8 de diciembre de 2023

The John Lennon Letters (Hunter Davies)

 


Querido John,

Seguramente estés pensando qué clase de cretino puede perder el tiempo en leer una colección de algunas de tus cartas, pero en el fondo sé que hay un punto de retórico orgullo en la pregunta y que estás encantado de que todas esas letras juntas, adornadas por dibujos, llenas de juegos de palabras, insultos ocasionales o diatribas ininteligibles, puedan estar al lado de obras más sesudas y ortodoxas. Igual que afirmas en una de estas misivas que tú no eras partidario de aceptar la medalla de Miembro del Imperio Británico y que te tuvo que convencer Brian para que la aceptases, aunque en aquellos días la mostrabas orgulloso de que un músico pudiera obtener tal reconocimiento que, según afirmabas guasón, creías que solo se daba por ganar guerras y matar a gente.

También sé que, por momentos, podrás sostener que esas cartas reflejan mejor al Lennon real que todas las letras de tus canciones, especialmente las notas a la lavandería pidiendo explicaciones por el tono amarillento de una camisa blanca o las cartas con un mero "hello, John" remitidas a algún fan que tuvo la suerte de que su carta asomara por encima del montón de sobres que recibías a diario, no solo en lo más alto de la beatlemania.

Al fin y al cabo, el género epistolar era uno de tus favoritos puesto que dedicaste muchas de estas cartas a contestar a otras tantas de desconocidos que planteaban diversas cuestiones sobre tu vida y obra en New Musical Express, Rolling Stone o The New York Times. Muchos de ellos se sentirían sorprendidos de recibir una respuesta de John, en ocasiones reconviniendo sus opiniones, aclarando ciertos puntos o, simplemente, ratificando sus opiniones.

Porque, si algo ponen de manifiesto todas estas postales, memorandos y otros tantos tipos de comunicaciones recogidas en este volumen, es tu capacidad para implicarte con lo que te rodeaba, para no dar tu brazo a torcer, por mantener un ingenio, un gusto por los juegos de palabras y por adornar con dibujos de tu cara, sola o junto a la de Yoko, cada pequeño rincón libre de texto.

No es que todas estas cartas estén llenas de pruebas de tu ingenio, de agudas ironías, muchas de ellas ya incomprensibles, con referencias a seriales radiofónicos de antes de tu nacimiento, a hechos familiares ya borrados de la memoria de los implicados, sino que tu ingenio se derrocha de modo generoso. Así, me parece paradigmática tu respuesta a un fan brasileño que te pedía que le enviaras algunas "letras" y, en respuesta, le copiaste el alfabeto, rubricado por un John Ono Lennon.

Quiero aprovechar para informarte de que "buenos días" es una expresión en castellano o español, idioma que no se habla en Brasil, pese a que así te dirigiste a este fan de Rio de Janeiro. Sí acertaste cuando empleaste esa expresión para escribir varias postales a Rosaura, tu asistenta, desde Japón. También a ella le decías en otra postal, "qué pasa?" expresión que parece que conociste nada más llegar a Nueva York y que tanto te gustó que la incluiste en el estribillo de New York City.

Pero si de idiomas se trata, me quedo con algunas de las cartas que enviaste desde Hamburgo a fans de Liverpool y a familiares varios, informándoles de que seguíais vivos pese a las interminables noches tocando en directo, los conflictos con los mafiosos locales y el uso y abuso de los preludin. En ellas escribes en un inglés alemanizado desternillante aunque también se puede ver tras la broma el cansancio por un contrato discográfico que no llegaba, por una carrera que no había comenzado aún pero de la que a veces dudabais si se haría realidad.

Y en tus cartas demuestras también que no solo te escribías con familiares y amigos, con empleados domésticos o de Apple y EMI, con fans afortunados o con periodistas con opiniones discutibles o con quienes disentían contigo, es que también te dirigías a totales desconocidos como el hijo de Robert Graves, que te invitaba a la fiesta de cumpleaños de su padre en Mallorca y al que contestaste de manera muy educada excusándote por los problemas inmigratorios que te impedían salir de los Estados Unidos.

