23 de mayo de 2025

Homo Deus: Breve historia del mañana (Yuval Noaḥ Harari)


 


¿Qué pasaría si la Humanidad, en su búsqueda imparable del progreso, estuviera cambiando su propia esencia? En Homo Deus, Yuval Noah Harari nos lanza una advertencia perturbadora: los días de los humanos tal como los conocemos podrían estar contados. Con un estilo ameno pero profundo, Harari nos lleva desde los primeros pasos de nuestra especie hasta un futuro donde la tecnología y los algoritmos podrían reescribir nuestras vidas, nuestro destino y hasta nuestra propia esencia. Si el futuro te parece prometedor, Homo Deus retará tu optimismo.


En Sapiens (De animales a dioses), Yuval Noah Harari describía cómo la especie humana se había impuesto sobre el resto de seres vivos gracias a su capacidad de colaboración a gran escala merced a su capacidad para crear ideas abstractas, relatos y conceptos como el dinero, el estado o la religión, que servían como mecanismo de cooperación. A partir de aquí, el historiador israelí hacía un repaso de los grandes hitos de la Historia tomando como base precisamente esa habilidad colaborativa, fruto de esas abstracciones a las que tan afines resultamos ser.


En Homo Deus (Breve historia del mañana), publicado por Debate, el historiador da un paso más en su reflexión, saltando del pasado histórico al hipotético y más probable futuro a juzgar por las tendencias que se vienen poniendo de manifiesto en los últimos años. Es decir, el autor renuncia a ser historiador y pasa a convertirse en augur. El juego es arriesgado porque, tal y como corren los tiempos, sus vaticinios pueden caer pronto en el olvido. Si algo debería enseñarnos la Historia es que precisamente quien vive en el presente es el peor juez de lo que está por venir. Normalmente las tendencias más desapercibidas e imprevistas son las que terminan por resultar cruciales y las más evidentes las que se desvanecen en el humo del tiempo. Así, el libro publicado en 2016 no pudo prever la llegada del COVID-19 o la irrupción de la IA antes de lo esperado como una cuestión central del debate público.


Pero vayamos al nudo esencial de esta obra, lo que pasa por saltar precisamente a su final, la definición de las tres preguntas en torno a las cuales Yuval Noah Harari cree que pivotará todo lo que está por llegar.


La Ciencia ha venido a levantar el telón sobre el mundo que nos rodea, alejando la explicación mítica o religiosa y arrojando luz sobre la mayoría de los procesos naturales. Pero también, y más recientemente, ha abordado la magia de nuestro comportamiento, nuestros procesos mentales, y según más se descubre más se percibe que gran parte de lo que somos no resulta otra cosa que la consecuencia de algoritmos. Es decir, cuando una persona ayuda a cruzar la calle a una anciana no actúa bajo un impulso moral sino más bien como consecuencia de un conjunto de datos que le llevan a ello de manera inexorable. Hemos de unir información tal como la experiencia previa del sujeto, una cierta inclinación genética, su situación en el momento concreto (la prisa que lleve, si tiene o ha tenido una madre o persona próxima en situación de vulnerabilidad, si ha recibido ayuda similar, si el rostro de la anciana le resulta familiar o amigable, ...). Si lográsemos reunir toda la información que nuestro cerebro maneja y la combinásemos en la proporción adecuada, apenas quedaría un margen mínimo al libre albedrío. Las emociones, pensamientos y actos no derivan, por tanto, de nuestra decisión sino más bien de factores biológicos, químicos y de otro tipo.


En el relato histórico, el Hombre comenzó siendo una creación divina, a imagen y semejanza de su creador, lo que nos hacía superiores al resto de seres vivos gracias a ese aliento sagrado. El Hombre, más allá de esos instintos poseía conciencia del yo y estaba dotado de unas inclinaciones morales de las que el resto de especies carecía. La Ciencia nos dice ahora que esto no es necesariamente cierto y que los pocos recovecos en los que aún parece refugiarse esa capacidad moral y volitiva podrán ser pronto también desvelados como fruto del algoritmo.


En un breve periodo histórico hemos pasado de consultar los libros sagrados en los que veíamos la sabiduría y conocimientos de una minoría sacerdotal a recurrir a nosotros mismos en ese proceso de endiosamiento de los hombres. A nivel individual se expresa en las ideas sobre la necesidad de recurrir a nuestros sentimientos, emociones o intuiciones como la mejor guía, Lo que tú creas será lo mejor para tí. A nivel colectivo nada dictará mejor las leyes del mercado, de la política o de los movimientos sociales que la unión de las voluntades de los individuos, tomando las formas del capitalismo, la democracia liberal o la tan vaporosa y manipulable opinión pública.


Harari ve en estos movimientos el mejor modo en el que la Humanidad ha logrado manejar la cada vez mayor cantidad de información a nuestra disposición. Nadie mejor que el mercado, como expresión de la suma de las voluntades de millones de intervinientes, para determinar una óptima asignación de recursos. De ahí el éxito económico y político de las democracias capitalistas occidentales frente a los modelos centralizados en los que una minoría, incapaz de tomar en cuenta todos los datos, de calibrarlos correctamente, toma decisiones de todo tipo por sí misma, en su burbuja.


Pero el avance técnico permite el manejo de datos a una escala desconocida. Los gobiernos tienen tanta información que nadan perdidos en la misma, incapaces de hacer propuestas a medio plazo para sus ciudadanos, limitándose a una gestión precaria de los recursos y a una continua pérdida de legitimidad. Y esto también tiene su reflejo a nivel individual ya que parece llegado el momento en el que nuestras miles de interacciones en la Red a través de nuestras compras, likes, visualizaciones de reels, datos cedidos sin conciencia de ello, y así hasta el infinito, han permitido que quien sea capaz de manejar esa inmensidad de información pueda conocer mejor que nosotros mismos qué es lo que pensamos, en qué creemos. Ya no es necesario recurrir al I Ching o a un ejercicio de autoreflexión, al psicoanálisis o al consejo de un buen amigo, habrá una inteligencia superior capaz de saber mejor qué pensamos y en qué creemos, qué deseamos realmente, incluso al margen de nosotros mismos. Por tanto, la primera cuestión a dilucidar es si toda la vida, tal y como la entendemos, se reduce a datos y algoritmos, si hay algo más que tenga sentido. Si las expresiones artísticas, las inclinaciones morales, realmente son fruto de la evolución, y por tanto prescindibles, como las alas para los mamíferos terrestres, o si resultan inseparables a las decisiones y a nuestra especie.


