25 de julio de 2023

Con destino a la gloria (Woody Guthrie=



 

I

Mi primera noticia sobre este libro y su autor llegó a través de una de esas biografías sobre Dylan confeccionada a base de retales tomados aquí y allá, con innumerables lagunas y bastantes inexactitudes que ofrecía en los años setenta la editorial Júcar.

En ella se decía que Dylan decidió emular a Woody Guthrie tras leer Bound for Glory, y por ello se mudó desde Minnesota a Nueva York para poder visitar a su héroe que, por aquellas fechas, se encontraba ingresado en el Greystone Park Psychiatric Hospital por la enfermedad de Huntington que finalmente le llevaría a la muerte.

La segunda referencia llegó al comprar el primer disco grabado por Dylan en el que se encuentran tan solo dos canciones propias, una de ellas, Song To Woody, un sentido homenaje a su mentor. Homenaje tan sentido que la propia melodía es tomada prestada sin mención en los créditos al propio Guthrie, a quien, por otro lado, el karma no le pudo llegar con sorpresa puesto que él era también un notable ladrón de melodías, como la que tomó para su más famoso y celebrado tema, This Land Is Your Land.  En Song to Woody, Dylan escribe sobre temas a los que no se prestaba atención especial en aquellos tiempos, como él mismo señala con cierta suficiencia, y refleja su deseo de tener un duro viaje, como el que Woody tuvo en los difíciles años cuarenta, junto a Leadbelly, Cisco, Sonny y otros tantos. El otro tema propio del disco es Talkin´ New York, otro título de resonancia woodyana, no solo por el título, sino por el paralelismo en ese viaje duro al que aspiraba la joven promesa y por el empleo del talkin´ blues al que tanto partido supo sacar Guthrie.

La tercera noción sobre Woody Guthrie llegó a través de un disco editado por Folkway Records homenajeando precisamente al cantante de Oklahoma, A Tribute to Woody Guthrie y Leadbelly. En este disco hay excelentes versiones de temas clásicos como Jesuschrist por unos U2 sorprendentes, Bruce Springsteen o el propio Dylan.

La cuarta parada la tenemos con la compra del primer lanzamiento de los Bootlegs de Dylan donde se encuentra el largo poema recitado en el City`s Town Hall de Nueva York y que lleva el significativo título Last Thoughts on Woody Guthrie, casi una letanía funeraria con la que Bylan tomaba el testigo de su maestro pasando página cuatro años antes del fallecimiento de su mentor.

Saltamos en el tiempo y llegamos al descubrimiento tardío de Pete Seeger, sorprendentemente, y si no recuerdo mal, a través de The Byrds. Y según conozco más de su obra, descubro que, a comienzos de los años cuarenta, formó parte de The Almanac Singers, un grupo de transgresores, que años después sufrieron la venganza del senador McCarthy,  en el que también participó Woody Guthrie. De hecho, la influencia de éste en Seeger es tal que en su siguiente aventura musical, The Weavers, hizo una revisión frecuente de muchas de las canciones escritas por Guthrie y lo siguió haciendo en su posterior carrera en solitario.

Vamos cerrando el círculo y llegamos a la edición de Mermaid Avenue por Billy Bragg y Wilco, una excelente colección de canciones en tres volúmenes, creadas en torno a los manuscritos de letras que la hija de Guthrie entregó a Bragg para que les pusiera música puesto que fueron escritas cuando su padre ya no se encontraba en condiciones de grabarlas o musicarlas. Tal vez sea esta la única ocasión en la que algo relacionado con Guthrie ha obtenido un cierto reconocimiento por parte del público general.

  

  

 

 

II

 

Y así, después de muchos años, consigo una versión decente de este libro y puedo, al fin, conocer de qué va toda esta mitología. Entramos ya en el propio libro en el que, de manera novelada, Woody Guthrie narra diversos episodios fundamentales de su infancia y juventud, sus vagabundeos por las grandes líneas ferroviarias de la Unión, su pasión por la música, la vida en los campamentos de trabajadores y jornaleros de las grandes plantaciones de California a comienzos de los años cuarenta, los padecimientos de los obreros de las grandes obras públicas de la zona y su viaje a Nueva York, ya con la mira puesta en labrarse un futuro en la música de manera profesional, dejándonos a las puertas del momento en el que surgen los Almanac Singers.

