1 de septiembre de 2024

Filosofía de la canción moderna (Bob Dylan)

 

 

Bob Dylan no es un autor cualquiera, y su último libro, Filosofía de la canción moderna, no es un libro cualquiera. ¿Qué pasa cuando el polémico Nobel de Literatura decide desentrañar los secretos de la música popular? El resultado es una obra tan intrigante como provocadora. En esta reseña, nos sumergimos en un viaje literario donde las canciones son más que melodías: son las llaves que abren las puertas de la mente de un genio. ¿Está Dylan a la altura de su propio mito o suena más como un eco perdido en la fama? Vamos a descubrirlo.

 

La publicación de un libro por parte de un premiado con el Nobel de Literatura siempre parece un acontecimiento. En especial, se espera que se cumpla la supuesta maldición que asegura que este premio trae la sequía creativa a su receptor. Tal vez esto se deba a la promoción incesante, giras internacionales, reediciones, homenajes, etc.


Pero cuando realmente no hay un mérito relevante previo, poco o nada se debe esperar. Tampoco el autor debe tener una especial presión por tratar de estar a la altura del reconocimiento. Más aún cuando uno no se ha tomado la molestia de rechazar el premio y ni tan siquiera la de recogerlo ni ofrecer el discurso de cortesía. Y qué decir si los dos únicos libros previos publicados por él son el inclasificable Tarántula, un galimatías que probablemente tenga la misma incoherencia que una noche de alcohol y póker, o Crónicas, una especie de personal autobiografía tan solo interesante para los seguidores del artista, pero no relevante a efectos literarios.



En años recientes, este premio ha estado salpicado por continuas controversias, bien por preterir a autores con inconmensurables méritos, bien por cederse a cuestiones tan extraliterarias como el género del autor, su ideología, religión o su procedencia religiosa. Y, pese a ello, el reconocimiento a favor de Bob Dylan llevó a una casi sospechosa unanimidad en cuanto a su rechazo.



En este punto se ha de tomar partido, y el mío es claro. Dylan ha hecho mucho por la poesía, por el lenguaje poético al menos, por su difusión entre personas que, de otro modo, tan solo habrían tenido como referencia literaria los guiones de series de televisión o las rimas de una canción de Shakira. Mucho más que cualquier rapsoda albanés que cante desde lo alto de una montaña para que le oigan las nubes y las piedras, más que un pastor de cabras somalí que haya escrito las más hermosas palabras en la corteza de un baobab antes de que las borrara el orín de un ñu.


Dicho esto, ya podemos comenzar por comentar el último libro publicado por Dylan, Filosofía de la canción moderna.


Dar cuenta de la idea y pretensión del libro es sencillo. Se trata de seleccionar 66 canciones que, de algún modo, representen aspectos relevantes de la vida moderna y reflexionar así sobre ellos. Subyace esa idea de que la canción popular ofrece una visión más real y fidedigna de nuestra vida que cualquier texto filosófico, que ese saber popular que se recoge por parte de los compositores y cantantes tiene mayor valor que cualquier otro modo de analizar la sociedad en que vivimos. Que estas personalidades, muchas veces en los márgenes de la vida social, son como zahoríes dotados de un don para apreciar las trampas y engaños de nuestra vida que al resto de comunes mortales nos son vedados debido a nuestra insustancialidad.



Y ésta es la explicación de esa supuesta filosofía que se desprende de la canción

moderna tal y como aquí la concibe Dylan. Porque la música siempre refleja los sueños, los anhelos de una sociedad, más aún cuando el negocio siempre ha tenido un pie dentro de la ley y otro algo fuera y cuando sus principales próceres no han sido en la mayoría de los casos ejemplos de vida, desde el bien vestido Sinatra al desastrado Howlin` Wolf.


Es decir, la canción moderna ha venido a inclinarse por algunas anomalías de la vida en contra de otras circunstancias más habituales. Si pudiéramos hacer recuento de las canciones sobre rupturas y desengaños, infidelidades, asesinatos, robos y demás, tendríamos un escenario que, de ser verídico en su totalidad, haría dar la vuelta a cualquiera que viniera de otra galaxia. También es cierto que si las canciones tratasen sobre estar sentado viendo la televisión mientras tu pareja ronca o que hay que acordarse de cambiar el abrillantador del lavavajillas, la industria musical nunca habría existido.