Aquí llegamos al segundo gran interrogante con el que Harari trata de sacudir nuestras conciencias. Porque de conciencia se trata. ¿Qué es y en qué consiste esa conciencia? Ya la Ciencia ha despejado las dudas sobre el alma, que ni pesa ni es mensurable, más aún, que no existe. Pero, ¿la conciencia?  Harari sostiene que este concepto es una creación del Humanismo, esa especie de religión semi laica conforme a la que el Hombre no solo tiene inteligencia, esto es, dominio de datos y creación de instrumentos, de Ciencia en suma, sino que es un factor intangible que nos permite crear un relato de nosotros mismos y de nuestra evolución sobre la Tierra. Una capacidad de tomar decisiones conforme unos criterios tal vez comunes a la mayor parte de los individuos, la posibilidad de decir que no todo vale, que no dejaremos a nadie atrás o que todos los sacrificios no serán en vano, que las muertes de las guerras tuvieron su sentido, que los sistemas de Seguridad Social y Sanidad Pública son un avance de los que enorgullecernos en una carrera hacia la meta de librarnos de la guerra, la enfermedad y asegurarnos la felicidad.


Porque esos tres jinetes del Apocalípsis pueden tener sus días contados. La enfermedad ha sido cercada y siendo aún muy relevante, se han logrado importantísimos avances en prevención con grandes expectativas. Incluso el foco está pasando de la enfermedad a la mejora de las condiciones de los sanos, la prolongación de la esperanza de vida, el desafío a la muerte. Nada más ambicioso que fijarse el objetivo de la inmortalidad, ese último reducto que nos resta para asemejarnos a los dioses frente a los que hemos estado compitiendo de continuo.


También la guerra se ha convertido en un accidente local, en amenazas terroristas que poco sirven para desestabilizar los principales esquemas geopolíticos. La guerra ha tenido siempre un carácter predatorio, para ocupar territorio y sus recursos naturales, cuando estos eran el factor que permitía enriquecer al ocupante. Sin embargo, ahora el elemento diferenciador, la verdadera riqueza, se encuentra en las empresas informáticas, y éstas no están sujetas a un territorio. Nadie invadiría Estados Unidos para apropiarse de Amazon y Google.


Lástima que el libro fuera publicado antes de la tragedia del COVID-19 y de las continuas amenazas sobre posibles nuevos brotes pandémicos futuros. También antes de la guerra de Ucrania, la desolación en Gaza, las tensiones en torno a Taiwán o el creciente ascenso de la ultraderecha populista como reacción a los movimientos migratorios generados por esas crisis locales a que hace referencia Harari pero que pronto llegan a nuestras fronteras en un mundo en el que ya ningún país está suficientemente lejos como para que sus problemas nos resulten ajenos.


En todo caso, sigamos aceptando el razonamiento del autor. Estamos en disposición de lograr, por primera vez en nuestra historia, la tan ansiada felicidad, no ya como un derecho proclamado en algunos textos constitucionales, sino como una promesa factible. Los avances tecnológicos permitirán no solo facilitar las decisiones optimizando los recursos públicos y privados como hemos comentado, sino que también liberarán tiempo de trabajo, aligerarán las tareas más penosas. Es decir, por primera vez, asociaremos inteligencia y conciencia. Está claro que la inteligencia, entendida como el manejo de la información con fines prácticos, quedará en poder de una inteligencia superior capaz de manejar esos datos. Pero, ¿y la conciencia? Ahora toca preguntarse nuevamente si ésta existe, si realmente la Ciencia no determinará en breve que es tan poco real como el alma o Dios, si no es más que una mera superstición, una creación teórica del Hombre para creerse superior al Mono, una falacia tramposa.


Podemos soñar con que esa conciencia deberá ser la que determine los objetivos de la inteligencia artificial, las metas y sus límites, y en ese sentido parece trabajar la legislación de la Unión Europea. Pero, ¿será posible poner límites a dicha inteligencia? ¿Con qué base ideológica? ¿No será necesaria mucha información para determinar qué es lo que realmente deseamos como ciudadanos? ¿No deberemos recurrir a la inteligencia para saber qué deseamos? Y, ¿no supondrá esto que realmente la conciencia no es más que otro algoritmo?


Por tanto, este segundo interrogante ataca directamente a aquello que nos diferencia del resto de especies, a nuestra relevancia y modo de narrarnos. Si la conciencia no existiera como tal, si pudiera ser absorbida por esa inteligencia superior (que Harari pocas veces denomina como artificial), ¿cuál sería el destino del Hombre? ¿Cuál nuestro papel sobre el Planeta?  


Y llegamos así al último interrogante que nos arroja, retador, Harari. Si todo el conocimiento pasa a una inteligencia superior y la conciencia se cuela entre nuestros dedos como un concepto carente de sentido, ¿en qué consistirá nuestra felicidad? ¿Cuál será el sentido de una vida que no tendrá obstáculos, como la enfermedad o la muerte, que se diluirá en una sucesión de sensaciones estimulantes que coincidirán con lo que deseamos pero que tal vez no terminen de llenarnos de tan perfectas y adecuadas. ¿Qué sentido tomará la Historia? ¿Cómo habrá progreso si no surge el descontento, el deseo de cambio? ¿No habremos cavado la tumba de la célebre dialéctica hegeliana que hace de nuestro mundo un cambiante torbellino?