 

El relato no es continuo sino centrado en episodios concretos a través de los que pretende revelar aspectos fundamentales desde su punto de vista para comprender ese periplo personal. Así, todo lo relativo a su madre, aquejada de la enfermedad de Huntington que le marcó de una manera trágica, no solo por la incomprensión de muchos de sus actos, sino porque él también se vería fatalmente afectado por la misma. Emociona la delicadeza con la que trata su enfermedad, cómo protege la reputación de su madre en el pequeño pueblo de Okemah, o el modo en que desarrolla la compleja relación con su padre, un emprendedor siempre buscando el progreso económico de la familia y que cayó sucesivamente en la ruina por el crack inmobiliario o por la burbuja del petróleo que terminó arrasando la vida y propiedades de pequeños empresarios que no pudieron competir con las grandes corporaciones del ramo.

Y es entre este padre, preocupado por lo material, y una madre, más inclinada a lo espiritual, hacia un sentido de la justicia casi evangélico, lo que conforma el carácter de Guthrie, que terminará por inclinarse del lado materno, una vez muerta ésta, una vez envenenado su futuro por la pobreza y miseria, por la migración forzada y por ver a todos sus conocidos hundidos en el alcohol, la depresión y la muerte en poblados que crecen sin control por la irrupción del petróleo, y que terminan abandonados al poco y dejados sus primitivos habitantes en una miseria infame que les fuerza a la migración.  

Muchas de estas historias son seleccionadas sin duda por su valor referencial, fundacional se podría decir, para el propio Guthrie. Así, tenemos el crudo episodio del incendio de la casa familiar que se convierte en premonición de lo que terminará por ocurrir nuevamente en su vida posterior ya que Guthrie perdió a su hija Nora precisamente en otro incendio doméstico.

 

El proceso de su conversión en activista político también queda puesto de manifiesto. La convivencia con campesinos que se ven obligados a abandonar sus trabajos en el medio oeste por la sequía y la famosa tormenta de polvo que a mediados de los años treinta vino a sumarse al crash bursátil para arrastrar al país a una situación de miseria casi tercermundista. Tan solo la atracción de las tierras del oeste, de la rica California, esa tierra de promisión que se convirtió en destino para muchos, como los protagonistas de Las uvas de la ira de Steinbeck, parecía ofrecer un futuro mejor, aunque pronto descubrieron que la riqueza de aquella tierra no era para todos.

 

Y así podemos entender el germen de canciones tan emblemáticas como This Land Is Your Land o Pastures Of Plenty, las odas a bandidos al estilo de Robin Hood como Pretty Boy Floyd o Jesse James e incluso las numerosas baladas sobre la Dust Bowl.

 

Pero el libro sirve no tanto para entender la vida y obra de este músico genial, sino para comprender una época, no desde el punto de vista de un literato laureado con el Nobel sino para conocer de primera mano un tiempo y unos hechos, una crudeza y una violencia sorda que el romanticismo de la Generación Beat y el mito de En la carretera solo contribuyeron a desdibujar, sepultando sus implicaciones sociales y políticas.

 

Bound For Glory es la obra de un autor sin especial educación literaria o sin demasiadas lecturas previas. Y con estos antecedentes resulta sorprendente la fuerza expresiva del texto, la contundencia de sus escenas, la fuerza narrativa de sus diálogos. El dramatismo de los personajes con los que Woody se cruza, que lejos de hacerlos irreales, les dota de una mayor presencia, los convierte en portadores de una verdad directa y sin ambages.

 

Pero, ¿dónde pudo encontrar Guthrie inspiración literaria para este logro imposible en apariencia? Sin duda, en la propia música y en las historias orales que corrían por las vías del ferrocarril con la misma intensidad que el licor de jengibre con el que muchos se intoxicaron en los días de la Ley Seca. Ésta es la tradición popular que fue absorbida por Guthrie, asimilada y regurgitada en forma de canciones  que tomaban prestadas imágenes y metáforas, ritmos y melodías, indignación y ternura, en una sabia combinación que impactó a quienes le escuchaban.

 

Es de ese lenguaje popular del que se nutre esta obra, de la larga tradición de canciones de canto y respuesta, con sus largos pasajes de estilo directo en el que la canción reproduce el parlamento de los protagonistas, al modo en que aún hoy los abuelos, los ancianos del lugar, cuentan las historias (...y yo le dije, y ella me contestó, …).  

