2 de noviembre de 2023

Todo en su sitio (Oliver Sacks)

 



Todo en su sitio (Anagrama 2020) es el título que recopila los últimos artículos escritos por Oliver Sacks, muchos de ellos inéditos, dos incluso en los que anticipa una muerte que le llegaría a las pocas semanas, en 2015.

El hecho de tratarse de una miscelánea de artículos y ensayos sobre las más variopintas cuestiones, refleja tanto o mejor que cualquiera de sus otros libros la profundidad de la mirada de este científico que combinó y supo compartir su amor por los helechos y la geología, por la tabla periódica y el tungsteno, por la literatura, la música y el arte en general, sin dejar a un lado su vocación médica, y su respeto por la dignidad humana de sus pacientes y de cuantos pasamos por este planeta.

Los amantes de sus descripciones de casos clínicos encontrarán aquí un buen muestrario de dolencias y padecimientos sorprendentes al estilo de los aparecidos en obras como El hombre que confundió a su mujer con un sombrero o Un antropólogo en Marte. Historias en las que nos encontramos con personas, como un conocido cómico aquejado por dolencias derivadas de extrañas afecciones mentales que le impulsa a una constante amenaza de suicidio manteniendo a sus familiares en una ansiedad constante. Tenemos también la historia de un amable y atento marido que, sometido a unas intervenciones clínicas y a una fortísima medicación, se torna en un obseso sexual que termina por ser detenido, juzgado y condenado por descargar pornografía infantil en un frenesí insaciable  que interiormente le carcomía pero al que no era capaz de poner fin. El tiempo pasado en prisión y la nueva medicación le permiten volver a su hogar en paz consigo mismo y su esposa y familiares.    

Todo en su sitio también tiene artículos sobre el aparatoso síndrome de Tourette y la historia de cómo Sacks recorre las calles de Amsterdam acompañado de un espasmódico amigo ante el asombro de los transeúntes y cómo, tras la entrevista en torno a este síntoma que se le hace esa misma tarde en la televisión holandesa. Al día siguiente vuelve a repetir el paseo y cree percibir que el conocimiento de la patología trae mayor comprensión de los circunstanciales peatones que les observan.

Sacks también desarrolla su ya conocida idea de que nuestro concepto de normalidad neurológica tal vez debiera ser matizado, sin que implique necesariamente menoscabo en otros modos de ser o de estar en el mundo. Afirma que, a diferencia de lo que ocurre con otros sistemas mecánicos como el cardíaco o el motor, nuestro cerebro es un órgano nunca finalizado, nunca agotado, siempre en necesidad de interpretar un entorno, de reconstruir lo que ve y ansioso por asimilarlo, sea en personas afectadas por a utismo, Parkinson o demencia. Se resiste, por tanto, a dar por finalizada la existencia psíquica íntegra de una persona en tanto su cerebro se esfuerce por reconstruir el informe mundo sensorial y afectivo que le rodea.

También se plantea lo correcto de emplear el término de trastorno bipolar para quienes viven entre la depresión y la euforia, ya que considera más certera la antigua denominación de síndrome maníaco depresivo. Cree que todos caminamos envueltos en sombra sobre una cuerda, un filo por el que fácilmente podemos caer a un lado u otro pero en el que los extremos se tocan porque tan anormal es un polo como el otro y porque otras tantas dolencias presentan los mismos intervalos diametralmente opuestos en el espíritu.

Sacks no oculta su admiración por la descripción de casos clínicos, materia prima de toda su obra, y comparte su entusiasmo por obras importantes en la materia como el relato novelado del trastorno que padece Frigyes Karinthy y que describió magistralmente en Viaje alrededor de mi cráneo, o en el libro Hacia el amanecer de Michael Greenberg en el que describe magistralmente precisamente ese síndrome maníaco depresivo de su hija Sally.

Su pensamiento se muestra en ocasiones como contraintuitivo. Así, con motivo de la lectura de un libro en el que se recogen infinidad de fotografías de antiguas grandes instituciones de asilo y acogimiento para enfermos mentales, reflexiona sobre los mismos. Explica cómo estas instituciones comenzaron a cerrarse y a perder financiación cuando, a comienzos de los años cincuenta, la nueva medicina, con un inagotable caudal de drogas, prometió aliviar síntomas, curar los casos más simples y, por tanto, hacer innecesarios estos centros. Más aún, señala con sorna cómo evolucionaron de modo que pasaron de ser pequeñas instituciones en las que los enfermos colaboraban en actividades como la cocina, el huerto y la limpieza, a ser aparcaderos de enfermos sentados todo el día delante de televisores, sin nada que hacer, sin un motivo para levantarse y sentirse útiles, todo ello bajo la equívoca razón de protegerles de la explotación laboral.  

Paradigmáticos son también otros dos casos que nos cuenta. El primero de ellos, el del jefe del hospital en el que trabajaba Sacks, y que fue ingresado por su deterioro cognitivo en la misma institución que en su día dirigió, en el convencimiento de que un entorno conocido ralentizaría el proceso de deterioro. Y así fue hasta que, accidentalmente, tuvo acceso a su propio informe y conoció su diagnóstico, transtornándole de manera definitiva. Por contra, en otro caso, el antiguo vigilante de un colegio, pasó a ser el encargado por parte del personal médico de revisar puertas y ventanas cada noche, haciéndole creer que seguía desempeñando sus habituales funciones, logrando su relativa estabilidad y sosiego. Sacks se pregunta qué postura es la mejor, qué solución es la más humana y, sobre todo, nos cuestiona sobre el modo de ser y estar en este mundo y los límites de lo que creemos verdad y mentira.

