esa versatilidad será denunciada como ausencia de estilo y en el que la fidelidad a un estudio que facilita los medios para continuar creando será vista como un seguidismo impropio de la grandeza de la dirección.

Y es que la tradición europea (donde la falta de presupuesto no permitía la existencia de grandes estudios) comenzó a girar en torno a algunos creadores que plasmaban su visión en las películas dotándolas de una impronta característica convirtiéndose en  verdaderas estrellas. Uno no ve una película protagonizada por Jean-Pierre Léaud sino dirigida por François Truffaut. El cine comenzó a dejar de ser entretenimiento para convertirse en el medio de expresión del director que asumía un papel que no tenía en Hollywood será asimilada por la crítica, certificando la defunción de los artesanos del cine, de esos directores habituados a resolver problemas, ajustarse a los plazos y no rendirse por no conseguir a las estrellas adecuadas para un guión de encargo.

Los primeros capítulos de este libro se dedican a este tipo de cineastas. John Cromwell quien con su procedencia teatral convertía los platós en escenarios, impulsando la actuación de sus protagonistas. Otro pionero, W.S. Van Dyke, un rudo director que plasmó su experiencia vital (se ganó la vida de casi todas las formas imaginables) en un cine directo y tal vez tosco, capaz de recorrer el mundo en los escenarios de sus películas y de ofrecer una visión del salvaje bueno anticipándose a su tiempo.


 Clarecen Brown es otro director importante en el que lo extenso de su obra contrasta con lo menguado de la bibliografía que la estudia, y ello a pesar de que dirigió algunas de las mejores películas de Greta Garbo o impulsó la carrera de una joven Elizabeth Taylor.

Pero la discreción es patrimonio frecuente entre estos autores revelados. Frank Borzage que gozó de gran popularidad en su tiempo para caer en un brusco olvido. Sus películas giran en torno al amor, pero con un enfoque peculiar, sin mostrar la pasión o el desenfreno, sino la experiencia interior de este sentimiento.

Otro creador que se sale de los campos trillados mostrando una modernidad que no le ha sido reconocida, es Rouben Mamoulian. En sus películas, la dialéctica actor-espectador salta en pedazos gracias a sus primeros planos en los que los rostros interrogan al espectador desprevenido. En su escasa obra, apenas dieciséis títulos, el amor se convierte en redentor de vidas abocadas a la perdición. Pero esa redención no contradice su visión de las clases sociales como estancias independientes en las que apenas hay (o debe haber) cauces de comunicación y tránsito. Cada uno en su lugar, aceptando la ruleta del nacimiento.

Pero este estatismo social queda roto en la obra de Mitchell Leisen, en la que el fingimiento y las apariencias permiten que se inmiscuyan en la alta sociedad pobres diablos probando de qué materia se compone ésta. Sus películas corales se convierten en trepidantes comedias con toques de melodrama en una sucesión de escenas y diálogos dignos de las comedias de enredo barrocas.

Y si hablamos de equívocos, nada mejor que recordar a Gordon Douglas cuyas películas están repletas de héroes que se alejan del buenismo predominante en la época. Sus detectives son herederos de las obras de Hammett, personajes que bordean la legalidad, solteros pero siempre rodeados de hermosas (y peligrosas) mujeres. Curiosamente, la virilidad de que adorna a estos personajes, contrasta con su desdén por otras razas a las que parece creer incapaces de emular a estos héroes.

Robert Wise es otro director injustamente olvidado. Tal vez los trekkies le conozcan por dirigir Star Trek: la película. Pero los apasionados por los musicales encontrarán en West Side Story o Sonrisas y lágrimas lo mejor de su obra. Tampoco sus obras de ciencia ficción quedan atrás, como en el caso de La amenaza de Andrómeda. Tal vez su extensa carrera (su obra abarca desde 1944 hasta el 2000) y su profesionalidad en géneros tan variados como los citados no le han permitido un reconocimiento a la altura de su mejor cine, basado más en la sugerencia y la elipsis que en la exhibición directa y explícita de los hechos.