 

Aunque Bound For Glory sólo parece ofrecer interés directo para quienes quieran conocer la época o al personaje, lo cierto es que darle una oportunidad al libro es tomar un riesgo escaso y acceder a una joya, no sé si necesariamente de la Literatura, de la antropología o de un género mixto, pero joya al fin y al cabo. Solo queda preguntarse por la gloria a que parece estar destinado el autor según el hermoso título del libro. Sin duda, puede resultar tentador atribuir a la ironía semejante destino, si bien, resulta más probable creer que el concepto de gloria, de triunfo, que manejaba Woody Guthrie no era el mismo que el de sus contemporáneos, tampoco el de nuestros días. Pero como muchos de los protagonistas de sus canciones, como Tom Joad, no todos hemos nacido para ser medidos por las mismas reglas.

 

 

 

 

III
 

Mi aproximación a la obra musical de Woody Guthrie es, al menos, ambigua. No puede decirse que se trate de un gran intérprete. Su ritmo es, en el mejor de los casos, desafiante, y en la mayoría, opuesto al de un metrónomo. Su voz es monótona y carente de matices, su modo de emplear el pulgar podría definirse como errático o indisciplinado para no herir sensibilidades. Su variedad de registros tiende a ser indistinguible. Ni siquiera podría decirse que sus letras desplieguen una belleza que haga palidecer el resto de limitaciones.

Y, sin embargo, algo debe tener su obra para que su legado sea inmensamente mayor que el impacto directo que tuvo en su tiempo, para que su influencia se haya dejado sentir en artistas tan variados y reputados, tan célebres u oscuros, que le veneran como a un padre, una referencia casi mítica.

En un intento por diseccionar las raíces de este impacto podemos remontarnos al papel de los juglares, de los poetas itinerantes, de los romances de ciego o de las coplas que narraban acontecimientos populares actuando como factores de difusión de historias que, de otro modo, no hallarían eco en los grandes medios, en el gran discurso. Un modo de dar voz, de visibilizar, como diríamos ahora, otras realidades.

Guthrie dio voz a toda una generación que debió dejar sus granjas, sus más o menos aceptables condiciones de vida, cuando llegó una crisis económica, cuando llegó la miseria al campo, la dust bowl, cuando los vagabundos saltaban a los trenes en mercancías para ir de un sitio a otro, cuando California se convertía en una tierra de promisión a la que era complicado llegar y en la que, tras el polvo del camino se dejaba ver una realidad no tan hermosa como la que las noticias proclamaban. Una realidad que Steinbeck se preocupó de reflejar en el texto ya citado y que John Houston llevó a la pantalla expandiendo esas tristes historias.

Eso mismo lo hizo Woody Guthrie con sus canciones, pero de un modo más directo, más accesible. Porque Steinbeck no escribía para los okis, los emigrantes de Oklahoma, para los migrantes, sus personajes apenas podían saber leer, de ninguna manera emplear su dinero en comprar libros. Por contra, Woody cantaba para aquellos que no encontraban esperanza, para los que terminaban la jornada temiendo no tener trabajo al día siguiente, deseando que la noche no terminara nunca, añorando a los seres queridos que habían quedado atrás. Más aún, Woody era uno de ellos, no cantaba desde teatros fastuosos, lo hacía desde el camino, un camino más duro que el de Kerouac, más real y polvoriento y, por tanto, podía ser comprendido por aquellos que eran, al tiempo, protagonistas de sus canciones.

Esa autenticidad se veía reforzada por esa falta de adorno, por esa ausencia de refinamiento propio de los profesionales de la música. Sus temas debían ser directos, lanzarse pronto al subconsciente de sus destinatarios, convertirse en himnos fácilmente transmisibles, debían convertirse en soflamas con las que arrojar baldes de esperanza a vidas que ya la habían perdido, debía dibujar pastos de riqueza, un país que fuera de sus habitantes, ... Para ello reivindica figuras como bandoleros al estilo de Robin Hood, al Jesucristo que expulsa a los mercaderes del templo, o a supuestos banqueros buenos.

Y precisamente esa falta de aptitudes musicales tradicionales a que hacía mención anteriormente, pudo ser otro catalizador para muchos otros que vinieron después. Guthrie les enseñó a todos la valentía de dar un paso al frente, de no amilanarse ante otros, de que también el mundo era para los menos capaces, los que no tenían medios para llegar al gran público, y tal vez eso impulsó a Dylan a cantar como lo hacía, no diré que de manera hermosa, a hablar de lo que pocos hablaban en aquellos años. Quizá sea eso lo que ayudó a Seeger a sobrellevar sus terribles años de ostracismo y prohibición durante el macartismo, tal vez sea lo que atrajo a Joe Strummer o a Billy Bragg, a dar ese paso adelante que otros no se atreven a dar. Y quizá ese mismo ejemplo es el que sirve para quienes transitan por tiempos inciertos, pero con la esperanza que reflejaba Seeger en Tomorow Is A Highway, sin duda la mejor de sus canciones inspirada en el legado de su compañero de viaje.