Pero, sin duda, los artículos más emotivos son los que toman otros derroteros. Así, el volumen comienza con Bebés de agua, la evocación poética de la pasión por la natación que no abandonó a Sacks desde su primera semana de vida hasta sus últimos días, igual que le sucedió a su padre de quien heredó este goce. Sacks nos describe  el fluir en el agua como una fuente regeneradora, una oportunidad para la reflexión serena y para el propio autoconocimiento físico y psíquico. Pero seguimos con otros artículos en los que reflexiona sobre la importancia de los museos en su vida, tanto los que visitaba de niño junto a sus padres, afamados científicos, como los que había en Oxford. Nos cuenta cómo se enamoraba de las piedras, de los escritos de naturalistas y geólogos o cómo los vigilantes de los centros le permitían acceder a las salas de restauración y clasificación y cómo ese conocimiento, lejos de mostrarse petrificado y muerto, supuso un espoleante empuje para su curiosidad científica.

Lo mismo ocurre con su pasión por las bibliotecas, nuevamente comenzando por la de su hogar familiar, en la que tenía un estante reservado a ras de suelo para las obras clásicas de infancia, como Dickens, Scott o Verne, pero que pronto quedaron desplazadas por poesía o teatro, novelas modernas y, sobre todo, textos científicos que devoraba cual fagocitador de celulosa. No es extraño, por tanto, escuchar en otro de sus artículos un lamento por esas bibliotecas públicas en las que ya apenas quedan los viejos volúmenes con la disculpa de que todo está al alcance de un clic y en las que uno puede pasearse como si cruzara un cascarón vacío y sin vida, vacío de lectores, abandonado de libros.

También queda espacio para la reflexión sobre su salto de la Gran Bretaña de finales de los años cincuenta, aún apegada al clasismo más anclado en el pasado y en el que el acento delataba toda una genealogía. De ahí su amor por América y aquella sensación de libertad que experimentó en su viaje iniciático por aquel país en el que decidió establecerse. En aquellos días pudo gozar por primera vez y sin culpa de sus inclinaciones sexuales, de su infinita curiosidad, pudo conocer a gentes a las que no debía explicar dónde o con quién había estudiado, un lugar en el que las conversaciones podían fluir sobre cualquier tema sin mayores temores de ofender o pretender haber sido ofendido, donde el paisaje parecía ofrecer la misma libertad que él estaba experimentando.

Pero los intereses de Sacks son amplios, y sus artículos dan buena prueba de ello. Nos relata el seguimiento de la disputa sobre si los elefantes corren o andan deprisa y la relación que este asunto guarda con la antigua polémica sobre si los caballos, al galopar, quedaban suspendidos en el aire o si siempre tenían alguna extremidad posada en la tierra. También nos cuenta su momento de mayor intimidad en un zoológico al pegarse a la cristalera y ser mirado fijamente por una hembra orangután que daba de mamar a su cría, sentimiento que seguramente cualquiera que haya estado cerca de estos simios puede corroborar.

Pero quizá sea en el mundo vegetal en el que Sacks se desenvuelve con mayor placer. No solo pertenece a una sociedad de amantes del helecho, interesados por la vida y misterios de esta planta antiquísima, sino que participa en los paseos de esta sociedad por nueva York a la caza y captura de esta especie donde quiera que se halle y en el entorno más hostil que pueda conocerse. También nos habla con delectación de los jardines botánicos, instituciones que siempre trata de visitar en sus viajes para tener una muestra del propio respeto e interés que cada nación siente por su entorno y cómo lo escenifica.

 

 


Pero este extraño a la vez que entrañable científico, es a la vez un gran amante de la vida. Así, nos cuenta en otro artículo su pasión por el arenque, un pez que forma parte de una larga tradición para los judíos, y que fue el mejor plato que su padre pudo probar mientras vivió en Lituania, antes de emigrar a Inglaterra. Y Sacks recuerda cómo comió arenques desde niño, así que no es extraño verle recorrer Nueva York para acudir a una especie de convención en un hotel para todos los amantes del arenque, una peculiarisima cofradía que se reúne una vez al año con motivo de la llegada de los primeros arenques procedentes de Europa para darse un festín.

Y, como hombre de ciencia, tampoco evita los temas más espinosos o controvertidos que tal vez incomoden a otros colegas, como la posibilidad de que exista vida inteligente más allá de la Tierra. Nos habla de las diferentes teorías sobre la casi milagrosa aparición de la vida en nuestro planeta, lo que pone de manifiesto lo extraordinario e irrepetible del fenómeno, pero también pone en valor las teorías opuestas, que señalan cómo, en idénticas circunstancias, las posibilidades de vida son enormes. Incluso explica la teoría de algunos científicos del siglo XIX, ahora recuperada y dotada de mayor rigor por nuevas investigaciones, de que la vida pudo llegar desde otros planetas dentro de asteroides y meteoritos lo bastante grandes como para que en su interior pudieran preservarse restos de vida, como semillas, igual que hoy en día se han descubierto formas de vida en entornos en los que se creía que ésta era totalmente inviables como en las fumarola bajo el océano.

Y sea como fuere, dejando ya casi todo en su sitio, como acertadamente sugiere el título de esta recopilación, Sacks va cerrando la puerta y comenzando la despedida. Nos habla de su placer infantil por comer una preparación de pescado típica de la noche de Sabbath que le retrotrae a su infancia en Inglaterra, y cuya sustancia gelatinosa le permite el aporte de la cantidad de proteínas que precisa en su deteriorado estado, cuando ya apenas puede masticar, y también nos hace partícipes de su preocupación por el nuevo curso que nuestra vida toma en estos tiempos, poseídos por la tecnología, alejados del contacto real y físico, de los libros y museos que tanto amó, poniendo en peligro las especies de animales y plantas que le maravillaron durante toda su existencia. La vida sigue, pero tal vez ya no la conoceremos porque ya nada terminará por ser lo que fue. Y se adivina, casi, un alivio en estas últimas palabras de este genio.

