9 de julio de 2024

El ángel de Múnich (Fabiano Massimi)



En septiembre de 1931 aparece muerta Geli Hitler, la sobrina de Adolf, en los apartamentos que ambos ocupan en Múnich. La muchacha tiene una herida de bala próxima al corazón que le ha perforado un pulmón provocando su asfixia. Ha caído de bruces golpeándose la cara, rompiendo su nariz y dejando un notable charco de sangre. Una escena estremecedora incluso para Sauer y Foster, los dos detectives a los que se encarga la investigación y que aparecen por la casa pocas horas después de la muerte.

 

Aunque son avezados investigadores, de lo mejor de la policía de Múnich, lo cierto es que la empresa de averiguar lo sucedido no es fácil, en especial porque su responsable les exige alcanzar una conclusión en apenas ocho horas. La relevancia pública de Hitler ha crecido desde su fallido intento de golpe de estado y su encarcelamiento. La publicación del Mein Kampf le ha permitido expresar sus ideas ganando adeptos dentro de la extrema derecha, orillando a las organizaciones de veteranos y otros grupúsculos, haciendo creer a la derecha industrial alemana que su candidatura puede no ser un mal antídoto contra el bolchevismo y la radicalización de los obreros sometidos a una crisis económica sin precedentes.


De hecho, Múnich se ha convertido en el feudo nazi, una ciudad en la que el partido ha logrado infiltrarse en todas las capas del poder, sea económico, periodístico o policial. Así que el mensaje que los detectives reciben es sencillo. Hay que aclarar lo sucedido, ser discreto y no dar tiempo a que la prensa o los políticos, del signo que sea, comiencen a tratar de utilizar la muerte a su favor.

 

Sauer y Foster son unos grandes profesionales y en ese breve plazo llegan a una conclusión compartida también por el médico forense que aparece pocos minutos después. Estamos ante un suicidio. Tenemos el qué y el cómo, tan solo queda averiguar el móvil, qué ha podido impulsar a una joven alegre, vital, hermosa, una supuesta promesa del canto, la sobrina de una figura política ascendente que la adora, a quitarse la vida.


Pero es que el suicidio parece la única explicación. Geli ha tomado la pistola de su tío, se ha encerrado en su habitación y se ha disparado tras una discusión con Hitler antes de que éste parta de viaje hacia Hamburgo para dar un mitin. La discusión parece girar en torno al deseo de Geli de dedicarse de manera profesional a la música tras recibir clases de canto y manifestar su voluntad de instalarse en Viena. Pero ni siquiera todos los testigos parecen corroborar esta supuesta pequeña trifulca doméstica.


Y cuanto más se trata de profundizar en la vida de Geli, más contradicciones surgen en la versión oficial. Las entrevistas al personal de la casa o a los encargados por el partido de ofrecer su versión, señalan diversas causas, amores varios, un supuesto embarazo, una vida opresiva en compañía de un tío que la adora y está obsesionado por ella hasta el punto de no dejarla salir sola de casa sino es en su compañía o en la de algún acólito de confianza. Un suicidio fruto de un conjunto de razones, ninguna de ellas suficiente por sí misma, todas ellas juntas concluyentes y letales para una joven llena de vida, hasta que deja de estarlo.


El ángel de Múnich, escrita por Fabiano Massimi y editada por Alfaguara y traducida del italiano por Francisco Javier González Rovira, es una novela que conjuga el género negro y el histórico en sabias proporciones. La mezcla de personajes reales y ficticios se revela perfecta e indistinguible. Su retrato de los futuros jerarcas nazis es certero pero no trata de dibujar en ellos rasgos que solo se acentuaron e hicieron evidentes en el futuro. Ahora los muestra como lo que son ese año, en 1931, una cuadrilla de medrosos políticos, cocidos en las propias intrigas del Partido, ansiosos por alcanzar el poder a cualquier precio pero tan preocupados por sus enemigos políticos como por los del propio partido. Miserables y mezquinos, traicioneros y mentirosos, solo temibles por su coqueteo con la violencia a través de los esbirros ideologizados de las SA y las SS, quienes les sirven con ciega lealtad.

 

Los verdaderos héroes de esta tragedia son, a parte de la bella y alegre Geli Hitler, Sauer y Foster, reflejo de esa pareja clásica de investigadores, perfecto complemento mutuo. Sauer, soltero y melancólico, Foster, alegre y borrachín, pero ambos comprometidos desde hace años en la lucha por la verdad. Unos profesionales que no cejan en el empeño de averiguar el motivo del suicidio creyendo ver en él la clave de algo que no termina de encajar. Especialmente les escama el interés de los miembros del partido por sembrar algunas pistas falsas, en apariencia innecesarias, injustificables, pero que levantan las sospechas de estos profesionales.

 

Pero el tiempo apremia y las conclusiones se presentan en el plazo estipulado: suicidio. Publicado el informe, la prensa se echa encima de la policía, del ministro de interior de Baviera, escandalizada, oliendo la carnaza que la joven sobrina de Hitler ofrece. Y la investigación se reabre para volverse a cerrar poco después. Entre tanto, el mismísimo Hitler se ha entrevistado con Sauer y le ha confiado sus miedos, su deseo de que se esclarezcan los motivos que han podido llevar a su sobrina a tan trágica decisión. De alguna manera, abre a Sauer la puerta del Partido para que pueda investigar libremente y bajo su supuesta protección lo que ha sucedido realmente. La investigación continúa de manera oculta, discreta.