 

 


13 de julio de 2023

Ya sentarás cabeza. Cuando fuimos periodistas (2006-2011) (Ignacio Peyró)



Te aviso, este libro no es para todos. Ya sentarás cabeza de Ignacio Peyró es una oda nostálgica a una juventud acomodada, un desfile de anécdotas y reflexiones entre copas y sobremesas que, al principio, puede causar rechazo. ¿Quién necesita otra crónica del Madrid de la crisis, escrita desde el confort de un colegio privado y cafés de antaño? Pero tras esa aparente altanería, algo empieza a resonar. De repente, te encuentras atrapado en las contradicciones del propio autor, y sin darte cuenta, has caído bajo el hechizo de una prosa tan seductora como las tradiciones que Peyró busca desesperadamente mantener con vida

 

Ignacio Peyró es un periodista y escritor español que actualmente dirige el Instituto Cervantes de Roma, tras un paso por la misma institución en Londres, lo que le ha permitido publicar varios libros en los que ofrecer su visión sobre las islas británicas, sus ritos incomprensibles para los continentales, sus tradiciones milenarias, tal vez inventadas antes de ayer, pero con ese regusto antiguo con que tan bien saben aderezar sus costumbres.

Sin embargo, en Ya sentarás cabeza. Cuando fuimos periodistas (2006-2011), publicado por Libros del Asteroide en 2021 aborda un tema muy distinto. A modo de diario de memoria selectivas y caprichosas, Peyró reconstruye su peripecia profesional y personal, en un tiempo marcado por la convulsión política del final del zapaterismo y la crispación que traen medios como el Grupo Intereconomía en cuyos inicios participa el propio autor. Esta narración se desenvuelve de una manera personal y un estilo característico, en el que el relato lineal cede paso a las reflexiones más variadas y en las que los recuerdos se tornan escurridizos y ceden paso a ensoñaciones y disquisiciones sobre la juventud, la madurez, la amistad y el destino, el carácter de los españoles o el valor de la religión y sus más sectarios promotores.

Bajo estas premisas, uno comienza a leer el libro y, he de reconocerlo, pasa por el trance de querer abandonar la lectura hasta bien avanzado el volumen. Y no porque el estilo sea pesado, todo lo contrario, la prosa es limpia, no hay excesivos artificios, no hay demora en contar hechos irrelevantes, la época sobre la que habla es interesante. Pero lo cierto es que hay bastantes elementos que me disgustan según voy leyendo. Un excesivo énfasis en querer entroncar en una tradición anterior, en frecuentar restaurantes, cafeterías o bares que eran ya referencia para generaciones anteriores, o que si son nuevos y modernos, parecen igual de anclados en el pasado. Una necesidad por arrimarse sin más a una tradición que ha quedado ya desdibujada y sin sentido, una estela de un pasado más brillante que solo puede servir para acreditar y poner más aún de manifiesto la decadencia actual, al menos la de quien intenta aferrarse a ese pretérito imperfecto.  

Una suficiencia a la hora de dejar claro qué plato, qué vino o qué copa se debe pedir en cada lugar, dando, por tanto, a entender de manera pretenciosa e innecesaria, que uno lo ha probado ya todo, lo que siempre es falso y, a mis ojos, resulta más risible que ensalzador. O cuando habla con displicencia sobre temas de los que claramente lo desconoce todo, especialmente doloroso es su breve y estrafalario comentario sobre los Everly Brothers de los que apenas parece conocer que son dos y hermanos.

Y es este ligero tufo a naftalina, a salón cerrado y a grupo de abuelas sentadas en su mesa con un chocolate que hacen durar horas para desespero o contento, quien sabe, del camarero lo que me ha costado remontar. Tal vez este Peyró algo repelente, que nos habla sin tapujos de su privilegiada juventud, de su colegio privado o sus viajes al extranjero para aprender idiomas, de sus contactos y relaciones, sea en cierta medida un personaje del Peyró real.