El último artículo del libro hace referencia a un pequeño relato de E.M. Foster de 1909, La máquina se detiene, en el que nos habla de un futuro aterrador en el que las personas viven en una especie de celdas apanaladas, bajo la tierra, sin contacto con el aire exterior, sometidos a lo que hoy podríamos llamar una inteligencia artificial que ha tomado el control de sus vidas. Unas vidas, por otro lado, llenas de cuanto uno puede desear, conectados con amigos a través de Zoom, Meet o Skype, en la medida en que Foster pudo anticipar inventos de esa clase. En las que unos mandos permiten escuchar música en streaming, controlar las luces del habitáculo, conectarse al mundo social exterior pero sin necesidad de ese contacto físico que tan desagradable resulta a estos personajes.

Un futuro en el que pocos podrían creer allá por los comienzos del siglo XX pero que ahora, en los días del chat GPT se me antoja escalofriantemente factible. Y, sin embargo, la máquina se detiene, como atestigua el título, y tal vez sea solo porque hay quienes prefieren una vida más complicada, sujeta a riesgos, pero vida al fin.

Tampoco quiero dejar de compartir el último artículo de Sacks, no recogido en este libro pero disponible en este enlace. En él, conocedor de su inminente muerte, traza un bosquejo de su vida, de sus logros y, lo más importante, de lo que aún le queda por hacer en esos días o semanas restantes. Una lección que nos deja tras haberla aprendido de David Hume. Igualmente, comparto este otro artículo, de poco antes, con motivo de su ochenta cumpleaños, otro ejemplo de su carácter y sabiduría.

Todo en su sitio tiene un tono triste, sin duda, el que le da el lector que ya conoce el desenlace. Sin duda, la vida de Sacks no fue fácil pero supo encararla siempre de una manera afable y positiva. Su secreto tal vez se expresa en el título de dos de sus libros, Gratitud y En movimiento. Dos máximas a la altura de cualquiera otras.

 

 

 

 

17 de octubre de 2023

Madrid (Andrés Trapiello)


 

Andrés Trapiello y su hermano fueron expulsados de la casa familiar con apenas 18 años por diferencias de todo tipo con su padre. Y el lugar de destino elegido fue Madrid. Sin duda, el contraste entre la pecata vida provinciana de la que provenía y el efervescente momento en que llegó a la capital le impactó de gran manera.

Con un breve interruptus en Valladolid, el principal domicilio de Trapiello ha sido la capital y, en todo este tiempo, ha desarrollado un amor sincero por la misma, en especial, por sus gentes. Este libro (Madrid, Ed. Destino) nace de ese amor y de la afición de Trapiello por recopilar datos, objetos, recuerdos, experiencias y amalgamarlas en textos, no necesariamente analíticos ni ordenados, sino que, como surge la vida, crece de la mezcla y la aplicación de derrumbes.

Este libro se construye, por tanto, desde la propia experiencia del autor. Con sus ojos, sus gustos y manías. Porque no de otra manera se puede uno aproximar a una ciudad en la que vive. La perspectiva siempre debe ser personal e íntima, reflejar cómo se ha vivido en ella, lo que se admira y lo que se detesta, lo que la hace acogedora o lo que expulsa a quien en ella mora.

Por ello, Madrid se asemeja más a una suerte de pequeña autobiografía del autor y de la ciudad, de la combinación de ambas vidas, del modo en que ésta moldea a aquélla. Por eso, uno encuentra en este libro pasajes sobre la historia de Madrid, desde su mítica fundación, que algunos pretenden anterior a la invención del euskera, otra legitimidad mítica, o la del oscuro significado de su nombre. Pasamos por su conquista árabe, su reconquista cristiana, su pasado precortesano y su encumbramiento en tiempos de Felipe II, que desoyó las voces de quienes le aconsejaban que si quería conservar los territorios allende los mares, la capitalidad debía pasar a Lisboa, si quería conservar los reinos hispanos, a Sevilla y que si lo que pretendía era perderlo todo, en Madrid debía quedar la Corte.

Pero esta historia de la Villa es entrecortada, no surge de un plan predefinido sino que asalta al lector a gusto del autor, cuando le apetece, cuando le conviene, cuando pasea sin prisa por la calle Atocha y visita la Iglesia de San Sebastián, a sus ojos una de las más hermosas de Madrid, o cuando gira a la derecha para llegar al barrio de las Musas, hoy de las Letras, con su masificación y hostelería abarrotada, con unas calles estrechas llenas de madrileños, de no madrileños, como posiblemente lo estuvieran en sus tiempos de esplendor en el Siglo de Oro.

 

Y, en ocasiones, el pasear de Trapiello, se torna errático, como lo ha de ser cualquier buen paseo, y nos ofrece viñetas de la vida de escritores que hicieron de Madrid lo que hoy conocemos, de Baroja, de Sánchez Mazas o de Ruano, de Umbral o Cela, pero, por encima de todos ellos, de Galdós, autor a quien considera el verdadero creador de lo que hoy entendemos por ese Madrid histórico, el único Madrid literario que cree conservado en gran parte, a pesar de la hormigonera y la piqueta.

En este discurrir, cambiamos de las terrazas de Serrano en los años setenta, a Aluche y su largo viaje en metro por la Casa de Campo, o a la frenética vida nocturna en clubes de alterne en los que durante una breve temporada acompañó a un antiguo campeón de boxeo en sus esfuerzos por vender libros y enciclopedias ilustradas a tan variopinta clientela.

