12 de febrero de 2023

1927. Un verano que cambió el mundo (Bill Bryson)

 


 

1927. Un verano que cambió el mundo (RBA 2015, traducción de Ana Mata Buil) es un libro más de Bill Bryson a quien se puede considerar, merecidamente, el enciclopedista más exitoso de nuestro tiempo, puesto que poco o nada escapa a su interés y nada humano parece serle ajeno.

En esta ocasión, se aproxima a la Historia  desde una perspectiva innovadora, consistente en seleccionar un periodo concreto de tiempo, el verano de 1927, para fijar su atención en hechos relevantes que marcaron a su juicio un punto de inflexión en la historia del mundo.

 

Así de pretencioso se presenta este extenso libro que, sin embargo, no aburre, ni cansa y que, a su fin, casi sabe a poco y uno desearía que las miras de Bryson hubieran sido más altas y se hubiera extendido al otoño, invierno de ese mismo año y así sucesivamente.

Pero vayamos a esos hechos que parecen dignificar este concreto momento a ojos del autor. Sea dicho como prefacio, que uno está tentado a creer que Bill Bryson tanto podía haber escogido el verano de 1927 como el otoño de 1934 o el invierno de 1963 para escribir uno de sus maravillosos libros en los que desplegar una cantidad de anécdotas históricas, de hechos curiosos, de tejer coincidencias alumbradoras de conclusiones variadas, en definitiva, para desarrollar todo su talento, con la amenidad  a que nos tiene acostumbrados. Porque parece que no hay tema, por más rutinario o manoseado que pueda parecer, que no resulte renovado y fresco en sus libros.

La columna vertebral en torno a la que Bryson construye su relato es la gesta de Charles Lindbergh, el joven piloto de origen escandinavo que en mayo de 1927 cruzó en solitario por primera vez el Atlántico en un avión, el Espíritu de San Luis, apenas un cascarón de tela y madera a los ojos de nuestros días, pero una máquina casi perfecta en su momento. Una promesa de 25.000 euros para el primer piloto que cruce el Atlántico ofrecida por el millonario Raymond B. Orteig supone el disparo de salida de una loca carrera en la que muchos aviadores empeñarán su fortuna y arriesgarán sus vidas, empujando los límites de la aeronáutica hacia algo más parecido a lo que hoy tenemos por tal. Aviadores más experimentados aunque menos audaces que Lindberg, mejor financiados y con mayor exposición pública se verán desbancados.   

Pero la hazaña de Lindberg tendrá un especial significado para los estadounidenses, quienes están acostumbrados a ser segundones en todo, los primos lejanos en el concierto internacional. Tras su aportación en la victoria sobre Alemania en la Gran Guerra, comienzan a atisbar que las cosas pueden cambiar. Y aparece Lindberg, un héroe que responde a los estereotipos nacionales, incluido su origen familiar europeo, su modestia y discreción, su rubicunda cabellera y su juvenil figura.

Por primera vez, los americanos logran imponerse al resto del mundo en una tecnología tan puntera y vanguardista como era la aeronáutica en aquellos años. Cuando Lindberg inicia su viaje, en los Estados Unidos, apenas hay una normativa que establezca límites o garantías para los vuelos, poca formación, poca regulación, malas condiciones en las pistas de aterrizaje, apenas indistinguibles de lodazales donde pasta el ganado. Pero la aviación es una actividad que terminará por encarnar gran parte de los ideales americanos, su ansia de libertad y autonomía, de ausencia de fronteras que el ideario americano tanto gusta de ensalzar.

El logro de Lindberg desata la euforia en París donde es recibido y homenajeado por miles de franceses, orgullosos de haber podido ver con sus propios ojos el fin de una gesta tan grandiosa como los antiguos viajes marítimos. Y esta fama y gloria será poco para lo que está por venir. Lindberg será recibido en Nueva York como un héroe de guerra. Se suceden incesantemente los actos de homenaje, los desfiles, cenas de gala, ruedas de prensa, apariciones en noticiarios, la gira alrededor del país, más extensa, más peligrosa que el propio viaje oceánico. Todos estos eventos serán un anticipo del modo en el que los medios de comunicación lograrán dar forma al fenómeno de los fans, de una manera creciente en la que el interés del público estará por encima de la intimidad del famoso, en el que todo será exhibido y en el que la histeria se desatará sin una causa cierta. Anticipo de lo que llegará con el correr de los años y lo que se verá con Frank Sinatra, con Elvis, más tarde con los Beatles. Pero el fenómeno ya está aquí y es Lindberg quien le dará forma, muy a su pesar.

Porque en aquella época, los periódicos se convierten en los principales transmisores de chismorreos, anuncios sensacionalistas, noticias falsas o interesadas, todo lo que hoy consideramos propio de nuestros días. Los poderes mediáticos actuales, que hay quien sostiene que controlan todo lo que pensamos y creemos, tienen su antecedente en los magnates de la prensa, como William Randolph Hearst, capaz de influir en las decisiones de su gobierno y que aún disfrutaría de reconocimiento público durante años y que daría lugar a la célebre película Ciudadano Kane.  

