30 de diciembre de 2024

Milena (Margarete Buber-Neumann)


¿Qué tienen en común el amor, el exilio y la resistencia? La respuesta se halla en el estremecedor relato de Milena, escrito por Margarete Buber-Neumann. Un libro que destapa la fuerza indomable de una amistad forjada en el infierno de Ravensbrück, donde dos mujeres extraordinarias, prisioneras del odio y la tiranía, se convirtieron en el último refugio de esperanza. Pero esta no es solo la historia de una superviviente, sino de un juramento sellado entre alambradas: dar voz a la mujer que desafió al régimen nazi y a su propio pasado. En cada página se palpa el miedo, la traición y la solidaridad de quienes, incluso en la oscuridad más absoluta, se niegan a ceder su humanidad.



Margarete Buber-Neumann formó parte del Partido Comunista y, ya a comienzos de los años treinta, viajó a la URSS como tantos otros, convencida de que allí nacía una nueva tierra, libre de la opresión y tiranía que había conocido en su patria de origen, la atribulada Alemania de Weimar. Pero allí descubrió otro tipo de horror y sufrió las decepciones de quien ve traicionados sus anhelos y esperanzas. Peor aún, padeció en su propia piel la represión y el castigo de los "herejes" que se resisten a pensar lo que otros dictan. Vivió en un campo de concentración en Siberia hasta que el pacto Ribbentrop-Molotov cambió las tornas y Hitler y Stalin se revelaron como lo que eran: dos ególatras dictadores que en poco se diferenciaban. Se acordó un intercambio de prisioneros políticos por el cual los alemanes internados en campos soviéticos fueron entregados a la Gestapo, no con el fin de ofrecerles una bienvenida, sino para llevarlos a otros campos de concentración. Ya se sabe que los principales enemigos de cualquier dictador siempre son los naturales de su propio país, esos traidores a la patria.


Margarete Buber-Neumann terminó en el campo de Ravensbrück, un recinto especial para mujeres, y allí conoció a Milena Jesenská, una joven praguense que ya llevaba mucha vida a sus espaldas. Su amistad se tornó ambigua, pero aquí no estamos para juzgar cómo viven quienes pasan por un tormento similar y sienten una dependencia enfermiza por la persona con la que han creado un lazo lo más similar que se pueda concebir al cordón umbilical.


En los pocos ratos libres que ambas prisioneras podían disfrutar, en paseos al aire libre o en noches en las que escapaban de su barracón y se reunían en algún lugar oculto, se contaron recíprocamente sus vidas y Milena soñó con escribir un libro a medias para reflejar los terrores de los campos. Margarete Buber-Neumann se resistía, pues afirmaba no saber escribir, pero eso a Milena no le importaba, ella tampoco creyó ser capaz de escribir, pero se había forjado una reputación como traductora y periodista. Sin embargo, el proyecto quedó frustrado porque Milena no consiguió sobrevivir al campo, y el encargo de escribir un libro recayó enteramente en Margarete Buber-Neumann, quien además recibió otro encargo por parte de Milena: escribir su vida. Se la había relatado con detalle en sus encuentros y así, le aseguraba la joven checa, su memoria podría pervivir a través suyo.


Margarete Buber-Neumann cumplió sobradamente su encargo como tributo a su amiga. Una prueba de amor más allá de las alambradas y los horrores de los médicos de las SS, las palizas de las guardianas del campo y las peleas internas entre los distintos grupos de prisioneras, comunistas, testigos de Jehová, gitanas y otras tantas "subespecies" a los ojos de los nazis que vivían allí recluidas en una paz forzada que en ocasiones se quebraba con una crueldad extrema. Buber-Neumann escribió tanto el libro que Milena le pidió sobre la vida en el campo de Ravensbrück como el que le encomendó para dejar huella de su paso por el mundo: Milena, publicado por Alfaguara, con traducción de Carlos Fortea.


Milena fue la primera en romper el hielo cuando se conocieron: Soy Milena, de Praga, le espetó ante la sorpresa de Margarete. La checa había oído hablar de ella y sabía que había sobrevivido a los campos soviéticos y que ahora purgaba sus penas en los nazis. Un tránsito político similar al que ella misma había padecido al haber formado parte del Partido Comunista a través de su marido, y en el que no duró mucho tiempo al comprender que los dictados del Partido estaban por encima de la propia conciencia. Milena fue providencial para Margarete, ya que las presas comunistas, sabedoras de que había pasado por Siberia, trataban de aislarla, una muerte social aún peor que las torturas y abusos de los guardianes, ya que apenas encontraba un rescoldo de esperanza en ningún lugar, pero Milena la consolaba, ellas estaban acostumbradas a pensar y organizar su vida a través de rígidos patrones impuestos y, por contra, ellas dos eran libres; podían pensar y vivir libres incluso en aquel horror del campo. La alegría y fortaleza de Milena le dieron esa razón de vivir, reactivando su espíritu de sacrificio y su deseo de salir del campo, de recobrar la esperanza al modo de las enseñanzas de Viktor Frankl.


