3 de junio de 2011

Oscurece en Edimburgo (7 Plumas)


 La Literatura suele ser tarea individual, poco dada a experimentos compartidos. No son muchas las obras literarias escritas a dos manos, y en los pocos casos habidos, los resultados son discretos. Ninguna gran obra universal es fruto de de la contribución de varios autores, a salvo de contribuciones individuales agrupadas en un único libro por motivos varios, como es el caso de la Biblia.



Se podrá pensar que otros ámbitos son más propicios para la colaboración artística porque admiten una división del trabajo en función de los talentos individuales. El caso más evidente es el de la música donde la labor se puede dividir en letra y música.



Sin embargo, creo que la verdadera razón es que el escritor trabaja en solitario. No actúa, no representa su obra y la vinculación con el destinatario de sus palabras es muy remota. Su proceso creativo esté rodeado de un misterio que convierte la escritura en algo místico y velado.



En definitiva, el escritor suele responde al estereotipo de egocéntrico poco dado a admitir la crítica y la colaboración ajena, convencido de la perfección de su obra. A veces dirá que son los personajes quienes escriben la obra, alzados en revuelta; en otros casos, se mostrará dubitativo sobre el germen de lo escrito remitiéndose a una inspiración que, como la primavera, nadie sabe cómo ha sido. Pura retórica para reforzar esa mística. El escritor es un dictador implacable y, como tal, no gusta ni de la competencia de sus personajes, ni de la sugerencia de otra musa que no sea él mismo.



Pero tal vez haya llegado la hora del cambio de la mano de las nuevas tecnologías. Porque ahora el escritor tiene la posibilidad de publicar su obra inmediatamente después de escribirla, sin mediación de correctores o editores, sin filtro. Puede avanzar capítulos y fragmentos recibiendo respuesta directa de sus lectores, haciendo así de la obra algo más vivo y abierto. Es cierto que algo parecido ocurrió en la época en la que las novelas se publicaban por entregas y en las que, sin lugar a dudas, la reacción del público condicionaba la evolución de la trama. La diferencia es que gracias a Internet, el escritor actual puede autogestionarse y llegar a un público muchísimo más amplio y en un menor tiempo.



Por eso no es de extrañar que sea precisamente a través de internet como ha nacido uno de los proyectos más interesantes en este sentido: la creación participativa de una novela escrita por siete autores diferentes, de la mano de La esfera cultural, una web que da cabida a proyectos tan variados y sugerentes como una revista cultural, una radio, un blog que da cabida a la creación literaria, etc.



Pero volvamos al proyecto de la novela. Como en toda tarea, la clave es la organización, y en este caso, las siete plumas se han mostrado férreas. Lo único acordado fue quién escribiría el primer capítulo, el orden sucesivo en el que cada autor publicaría su capítulo correspondiente, los plazos de presentación –miércoles y domingo- y el número de capítulos total (por tanto, indirectamente, sobre quién recaería la responsabilidad de escribir el punto final).



7 Plumas


Sin línea argumental básica, ni extensión orientativa de cada capítulo; sin estilo decidido, ni género literario en el que inscribir la obra, el resultado lógico debería haber sido el fracaso más absoluto y predecible. Sin duda, el experimento es interesante, ¿pero los resultados están a la altura del esfuerzo?



La respuesta, por increíble que parezca, es que sí, que es posible escribir una novela a siete manos -o plumas- guardando cierta coherencia estilística (o, al menos, similar a la de otras obras de un único autor), entreteniendo al lector e intrigándole para que al terminar cada capítulo se esfuerce en pensar cómo habría iniciado el siguiente en caso de haber sido una de esas siete plumas.



Creo que la principal razón que justifica el éxito del proyecto (aparte, claro está, del talento de los autores) es que al ir acomodándose, casi de manera natural, al género de misterio, nos encontramos en un terreno en el que el lector admite con facilidad (incluso lo espera) giros bruscos en la trama, pistas falsas, revelaciones asombrosas e incluso hilos argumentales que se enuncian y no reaparecen en el resto de la novela. Es en este contexto en el que los personajes pueden ser en un capítulo malvados e intrigantes, para pasar a ser pocas páginas después, sinceros y fieles.