Los lectores seguían con pasión desatada cada detalle de hechos tan escabrosos como el asesinato de Mr. Sneyder a manos de su esposa y su amante, Judd Gray, quienes simularon que el crimen había sido cometido por unos italianos que habían asaltado la casa, asesinado al esposo y golpeado a la fiel mujer para robar las joyas. El problema es que la rubia, Sra. Snyder no presentaba signos de violencia y las joyas aparecieron debajo de su colchón. De todos estos detalles daba cuenta la prensa más morbosa, siendo uno de los juicios más celebrados durante todo el año por los medios, aunque no el único. Luego tendremos ocasión de conocer algún otro que ha logrado trascender hasta nuestros días.

 

Es también en este prolífico verano en el que se estrenará la que es conocida como primera película sonora de la historia del cine, El cantante de Jazz. Aunque ya había habido rodajes previos con sonido, lo cierto es que la industria del cine no había abordado esta innovación por diferentes motivos entre los que se contaban el elevado coste de producción, la necesidad de adecuar las salas de cine a la nueva tecnología y, en última instancia, aunque siempre quedará como leyenda romántica, el rechazo de los artistas por un género que creían que robaba protagonismo a sus actuaciones, supuesta disculpa para esconder sus limitaciones declamatorias. Sea como fuere, lo cierto es que ese mismo año Buster Keaton, la estrella mejor pagada del momento, está rodando El héroe del río, que se estrenará al año siguiente y que muchos consideran su mejor película, por encima de El maquinista de la General. Sin embargo, la obra será un rotundo fracaso, un anacronismo en un año en el que las demandas del público se centran tan solo en el cine sonoro, dejando tal vez al margen la calidad del filme, primando tan solo la emoción de ver en la pantalla a unos actores capaces de hablar como seres normales, ajenos a la gesticulación excesiva, al histrionismo al que llevaba la falta de verbalidad.

El cine es uno de los signos del dominio estadounidense de aquella época, con una industria que hacía palidecer a sus rivales europeas y que, con el devenir del tiempo, se convirtió en referencia casi única en lo que a cine se refiere, dejando para las producciones de otras naciones un cine más alternativo, de menores aspiraciones en cuanto a espectáculo, no solo por las diferencias notables de presupuesto sino por la imposibilidad fáctica de competir con el modelo americano.

 

 


Pero hay otras tantas facetas de la vida estadunidense que no han logrado trascender sus fronteras de manera tan masiva y abrumadora. Así, el béisbol es un deporte que asociamos instintivamente a los Estados Unidos, no tan espectacular como el fútbol americano, pero sí más auténtico. Sin embargo, sigue siendo un deporte del que pocos países participan. El béisbol no pasa por sus mejores momentos en 1927. La afluencia a los estadios es prácticamente la única vía de ingresos y muchos clubes están al borde de la ruina. La competencia del cine no ayuda a mejorar los ingresos. Los jugadores de algunos equipos deben encargarse incluso de lavar sus propias prendas. Otros hacen inversiones ruinosas en ampliaciones de aforo que no llegarán a completarse fácilmente. Muchos clubes con resonancias míticas caen en manos de desaprensivos faltos de escrúpulos. Para lograr salir adelante, se venden licencias para comercializar comidas y bebidas en los campos, nace así el famoso hot-dog, un bocadillo fácil de preparar y que se puede comer sin mancharse mientras gritas a tu bateador favorito.  

Pero el público sigue cada partido a través de los periódicos con una fruición casi incomprensible. La radio también ayuda a dar forma a un nuevo modo de aproximarse al deporte más allá de la presencia en los campos.  

Es precisamente en este año 1927 cuando una de las principales figuras de este deporte alcanzó su máximo reconocimiento. Babe Ruth cambió el modo de entender el béisbol, no solo por su infinita capacidad para lograr los home run en un contexto de campos poco cuidados, pelotas de dudosa calidad, y poca profesionalización. Él dió forma al mito del deportista cercano al público, capaz de sucumbir a los mismos vicios que el espectador normal. Todo le hacía destacar por encima de otros jugadores. Su voracidad insaciable, su descomunal ingesta de perritos calientes, su vida mujeriega y su afición por encararse con quien fuera menester, que le llevaría a diversos juicios de los que solía salir airoso. Todo ello prefigura esa imagen sorprendente que aún hoy parece marca de deportistas que, pese a sus fabulosos ingresos, generan un sentimiento de identificación en sus admiradores y logran la exculpación del público ante cualquier exceso, exhibición vergonzante de riqueza o discrepancias con Hacienda.