Ambas trataron de aliviar los sufrimientos de las presas que pasaban sus últimos días en la enfermería del campo, un laboratorio de ensayo para tratamientos monstruosos al estilo de los de Mengele, pero también para el asesinato impúdico de las prisioneras. Margarete era objeto de las continuas preguntas de Milena, que no había perdido el pulso de una buena periodista. Estas preguntas permitieron a la autora detenerse por una vez en el trasiego de su vida, poder analizar sus vaivenes y desdichas, hacer balance, y quizá amarse por primera vez a través de los ojos de Milena.


Así, Margarete comenzó a ser la depositaria de los secretos más íntimos de su amiga. La relación conflictiva de Milena con su padre, un profesor universitario reputado y odontólogo por las tardes, patriota checo, se debió a que este se oponía a todas las relaciones de su hija, siempre tentada por judíos y alemanes, o ambas cosas al tiempo. No es de extrañar que sintiera pronto una admiración por otro damnificado por una figura paterna de extensa sombra como Franz Kafka.


Claro que, en descargo del padre de Milena, hay que decir que ella no se lo puso fácil. Tras la pronta muerte de su madre, la joven volcó todas sus frustraciones buscando el escándalo y el placer. Vivía en una habitación del hotel de un amigo de su padre, pero tuvo que dejarlo pues las visitas masculinas eran la comidilla de la ciudad. Su actitud provocativa junto a otras jóvenes del único instituto para mujeres de Praga, las "minervistas" (por la institución que las unía y alentaba como seres creativos e iguales en todo a los hombres), apenas podía ser soportada por el padre, que debía vivir amargado por las historias que sobre ella se contaban.


Cuando Milena se compromete con Ernst Pollak, checo-alemán y judío, su padre cree morir. Todos sus intentos por romper el idilio fracasan. Ni siquiera que su hija quede embarazada y que él colabore en el aborto convence a Milena de romper con Pollak. El padre acepta finalmente el enlace, pero a cambio de que se muden a Viena, que desaparezcan de la estrecha Praga, que su vergüenza no sea pública, que no se los cruce por la calle. Una ruptura definitiva que no le fue permitida a Kafka y que arrojó a Milena en una pesadilla de difícil gestión. Las infidelidades y el abandono de Pollak la marcaron profundamente. Ella, con su fuerza y espíritu, trató de creer que era lo normal, que era el signo de los tiempos que las mujeres debían aceptar la vida bohemia de sus maridos y estos las de sus esposas. Claro que Pollack no fue tan permisivo con los escarceos de Milena ni con sus comportamientos extraños.


Milena vivía asfixiada. Trataba de escribir para periódicos checos y, poco a poco, se fue refugiando en la Literatura, quedando fascinada por la obra publicada de Kafka, en especial con La metamorfosis, uno de los libros que la atrajo por su profundidad emocional y con cuyo protagonista se sentía identificada. Se volcó en la traducción de sus obras, comenzando una relación epistolar por la que terminaría siendo mundialmente conocida, con escasos encuentros físicos que le dejaron una honda huella.


Pollack se reía de sus escritos y ella se empeñaba en lograr la independencia económica, pues creía que así su marido temería perderla y lucharía por ella. Nada de eso ocurrió. Pero como ella misma le confesó a Margarete, siempre tuvo debilidad por hombres débiles que terminaban por volverse contra ella cuando se sentían dependientes de su fortaleza, comprendiendo que había asumido el papel que les correspondía a ellos.


Por parte de su padre, Milena tenía dos tías que se dedicaban a la escritura, en especial una de ellas, Růžena Jesenská, que ganó cierto reconocimiento con literatura sentimental. En un principio, esto era objeto de burla por parte de la moderna Milena, pero, con el pasar de los años, llegó a reivindicar un mundo de sentimientos íntimos y femeninos en un tiempo en el que la Literatura aún estaba dominada por los hombres.


De Kafka le contó a Margarete que “nada me ha impresionado más en la vida que el leve atisbo de su interior. Era demasiado bueno para este mundo”. Y ese atisbo fue mayor que el de casi cualquier otro amigo o conocido del autor, puesto que este entregó a Milena sus Diarios, esa obra autoacusatoria en la que se desnudaba cada noche para luego despreciarse y solo ocasionalmente desvelar una parte de su grandeza. Tal vez gracias a esa generosa entrega y al cuidado que Milena puso en conservar aquellos cuadernos podemos hoy disfrutar o sufrir junto a Kafka con su pasar por la vida.


Milena le explicó a Margarete sus escasos encuentros con Kafka y su incapacidad para cualquier asunto práctico. Precisamente, lo que le había fascinado de Felice Bauer había sido que era hábil en los negocios. Milena se enamoró de Kafka, pero no logró dejar a Pollack, no había llegado su momento. Kafka enfermaría y, en todo caso, sus escasos momentos de intimidad siempre se verían acompañados por esa sombra alargada que él reservaba para sus relaciones con las mujeres que amaba. El ascetismo de Kafka no era una opción vital, era su único modo de enfrentar un mundo que se le representaba como un jeroglífico, una maraña incomprensible de relaciones, sobreentendidos y cuestiones para las que era totalmente ajeno.