 

Y es que ni el mismísimo Hitler es más poderoso que el partido, porque las entidades impersonales, las grandes corporaciones, los partidos, el pueblo, todos esos conceptos jurídicos indeterminados son el escudo perfecto tras el que se esconden los timoratos y cobardes, los criminales y pacatos, con el único fin de dar rienda a sus más bajos instintos. En esta novela Hitler casi parece un pelele, un muñeco en manos de una camarilla desastrada y patética que solo trata de ganarse su favor al tiempo que recopila pruebas en su contra para poderlas emplear llegado el caso.

 

Y así, Sauer nos lleva de paseo por todo Múnich, visitando la sede del partido, el despacho de Goebbels, los campos de aviación en los que practica Göering, la casa en la que se recluye a Hitler para que se recupere tras la noticia de la muerte de Geli, tal vez para mantenerlo protegido de quienes le puedan amenazar, tal vez para secuestrar su voluntad en un momento de tanta incertidumbre. Porque la camarilla que rodea al líder se muestra como lo que es, una pandilla de meros cobradores, manipuladores, sembradores de pruebas falsas, ávidos de riqueza y poder, pero faltos de carisma y valor, escudados tras la vehemencia del líder, aguardando su momento.

 


El ángel de Múnich es una novela perfecta y detallada, extensa en la justa medida para ir desvelando poco a poco las pistas, jugando como en todas estas novelas a engañar al lector, a hacerle seguir rastros engañosos para, de golpe, devolverle a una senda antes descartada. Pero también es lo bastante exigente como para poder dibujar con seguridad a los protagonistas, a los dos detectives y a Geli, para dotarles de una vida y un aliento que en el caso de Sauer y Foster es pura ficción y en el de Geli perfecta recreación de su vida truncada, sus sueños y anhelos perdidos.

 

Massimi es un excelente narrador. No tiene prisa a la hora de desentrañar los misterios que van desvelando sus personajes. Se toma su tiempo para describir el ambiente de los años treinta, la crisis de la República de Weimar o la convulsa política local. No le importa desviar la atención con saltos a la vida pasada de Sauer, auténtico epicentro del relato, ni a retomar hilos dejados a la deriva decenas de páginas atrás. Tampoco le tiembla el pulso a la hora de dejar entrever la verdad del crimen antes de concluir la novela, lo que es una arriesgada apuesta para un género en el que se pretende guardar la intriga hasta la última página. Pero en El ángel de Múnich los personajes de ficción tienen tanta fuerza y veracidad que nos resultan más vívidos que el patán Hoffmann o el orondo Görimg.


La verdad histórica está cuidada hasta un cierto punto puesto que Massimi nos ofrece su propia respuesta a un enigma que aún sigue oculto en nuestros días. Pero como conocedor de los hechos ha tratado de unir los cabos más débiles del supuesto suicidio y ha esbozado su propia respuesta, su quién, cómo y porqué, y tal vez ésta sea la parte que menos me ha gustado ya que el despejar el aire de indefinición que tienen estos hechos para todos aquellos que ya conocíamos la historia no parecía necesario, tal vez sí desde un punto de vista novelístico, pero creo que quizá sea la parte menos conseguida, si bien, será la que más guste a los fanáticos del género. Buena prueba de ello es el éxito y reconocimiento obtenido habiendo sido merecedora del Premio Asti d’Appello y del Premio de Lectores de Novela Negra de Livre de Poche 2012.


Y llegados a este punto, hemos de volvernos hacia Geli, ese ángel de Múnich cuya tragedia puede reducirse al adagio tan manido de que se encontraba en el lugar equivocado, en el momento equivocado. Como hija de la medio hermana de Hitler, logró un grado de intimidad que le trajo la desgracia. La perversa personalidad de su tío la arrojó a un callejón sin salida. Adolf quería mantenerse soltero puesto que creía que debía reservar todas sus energías para el pueblo alemán. Sin embargo, su atracción sexual por Geli era tan evidente que saboteaba cualquier intento de la joven por salir, relacionarse con hombres o entablar noviazgos. Atados por una relación imposible, la muchacha pareció optar por la única salida factible, o tal vez otros decidieron que su influencia sobre Hitler era demasiado intensa, que le desviaba de su futuro, que tal vez podían encontrarle otra muchacha, como Eva Braun, la secretaria de Hoffmann, quien podía resultar más maleable, menos casquivana y llamativa, menos independiente y vivaz. Ésta fue la tragedia de Geli, la desgracia que, de un modo u otro, acabó con su vida.

  

 

1 de julio de 2024

Blues. La música del Delta del Mississippi (Ted Gioia)


El blues es una música que hunde sus raíces en el Delta del Mississipi y que, desde allí, se expande al resto de los estados de la Unión, en especial a todos aquellos cruzados por la autopista 49, por la que los antiguos apareceros negros fueron subiendo a las más ricas y prósteras Texas, Memphis, Detroit y Chicago, en un camino que marcaba la huida de un estado de pobreza que rallaba el semiesclavismo, huyendo de los estados Jim Crowe, aquellos en los que la abolición de la esclavitud supuso la creación de un nuevo marco legal segregacionista.