No deja de sorprender que el recopilador de este volumen sea Hunter Davies, precisamente el autor de la biografía autorizada de los Beatles, con el que mantuvisteis una estrecha relación puesto que casi le veíais a diario durante el proceso de escritura del libro. Seguro que aún recuerdas cómo, con el libro a las puertas de la imprenta, tuviste miedo por algunas afirmaciones tuyas sobre tu infancia y le encargaste que Mini conociera lo que allí se decía y que fueras a visitarla. Y Hunter viajó a Bournemouth y le enseñó a Mimi las partes correspondientes del manuscrito y ésta quedó horrorizada, quiso que quedara constancia de que eras un muchacho ejemplar, limpio, honesto y recto, que nunca robaste y que viviste rodeado de amor; de todo ello dejó constancia en una nota Hunter. Y si no te acuerdas el propio autor aprovecha las presentaciones de cada uno de los capítulos en que están agrupadas las cartas (no siempre con criterios cronológicos) para recordárselo a todo el mundo.

Y son de agradecer esas breves introducciones así como las explicaciones a algunas cartas sin las que resultarían aún más extrañas, tal vez carentes de todo sentido. Seguramente a Hunter le llevaría un esfuerzo enorme por tratar de localizar muchos de estos escritos, la mayoría subastados por todo el mundo. En ocasiones debió contactar con el actual propietario para tratar de indagar más, en otras, con el supuesto destinatario, rastreando antiguas guías telefónicas en busca de una posible explicación, de un dato con el que adornar la mera carta. También hay que agradecerle que los textos vayan acompañados de una fotografía del documento en cuestión, de la copia conservada en su caso, ya que no solo es de apreciar tu letra, tan familiar para los que conocemos los manuscritos de tus canciones, sino por la profusión de dibujos, caricaturas y demás.

También por estas letras conocemos tu amor por los gatos, al menos porque no pasaran hambre ya que en la mayoría de tus notas para que tus empleados hicieran la compra, aparecen menciones a su dieta. También descubrimos tu amor por los yogures colombianos, hecho que ha despertado tremendamente mi curiosidad, ¿no hay yogures adecuados en Nueva York? Lo mismo puede decirse sobre lo tiquismiquis que parecías ser con las galletas de miel o con el tipo de altavoces para la radio de tu cocina o con el colchón de Sean que parecía atrapado en un viaje continuo entre tu dormitorio y el suyo.... en fin.

Las cartas a tu familia siguen la pista de lo que tu hermana Julia escribió en sus dos libros sobre tu/su vida y la verdad es que dejan claro que no tenías muy claro si el interés que sentían por ti era sincero o tomaba forma de dólar.

Sí me ha dejado algo desconcertado que haya mucha política, opiniones sobre misticismo, orientalismo, terapia de grito primario, pero muy poco sobre música. Más allá de algunos encargos para que tus empleados te compraran discos como "el último de Bowie", Back to The Egg, "de los Wings" (¿te costaba escribir McCartney?) y el single de Great Balls Of Fire. Poco sobre tus letras, poco sobre tus discos, tan solo alguna referencia cuando te escribías con algún crítico izquierdista para hacerle alguna referencia a Power To The People o a Sometime In New York City.

 

 

 

Pero para conocer algo sobre tus canciones ya tenemos los discos. Aquí podemos saber qué libros encargabas, qué revistas leías y cómo seguías disfrutando de la tan británica mermelada de naranja amarga o cómo hornear tu propio pan siguiendo la receta gallega de Rosaura, cosas tan importantes para ti como Strawberry Fields Forever lo es para otros. Nada que discutir.  