Veamos. Tenemos una protagonista con una cojera acusada, tremendamente introvertida, casi con rasgos autistas, marcada por su mundo interior, que vive en un Edimburgo tenebroso “sin pena ni gloria”. Pero tres capítulos después, descubrimos una faceta desconocida de Sophie, convertida en una chica joven, algo rara, bastante desinhibida y en la que resulta difícil reconocer a la delicada joven del capítulo previo. Y, sin embargo, el encaje resulta.



Durante los capítulos restantes tratará de aclarar el misterio de la desaparición de sus padres, envuelta a su pesar en las más complejas y turbias tramas internacionales que, en ocasiones, parecen ser organizaciones económicas, en otras, organismos paraestatales o incluso sectas místicas.

Edimburgo

Como señala la contraportada Oscurece en Edimburgo, la experiencia lectora es “vértigo literario” ya que ninguno de los siete autores cae en la tentación de seguir linealmente la trama que le insinúa el anterior. Todo lo contrario. Parece que el afán por dar una vuelta de tuerca es la norma, todo lo escrito en un capítulo puede ser contradicho pocas páginas más tarde, desbaratando las cábalas que el lector pudiera haber formulado. En definitiva, en cada capítulo, el escritor lo da todo, sin recurrir a capítulos de transición o caer en lo previsible.



Al modo de una jam session, cada autor toma los hilos que quedan al aire en los capítulos anteriores y construye, sobre el tema central, su propia improvisación que arroja al siguiente para que haga lo propio. Todo queda abierto en un proceso creativo acumulativo en el que los matices son importantes puesto que en cualquier momento pueden ser utilizados para construir un tema principal.



Oscurece en Edimburgo admite una doble lectura ya que los capítulos fueron publicados a través de la página 7 Plumas donde, tanto lectores como autores, compartieron y debatieron sobre lo que se estaba escribiendo. He hecho esta lectura paralela en varios capítulos (tal y como sugiere Francisco Concepción en el prólogo de la novela) y me ha ayudado a comprender mejor el proceso interno de construcción de la novela enriqueciendo la lectura con pequeños detalles que me habían pasado inadvertidos.



Pero, ¿cabe por ello pensar que la experiencia pueda repetirse?¿Que es un nuevo modo de novelar y que los avances de este tiempo 2.0 serán la puerta por la que entre la escritura colaborativa? Creo que aún es pronto para saberlo aunque los intentos proliferarán y La esfera cultural es un buen ejemplo de que Internet y las redes sociales tienen aún mucho que decir sobre la creación literaria. De momento, su papel se refiere más bien a la difusión de las obras, su publicidad, pero ¿quién sabe hasta dónde podremos llegar?



Las 7 plumas son:



Inmaculada Vinuesa Suárez, Dácil Martín López, Amando Carabias María, Francisco Concepción Álvarez, Ana Joyanes Romo, Marcos Alonso Hernández y Anabel Consejo Pano.



14 de mayo de 2011

El esnobismo de las golondrinas (Mauricio Wiesenthal)


“Cuando en el mundo reina Nerón, sólo caben dos gestos de fastidio: Séneca o Petronio. Me gusta más el segundo porque con el estoicismo puede hacerse una secta moralista o, incluso, un Estado; mientras que el esnobismo es una libertad sin fronteras.”


Hay personas extravagantes, pero también hay libros extravagantes. Libros que se salen de lo ordinario, del trillado narrar al que estamos acostumbrados y que, por tanto, están llamados a dejar un poso más profundo en quien los lee.

También hay libros necesarios. Necesarios para el autor, para expresar al mundo lo que hasta ese momento aguarda inquieto en su interior o necesarios para los lectores, deseosos de vivir experiencias ajenas y ficticias, de verse reflejados, aunque sea levemente, en la imaginación e ingenio de otros. Pero hay también libros que son necesarios por sí mismos, al margen de autor y lector, que deben poder descansar en alguna (no es necesario que en muchas) biblioteca o en el estante de una casa. Libros que, como un baúl de aquellos que empleaban las estrellas de cine en sus viajes transoceánicos, sean capaces de recoger cuanto es necesario para tan larga travesía.