Pero los tiempos cambian y a finales de los años cincuenta comienza a llegar una nueva hornada de directores con un nuevo enfoque. Para ellos, el cine ya está inventado, es un lenguaje consolidado que conocen al dedillo y aportan la frescura e inmediatez de la televisión, un medio en el que muchos ya han hecho carrera.


Directores como Robert Mulligan, siempre unido a Matar un ruiseñor, que indagará sobre el mundo de la infancia y el proceso de maduración que comporta, normalmente desde la perspectiva de un adulto que recuerda el pasado con un deje de melancolía. Obras como Verano del 42 o El otro inciden en esta idea.

El décimo y último director revelado es Arthur Penn, responsable de la archiconocida Bonnie and Clyde. Al igual que en otros títulos de su filmografía, sus protagonistas muestran su rechazo a la sociedad que les rodea y juzga, un enfrentamiento destructivo fruto siempre de algún trauma o desarreglo en la niñez. Niños que querrán seguir siéndolo por siempre, pese a quien pese (normalmente, ellos mismos).

Nótese que comenzamos hablando de directores con oficio, sin temas propios y, según avanzamos en las biografías comienza a hacerse notar esa idea que persigue al director en diversos filmes hasta convertirla (discúlpese la simplificación) en el eje central de su obra.  

Al igual que cada director tiene su propio estilo, los cinco autores de este libro tienen el suyo propio. Más aún, en este caso no ha existido pretensión de uniformidad. No sólo hay diferencias en cuanto al estilo literario, sino respecto al enfoque empleado. En algunos casos, los capítulos se centran más en la obra de un autor en su conjunto, en otros, se detallan algunas películas capitales con precisión y celo. Sí se aprecia un intento de no conceder excesiva relevancia a los aspectos biográficos, salvo cuando aportan luz al estudio de la obra, siguiendo así el bíblico precepto (“por sus obras les conoceréis”).

De este modo, no solo la lectura avanza de modo ágil sino que asistimos a diversos modos de ver el cine, de enfrentarse a una obra muy extensa en la mayoría de los casos pero de la que se puede extraer una especie de mínimo común denominador.

Porque ésta es la gran lección de Hollywood revelado. No se trata, que también, de conocer la obra de unos directores que merecen un reconocimiento, se trata del modo en que nos aproximamos a ella, el modo en que somos capaces de enjuiciar más allá de las convenciones al uso, según nuestro propio gusto y criterio. Porque, qué duda cabe, ese gusto debe educarse y formarse, principalmente a través del visionado del mejor cine, pero también a través de la reflexión de quienes ya han recorrido ese camino y vuelven de este viaje prestos a revelarnos cuanto han visto.


24 de agosto de 2013

La Buena Novela (Laurence Cossé)


 
Titular un libro La Buena Novela no deja de resultar pretencioso, y ello aunque se utilice el subterfugio de que ése sea precisamente el nombre de la librería en torno a la que se organiza la trama. En cierto modo no puede haber resultado ajeno al autor el pensamiento de que quien lea su obra se planteará si ésta realmente hace honor a su título.

Pero nos movemos en un terreno pantanoso porque, ¿qué entendemos por una buena novela? Claramente dejamos al margen la acepción relativa a las intenciones subjetivas, nunca atribuibles a los libros que, a estos efectos, no son ni malos ni buenos (no así sus lectores). Sobra decir que por buena novela hacemos referencia a un conjunto de circunstancias relativas a la calidad de la misma o a su cualidad.

La distinción no es gratuita. Algunos considerarán buenas novelas aquellas que les entretengan, que cuenten una historia conmovedora o que deje un regusto que impulse a leer una inevitable segunda parte. Sobre estos aspectos poco o nada se puede discutir puesto que resultan totalmente subjetivos y, como tales, perfectamente respetables.

Los problemas surgen cuando tratamos de definir la calidad de una novela. Porque está claro que a estos afectos una novela, o es buena, o no lo es. No buscamos una subjetividad, una inclinación del gusto por un estilo u otro. Buscamos una certeza, un canon absoluto al que aferrarnos. ¿Cómo enfrentarnos a este desafío?