Pero Milena logró finalmente independizarse de Pollack. Alquiló parte de sus habitaciones para poder mantenerse y se enamoró de uno de sus huéspedes, un antiguo aristócrata reconvertido al marxismo. Por amor, siguió sus ideas, viviendo una de sus épocas más felices, ganando autoestima y viéndose ya capaz de regresar a Praga, donde lo haría como una triunfadora, una periodista que ya comenzaba a ser conocida por sus artículos, que habían sido recopilados en un libro que Milena dedicó a su padre como símbolo de reconciliación.


Sin embargo, su éxito despertó los celos de su pareja, que finalmente la abandonó. Milena resistió con fuerza, se sentía invencible y se enamoró de un joven arquitecto, también comunista, que le dio su única hija, Jana Černá, con la que también sería feliz hasta que él terminó por marchar a un proyecto en la URSS, de donde volvió ya divorciado y desengañado con los logros del paraíso proletario. Se habían casado en 1927 y compartieron círculo intelectual, la élite bohemia praguense.


Margarete ilustra muchas de estas historias con textos extraídos de los artículos de Milena, gran parte de ellos con un alto componente autobiográfico. En ellos se nota progresivamente un mejor dominio literario. Junto a observaciones prosaicas se deslizan hermosas reflexiones llenas de lirismo y sensibilidad, un talento aún en construcción, pero con un inmenso potencial que solo Kafka parecía haber sido capaz de detectar en su embrionaria concepción.


Los problemas en el embarazo, derivados de un comportamiento algo imprudente, la llevaron al hospital, a la pérdida de movilidad de una rodilla y a una dependencia progresiva de la morfina que su padre le suministraba para arrancarle los intensos dolores. Y esto significó el ocaso social de Milena. Engordó, perdiendo parte de su lustre; su lirismo pasó a convertirse en acidez y, poco a poco, su obra dejó de reflejar asuntos sociales glamurosos para centrarse en aspectos más sombríos. Tal vez perdió fama e impacto, pero ganó sin duda en profundidad, alcanzó una hondura en la comprensión del dolor humano al que siempre había sido muy cercana. Sus coqueteos con el comunismo pasaron a mayores, ingresando en el Partido. Milena buscaba recuperar en el grupo, en un colectivo superior, la autoconfianza que parecía haber perdido junto a su lozanía y frescura. Pero las purgas de 1936 le hicieron perder la fe en el Partido. Sus ingresos, escasos por escribir tan solo en revistas comunistas de ínfima tirada, hubieron de ser complementados con alguna colaboración bajo seudónimo en una revista socialdemócrata.



Milena recuperó el amor gracias a uno de los encargos que le había hecho el Partido, vigilando a un enfermo sospechoso de tener ideas trotskistas. Y Milena se enamoró de él, de su bondad, de su indefensión, como siempre le ocurría con los hombres. Sus artículos pasaron a centrarse en la crónica política en un momento de enorme convulsión, con Hitler en el poder y tratando de ganar la región de los Sudetes para el Reich, sino toda Checoslovaquia, como terminaría por ocurrir ante el abandono de las potencias occidentales.


En sus crónicas refleja una perspicacia que parecía ajena a sus conciudadanos. Defendía que los checos no podían sostener el odio a lo alemán, que los alemanes del norte del país también sufrían la persecución de los nazis, que la unión debía buscarse entre los demócratas, alemanes o checos, porque de otro modo, como terminaría por ocurrir, se perdería a los demócratas alemanes para la causa checa echándolos a los brazos del partido nazi.


El antisemitismo se fue colando por todas partes, llegando incluso al gobierno de la nación. Y, como siempre, Milena se identificó con los perseguidos. Años después, cuando las leyes arias impusieron la obligación de portar una estrella amarilla a todos los judíos, ella se paseaba por las calles llevándola con orgullo como símbolo de apoyo y compromiso, aunque su ejemplo no fue seguido por los ciegos ciudadanos que creían estar al amparo del odio alemán.


Su obra periodística se volvió cada vez más madura y, a nivel literario, más compleja. Sabía conjugar la sencillez con la belleza, el uso preciso de las palabras con la calidez de la narración, una combinación que tantos escritores buscan y pocos consiguen.


En marzo de 1939, Alemania se hizo con el control de Checoslovaquia. Milena continuó escribiendo durante algunos meses, enfrentándose a constantes conflictos con los censores. Su casa se convirtió en un refugio para judíos y perseguidos políticos, y colaboró en diversos planes de huida hacia el exilio. A medida que la represión se intensificaba, su compromiso con la Resistencia se hizo cada vez más profundo, llegando incluso a involucrar a su hija en estas labores. Jana, que tomó valiosas lecciones de estas experiencias, más tarde destacó como escritora y fue una firme opositora a la ocupación soviética.


Poco después, Milena fue detenida. Tras pasar por diversas cárceles, acabó en el campo de concentración de Ravensbrück, donde falleció el 17 de mayo de 1944. Allí tuvo bajo su cuidado a varias enfermas, a las que protegía falsificando los análisis de sangre para evitar que recibieran la letal inyección o fueran asesinadas directamente, destino reservado para las enfermas graves.