El esquema del libro es sencillo. Se enuncia la canción, sus datos de publicación y autoría y seguidamente entramos en un primer apartado en el que Dylan se dirige, según el caso, al protagonista de la canción o al destinatario de la misma, siempre empleando la segunda persona del singular, generando un efecto de cuestionamiento al lector que termina por verse interpelado por el autor. Es en estos apartados en los que Dylan da rienda suelta a su palabrería, asociaciones libres, acumulación de imágenes y demás recursos estilísticos con

el fin de imprimir un cierto tono y carácter a la escritura.


Seguidamente, pasa a detallar cuestiones varias sobre la grabación, el artista, el sello, el contexto de la época o lo que proceda según la materia de la canción. Podemos hablar de la fuerza del cine tomando como disculpas Saturday Night At The Movies por The Drifters, la vida en la frontera mexicana a comienzos de siglo con El Paso o los problemas de la guerra de Vietnam a través de Waist Deep in The Big Muddy de Pete Seeger.


En pocas ocasiones se permite el lujo de hablar de los aspectos musicales, dejando claro que de lo que aquí se trata es de reflexionar sobre ese mensaje de la canción moderna y los valores que representa. Tan solo ocasionalmente dedica algunas palabras a la instrumentación, la importancia del ritmo de guitarra acústica de Johnny Cash o las ligaduras y modulación de Perry Como. Los conflictos raciales (Tutti Frutti), la vida acelerada con los autos (I Got A Woman), las infidelidades y los amores difíciles (Money Honey, Long Tall Sally), el alcohol y la perseverancia en los valores propios (Big River), la frustración juvenil (My Generation), la moda como representación de rebeldía (Blue Suede Shoes), todo ello tiene aquí su lugar.


Tan solo ocasionalmente dedica algunas palabras a la instrumentación, la importancia del ritmo de guitarra acústica de Johnny Cash en Big River o las ligaduras y modulación de Perry Como.


En el momento de la publicación de este libro resultó muy criticada la selección de los artistas y canciones. En efecto, prácticamente todas ellas son de origen norteamericano, apenas si aparecen The Clash, The Who o Elvis Costello, y aún en estos casos la selección parece casi algo forzada, una forma de dar la cuota correspondiente a la música extranjera o de autohomenajearse como en el caso de Pump It Up, una clara versión de su Subterranean Homesick Blues. No olvidemos que en los Estados Unidos no siempre es fácil escuchar música foránea y por ello la British Invasion fue un acontecimiento por su excepcionalidad.


También hay selecciones sospechosas por desentonar en el contexto de la obra, como The Fugees o la canción elegida de Cher, cuando parecería que I Got You, Babe habría sido la elección preferida al destacarse en la época su parecido sospechoso con el estribillo de Like A Rolling Stone.


Pero es que no estamos ante una lista de las mejores canciones de la historia, sino ante una selección personal. No aparecen los Beatles ni los Stones, tampoco el propio Dylan un rasgo de modestia de agradecer, pero en cambio, sí todos los héroes que Dylan admiraba en los años cincuenta como Roy Orbison, Little Richard, Elvis Presley, Johnny Cash, Vince Taylor o Carl Perkins.



También da buena cuenta de toda la música negra con la que creció como Ray Charles, Jimmy Reed o Sonny Burgess. No echamos en falta tampoco a los ídolos de juventud como Ricky Nelson o a los crooners a los que recientemente, y de manera bastante Incomprendida e incomprensible, le ha dado por versionar, comenzando por Sinatra y siguiendo por Perry Como, Dean Martin o incluso Domenico Modugno.


Como es de esperar, hay una presencia generosa del country y el bluegrass, en sus

versiones más antiguas, ofreciendo un abanico que abarca desde los años veinte hasta la actualidad, pero con un peso especial para los años cuarenta y cincuenta.


Pero vayamos acabando. ¿A quién puede interesar este libro? En su intento original de tratar de desvelar la filosofía de nuestros tiempos a través de sus canciones, creo que no hay un logro reseñable. Ni el libro tiene la sistemática debida, ni los temas parecen elegidos por su representatividad. Como esfuerzo literario no parece tampoco muy logrado. Como selección musical para aprender diversas cuestiones sobre música, hacer descubrimientos de joyas perdidas, tampoco parece cumplir con unas expectativas básicas. Ni siquiera acompañando la lectura de las innumerables listas de reproducción que existen en Spotify o YouTube se logra el fin pretendido.