Éste es precisamente el punto de partida de La Buena Novela. Francesca es una extraña dama con un patrimonio heredado con el que planea un negocio que no busque el beneficio económico sino el placer de retar la visión capitalista de su marido y satisfacer su pasión por la Literatura. Francesca encuentra a su socio perfecto en la figura de Iván, un aventurero a la antigua que ha recalado en el mundo de las librerías ganando experiencia como empleado de exquisitos gustos, no siempre lo suficientemente comerciales para las necesidades de los establecimientos en que trabaja. Ambos planean la apertura de una librería que llevará el provocador nombre de La Buena Novela y que sólo venderá buenas novelas. 

Comprendidas las dificultades de definir y concretar esa calidad novelesca, deciden dejar la tarea a un comité de expertos formado por varios reputados escritores a los que admiran y que deberán elaborar cada uno de ellos un extenso listado de títulos que consideren de una calidad innegable. Cada autor elegirá libremente, sin interferencias ni componendas, de la manera más sincera posible. Para garantizar esta independencia, los miembros aceptan guardar secreto sobre su pertenencia al comité y sus nombres sólo serán conocidos por Francesca e Iván, ni siquiera conocerán los nombres de los otros miembros del comité.

La pareja de emprendedores sueña con dar inicio a un movimiento por el que pronto se propagará como el fuego la demanda de buena literatura, haciendo surgir iniciativas similares por todo el país y el extranjero. Su objetivo es claramente subversivo.

Pasados los momentos iniciales en los que la librería se llena de curiosos, periodistas y críticos, y en los que es vista como una inocua excentricidad, la situación cambia radicalmente. El movimiento parece prender y las ventas se multiplican. Y La Buena Novela deja de ser un pequeño negocio para convertirse en una amenaza para muchos, para demasiados.


Comencemos la lista de damnificados. Los autores cuyos libros no se venden en la librería se sienten ofendidos. Las editoriales más comerciales muestran su encono. Los críticos que ven desafiadas sus opiniones, muchas veces compradas por las grandes editoriales. Los libreros que ven desacreditada su labor, convertidos en meros tenderos. Y así sucesivamente.
Demasiados enemigos que pronto se organizan para poner en jaque a La Buena Novela y a todas sus buenas intenciones. Comienzan a publicarse artículos en prensa poniendo en duda que un tribunal de sabios pueda o deba pontificar sobre lo que merece la pena ser leído y críticas por entender que el sistema  representa un ataque a la democracia cultural, al soberano gusto del consumidor. Pero la cosa pasa a mayores cuando comienzan a circular historias sobre la vida pasada de Iván y Francesca, sobre el origen de los fondos que sostienen un negocio de improbables beneficios; en una palabra, chantaje puro y duro.

Nuestros libreros no se amedrentan pero la amenaza se extiende a los miembros del comité, llegando incluso a la agresión física. Cómo se ha descubierto la identidad de los mismos y quiénes son los que amenazan, agreden y persiguen a estos refinados literatos es uno más de los misterios a que se enfrentarán Iván y Francesca, y junto a ellos, los lectores de esta novela que, ahora sí lo podemos decir, hace honor a su titulo.

La Buena Novela es muchas novelas a un tiempo, todas ellas buenas, si podemos continuar con el juego de palabras. Es, ante todo, una novela sobre novelas y escritores reales (se cita por ejemplo a Enrique Vila-Matas y a Arturo Pérez-Reverte) que hará las delicias de todos los amantes de la buena literatura con las opiniones y juicios vertidos, en muchas ocasiones de autores desconocidos (o casi) para el público de lengua española.

Laurence Cossé
Pero es también, ya se ha dicho, una novela sobre qué entendemos por calidad en este mundo. Sobre la licitud de dictar el buen gusto dejando al margen lo que excluye nuestros criterios (la mayoría de los títulos seleccionados para su venta en La Buena Novela son francófonos, por ejemplo). ¿Juzgar las novelas implica igualmente juzgar a quienes las leen?