Antes de morir, Milena le pidió a Margarete que escribiera su vida basándose en los recuerdos que le había confiado durante su tiempo juntas en el campo, pidiéndole que fuera su juez clemente. Margarete cumplió con creces el encargo, escribiendo una biografía llena de admiración y amor, pero también de honestidad. En ella, reflejó la fortaleza tanto de Milena como la propia, dos mujeres que vivieron tiempos tormentosos y que supieron alzarse como referentes para quienes las rodeaban. Ochenta años después de la muerte de Milena, su ejemplo sigue despertando admiración por su valentía y resistencia ante la adversidad.

 

 







7 de diciembre de 2024

Mundofiltro: Cómo los algoritmos han aplanado la cultura (Kyle Chayka)


¿Qué pasa cuando el arte de descubrir se reemplaza por un algoritmo que decide por ti? En Mundofiltro, Kyle Chayka desentraña cómo las plataformas digitales han convertido la promesa de un internet libre en un campo de comodidad y conformismo. Desde las redes sociales hasta la música que escuchamos, todo parece diseñado para evitar sorpresas, manteniéndonos en una burbuja de repetición. Pero Chayka no solo diagnostica el problema: su viaje hacia una experiencia más auténtica nos invita a repensar nuestra relación con la tecnología.



Kyle Chayka es un afamado periodista, ganador de un premio por un artículo sobre el turismo en Islandia, que escribe sobre cultura y tecnología en medios como The New Yorker The New York Times Magazine o Harper`s.

 

Nacido en 1978, como muchas personas de su generación, ha vivido en una burbuja en la que ha ido conformando el sentido de su vida en torno a rutinas como consultar a cada pocos minutos las redes sociales desde su móvil, torturarse por un tweet con menos interacciones de las esperadas, buscar los mejores ángulos y enfoques para sus fotos de Instagram, ver la serie de la que todos hablaban, entrar en los debates que creía que movían el mundo. En Mundofiltro: Cómo los algoritmos han aplanado la cultura (Gatopardo) nos narra su viaje por este nuevo mundo que nos ha tocado vivir y lo que de él ha aprendido.


En un principio fue internet, la promesa de un acceso a fuentes de información más libres e independientes no dominadas por el poder, surgidas desde abajo, con acceso directo por parte de unos usuarios ávidos de gobernar sus propios gustos y aficiones, de poder investigar nuevas formas de cultura, de opinión y de información más allá de los cauces tradicionales.

 

Esta edad dorada era proclive para los nerds, esa panda de descerebrados que podían volcar en páginas de ínfima categoría, al menos vistas con nuestros ojos actuales, todas sus rarezas e inquietudes. Era una buena forma de compartir información, de aprender y tomar sugerencias de otros, de adentrarse en el mundo de una forma nunca antes vista.

 

Y a ese mundo casi virgen llegaron poco a poco algunos invitados que parecían compartir ese amateurismo y espíritu comunitario. Pensemos en Facebook, una red social cuya principal y originaria vocación era la de poner en contacto a estudiantes, de hecho, según nos cuenta Chayka, inicialmente tan solo se podía acceder si  se estaba matriculado en una Universidad. Se podía conocer a nuevos amigos del campus  facilitando el inicio de relaciones o el contacto entre personas con gustos y aficiones comunes que, ya fuera de internet, podían compartir en la “vida real”.

 

Cada septiembre, con la entrada de nuevos estudiantes, se creaba una pequeña época de locura, de personas que no conocían los códigos de conducta, que armaban bulla, pero nada que no pudiera superarse a los pocos meses de iniciado el curso. La apertura a todo el público creó ‘un septiembre perpetuo y. al tiempo, abrió la voracidad de la compañía de Zuckerberg quien comprendió que cuanto más creciese su base de usuarios, más posibilidades tendría de monetizar el invento.

 

 

 

Y para lograr este objetivo se fue pervirtiendo el ánimo primigenio, ya no se trataba de un lugar en el que poder seguir la vida de los amigos con los que se había perdido contacto, la revisión cronológica de la información de las personas a las que seguía el autor pronto se alteró para pasar a estar regida por el algoritmo. Éste es el punto clave del libro, así que pasaremos más detalladamente a explicar este concepto.

 

 

 

En lugar de mostrarnos la información cronológica de las personas a las que seguimos, Facebook comenzó a alterar este patrón cronológico para introducir  noticias y publicaciones de personas a las que no seguías, pero que pagaban por aparecer destacadas, medios de comunicación y  empresas que publicitaban sus servicios, o personas que habían comenzado a ganarse la vida explotando una nueva función que hoy creemos consustancial a internet, los influencers.

 

En efecto, el muro de Facebook se convirtió en un batiburrillo en el que se mostraban publicaciones de todo tipo que una máquina (realmente una creación de unos ingenieros al servicio de los intereses empresariales de Facebook) habían decidido que era lo que al usuario realmente le interesaba. Chayka utiliza como metáfora la máquina del siglo XIX conocida como El Turco, un autómata que fue paseado por medio mundo causando asombro por su capacidad para ganar partidas de ajedrez a los incrédulos humanos que se atrevían a desafiarla. Sin embargo, como se supo muchos años después, bajo esa estructura se encontraba un humano de baja estatura experto en el juego, causando el engaño. Así, el algoritmo, que se muestra como un instrumento neutro y aséptico, realmente responde a una creación humana, una decisión empresarial, una voluntad de primar determinadas interacciones penalizando otras. Es decir, detrás de toda gran máquina siempre hay un humano, alguien que toma las decisiones, programa y decide, cuando hablemos de algoritmo, no olvidemos que detrás siempre hay decisiones humanas.