También tenemos un apartado especial para la lucha final Lennon-McCartney, durante el agrio periodo 70-71, prueba de ello es la algo desagradable carta que le remitiste a Linda aunque luego se ve que os reconciliasteis. A Paul le escribes emocionado para informarle de que has localizado en el mercado pirata una copia de la maqueta que grabasteis para Decca y de la que resultó vuestro enésimo rechazo. Como nos advierte Hunter Davies, al parecer identificaste mal la cinta en cuestión que parece que recogía más bien algunas grabaciones primitivas de la BBC. Aún habría de esperarse un tiempo para que aparecieran las copias pirata de estas Decca Sessions, aunque sorprende que no tuvieras una copia ya que Brian Epstein tenía la suya propia que fue la que mostró a otras tantas compañías hasta dar con el bueno de George Martin, al que tampoco le agradaron en exceso, todo hay que decirlo.   

Y así podemos seguir hasta el infinito, con cartas a Cynthia, como aquella en la que le aseguras que la amas como a las guitarras, en vuestras primeras navidades de novios, o las cartas enviadas desde la India, las explicaciones sobre la meditación trascendental o sobre el intento de hacer una comuna capitalista bajo el sello Apple. Las ironías lanzadas a George Martin por atribuirse parte de los méritos de los discos de los Beatles o las incomprensibles cartas cruzadas con Derek Taylor, amigo y agente de prensa de Apple y otro gran amante de The Goon Show.  

Para subirte los humos te diré que no he localizado la versión en castellano de este título, publicado por Libros Cúpula, aunque supongo que más por su escasa tirada que por unas ventas extraordinarias. Así que me he conformado con la versión original de Weidenfeld & Nicolson, que tuvieron el detalle de publicarlo el 9 de octubre de 2012 para celebrar tu cumpleaños.

 

No diré que es un libro imprescindible para todos los amantes de los Beatles, pero sí que es uno que se disfruta, con el que te ríes en ocasiones, en otras te dejas sorprender y, ocasionalmente, te ofrece una versión algo diferente de la que tenemos ya establecida. Para mí, más que suficiente.

Atentamente,

Confieso que he leído.

 

 

 

 

1 de diciembre de 2023

Grandes esperanzas (Charles Dickens)


El destino de las obras que gustamos de llamar “clásicos” es el de guardar el polvo de las estanterías. Se trata de libros que nos imponen respeto por las más diversas razones, no es la menor precisamente la de esa etiqueta que pretende reconocer su relevancia dentro del canon literario. Pero también ayuda que muchos de ellos sean libros extensos, no siempre repletos de acción. Libros escritos hace cientos de años, por autores que no despiertan un entusiasmo desde sus severas caras en los retratos de contraportada. Libros tan solemnizados que nos resultan abrumadores.

 

Pero también tenemos otra categoría. La de esos libros que, por alguna razón que no siempre acertamos a conocer, han sido considerados idóneos para primeros lectores, para jóvenes. Que encierran historias livianas, o que pueden contribuir a la correcta formación del muchacho, al menos, a su diversión. Y para estos libros abundan las versiones en cómic, en dibujos o, actualmente ya no tanto, las conocidas versiones abreviadas, repletas de viñetas con las que se creía aficionar al joven a los grandes clásicos, acercándoles a esas historias memorables pero privándoles del esfuerzo que toda lectura presupone. Quitándoles el peso de las descripciones copiosas que tanto creemos que les aburren, en suma, privándoles de su esencia.

 

También, por extraños designios, hay autores que suelen caer en este último segmento, con su catálogo de obras casi al completo. Dumas, Verne, Scott o Twain, pero por encima de todos, muy por encima, Charles Dickens. Y no veo ninguna razón que lo explique más allá de que los protagonistas de muchas de sus grandes obras son niños, desgraciados niños habría que decir, que aunque luego crecen, en nuestra memoria quedan como desvalidos niños toda su vida.