Pero esta obra es también una novela de amor, de amores más bien, algunos públicos y notorios, y otros callados y llevados a la tumba, sólo desvelados por el narrador (cuya identidad solo se desvelará en la última parte de la novela). Es en esta parte de la trama, tan alejada en principio del centro de gravedad argumental, donde la novela alcanza sus mejores momentos, con pasajes propios de la correspondencia entre Kafka y Felice Bauer, con movimientos de idas y venidas incomprensibles, trufados de referencias literarias.

También se ha dicho, La Buena Novela es una novela que comienza y muere con intriga. Una novela de misterio, detectivesca en la mejor tradición, con su propio investigador privado, gran lector y conocedor del mundillo de las editoriales y los críticos.

Pese a que esta mezcla de temáticas puede hacer parecer algo disperso el conjunto, lo cierto es que el texto no pierde en ningún momento el pulso narrativo que lo impulsa desde su inicio. En las diferentes tramas, el estilo se adapta a las necesidades del tema tratado permitiendo al lector disfrutar de diversos estilos narrativos sin confundirlo ni hacerle perder de vista la línea de avance establecida.

Laurence Cossé es la genial autora de esta novela traducida al castellano de manera ejemplar por Isabel González-Gallarza y presentada por la ya imprescindible editorial Impedimenta. Solo queda recomendar su lectura para todos aquellos que gusten de las buenas novelas, sea lo que sea que entiendan por tales. 


6 de agosto de 2013

A propósito de Abbott (Chris Bachelder)


Abbott es un profesor universitario que, tras el final del curso escolar, afronta el periodo vacacional con la poca excitante perspectiva de encerrarse en su casa acompañando a su mujer, embarazada de seis meses y con problemas para conciliar el sueño, y a su hija de dos años.



A partir de estos hechos básicos tenemos cerca de trescientas páginas en las que asistimos a las peripecias de Abbott, a su notable incomodidad con la situación creada y a su incapacidad de conducirse como lo haría cualquier otro.



La edición española de A propósito de Abbott, a cargo de Libros del Asteroide con traducción de Ismael Attrache, nos anticipa “una desternillante historia sobre las pequeñas desventuras, agobios y alegrías de los que está hecha la paternidad”.



Pero, si he de ser totalmente sincero, no creo que a lo que asistamos en esta novela sea a una sucesión de escenas desternillantes. Me explico. El libro se compone de una serie de escenas, la mayoría de apenas dos o tres páginas, en las que vemos a Abbott en acción, mejor dicho, en reflexión, porque si algo caracteriza a Abbott es su total inutilidad práctica. No es que estemos ante un profesor chalado, abstraído en sus elevadas teorías y que no sabe cambiar una bombilla. Más bien, se trata de que el protagonista apenas es capaz de avanzar un paso en cualquier dirección sin plantearse infinidad de preguntas, cada una de ellas más irrelevante y liosa que la anterior.

Abbott observa el mundo que le rodea como lo haría un marciano venido a este planeta con el fin de pasar unos pocos meses y regresar a su planeta puntualmente para rendir cuenta de sus observaciones y, seguidamente, cachondearse de lo extraños que resultan los terrícolas. Pero he aquí, que el verdadero Abbott alienígena se preguntaría para sus adentros de qué se ríe tan alto.

Volvamos al planeta Tierra. Abbott pasea junto a su hija y juega con ella a tirar pequeñas piedras por una alcantarilla de su urbanización, esperando oír el ruido del agua. Abbott no es el padre que enseña a jugar a su hija, realmente juega con ella y se sorprende no menos que ella de lo que ocurre.




Abbott queda tremendamente sorprendido cuando descubre que los tomates frescos que come no son del supermercado sino que su mujer los compra a un particular que los cultiva y vende en su propia casa, no muy lejos de la suya. Confundido por no haber sido informado, ofendido por no haber sido consultado pero, ante todo, agobiado por el hecho de no haber caído en el detalle de que su mujer tiene vida propia cuando no está junto a ella.