 

Y ese algoritmo decidía, en función de tus contactos, de lo que estos consideraban interesante, de los enlaces que compartían, lo que tú mismo compartías o por lo que mostrabas aprecio o disgusto, y con todo ello, unido siempre a los intereses comerciales de la empresa, alteraron aquel espíritu original convirtiendo Facebook en un lugar de escaso atractivo para quienes querían otro tipo de comunidad.

 

Los directivos de la empresa dejaron pronto claro que lo que buscaban con su público cautivo era precisamente ofrecerles todo lo que pudieran necesitar sin precisar salir de su entorno., una vocación que les ha llevado a destruir posibles competidores por el procedimiento de poner encima de la mesa ingentes cantidades de dinero como ha ocurrido con Youtube, Whatsapp o Instagram a la que volveremos más adelante.

 

La deriva de Facebook hizo crecer a competidores como Twitter, una red que proponía un ámbito de discusión reducido a un determinado número de caracteres, primando la información y la concisión, nuevamente facilitando que uno siguiera a determinadas personas, fuentes o medios en los que confiaba, Y nuevamente la empresa terminó por pervertir ese espíritu, porque un logaritmo favorecía que los tweets mostrados no coincidieran necesariamente con los de las personas a quienes se seguía, donde era más importante el número de retweets que la fecha de publicación, dando así prevalencia al contenido más extremo, el que levantaba más odios y rechazo, donde había medios que podían pagar por ser mostrados con preferencia.

 

Y vayamos a Instagram, otra red donde el objetivo era compartir imágenes, se suponía que una pequeña ventana a nuestro día a día, una forma de compartir nuestras visitas a lugares interesantes, nuestras mascotas o platos favoritos. Pero la historia se repite, especialmente a partir de la compra de la empresa por parte de Facebook. El algoritmo vuelve a decidir por nosotros, vuelve a pervertir el sentido original. Y así podemos continuar con gran parte de los servicios de internet. Google ya no ofrece una alta fiabilidad a la hora de mostrar los resultados de sus búsquedas, colocando en la parte alta enlaces patrocinados. Spotify o Netflix nos ofrecen continuas recomendaciones en función de lo que escuchamos y vemos, lo que hacen quienes ven y escuchan lo mismo que nosotros, buscar una película o un disco saltando la propuesta del algoritmo es cada vez una tarea más compleja, menos accesible por parte de las empresas, deseosas de ofrecernos una experiencia narcotizante y abrumadora que no nos haga plantearnos salir de ellas, que maximice nuestro consumo, nuestra exposición a la publicidad que les financia.


Pero, ¿realmente es relevante que nuestro ocio venga condicionado por intereses mercantiles? ¿No ha sido así siempre? ¿Es una situación que debe preocuparnos, forzar políticas públicas y una estricta regulación?


Chayka demuestra que los algoritmos tienen la capacidad de influir en el mundo real de más maneras de las que podría creerse. Tenemos acontecimientos tan relevantes como la toma del Capitolio por un grupo de chiflados unidos por redes sociales y medios que creaban lo que se ha venido a denominar como "cámara de eco", una situación en la que todas las noticias a que nos vemos expuestos son las que ratifican nuestras opiniones, por más absurdas que resulten. Compartimos ideas con quienes piensan como nosotros y el algoritmo va excluyendo de nuestros intercambios todo lo que podría ayudarnos a rebatirlas, matizarlas, convirtiéndonos en burbujas ideológicas sin capacidad empática con el resto de la  Humanidad. Esto genera una creciente polarización, la difusión de bulos, teorías conspirativas y, en consecuencia, un empeoramiento de la calidad democrática de nuestros países.


Empresas como Arnb han afectado a ciudades enteras, incrementando el precio de las viviendas, expulsando a los ciudadanos originarios por el incremento de precios y la desaparición de comercios habituales en favor de esos locales con encanto, insangrameables hasta el paroxismo.


La salud mental también parece verse alterada. Nunca antes se había mostrado tanta preocupación por el desequilibrio emocional de unos jóvenes que viven su vida en redes , sociales. Chayka nos cuenta el caso del sucidio de una joven, Molly Russell, que había desarrollado tendencias suicidas y que, a raíz de sus búsquedas en la web había comenzado a recibir todo tipo de noticias, enlaces y recomendaciones en diversas plataformas como Facebook o Pinterest, excluyendo la posibilidad de buscar ayuda, hundiéndola en una espiral que la llevó a la muerte.


Y de todo ello puede dar buena cuenta el autor, acostumbrado a dedicar interminables horas pensando qué palabras emplear para que cada tweet reciba mas atención, qué ángulo es el adecuado para el algoritmo de Instagram. En sus numerosos viajes por el extranjero sentía comodidad por visitar los cafés que había visto recomendados, locales totalmente parejos, con un estilo de decoración industrial más o menos igual, en Tokyo o Dublín, alojándose en apartamentos que mostraban la mano de un interiorismo uniformador pensado para mejorar el posicionamiento en  las parrillas de las plataformas de alquileres vacacionales.  Escuchando la música que le sugería Spotify y viendo las películas y series que parecían entretenerle más. Una vida, en suma, organizada por otros y conforme a unos gustos que él no había decidido pero que, por alguna razón, tampoco terminaba de rechazar. Una comodidad ambigua porque no podía parar de vivir de ese modo sin llegar a sentir auténtica vinculación con cuanto consumía.