Para el historiador hay dos posibilidades, dos nuevas religiones por las que habrá de discurrir ese probable futuro. De un lado, lo que define como el Tecnohumanismo, una especie de continuación de la idea del Humanismo pero complementada por una serie de gadgets y prolongaciones que harán del Hombre una especie algo distinta a lo que hoy somos. Sea con transformaciones genéticas o con extensiones cyborg el Hombre tendrá acceso a nuevas formas de conocimiento y conducta, una especie de promesa de vida prolongada, de capacidad de decisión, si bien limitada; no nos engañemos, ya sabemos que nuestro albedrío es poco libre. La duda es si ese tecnohumanismo será viable para todos, si lo querremos así. Porque hasta la fecha, las ideas que creíamos nacidas de la conciencia, y que sostenían esa preocupación por las condiciones de vida de todos (mejor, casi todos, en ese colectivo no solemos incluir a inmigrantes, refugiados, ciudadanos de otras regiones, …) se debía tan solo a las necesidades de aumentar la población sana y formada. La lucha contra la mortalidad infantil, la vacunación, la enseñanza obligatoria, todo podía verse como el modo de garantizar una creciente masa humana que emplear en fábricas y campos de batalla. Pero si ya no necesitamos hombres en las cadenas de producción ni en la guerra, ¿para qué querremos tantos humanos? ¿No podrá decidir una élite que para la gestión del Planeta basta una pequeña y selecta minoría? No necesitaremos el concurso de la opinión de millones de personas para saber qué decisión es la mejor, esto ya nos lo proporcionará la inteligencia artificial. Este tecnohumanismo se revela como un terrible futuro en el que la vida pasa a ser el designio de unos pocos, el resto discurriremos por un vacío existencial inane haciendo de la vida de la mayoría una realidad fácilmente prescindible.



Pero la otra posible tendencia que atisba Harari es lo que denomina Dataísmo, una suerte de nueva religión que sustituye al Teísmo y al Humanismo, consistente en el endiosamiento de los datos, el tratamiento masivo de esta información por parte de una inteligencia superior y que, nuevamente, podrá dejar sin sentido ni ocupación a gran parte de la Humanidad. ¿Terminaremos por recibir el mismo trato que hemos dispensado al resto de seres vivos? ¿Dejaremos de ser la especie elegida, volviendo a ser el mero juguete en manos de un ente superior. ¿Volveremos al mismo nivel que las gallinas ponedoras o las vacas con ubres reventadas por el peso de la leche? ¿O habremos de huir a la Naturaleza como las jaurías de lobos, los cimarrones? ¿Veremos destruida nuestra vida tal y como esperábamos gracias precisamente al éxito alcanzado? ¿Seremos quemados como las alas de Ícaro por nuestro desafío a los dioses? Por supuesto, en este camino irán quedando atrás ideas como democracia, derechos fundamentales, libre mercado, y tantas otras.

 

Como ya se ha dicho, el libro forma parte de un ejercicio arriesgado ya que la labor del historiador no es la misma que la del oráculo. Por ello, tan solo ocho años después de la publicación, algunos de los presupuestos han quedado desfasados y rebatidos por los hechos. Unos por exceso, otros por defecto. Ya se han citado en varias ocasiones aspectos que el autor no tuvo ni pudo tener en cuenta.


Por otro lado, si bien el estilo de Harari es totalmente accesible y sencillo, con una prosa clara y elegante, plagada de ejemplos históricos y amenas anécdotas, lo cierto es que seguir el hilo a las ideas en el orden en que han sido expuestas me ha llevado en ocasiones a no tener muy clara la intención final de la obra. Por ello, he preferido reordenar todo el contenido en base a las citadas tres cuestiones finales que el autor dirige a sus lectores en el cierre del ensayo. Sin embargo, en ocasiones he tenido la impresión de que los materiales se acumulaban por extenso sin un fin claro; se retomaban conceptos ampliamente desarrollados en su obra anterior o se recurría de manera reiterada a las mismas cuestiones en diferentes partes del libro y con fines distintos. Sorprende también que el libro arranque con la declaración de que venimos a vivir prácticamente en el mejor de los mundos posibles, sin graves amenazas de salud, sin violencia sistémica, cuando una de las tesis más polémicas de Sapiens era precisamente que la revolución neolítica había traído el fin de la mejor época en la vida de los hombres.  


Pero tal vez la intención de Harari al traernos estos terribles futuros posibles es actuar a modo de heraldo negro. Al igual que los vaticinios sobre el fin del capitalismo por la acumulación de capital, que fundamentaron las teorías de Marx, llevaron a una serie de revoluciones y cuestionamientos del capitalismo liberal que trajeron el Estado del Bienestar y, por tanto, desmintieron el fin propuesto por Marx, el anunciar los riesgos de esta nueva época puede llevar a una mejor concienciación de los riesgos y .a desactivar estos mecanismos y tendencias históricas. Con esa esperanza se cierra este libro. Con el mismo deseo cerramos la última página de la obra.




 

9 de mayo de 2025

La magia del silencio (Florian Illies)


 

 Hay pintores que capturan la luz, otros que dominan la forma. Caspar David Friedrich supo pintar lo invisible: el silencio, la espera, la eternidad que habita en una niebla. En 2025, al cumplirse 250 años de su nacimiento, vuelve a ocupar el centro del canon con una exposición monumental y un libro que es mucho más que una biografía. La magia del silencio, de Florian Illies, nos lleva a recorrer su vida como se atraviesa un bosque en invierno: en busca de huellas, ecos y revelaciones.

 

El año 2025 es una buena fecha para Caspar David Friedrich. Se celebra una retrospectiva sobre su obra en Dresde, con motivo del doscientos cincuenta aniversario de su nacimiento. Quizá sea la mayor exposición de su obra que jamás se haya exhibido. Y el hecho es significativo, puesto que ya incluso en vida, este pintor pasó por diversos altibajos en cuanto a su reconocimiento y fama.


