La Literatura sobre el Holocausto es enorme. Abarca ensayos, estudios académicos, memorias, correspondencias, libros sapienciales, relatos de alto valor literario, aunque también obras que buscan la lágrima fácil. Y por ello parece complicado encontrar algún libro que pueda aún sorprendernos, que ilumine algún otro aspecto no abordado previamente. De ahí que Calle Este-Oeste (Editorial Anagrama), traducido por Francisco José Ramos Mena, sea un relato esencial sobre este campo, pero desde una perspectiva poco frecuente: el modo en el que las potencias aliadas se enfrentaron a la necesidad de juzgar a los jerarcas nazis conforme unas normas que no existían, que apenas se venían esbozando desde unas décadas antes, evitando el riesgo de que los juicios de Núremberg se convirtieran en una mera pantomima que escondiera la tradicional venganza del vencedor sobre el vencido.
Este libro narra el proceso por el que dos conceptos jurídicos, crímenes contra la humanidad y genocidio, que aún hoy siguen resultando polémicos, fueron alumbrados y asumidos por las potencias vencedoras dando forma a un nuevo modo de entender el Derecho Internacional. Para ello, nadie mejor que Philippe Sands, un prestigioso jurista británico que ha formado parte del Tribunal de Justicia de la Unión Europea y del Tribunal Internacional de La Haya y que ha intervenido en procesos contra Pinochet, la guerra de Irak o el exterminio en Ruanda entre otros.
Y es que esta labor de reconstrucción del origen de ambos conceptos y delitos se puede seguir fácilmente puesto que ambos fueron obra de dos juristas prestigiosos, Hirsch Lauterpacht y Raphael Lambkin. Pero antes de avanzar, clarifiquemos ambos conceptos. Los crímenes contra la humanidad pretenden juzgar a los Estados y sus gobernantes, militares funcionarios y demás integrantes del aparato estatal o paraestatal que cometan crímenes contra un gran número de sus ciudadanos. Es decir, ya no estamos ante cuestiones internas de cada Estado sino ante hechos que pueden ser enjuiciados por otros Estados, que pueden incluso llegar a justificar el derecho a la intervención en asuntos internos. Por tanto, se trata de la defensa del individuo frente al Estado que no cumple unos mínimos.
Por el contrario, el genocidio se produce cuando el ataque no se lleva a cabo contra ciudadanos sino contra grupos étnicos, raciales, religiosos, … y en los que el individuo es perseguido por pertenecer a uno de esos colectivos.
Y la cuestión no es baladí puesto que refleja las dos tendencias básicas de todo el pensamiento occidental desde la Ilustración. De una parte, el liberalismo que prima al individuo como elemento político básico; de otra, el grupo al que pertenecemos, el que nos otorga una historia, un proyecto vital colectivo cargado por defecto en nuestros genes, en nuestro origen.
Ambos conceptos buscan, al fin, lo mismo, la limitación del poder de los Estados. Y, sin embargo, poner el acento en uno u otro puede tener graves consecuencias. Primar el grupo favorece una dialéctica de la confrontación y puede llegar a hacer pasar por alto los crímenes cometidos contra quienes no están incluidos en ningún colectivo, favoreciendo la victimización. Pero obviar que nacemos en un entorno, que cargamos con consecuencias genéticas y de otro tipo por nuestro origen, y que esta diferenciación sin más genera el odio y el deseo de exterminio, supone ignorar una especial maldad que el tipo penal debería tener en cuenta.
Y lo que llama la atención de Stands, y aquí volvemos de nuevo al libro, es que los creadores e impulsores de ambos conceptos, tuvieron un papel muy activo durante la preparación y desarrollo de los juicios de Núremberg pero, más sorprendentemente, ambos eran judíos, ambos habían nacido en lo que fue Polonia durante un tiempo, actualmente Ucrania, y ambos habían cursado estudios y frecuentado a los mismos profesores de la Universidad de Lviv, la antigua Leópolis del Imperio Austrohúngaro. Y es en esa localidad donde encontramos un tercer hilo que trenza la historia de Calle Este-Oeste, allí nació y vivió el abuelo del autor, Leon, de donde escapó durante los pogromos y conflictos que siguieron al final de la Gran Guerra, refugiándose en Viena, de donde tuvo que volver a huir tras el Anschluss.
Stands reconstruye la peripecia vital de Lambkin y Lauterpacht, tratando de encontrar en sus experiencias y personalidades diferenciadas el origen de sus convicciones y del concepto jurídico que crearon y defendieron. Pero también, la vida de su abuelo materno, marcada por los mismos acontecimientos. Los tres judíos, los tres ciudadanos de una Polonia de entreguerras poco dispuesta a defender sus derechos, los tres emigrados a su pesar. Como es natural, el proceso de reconstrucción de la peripecia de su abuelo, un ciudadano corriente, sin huella en la Historia, resulta más complicado, apenas sin fuentes, meras notas, cartas rescatadas por su madre, fotografías y poco más. Sin embargo, a través de un esfuerzo de rastreo encomiable, que evoca al de Natascha Wodin y su Mi madre era de Mariúpol, logra una imagen de Leon, sus circunstancias y razones, un retrato por el que desfilan otros personajes que se cruzaron con él y quedan cuenta de cómo pequeños encuentros, inexplicables relaciones forjan los hechos que llamamos vida.
Pero este trío de judíos exiliados se enfrentan al fantasma de Hans Frank. el abogado personal de Hitlerr en sus primeros años, durante el ascenso nazi al poder, y que fue nombrado Gobernador General de Polonia tras la invasión del país, siendo por tanto, responsable del exterminio de judíos, polacos, prisioneros rusos, etc. Frank también pasó por la Universidad de Lviv donde dará un discurso a favor del exterminio, en las mismas aulas en las que, años atrás, se había plantado la semilla de los dos delitos que terminarían por llevarle a la horca en Nuremberg.
Los entresijos de su vida en Varsobia los relata Sands la ayuda de Niklas Frank, hijo del nazi, de quien reniega y que ha dedicado parte de su vida a dar charlas y conferencias repudiando la labor de su padre, trabajando en escuelas para explicar la crueldad que jamás debió haberse producido y que nunca deberíamos volver a conocer. Con él visita la sala del juicio de Nuremberg, la puerta por la que salió su padre para escuchar el veredicto final, el patio en el que fue ahorcado y con él explora los sentimientos de culpa y asco.
Todos los elementos del libro confluyen en la sentencia del juicio de Nuremberg, un punto de partida para los nuevos conceptos del Derecho Internacional que aún hoy pugnan por consolidarse, pero factores como la culpa individual y colectiva, la reparación mediante el castigo (la horca en este caso) y el revisionismo con el que algunos miran a esta época forman un elemento vertebrador fundamental. Parte de estas ideas fueron desarrolladas por el autor en un documental de notable éxito (Mi legado nazi) de muy recomendable visionado.
Y es con estos elementos tan dispares como se escribe un libro que se lee como un tratado de Historia, como un ejercicio de autobiografía familiar, como una búsqueda de sentido a nuestros actos y las consecuencias que engendran y como una novela detectivesca en la que los elementos se van desplegando con sabia prudencia. Esta combinación hace de Calle Este-Oeste un libro intrigante pero absorvente, una lectura de difícil abandono que nos avanza preguntas, que nos hace lamentar que nuestras letras no tengan títulos de similar aliento o que obras tan fecundas se construyan sobre la muerte y dolor de tantos.