Pero es el centro, su residencia actual desde hace tiempo, el eje por el que discurre lo principal de su narrar. Vemos cómo la droga pervierte y vacía manzanas completas, cómo la noche se convierte en un momento peligroso para el inocente acto de sacar la basura del portal, y cómo, ironías del destino, las casas al borde del derrumbe, se remozan por completo, guardando tan solo la fachada histórica para convertirse en inaccesibles pisos de lujo, en un barrio reconvertido a escaparate, con tiendas de antigüedades, hornos especializados en pan de espelta o cafés en lo que lo único que importa es que te vean.

Pero que te vean siempre ha sido una de las prioridades de esta ciudad. El Paseo del Prado no era sino el lugar de comunión entre las clases altas y las más bajas, donde se paseaban los carruajes con las enseñas nobiliarias. También para ese fin estaban los mentideros, los teatros, las iglesias incluso, muchas de ellas hoy derribadas en el afán de ensanchar calles, crear plazas, airear una ciudad que se resistía amotinada a cualquier intento de reforma, como bien descubriría Esquilache.  

 

Pero lo que podemos lamentar como desastre del pasado, la destrucción de obras que hoy sólo podemos evocar en pinturas, no le va a la zaga con los despropósitos que hoy señala Trapiello en nuestra arquitectura moderna. Edificios como el "enchufe" de Colón o las Torres Inclinadas, incluso la Catedral de la Almudena, no parecen gozar del aprecio del autor, ni tan siquiera de la mayoría de los madrileños. Pero, como lo expresa en numerosas ocasiones, todo termina por convertirse en hermoso, solo es necesario el tránsito del tiempo. Así, nos pone de ejemplo la casa de vecinos en la esquina de la plaza de la Villa, residencia del añorado Marías, edificio decimonónico que, en su día, debió parecer a los madrileños una afrenta de modernidad ante construcciones tan vetustas como la Torre de los Lujanes o la Casa Consistorial, pero que, a nuestros ojos, encaja perfectamente en esa ficción que llamamos el Madrid de los Austrias.

Pero para Trapiello, hay algo que parece no haber mejorado con el tiempo, el Rastro. Ese inmenso mercadillo al que ha dedicado un libro completo, y que ha sido su particular refugio cada mañana de domingo, de casi todos los domingos de su vida madrileña y que, poco a poco, ha dejado de convertirse en el lugar en el que comprar fotografías (muchas de las cuales comparte con el lector en el impresionante apartado gráfico del libro) u obras dedicadas por los propios autores a conocidos, a otros escritores, y que atesora en su biblioteca como los auténticos tesoros que son.

Y, aún así, la llegada masiva de mirones, turistas, meros paseantes que, sin criterio, compran lo que se les muestra, con poco nivel de exigencia, sin criterio, han puesto en juego gran parte del tráfico mercantil del Rastro, para convertirlo, nuevamente, en un escaparate, el sitio al que hay que ir para poder decir que la silla en la que se sienta una visita se compró en el Rastro, ante la incomodidad del aludido, que se remueve pensando en las posaderas dudosas que habrán compartido asiento con las suyas. También es de creer que pocos conocerán el sangrante origen del término con el que nos referimos a este gran mercadillo.  

En estas páginas tienen cabida los barrios de las afueras y los más castizos, los parques más conocidos, como el Retiro, y los más recónditos, como el Jardín de Anglona. También toman gran protagonismo los museos, comenzando por el Prado y su hermano moderno, el Reina Sofía, no muy apreciado por Trapiello, el Museo de Bellas Artes, antiguo palacio de Goyeneche, el creador del Nuevo Baztán y valido de Carlos II, aunque, por encima de todos ellos, el Museo Romántico, en el corazón de Malasaña, un contenedor de todo cuanto fue ese siglo XIX tan amado por Trapiello y en cuyas estancias ha pasado muchísimas horas, como visitante y estudioso.

 

 

Pero no es este libro una colección de cultas referencias. También aquí se recogen figuras importantes para otros públicos como Marisol o Ava Gadner, Chicote o toda la farándula de la movida madrileña. También se da buena cuenta del cambio de la ciudad desde los años setenta, comida por la mugre, con un grave problema de salubridad y drogas, y los esfuerzos para adecentarla, remozar sus fachadas, reacondicionar las viviendas sin derribarlas, y el costo que, en todo caso, tiene este cambio, la pérdida de carácter, la multiplicación de franquicias, el cierre de comercios para los vecinos, la gentrificación, espantoso término que, por supuesto, uno ve sobrevolar por estas páginas aunque el pudoroso Trapiello no ose emplearlo.

El libro presenta interesantes apéndices, como el de expresiones típicas madrieñas, que en su mayoría, uno consideraría propias de un tiempo pasado no necesariamente de aquí, o de tipos madrileños, como el chulo, el barquillero y los serenos, figura que uno nunca ha terminado de entender, aunque he compartido trabajo con el hijo del último sereno de la Villa, o así lo afirmaba con orgullo.

Con no poca sorna, concluye su obra con un listado de conocidos madrileños, no nacidos en Madrid en su mayoría, pero aquí acogidos y con los que se relaciona de un modo u otro, sin orden ni concierto, con desorden en el criterio de la relación, a veces por orden alfabético del nombre, otras del apellido, otras por mero orden de caída. Como todo el libro, un placer en que perderse, una oportunidad para leer y releer, para saltar lo que no nos interesa en un momento dado, para regodearnos con imágenes y reflexiones repetidas en diversas partes del libro, no siempre siquiera con las mismas palabras, ni con las mismas intenciones.

Porque así es este libro, fiel homenaje a una ciudad que crece como él, de manera orgánica y viva, sin demasiado orden, sin demasiada intención, como lo hacen las ciudades gobernadas más por sus ciudadanos, por sus paseantes y usuarios que por sus líderes, que nunca son tales, aunque lo crean, pagados de sí mismos.