Pero estos orígenes son tan inciertos que como señala el propio autor de este libro, no solo no sabemos a qué se refiere realmente la palabra blues, ni siquiera si es un vocablo singular o plural. Es un lugar común remontarse a las tradiciones africanas, a los cantos comunales, a las tradiciones de juglares y poetas nómadas. También se trata de buscar una cierta relación entre los instrumentos musicales de una y otra parte del Atlántico. Así, el balafón o la kora se citan como antecedentes de instrumentos que han pasado a Norteamérica de un modo u otro.


Tal vez este esfuerzo resulte muy loable, si bien, lo único cierto es que los descendientes de aquellos esclavos traídos a la fuerza de África Occidental son los que crearon esta música, pero aquí puede terminar el parecido. Si aquellos esclavos hubieran venido del Norte de África o de las tierras aragonesas podríamos formular sesudas teorías sobre la comunión entre blues y los tambores del Atlas o la jota, dicho con todo el respeto para todos estos folclores.


El blues es, por tanto, una manifestación única y propia del Sur de los Estados Unidos, con una prevalencia mayoritaria en estos orígenes de la zona fértil que conforma el delta del río Mississipi, y todo ello debido a que esta tierra rica, a decir de algunos, la más fecunda de comienzos de siglo XX de todo el mundo, estaba llena de plantaciones que cultivaban el algodón con mano de obra intensiva, principalmente braceros negros, en unas condiciones de vida míseras, con sueldos de mera subsistencia y con una escasa posibilidad de ocio más allá de la que ellos mismos pudieran proporcionarse.


Y estos primeros intérpretes tuvieron que emplear forzosamente instrumentos básicos, baratos y de fácil aprendizaje. El arco diddley fue un primer ejemplo. Un alambre empleado para embalar algodón se tensaba sobre una madera y se enganchaba a una caja metálica, normalmente de tabaco, con lo que se lograba amplificar el sonido. Con un cuchillo, una navaja o un simple metal se pulsa la cuerda, a modo de un slide primitivo, sobre el arco sin trastes. De aquí, el paso a la guitarra fue un salto natural condicionando el modo de tocarla, con un gran peso del slide, ahora ya obtenido por el cuello de una botella roto y limado para evitar cortes, creando los primeros y genuinos bottleneck de la historia.


También la tradición musical a la que hubieron de recurrir fue básica. Una parte de canciones espirituales, otra parte de canciones de taberna con expresiones obscenas, referencias continuas al sexo o a un embrutecimiento que reflejaba las extremas condiciones. También, sin duda, las canciones de trabajo, con su monótona cadencia y su repetición de ritmos y frases.


Se entiende así que los primeros bluesmen hayan sido en muchos casos antes que músicos (en ocasiones también después, tras una breve carrera discográfica de apenas unos cuantos discos) aparceros, trabajadores del campo. Pero también que hayan transitado desde el lado canalla del blues, al más limpio de los altares y las prédicas. Y tampoco podemos esquivar la realidad de que estos hombres vivían tiempos peligrosos, o ellos mismos hacían a los tiempos peligrosos. La penitenciaría de Parchman se convirtió en una especie de pensión del blues y por sus dependencias pasaron ilustres artistas como Bukka White o Son House, todos ellos por delitos de sangre. Y en sus instalaciones recaló Alan Lomax para grabar a alguno de ellos o para comprometer su honor a cambio de que se permitiera una salida excepcional de un convicto para acudir a un estudio de grabación algo más decente que las meras máquinas portátiles de que disponía el bibliotecario del Congreso, y que, tras el descubrimiento años atrás de Leadbelly, sabía que las prisiones estaban llenas de intérpretes a la espera de una oportunidad.


Ted Gioia traza en Blues. La música del Delta del Mississipi (ed. Noema) un retrato vívido de esta zona del Sur, explica sus condiciones de vida, su conexión con África, obviando tal vez el peso de otras influencias como la caribeña o de las tradiciones musicales blancas que tal vez pudieran escucharse por la zona, y centra más su estudio en esa vinculación con África que, a mi modo de ver, deja todo sin explicar por remontarse a mucho tiempo atrás, una cadena de unos 250 años que es difícil que se mantuviera viva más allá de unos pocos rasgos que se enriquecieron con otros tantos elementos más recientes, más próximos, y que, por tanto, pudieron llegar a tener más peso.


Sea como fuere, su introducción es vibrante y de gran interés en un autor que sabe narrar sus historias combinando la anécdota con el enfoque general para lograr un mejor acercamiento.


Y pronto pasa al centro de la obra, a los más importantes intérpretes del género.  Debemos aclarar en este punto que el libro, su título no llama a engaño, no es una historia del blues, sino de las raíces de éste en el Delta, sobre los músicos que nacieron o grabaron allí, que crearon estilos que de allí salieron, desde sus comienzos hasta nuestros días. De ahí que aparezcan no solo el seminal Charlie Patton y la estrella de Robert Johnson sino también la discográfica Fat Possum Records y los más recientes Black Keys.