Llegados a este punto es preciso formular la inevitable pregunta: ¿qué le pasa realmente a este tipo? Puede parecernos odioso, estúpido en innumerables ocasiones e incomprensible en todo momento. Pero Abbott no es un insensible egomaníaco incapaz de sentir o padecer. Se esfuerza de verdad. Le vemos tratando de limpiar toda la casa sólo porque sabe que cuando su mujer se levante y vea el trabajo hecho se alegrará y sentirá que puede confiar en él, lo que ya es más de lo que él puede esperar de sí mismo. Trata de compartir momentos de calidad con su hija y juega a hacer collares con cuentas, la lleva a la tienda de mascotas o planea una excursión campestre que termina a pocos metros de su casa demostrándole que todos sus planes tienen una tendencia inexorable a frustrarse.



La clave final de ese difícil equilibrio la explicita el narrador (aun más frio y distante que el propio Abbott a la vista del siguiente comentario): “Las dos proposiciones siguientes son ciertas: (a) Si tuviera la ocasión, Abbott no cambiaría ni uno de los elementos fundamentales de su vida, pero (b) Abbott no soporta su vida.”

El embarazo de su mujer no tiene nada que ver con la situación de Abbott. El ejercicio de la paternidad con su pequeña hija tampoco parece ser el problema. Ni siquiera la multitud de incidentes domésticos que pueblan la novela. Uno sospecha que Abbott era, es y será siempre Abbott, ese entrañable personaje con el que podemos identificarnos en la medida en que expresa su extrañeza por todo aquello que los demás dan por sentado, que es capaz de formular la pregunta equivocada en el peor momento.



Y no deja de ser un mérito innegable del autor el haber soslayado el peligro de haber explotado los aspectos más cómicos del personaje potenciando la gran riqueza de matices con que ha sabido dotar al protagonista.



Para ello recurre a golpes magistrales, como el capítulo en el que un fontanero describe a su mujer la tarde que ha pasado en casa de Abbott tratando de arreglar unas cañerías atascadas. En la convencional conversación de este hombre desaparece todo aquello que puede quedar de dignidad en Abbott. Su preciso retrato de un hombre patético ante el que no sabe cómo reaccionar es el punto culminante, la visión de un extraño que se asoma al microcosmos Abbott y que describe a la perfección lo que intuimos. Pero pese a ello, el protagonista sale reforzado, no hay nada que le reste dignidad a su denodado intento de salir adelante a pesar de todo, de comprometerse con su familia, de soñar con conferencias magistrales en Europa que nunca tendrán lugar o con el callado silencio admirativo de sus colegas de la universidad, aún más improbable.



Precisamente es esta dualidad y el modo en que el autor, Chris Bachelder, juega con ella lo que convierte a esta novela en algo que va más allá de una simple colección de anécdotas jocosas, en una reflexión sobre la vida que llevamos y el modo en que cada uno la enfrenta e interpreta para sí mismo.



A propósito de Abbott puede no ser la cómica promesa que asegura la editorial, porque es mucho más. Junto a escenas realmente desternillantes asoma siempre la sombra de la reflexión, lo que da al relato una viveza y una profundidad que pocas veces saben conjugarse como en esta ocasión. Leerlo no nos hará más sabios, pero sí más comprensivos, más reacios al juicio del fontanero y, por tanto, mejores personas. ¡¡Si Abbott supiera!!

20 de julio de 2013

La civilización del espectáculo (Mario Vargas Llosa)

 

Cuenta el célebre crítico británico Cyril Connolly que, años después del cierre de su revista Horizon, muchos amigos le abordaban pidiéndole la reapertura de la misma y lamentando que ya no se hiciera Literatura ni crítica como la de antaño. La aguda conclusión de Connolly era que estos suplicantes no echaban en falta aquellos libros y poemas de otra época sino la edad que tenían cuando los leían, años de formación e iniciación en los que todo deja una marca como no vuelve a ocurrir con el paso a la madurez.

He tenido muy presente esta anécdota durante la lectura de La civilización del espectáculo, la última obra hasta la fecha de Mario Vargas Llosa, un ensayo que plantea la provocadora idea de que la cultura, en el sentido que tradicionalmente se ha dado a este vocablo, está en nuestros días a punto de desaparecer.

Pero, ¿qué es exactamente lo que va a desaparecer? Cultura es un término excesivamente vago y amplio. Ciñéndonos a la definición del Diccionario de la Real Academia, entendemos por tal el “conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial, en una época, grupo social, etc.” Imposible que desaparezca puesto que la cultura es consustancial a la vida social.