Y, sin embargo, he disfrutado de la lectura. Me he sorprendido por alguna canción, por determinadas historias que desconocía tras títulos que escuchaba por primera vez o que tenía más que sabidos. He tenido que revisitar muchas de estas canciones al ofrecerse una interpretación original que nunca creí posible de temas tan conocidos como Blue Moon o Don`t Let Me Be Misunderstood, y aunque no me ha convencido la propuesta de Dylan, es cierto que fuerzan a reconsiderar tu opinión sobre dichos temas.


Y dicho esto, tan solo para fans acérrimos puede recomendarse este libro sin riesgo de que te lo devuelvan arrojado a la cabeza. Pero así es Dylan, capaz de escribir Visions Of Johanna y Country Pie, de cantar a Sinatra con una voz propia de un tío borracho en la cena de Navidad y de susurrar mágicamente la letra de I Threw It All Away.  



 

 

24 de agosto de 2024

El guerrero a la sombra del cerezo (David B. Gil)

 


Imagina un mundo donde la Naturaleza es tan protagonista como el héroe que empuña la espada, donde la venganza y el honor se entrelazan en un Japón feudal que parece tan lejano como familiar. En su debut literario, David B. Gil logra introducirnos en esta atmósfera, en una historia que nos envuelve y atrapa con una maestría sorprendente para una primera novela. Si crees que ya lo has leído todo en la narrativa histórica, este libro te hará reconsiderarlo.






 

La historia de la Literatura está repleta de grandes personajes capaces de empujar una trama a lo largo de centenares de páginas. Desde los griegos hasta los más recientes éxitos de ventas, estas novelas acostumbran a enganchar a los lectores con una trama adictiva en la que cada capítulo, al modo del astuto Dickens, deja al desprevenido lector con el veneno del deseo de continuar leyendo, sea la semana próxima comprando el fascículo correspondiente, sea avanzando capítulos de manera desbocada.


También es frecuente que estos libros se conformen como grandes paisajes llenos de personajes cuyas vidas se entrecruzan, partiendo de un inicio en el que las relaciones no resultan evidentes, hasta entretejerse de manera orgánica y alcanzar asi el clímax.


Y esto es así como decimos, desde la Odisea, en la que los flashback y tramas paralelas resultan una novedad, hasta las más recientes sagas como Los hijos de la Tierra, Los hijos del Grial o la trilogía de El ocho, por citar solo algunos ejemplos de los que tengo referencia directa.


Es a la vista de esos antecedentes cuando uno pierde la sorpresa por la forma pero nunca por la trama que cada autor pretende trasladar. Y esta es la validez del género. Así como el rock entendido en un sentido amplio no deja de ser una variación sobre tres acordes con infinitas posibilidades, la habilidad del autor de este género logra idénticos resultados renovando el género, no tanto en los aspectos estéticos sino añadiendo nuevas tramas, personajes inolvidables o finales épicos.


Y nada de esto se ve entorpecido por el hecho de que casi siempre podamos anticipar el final del libro, porque los personajes sigan unos patrones más que predecibles o por la química combinación equilibrada de elementos como sexo, amor, amistad, ...


Esta habilidad no es fácil de conseguir y sorprende que en este caso, David B. Gil lo logre con su primera novela, El guerrero a la sombra del cerezo (Ed. Suma), un esfuerzo enorme según él mismo relata, que sorprendentemente fue rechazado por muchas editoriales y que vio la luz primeramente como autopublicación antes de ser rescatado por Suma de Letras para su publicación en 2016 tras alzarse con el Premio Hislibris de Novela Histórica y haber sumado un notable número de lectores.


En este caso, uno de los principales atractivos de esta historia es su ubicación, temporal y geográfica. Nos remontamos al Japón del siglo XVI, un momento en el que los diferentes señores feudales luchan entre ellos y contra la creciente influencia del shogunato en su afán por recortar los privilegios de las facciones que habían llevado al país a una continua guerra civil, a que muchos de los samuráis que perdían a su señor vagaran por los caminos creando problemas e inseguridad y en el que toda la vida civil parecía tambalearse sin una autoridad de referencia.


Seizo Ikeda verá cómo su vida será dirigida por un plan para vengar la desaparición de su clan. En este viaje contará con la ayuda de su maestro, Kenzaburo Arima. Conocedor de que la vida que espera a su pupilo no será fácil, reclamará ayuda de otro maestro, aunque tal vez éste sea un término inapropiado para el tipo de saberes que este nuevo personaje inculcará a Seizo, pero que le resultarán imprescindibles en su vida futura.


La trama del libro se entrecruza con la historia de Ekei Inafume, un médico que es reclutado como espía para tratar de instalarse en un feudo rival y así conocer las verdaderas intenciones del señor. Este peculiar médico, que ha conocido la ciencia médica de los occidentales, lo que le permite contar con una pequeña ventaja competitiva respecto de los médicos locales, que le abrirá un pequeño resquicio para cumplir su misión.