Y es aquí, cuando Ted Gioia entra en las biografías de cada bluesman, en sus relaciones e influencias recíprocas, en cómo tomaban y hacían materiales ajenos, cuando la obra despega definitivamente. El viaje parte de la remota St. Louis Blues publicada en 1914 por W. C. Handy, primera canción reconocida como blues por muchos estudiosos y que surge de la comunión de la música más ortodoxa con la influencia que las corrientes populares tuvieron en su autor y, muy especialmente, lo que escuchó de un anciano músico vagabundo en una estación de ferrocarril en 1903, hasta la irrupción definitiva del género a través de Charlie Patton con todas las incógnitas que nos dejan unas vidas de las que apenas tenemos una o dos fotografías, unos cuantos registros fonográficos, algunas notas autobiográficas que los protagonistas solían emplear más para ocultar que para mostrar desdibujando sus peripecias en un marco de leyenda.


Pero lo cierto es que esa primera hornada del blues, con el ya citado Patton, Blind Lemon Jefferson Son House y Bukka White, sentaron las bases de lo que hoy entendemos de manera definitiva como blues. Un conjunto de técnicas, ritmos, estilos y temáticas que dieron base a un lenguaje nuevo que no ha dejado de crecer hasta nuestros días. Desde los cantos rurales, las menciones al diablo, a la salvación, las frases tópicas, los doce compases, el uso intensivo del slide, pero no así una tristeza inevitable ya que en muchas ocasiones los temas eran más bien groseros y arrabalescos, sexuales y provocativos, como no puede ser de otro modo en unos músicos que se ganaban la vida en tugurios de mala muerte y en la que no ganaban mucho si los clientes lloraban y no consumían. Se trataba de darles también la oportunidad de escuchar en boca ajena no sólo las propias desdichas, también los anhelos y groserías que uno apenas se atrevería a formular.


Los músicos de blues de los años veinte debieron ser infinitos, en cada local, cabaña de plantación o calle de cualquier población mediana, los bluesmen debieron ser legión pese a que de ellos tan solo queda el rastro de los afortunados que pudieron dejar registro sonoro de su obra, confiamos en que tal vez los mejores, sí los que más fama dejaron desde luego, pero no los únicos. Gioia se lamenta de que hay músicos citados o recordados, músicos que enseñaron a tocar a otros ya conocidos y a quienes se refieren como verdaderos maestros y de los que ni siquiera tenemos la seguridad de que no fueran invención de los supuestos ahijados.


Porque de esos años pocas certezas quedan. La intensa búsqueda de certificados de nacimiento para tratar de peinar la zona en busca de datos ciertos, de las fechas y lugares exactos de nacimiento de Robert Johnson y otros tantos no siempre han arrojado luz, pero sí muchas dudas. Hay intérpretes que falseaban intencionadamente sus fechas de nacimiento para evitar la movilización durante la Primera Guerra Mundial, que confunden a veces de manera intencionada sus nombres con los de parientes para evitar prisión o quién sabe con qué otros fines.

 


Pero esta primera generación que lograba hacerse hueco en el mercado discográfico y que pareció llamar la atención de algunas compañías que enviaban a rastreadores o se servían de vendedores locales para hacer de cazatalentos y que desplazaban sus primitivos equipos para hacer sesiones de grabación precarias en habitaciones de hotel o traseras de establecimientos de bebidas en las que se filtra el sonido de un tren que pasa o risas del servicio de habitaciones, cayó casi en la ruina con el crash del 29 y la posterior crisis económica. Sin duda, ésta hizo mucho por el blues, aumentó el número de temas, forzó la inmigración de aparceros que subieron hacia el Norte, en busca de mejores oportunidades y expandieron su música haciéndola crecer con la mezcla de otros estilos, otras influencias. Pero también redujo gran parte de la actividad de estos músicos a la actuación en público, no al registro sonoro, por lo que gran parte de estos nombres, que sin duda, fueron influencia de quienes luego llegaron, terminaron por caer en el olvido o en el pie de página de apenas una referencia de la memoria de Son House y algún otro bluesman, allá por los años sesenta.


Y si de leyendas y falsedades hablamos, el nombre que más a mano nos viene es el de Robert Johnson. Ni su fecha de nacimiento ni las circunstancias exactas de su muerte, más allá de que es probable que fuera envenenado por celos, son hechos ciertos. Tampoco esa mítica leyenda de que se encontró con el diablo en un cruce de caminos y le vendió su alma a cambio de enseñarle a tocar la guitarra en condiciones, mito que, por otra parte, también lo contaba otro bluesman previo, Willie Johnson. Sea como fuere, Gioia toma gran interés en desbrozar esta leyenda. Así, rastrea la importancia de la figura del diablo en muchas canciones previas a Johnson, el papel del demonio como amigo del músico ambulante, símbolo de esa vida canalla que muchos llevaban. Pero también la referencia demoníaca era el perfecto contrapunto a esas inclinaciones religiosas que tantos cantantes sentían no sin cierta incomodidad o contradicción. Gioia también cree que fue el propio Johnson quien se tomó la molestia de fomentar este mito y que no fue creación posterior, en los años sesenta, cuando las magras grabaciones de Robert Johnson desplegaron todo su impacto, especialmente en la música del blues que llegó en camino de vuelta desde Inglaterra.