Hablo de esos libros que pueden leerse de seguido pero que pueden también tomarse cuando el ánimo lo requiere (de igual modo fueron escritos) puesto que en cada una de sus páginas se encuentra la esencia del mismo. Son los libros que ya no huelen a encuadernación reciente sino a los aromas escondidos u olvidados que el autor apresó en sus páginas, que reflejan la turbulencia de un pasado que parece escurrirse como arena en nuestras manos.


Mauricio Wiesenthal

El esnobismo de las golondrinas de Mauricio Wiesenthal reúne todas esas circunstancias y aún muchas otras que hacen de él una lectura apasionada, tan ajena a nuestras letras actuales que uno apenas cree que el autor sea de estas tierras.

Pero leyendo sus páginas se advierte que el libro no se aferra más que al recuerdo de los tiempos y lugares que conformaron una idea de Europa que parece condenada a la memoria de algunos intelectuales . Porque El esnobismo de las golondrinas es un libro de viajes y de memorias, un diario íntimo de fobias y pasiones, un homenaje a todo lo que fuimos.

Como una inmensa tabla flamenca que recoge con fidelidad la inmensidad de detalles y signos, palabras y nombres que han sido los últimos siglos de nuestra Europa, un juicio acertado sobre un tiempo que sólo se conjuga ya en pasado y que ha cedido su paso a una sociedad que ha renunciado a lo peculiar, a lo propio, bajo el dictado de la eficiencia y la homogeneización. 

“Ser europeo es vivir en un pequeño continente que puede recorrerse a pie. Y el pie es, también, una medida de la poesía… Tengo razones para sospechar que los partidarios de la lectura rápida -en cierto modo, fast food- no tienen paladar literario. Leen para informarse, que es un propósito utilitario que no tiene nada que ver con el arte. Porque el gusto es siempre un rodeo; o sea, golondrinas, lirios y pavos reales… Para los que tienen prisa hay también pizza express.”
Wiesenthal destaca con melancolía cómo perdimos una Europa que se podía recorrer andando, como tantos célebres hombres hicieron, para llegar a una Europa que se recorre en trenes de alta velocidad para impedir que nos conozcamos, que apreciemos nuestra herencia y nuestra forma de ser. Cuando la velocidad es la meta y cada capital de provincia desea su propio aeropuerto comenzamos a perder el norte.


Mauricio Wiesenthal en París

Por eso este libro se erige como brújula que pretende guiarnos por todo aquello que hoy ha pasado a convertirse en simples apeaderos apenas transitados, aún en las grandes capitales copadas por el turismo. Para viajar, para buscar la historia que hay detrás de las piedras y las vidas de los que las esculpieron hay que ser un poco esnob. Como las golondrinas a que alude el título, viajeras incansables que apenas podrían responder si se las preguntase cuál es su hogar, los verdaderos esnobs no son aquellos que se visten para mostrar una marca sino quienes se aferran a los placeres de la vida, quienes saben sorberla pausadamente a la espera de los malos tiempos que siempre terminan por llegar, los que hacen de la bohemia un modo de vida, no una pose.

Con todos estos retales hace Wiesenthal una obra articulada en capítulos referidos a una ciudad o paisaje y al modo en que nos desplazamos. Así, visitamos Viena y las riberas de los ríos, Venecia y sus cafés oscuros o las riquezas de sus palacios, Barcelona y el espíritu literario y artesano que la habita, el Paris literario o la fría Estocolmo, la Roma del Romanticismo que popularizaron los escritores ingleses del siglo XIX o el Estambul de Loti. Porque las fronteras de esta Europa de Wiesenthal llegan hasta Marrakech y los misterios de su desierto o al Nueva York destino de los grandes transatlánticos.


Caffe Greco

Como los marinos, Wiesenthal deja una mujer en cada puerto pues en cada capítulo aparece la figura de una amada, personificación en muchos casos de la esencia de la ciudad y metáfora de la misma. De su mano conoce cada rincón y secreto que ocultan las calles y los palacios de esta Europa.