Cómo convergen estas historias y si el joven logra llevar hasta el fin su venganza queda en manos del lector ya que precisamente el encanto del libro se encuentra en seguir el discurso narrativo del autor. Pero sí vamos a destacar algunos aspectos de los que el lector podrá disfrutar si inicia la lectura del libro.


En primer lugar, es conocido que en el Japón y en general en todas las culturas orientales, la Naturaleza desempeña un papel fundamental hasta el punto de convertirse en una realidad pareja a un personaje. En este libro la Naturaleza se convierte en refugio, en el lugar en el que uno se recluye cuando quiere coger fuerzas, pero también cuando requiere apartarse de las maldades y mendacidad de la civilización o cuando quiere huir de la culpa y el remordimiento.  

 

Otro aspecto en el que uno ha de detenerse por fuerza al leer estas páginas es la excelente ambientación, no tanto de la época sino en general de la cultura japonesa. Para acompañar al lector, David B. Gil nos ofrece un completo glosario al final del libro con el que ayudar a descifrar algunos términos o costumbres, lo que viene francamente bien a cualquiera que no sea un conocedor de esta cultura. Y es en esos pequeños detalles tan bien definidos, fruto de la ingente labor de documentación y corrección a que fue sometido el manuscrito de la obra, en lo que hayamos gran parte de la veracidad que arrojan estas páginas. La ambientación, las precisas descripciones de ropas, instrumentos, prácticas y rituales no sirven como interludios sacados de una página de internet con el fin de adornar la historia, sino que la dotan de sentido y armonía, dan coherencia a lo que se narra e incluso sirve como elemento que empuja la trama.


Aquí queda reflejado ese escrupuloso respeto por los ancianos, por las tradiciones, por los superiores que todavía hoy identificamos con la cultura japonesa. El no dar la espalda nunca al anfitrión, no mirar directamente a los ojos, los largos preámbulos antes de abordar una conversación más directa para no incomodar al interpelado, las maravillosas enseñanzas de los sabios espirituales orientales y tantas otras cuestiones que harán la lectura un placer para los amantes de ese mundo exótico.


Cierto es que los personajes vienen a ser algo prototípicos como no puede ser de otro modo y que los giros del argumento no alteran esta conclusión aunque puedan parecer relevantes. Pero lo cierto es que el libro se disfruta tanto por su argumento como por el lento discurrir de los acontecimientos engarzados en un contexto espléndidamente retratado.  

 

 


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12 de agosto de 2024

Explicar el mundo (Steven Weinberg)

 

 

¿Alguna vez te has preguntado cómo hemos llegado a comprender el mundo tal como lo hacemos hoy? Steven Weinberg, con su mente brillante, nos invita a un fascinante viaje a través del tiempo en "Explicar el mundo". No es simplemente una historia de la Ciencia; es una exploración profunda de cómo la Humanidad ha intentado desentrañar los misterios del Universo, desde los filósofos griegos hasta los científicos de la Ilustración, Weinberg nos muestra que la evolución de nuestro pensamiento ha sido tan intrincada y asombrosa como el cosmos mismo.

 

Steven Weinberg obtuvo el Premio Nobel de Física en 1979. Además de una reputada carrera como físico teórico con la publicación de importantes trabajos en ese campo, ha dedicado parte de su actividad a la divulgación científica por la que ha obtenido diversos reconocimientos. La divulgación no solo la concibe como el medio de hacer accesible unos conocimientos complejos de manera sencilla y estructurada para el público general, sino como una forma de mejorar su comprensión del entorno. Asegura que el mejor modo que tiene para aprender sobre algo es el de ofrecerse para dar un curso en la materia. De este modo, ha de imbuirse con una finalidad práctica en el objeto de estudio en cuestión. Así, obra igual con los libros.   


Un buen ejemplo de ello es Explicar el mundo (Ed. Taurus). Podríamos pensar que estamos ante el habitual título sobre la Historia de la Ciencia, el modo en que ésta ha ido progresando desde la Antigüedad hasta nuestros días. Cómo hemos ido creciendo desde el teorema de Pitágoras a la teoría de cuerdas o cómo hemos ido ampliando nuestro conocimiento sobre la gravedad, la relatividad, la física cuántica, etc.