Pero el deporte también encuentra otro importante reducto, es el caso del boxeo. Uno de los combates más famosos de todos los tiempos tuvo lugar en 1927, con la disputa por el título de los pesos pesados entre el favorito Dempsey y el ganador final, Tunney. En septiembre se celebró la primera pelea, seguida por la revancha en noviembre del mismo año. La victoria de Tunney no estuvo exenta de polémica por la aplicación de una nueva norma que permitía una cuenta de diez para que el boxeador derribado pudiera incorporarse mientras el contrincante debía retirarse a su rincón. En una de estas ocasiones, Dempsey no se retiró con la suficiente rapidez, lo que retrasó la cuenta del árbitro permitiendo así que Tunney ganase unos segundos adicionales para recuperarse.

Fuera una victoria limpia o no, lo cierto es que el ambiente que rodeó la pelea no era de lo más edificante. Entre los primeros asientos se encontraban celebridades del cine, de las finanzas, de la política e incluso de la mafia, como Al Capone, quien habría ofrecido a Dempsey la posibilidad de comprar el combate, marca de la casa. Es de justicia reconocer al perdedor que se negó a tal apaño, tan confiado estaba de poder ganar.

Bryson describe con vivacidad el combate y se demora en las personalidades presentes, avanzando la historia para desvelar parte del futuro judicial de algunos de los asistentes, comenzando por el propio Al Capone cuyos días de gloria estaban próximos a su fin por la reciente promulgación de una ley sobre evasión fiscal que, sin que nadie pudiera aún anticiparlo, sería el cepo en el que muchos hampones caerían.  

 

La mafia no puede considerarse una creación americana, pero sí que es en esa tierra donde alcanza una altura mítica por la publicidad de las acciones de estos delincuentes. Hechos como la matanza del día de San Valentín u otras tantas venganzas y guerras intestinas ocupan las primeras planas de los periódicos asustando a los tímidos ciudadanos, sorprendidos de que sus alcaldes, funcionarios, policías o congresistas estén en manos de estas organizaciones criminales que, de cuando en cuando, se declaran entre sí la guerra mientras hacen gala de acciones caritativas que terminan por aumentar la confusión. No es por tanto americana la mafia, sí lo es la imagen consolidada mundialmente en forma de películas, novelas, documentales. También será americana la forma que finalmente se empleará para combatirla, la puerta de atrás, el recoveco por el que estos gánsteres serán juzgados, en base a la evasión fiscal. Las leyes aprobadas este año llevarán a la detención de Al Capone poco tiempo después. La mafia continuará teniendo su cuota de poder, más allá de la crisis del 29, de la Segunda Guerra Mundial, llegando a poner sus manos en el rat pack o tender su sombra entre las muchas teorías conspirativas sobre el asesinato de JFK.

Pero el mayor caldo de cultivo para la delincuencia organizada lo creó el propio gobierno de los Estados Unidos a través de la más estúpida de las leyes que haya promulgado el Capitolio: la Ley Seca.

Desde el fin de la Primera Guerra Mundial, las tendencias moralistas lograron ganar peso e imponer férreas restricciones en muchos ámbitos ante lo que veían como el deterioro de los valores americanos por la avalancha de inmigrantes europeos y del resto de América. Así, la bebida personificó gran parte de todos los males que los censores de vidas ajenas creían ver. Las ligas para la prohibición de la bebida fueron ganando adeptos hasta conseguir la aprobación de la denominada Ley Seca, una ley que, nada más promulgarse, despertó la ira de quienes creían que iría dirigida tan solo a cerrar sucios garitos de pendencia y que se encontraron con que también afectaba a sus pintas de cerveza o al consumo eclesiástico.

Pero hecha la Ley, hecha la trampa. Gran parte de los depósitos de alcohol para uso industrial o sanitario terminaron por formar parte, junto a otro tipo de aditamentos y derivados, de la cadena del alcohol negro, el que se vendía a plena luz del día, el que segaba vidas por su falta de control, el que movía una cantidad inmensa de dólares sobre los que el Estado ya no podía recaudar impuestos pero para cuyo control debía invertir una gran cantidad de dinero.

Nadie sabe cuántas personas murieron como consecuencia de la mala calidad de este alcohol ilegal, tampoco cuántos muertos hubo entre los licoreros clandestinos, los inspectores de la Ley, las bandas rivales, los crímenes de la mafia. Todo un despropósito que, por fortuna, tampoco lograron exportar mundialmente y que, a día de hoy, nos ha dejado imperecederas imágenes del contraste entre las más puritanas intenciones y sus depravados resultados.

Pero la represión moral tenía otros muchos enemigos. Pese a las leyes Crow Jim, que mantenían de facto la división entre blancos y negros, la cultura de origen afroamericano iba calando en la sociedad puritana. La principal vía de entrada fueron los ritmos que llegaban del Sur profundo, con el naciente jazz. No en vano es en estas fechas cuando Louis Armstrong and his Hot Five comienza a dar forma a un nuevo tipo de música y, poco antes, nuevos y exóticos bailes ponen en riesgo la decencia. La pareja Castle ofrece su espectáculo por todo el país, por Europa, llevando los nuevos bailes a todo el mundo y popularizando descarados pasos que, no obstante, son pronto imitados por muchos jóvenes.