Y es en este punto donde comienza la inflexión en mi valoración del libro y de su autor. Tenemos asumido como normal, incluso de buen tono, que se exhiba un pasado en el GRAPO, ETA o, cuando menos, en alguna variante oscura del trotskismo internacionalista, con independencia de que quien lo alegue, a modo de escudo, de refuerzo de las posiciones opuestas actuales, sea un derechista vociferante. Pero no parece de tan buen tono el mostrar orígenes conservadores, próximos al Opus, y no hacer de ello bandera, pero tampoco escarnio, asumir con serenidad ese pasado y reconocer las muchas cosas buenas que le ha podido proporcionar a uno, el no renunciar a las amistades de aquellos días e incluso el mantener una cierta evolución ideológica leve y moderada, adaptando y modernizando ese credo político.

Y es a raíz de esta comprensión cuando lo que hasta el momento me irritaba y frustraba comienza a tornarse más interesante y ameno, más coherente con lo que Peyró parece querer trasladar y surge al fin el encantamiento con el libro. Desconozco qué parte del Peyró de estas páginas no es otra cosa que un personaje creado por el Peyró real, probablemente una muy relevante, pero tengo claro que ha terminado por convertirse en un excelente compañero de viaje. Y así sale a flote la excelente prosa de este autor, su fluidez a la hora de exponer reflexiones profundas, no nacidas propiamente del momento sobre el que escribe, más bien de su pensamiento actual. Porque lo que más valor tiene del texto no es el puro cotilleo, el conocer los puntos débiles de personas relevantes, su opinión sobre Casado, sobre Julio Ariza, Carlos Dávila o Cospedal. Tampoco su papel en el Grupo Intereconomía o sus labores como redactor de discursos para políticos y el salto a Moncloa tras la victoria de Rajoy.

Lo más valioso de este libro son sus opiniones sobre cualquiera de los otros temas sobre los que opina, sobre la vida, el verano en España, nuestra penitente autocrítica, el valor de la reputación personal, de la fama pública o del papel de la prensa. Lo que nos cuenta sobre sus dudas para medrar como periodista, si debe estar presente en todos los medios que se le ofrezcan o si debe limitar su presencia para no quemarse. Si ha de reservar sus mejores ideas o dejarlas salir a borbotones. En ocasiones llega incluso a deslizar un tono lírico, rico en matices, seductor y adictivo.

 

 


En ocasiones toma ciertas licencias, casi humorísticas, como la de citar a ciertos personajes por sus iniciales cuando son claramente reconocibles sin más o pasar a continuación pocos párrafos después, a citarlos por el nombre completo. Y este humor también lo vuelca sobre su propia persona, su papel, un tanto entre dos aguas, algo incómodo entre sus correligionarios, ajeno a su vociferante y marcado de algún modo por sus colaboraciones puntuales con medios no muy afines o por su gusto por contemporizar con quienes disienten.

Tal vez se aprecie aquí el germen de una personalidad y estilo que, sin duda, se ha curtido en la literatura, como traductor, como gran lector. Pero no puedo dejar de pensar que su estancia británica y los libros escritos a raíz de la misma, anteriores a éste, ha podido ser el germen que ha cristalizado en este peculiar volumen y en su eficacia, en su distanciamiento a la hora de contar los hechos, su ironía y elegancia. También así se llega a comprender ese intento por vivir una especie de tradición, eso que en un principio tan molesto me resultaba, ese seguir los pasos de Plá, Luján o Cela, de recuperar locales de rancia solera, de aficionarse a brebajes desfasados y gustos arcaicos. Impostura tal vez, pero criticarlo no deja de ser contradictorio para quien alaba esas mismas conductas cuando las ve en otros países.  

El texto concluye en 2011, pero uno cree más que probable que tenga continuación gracias a los años vividos a la sombra del gobierno, tal vez un poco más allá, y lo espera con avidez, superado ya ese rechazo inicial, ganado ya por siempre para la causa de este autor.

 

 


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28 de junio de 2023

Un paseo por el bosque (Bill Bryson)

 


 

Un paseo por el bosque (RBA, 2013, traducido por Pablo Álvarez Ellacuría) es otro libro de Bill Bryson, el prolífico escritor que no deja campo del saber tranquilo, siempre ávido de contarnos algo, siempre presto a entretenernos con su prosa sencilla pero eficaz, con su talento para el humor incluso en las materias más espesas.

Le ha llegado el turno a la denominada senda de los Apalaches, una ruta forestal en los Estados Unidos de unos tres mil quinientos kilómetros de longitud, en los que atraviesa catorce Estados con una larga tradición en ese país donde muchos montañeros sueñan con hacer el camino completo, cosa que muy pocos logran, sea por falta de forma física, por la imposibilidad de reunir tanto tiempo libre, como por las dificultades de todo tipo que la ruta ofrece, tanto meteorológicas, como de dureza física.