Y así rememora cómo surgieron sus primeras pasiones, cómo descubrió la música en su adolescencia, a través de amigos, revistas especializadas, emisoras alternativas. Cómo llegó a su director de cine preferido, el que a cada película lograba sorprenderle. Y cómo este descubrimiento individual, no solía ser sencillo, que no siempre era lineal, que llevaba a mucha prueba y error, a gastar unos fondos magros en compras de discos que debían amortizarse adecuadamente forzando escuchas repetidas hasta descubrir matices que en un primer momento no habían sido debidamente apreciados, pudiendo compartir la información con otras personas de su entorno y recibiendo una influencia recíproca.



Es lo que el autor denomina curadoría, el proceso por el que las personas se dejan influir por quienes tienen un mayor y mejor conocimiento sobre determinados aspectos, una guía para adentrarse en mundos complejos y enriquecedores, algo que el algoritmo y las plataformas no pueden sustituir fácilmente. Su epifanía llegó una noche en un atasco en el que, por azar, sintonizó la radio y escuchó un programa en el que el locutor iba desgranando diversas conexiones entre las canciones seleccionadas, llevando de un estilo a otro y dejando a nuestro autor boquiabierto. El eclecticismo y lo que aprendió, el contexto recibido, tan alejado de la fría y desnuda repetición musical de las listas de Spotify le hicieron replantearse su modo de vivir en mundofiltro.


Durante unos cinco meses renunció a redes sociales, a escuchar música y ver series conforme el algoritmo. Al principio sentía la ansiedad de creer que se estaba perdiendo algo relevante, una obra maestra del cine, un local de moda al que nadie podría faltar. Pero poco a poco se fue acostumbrando y descubrió que retomaba viejas aficiones como la fotografía, pero no el tipo de imágenes que capturaba últimamente para subir a Instagram, todo lo contrario, ese estilo plano, falsamente luminoso,repetitivo hasta la náusea de las fotos de Instagram había cedido a su propia personalidad. También sus gustos musicales volvieron a sendas más luminosas.


Descubrió que el arte volvía a importarle y sacudirle, a dar sentido a su vida. Lo que veía en Netflix o lo que escuchaba en Spotify estaba bien, se parecía mucho a lo que había disfrutado previamente, una garantía de que no le aburriría, pero también un seguro a la indiferencia, a no sentirse sacudido por nada. Porque ese es el efecto que sobre la cultura tiene el algoritmo, la capacidad de matar la improvisación, el desafío, del escubrimiento casual, el abrirse a lo inesperado, ese aplanamiento del que se habla en el título del libro.


Cuando el autor volvió a las redes descubrió que seguían teniendo ventajas, podía compartir sus ideas y aprender de otros, pero ya no pasaba tanto tiempo como sus amigos, y la razón no se debía a que se forzara a ello sino a que comenzaban a resultarle aburridas. Las propuestas del algoritmo no podían superar a las de expertos que se abrían paso a través de otras plataformas alternativas, en visitas presenciales a museos, a salas de cine independientes.


Como se ha dicho, mundofiltro tiene efectos más allá de la cultura, por ello Chayka aboga por una regulación que explicite el algoritmo, que explique a los usuarios los motivos concretos de cada publicación que se le muestre, que podamos bloquear el funcionamiento del mismo y que nuestras redes sociales respondan realmente a este nombre.   


Mundofiltro es una oportunidad para reflexionar sobre quién decide por nosotros en un mundo en el que se ensalza precisamente que el individuo es el rey, que somos libres para elegir entre una infinidad de oportunidades que la nueva tecnología pone a nuestro favor. Chayka nos alerta de que podemos estar cayendo bajo el mismo error de quienes se enfrentaban al autómata, al Turco,  y que no eran sino víctimas de un engaño. Ojalá en unos años podamos mirar a este tiempo y también reírnos de nuestra inocencia, porque ya hayamos superado este mundofiltro.





29 de noviembre de 2024

Orientalismo (Edward W. Said)


 

En 1978, Edward W. Said sacudió los cimientos de la academia y la cultura occidental con su obra Orientalismo. Lo que parecía ser una mera exploración del pensamiento oriental se reveló como una crítica profunda y provocadora de cómo Occidente ha construido, manipulado y distorsionado la imagen de Oriente durante siglos. Este libro no solo invita a repensar nuestra percepción del "otro", sino que nos obliga a enfrentarnos a nuestras propias ideas preconcebidas y a cuestionar las raíces de muchas de nuestras creencias más arraigadas.



En 1978, Edward W. Said (palestino de nacimiento y profesor en la Universidad de Columbia) publicó Orientalismo (Editorial Debate) generando una enorme polémica y un debate que años después, con la reedición de la obra, en 1995, aún no había cesado.