Sin embargo, la cultura a la que se refiere Vargas Llosa en su ensayo es otra cosa. Para clarificar los conceptos, comienza por hacer un repaso a la idea que al respecto tenían algunos pensadores del pasado siglo.

T.S. Eliot liga la cultura a las élites (no necesariamente a las clases altas, aunque en muchos casos venga a ser lo mismo), a una minoría selecta que garantice la alta calidad de esa cultura. Pero el espejismo de una cultura elevada, de unos principios en que se sustenta, queda en entredicho ante la barbarie que esa misma cultura ensalza o encubre. La destrucción y el asesinato colectivo y en masa que conforman gran parte del siglo XX en Europa revelan que la cultura ha cedido su papel, va quedando arrinconada al mundo de los especialistas batiéndose en retirada en su afán de explicar el mundo, según señala Steiner. 

"Cualquier tiempo pasado fue mejor..."
La técnica despliega su influencia en los más variados ámbitos y también en el de la cultura. La difusión de ésta durante la segunda mitad del siglo XX nos lleva a un concepto revelador del nuevo tiempo: la masificación. Cualquier manifestación cultural está al alcance del público general. Y junto a ello, llega también la banalización de la cultura. Todo parece ser cultura, desde un concierto a un cómic, desde una fotografía a una película. Para nuestro autor, vivimos en la civilización del espectáculo, un tiempo en el que el primer valor es el entretenimiento, el escapismo expuesto a las masas gracias a los nuevos medios de comunicación. El espectáculo en el que vivimos requiere de una inmediatez y de una simpleza capaz de igualar a todos sus destinatarios por su nivel más bajo. La frivolidad ha tomado el relevo a la reflexión y a la decantación del pensamiento.

Las más altas expresiones de la cultura (alguno de los ejemplos empleados por el autor son Kant, Proust o Rembrandt) quedan totalmente al margen del nuevo orden cultural en el que sólo es visible lo que se televisa o aparece en las redes sociales, quedando el resto arrumbado en un oscuro silencio ominoso.

Unido a ello, se suma la desaparición del intelectual como pieza clave de las sociedades occidentales, poseedor de un pensamiento por el que se gana el respeto de sus conciudadanos que le otorgan el papel de referente, auctoritas. Opina Vargas Llosa que, junto al desprestigio que la figura del intelectual sufrió al apoyar los diversos totalitarismos del siglo XX, el principal motivo del deterioro de su posición es la falta de vigencia del pensamiento en nuestras sociedades. Si su papel es elaborar reflexiones en discursos articulados y coherentes, nada tienen que hacer en un tiempo en el que solo se atiende a la imagen y en el que todo parece caer en el olvido al poco tiempo. 

Sin creadores capaces de ofrecer obras fruto de la experiencia y herederas de una larga tradición, sin intelectuales capaces de denunciar con sentido la frivolidad de la realidad en que vivimos, el ciudadano sólo puede volverse a lo que los medios le ofrecen, carente de más referencias que las ya extintas de tiempos pasados. En suma, la cultura, tal y como la entiende Vargas Llosa, no será capaz de sobrevivir al no poder cumplir con su papel vivificante.

Hasta aquí lo que podríamos definir como núcleo esencial de La civilización del espectáculo. Los capítulos siguientes dan fe de la extensión del mismo fenómeno a mundos tan dispares como la política, la moral, la educación o la religión.

¿Arte? moderno
Sin duda, La civilización del espectáculo es un texto provocador. En él se recoge una tesis general (la frivolidad y predominio del entretenimiento y goce personal) con la que la mayoría estará de acuerdo pero cuya concreción puede no resultar tan pacífica.

Los ataques al arte moderno, su postura respecto a la prohibición del velo (y la correlativa defensa del crucifijo en las aulas en sendos artículos de imprescindible lectura), el rechazo a la actual literatura (que denomina light, en el mejor de los casos) son tal vez las partes más visibles, pero no las únicas, objeto de polémica.