Y en ese camino por la Ruta 49, del Sur a Chicago, seguimos las vidas de tres pilares esenciales de esta historia, Muddy Waters, John Lee Hooker y Howlin Wolf. Todos ellos crearon sus propios estilos. Waters con su impronta feroz, su uso del slide en un combo eléctrico, dentro de la Chess, una compañía fundamental para conocer este tiempo y la popularización de un género como ninguna otra compañía fue capaz  de hacer. El peso que tuvo en la música, su influencia en grupos como los Stones, quienes tomaron su nombre de una de sus canciones y que le versionaron con devoción, o The Animals. Pero también la increíble figura de Hooker, un músico que era tan prolífico que solía compaginar varias compañías discográficas al tiempo, con diversos nombres para evitar ser identificado y poder multiplicar sus ingresos, pero cuyo estilo es tan inconfundible que logró hacer de su música un género en sí mismo y que le llevó a un segundo renacer en al final de su carrera, grabando discos con Santana, Van Morrison y otros tantos, discos dignos, discos que aún conservaban su huella innegable.


Y terminamos con Howlin ́ Wolf, su temible porte físico, su voz animal y salvaje, su estilo inimitable, su comportamiento escénico que dejaría a Jim Morrison al borde del ridículo más pacato, y su rotundidad en obras propias o del tapado Willie Dixon, otro genio que es más conocido por sus contribuciones autorales a Howlin ́ y Waters que por sus propias interpretaciones.


Gioia no solo repasa los momentos de gloria de las carreras de estos artistas, también su evolución posterior, los discos en los que se trató fallidamente de relanzarles, de dotarlos de un sonido moderno como el Electric Mud de Waters o The Howlin´ Wolf Album, sin llegar a comprender que el público realmente lo que deseaba era la obra pura de estos héroes, que su legado debía ser respetado, si bien sólo en pocas ocasiones se lograba ese respeto, como en el caso de los últimos discos ya citados de Hooker o las conocidas como Londo Sessions de Wolf.


Y así seguimos con leyendas de la talla de Elmore James o del más célebre B. B. King y de tantos otros que han hecho del blues del Delta, en sus infinitas variantes, la marca de su propio estilo, llevándolo a nuevas fronteras, sacando partido de su versatilidad, de su emoción hasta nuestros días.


Pero si importantes son los artistas arriba citados, no lo son menos, y así lo reconoce Ted Gioia, personajes como Spair, que se dedicaron a grabar a estos palurdos campesinos con unos medios rudimentarios, confiando en su arte y arriesgando su dinero, las compañías discográficas que comenzaron poco a poco a permear las fronteras raciales de la industria, los cazatalentos, los etnógrafos, folcloristas y otros tantos. Tenemos a figuras tan míticas como John Hammond que fue el primero que reconoció el impacto de la figura de Robert Johnson a quien invitó a un concierto en el Carnegie Hall de Nueva York en 1938 y al que no pudo acudir por haber fallecido poco antes. Y también la figura inmensa para el blues, pero también para tantos otros estilos, como la de Alan Lomax, que recorrió impenitentemente toda la región grabando a artistas como Muddy Waters o Son House y que escribió su mítico La tierra donde nació el blues, una obra ya superada en determinados aspectos pero que tuvo un inmenso impacto en su momento.


Tampoco pasa por alto el autor, la importancia de todos aquellos que en los años cincuenta y primeros sesenta, peinaron el Delta para tratar de localizar a los creadores de aquellos pesados discos de cera y pizarra, no sabiéndolos muertos o vivos y que, en muchas ocasiones, trajeron una segunda vida a estrellas como Memphis Slim, Mississipi John Hurt o Big Bill Broonzy. Que lucharon por recuperar un legado que, tal vez sin su admiración y respeto, su dedicación y empeño, hoy estaría perdido para la posteridad.


Y también pasan por estas páginas las contribuciones de tantos otros estilos como las big bands o el naciente jazz de Nueva Orleans, las figuras de Jimmie Rodgers o la influencia del yoddle en algunos artistas de color. Lo mismo puede decirse de las jug bar, los medicine shows, el gospel o los denostados hoy en día minstrel shows. De todas estas influencias y otras tantas se da aquí cuenta porque nada en la vida deja de tener repercusión e influjo en lo que le rodea.


Finalmente, si algo positivo me ha traído la lectura de este libro, ha sido la de poder recuperar mi antigua colección de discos de blues, que no recordaba tan numerosa ni tan bien representada. Y también la de poder haber escuchado discografías de las que apenas si tenía uno o dos temas sueltos en la recopilación de turno. Para facilitar la lectura del libro, Gioia no solo ofrece un completo índice bibliográfico y numerosas fotografías, sino que enumera una lista de ochenta y nueve temas que considera imprescindibles para una completa comprensión de la música de la que habla. De esta lista existen sus correspondientes versiones on line, una de las cuales comparto más abajo, a fin de que cualquiera pueda sumergirse en estos tres acordes que han conformado gran parte de la música que hoy escuchamos y que, con un poco de suerte, despertarán el deseo de comprar y leer este libro.   

 






 

 

 

21 de junio de 2024

El último proceso de Kafka. El juicio de un legado literario (Benjamin Balint)



Ya hemos hablado en este blog sobre las instrucciones finales de Kafka a su amigo Max Brod (Los testamentos traicionados de Milan Kundera) o de cómo este amigo volvió a incurrir en terribles contradicciones en lo que se refiere a dejar atado y bien atado el futuro de su propio legado y del de los manuscritos originales que recibió como regalo de su amigo y que, por tanto, debían formar parte de su propia herencia (Los dibujos de Franz Kafka).