Toda la tradición de música norteamericana, sus marchas, sus himnos metodistas, sus espirituales o el doliente blues, no lograron alcanzar el éxito que el jazz alcanzó de manera fulminante desatando una locura acompañado por bailes como el trot fox o el charleston. De este modo, la música americana se preparaba para la gran explosión que llegó a través del nacimiento del rock and roll y su imposición en lo sucesivo, de modo que ni tan siquiera las  respuestas europeas llegaron a ser otra cosa que la adaptación del lenguaje musical americano.

Y esta mezcla de música, bailes, garitos clandestinos y un creciente consumo, sentaron la base de lo que hoy llamamos los locos años veinte, pero que también estuvieron repletos de las semillas de lo que habría de conocerse como el crack del 29, ese desplome de la Bolsa de Nueva York que terminaría por expandirse por todo el mundo con sus gravísimas consecuencias en cuanto a desempleo, hiperinflación, levantamiento de barreras proteccionistas o ruina total del comercio.

Y es precisamente en 1927 cuando los banqueros centrales de Estados Unidos, Inglaterra, Francia y Alemania acuerdan una leve bajada del tipo de interés en los Estados Unidos con el fin de frenar la continua salida de capitales de la Europa arruinada por la Gran Guerra y garantizar un equilibrio que permitiera mantener el comercio entre ambos lados del Atlántico y frenar la huida de capitales europeos. Sin embargo, esta medida terminará por desencadenar el crack bursátil apenas dos años después. La bajada de tipos permitirá a muchos norteamericanos invertir en Bolsa, aparentemente un negocio imbatible, incluso con el dinero que no tenían, endeudándose en la confianza de que sus inversiones se revalorizarían lo suficiente como para poder devolver el crédito y obtener un suculento beneficio. En suma, la típica espiral de cualquier burbuja financiera. Cuando diversos acontecimientos lleven a la bajada de la Bolsa, miles de pequeños accionistas, temerosos de perder sus inversiones, iniciarán una loca carrera para deshacerse de unos activos cuyo valor se desplomará.

Hay otras sombras agazapadas en el esplendor de estos años locos. Bryson señala con justicia que también se podría haber definido este tiempo como la era del odio. Tras la Gran Guerra, muchos soldados que volvían a querer ocupar sus antiguos puestos en las industrias que habían abandonado por el reclutamiento, vieron que ya no tenían dónde regresar. Una oleada de activismo político, huelgas y conflictos de todo tipo sacudieron el país. La represión y las revueltas causaron muertos y una espiral violenta que también formó parte de los felices veinte.

La Revolución Soviética había creado un precedente al que muchos se quisieron sumar en un intento por cambiar las estructuras de poder en el país. Pero no solo eran los comunistas quienes se organizaban. Como es sabido, la división entre las diferentes facciones revolucionarias fue una de las principales causas de su escaso éxito allá donde pretendieron ocupar el poder. En Estados Unidos los inmigrantes europeos trajeron el movimiento anarquista y su reguero de atentados y explosiones, las más de las veces sin demasiadas consecuencias. El caso más famoso es el de los anarquistas Sacco y Vanzetti que fueron acusados de uno de estos atentados y finalmente condenados a la silla eléctrica pese a innumerables protestas por todo el país y el extranjero. Las dudas que se sembraron sobre la justicia del procedimiento criminal que se siguió contra ellos, la endeblez de las pruebas y la personalidad de ambos acusados fueron aireados por muchos como prueba de su inocencia. Bryson señala que investigaciones recientes hacen pensar que ninguno de los dos fueron tan inocentes y ajenos al crimen por el que se les juzgó como pretendieron. Cierto o no, la fotografía que un reportero logró obtener del momento del ajusticiamiento de uno de ellos supuso todo un impacto para una sociedad que vivía entre el miedo y el terror.

Claro, que los anarquistas no eran los únicos que traían la muerte y el odio. El mayor asesinato colectivo fue cometido por un desdichado perturbado que, voló una escuela en Bath, Michigan, causando la muerte de cuarenta y ocho niños y más de cincuenta heridos. Un terrible precedente de los tiroteos en escuelas que cada poco tiempo se producen en los Estados Unidos.

Es también en esta década cuando el Ku Klux Klan logra su renacer y pasa a convertirse en una institución casi respetable, desde luego, totalmente imbricada en muchos aspectos de la vida sureña. En general, también se despliega un fuerte odio por los judíos, por los católicos, por el uso de lenguas foráneas, por cualquier cosa que pudiera desafiar esos valores nacionales que, por supuesto, se formaban precisamente del acopio y arribe de tantos de aquellos a los que ahora se perseguía. Pero la americana es una sociedad ávida de enemigos y de persecuciones. En los cincuenta fue el macartismo, luego los defensores de los derechos civiles, luego los terroristas, que parecían estar por todas partes, ...

Pero aquel verano también tuvo muchas cosas que le asemejan a nuestros años recientes. Las inundaciones eran tan frecuentes y destructivas como lo han sido recientemente o como lo son los tornados, una auténtica plaga que este año ha ocasionado numerosas desgracias en todo el interior de la Unión.