Hay algo en la obra de Caspar David Friedrich que trasciende el tiempo, una melancolía contenida en paisajes fríos, ruinas solitarias y figuras humanas contemplando la inmensidad de la Naturaleza. Hoy es considerado como la mayor expresión del genio romántico alemán y obras como El caminante sobre el mar de niebla aparecen en todos los libros de texto para simbolizar el movimiento romántico. Pero, incluso este cuadro permaneció oculto durante muchos años en manos de un particular, fuera de los catálogos de la obra del autor, sin reconocimiento expreso.


Estos altibajos fueron la constante de su vida y del reconocimiento posterior de su obra. Ya en vida logró un temprano prestigio al ganar ex aequo un concurso de pintura organizado por el gran Goethe. Sin embargo, terminó por arruinar el interés de la corte de Baviera, remitiendo obras con las que no terminaba de acertar con lo que se esperaba de él o con las indicaciones estéticas de Goethe. Curiosamente, años después, cuando ya Caspar David Friedrich no podía obviar que su obra había dejado de estar en el centro de la atención de su época, recibió encargos renovados de la corte, rechazándolos por no querer acoplar su gusto y estilo a las sugerencias cortesanas.


El final de su vida fue duro, sus cuadros no se vendían y durante mucho tiempo, ya fallecido, su familia fue la mayor depositaria de obras del pintor, que poco a poco trataban de vender para lograr una leve financiación. Pero a finales del siglo XIX y comienzos del XX, la fama le llegó de manera sobrevenida. Sus obras comenzaron a cotizar, a ser buscadas por todas partes, saliendo de colecciones privadas, de mansiones de la baja nobleza alemana, de conventos o particulares que habían vivido obsesionados por la delicadeza que esas pinturas traslucían.


Sin embargo, seguro que el pintor se habría mostrado escéptico, ligeramente burlón ante esta vuelta del destino. No en vano él, que se había especializado en paisajes invernales, en el retrato crudo de las montañas batidas por el viento, en los árboles de hoja caduca, pelados y desnudos, él que adoraba los paseos en los que la barba se le congelaba, era consciente y así lo expresaba a menudo a sus amigos, de que el invierno había pasado de moda, que el gusto del público había girado. Pero, decía, también había primavera, también existía el verano y el otoño, y el invierno, que volvería otra vez a estar en el centro del gusto estético de la época. Sin duda, era conocedor de que esa moda volvería, y que lo haría cuando él ya no pudiera disfrutar del momento, pero no quería alterar su gusto para acomodarse a esa tendencia errática.


En este contexto se inscribe La magia del silencio, publicado por Salamandra con traducción de Carlos Fortea, un libro que se aleja del esquema biográfico convencional para ofrecernos una visión más libre, íntima y fragmentaria de su figura. Florian Illies, con su estilo característico, estructura la obra en torno a los cuatro elementos: fuego, tierra, agua y aire, cada uno de ellos revelando aspectos fundamentales de la vida y el arte del pintor y alejándonos de un relato biográfico convencional y cronológico.


Fuego. El fuego aparece como un enemigo recurrente en la vida de Friedrich. Su infancia estuvo marcada por incendios devastadores, desde la fábrica de jabón de su familia hasta el fuego que destruyó su casa. Más tarde, sus cuadros ardieron en colecciones privadas, en museos, en los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial. La obsesión del pintor con la destrucción por las llamas se refleja en su correspondencia, en su miedo a los incendios y en su incapacidad para comprender la fugacidad del reconocimiento. Friedrich no fue un artista de éxito en vida; su obra pasó de la moda al olvido y solo décadas después comenzó su reivindicación.


Tierra. Los paisajes de Friedrich no son meras reproducciones de la realidad. Su forma de componer montañas, árboles y ruinas responde a un ensamblaje mental, una reconfiguración artística de la naturaleza. A menudo tomaba bocetos de diferentes lugares y los unía en un solo cuadro, buscando no la fidelidad topográfica, sino la impresión emocional. En otras ocasiones incluso tomaba prestadas imágenes de otros artistas para reproducir montañas de los Alpes que nunca visitó. No se trataba de un pintor al natural, sino de un experimentador en su estudio donde recreaba lo que su portentosa imaginación creaba como escenario para un alma imbuida de espiritualidad y devoción por la Naturaleza. Su pintura refleja una Alemania idealizada, un país que nunca abandonó, pero que evocaba con una fuerza visual que traspasaba lo geográfico para instalarse en lo simbólico.



Agua. El agua está ligada a uno de los episodios más trágicos de su vida: la muerte de su hermano, que falleció ahogado al intentar salvarlo cuando una placa de hielo cedió bajo sus pies. Esta herida temprana parece resonar en su atracción por los mares fríos, por los barcos a la deriva, por las costas solitarias del Báltico. En su obra, el agua nunca es solo un elemento del paisaje, sino un espacio de tránsito, de cambio, de melancolía.


Aire. Pintar la atmósfera, la niebla, la luz que envuelve los paisajes fue uno de los grandes logros de Friedrich. En su estudio, su esposa impedía la entrada de visitantes cuando él trabajaba en estas escenas, consciente de la delicadeza del proceso. También se cuenta que fue un pionero en la cría de canarios en Alemania, lo que encaja con su obsesión por el aire como elemento intangible pero esencial. En sus cuadros, las aves también toman un papel sustancial, con fines no solo estéticos o figurativos, sino espirituales.


Ese modo de pintar el aire, el ambiente y la luz del mismo se refleja maravillosamente en Mañana de Pascua, un cuadro de la exposición permanente del Museo Thyssen de Madrid del que, por otro lado, y salvo error, no recuerdo haber visto cita alguna en el libro.


La magia del silencio se nos presenta como un relato fragmentado, una visión esencial. Illies evita la narración lineal y opta por una estructura que zigzaguea entre episodios, saltando en el tiempo y mezclando datos históricos con anécdotas fascinantes. Este enfoque, aunque puede parecer caótico al principio, termina funcionando de manera brillante: cada capítulo nos sumerge en un aspecto diferente de Friedrich y, al volver sobre ciertos temas desde distintos ángulos, construimos una imagen más completa del artista.