En El último proceso de Kafka. El juicio de un legado literario (Editorial Ariel, traducción de Joan Andreano Weyland), Benjamin Balint nos describe el complejo entramado jurídico que se abrió tras la marcha de Brod de Praga una fría noche del mes de marzo de 1939, cargando apenas con una maleta repleta de fotografías y recuerdos, de manuscritos propios y de Kafka.


Y aquí comienza ese periplo jurídico confuso del que haremos un breve resumen. Una parte de la obra original de Kafka era propiedad de su familia en tanto que herederos, y así se dispuso de ellos, tanto para su distribución literaria a nivel mundial, como para su entrega física a la Biblioteca Bodleiana de Oxford.


Sin embargo, otra parte de los legados de Kafka, así como otros materiales diversos como fotografías, cuadernos varios, manuscritos, ... pertenecían a Brod al haber sido recibidos como regalo o por haberlos rescatado directamente de la papelera de su amigo. Como muy bien decía Brod, lo que yo no salvé, se perdió definitivamente.


Ya en Israel, Brod trabó amistad con el matrimonio formado por Otto y Esther Hoffe, ambos también de Praga, si bien se conocieron en Tel-Aviv. Esther trabajó como ayudante y secretaria de Brod, hasta el punto de que éste le donó en documento privado los objetos que poseía de Kafka en 1947, ratificando el acto en 1952, con el fin de que pudiera disponer de ellos y, a su muerte, hacer entrega a alguna biblioteca pública, como la de Israel o similar. Ya en 1973, tras la muerte de Brod, Esther quiso disponer de parte de ese legado entregando manuscritos al Archivo de Literatura Alemana de Marbach. Sin embargo, esta transmisión no fue pacífica puesto que requirió la autorización de la justicia israelí que ya entonces comenzaba a plantearse asuntos como la posibilidad de declarar patrimonio nacional determinadas obras de judíos ilustres con preferencia a los legítimos derechos de propiedad de sus titulares. Sin embargo, en esta ocasión, Esther Hoffe se salió con la suya.


Cuando Esther fallece, ya en en 2007, a los 101 años, sus dos hijas acuden al notario a fin de legitimar el testamento de su madre mediante el que las nombra herederas universales. Por el camino Esther había heredado también la obra de Max Brod. Es aquí cuando el estado israelí comienza una pugna por evitar que las obras de Brod y Kafka pasen a manos privadas y alegan todo tipo de argumentos para hacerse con las mismas.


Entre estos argumentos consta el propio testamento de Brod que indica que Esther Hoffe podía disponer en vida de los manuscritos previamente donados por Brod pero que, a su muerte, debía hacerse entrega a una institución preferentemente israelí. Las hijas de Esther tienen a su favor el pronunciamiento derivado de la controversia de 1973 así como las dudas acerca de si los papeles de Kafka debían formar parte del legado de Brod o si ya habían salido del mismo por la donación privada a favor de su madre que se remontaba a finales de los años cuarenta del pasado siglo. Sea como fuere, se requirió el pronunciamiento de diversas instancias judiciales, llegando finalmente el asunto al Tribunal Supremo israelí quien ratificó todas las decisiones previas en contra de las Hoffe.


Si bien Balint dedica gran parte del libro a esta controversia judicial, como no puede ser de otra manera a la vista del título de la obra, lo cierto es que el volumen va mucho más allá y se convierte en un importante documento para reflexionar sobre el valor de los legados, la conservación de las obras maestras de nuestro tiempo, a quién pertenecen las mismas, las luchas nacionalistas y las consecuencias de un sentimiento de odio y culpa derivado de la Shoah que aún sigue afectando a las relaciones entre Alemania e Israel.

 

Vayamos por partes y remontémonos a los comienzos del siglo XX en la fría Praga en la que Kafka y Brod se conocieron trabando una amistad a todas luces improbable. Brod era enérgico, prolífico, confiado, con alta autoestima allí donde Kafka era apesadumbrado, reacio al elogio y a la autoindulgencia, cada línea que escribía era fruto de un gran esfuerzo que solía ser despreciado. Y pese a ello ambos mantuvieron una amistad constante, no sin sus altibajos, durante el resto de la vida de Kafka. Viajaron juntos a París, Suiza o Italia. Iniciaron una novela a dos manos. Planearon un negocio sorprendente anticipando el éxito de las guías Lonely Planet. Brod le publicitó e hizo las funciones de agente literario confiando en todo momento en la calidad de su obra.


Algunos de los capítulos de este libro dan fe de esa hermosa relación en la que el exitoso Brod es capaz de reconocer sin embargo, que el verdadero talento lo tiene su amigo y, en lugar de sufrir por ello, le empuja y anima, ayuda e incluso se encarga de la publicación póstuma de toda su obra dejando en segundo plano la suya propia.


Y continuamos así recorriendo la vida del amigo de Kafka tras la muerte de éste. El libro se torna en un periplo agridulce que da fe de los esfuerzos de Brod por dar a conocer al público la obra inédita de Kafka en un periodo tan complicado como el de entreguerras cuando la amenaza nazi ya comienza a materializarse, cuando su nombre aparece en las listas de autores prohibidos, cuando publicar supone un riesgo para la vida. Y en ese contexto Brod se afana en editar, recomponer, reordenar, titular y suprimir pasajes de los manuscritos de su amigo para conseguir versiones casi plenas de obras inacabadas y fragmentarias.   