En efecto, Vargas Llosa sostiene que la Literatura de otros tiempos era mejor. Nadie duda de que Víctor Hugo (un ídolo para el autor) fue un titán, pero el siglo XIX sólo dio unos pocos como él. No olvidemos que junto a Stendhal o Goethe, escribieron cientos de autores hoy ya olvidados por el escaso mérito de su obra. ¿No daremos esa oportunidad a nuestro tiempo? Creo que el futuro nos verá como coetáneos de Philip Roth o Cormac Mcarthy y que dentro de cien años nadie sabrá quién fue Dan Brown.

No comparto la idea de Vargas Llosa de que ahora se puede leer más que hace cien años pero lo que se lee es peor. Sin duda, muchos leerán obras de escaso mérito (igual que ocurría antes) pero hoy se venden en un año más ejemplares de cualquier obra de Dostoievski que los que pudo vender en vida.

No creo que los visitantes de museos sean exclusivamente autómatas que hacen un circuito de aquello que se supone que se debe ver y contemplar para luego contarlo de regreso al hogar. ¿Acaso todos los visitantes de museos de otros tiempos eran amantes y conocedores del arte?¿No había entre ellos snobs, aburridos viajeros e ignorantes adinerados?

Colas en el Museo del Prado
Las páginas webs de algunos museos ocupan posiciones muy importantes en los ranking de visitas y proyectos como Google Art Project evidencian que en la soledad de nuestros hogares también demandamos y consumimos cultura tal y como la entiende Vargas Llosa.

Las nuevas tecnologías han cambiado nuestro modo de ver y entender lo que nos rodea. Asociar el e-book con el fin de un mundo libresco de amantes de la buena literatura es como pretender que Gutenberg acabó con toda forma de arte por llevar sus libros a un mayor público y a un menor precio que el de la época del pergamino.

El tiempo nos trae perspectiva y permitirá saber cuánto de cierto tiene el vaticinio de Vargas Llosa. Pero como a nadie le gusta perder su juventud (la mucha o poca que nos quede) para satisfacer su curiosidad, entre tanto. la lectura de La civilización del espectáculo nos ofrecerá una buena dosis de argumentos inteligentes que defender o desafiar.

30 de junio de 2013

Cine o sardina (Guillermo Cabrera Infante)

 

 Cine o sardina es la alternativa que recibía Cabrera Infante cada noche en su pobre infancia cubana. El dinero era escaso y sólo daba para un vicio: cine o alimento. No hay duda de qué es lo que el futuro premio Cervantes consideraba más necesario y su amor por el cine impregnó tanto su vida como gran parte de su obra.

Pese a ser más conocido como novelista, sus artículos de crítica cinematográfica pueden considerarse parte de su legado literario puesto que no estamos solo ante reflexiones más o menos valiosas en cuanto a su contenido, sino ante una vocación estética expresa que todo lo impregna y que convierte estos textos en verdaderas joyas que hacen de su lectura todo un placer.

Desde muy joven escribió en diversos diarios vibrantes críticas cinéfilas e impulsó en La Habana la difusión de los mejores títulos extranjeros. Se granjeó así un reconocimiento que, unido a su militancia comunista, le llevaron tras la toma del poder de Castro, a dirigir el Consejo Nacional de Cultura, entre cuyas responsabilidades se encontraba la de presidir el Instituto del Cine. Pero la vida bajo una dictadura puede tornarse dura incluso para sus afines cuando uno trata de expresar lo que realmente piensa y así, varias polémicas con el gobierno de Fidel le llevaron a la segunda fila de la política cubana como agregado cultural de la embajada de su país en Bruselas. Sus posiciones, cada vez más alejadas de las oficiales, le llevarían definitivamente al exilio en España y, posteriormente, en Inglaterra.



Durante todos estos años cultivó su amor por el cine, no sólo a través del vicioso goce del voyeur y la rijosidad del crítico, sino asumiendo los riesgos de encarnar lo que juzga y dedicando parte de su talento, tiempo y dinero, a la elaboración de guiones cinematográficos con resultados variopintos.