Como es de esperar de un libro de estas características escrito por un literato, cuando uno concluye su lectura desea devolver el libro a la estantería y salir a la calle, a pasear, a revivir lo leído, pero también a leer esas obras citadas y que, tal vez por parecernos demasiado decimonónicas, uno no considera entre sus más inmediatas lecturas. Pero arde el deseo de comprobar si el Madrid actual sigue siendo en gran medida el de Fortunata y Jacinta, donde tal vez solo haya que cambiar los barrios por los que transcurre la trama principal para poder revivir en nuestros días esas historias.

También, ahora que releo estas breves reflexiones sobre un libro tan extenso, mezcla de historia y bitácora, de recuerdos e invitaciones, tengo la sensación de que he caído en ese repetir conceptos según han surgido, de no dar un cuerpo coherente a lo reseñado, de haberme dejado llevar por el mero capricho de lo recordado de su lectura, y así creo haber rendido yo también un homenaje a la ciudad y al libro, a su caos que detestamos pero que, al tiempo, nos engancha como todo lo que está vivo más allá de nuestros deseos.


 

9 de octubre de 2023

John Lennon Mi hermano / Imagine This (Julia Baird)

 


 

Es conocido por los fans que John Lennon vivió con su tía Mimi abandonado por su padre desde casi su nacimiento y separado de su madre quien, precisamente en el momento en que estaba tratando de retomar la relación con el hijo, falleció en un fatal atropello, cuando John contaba con 17 años.

Con esta explicación somera se debe sobrentender la carga emocional que recayó sobre el joven John y que explica, en cierto modo, su carácter airado, algo violento y sarcástico, una personalidad compleja que hacía difícil convivir con él, siempre sujeto a sus burlas ácidas, a su desafío constante.

Los pocos libros publicados sobre los Beatles hasta la fecha del fallecimiento de John apenas incidían en estos aspectos. La versión original de la biografía oficial de Hunter Davies publicada en 1968 pasa de puntillas por la infancia de John más allá del citado relato arriba esbozado.

Pero, sin duda, el fallecimiento de John y la imposibilidad de contrastar nuevas informaciones, dispararon los rumores sobre la extraña vida de John recluido en el Dakota. Los esfuerzos de su viuda por convertirle en un santo apóstol mártir de la paz no hicieron otra cosa que aumentar la corriente de publicaciones adversas en busca de repercusión amarillista.

 

Es en este contexto en el que Julia Baird, hermanastra de John, comienza a frecuentar reuniones de fans de los Beatles para poder contar su versión, anécdotas privadas. En suma, para ofrecer un poco de realidad carnal a los turistas americanos que paseaban por Liverpool. Si bien estas primeras reuniones son más bien casuales, fruto de favores a terceros, de un intento de ser amable y recordar la figura de su hermano, lo cierto es que el asunto va a más y Julia pronto se ve desbordada por una ola de curiosos y fanáticos para quienes cualquier detalle insignificante sirve como alimento saciante.

 

También para ella, que siempre se ha mostrado muy reacia a exponer su parentesco con John, estas reuniones suponen un punto de inflexión. No solo asume sus orígenes familiares sino que comienza a tratar de reconstruir la peripecia vital de su madre y su hermano, también la suya propia. Visita archivos y, fundamentalmente, habla con otros familiares, reconstruyendo poco a poco en un largo proceso, unas vidas que quedaron rotas y que nunca conocieron los motivos ciertos detrás de hechos inexplicables.  

 

El trabajo de Julia se recoge en un primer libro, John Lennon, My Brother (1989, con prólogo de Paul McCartney y la colaboración del historiador de la banda Geoffrey Giulliano). Este libro avanza algunas informaciones que no eran conocidas por el público general, como la existencia de un embarazo desconocido de Julia tras un encuentro con un soldado destinado en Liverpool que concluyó con el parto y la entrega en adopción de una niña de la que ignora en ese momento si vive o no, su paradero o si conoce la verdad de su origen. Gran parte de la historia aquí contada es un relato en el que cruza la información familiar a la que ha tenido acceso con opiniones de terceros, declaraciones del propio John tomadas de entrevistas, etc. En suma, un material original de escasa extensión, si bien, de incalculable valor, junto a otro de escaso o nulo interés por ser ya conocido.

 

Pero Julia persevera. El recuerdo de las interminables conversaciones telefónicas con John a mediados de los setenta y la desesperación de éste por llegar a desenredar la madeja de informaciones falsas, de medias verdades, de frases escuchadas al azar en la cocina son un acicate. Además, sorprendentemente, su tía Nanny, hermana de su madre, siempre discreta y callada, entra en un acceso de lenguaraz confidencia y desvela numerosos hechos ocultos que dan lugar a una verdad coherente, nunca antes atisbada, que rehabilita la figura de la madre Julia junto a otros secretos oscuros de alcoba que explican mucho de la pacata sociedad británica de la época y del modo en que se vivía en aquellos duros años de posguerra.

 


 

 

Así, llegamos al siguiente libro, Imagine This: Growing Up with My Brother John Lennon 2007. No estamos ante una versión ampliada del anterior sino ante un libro enteramente nuevo, construido desde cero, que corrige inexactitudes del previo, que se centra especialmente en todo aquello que Julia vivió en primera persona y que evita algunos lugares comunes en que caía su predecesor.

 

En mi caso, he tenido la suerte de poder acceder a ambas obras, y leerlas de manera sucesiva, pudiendo así apreciar las diferencias, el avance en ese loable esfuerzo de Julia por comprender sus propias raíces y la razón de un dolor que siente pero que no siempre es capaz de ubicar o definir. También gracias a este proceso he llegado a descartar una opinión algo generalizada que atribuye a Julia un único interés pecuniario y de notoriedad. En su lugar, he creído atisbar una auténtica voluntad de revelar unos hechos que afectan a su vida y a la de su madre y su padre, sobre las que muchos parecen creerse con derecho a opinar hasta el punto de que ella misma dio veracidad durante mucho tiempo a gran parte de esas afirmaciones.