Pero los primeros miedos que afronta Bryson son algo más urbanitas. En su visita a la tienda de equipamiento de montaña de su ciudad termina perdido entre la infinidad de artículos de todo tipo, comenzando por la abrumadora variedad de mochilas entre las que debe escoger las que reúnan una capacidad aproximada de unos 25 litros, que es lo recomendable para poder portar con comodidad todo lo necesario para el viaje. Así, entre tiendas de campaña para tres estaciones, impermeables variados, cintas y herrajes, hornillos, una pala para sus propios excrementos, linterna, pilas, botas especiales y otros tantos objetos que nunca pudo creer que existieran, el autor casi termina por desechar su loca idea.

Porque no otra cosa es el empeño por recorrer esta mítica senda, que el título del libro parece reducir a un agradable paseo matutino. Sin embargo, cuando visita la biblioteca municipal para informarse sobre la ruta, descubre que los peligros son equiparables a los de perder sus pasos por un barrio equivocado de Detroit. No solo están los osos negros, cuyo carácter no es el mejor compañero del excursionista, sino que en el sendero abundan las serpientes de cascabel o los gérmenes variados que le puede transmitir la picadura de un mosquito o la mordedura de cualquiera de los infinitos tipos de roedores que habitan en el bosque, especialmente en los refugios en los que la basura campa a sus anchas. Y puede no ser lo peor, el riesgo de una torcedura que se infecte sin ningún centro médico a una distancia razonable o los cambios repentinos de tiempo que pueden provocar una hipotermia letal. Y como nos encontramos en los Estados Unidos, también tenemos abundantes noticias de psicópatas armados que gustan de deshacerse de los senderistas más solitarios.

Y Bryson se enfrenta a todo esto con un cierto sobrepeso y una consolidada experiencia como senderista en Inglaterra, que es como decir que un parque de bolas es suficiente entrenamiento para una misión lunar. Así que la única condición que le impone su paciente esposa es que no haga el recorrido solo, y que ella no sea la compañía elegida. Y, ¿a quién recurre el tierno Bryson? A su compañero de ruta por Europa en un viaje de hace unos treinta años, un viaje que no terminó demasiado bien, mejor dicho, que prácticamente termina con la relación entre ambos. Stephen Zacks es un amigo de Des Moines, la ciudad natal de ambos, y solo parecen tener ese dato en común.  

Donde Bryson es un responsable padre de familia y escritor de notable éxito, Zacks es un manirroto, incapaz de asentar una relación, perseguido por deudas, algunas con la Policía, algunas con su pasado, especialmente por su adicción al alcohol de la que apenas logra reponerse de tanto en cuanto. Para mejorar la situación, tiene una forma física aún más deplorable que la de Bryson. En suma, la mejor de las compañías, mejor dicho, la única ya que nadie más ha atendido las llamadas de Bryson para ser acompañado en tan descabellada empresa.

Al modo de un cuento de Chaucer o del propio Quijote, comienzan el camino a los pies del monte Springer en Georgia. Les vemos partir a trompicones, apenas capaces de sostener sus mochilas, tambaleándose en un camino totalmente liso y sin problemas, y no apostamos un dólar por su éxito.

Porque esta senda recorre la cadena montañosa más extensa de los Estados Unidos, una cordillera que casi duplica el perfil de la costa Este, desde el Sur, hasta Canadá. Y sigue los pasos de los primeros "descubridores" para occidente de estas montañas, cómo no, los españoles, que las bautizaron con el nombre de una tribu aborigen que vivía en las inmediaciones de La Florida, los apalaches. Hoy solo queda el topónimo que da nombre a la cadena. Pero la senda como tal, llega mucho más tarde, tanto como 1921, tras ser concebida por la mente de Benton Mackaye.