En 1927 le tocó el turno al Mississippi cuyo desastre fue gestionado por el impasible e inane Hoover, futuro Presidente de los Estados Unidos. Estas inundaciones dejaron honda huella en el folclore de las clases más desfavorecidas y así, son innumerables los blues que llevan en su título la palabra Highwater como testimonio de lo sucedido. La Gran inundación del Mississippi de 1927 es todavía el mayor acontecimiento de este tipo que se recuerda. Las consecuencias de esta inundación fueron cruciales para la futura historia del país ya que miles de trabajadores quedaron sin empleo, labradores sin tierras, jornaleros sin patronos, por lo que se vieron obligados a migrar hacia las grandes ciudades más al norte en lo que se conoce como la Gran Migración.

Desde luego, el fresco que Bryson nos ofrece de este verano de 1927 contiene numerosos elementos trascendentales aunque haya que remontarse en ocasiones a unos años antes o demorarse a unos años después para poder atisbar y calibrar su verdadera relevancia. Pero, ¿realmente este verano cambió el mundo? Y si fue así, ¿en qué sentido lo hizo? Bryson centra en esta fecha el cambio definitivo del peso de los Estados Unidos en la vida del globo. Hasta ese momento, todas las innovaciones, la cultura, los avances, todo parecía provenir de Europa. Es a partir de este momento cuando los Estados Unidos se imponen de manera definitiva y clara en todos los campos a sus antiguos colonizadores. Sea o no una propuesta histórica válida, lo cierto es que nos ha permitido un viaje en el tiempo fascinante y emotivo, ha devuelto a la vida a personajes largamente olvidados y lo ha hecho del modo que acostumbra, con una mezcla de ironía, de humor y de detallismo impagables.   






28 de enero de 2023

Océano África (Xavier Aldekoa)

 

 


Xavier Aldekoa es un periodista especializado en el África Negra. A través de sus artículos en La Vanguardia viene dando cuenta de la realidad olvidada de este continente, transmitiendo su pasión y amor por esta tierra sin esconder sus problemas y desafíos.

Como él mismo señala, para querer a África no basta soñarla, hay que caminar sus calles, reír con sus gentes. Y de esto sabe mucho Aldekoa, que lleva bastante tiempo viviendo en esos países que rara vez asoman por las portadas de los periódicos y, si lo hacen, es a su pesar. Y todo este conocimiento lo lleva volcado en diversos libros, el primero de ellos, este Océano África (Ed. Península) publicado en 2014.

Señalaba Ryszard Kapuściński que África no se puede concebir sino como un océano, una inmensidad que bajo una apariencia de uniformidad esconde una variedad de difícil definición. De esta idea toma Aldekoa el título para este libro y, como el océano, nos acerca en forma de veintiún olas, veintiún pequeñas viñetas que constituyen sus capítulos, algunos tendentes a la comedia, otros a la tragedia, pero todos ellos escritos desde el conocimiento y el profundo respeto y amor a lo descrito.

En otro momento, el autor escribe que África no existe, pero sí los africanos, y es sobre ellos, sobre los que escribe. Este libro está lleno de historias, de madres que llevan a sus espaldas a bebés, cargados como mochilas mientras se destrozan la espalda trabajando en el campo, de refugiados que huyen del exterminio o de pescadores que tratan de mantener su modo de vida en un delta asolado por las fugas de petróleo.

En todos los relatos, el protagonismo es de las personas, cada capítulo nos cuenta una o varias historias que dan cuenta, a pequeña escala, de una realidad más amplia pero que nos permite poner nombre y acercarnos a eso que los grandes titulares nos esconden, la dura y terrible realidad humana. Pero siempre queda hueco para la sonrisa, el baile y el juego, para la sorpresa y la esperanza.

En África poco es lo que parece. Podemos ver cómo el antiguo rito de la compra de una esposa a cambio de cabezas de ganado se mantiene en Sudáfrica, pero rascando más en la historia, conocemos que el novio ya convive con su novia, que ésta es una profesional moderna que poco tiene que envidiar a sus colegas occidentales, pero que ve en ese antiguo ritual una muestra del respeto a la tradición, la que le ha tocado vivir, la suya, como la nuestra pasa por tirar arroz o arrojar el ramo de flores a la próxima pareja en pasar por el altar. Así, el intercambio del rebaño no es sino una muestra de orgullo y tradición, igual que orgullo es el que siente el gobierno de Botswana por su avanzada política para controlar el VIH. Y, sin embargo, bajo las frías estadísticas, la prostitución, no reconocida en el país, expande el virus con virulencia llevándose por delante las vidas de las jóvenes abocadas a una muerte que no pueden esquivar, no existen a lo ojos de nadie.    