Pero transversalmente, los protagonistas son los centenares de personajes (sería una labor ímproba elaborar un índice onomástico) que han forjado esa idea de Europa que el autor defiende y preserva en sus páginas. Partiendo de los judíos y gitanos, pueblos nómadas que forjan el carácter europeo al actuar como nexo de unión entre culturas y pueblos, el germen de esa comunidad que hoy se organiza de un modo algo más burocrático. Por sólo citar a algunos de los héroes de estas páginas, citaremos a Isadora Duncan, Coco Chanel, Stefan Zweig, Keats, Byron, Haendel, Mallarmé, Blasco Ibáñez, Goethe, Picasso, Josephine Baker, Cocteau, Tolstoi, Sisi o la Bella Otero.

Y el decorado en el que todos ellos actúan salta desde los salones alfombrados del Queen Elizabeth, a los vagones del Orient Express (cada vagón con su propia historia) o el esplendor de los más famosos balnearios del siglo XIX. Wiesenthal homenajea también a los grandes hoteles hoy ya derruidos o que claman por una digna restauración que evite su destino de ser reconvertidos en cómodos y anodinos estandartes de cadenas internacionales. Y se regodea recordando sus visitas a los grandes cafés de París, el Florian de Venecia o el Greco de Roma, todos ellos cargados de historia y de historias que sabe administrar para que la anécdota no aparte del camino al lector.

De esa mezcla Wiesenthal logra hacer un libro que, pese a su notable extensión (tan esnob por otra parte) se lee como una apasionante novela. El estilo puede resultar en ocasiones algo engolado, pero es forzoso reconocer que en absoluto fuera de lugar. El subjetivismo que inunda estas páginas, lejos de restar mérito al testimonio, acrecienta el valor de lo expresado. El lirismo se adueña del texto marcando el ritmo que desgrana anécdotas históricas, detalles biográficos desconocidos y reflexiones personales en un modo enciclopédico.

“Se van también los viejos cafés donde nos fuimos convirtiendo en escritores, deshojando las flores, malgastando la vida y soñando en la gloria. Porque el café fue siempre el hogar de los que vivimos de alquiler, defendiéndonos de la propiedad en el calor de la tribu: cafés con pianista, merenderos de parque donde se quedaban las manos heladas y era más fácil darse un beso que acabar un verso, cafés de velador de mármol y divanes rojos, tabernas de puerto y de mala vida; aquellos cafés de París, que se perdían entre nubes de poesía, como vagones de terciopelo antiguo; y el Caffè Greco de Roma, donde quemábamos tabaco en honor de Liszt, mientras la tarde -convertida en rapsodia y humo- se derramaba por las escaleras de la Piazza di Spagna; y los cafés de Venecia, donde las páginas blancas se nos volvieron hojas húmedas, violines negros, góndolas náufragas; y aquel café turco de la colina de Eyüp que nos enseñó a vivir con ilusión el crepúsculo; y los cafés de la vieja Ginebra, santuarios donde veneramos con ofrendas de perfume, a la Madonna de la Malinconia de nuestra bohemia; o los cafés de Viena, donde se volvieron amarillos los periódicos de nuestra juventud, en aquellos días mágicos que convertían las cartas en flores, las hojas en abanicos, y la pena de escribir en una especie de alegría; sin saber por qué, pero sin preguntarse nunca cuánto.”


Y al volver la ultima página uno querría seguir leyendo sobre más ciudades y personajes (o sobre los mismos, tan familiares nos los ha hecho Wiesenthal), sentir esa melancolía que en ocasiones se cuela entre líneas para recordarnos que la muerte también llega a las golondrinas, en especial a ellas. Y sentimos el deseo de viajar en esos trenes que sirvieron para unir a Europa como no lo hacen hoy los aeropuertos, y hospedarse en el Grand Hotel o en un decadente balneario (hoy diríamos spa) de Karlovy Vary. Pero también habremos aprendido que la Europa que nos precedió no es aquella amiga de comprar la belleza sino de crearla, es la Europa de los artesanos, del esfuerzo y el talento de la genialidad que se manifiesta en personas que saben catalizar las tradiciones y la herencia cultural que han recibido. Que no lo perdamos.