Como los inviernos que pintó, la obra de Friedrich ha regresado una y otra vez al primer plano de la historia del arte. Su legado ha sido interpretado de múltiples formas, desde su apropiación por el nazismo como símbolo del espíritu germano hasta su rescate en la posguerra como precursor del expresionismo. Pero, por encima de todo, sigue siendo el pintor de la contemplación, del silencio y de la inmensidad de la Naturaleza. Ya nadie parece acordarse de su dificultad para retratar figuras humanas, motivo siempre de burla entre sus compañeros del gremio, porque precisamente el Hombre, tal y como lo veía, solo era un personaje más en el escenario principal de aquella portentosa Naturaleza, prueba de la existencia de un Dios luterano, mezcla de piadoso pastor y colérico regidor. Sus cuadros nos llevan a conectar con una realidad alejada de nuestras pantallas, a desear la vuelta a la montaña, a los paisajes fríos y abatidos, a unos tiempos en los que el sufrimiento era la norma y, sin embargo, se revelaban como bellos, hermosos, una capacidad que hoy parecemos haber olvidado.



 

25 de abril de 2025

Actos humanos (Han Kamg)


En Actos humanos, Han Kang no solo narra, sino que revive, un oscuro capítulo de la historia de Corea del Sur: la masacre de Gwangju. La novela entreteje siete voces distintas, cada una marcada por el dolor y la resistencia, logrando un retrato íntimo y desgarrador del sacrificio colectivo. Kang no nos ofrece consuelo, solo una cruda verdad: el dolor de las víctimas es la única fuerza capaz de confrontar la barbarie. Al leer esta obra, el lector no es un mero espectador; se convierte en testigo y, quizás, en víctima.


Actos humanos es la continuación temática de La vegetariana. Siete años separan la publicación de ambas obras y tal vez una ambición literaria y estética diferente, más madura y concienciada, fruto de una evolución personal de la autora o, simplemente, creada en un momento en el que podía comenzar a hablarse sobre unos hechos que habían querido ser enterrados, olvidados por los criminales que los perpetraron y por las nuevas autoridades democráticas coreanas, más interesadas en ofrecer una imagen ante el mundo de modernidad y progreso que de remover el pasado inmediato del país.  


Porque donde La vegetariana nos habla de la presión social sobre el individuo, la violencia invisible o manifiesta, la opresión que mata, Actos humanos abre paso a la violencia militar explícita, a la imposición del poder del Estado sobre la sociedad y cómo ésta se resiste y organiza hasta sucumbir, y las heridas que todo ello traen consigo, cómo se sobrelleva ese dolor, esa rabia.


Los hechos a que se refiere Actos humanos tuvieron lugar en la llamada masacre de Gwangju, ocurrida en mayo de 1980 en dicha ciudad, cuando los ciudadanos se levantaron en protesta contra el régimen militar. El 18 de mayo, estudiantes universitarios y ciudadanos de Gwangju comenzaron a protestar por la imposición de la ley marcial en todo el país reclamando el fin del régimen militar y la instauración de la democracia.


El gobierno desplegó tropas de élite para acabar con la revuelta pero la población logró expulsar a los militares de la ciudad instaurándose un gobierno popular que resistió hasta la definitiva entrada del ejército el 27 de mayo, con la consiguiente masacre, detenciones, ejecuciones sumarias, encarcelamientos y torturas. Doscientas víctimas según las fuentes oficiales, varios miles según observadores internacionales.  


La tragedia fue ocultada por la prensa del régimen militar y las familias apenas se atrevían a hablar de ello más allá de susurros en las cocinas, lejos de oídos extraños, casi como si hubiera que avergonzarse o disculparse por lo ocurrido. La familia de Han Kang residió en Gwangju hasta pocos meses antes de la revuelta y precisamente marcharon a Seúl tratando de huir de una situación que se anticipaba explosiva y peligrosa. Pero parte de la familia quedó allí, y Han Kang escuchaba a hurtadillas historias de muertos, mutilados, torturados, hasta que con el tiempo pudo tener una idea cabal de lo sucedido, estableciendo una conexión emocional que germina en Actos humanos.


Pero, ¿cómo abordar un tema tan duro y complejo? Han Kang que demostró una extraordinaria sensibilidad en su anterior novela se rebela aquí como una narradora portentosa al abordar esta temática de un modo realmente original y profundo, recurriendo nuevamente a un juego coral de voces que surgen desde casi todos los ángulos desde los que puede ser tratada la tragedia.



La novela, porque no podemos obviar que estamos ante una novela ficcionada sobre unos hechos reales y tomando gran parte de los mismos como base del relato, se articula en torno a siete historias, contadas cada una por diferentes partícipes, víctimas podríamos decir, de la tragedia, ofreciendo una visión parcial y reducida del colosal sacrificio sufrido pero cuya suma ofrece un fresco completo del sufrimiento humano ejemplificado en este concreto lugar y momento histórico.


Siete perspectivas que van completando el cuadro global, de los días previos, del desarrollo del conflicto, de las esperanzas ciudadanas, de la solidaridad y valentía de los resistentes civiles y de las consecuencias sufridas por todos ellos, los supervivientes y quienes terminaron convirtiéndose en mártires, un relato que compone un todo, llegando hasta los años en que la autora comienza a escribir la novela, cuando aún se pueden percibir en sus personajes el impacto de las torturas, de las ausencias.


Entre estas voces tenemos la de Dong-ho, un adolescente que decide, conmovido por el dolor que presencia a su alrededor, presentarse voluntario en el centro municipal en el que se custodia a los cadáveres de los resistentes a la espera de que sus familiares los reconozcan y se pueda ir haciendo el correspondiente entierro y homenaje. Un muchacho cuya determinación apenas sabemos de dónde nace pero que afronta con valor una situación que no ha buscado pero que acepta con todas las consecuencias que pueda traer consigo.