Como en toda buena historia americana, tenemos el empeño de un único hombre que se abre paso frente a todas las adversidades y que, con su entusiasmo, consigue atraer a su empresa a otros tantos visionarios durmientes hasta que el empeño logra su objetivo. Es en 1923 cuando se abre el primer tramo del recorrido, ideado como la mejor forma de que los urbanitas pudieran acercarse a un entorno seguro de plena y salvaje naturaleza, un modo de que dominaran sus vicios a través del contacto con una realidad que se les estaba escapando de entre las manos, al modo de Thoreau que se acercaba al bosque para alejarse de sus conciudadanos, para encontrarse a sí mismo. Porque eso es lo que significa la Naturaleza para todo americano, la ocasión de reencontrarse con sus verdaderas raíces, como si ellos no fueran los que inventaron los rascacielos, los suburbios residenciales, los trenes continentales o quienes huyeron a la Luna. Porque para un americano blanco, con una mitad de raíz puritana, y otra de impulso pionero, la Naturaleza es ese Paraíso Perdido, esa realidad a la que hay que volver de vez en cuando para recuperar las verdaderas esencias.

Y los Apalaches son una de ellas. Llevan allí millones de años, desde que el choque de las placas continentales, África y Europa frente a América, levantaron su perfil, y generaron un entorno natural muy característico, al oeste grandes llanuras, al este, a no excesiva distancia, el Atlántico. Este entorno propicio permitió la aparición de especies como el roble y el castaño americano, de alturas impresionantes, capaces de ocultar el sol y crear esos caminos sombreados, alfombrados por una vegetación densa entre la que vive una fauna espectacular, con más especies vivas que toda Europa.

Pero, al principio, poco o nada de esto pueden ver Bill y Stephen, agotados por la primera jornada de ascensión, por el peso de sus modernas y caras mochilas, de tantas cosas innecesarias, según lo ven ahora. Tan superfluas que Stephen, en un arranque muy propio de su carácter, tirará por un pequeño barranco parte de su contenido.

Esto no mejora el ánimo entre ambos, que apenas hablan en todo el trayecto, enzarzados en sus propias dudas, sobre su resistencia y, fundamentalmente, sobre la conveniencia de la compañía del otro. Llegados a su primer lugar de acampada, montan sus tiendas y duermen sin tan siquiera despedirse. Pero el camino, con su ritmo pausado, va calando en ambos y la necesidad que tienen uno del otro, en general de la que tenemos del prójimo en cuanto salimos de nuestros salones confortables y abandonamos esa naturaleza impersonal que nos protege y a la que llamamos civilización, termina por imponerse y un franco sentimiento de camaradería comienza a unirlos más de lo que jamás hayan estado.

Las revelaciones de Stephen sobre sus problemas con el alcohol, o el recuerdo de que aún le debe a Bill seiscientos dólares desde la época de su viaje a Europa, no son suficientes para enfadarse nuevamente. Tampoco las doctas disquisiciones de Bryson sobre el tipo de rocas y su origen, calcáreo o volcánico, o sobre el chango, ese hongo que está acabando con todos los castaños americanos, abaten el ánimo de Stephen.

Así que, cuando las ampollas han dejado de doler y un saco de dormir es lo mejor que puedes esperar al final del día, o cuando te levantas y comienzas a andar con una montaña al fondo y, a media tarde, sigues viendo la misma montaña, aparentemente a la misma exasperante distancia, todo comienza a tornarse relajado, lo importante se convierte en lo prioritario y lo demás, simplemente, lo tiramos por el barranco.

 



En esta popular ruta, otros tantos les siguen, y se cruzan con parejas de jóvenes que marchan a un ritmo endiablado, personas que hacen el camino en sesiones breves y esperan completarlo a lo largo de los años, o con pelmazos, capaces de dar lecciones sobre montañismo que nadie les ha pedido. En particular, una mujer se les pega como una lapa, incapaz de callar un segundo, pese a todas las obscenidades que le suelta Stephen o las más hirientes ironías que es capaz de desplegar Bill. Pero nada la desanima, tan sola debe encontrarse. Bill y Stephen, como los niños que eran cuando se conocieron, idean una treta para librarse de ella. Una mañana deciden adelantar su partida de la zona de acampada y tomar un coche para ganar una jornada y así escapar de ella. Como toda mala acción, no obtiene recompensa, incluso los remordimientos corroen al corrompido Katz. La dureza del camino será la que les librará de su compañía, cuando se vea obligada a abandonar la senda.

Tampoco logran librarse de cruzarse con osos o alces, ese majestuoso y esquivo habitante de lo más profundo del bosque. Y tampoco se zafan de la presencia de los osos, que una noche merodean por su campamento sin encontrar mejor arma que un cortauñas.