3 de abril de 2011

Roscoe, negocios de amor y guerra (William Kennedy)


Dicen que una mentira repetida mil veces termina por convertirse en verdad. Pero Roscoe sabe que la verdad está en los detalles aunque estos sean inventados y que basta con que muchos crean en una mentira para hacer de ella una vedad. En su vida como líder del Partido Demócrata de Albany ha tenido oportunidades sobradas de comprobarlo.

Los resultados electorales o las tasaciones inmobiliarias, las casas de citas y los locales de peleas de gallos, las apuestas ilegales o la distribución de cerveza durante la Prohibición son su terreno de juego predilecto en el que despliega toda su inteligencia e ingenio para lograr que la realidad tozuda se doblegue sumisa ante sus decisiones. Cómo lograr los votos de ventaja que ha pronosticado, cómo cerrar un periódico que insinúa poseer información sensible o cómo poner contra las cuerdas al gobernador republicano con acusaciones falsas (quizá tan sólo algo endebles, no olvidemos que los republicanos también saben jugar).


La realidad se confunde con lo inventado, la verdad queda al mismo nivel que la más burda patraña, todo un
escenario para un público hastiado que se retira para dejar hacer. ¿Pero qué piensa Roscoe? ¿Acaso él conoce la verdad? Tal vez sea más fácil vivir en la mentira siendo ajeno a ella que urdirla y ver sus resquicios. ¿Acaso puede Roscoe soportar por más tiempo ese mundo complejo en el que la rueda no debe parar de girar pues arrollaría cuanto ama en esta vida?

Porque Roscoe no es un inmoral depravado que anhele el poder y la gloria. Hijo de Félix Conway, un alcalde de Albany al que las acusaciones de corrupción arruinaron su carrera política, Roscoe evitará presentarse a cargos públicos, preferirá la maquinaria del partido, los bastidores, los hilos de cobre que transmiten sus pensamientos hasta el último rincón de la ciudad.

Junto a Patsy y Elisha formará el triunvirato que domina Albany, combinando negocios y política, amenazas y conjuras con un reparto de poderes digno de la mejor película: Roscoe, la inteligencia; Elisha, su irresistible encanto y su dinero; Patsy, la fuerza y el coraje, el control de las cloacas de Albany.

Pero Elisha se suicida (¿acaso es otra mentira?¿un mensaje que Roscoe debe descifrar?) y Roscoe se ve obligado a reconstruir la realidad arrostrando las mentidas, enfrentándose a cada incógnita desde un nuevo ángulo.



La muerte de su amigo despeja otros interrogantes largamente aplazados: Verónica, la viuda de Elisha, con quien decidió casarse por su dinero dejando de lado su breve romance con Roscoe. ¿Querría Elisha favorecer su reencuentro?¿Aún podrá Roscoe avivar los rescoldos de una pasión juvenil que conserva casi intacta y pura?¿Acaso su vida habría cambiado de haber permanecido Verónica a su lado?

Y si así fuera, ¿habría evitado Roscoe caer en la degradación posterior? Esto sólo sería posible si fuera una persona que busca la verdad y el bien, pero, ¿alguna vez lo hizo?¿alguna vez dejó de hacerlo?

Muchas preguntas, ¿verdad? Pero todas ellas se plantea Roscoe mientras traza los planes para una última batalla con la que pretende el golpe maestro y definitivo que le redima de un pasado titubeante que ahora contempla con desengaño propio de la madurez. Dejar la política, reconquistar el amor de Verónica, abandonar la vida estéril que ha llevado hasta el momento; todo parecen nobles fines. Quizá su tiempo ha pasado, acaba de terminar la Segunda Guerra Mundial, los soldados vuelven a casa y otros derroteros parecen adivinarse en el horizonte que barrerán el tiempo de entreguerras, pero Roscoe cree que precisamente éste es su momento, aquél en el que podrá recuperar su destino, cualquiera que sea, y despojarse de cuanto la ha vida le ha ido prendiendo en estos años.