Sin embargo, Said no hizo otra cosa que poner nombre a una corriente de pensamiento que venía desarrollándose desde siglos atrás, desplegando sus efectos en todo tipo de cuestiones y que parecía haber pasado inadvertida en cuanto a sus implicaciones y consecuencias. Al definir, nombrar y dibujar sus orígenes y evolución terminó por agraviar a unos y otros.


Pero, ¿qué es el orientalismo? Para Said es el proceso de construcción de la imagen e idea que de Oriente se tiene en Occidente. Una imagen que evoluciona con el tiempo pero que va dejando un poso de tópicos e ideas apenas sometidas a crítica y que no solo influye en el modo en que percibimos Oriente, sino que determina también la manera en que Oriente se percibe a sí mismo y, muy especialmente, su relación con Occidente.


La contraposición entre Este y Oeste, pese a lo etérea que resulta desde un punto de vista geográfico, histórico o conceptual, puede remontarse a los tiempos griegos. Una mitología que nos habla de los hoplitas heroicos alzándose en armas para defender sus libertades civiles frente a la homogeneidad de un imperio persa brutal, ciego, oscuro y asesino. Casi una preparación para la victoria final de Alejandro Magno sobre todos aquellos pueblos o para la instalación del Imperio Romano, sentando su capitalidad compartida en el mismísimo Bizancio, es decir, en el pie de Oriente. Pero poco o nada de esto quedará puesto que en la dinámica histórica surgirá la pujanza de una nueva religión, el Islam, que rodeará a Europa por el Sur del Mediterráneo ocupando casi por completo la Península Ibérica y, por el lado opuesto, derribará el rescoldo oriental de Roma y dominará a los pueblos de los Balcanes llegando al corazón de la vieja Europa con el asedio de Viena.


Las cruzadas, la resistencia de Constantinopla, Lepanto, la independencia de Grecia, todo ello son hitos en esa confrontación que pasa a convertirse en una lucha entre ellos y nosotros, entre nuestras ideas y las suyas. Unas ideas nuestras que van abandonando poco a poco la oscuridad y el clericalismo para abrirse a la investigación y a la Ciencia, a los progresos técnicos, al futuro, frente a un mundo anclado en un pasado confuso, monolítico, tosco y turbulento, arracimado e informe. Un sentimiento de superioridad que terminará por extenderse más allá de la Ciencia a aspectos como la moral, lo racial, lo que hoy venimos a llamar de forma muy ligera como supremacismo.


Como el propio autor señala, son conocidos los viajes de europeos por el Oriente, desde el hipotético periplo de Marco Polo a las más fiables historias de Alí Bey, Ruy González de Clavijo o Pedro Páez. Por contra, Battuta, el más famoso viajero árabe, redujo su peregrinar a las tierras de su credo. Este centrarse en uno mismo, el ensimismamiento, llevó a la dificultad para elaborar un pensamiento que definiera para todo Oriente una concepción propia, más aún, una visión de qué representaba para ellos Occidente, a diferencia de lo que comenzaban a hacer los occidentales, que siempre tomarían como vara de medir su propia civilización.  


Porque, con el tiempo, los europeos elegirían Oriente como destino favorito para sus viajes. Desde Chateaubriand a Flaubert, Disraeli o Burton, estos viajeros traían a Europa de vuelta una visión que ya nacía repleta de tópicos y prejuicios, racismo y desdén. Es el mismo tiempo en que se hacía el Grand Tour, se recorría Italia admirando la gloria de su pasado y desmereciendo a sus actuales habitantes como latinos inferiores, un escalón siempre por debajo de los rectos protestantes del Norte. Otro tanto podría decirse de los viajeros que visitaban España a la caza de toreros y gitanos y, aún hoy, de guitarras y siestas; qué se le va a hacer, es ese encanto que nosotros negamos el que ven reflejado en nuestras costumbres, tal vez porque les afirman en su sentimiento de estar ante los restos de la cultura islámica que una vez nos dominó. 


En esa visión juega un importante papel la supuesta sensualidad oriental, el juego de la seducción y la ligereza de costumbres que todos estos autores pudieron disfrutar rozando o cruzando las líneas de la moralidad de sus propios países, cayendo no solo en la prostitución flagrante sino en la pedofilia en alguna ocasión. Todo muy edificante cuando se pretende al tiempo sermonear sobre las víctimas de sus vicios.


 

Volvamos por un momento atrás en el tiempo, al inicio formal de ese orientalismo, al momento en que toma auténtica carta de naturaleza, esto es, a la campaña egipcia de Napoleón. Esa campaña tan mal planificada y peor resuelta, que solo logró disimular el fracaso más absoluto gracias a la huida de Napoleón y su coronación como Emperador años después. Fue acompañada de una pléyade de historiadores, estudiosos y filólogos que tomaron el país y sus misterios al asalto. Todas las especulaciones teóricas sobre el pasado remoto podían ser puestas a prueba sobre el terreno y bien que se hizo. Al igual que las expediciones científicas habían surcado los mares durante el siglo anterior (Cook, Malaspina), ahora los científicos recorrían las arenas ardientes de los desiertos para maravillarse ante un pasado magnificente y una ensoñación en la que el origen del Cristianismo en Palestina no era ajeno y jugaba un importante papel.