La hospitalidad es otro rasgo de esta tierra, pero cuando uno trata de estar a la altura, se encuentra con situaciones chocantes. Así, para agasajar a una familia conocida que le va a recibir en su aldea durante un tiempo, Xavier piensa en llevar un presente y, qué mejor que una cabra, este animal que tiembla cuando se acerca cualquier festividad o celebración. Y Xavier, en el camino a la aldea se encariña del bicho, se compadece de su suerte, le anima mientras está atado en un cercado a la espera de su última hora.

En este libro hay muchas carreteras, muchos medios de transporte que han de ser reparados de manera artesanal, inventiva, no hay opción de esperar la pieza de repuesto de la casa central. Y esos caminos son duros y arduos, los accidentes frecuentes, los atascos infernales. Y, como siempre pasa en África, se asegura que todo está al lado, a un paseo, que todo está a punto de solucionarse, que llegaremos pronto al destino, y es que al hombre blanco y sus esquemas de puntualidad y precisión le mata esa indeterminación conocida, esa incertidumbre que hace que se apure cada minuto ante lo que esté por venir.

 

 



Y en ese paisaje africano se asombra uno de la profusión de teléfonos móviles, de camisetas de equipos de fútbol españoles, auténtico pasaporte de presentación para el periodista. Así, no es difícil comprender que quienes están a un click de todas las maravillas que venden los países avanzados a través de redes sociales, videos y demás pongan en juego sus vidas en un viaje por ese océano desconocido.  

Aldekoa no ahorra los momentos crueles, el alcoholismo que asola muchas zonas, la violencia tribal que se remonta a siglos anteriores al colonialismo pero que éste no ayudó a resolver con sus fronteras a base de regla y cartabón. Unos conflictos en los que también tiene su peso la religión, los atentados yihadistas y las venganzas ancestrales posibilitadas por una profusión de armas digna del Lejano Oeste. El pesar del autor es notable ya que, incluso buenas noticias, como la independencia de Sudán del Sur, apenas conocida y publicitada en Occidente, tiene ante sí desafíos tan grandes que pueden arrastrar al nuevo país a más conflictos que los que acaba de superar. Y, en todo caso, se cumple ese triste adagio que nos regala Xavier, el miedo es el primero en dar la bienvenida a la guerra y el último en marcharse cuando ha terminado. En suma, paciencia y apoyo, dos cosas que no sobran en África.

Sin embargo, algunas de las semillas de estos conflictos se encuentran en la Guerra Fría, que convirtió a muchos países en el escenario secundario de un conflicto que, por la disuasión nuclear no podía ser jugado a lo grande. Como muy bien expresa el autor, cuando dos elefantes luchan, la hierba es la que sufre y al pueblo de Somalia le tocó ser hierba. Así llegaron las hambrunas, las guerrillas, los refugiados y sus huidas y hacinamiento en campos que se convierten en el medio de vida para gran parte de la población sin la menor esperanza de cambio. Naciones enteras viven, en gran parte, de los recursos de la ayuda internacional, que mantiene sus precarios sistemas sanitarios, dependencia sin la que no podrían pasarse.

Las guerras en Chad y en la República Centroafricana son sumideros de dolor. En ellas, la presencia de los cooperantes internacionales desbordados por la situación refleja en sus ojos el naufragio de sus altos ideales en pos de una búsqueda constante de la eficacia, donde hay que decidir en segundos si dejar morir a un pequeño puede ayudar a salvar la vida de otros.  

Y también hay otras amenazas, tal vez impensables para quienes viven rodeados de Naturaleza, de vida salvaje, de una tierra en la que las carreteras se abren en canal ante el crecimiento de árboles y pastos si no se cuidan con diligencia o si no se transitan de manera masiva. Porque el cambio climático también afecta a África, el deterioro del entorno ha llevado a zonas completas al borde de la desertificación, pero también, en zonas de Nigeria, los estragos de la industria petrolera han arruinado zonas enteras del país, comprometiendo su modo de vida y forzando a la emigración involuntaria. Y así en otros tantos países.

Otro aspecto que no ha pasado por alto el autor es la presencia creciente de China en el continente. Abandonados de alguna manera por Estados Unidos y Europa, los chinos, bien de manera organizada y a través de su gobierno, bien a través de inmigración particular, están cambiando la geopolítica de África, inclinándose hacia el lado del que más ventajas puede ofrecerles y, visto lo visto, nada se les puede reprochar.  

Entre todo este dolor, entremezclado de drama y comedia, de alegría desbordante por vivir, y un desprecio absoluto por la vida ajena que muestran gobiernos y salvajes, Aldekoa encuentra el modo de hacernos un retrato, a ratos duro, a ratos tierno, que ha de leerse a pequeños ratos, para dejar que sus palabras encuentren el hueco para asumirlas y abrazarlas. Porque como dice de una manera tan hermosa como veraz, viajo a África para contar que allí viven niños con pies descalzos cubiertos con bolsas de plástico. Y después de esto, nada más puede ser dicho.