Pero el camino es largo y Bill debe interrumpirlo para unas sesiones promocionales de uno de sus libros. Él y Stephenn quedan en retomar la marcha más adelante, un poco más avanzado el camino. Bryson recorre tiempo después por su cuenta, algunos trechos del sendero en su tramo central, en las montañas de los Apalaches más profundos, una tierra de mineros que a comienzos del siglo XX albergaba la población más pobre de todos los Estados Unidos y que la minería y el descubrimiento de algunas bolsas de petróleo en Pennsylvania cambiaron por poco tiempo la situación.

En sus caminatas recorre las antiguas explotaciones mineras a cielo abierto, y observa las consecuencias que algunas de estas industrias pueden tener en el medio ambiente. Próxima a una explotación para la extracción de zinc, se puede ver una montaña que ha perdido completamente su vegetación, un pequeño desierto en medio de una naturaleza majestuosa.

También visita Centralia, un pueblo fantasma asentado sobre una inmensa veta de antracita que allá por el año 1962, comenzó a arder. Lo que era una agradable comunidad minera se convirtió pronto en un infierno. El subsuelo del pueblo ardía sin cesar y pronto los sótanos de las casas se convirtieron en pequeños hornos. Las fumarolas y los socavones que se abrían repentinamente en el suelo obligaron a su población a emigrar dejando abandonadas sus casas. Éstas fueron derruidas para evitar incendios de superficie que agravaran aún más los problemas. El escenario que describe Bryson parece propio de una película de terror. Tan solo la estructura de los caminos, las calles, los setos bordeando las parcelas ahora vacías, el silencio inconsistente, el pesado olor a combustión, recuerdan el pasado que fue. Todo un símbolo de una tierra que, pese a su riqueza natural, ocupa uno de los primeros lugares de pobreza de un país que apenas le presta atención más allá de la burla, el estereotipo de los rudos montañeses, los hillbill y toscos que a veces se dejan caer por las ciudades.

Pero son estos habitantes los que han recibido recientemente la atención de todos los medios gracias a su supuesto apoyo masivo a Donald Trump, a su política proteccionista que promete redimir industrias que ya nunca serán viables, que les presta una atención que nadie antes les dió.

Bill y Stephen se reúnen de nuevo para culminar el último tercio del camino. Siguen sus disparatadas conversaciones, sus riñas infantiles. Bill continúa dando lecciones sobre conservacionismo, botánica, geología, zoología, astros o cuanto sea menester. Stephen escucha al paciente, aprieta los dientes y añora el alcohol. Entre los datos que aporta Bryson está el de que la última parte del sendero de los Apalaches es un tercio del camino pero representa dos tercios del esfuerzo que hay que hacer, y el esfuerzo hace mella.  

    

Semanas después de reanudar el sendero, aún sin haber alcanzado el monte Katahdin, deciden poner fin a su viaje. Otra lección que les enseña la senda. Lejos de ser una derrota, ambos consideran que han recorrido el camino como Dios manda. Han visto más montañas y han ascendido a más cumbres de las que pueden recordar, han sufrido de la compañía de indeseables compañeros de albergue, tan egoístas que creían estar en su propio loft de Manhattan, en lugar de en un edificio endeble de madera, construido por voluntarios para dar cobijo a caminantes extenuados. Han conocido a lugareños, visitado moteles, lagos, cruzado vados, pasado noches en vela. Ése es el camino, y como tal, lo han hecho. Muchas veces, llegar no es alcanzar el último kilómetro.

Y como Kavafis, vuelven a sus hogares, más el de Bill que el de Stephen, pero vuelven mejores, al menos más delgados, porque sí, el camino les ha mejorado y les ha dado más de lo que pedían. Han recibido lecciones de las que no se aprenden en un libro o en una charla Ted, y han vivido al fin, la aventura que deseaban.

El libro de Bill Bryson tiene su réplica en una película protagonizada por Robert Redford y Nick Nolte que recoge las partes más cómicas del viaje y deja a un lado las descripciones históricas, botánicas, zoológicas y de todo tipo a las que Bryson gusta de abandonarse con frecuencia. Sin embargo, en este libro, es la peripecia personal la verdadera protagonista, las anécdotas y vivencias de ambos patéticos personajes perdidos en un entorno tan hostil para ellos.

Y es precisamente en estos libros, en los que Bryson abandona ese tono enciclopedista, en los que equilibra datos con su propia experiencia, los que mejor resultado dan, los que más entretienen y le permiten dejar volar su ironía y sentido del humor, en los que más sentido tiene el hacer burla continua de uno mismo. Y, por suerte, de este tipo aún nos quedan unos cuantos por leer.

 

 

 

 

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