 

Así que, cuando perdemos esa edad en la que ya no nos podemos identificar con niños o jóvenes, tan lejos nos quedan esos años, concluimos también viendo muy de lejos estas obras, restándolas mérito al considerarse apropiadas para lectores infantiles o infantilizados. Historias que, más o menos, nos suenan, podemos conocer el principio y el final, ahora que tan aficionados somos a que nadie nos haga spoiler, quién quiere leer un libro de 600 hojas cuando ya lo conocemos en una versión de 30 o en cualquiera de sus, normalmente, pésimas adaptaciones televisivas.

 

Pero con ánimo de enmienda, retomamos algunas de estas obras y descubrimos un tesoro que no supimos apreciar en lo que valía, en la mayor parte de las ocasiones, vemos que lo que hoy nos importa de aquellas obras no coincide con lo que más disfrutamos en su día. Que estos libros son clásicos porque resisten el paso del tiempo, pero también el paso del tiempo en la vida de sus lectores, que se adaptan a nuestros años y situación como no lo hacen otros.

 

Y es por ello tan recomendable volver a estos clásicos. A veces por primera vez, antes solo conocidos en sus versiones amputadas, mutiladas sin piedad. Y así me ha ocurrido con Grandes Esperanzas (Ed. Alba, traducida por R. Berenguer), un libro del que tenía una ligera noción, ni siquiera recuerdo su origen, pero que he tenido la fortuna de leer recientemente. Grandes esperanzas fue publicada por Charles Dickens entre diciembre de 1860 y agosto del año siguiente en una revista creada por el mismo Dickens, All The Year Round, a razón de dos capítulos por semana, esa larga tradición, casi folletinesca, que explica algunas de las características de tantas obras del pasado siglo. El éxito comercial fue notable, hasta el punto de que llegó a planteársele a Dickens la conveniencia de modificar el final que tenía previsto para que los lectores que había cosechado el serial no quedasen defraudados o desolados a partes iguales.

 

En cualquier lugar de la web se pueden encontrar estupendos y muy completos resúmenes del libro, relación de personajes con sus principales rasgos de carácter, información adicional importante. Pero aquí vamos a centrarnos en tan solo algunos aspectos de la lectura y de los problemas que el autor plantea.

 

Comenzamos por el título. Grandes esperanzas parece evocar una historia optimista y alegre, pero nada más lejos de la realidad. En esta novela, las esperanzas, las ilusiones suelen cumplirse, al menos así es respecto de Pip, su protagonista. Pero estas esperanzas revelan una cara amarga, un cariz en el que el protagonista no había reparado. No estamos, por tanto, ante el cuento de la lechera y su moraleja que nos recomienda no construir castillos en el aire porque nunca se harán realidad y, entre tanto, encontraremos la desgracia. No es esa moraleja de aceptación y superación, es justo lo contrario, los más ambiciosos deseos, el afán por borrar un pasado de huérfano desheredado, perdido en un paisaje del sur de Inglaterra, los Marsh de Romney y alrededores, del que no es difícil ver surgir a prófugos de la Justicia, huidos de los barcos prisión que bordean la costa.  

Es Dickens clamando su verdad, reflejando su ascensión por la escalera social, desde su posición de niño explotado en una fábrica de betún, ganando su sustento en ausencia de un padre en prisión por deudas contraídas por cierta displicencia y descuido, pero que ha logrado convertirse en una figura pública de renombre, en un autor conocido, reclamado en los Estados Unidos donde sus giras representando fragmentos de sus obras le harán ganar una fortuna. Este camino, desde lo más bajo, hasta lo más alto, casi un milagro, es un camino parejo al seguido por Pip.

Pero, al igual que éste, Dickens descubre problemas y conflictos, decepciones y añoranzas que probablemente no imaginó cuando bregaba con extenuantes jornadas  laborales de sol a sol o cuando luchaba por abrirse camino en una sociedad tan clasista y cerrada como la inglesa de la época.