 

17 de enero de 2023

La torre elevada: Al-Qaeda y los orígenes del 11-S (Lawrence Wright)


 

Los atentados del 11 de septiembre dieron a conocer a Osama Bin Laden y a su organización, Al-Qaeda, a nivel mundial. No obstante, sus actividades se pueden remontar a años atrás, y quienes seguían de cerca la actualidad internacional, podían conocer sus implicaciones en atentados como los de la Embajada de Estados Unidos en Nairobi o la voladura del destructor Cole en el puerto yemení de Adén.

Pero realmente, los fundamentos del grupo terrorista pueden rastrearse aún más atrás, entremezclados con diversas corrientes ideológicas que nacieron tras la Segunda Guerra Mundial y en las que se funden la reivindicación religiosa, la lucha entre los bloques capitalista y comunista, el enquistamiento del conflicto árabe-israelí, el enriquecimiento de muchos países del Golfo Pérsico por el descubrimiento de enormes yacimientos petrolíferos y el dudoso papel de muchas de las dictaduras que regían los destinos de los países árabes.

La torre elevada- Al-Qaeda y los orígenes del 11-S, de Lawrence Wright (Ed. Debolsillo) trata de rastrear estos complejos orígenes, siguiendo de alguna manera, la misma pista que los primeros investigadores americanos rastrearon cuando se encontraron con el nombre de Osama Bin Laden como una muy remota e improbable amenaza a los Estados Unidos.

Y aquí tal vez esté el punto fuerte del libro como relato de investigación, compartiendo los denodados esfuerzos de estos investigadores que no lograron alertar a sus responsables políticos ante la magnitud de lo que habría de venir logrando así imprimir un ritmo thriller en algunas partes del relato.

Pero también esta perspectiva es el punto débil del libro, la limitación a la perspectiva americana, obviando las conexiones de Al-Qaeda con Europa, los movimientos de reclutamiento entre inmigrantes y, por encima de todo, obviando que los ataques islamistas, pese a la espectacularidad de los llevados a cabo en las Torres Gemelas, Madrid o Londres, no son más que la punta del iceberg de un terrorismo que se vuelve fundamentalmente contra sus propios vecinos, contra practicantes del Islam con los que no se comparte alguna idea, con ramas escindidas y vueltas a escindir.

Pero, una vez asumida la propuesta del autor, y quedando uno libre de continuar leyendo en otras fuentes, el relato capta la atención y dibuja con claridad un proceso que se remonta, simbólicamente, al viaje de Sayyid Qutb a los Estados Unidos en 1948. En este viaje, Qutb tuvo ocasión de optar por la vida occidentalizada, a modo de los asimilados judíos, o por reivindicar la superioridad, no tanto de su religión, sino de su cultura entera, de una larga tradición que se enfrentaba a la frivolidad capitalista, a su ensueño de libertad y de individualismo, a su falta de fe, contradictoria con la gran religiosidad de los Estados Unidos.

En muchas ocasiones nos preguntamos por las razones del odio musulmán a los americanos. Lo cierto es que, hasta la Segunda Guerra Mundial, gozaban de gran simpatía. Su postura anticolonialista era bien vista por los países que vivían bajo la tutela o el dominio de Francia o Reino Unido. Las ideas de libertad y autodeterminación, de independencia, parecían casar bien con las necesidades de estos pueblos. Pero el conflicto con Israel y el alineamiento de los Estados Unidos a favor de estos, supuso una importante decepción. Lo mismo ocurrió con el progresivo abandono de esa idea de autonomía y libertad en un escenario en el que los americanos, ya inmersos en la Guerra Fría, preferían dictaduras brutales a gobiernos echados en manos del comunismo.

La visión de Estados Unidos, espejo de todo Occidente, como un país impío, enemigo del alma y el espíritu, de los buenos musulmanes, consolidó la oposición de gran parte de la población.

Pero, por otro lado, el materialismo comunista tampoco parecía un buen asidero para quienes querían una opción política compatible con sus creencias. Fue la invasión de Afganistán por la URSS lo que definitivamente constituyó el punto de no retorno en el rechazo a la ideología comunista.

Y la guerra de Afganistán también supuso el primer intento de islamistas radicales, árabes y egipcios fundamentalmente, de tomar conciencia de la posibilidad de enfrentarse militarmente a un enemigo muy superior pero que demostraba tener pies de barro. Tal vez su error fue creer que la debilidad de la Unión Soviética se debía a razones morales o a su irreligiosidad, más que a las fallas estructurales de su régimen que este conflicto aceleraría provocando su desplome. Y tal vez creyeron que así también podrían acabar con Estados Unidos, con pocos medios y mucha determinación y fe.

Y aquí aparece Osama Bin Laden del que se hace un completo retrato familiar, de cómo su padre logró levantar un imperio industrial gracias a las obras públicas en las que se embarcó la monarquía saudí a fin de modernizar el país y dar salida a sus ingentes ingresos por el boom petrolífero.  