 

De este modo, la vida de John pasa a ser el elemento vertebrador de la de la propia autora pero no su centro absoluto, como en el caso del primer libro. Así, asistimos al increíble periplo de Julia y su hermana Jackie que vivieron con una madre que no estaba casada con su padre, hecho que desconocían. Que veían con frecuencia a un hermano, sin entender muy bien el motivo por el que éste no vivía con ellas sino con una tía. Vieron cómo este hermano cada vez visitaba más su casa, cómo crecía y se juntaba con amigos para tocar instrumentos, una pasión en la que cayeron infinidad de jóvenes gracias a la llamada fiebre del skiffle.

 

Pero también son las mismas niñas que una tarde de julio de 1958 perdieron a su madre en un terrible accidente de coche del que no fueron informadas. Sin más, una tía llegó a su casa y se las llevó diciendo tan solo que su madre estaba muy enferma y que, por el momento, no podrían visitarla. Cambiaron varias veces de domicilio, vivieron unas semanas con otra tía en Edimburgo, volvieron a Liverpool pero no a su casa. Julia y Jackie perdieron el contacto con su padre, quien pareció renunciar a luchar por ellas, derrotado por la muerte de su compañera, por la pérdida de un hogar que habían hecho suyo omitiendo la información de que Julia y él no estaban casados, perdiendo su trabajo  en extrañas circunstancias y, violentado, sin duda, por la toma de control de la familia Stanley, esas cuatro hermanas supervivientes, poderosas y tozudas, firmes en sus convicciones morales que nunca le perdonaron el haber enamorado a Julia cuando ésta ya estaba casada y había tenido varias aventuras, que siempre consideraron que debía purgar la culpa de un bebé ilegítimo retirándose a cuidar a su padre en lugar de arrejuntarse con otro hombre inadecuado, de extracción humilde, con el que tuvo otras dos hijas ilegítimas a las que nunca aceptaron, de las que siempre se avergonzaron como manifestación y fruto del pecado de Julia. Por eso, la familia Stanley siempre llamó a la casa de Julia, la casa del pecado, y a sus hijas, el fruto del mismo. Rechazo y resistencia que sólo muy levemente aflojó con el tiempo, cuando ya todas las heridas estaban infringidas. 

  


Y es que Julia y Jackie siempre sufrieron el rechazo de la familia de su madre, especialmente de Mimi, la mujer que había asumido el cuidado de John, arrebatándosele a su madre de hecho, tal vez a sugerencia del patriarca Pop, pero haciendo suyas estas decisiones. Mimi alejó a Julia y Jackie de su hermano, las prohibió frecuentar Mendips, su casa en Woolton.

 

Este libro es también la historia de cómo ambas hermanas tratan de reconstruir su vida, de cómo son informadas por el marido de una de las chicas Stanley, de la muerte de su madre meses después de la misma, avergonzado del comportamiento de la familia. Y Julia nos cuenta su dolor profundo, su incomprensión, el modo en que trató de reconstruir la ausencia de su padre, la pérdida de su madre, la vida con unos familiares de acogida que la ignoraban.

 

Y precisamente son estos pasajes, los que muestran la fragilidad de Julia, los que revelan las consecuencias devastadoras de sus experiencias y el modo en que reaccionó, en su caso, refugiándose en sus tareas escolares, en la escuela, en un mundo más acogedor, comprensible, sujeto a normas estables, como podemos hacernos una idea del impacto que los mismos hechos pudieron influir en John, su personalidad y su música.

 

Pero la vida de Julia no sigue en paralelo a la de John, tiene sus propios derroteros, también duros, también dolorosos. Así como le ocurrió a John, cuando a mediados de los sesenta Julia lograba poco a poco recuperar el tiempo perdido con su padre, visitándolo, creando un clima de confianza con el que recuperar recuerdos, pasada ya la infancia, en ese momento en el que Julia ya comenzaba a asomarse a la madurez, fue cuando nuevamente la muerte volvió a reclamar su papel. John Dyckins falleció víctima de un accidente de tráfico, de un atropello, como su madre. Otra muerte justo cuando todo empezaba de nuevo, just like starting over, y un coche que destroza el futuro apenas en reconstrucción, como le ocurrió a John con la muerte de su madre.

 

Ambos, Julia y John, con vidas extrañas, en manos de familiares, sin padres, sin referencias, con la muerte pisándoles los talones, tendrán vidas paralelas hasta cierto punto. La fama de los Beatles en Liverpool crece progresivamente, Julia asiste sorprendida a los logros de su hermano que pasa de cantar con sus amigos en el baño de su casa, buscando una acústica con un eco similar al de las grabaciones de Sun Records, a viajar a Hamburgo, a ser la banda del Cavern, a que todos sus amigos le pidan objetos de John, que en clase sea el centro de atención. Asiste sorprendida como tantos otros por el éxito primero nacional, luego internacional de los Beatles, y para crecer, trata de salir de Liverpool, de alejarse de todos los recuerdos dolorosos y crear su propio mundo.

 

Pero el pasado es una pesada losa que le perseguirá. Sus contactos con John son esporádicos, algunas cartas, algunas llamadas, unas visitas a Kenwood, de compras por Londres con Cyn, alguna visita con Julian, su sobrino. Pero el peso de la fama de John crea una complicada barrera. Una visita espontánea que hace a la sede de Apple en Londres cuando pasa por la capital, le decepciona profundamente. La recepcionista no le cree cuando pide visitar a John de parte de su hermana, una fan más que busca el contacto con el héroe inventando cuentos extraños, …. La llegada de Yoko también marca otro punto de frialdad. En su visita a Liverpool se empeña en cocinar para John la comida biótica que éste parece detestar pero que come por no disgustar a su reciente esposa.