 

Así, la fortuna del joven Pip, un muchacho huérfano, cuidado por su hermana mayor y el marido de ésta con escasos medios y nulo cariño y amor, parece mejorar cuando recibe una especie de premio de lotería. Una asignación de un alma misteriosa que no quiere revelarse y que le financia una educación y formación, una vida en Londres, una vida de auténtico caballero. Nada más habría deseado Pip que alejarse del lodazal de los Marsh de Kent donde vive rodeado de humedad y niebla y del desprecio de Stella, una muchacha de su edad, adoptada por una extraña señora quien parece ejercer una tutela sobre la joven para convertirla en el instrumento de su venganza por un desastre amoroso que sufrió en su juventud.

Y en este viaje iniciático de Pip, desde Kent hasta Londres, el pobre niño desconoce de quién y porqué recibe ese don económico, pero tampoco parece perturbarle en exceso. Lo importante, al fin, es que logra su sueño, salir de su mísera condición y alcanzar un nivel que puede hacerle merecedor del amor y aprecio de Stella.

En el transcurso de la novela veremos cómo Pip maldice su suerte en algunos momentos, o se regodea en su destino afortunado, según el caso, pero sabremos que no todo éxito lo es por completo, que la vieja maldición, tengas pleitos y los ganes, refleja esa parte de la verdad que ignoraba cuando vivía sometido al yugo de su hermana.

También Dickens, admirado y envidiado, tuvo sus padecimientos, su particular decepción tras conseguir lo que tanto anhelaba y quizá por ello, esta novela, igual que tantas otras suyas, cuestiona y critica ambos mundos, la brutalidad de los que apenas pueden aspirar a otra cosa que no sea sobrevivir un día más, y la de quienes explotan a otros, urden y deshacen a su antojo las vidas ajenas al tiempo que sufren esos mismos embates en las suyas propias.

 

Llegamos aquí al segundo aspecto que me ha atraído en esta novela. La alta sociedad a la que accede Pip está formada por seres obtusos, en muchas ocasiones ridículos y despreciables. Todos figurando, desempeñando tristes papeles, sujetos a una pantomima que nadie parece reconocer. El contraste entre el sincero amor  que el marido de su hermana expresa por Pip, o la admiración que Biddy, una amiga de la familia le muestra en sus escasos y erráticos viajes de vuelta al hogar, no ayudan a Pip a comprender la realidad del mundo en que vive.

Dickens es un maestro a la hora de describir ambos mundos, el más bajo y el más ruin de las clases altas en un momento en el que la grandeza del Imperio estaba cambiando la metrópoli, creando capas privilegiadas y emergentes, revolviendo la estabilidad social. De la mano de Pip visitamos a abogados, juicios (otra referencia a la propia vida de Dickens, caricaturista de estos procesos), asistimos al papel de la prensa, la corrupción reinante y una falta de honor generalizada.

Pero, sin duda, ese mosaico de pequeños timadores, de rufianes con peluca y chorreras, jueces disolutos y veniales, ese paisaje de medradores y apariencias, muertos de hambre y festines inacabables, rememora la mejor tradición de la novela picaresca española. Esas obras en las que, entre tanta gloria y riqueza proveniente de un Imperio que llenaba la metrópoli de oro pero del que nada o casi nada veían sus habitantes, abundaban los personajes de escasa moralidad, los fanfarrones de la nada y los oportunistas y arribistas de todo pelaje.

Es éste el escenario prototípico de las novelas de Dickens, al que consideramos el mejor retratista de la sociedad de su época, con sus luces y sus abundantes sombras. Porque en todo país rico afloran sus miserias, se ponen más de manifiesto si cabe. Y así, Dickens continúa la línea de Quevedo y anuncia la de autores como Steinbeck para el caso de los Estados Unidos y, seguramente con el tiempo, la de algún autor chino que levante testimonio de las tensiones de una sociedad que vive bajo el dominio de una dictadura que permite el enriquecimiento personal a cambio de un sometimiento de la voluntad y en la que las diferencias sociales crean ese fresco maravilloso para un novelista talentoso.