 

Y este Osama, criado como rico heredero pero que, poco a poco, va girando su vida hacia una profunda religiosidad, y un ansia de hacer viables las visiones más extremas del Islam. Así, por ejemplo, frente al rechazo de la sociedad de su tiempo de la poligamia, se comprometió a ser vivo ejemplo de que lo que no funcionaba en esa práctica, lo que la hacía reprobable a los ojos de los musulmanes, eran los abusos, el servir como disfraz de la más disoluta moral, la práctica de casarse con una joven doncella para repudiarla tras la consumación y así sucesivamente. Él pretendió demostrar que se podía ser polígamo y respetuoso con las mujeres, generoso con los hijos, ejemplo de lo que se predicaba en el Corán. Y poco a poco fue convirtiéndose en un asceta, un visionario de una vida lo más próxima a la del Profeta y sus ritos domésticos. Que el cumplimiento estricto de la sharía no era incompatible con la vida fuera del nomadismo por el desierto, que era un proyecto viable y redentor frente a las propuestas inmorales de los infieles.   

La guerra de Afganistán le tocó profundamente y visitó en varias ocasiones la ciudad fronteriza pakistaní de Peshawar en la que se mezclaban núcleos de islamistas, de propagandistas radicales, de traficantes de armas y refugiados afganos. Y en ese ambiente enfebrecido terminó por convencerse de que los musulmanes debían tomar en sus manos la defensa de sus territorios y su fe. Dió el paso y cruzó la frontera organizando y financiando un pequeño grupo de combatientes, de dudosa eficacia, de escaso número y, sin duda, totalmente irrelevante dentro del curso de la guerra. Sin embargo, diversos episodios le dieron fama y reconocimiento entre los extremistas árabes y le hicieron creer que era posible una victoria contra todos los enemigos del Islam por el mismo medio, por el conflicto, por el desencadenamiento de las contradicciones internas del capitalismo, por una fidelidad absoluta a las leyes del Islam.

Y así va surgiendo el grupo que forma Al-qaeda, la base, traducción del término, el fundamento que sirve como piedra inamovible que servirá para golpear a todos los enemigos del Islam.

Allí se forja la amistad y colaboración entre Bin Laden y Ayman Al Zawahiri, el oftalmólogo de clase alta que se radicalizó desde joven y que conspiró en Egipto contra Saddat. Entre ambos dieron forma a la idea de una yihad contra Occidente, una guerra en la que se podía matar a musulmanes que no compartieran su causa, pero también a inocentes como niños y mujeres, víctimas colaterales de sus crueles atentados, retorciendo a su gusto las normas del Corán, reinterpretando hechos de la vida del Profeta, haciendo, en suma, de su capa un sayo para lograr sus fines y expandir su régimen de violencia más allá de sus estrictos fines.

 

 

 

Y así hasta el momento culmen de la historia de Al-qaeda, los célebres atentados contra las Torres Gemelas, que ya habían sido previamente objeto de otro atentado en 1993 de graves consecuencias pero que apenas quedó como un mero ensayo a la vista de lo que estaba por venir.

Zawahiri fue un mentor, un gran apoyo para Osama Bin Laden y, en coherencia con esta importante posición, ocupó la dirección de Al-qaeda tras la muerte de Bin Laden, para dirigir un lento declive ante nuevas formas de terrorismo como el Daesh, hijos de las obras de Al-qaeda, inspirados por ellos, alumnos aventajados en la crueldad y fundamentalismo.

Aquí es hora de pasar a otros de los protagonistas de esta historia, la de los investigadores americanos que, tras el fin de la Guerra fría, estaban totalmente incapacitados para el conocimiento del mundo árabe. No dominaban el idioma, ni tenían un sistema de infliltrados suficientemente robusto como para anticipar acciones terroristas, ni estaban concienciados del peligro real que se les avecinaba.

Los conflictos y trabas entre las diversas agencias nacionales de seguridad se ponen de manifiesto con una vergonzante evidencia, en una lucha en la que la información formaba parte de un juego por la lucha presupuestaria, por los conflictos jurisdiccionales, por el prestigio individual de los mandos de estas agencias.

No podemos pasar por alto la figura de John P. O'Neill, agente del FBI que investigó los atentados de 1993 contra las Torres Gemelas y que logró encausar a sus responsables. También participó en la investigación del atentado contra el destructor Cole en Yemen demostrando un profundo conocimiento de las tramas internas de los movimientos fundamentalistas. Parecía tener una prometedora carrera dentro del FBI. Sin embargo, diversas campañas de desprestigio le llevaron a tomar la decisión de abandonar la agencia y aceptar el empleo de responsable de la seguridad de las Torres Gemelas, menos de veinte días antes del atentado de 2001 en el que perdería la vida.

Como ya se ha dicho, no es un libro sobre el 11-S, no aborda los detalles de la operación, ni da cuenta de los horrores sufridos en los edificios, en los aviones, en la sede del Pentágono. Antes bien, su principal mérito es el de explicar el proceso completo de creación de una ideología que, bajo el nombre de Al-Qaeda o el que toque, ha supuesto innumerables cambios en el modo en que Occidente se siente, en el que piensa sobre sus libertades o en la manera en que se relaciona con otros mundos ajenos a su tradición. Solo por esto, merece la pena su lectura.