Particularmente sorprendente me ha resultado su colaboración en la redacción del guión de la psicodélica Wonderwall, película de 1968 cuya banda sonora fue compuesta por el mismísimo beatle George. Interesante también es su participación en el guión de una versión de la novela de Malcolm Lowry, Bajo el volcán, a cargo de John Huston. Literatura y cine otra vez de la mano.

Pero dejemos la biografía y volvamos a Cine o sardina, una compilación de escritos cinéfilos que abarca todas las épocas de este arte, todos sus géneros y a gran parte de sus protagonistas sin que, por ello, Cabrera Infante deje de revelar sus predilecciones y fobias personales, sin dejarse llevar por un seguidismo fácil y convencional. No todo el cine es bueno, y ni aún el bueno debe de gustarnos a todos.

Para el lector español resulta destacable su pasión por la versión original y el desdén por los doblajes. Así, recuerda con pesar su etapa en España ante la dificultad de visionar películas en las que las voces de los actores no contradijeran sus actos o su apariencia física. En varios artículos trata de desmontar los diversos argumentos de todo tipo que se emplean para justificar este atentado al arte y, ante quienes alegan que la supresión del doblaje supondría el desempleo para muchos actores, afirma jocosamente: ¿por qué el vegetariano debe preocuparse por el carnicero?



Relata a este respecto la anécdota de lo sucedido tras la muerte de un doblador especializado en poner voz a un célebre actor que, aún vivo, tuvo la desfachatez de continuar rodando filmes. Tras el pánico inicial, la distribuidora española logró encontrar un nuevo doblador que imitaba, no ya al actor original de carne y hueso, sino al actor de doblaje fallecido.

Pero no todo es muestra de esnobismo de gran experto. Cabrera Infante no siente demasiado aprecio por el cine silente (él preferiría llamarlo, como la mayoría, mudo pues poco o nada le dice). Tal vez su parte literaria hace que le resulte incomprensible el cine desgajado de la palabra, su otra gran pasión. Y aunque sí que es devoto admirador de la época clásica de los grandes estudios, apenas deja género o estilo en los que no encuentre elementos de sustancia aprovechables.

Así nos encontramos referencias a cineastas recientes como Tarantino, Almodóvar, Kiarostami o Lynch. Del mismo modo, aunque sus retratos de las grandes actrices del periodo clásico denotan su predilección (Gloria Swanson, Gloria Grahame), también se dejan caer estrellas más recientes como Melanie Griffith o Sharon Stone.

Pero, con todo, si por algo debiera destacarse Cine o sardina es por su vocación estética, por su uso (en ocasiones abuso) del retruécano, las dobles referencias, ocasionalmente jugando con dos idiomas a un tiempo. Cada uno de los artículos es una fascinante aventura para un lector ávido de los artificios que adivina inevitables en cada párrafo.

Hago el ejercicio de abrir el libro por tres páginas al azar y dejo constancia de algún ejemplo que de ello encuentro:

"Billy Wilder, ya viejo pero todavía tratando de ser más Wilde que Oscar, de hecho Wilder."


"Hamlet encarnado por un hastiado, astado marido.... su ser o no ser significa contar las astas de la testa."


"David O. Selznick, ésa O del medio, apropiada, no significaba nada: era mero ruido de asombro."


Otro tanto podemos decir de los títulos de cada artículo, entre los que se encuentran joyas como El cine negro en blanco y negro, La otra cara de “Caracortada”, Latinos y ladinos en Hollywood o Travestidos tras vestidos.



Cine o sardina es por tanto, una oportunidad excelente para acercarse al cine desde la literatura, una invitación para el visionado (y revisionado) de innumerables películas, para el descubrimiento de actores, actrices, directores o incluso compositores de bandas sonoras hoy un tanto olvidados. Pero la pasión de Cabrera Infante invita a adoptar una postura crítica, militante, a definir la postura del espectador. Su acerado sentido crítico nos enseña a ver con ojos indóciles, no aborregados. En suma, a no volver a consumir películas sino a disfrutarlas, igual que hará el lector de Cine o sardina. Y todo ello, como diría Sergio Leone, sólo por un puñado de dólares o de euros, según el caso. ¿Alguien ofrece más por menos?