 

No obstante, a diferencia de la picaresca española, donde apenas ningún personaje mostraba rasgos de respetabilidad, en las obras de Dickens parece sobrevivir un poso puritano que le impulsa a sembrar en sus protagonistas un aliento moral irreprochable, una rectitud y juicio, una noble capacidad para juzgarse a sí mismos y, por tanto, para actuar en consecuencia y cambiar de comportamiento. También este rasgo es el que dota a sus obras de ese halo moralista que a algunos desagrada, prefiriendo un mayor cinismo.

 

 

 

   

 

Un tercer aspecto a destacar es el de los enredos. Una obra tan extensa como ésta no se sostiene con la trama principal. Necesita de múltiples personajes, de engaños al lector con giros sorpresivos, todos ellos lanzados como ganchos al final de las entregas semanales, garantizando así el deseo de seguir leyendo, de seguir sabiendo, en definitiva, de seguir comprando el próximo número de la revista.

Sin duda, este aspecto conecta con muchos de los libros que llenan los escaparates de las librerías, en una metáfora más apropiada, los banners de los principales sitios web de venta de libros. Estas novelas, de las que se dice que no podrás dejar de leer, que devorarás cada página, como principal reclamo, parejo al de cualquier cadena de hamburgueserías que se precie, son las que copan los primeros puestos en las listas de ventas, tal y como hizo Dickens en su día. Pero si es así, si las obras de Dickens son equiparables a las que encontramos en cualquier supermercado, ¿qué convierte a unas en clásicos y otras en material a la espera de su descatalogación? ¿Por qué volver a Grandes esperanzas y hacer el esfuerzo de leer un libro cuyos referentes históricos y estéticos nos resultan lejanos?    

Creo que la crucial diferencia de la pervivencia de los valores literarios de Grandes esperanzas frente a otro tipo de literatura, está en que aunque ambos libros satisfacen el anhelo de entretenimiento, la necesidad de una trama que nos interrogue sobre lo que está a punto de suceder para ser sorprendidos inevitablemente por la habilidad del escritor, Grandes esperanzas tiene un esqueleto, un tema al que se aferra cada personaje, cada escenario, un sentido y finalidad, un por qué y un cómo, no solo un qué.  

Dickens pretende hacernos comprender su punto de vista, sin aburrirnos ni sermonearnos, a fin de cuentas, si no compartimos su tesis, siempre podremos disfrutar de la lectura. Pero, ¿qué decìr de estos otros libros? Tal vez que carecen de tema, solo argumento. Éste puede ser ameno, trepidante, adictivo, pero suprimido el mismo, ¿qué nos queda? ¿De qué nos hablan? ¿Sobre qué se sostienen? Sobre nada.

Ésta es, por tanto, la tercera y última reflexión a compartir después de concluir Grandes esperanzas. El estilo puede resultarnos más o menos familiar, incluso cómodo o incómodo de leer en sus arcaísmos y descripciones, en la forma en que hablan sus personajes. Pero, entrados en el círculo, admitido el juego, podemos aferrarnos a ese tema central, a esa idea para aplicarla a cada aspecto de la trama, a cada personaje, a nuestra vida o nuestra visión de la época, a confrontarla con otras historias, con otros libros. Porque la vida que fluye en estas páginas no es palabra muerta, sino palpitante, no porque no podamos dejar de pasar páginas alocadamente, sino porque nos acompañará más allá de la última frase.

 

 

 

17 de noviembre de 2023

Juana la Loca. La cautiva de Tordesillas (Manuel Fernández Álvarez)

 



Nuestros textos escolares suelen ofrecer una visión tranquilizadora de la transición entre el fin de la Edad Media y el comienzo de la Edad Contemporánea en nuestra historia. Así, se pasa con notable desenvoltura del reinado de los Reyes Católicos al de Carlos I, con la salvedad, casi folclórica de las Comunidades y las Germanías. También se conoce superficialmente a Juana la Loca, una hija desdichada de los Reyes Católicos que enloqueció por la muerte de su marido, poco más.