Y no solo eso, también pone los primeros ladrillos del inmenso edificio de la kafkología publicando biografías, adelantando interpretaciones, sugiriendo una intención oculta en Kafka que trata de hacer coincidir con la suya propia. Y es tan grande su éxito en esta labor, que la obra de Kafka alcanza un reconocimiento mundial sin parangón. Y pronto llegan las críticas a su labor, a sus dudosos métodos, a su actuación como si fuera el propio escritor, como si la autoridad que emana de su amistad le confiriera los mismos e iguales derechos que al propio escritor. La publicación de testimonios de otros amigos de Kafka, de cartas y diarios, el estudio de los manuscritos en Oxford, todo ello termina por revelar algunas actuaciones no muy ortodoxas del infiel albacea.  


Es este Brod cuestionado y superado por una crítica metodológica contra la que no tenía suficientes herramientas ni conocimientos el que le hace pasar por un personaje algo antipático en nuestros días. Y es aquí donde Balint nos abre los ojos a un Brod distinto. Nos habla de cómo este incansable y voluntarioso hombre que se había convertido en una figura central de la vida cultural y política de Praga, en cierto modo de toda centroeuropa, que se carteaba con Stefan Zweig y otras tantas figuras relevantes de su tiempo, que había sido un gran impulsor y propagandista del sionismo y que, pese a ello, había gozado del respeto de los checos tras la creación de la República Checoslovaca, tuvo que rehacer su vida en esa patria anhelada de Palestina y cómo poco a poco todo su prestigio y labor quedó ensombrecida por la larga figura de su amigo Kafka.


Porque, llegado a Tel-Aviv, apenas pudo recuperar su impulso literario, su genio para trabar relaciones y crear círculos artísticos, revistas, organizar exposiciones o cualquier otro tipo de actividad para las que tanta facilidad había demostrado en su vida anterior.  


Porque lo cierto es que, aunque pronto obtuvo un discreto puesto en el naciente teatro oficial de la ciudad al concluir la guerra, su paso por esa institución se reveló más bien como un modo de apartamiento, de alejamiento oficial de todo tipo de acción relevante.


Brod, que supo hacerse un hueco en la complicada vida cultural centroeuropea, más allá incluso de Viena, que publicaba de manera incansable en todo tipo de revistas, que prolongaba sin tregua, que ejercía de agente literario de sus amigos, Kafka en especial, que pese a ello no dejaba de lado el activismo político y que, más aún, combinaba su vida matrimonial con continuas relaciones extramaritales, no pudo recrear siquiera en una mínima expresión todo aquel ímpetu y protagonismo. Así, pasó los años desde 1939 hasta su muerte en 1968 sumido en un destierro triste y gris. Y es doblemente terrible porque el alejamiento de la tierra natal siempre es doloroso, pero Brod creía ir a un lugar que era el destino sionista por excelencia, la nuEva tierra prometida en la que los judíos podrían liberarse de todos los yugos del pasado. Pero no eligió bien. Así como otros marcharon a Inglaterra, a Estados Unidos, él optó por la coherencia, por una promesa de Estado que aún tardaría años en materializarse y a la que creía poder contribuir.


Sin embargo, nada salió como esperaba. La escasa vida cultural de la futura capital israelí le ignoró de manera continua. No ayudó el hecho de que Brod fuera germanoparlante en un momento en el que los alemanes amenazaban a todos los judíos del mundo, cuando los italianos bombardeaban Tel-Aviv con sorprendente eficiencia, la que no hallaron para ocupar Malta, por ejemplo.


Tampoco ayudó el hecho de que parte de sus intentos de publicar nuevas obras lo fueran en alemán o de que tratase de separar este idioma de los actos de una parte de quienes lo hablaban. Una coherencia que sabemos no siempre es fácil de asimilar por quienes se ven repentinamente liberados de la opresión del pasado. No en vano, todavía la programación de un concierto con obras de Wagner es todo un ejercicio de riesgo en ese país


Brod murió solo, olvidado de todos, con una obra sumida en el olvido. Apenas había una sola librería en Israel que tuviera algún libro escrito por él a la venta. Ninguno en hebreo, todos en ediciones antiguas. Un destino triste.


Y junto a la reivindicación de la vida de Brod, Balint  también nos hace el retrato equivalente las Hoffe, la madre Esther y sus dos hijas Eva y Rut. Esther, quien dedicó su vida a acompañar a Brod en su trabajo y de quien se dice que mantuvo una relación con éste, hecho no muy contrastado, jugó un papel crucial en la vida de Brod ya que era una de las pocas personas en quien podía confiar. Pero la soledad de Brod parecía extenderse en todos aquellos que le rodeaban y así, también las hijas de Esther soportaron una tremenda presión durante el juicio. Balint  traba una cierta relación con Eva al cubrir el procedimiento judicial y nos traza un certero retrato de la desesperanza y desengaño en que vivió sus últimos años, perseguida por una campaña que trató de ridiculizarla y minusvalorarla, de mostrarla como incapaz de tutelar un legado tan impresionante como el que recibió de su madre. Por contra, Eva se veía como un mero actor secundario en un juego, consecuencia del cual, sus vidas fueron pasadas bajo un rodillo implacable.