Sin embargo, Explicar el mundo parte de un concepto totalmente diferente. Steven Weinberg  pretende hablarnos sobre el modo en que el hombre ha concebido el mundo a través del tiempo y cómo se lo explicaba. Por ello, el ámbito temporal del libro abarca desde la Grecia Clásica hasta el siglo XVIII. Y esto, porque considera que un científico de comienzos del siglo XIX tiene una visión del mundo, del papel de la ciencia y de cómo abordar esas explicaciones muy similar a la nuestra. Le faltarán conocimientos matemáticos y algunos rudimentos físicos, sin embargo, la comprensión general de los conocimientos que hoy tenemos puede ser fácilmente asimilada.


Por contra, hasta esa fecha todo era diferente, el papel de la Ciencia, la visión del mundo era totalmente incompatible con nuestra actual concepción de todas estas cuestiones. Y asi, nos remontamos en primer lugar a los tiempos griegos, a esos denominados filósofos presocráticos, aquellos pensadores de los que apenas hay fragmentos dispersos o meras referencias a su pensamiento en obras muy posteriores. En ocasiones, incluso se expresan en verso, cuestión ésta muy relevante a ojos de Weinberg ya que aún hoy se mantiene la idea de que una teoría matemática, física, debe ser hermosa, que éste es un parámetro que, de alguna manera totalmente subjetiva, forma parte de la Ciencia de nuestros días. Y si las ecuaciones no son suficientemente hermosas para el gran público, se habrá de recurrir a una metáfora que haga sus veces, como la idea de Einstein sobre los dados y Dios, o la propia explicación de la manzana que trajo a Newton la idea de la gravedad.  


Pero volvamos a esos primitivos griegos, obsesionados por la esencia, lo que subyacía a la inmensa variedad del mundo que sus sentidos percibían pero que creían poder reducir a uno o varios elementos básicos. Si bien, hoy puede parecernos una simpleza, lo cierto es que alguno de ellos se aproximó a la idea de las macromoléculas o las subpartículas, lo relevante es ese intento por separar lo que percibimos de la realidad, lo que hay más allá y que nos permite una explicación conjunta de la realidad física.

 

Y entonces, ¿qué hay de diferente en aquellos primitivos filósofos y nuestro modo de entender la Ciencia? La clave es que ninguno de ellos sintió la necesidad de fundar sus opiniones. Eran meras formulaciones teóricas que podían encajar en algunos supuestos, por ejemplo, el agua se encuentra detrás de muchos elementos físicos, y esto sirve como prueba suficiente, no es necesario reflexionar si también la arena o las piedras son formas de agua, no se precisa el contraste ni la explicación teórica.

 

Incluso cuando llegamos a Sócrates, el filósofo de la interrogación continua, quien parece el epítome de la racionalidad, tan solo estamos ante una figura que busca la coherencia en sus pensamientos, no la expresión de una realidad externa general. Su discípulo Platón se convertirá en una portentosa fuerza en los siglos posteriores con su idealismo y sus ideas sobre la esencia. A grandes rasgos, negando la realidad per se y recurriendo a las ideas como verdadera metafísica, supondrá un cierto freno a toda clase de empirismo.


Contra esto vendrá a reaccionar el sabio Aristóteles, estudiante primero en la Academia de Platón y posteriormente creador de la suya propia, tutor del joven Alejandro Magno, y que terminará por alzarse como el contrapunto a su antiguo maestro. En tormo a ambos rondarán las disputas filosóficas durante siglos como pronto veremos.


Cuando nos referimos al empirismo de Aristóteles, Weinberg  se preocupa en precisarnos la diferencia entre ese concepto en la Grecia clásica y el que le atribuimos hoy en día. Por ejemplo, las ideas de Aristóteles se basan en la preeminencia de la teleología, es decir, en que todo tiende a su propio ser, a un fin. El feto contiene todos los elementos de lo que va a ser, un ser humano completo. La semilla no es sino un árbol que será y así sucesivamente. He aquí una gran diferencia en nuestros días en los que la materia, sea cual sea, se estudia por sí misma, al margen de sus transformaciones que no han de resultar consustanciales a dicho análisis.  


Weinberg  también nos pasea por los comienzos de la geometría y la aritmética de la mano de sabios como Pitágoras o Euclídes, en un mundo en el que estos conocimientos eran secretos que cada grupúsculo guardaba con celo y en los que la divulgación a terceros ajenos podía suponer una condena a muerte.