Juana la Loca. La cautiva de Tordesillas (Ed. Austral) viene a cubrir este vacío para dar cuenta de la trascendencia histórica de su figura, más relevante de lo que se suele considerar, pero también de su drama humano, de lo que tiene de cierta esa supuesta locura y de sus causas si las hubiera.

   

Las tendencias nerviosas de Juana ya se habían puesto de manifiesto en diversas ocasiones en las que no parecía someterse de buen grado a las complicadas reglas de la monarquía y su estricto protocolo. Tercera en la línea sucesoria, no pareció recibir especial afecto de sus padres que, sin embargo, la emplearon, según era costumbre en la época, como moneda de cambio matrimonial en la política de alianzas para aislar al rival francés.

Enviada a Flandes a una temprana edad, acompañada de un pequeño séquito, más controlador que protector, vivió en una corte que no la apreciaba, cuya lengua tardó en aprender y, sin embargo, vivió consumida por el amor a su marido. Una fogosidad sexual de la que aquel parecía gozar a menudo, al menos con la misma intensidad con la que buscaba amoríos fuera del lecho conyugal. La insistencia de Juana era tal que Felipe pasaba temporadas tratando de evitarla para luego volver a ceder a sus demandas. Así, Juana, consumida por unos celos enfermizos, devino en irascible y desconfiada, perdió modales y descuidó sus cuidados físicos y espirituales, con grave preocupación de sus padres que eran informados puntualmente de estos desvaríos.

Pero, al parecer, y tal y como la misma hija le recriminaba a la madre, la casta y equilibrada Isabel la Católica, ésta también pasó por episodios similares en los que los celos le hicieron ponerse en evidencia y perder los papeles, la compostura y, sin embargo, logró superarlo, recomponer su regia figura, asentarse en sus cabales y asumir el papel que hoy se le reconoce. Así, la joven Juana llegará a espetar a su madre que también ella podrá volver a su ser, a su normal comportamiento si ella pudo hacerlo. Pero es que la sombra de cierta melancolía, término que sin embargo aún tardaría unos cuantos siglos en formularse como enfermedad del alma, proyectaba una sombra alargada en aquella dinastía de los Trastámara. La madre de la reina católica, Isabel de Portugal, vivió sumida en sus miedos y tinieblas gran parte de su vida, tras la muerte prematura de su marido, Juan II. Recluida en Arévalo, Isabel la visitaba acompañada de sus hijos, y así Juana pudo tener una temprana premonición de cuál sería su suerte, cambiando Arévalo por Tordesillas.

 

 


 Pero el gran juego de la historia también tomó a Juana entre sus crueles lazos haciendo de ella un muñeco roto entre bandos opuestos. La muerte de sus dos hermanos mayores la convirtieron en heredera al trono de Castilla de manera sorpresiva colocando a Felipe el Hermoso en la posición de poder ser soberano de los reinos peninsulares, sus posesiones africanas, mediterráneas y el enigma que aún era el Nuevo Mundo. Demasiado para las ambiciones de Fernando el Católico, fuente de inspiración del florentino Maquiavelo, que urdió todo tipo de intrigas para apartar a su hija, y por tanto a su yerno, del gobierno efectivo.

Así, a la muerte de Isabel, su testamento deja a las claras que el gobierno del Reino de Castilla deberá ser llevado por Fernando hasta la mayoría de edad del nieto, Carlos. Así, Juana recibe el título de reina, pero vacío de contenido, al tiempo que su marido queda al margen de cualquier posición de poder. Ni el testamento de Isabel, ni las disposiciones posteriores son discretas en los motivos de esta decisión, evidenciando la poca confianza que inspira el seso de Juana.