 


Otra voz narrativa es la de su madre, una reflexión sobre el dolor que perdura mucho más allá del fin de los hechos, que le acompañara hasta la tumba, el dolor de las víctimas trasplantado a sus deudos. Otra perspectiva la tendremos en los torturados que arrastrarán las terribles consecuencias físicas y psicológicas hasta sus muertes, trágicas o anodinas según el caso. Y en las personas que arriesgan sus vidas tratando de dar voz a todo este sufrimiento en libros, obras de teatro, cualquier manifestación en recuerdo y homenaje a cuanto sucedió.  


Y, nuevamente, la realidad asalta la ficción puesto que Han Kang resultó atacada en el momento de la publicación de Actos humanos, aumentando su prestigio internacional con un aura de resistencia pasiva que ya había sido puesta de manifiesto con su obra anterior y que desmiente su débil y tímida apariencia.


Otra originalísima y bella voz es la representada por las almas de los muertos, que aún se aferran a la carne mientras conserven el calor, el último rescoldo. Y así sucesivamente, hasta llegar a la séptima y última voz narrativa, la de la propia autora, narrando ficcionalmente cómo tuvo conocimiento de la tragedia, el modo en que fue haciéndose cargo de lo sucedido, del dolor ajeno haciéndolo propio. De cómo visitó los lugares que describe en la novela, cerrando así un círculo y dejando sembradas las reflexiones en el lector.


Y estas ideas giran en torno a la violencia organizada y su contrapeso en la sociedad resistente, esa obligación de reclamar lo que es propio, la reivindicación de la memoria de la crueldad, no solo por justicia con las víctimas, sino por justicia con nosotros mismos, porque merezcamos un futuro mejor.  


En Actos humanos la presencia de la Naturaleza vuelve a tener un importante papel. Los árboles, el color de la vegetación, la lluvia, las avecillas, juegan como contraste, como símbolo de un mundo no corrompido, como contrapeso estético del horror. El lenguaje resulta en gran parte frío y puramente descriptivo, sin pretensiones de suavizar la realidad. Sin embargo, hay pasajes donde la forma gana al fondo, en especial cuando se habla de las almas de los muertos. Es de agradecer la labor traductora de Sunme Yoon, en la edición de Rata.  


Como se indica en la solapa del libro, éste sólo ha de leerse si el lector está dispuesto a convertirse en víctima, porque aquí no hay espacio para los asesinos y torturadores, no hay oportunidad para el perdón, éste no se niega, pero tampoco se explicita. Uno debe adentrarse primero en el sufrimiento, luego ya veremos. Y también porque queremos creer en un mundo en el que la bondad de las víctimas se alza como parapeto contra la barbarie, un mensaje inocente y candoroso sin duda, pero que en manos de personas fuertes se torna en una verdad tangible, capaz de ser llevada a la práctica. Para Han Kang, el acto de escribir es una toma de postura, un modo de resistencia valiente, leer esta novela es la forma en que los lectores damos vida a su impulso.

 

 

 

11 de abril de 2025

Aventuras y desventuras del chico centella (Bill Bryson)


 

Bill Bryson reconstruye sus años de niño en Des Moines (Iowa) y convierte en literatura lo que, para muchos, sería una sucesión de recuerdos personales sin más: un mundo de regalices y electrodomésticos, de madres que olvidan firmar autorizaciones escolares y padres que esconden revistas "para adultos". Un mundo lleno de contradicciones: la inocencia de la infancia conviviendo con el miedo nuclear, la discriminación racial apenas intuida por un niño blanco de clase media, y la sensación de que, a pesar de todo, aquel tiempo fue el mejor de todos.

 

Aventuras y desventuras del chico centella (Bill Bryson, 2013, publicado por RBA con traducción de Pablo Álvarez) es otro más de los libros de Bill Bryson que amenaza con no dejar un solo ámbito sin explorar. En este caso, se trata de una suerte de recopilación de recuerdos de sus años mozos en la pequeña ciudad de Des Moines (Iowa) en los años cincuenta.


Bill Bryson vino al mundo en 1951, en el seno de una familia en la que ambos progenitores trabajaban en un periódico local, su padre como redactor deportivo, su madre como redactora de temas domésticos. Tanto él como su hermana pudieron disfrutar de una infancia cómoda, normal y sin especiales destellos que los diferenciaran del resto de niños de su ciudad, del resto del país, una vida en suma, irrelevante, ... salvo para ellos mismos.  


Y así, lo que para cualquier otro libro, la infancia de Bill no sería otra cosa que una aburrida rutina del niño medio de una norteamérica atenazada por los miedos de la guerra atómica y los vicios del capitalismo campante, se convierte en un relato vívido donde la crisis de los misiles de Cuba está al mismo nivel que el descubrimiento de unas revistas porno en el armario de papá o del fantástico mundo de los regalices y caramelos de palo.    


Porque hablamos de los Estados Unidos en un momento único de expansión económica, en el que todo el esfuerzo bélico había sido desplazado, en gran medida, a la industria civil, por lo que una lluvia de electrodomésticos, coches, utensilios y todo tipo de artefactos hasta la fecha desconocidos para gran parte del público, comienzan a convertirse en objetos de consumo mayoritario. Un tiempo en el que la abundancia parece competir con los temores del conflicto nuclear pero en el que la confianza en las instituciones aún parece reservar una dosis de esperanzado patriotismo.


Ese tiempo que podía combinar la bonanza económica con el macartismo o con la discrimnación racial que parecía hundir sus raíces en toda la sociedad de su tiempo pero que, a los ojos del Bryson niño, fue el mejor de los tiempos, igual que para cualquier otro niño de cualquier otro país o momento, el suyo fue, casi con total seguridad, el mejor lugar y tiempo, porque la realidad objetiva se confunde con la subjetividad del tiempo vivido, de la alegría de los primeros años, su optimismo, su despreocupación.


El libro no sigue tanto un itinerario cronológico como una sucesión temática de anécdotas y aventuras que dibujan un relato de la época. Tomemos algunos ejemplos.