Pero todo este conocimiento matemático, ¿supuso como hoy en día un avance paralelo como soporte para otras Ciencias o para su aplicación práctica? La respuesta es un rotundo no. Apenas sí había algún tipo de aplicación. La razón es que en aquellos tiempos era fácil utilizar grandes cantidades de mano de obra, fuera esclava o servil, para grandes obras, no existía por tanto una ventaja competitiva en aplicar técnicas más sofisticadas.


Donde sí era necesaria la aplicación de este conocimiento más científico era en otros campos en los que la mano de obra no resultaba el factor relevante, como la Astronomía, muy importante para calcular estaciones, cosechas, inundaciones  periódicas como las del Nilo o para poder orientar la navegación en un tiempo en el que el Mediterráneo comenzaba a convertirse en un gran canal de comunicación e intercambio de mercancías y recursos naturales.


Y es en este campo de la Astronomía en el que el libro desarrolla innumerables explicaciones refinadas sobre el concepto que en torno a los planetas y sus órbitas tenían los filósofos antigüos, cómo era tenido generalmente por cierto que la Tierra era redonda, no plana, las explicaciones sobre las órbitas y si era o no la Tierra el centro en torno al que orbitaban el resto de planetas, si la luna emitía luz o la recibía del sol, hecho que pronto fue determinado con precisión. También esta investigación era relevante a efectos de la determinación del calendario y el establecimiento final de nuestro denominado calendario gregoriano con sus trescientos sesenta y cinco días, más uno adicional cada cuatro años y también importantísimo a efectos de determinar ciertas festividades religiosas como la Pascua.


Y todas estas explicaciones pasan por la Edad Media y llegan a la Edad Moderna. Un tiempo en el que comienza a cerrarse el modelo definitivo de las órbitas planetarias, gracias a los trabajos y controversias de genios como Kepler, Tycho Braher o Copérnico. Gran parte de estas indagaciones se llevaban a cabo mediante la observación directa de los planetas, lo que no deja de ser sorprendente puesto que pronto se dispondría de todos los avances de la óptica y la posibilidad de construir unos primitivos telescopios que precisaran y ampliaran estos trabajos.


Pero mucho antes de esto, en las primeras universidades europeas, se había vivido una lucha entre los agustinianos, partidarios del platonismo y neoplatonismo, y los tomistas, favorables a las tesis aristotélicas, más proclives al empirismo.




El peso de la religión resultó notable en los comienzos de la Edad Media. No se trata tanto de que la Iglesia persiguiera el conocimiento científico, sino que lo consideraba un derroche de tiempo y energías innecesario. Para qué estudiar el universo si la Biblia ya lo explica. Para qué plantearse dudas sobre la esencia de las cosas si todo es perecedero y este mundo es solo una prisión en la que hemos caído por el pecado original y de la que la resurrección de Cristo nos liberará. Así, resulta comprensible que la antorcha del conocimiento científico, en campos como la Astronomía y la Medicina, pronto pasara a una nueva y pujante civilización, la islámica que, además, en sus conquistas había podido recopilar el conocimiento de la Antigüedad de un modo más perfecto que los cristianos gracias a las bibliotecas de Alejandría y los amplios saberes conservados en los pueblos del Oriente Medio y Babilonia. Pero también pronto el mayor peso de la religión y el advenimiento de sectores más radicales alejaron el avance técnico que volvió de manera definitiva a Occidente. No obstante, el autor sí plantea que ya desde la Antigüedad, los sabios naturalistas griegos como Heráclito mostraban un cierto desapego religioso, una pátina de incredulidad y cuestionamiento de verdades impuestas por la fe.   


Así, poco a poco, con muchas resistencias, juicios inquisitoriales y pugnas partidistas, el empirismo se fue abriendo paso. Vemos a Leonardo da Vinci arrojando piedras de diferentes pesos y tamaños desde lo alto de la torre inclinada de Pisa. Pronto, todas estas teorías no solo se expondrán de manera literaria sino que contarán con un aparato matemático que las explique y soporte. El siguiente paso está próximo y es que las teorías se formulen antes de ser observadas y que sea precisamente la experimentación la que las pruebe, tal y como hoy ocurre cuando quedan leyes físicas pendientes de demostración científica si bien llevan muchos años formuladas.


Newton es el punto último de este modo de ver y explicar el mundo que pone fin a esa edad en la que aún no podemos hablar de ciencia moderna. El siglo de las luces, todos los avances, investigaciones, viajes y descubrimientos de esa época abren los ojos de los más sagaces. El hombre ya es capaz de poder explicar gran parte de lo que ve sin necesidad de recurrir a teologías o teleologías. Más aún, la ciencia permite los avances técnicos como muestra la naciente revolución industrial inglesa y la aplicación práctica espolea la investigación que deja de ser un entretenimiento para ociosos y se convierte en una prioridad de los Estados y los incipientes grandes industriales. El mundo puede ser comprendido y explicado desde una pizarra y transformado también desde ella.