Porque, y aquí llegamos al último punto tratado por el autor de este libro, el proceso judicial ponía de manifiesto cuestiones más generales que trascendían realmente a la posesión de unos papeles con más de cien años de antigüedad. Lo que estaba en cuestión era el derecho del estado israelí a poder considerar como patrimonio nacional la obra de cualquier judío con independencia del lugar en el que vivieran o la lengua en que escribieran. Y esto, sin duda, entraba en conflicto con el mismo derecho de otras naciones para las que la obra de un autor en su lengua, escrita en su territorio, con independencia de su religión, formaba parte de su legado nacional. ¿Podría acaso Austria renunciar a la figura de Freud o Zweig? ¿Podría Alemania dejar escapar la obra de uno de los autores en lengua alemana más representativos de su tiempo? Más aún, ¿debería hacerlo tras el Holocausto? No considerar como patrimonio propio estas obras, ¿podría ser visto como una nueva forma de antisemitismo? Rendir homenaje y honrar su memoria podría ser el modo de lograr la reconciliación con los fantasmas de un terrible pasado.



Ya se ha dicho que Esther Hoffe cedió algunos manuscritos a la Biblioteca de Marbach, entre ellos los correspondientes a El proceso. Esta biblioteca se había convertido en la receptora de los principales legados de autores en lengua alemana. Generosos fondos gubernamentales habían permitido la construcción de unas espléndidas instalaciones que permitían no solo la consulta ágil a infinidad de investigadores de los fondos en ella conservados, sino que estos eran custodiados a temperatura constante, con unos controles y cuidados excepcionales. Pero se llegó más allá, cuestionando el verdadero interés que había sentido hasta la fecha el estado israelí por la obra del autor checo. Ni una plaza, ni una calle, ni una biblioteca llevaban su nombre. Apenas había ediciones recientes de su obra. ¿Qué se pretendía reivindicar con la reclamación de sus manuscritos?   


Por contra, la alternativa que podía ofrecer el estado israelí era su Biblioteca Nacional, una institución que apenas poseía legados literarios equiparables, que no tenía instalaciones apropiadas para la conservación de objetos delicados y valiosos a diferencia de Marbach. No contaba con un departamento especializado en lengua alemana, lo que hacía casi inútil poseer los manuscritos de Kafka y aún los de Brod. En suma, la superioridad alemana era evidente en estos aspectos. Pero como no deja de ser habitual en estas controversias, el sentido nacionalista se interpuso con fuerza. La prensa israelí acusó a Alemania de abuso, prepotencia, de pretender hacerse con la obra de Kafka y de asegurar poder cuidar de ella cuando la obra del autor fue prohibida en aquel país durante el periodo nazi y cuando todas las hermanas de Kafka y muchos de sus amigos murieron en las cámaras de gas.


En la polémica terciaron expertos de talla como Reiner Stach o Kaus Wagenbach pero, finalmente, como era de esperar, la justicia israelí se pronunció a favor de su país. Cuando la justicia suiza convalidó la sentencia del Tribunal Supremo israelí, las cajas con el legado de Kafka llegaron de vuelta a Israel y fueron abiertas en la Biblioteca Nacional con gran aparato de prensa, cámaras y publicidad. Tal y como se habían comprometido las autoridades judías, la obra está a disposición de los estudiosos y curiosos a través de la página web de la institución. El sistema no es sencillo ni cómodo pero basta para cumplir formalmente con el requisito.


Ahora bien, queda la última cuestión suscitada por Balint a modo de epílogo: el sentido de los legados literarios hoy en día. Por una parte, la creciente relevancia de estos y la necesidad de que el autor en vida deje instrucciones concretas para su conservación y entrega a una institución apropiada. Solo así se podrán evitar problemas como los de Kafka o Brod. Pero también, y con independencia de que sea necesaria la conservación de estos legados, las nuevas herramientas tecnológicas vuelven en cierta medida irrelevante el destino concreto de los documentos. La difusión en línea de los mismos en formatos de alta definición permite a los estudiosos casi el mismo nivel de estudio que la presencia física en el archivo correspondiente, con los ahorros consiguientes y las dificultades de revisar un documento varias veces según avanza la investigación. Como en todas las cuestiones en que intervienen las nuevas tecnologías, apenas somos capaces de Evaluar el impacto de éstas en todos los campos de nuestras vidas, así que la respuesta aún se hará demorar por un tiempo, pero la pregunta queda formulada.


Llegado a este punto, podemos dar por zanjados todos los procesos a que fue sometida la obra de Kafka. Liberados los manuscritos, las consecuencias prácticas para la kafkología no han sido demasiado relevantes. Ninguna obra inédita, nada que se creyera perdido ha aparecido. Tenemos una apreciable colección de dibujos que sí resulta inédita en gran medida, algunas cartas desconocidas hasta la fecha que no arrojan cambios sustanciales a lo ya sabido sobre la biografía de Kafka. También los cuadernos primorosos con los ejercicios de hebreo, lengua que Kafka comenzó a estudiar ya cercano a su muerte. Tal vez sea éste el mejor consuelo que nos puede quedar, que los cuadernos de un estudiante de hebreo se codean hoy con las mejores obras escritas en esa lengua, que el destino tiene quiebros que nos hacen pensar que Kafka seguirá teniendo motivos para mantener su enigmática sonrisa.