Al igual que en la canción Mrs. Robinson, los Bryson tienen secretos. No solo es que Bill descubra que su padre esconde revistas pornográficas, o al menos lo que a la vista de un niño de once años puede merecer ese adjetivo. Es que, además, ha tenido la desgracia de entrar al dormitorio conyugal una tarde en que su padre ha vuelto de un largo viaje y en la que, como le explican, la madre trata de mirar algo dentro de la boca del padre, un supuesto dolor de muelas. Extraño que estén ambos desnudos y uno encima del otro. Por si acaso, Bill ya no dejaría que su madre le mirase más la boca en lo sucesivo.


Porque el sexo es una fuerza motora de la infancia, de hecho, la maduración sexual y el conocimiento de sus misterios marcan el fin de la misma. Bill vive entre los sueños por tocar las turgencias de compañeras de clase, especialmente las de aquellas de las que se cuenta que se han mostrado desnudas a sus compañeros en lugares tan impropios como una casa del árbol, anécdotas nunca del todo bien confirmadas. Forzar la entrada de locales de dudosa reputación donde admirar a chicas ligeras de ropa, sea un cine que no proyecte dibujos animados, un restaurante con chicas de falda corta, todo vale, se convierte en una obsesión. Para estos locales, para algunos espectáculos de la feria local, existe una tajante limitación de entrada por edad. Bill crece confiando alcanzar ese umbral que le abra las puertas del paraíso o el infierno, tanto le da. Sin embargo, la mojigatería camina más rápido que los cumpleaños de Bill y allí donde se podía entrar con doce años, al cumplirlos, se requieren trece y así en una desesperante carrera. Se inicia así ese proceso de alargamiento de la infancia hasta edades inverosímiles, tan solo a ciertos efectos, proceso que hoy en día parece estar en su punto álgido.


Aunque los estudios consumen gran parte del tiempo del protagonista, lo cierto es que la presencia en estas páginas de la escuela es muy escasa. Algún profesor descerebrado, alguna bronca en los pasillos y, por encima de todo, muchos compañeros, amigos o enemigos, con los que poder compartir el tiempo. Bryson narra con desconsuelo que poco puede contar sobre las excursiones escolares ya que su madre solía olvidar firmarle la autorización pertinente, lo que le forzaba a quedarse en la biblioteca ese día de esparcimiento. De algo le serviría años después.


Ha llegado el momento de desvelar el origen del título del libro, y la referencia a ese niño centella. La historia es inverosímil pero merece la pena relatarla pues todos podemos encontrar momentos similares en nuestras vidas, jóvenes o maduras. El protagonista se siente totalmente desubicado, tan fuera de lugar en una familia donde su padre solo piensa en el béisbol y su madre parece olvidar cualquier cuestión relacionada con sus hijos. Bill alcanzaría la felicidad solo con ver que, por una noche, su plato no presenta una gran loncha de queso y no tuviera que explicar, como todos los días, que odia el queso, mientras su madre, lánguidamente se sorprende y asegura ser la primera vez que tiene noticia de ese rechazo. Bill está convencido de que el resto de la familia, mascotas incluidas, se siente arropada y comprendida, una unidad perfecta, pero él no. Tampoco parece compartir todas sus aficiones con sus amigos, una cierta sensación de extrañamiento se abre paso y no encuentra una explicación más plausible que la de no haber sido el fruto carnal de sus progenitores, más aún, la de no provenir de este mundo sino de un planeta en el que todo encaje, y del que, por alguna razón que aún debe descubrir, sus verdaderos padres alienígenas, le trajeron a la infame Tierra. Todos los cómic de la época, las películas sobre invasiones de extraterrestres o el origen de superhéroes como Supermán, hace más que probable y creíble esta alternativa, al menos, tanto como la de ser el hijo de sus padres y el amigo de sus amigos. Así, puede sobrellevar de mejor manera las burlas de algunos compañeros del colegio, la vergüenza por la que le hacen pasar a menudo sus padres, o las desgracias que le vienen como caídas del cielo. Solo deberá esperar la oportunidad correcta para desvelar el misterio y mostrarse al mundo tal y como es, momento en el que todas las humillaciones serán vengadas.  



La confirmación definitiva de esta teoría es el descubrimiento en el sótano, bajo una pila de desperdicios, resto de los antiguos propietarios según le dice para tapar el engaño su padre, de una extraña sudadera con un enorme rayo del color del sol, atravesando su pechera. Bill cree que es la prueba de su origen, es la sudadera de su verdadero padre, un plutoniano o vaya usted a saber, que la dejó para que Bill pudiera vivir su propio momento de revelación, su anunciación. Y de ahí que adopta, y obliga a que su familia también lo haga, el apodo del niño centella, para lo que se embute en la sudadera, varias tallas superiores a la suya, se coloca un casco que le asemeja a la hormiga atómica y con otras prendas prestadas, logra su propio disfraz de superhéroe, el "niño centella". Entre sus poderes se encuentra la posibilidad de ver a través de los objetos, cuyo único fin práctico es poder ver desnudas a las mujeres, y el de deshacer en el acto a quien quiera que mire con su vista de rayo. Estos poderes, muchas veces empleados, pocas veces con éxito, le crearán una capa protectora con la que enfrentarse al mundo. Y, si por alguna razón, alguien a quien odie, no cae fulminado con su rayo, es porque viene de su mismo planeta, de una rama tan poderosa como la suya, dotado de unos poderes tan fuertes contra los que su rayo poco puede hacer  por el momento.


La alimentación ocupa un lugar preeminente en el libro. Pese a que Iowa es y era el principal productor de bienes agrícolas de los Estados Unidos, la comida está compuesta por un batiburrillo de extrañas bebidas que hoy no pasarían ningún tipo de control por sus excesos de carbohidratos y azúcares, de alimentos procesados y enlatados, de salsas espesantes, etc. Como señala el autor, eso sí, nada que pudiera considerarse como no americano tenía cabida en su mesa. Sin pizzas, pasta, enchiladas, curry, o cualquier otro tipo de comida que no pudiera considerarse como parte del contenido de las bodegas del Mayflower.