Este viaje asombroso es narrado por  Weinberg con brillantez y pasión. Los aspectos más complejos se reservan para un apartado final en el que los más curiosos podrán adentrarse de manera más precisa en las explicaciones técnicas, pero para el lector más profano, el libro puede explicarse por sí mismo.


Weinberg  no avanza una pregunta que tal vez resulte tópica en nuestros días y que ya otros autores como Harari están tratando de responder, y es la de si estamos ante un nuevo ciclo histórico en el que nuestro modo de explicar el mundo esté tocando a su fin y haya de darse cabida a metaversos y otras realidades. Demasiado incluso para un Premio Nobel de Física.

 

 



30 de julio de 2024

Corazón de Ulises (Javier Reverte)


Tras un par de experiencias algo decepcionantes, decidí volver a leer uno de los libros que más me gustó de Javier Reverte, tratando de obviar El sueño de África, que probablemente sea su título más vendido y mejor conseguido. Guardaba un recuerdo especial de Corazón de Ulises (Ed. Debolsillo), el relato sobre su periplo griego.  


Y en esta vuelta al pasado, me he reconciliado con el autor, con su sabiduría y su buen saber hacer. Con ese estilo que solo parece sencillo en apariencia pero que requiere de un enorme trabajo previo para saber exprimir con justeza cada dato y anécdota, cada situación real vivida en el viaje para no caer en una simple recopilación de historietas o una mezcla de Wikipedia y guía turística de aeropuerto.  Y tal vez he comprendido que los defectos vistos en los dos libros anteriormente aquí reseñados y que tanto me defraudaron, no lo fueron tanto por demérito de su autor, sino tal vez de los propios enclaves escogidos.


Porque, en Corazón de Ulises, Javier Reverte salta con garbo desde el Peloponeso a Alejandría, Creta o Turquía, rememorando los tiempos heroicos de los aqueos, las invasiones dóricas y las migraciones jónicas, los enfrentamientos míticos entre aqueos y troyanos, la convulsa expansión de Alejandro Magno y el reparto funerario de su imperio, el poder del naciente Islam, un poco de las Cruzadas, el poderío otomano sobre la región y la lucha final por la independencia del pueblo griego. En suma, mucha historia, un ambiente cambiante cada pocas páginas, con saltos de isla a isla en ferris, cambios de continente, aviones y autobuses, coches de alquiler o taxistas timadores, casi emulando la errabundez del Ulises invocada desde el propio título de la obra.  


Pero este viaje al inicio de lo que hoy conocemos como la cuna de la civilización occidental, no pasa por alto los logros de la Literatura en que se inspira, la lírica de Safo, las tragedias de Sófocles, Eurípides o Esquilo, las comedias de Aristófanes o los cantos de Píndaro, ni obviamente, la epopeya homérica en la forma de esos dos grandes poemas que crean la épica y la aventura, el tamaño por el que medimos a los héroes y a los hombres, el valor y el sufrimiento, la astucia y la medida humana.  


Este viaje también da pie a hablar de la naciente ciencia matemática gracias a Pitágoras, de las explicaciones que nos llevan directos a la ciencia de la mano de los primeros grandes filósofos, del arte de Fidias o Mirón, de la invención de géneros como la Historia o la misma literatura de viajes, de la que Reverte no es sino un continuador de la estela que surge de Herodoto. Y en él también nos habla de los exploradores románticos que creyeron a pies juntillas que las historias de Homero eran tan ciertas que una buena excavación podría aflorar las ruinas de la Troya de Elena, como así fue. La vida de estos primeros arqueólogos y sus continuadores, con sus luces y sombras, nos ofrece otra imagen de cómo los europeos nos remitimos a Grecia cuando pensamos en nuestros orígenes.  


Así, es fácil entender cómo Trieste o Nueva York palidecen en comparación con los cielos de azul infinito de esta bella tierra y toda su historia. Tampoco Venecia soporta bien el embate y uno casi lamenta que Reverte desoyera sus propias palabras, cuando aquí asegura haber decidido no escribir nada sobre la Serenísima, idea que tanto el autor como yo habíamos olvidado con el tiempo.