Y lo que allí vieron les convenció de que los actuales habitantes no estaban a la altura de su legado histórico, y se fue forjando la idea de que el Oriente no era sino un lugar llamado a ser ocupado por los occidentales, en especial por las grandes potencias, Gran Bretaña y Francia a la cabeza, si bien pronto Rusia y Alemania reclamarían su parte del botín. Creían que esos pueblos no estaban sino para dar fe de su pasado y para servir a los intereses económicos y geopolíticos de las potencias coloniales. Y este convencimiento de superioridad se extiende incluso al siglo XX cuando otra nación aporte a esta tradición del Orientalismo su propia visión los Estados Unidos, creyéndose llamados a traer la libertad al mundo, sea con sus doce puntos (Harold Wilson), sea con las simplistas ideas de traer la democracia a Irak o Pakistán con los resultados que ya todos conocemos.


Porque lo que más revela el Orientalismo, como muy bien señala Said, no es tanto la realidad de Oriente, todo lo contrario, lo que refleja es la imagen que de sí tiene Occidente, una imagen que se vislumbra con el reflejo acristalado de un Oriente frente al que se cree superior.


Y así, por estas páginas Said va desvelando las semillas de este pensamiento, rastreando en los escritos de literatos, de geógrafos, de lingüistas, de religiosos, todas estas ideas. Ve esa evolución y cómo el Orientalismo muta desde una mera curiosidad intelectual hasta el verdadero interés por una clase dominante que aspira a colonizar este espacio. El Orientalismo se convierte en una parte importante de las enseñanzas académicas, los trabajos publicados se multiplican y el interés del público crece puesto que muchos aspiran a ser funcionarios en las colonias, a comerciar con ellas, a dominar en suma ese Oriente sobre el que aún se piensa como si hubiera salido de Las mil y una noches cuya versión traducida por Burton se convirtió en todo un éxito y referente.


De esta visión nadie escapaba. Said reflexiona sobre el modo en que la filología fue el germen de gran parte de estas ideas, con su selección arbitraria de textos originales orientales, sacados de contexto, incluso mal traducidos y reproducidos hasta la saciedad como justificación de sus propias conclusiones preconcebidas. También pone de manifiesto el contradictorio discurso de la izquierda haciendo foco en Marx quien cree que la sociedad oriental es inferior, hay que elevarla, desarrollarla, cree que su pensamiento político, tan occidental por otro lado, puede jugar ese papel, lo mismo que los jerarcas del Imperio Británico al que desprecia. Tampoco muestra una especial preocupación por el individuo oriental, solo le preocupa la masa inerte y narcotizada que el orientalismo dibuja para obviar que tras este retrato hay individuos concretos, con aspiraciones legítimas y tan dignas como las de un londinense o las de un vecino de Tréveris.


Y Occidente alcanza físicamente el dominio de este Oriente. La India forma parte del Imperio Británico, se despliega el gran juego con Rusia, Francia e Inglaterra se disputan Egipto, Palestina, Siria, Jordania, y este impulso colonizador nace, en parte, de ese Orientalismo previo, de la conciencia de que somos capaces de definir en pocos rasgos el carácter propio de medio globo con una simpleza y arrogancia vergonzantes. La apatía, el escaso interés por la vida pública, el histrionismo en los comportamientos sociales, la afectación y la indolencia, todo ello opuesto al rigorismo, a la ciencia y la técnica, al orden colonial.


Porque los políticos de estas naciones ahora omnipotentes, sus militares, sus gobernadores sobre el terreno, los funcionarios y los comerciantes que allí se instalan viajan con todas estas concepciones bien formadas en un todo coherente, una cosmovisión que nadie se ha preocupado de cuestionar.


No es difícil trazar la evolución fatídica del siglo XX, el desastre de gran parte de los procesos de descolonización, la ruina dejada tras la tormenta, el radicalismo y odio a Occidente que se ve en los telediarios, el modo en que aún interpretamos cómo estos pueblos deben salvarse a sí mismos, la ilusión generada por la llamada Primavera árabe, tal vez interpretada aún en esa clave orientalista.


El epílogo de la edición actual de Orientalismo recoge las reflexiones de Said acerca del modo en que fue recibida su obra. Se lamenta de que pocos pudieron juzgarla de manera ecuánime. Los árabes, los orientales en general, le reprocharon su visión occidentalizada, los países occidentales le acusaron de manipulación de los hechos, de reducir su crítica a lo ridículo. También pone de manifiesto que su visión es parcial en el sentido de que estudia el Orientalismo centrándolo en una visión exclusiva de la producción intelectual de Inglaterra y Francia, más levemente Estados Unidos y Alemania, obviando que en Occidente existen otras sensibilidades que tal vez hayan sabido interpretar mejor la realidad oriental, por condiciones geográficas o históricas, como es el caso de España o los Balcanes y Grecia.


Sea como fuere, este libro se presenta como una excelente oportunidad de replantearse gran parte de los conceptos que damos por sentados, de reflexionar sobre las construcciones intelectuales y sus motivos, las circunstancias que las hicieron nacer. Y, sea como fuere, lo cierto es que evidencia el inmenso abismo que aún hoy separa a dos grandes bloques geográficos y humanos que, pese a estar llamados a entenderse, caminan por mundos paralelos, ajenos el uno al otro.