La discriminación racial aparece levemente en el texto. Como señala Bill Bryson, no es que en Des Moines no hubiera negros, aunque no había muchos, es que no había excesivo contacto con ellos, y cuando lo había, lo mejor era desaparecer porque un niño de color podía correr más, saltar más, pegar más fuerte, y en general, hacer todo mejor que un descolorido WASP. La principal diferencia aparte de esta ventaja biológica, era la pobreza, verdadera marca entre un niño de familia blanca y un niño afroamericano. Sin embargo, un atisbo de corrección política se deja entrever cuando Bill narra con disgusto y vergüenza las visitas que hacía con su abuela al restaurante Bishop's en el centro de la ciudad y en cuya tienda se vendía regaliz negro, al que su abuela llamaba con pertinaz cabezonería, y al modo de los viejos tiempos, como baby nigger, para disgusto de todos los blancos presentes.


Pero también Bill disfruta de momentos de alegría en su extraña familia, como el día en que su padre les llevó a California solo para que pudieran visitar Disneyland o cuando viajaron a Nueva York y, para ahorrar gastos, terminaron en un hotelucho del Bronx teniendo que acudir la policía para recomendarles que buscaran una ubicación algo menos problemática. Esos viajes en coche, en unas condiciones terribles, con medio cuerpo fuera de la cabina, sin cinturones y haciendo jornadas interminables al volante, tenían siempre el aliciente de la visita a cualquiera de la infinidad de monumentos o atracciones que jalonan las carreteras norteamericanas con reclamos como, la casa del árbol más pequeña del país, el alcornoque más verde del Estado, o la casa de madera más grande construida sin clavos y a la vera de un río sin truchas y con el porche más hermoso del Condado. Pero también tenían el temible inconveniente de que cada salida de Des Moines implicaba el más que probable riesgo de tener que ir a visitar a la rama materna de la familia en Oklahoma, una casa destartalada cuyo patio trasero daba al acantilado sobre el que se encontraban los corrales de Oklahoma, el lugar en el que se sacrificaba en los años cincuenta al mayor número de cabezas de ganado de toda la Unión. Bill aún se estremece con el olor a res, sus heces, y los fritos que trepaban por la pared del terraplén mientras los animales comenzaban el proceso de convertirse en hamburguesa. Que la familia de su madre fuera extraña en el mejor de los casos, sucia y taimada en el peor, no ayudaba a que las visitas fueran placenteras.


Por contra, acudir a Greenwood, el pueblo de su padre, era todo un acontecimiento. El pequeño núcleo agrícola  era una comunidad hermanada, en la que los viernes la comida se compartía en una cena al aire libre  en el jardín de la iglesia baptista, con independencia de la fe de cada uno y en la que todo resultaba tranquilo y apaciguador. Donde masticar una brizna de maíz en el porche, meciéndose en una rockin´chair era una realidad y no un tópico de películas con pretensiones.


Pero Bill vive en la capital, Des Moines, que en aquella época no debería superar los 150.000 habitantes y, pese a ello, el niño centella la creía el epicentro de la guerra nuclear. Todas las ojivas soviéticas apuntando a su jardín trasero no eran amenaza bastante sino motivo de orgullo. La proximidad del Centro de Coordinación de Bombardeo Estratégico hacía a su ciudad un improbable objetivo de la amenaza comunista, pero a Bill le emocionaba tener una ocasión a la altura del poder de su rayo.


Porque nadie debería temer a la Tercera Guerra Mundial cuando vives al lado de Riverview, una especie de pequeño parque de atracciones al que tus padres te arrojan en las jornadas de verano para que te diviertas por tu cuenta mientras ellos trabajan creyendo que disfrutas jugando con la muerte en una noria con los tornillos flojos o en una montaña rusa cuyos raíles llevan sin revisión técnica desde su instalación en los años veinte.    


Éstas y otras muchas historias llenan este libro en el que Bryson se destaca como un humorista de alto nivel, riéndose de sí mismo pero no abandonando su gusto por las anécdotas y los datos, por las coincidencias y las paradojas. El interés trasciende, por tanto, al de la mera vivencia del niño Bill. Podemos encontrar información sobre una época, podemos sentirnos identificados con muchas de las vivencias del niño centella, pero también podemos aprender un modo de narrar sobre la vida alejado de la pompa y circunstancia que otros muchos se dan, tal vez con menos razones.


Este libro podría haber sido escrito por un coetáneo del autor, un niño ruso, fascinado por sus propios dulces, por sus cómics y entretenimientos, por la amenaza del malvado capitalismo y sus esfuerzos por derrotar a la pacífica Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, verdadera esperanza y luz del mundo. También podría hablarnos de sus días de escuela, de las clases de ajedrez y las exhibiciones de gimnasia rítmica por equipos. Y también para ellos, aquellos días serían los mejores y más felices de su vida.


Pero es así, con este complejo juego de contrastes, nuestra personalidad en formación, moldeada por la de nuestros padres, profesores, hermanos y amigos, como vamos construyendo una realidad. Y así, un día, miramos atrás y ya no somos niños, no vivimos en el mismo lugar ni compartimos nuestro tiempo con quienes lo veníamos haciendo. Nuestras preocupaciones habituales han cambiado, nuestros gustos quizá no tanto. Y así también le ocurre a Bill Bryson, que da cuenta de algunos cambios en la vida y el tiempo que pudo disfrutar. La corrección política que comenzaba en aquellos días hoy todo lo ocupa, el temor a una guerra nuclear ha sido sustituído por un catálogo de nuevas amenazas: el terrorismo, las pandemias, el gran apagón, y el siempre reconfortante choque de un meteorito. Pero es cierto que aunque nuestros ojos vean este mundo como un lugar algo menos habitable que el de nuestra infancia, al mismo tiempo, otros muchos ojos, los de quienes apenas levantan más allá del pomo de la puerta, lo viven como el mejor lugar, el mejor tiempo de todos los posibles, y con los años también lo mirarán con cierta melancolía, que no debería impedirles ver sus lados negativos, pero qué diablos, algún lugar debemos guardar en nuestra cabeza para seguir siendo los niños centella.