 

Y, finalmente, la marcha de John a Nueva York y la pérdida de todo tipo de contacto, solo retomada al final del lost weekend, cuando John trata de recuperar el contacto con toda la familia. Interminables conversaciones telefónicas, envíos de fotografías, intercambios de los mejores deseos y promesas de viajes intercontinentales que nunca se harán realidad puesto que la vida de Julia ya está organizada, con niños en edad escolar.

 

Y, de nuevo, la tragedia que golpea en diciembre de 1980. Otra muerte que deja a Julia rota, desolada, perdido su último contacto con los restos de su debacle personal. Tardará tiempo en recuperarse del asesinato de John; Yoko no hará que las cosas resulten fáciles. No habrá entierro, no habrá funeral. Un documental retrospectivo sobre John patrocinado por la viuda dará a entender que Julia, la madre de John, era una casquivana de vida ligera; no se mencionará a Dyckins, a las hermanas, las chicas Stanley tampoco parecen salir mejor paradas. No sabremos si el desconocimiento era intencionado o fruto de la visión que John tenía y que le había transmitido en vida, siempre envuelto en las falsedades de Mimi, bienintencionadas sin duda, pero crueles en el fondo.

 

Y como en cualquier buen culebrón con herencia millonaria, no faltan los aspectos oscuros y mendaces. Así, la casa que John compró para que sus hermanas dejaran de vagar de casa en casa a la muerte de su padre, terminó por convertirse en fruto de la discordia. Realmente, como siempre hacía John, las casas no se ponían a nombre de los residentes sino al de alguna empresa del músico. A su muerte, los abogados reclamaban su entrega, más conflictos con Yoko, más incomprensión, más dolor. Igual le ocurrió a la tía Mimi y su chalet de veraneo en Bournemout, que tuvo que ser devuelto. 

 

Convencida de que tiene su propia verdad y de que ésta ha de ser contada, Julia se embarca en estos dos libros. Y, todo sea dicho, lo logra, especialmente con el segundo título citado, creando un relato autobiográfico apasionante en el que la vida de John no es sino la percha perfecta, conocida por quien lo lea, para sostener la historia.

 

Por ello, estos libros tienen valor propio más allá del interés que pueda arrojar para los siempre voraces fans del grupo. Julia, profesora y doctora, ha tratado igualmente de expresar belleza en estas páginas, no rechazando cierto lirismo pese a su dureza, en páginas como las que recuerdan los juegos infantiles en el patio de su casa, la alegre y descuidada felicidad con la que se vivía en su tiempo (nostalgia de todos quienes se acercan a su destino) y sabe enganchar con su modo de contar, alternando la primera persona con la tercera, siempre referida a John, a su hermano.

 

Del primer libro existe traducción al castellano a cargo de Ana Martínez aunque probablemente solo pueda localizarse en mercados de segunda mano. Respecto del segundo título, el de mayor mérito e interés, por desgracia parece no haber sido aún traducido, aguardando su momento. No encuentro mejor modo de completar el primer volumen de Mark Lewinson relativo a los primeros años del grupo, que leer este segundo libro de Julia Baird, parcial y reivindicativo, duro y tierno a la vez, un grito tan desesperado de dolor como Mother o un delicado canto de amor como Julia, aguardando su momento. 

 

 

  

26 de septiembre de 2023

El imperio del sol (J. G. Ballard)

 


 

J. G. Ballard es conocido por sus obras de ciencia ficción, algunas con notable difusión como Crash, gracias a su versión cinematográfica. En la mayoría de ellas presenta imágenes de un futuro distópico avanzando temas en su tiempo aún incipientes como el cambio climático.

Sin embargo, en 1982 publicó una novela de un cariz diferente, El imperio del sol (Alianza Editorial, traducción de Carlos Peralta), se basaba en sus propias experiencias personales durante la Segunda Guerra Mundial que pasó internado en varios centros de prisioneros japoneses tras la caída de Shanghái.

Los padres de Ballard, ingleses residentes en Shanghái, tenían una vida privilegiada, con su gran mansión, sus criados, jardinero, chófer, su pequeño gueto en el que no faltaba un club de campo, elegantes fiestas de disfraces, colegios propios,…. Pero todo esto se desvaneció con el ataque japonés a Pearl Harbour. Ballard pasará toda la guerra en diversos campos de prisioneros junto a sus padres hasta la derrota nipona.

 

Estas traumáticas experiencias han sido modeladas para volcarlas en una trama novelesca en la que se acentúan los aspectos dramáticos y los esperanzadores. Comenzando por la vida del protagonista, trasunto de Ballard. Jin, un muchacho de 11 años, que a diferencia del autor, queda separado de sus padres en los primeros días del conflicto, no volviendo a reencontrarse con ellos hasta el fin de la guerra, debe vagar por las calles de Shanghái, durmiendo en casas abandonadas y comiendo los restos que han dejado sus habitantes en la huída, esquivando la animadversión de los chinos, de otros emigrantes europeos, todos luchando por migajas.

Es en esa terrible lucha cuando comprende que es la cercanía de los soldados japoneses lo único que puede realmente protegerle. Es el único orden, brutal, arbitrario, asesino, pero orden al fin y al cabo, al que puede acogerse. Y así, tratará en varias ocasiones de entregarse a sus enemigos, con poco éxito. Mezclado con chinos inertes, franceses que se alegran de la derrota de su país y su actual situación de no beligerancia, los alemanes orgullosos, rusos blancos, judíos huidos de Polonia, y otros tantos, entre los que se perderá Jim, tratando de no caer en manos de ninguno de ellos. Es así como se topa con dos marinos americanos, embarcados en una carrera por el robo y el contrabando.