Este viaje nos recuerda cuánto debemos a Grecia, cómo esta tierra pobre y árida, supo adelantarse a su tiempo y elevarse sobre sus propias limitaciones, desde su tribalismo primitivo, a la necesaria emigración por todo el Asia Menor cuando los dorios invadieron sus tierras. Porque esa referencia a Grecia ha de expandirse necesariamente a las infinitas islas del Egeo, a las costas turcas, al Mar Negro, a cuyas aguas llegaron los argonautas, en una historia que mitifica la lucha por el comercio, o a la otra orilla del Mediterráneo, a África, donde Tales de Mileto supo medir la altura de las pirámides gracias al incipiente conocimiento matemático de ángulos y proyecciones.


Y Reverte nos ofrece esa impresión griega antes de ser pasada por el tamiz romano que llegó a adoptar como propias muchas divinidades griegas, su arquitectura ya cambiar nombres de manera definitiva, muy especialmente Troya por Ilión y Ulises por Odiseo. Su viaje al pasado toma mucho de aquellos mitos descriptivos de una realidad que aquellos hombres no eran capaces de explicar de otro modo o que creían mejor expresados en forma de mitos, pues todos conocían de sobra la realidad que subyacía en los mismos. Tenemos ese viaje ya citado de los argonautas en busca del vellocino de oro, la tan conocida historia del rapto de Elena o el laberinto del minotauro de Creta y el sometimiento de Atenas.

  


Por aquí desfilan el monte Olimpo y las competiciones griegas recuperadas para el mundo por Pierre de Coubertin, las victorias de Maratón, Salamina, el valor de los trescientos espartanos y las innumerables y cruentas guerras civiles entre aquellas ciudades estado que solo parecían dejar de lado sus diferencias cuando los persas se acercaban a sus fronteras o cuando un rey venido de la pacata Macedonia les unía para alcanzar las fronteras del mundo conocido, más lejos, siempre más lejos decía Alejandro Magno a sus soldados.  


En esa posición oriental dentro del Mediterráneo, a los griegos les tocó ser el cortafuegos frente a los persas, un pueblo en el que el poder del monarca era omnímodo, donde sus ciudadanos no merecían este nombre y en el que el poder de los sátrapas podía decidir sobre la vida y muerte de todos. Esa lucha ejemplifica, de un modo u otro, una continua contraposición de ideas y principios, un vértice geográfico por el que se cuelan concepciones antagónicas del mundo pero también unas rutas del conocimiento y el comercio que alentaron civilizaciones. El conflicto Occidente-Oriente viene de aquellos tiempos y aún antes, así que no es de extrañar que a las conquistas del macedonio le sucedieran las ansias dominadoras de los romanos y de su hijo, el Imperio Bizantino, pero también que la revancha llegara de la mano de una nueva religión, el Islam, que rodeó el Mediterráneo, desde el reino visigodo de la antigua Hispania, hasta Estambul. Porque la Historia es cíclica y los vencedores de hoy son los derrotados del mañana. Así, los griegos padecieron la ocupación y opresión del invasor otomano y las huellas de este poder son tan visibles hoy como las estatuas de la sensual Afrodita o las fortalezas venecianas y genovesas que salpican las islas del Egeo.


Como escritor español, Reverte no pasa por alto la batalla de Lepanto y la pérdida de la mano de Cervantes, tal vez uno más de los hechos que terminaron por aferrarle a una silla para escribir su genial Quijote. Pero tampoco desdeña la sabiduría y paciencia de Kavafis, cuya sombra busca por los cafetines de Alejandría, tal vez con mejor tino que la similar indagación sobre Italo Svevo en Trieste. También persigue la sombra esquiva del romántico Byron quien encontró la muerte asaltando una fortaleza turca tal y como soñaba.  


Pero el texto se vuelve lírico y sensual cuando el viajero llega a la pequeña Ítaca, la isla que vio partir a Odiseo y a la que, largos años después, casi arruinada su hacienda por el abuso de los pretendientes, tornó, más sabio y humano, perdida ya la pátina de héroe mitológico que acompañaba a todos los protagonistas de la Ilíada. Y es allí donde hace amistad con el dueño de su pequeña pensión, en la que encuentra un alma tal vez gemela, tal vez envidiada en su vida rutinaria pero rica. Y es en esta isla donde, finalmente, cierra el círculo de su viaje, comprendiendo las palabras de Ulises, quien describe su isla con un arrobo que la geografía desmiente, porque ahora él también sabe que la riqueza se forma en el trayecto más que en la meta, en las preguntas más que en las respuestas, en la potencia antes que en el ser.