El matrimonio regresa de Flandes a España y Felipe el Hermoso tratará de jugar sus cartas para hacerse con el poder efectivo, aliándose con parte de la nobleza terrateniente que había sido sometida por los Reyes Católicos y que ahora veían la oportunidad de volver a enseñorearse. Sin embargo, la muerte, una constante azarosa en toda esta historia, le llega en Burgos provocando la caída definitiva de Juana en la depresión y su apartamiento del mundo.

Libre queda el camino para los planes de Fernando que, incomprensiblemente, se había casado poco antes con Germana de Foix, una infanta de Francia, el sempiterno enemigo a cuyo aislamiento ha sacrificado la felicidad de sus hijas, dispersandose en bodas por todo el Continente. Y todo ello con el único fin de lograr descendencia e impedir que la Corona de Aragón también recayera en Juana y Felipe. Pero el único hijo de la pareja muere a las pocas horas de nacer y la unión de Castilla y Aragón se consolida casi en el tiempo de descuento. La boda trajo consigo como efecto colateral, la anexión del Reino de Navarra, construyéndose de manera prácticamente definitiva las fronteras de lo que hoy llamamos España.

A la muerte de Fernando el Católico llega la regencia de Cisneros y, finalmente, Carlos I se presenta en España con una reina formal, ya recluida en Tordesillas, con la que mantiene una relación extraña, no menos que la que el joven mantendrá con su abuelastra, Germana de Foix, de la que nacerá una hija. Juana volverá a saltar a la palestra con la revuelta comunera, cuando los rebeldes tratan de ganarse el reconocimiento de Juana como soberana del reino, si bien ésta nunca terminó de posicionarse, tal vez ya no era capaz de comprender el papel que jugaba en toda aquella compleja trama.

Al margen de la historia de Juana, pero muy relacionado con ella, el primer capítulo aborda un tema necesario y poco conocido, como es el del tratamiento de la locura o cualquier tipo de enfermedad mental o de desvarío nervioso. Como es natural, en aquellos tiempos, este tipo de dolencias corrían el riesgo de ser identificadas con problemas espirituales. Una demencia no era sino una posesión del demonio y, por tanto, los tratamientos eran los consabidos exorcismos, medicamentos que solían contribuir al agravamiento, interminables ceremonias y ritos y, según el caso, juicio y hoguera. De todo ello pareció librarse Juana, aunque esto no mitigó su indudable dolor, acrecentado por la soledad en que vivió casi todos los años de su desdichada vida.    

Nada resta trascendencia sin embargo a la vida de Juana, que trajo al mundo a dos emperadores del Sacro Imperio Germánico, Carlos y Fernando, fue reina de Castilla, Aragón y Navarra. Su matrimonio vinculó a la Corona española con los territorios de Flandes y, en suma, colocó a este país, en la Edad Moderna, completando una transición que habían iniciado sus padres.

 

Manuel Fernández Álvarez fue un historiador español, fallecido en 2010, que dedicó su vida al estudio de nuestros siglos XV y XVI. Al margen de sus trabajos académicos, publicó tres biografías cruciales para comprender ese periodo de nuestra historia. En concreto, sobre Isabel la Católica, Juana la Loca y Carlos I. Es decir, la historia de una abuela, su hija y su nieto, todos ellos coronados.

En el caso del libro aquí comentado, y pese a tratarse de la obra de un erudito académico, en ningún momento nos encontramos ante un texto de complicada lectura, rebosante de notas, fechas y nombres totalmente desconocidos. Al contrario, Fernández Álvarez se desenvuelve con la maestría de un novelista a la hora de penetrar en la psicología de sus personajes, de avanzar hipótesis o de extraer conclusiones. Su estilo desenvuelto y ágil es la perfecta muestra de que la combinación de rigor y divulgación pueden ir de la mano y de que los conceptos complejos lo son tan solo por la falta de pericia del autor.