Uno de ellos, Basie, parece encapricharse del chaval, y así es cómo comienza una extraña relación entre ambos. Jim sabe que Basie puede traicionarle sin mayor problema si así le conviene, pero también comprende que, en tanto le resulte útil, haga trabajos que él no pueda realizar, se preocupará por él. Cuando finalmente son capturados por los japoneses y enviados a un campo de internamiento, Jim podrá compaginar su lealtad a Vasie con la de otros tantos prisioneros que le tomarán bajo su cuidado o abuso. Tan solo el doctor Kramer parece sentir un sincero interés por Jim, una preocupación y confianza en que el muchacho logrará salir adelante.

Porque Jim, en su extrema debilidad e inocencia, deberá hacer inmensos esfuerzos por equilibrar sus propias necesidades, el hambre que pasa, su sanidad mental, con las ayudas a otros prisioneros, exponiéndose en ocasiones incluso al castigo o muerte por parte de los japoneses, tan solo para congraciarse con sus padrinos.

Jim comprende que solo esa red de relaciones confusa y compleja le permitirá sobrevivir. Su pequeña mente luchará por dejar a un lado muchos de los principios que aprendió en su niñez, superada repentinamente y sustituida por una madurez insospechada. Pero en Jim no todo es cálculo e interés, siente auténtico deseo de agradar, de ayudar, siente compasión por los enfermos del hospital, que fallecen bajo sus ojos, mientras se pregunta sobre el momento exacto en que el alma abandona al cuerpo, mientras los demás prisioneros tan solo se preocupan por despojar al muerto, aún caliente, de cuanto puede resultar de provecho, sea la ropa hecha jirones, los zapatos deshechos o las piezas de oro de la dentadura.

 

 

 

Y Jim, que siempre ha adorado los aviones, que admira a los pilotos japoneses, su valor, y que cree aún en un mundo de caballeros, pugna con un síndrome de Estocolmo confuso en el que llega a desear que la guerra no concluya, temeroso de la visión de sus padres, cuyos rostros ya ha olvidado y que ha sustituido por la foto de unos desconocidos cortada de una revista. Pero también teme el fin de la guerra, el orden desquiciado y la jerarquía del campo, en el que los prisioneros pueden volverse contra ellos mismos, en una lucha despiadada, y aún más cruel que la padecida a manos de los japoneses, y teme también la muerte que puede llegar cuando los nipones pierdan la guerra y traten de exterminarlos para borrar las huellas de sus crímenes o cuando los chinos traten de tomarse venganza de todos cuantos les han odiado, sean japoneses u occidentales, teóricos aliados.

Y es en esta compleja personalidad que se va forjando en Jim en lo que se basa la fortaleza de la novela, en no admitir blancos y negros, en actualizar el modelo de trama dickensiana, pero trayéndola a un mundo que ya no admite más esperanzas que las de un niño que se aferra a un conjunto de mentiras y verdades a partes iguales como único medio de no enloquecer, de mantener la cordura y cierta idea de moralidad, que contempla horrores, que se ve rodeado por la muerte, que cree ver el resplandor de la bomba de Nagasaki como un anuncio de un nuevo tiempo, como así fue, y que, por tanto, tiene todos los elementos de un David Copperfield, de un Oliver Twist, pero sin su blancura, sin ese paisaje de fondo en el que podemos encajar a muchos de sus personajes en un lado u otro. Aquí, ni tan siquiera el doctor Kramer es constante en su interés por Jim, en su rectitud para con todos, aunque sea quien más puede actuar como una referencia moral para el niño.

Ni siquiera Jim escapa a estas dualidades. En ocasiones, sus pensamientos nos resultan incomprensibles, sus acciones grotescas y sin sentido. A veces podemos compartir sus pasiones, pero a ratos creemos que ha perdido definitivamente el juicio, nos exaspera su afán por tratar de no tomar partido, de sobrevivir en suma. Y es que la brutalidad del ambiente trastornará de algún modo la mente de Jim, le hará caer en ensoñaciones, que no tienen otro fin que protegerle mentalmente, le llevará a aferrarse a cualquiera que pueda ofrecerle un mínimo de calor sin llegar a engañarse totalmente de los motivos. Y, pese a ello, este niño que se hace hombre durante los años del conflicto, no renunciará a un pequeño puñado de certezas. Es en este reducto de humanidad donde podemos identificarnos con él, con su dolor y sufrimiento, con sus insensateces que sabemos debidas solo a esa coraza que crea a su alrededor, para no enloquecer.

Y esa identificación no es tanto sobre cómo actuaríamos en su mismo lugar, uno ya tiene  sus años, sino que en mi caso, es a través de mi hijo, solo un año mayor que Jim cuando estalla el conflicto. Con su misma terquedad y fuerza interior, pese a que sus actos externos a veces parecen desmentirla, Pablo parece movido por extraños motivos, tal vez con el mismo impulso de dar coherencia a su mundo interior, con desconcierto de cuantos le rodeamos y acompañamos en ese complicado periodo de la preadolescencia, que nos coja Dios confesados...

Pero es precisamente esa comparación con mi hijo lo que me ha permitido sentir como propia la aventura de Jim, como totalmente verosímil, como admirable y formidable aventura de un ser humano cuya vida se aferra al último hilo de esperanza, con tanta fuerza y pasión, con una inocencia tan desarmante, que logra salir adelante contra todo pronóstico, contra toda razón.    

 

Tal vez esta obra sea más conocida gracias a  la película dirigida por Steven Spielberg del mismo nombre, y aunque sus imágenes son evocadoras y se respeta con pulcritud gran parte de la novela, lo cierto es que el libro aporta una mayor profundidad, una mezcla de malestar e incomodidad, de empatía y amor que desmienten el famoso adagio de que una imagen vale más que mil palabras, porque son las imágenes que nuestro cerebro crea las que se vuelven memorables e imperecederas, como lo será para mí la vida de este heroico Jim.