William Kennedy, en su condición de periodista de Albany, conoce a la perfección la ciudad pero, fundamentalmente, conoce los resortes del alma humana y logra introducir coherencia en un argumento que parece estallar en mil direcciones. El autor tiene el talento suficiente para convertir a su protagonista, que en manos menos expertas sería un simple cínico, en un personaje emotivo, de complejidades que el lector deberá ir descifrando, pero gozando siempre de su simpatía y comprensión.


Kennedy nos muestra al hombre que manipula y miente, que tiene contactos dudosos pero que, al tiempo, lucha por su felicidad después de despertar de una terrible resaca. Un hombre no tan diferente al lector, que también conoce sus propios compromisos y engaños. Keneddy nos habla precisamente de esa distancia que separa nuestros sueños e ilusiones de la realidad y de cómo se agranda a cada momento si no somos capaces de hacer acopio de toda nuestra valentía.

Porque en definitiva, Roscoe, negocios de amor y guerra nos habla de cómo nos adaptamos a las circunstancias, a veces por comodidad o cobardía y de cómo creemos que seguimos siendo dueños de nuestro destino cuando realmente estamos atrapados por él, y de cómo fabricamos nuestras excusas, nuestra justificación. Como muy bien nos susurrará al oído Roscoe, una mentira es verdad si los demás creen en ella.



También nos explica la necesidad de tejer intrincadas redes de complicidad y recíproca dependencia para sostener esa realidad paralela que algunos llaman política y que realmente se aplica a cualquier faceta de la vida. Y nos habla de la fuerza intangible de estos lazos y la imposibilidad de soltarlos sin rajar ese velo que hemos creado a nuestro alrededor.

Roscoe, negocios de amor y guerra (Roscoe a secas en su título original) ha sido traducida por Jordy Fibla y publicada por Libros del Asteroide en su afán por reivindicar a autores americanos poco o nada conocidos que abordan cuestiones fundamentales en sus novelas. Sin duda, las obras de Robertson Davies tienen mayor hondura moral y Edward Lewis Wallant ofrece un lenguaje e imágenes más brillantes, pero esta novela sorprende por su capacidad para atrapar al lector con un argumento complejo y variado pero bien articulado, en definitiva, por ser buena literatura.


22 de marzo de 2011

Kafka (Robert Crumb y David Zane Mairowitz)



¿Qué hace de la obra de Kafka algo tan atrayente para los lectores de toda época? Sin duda, uno de los elementos más importantes es la extrañeza que suscitan sus historias. Una extrañeza que, en palabras de Reiner Stach, lleva al lector a formularse dos preguntas alternativas: ¿Qué significa todo esto?¿Cómo puede escribirse algo así?


En función de la pregunta que formulemos, aquella que primero nos asalte, nos encuadraremos en uno de los dos bandos de la kafkología; aquellos que buscan sentido en la interpretación de sus obras y aquellos otros que rastrean la biografía del autor en cada palabra que escribió para así justificarla.

Salir de este encasillamiento es difícil y sólo recientemente han proliferado los estudios que tratan de romper estas fronteras casi tan intangibles pero no por ello menos ciertas que los lazos que atraen y distancian a K. del castillo. Porque hay otras aproximaciones a Kafka que pueden alumbrar perspectivas inéditas.

Un camino, aún hoy por explorar, es el cinematográfico. El mundo literario de Franz Kafka es tal vez uno de los que más y mejor ha surtido de imágenes nuestro tiempo. Sus pesadillas, sus sombríos paisajes, sus animales fabulosos, forjan visiones que perduran en la imaginación del lector. No olvidemos que esos elementos misteriosos e irracionales van acompañados de precisas descripciones y observaciones de elementos cotidianos que resaltan aún más la extrañeza de la que hablábamos.



Sin embargo, y pese a esta fuerza visual, el cine no ha logrado reflejar de manera satisfactoria (tal vez con la excepción de El proceso de Orson Welles) la riqueza de este mundo tan personal. No es fácil plasmar los terrores que sufren sus personajes ante situaciones aparentemente triviales (La condena) o evitar caer en el ridículo al mostrar un perro parlante o una rata cantante. ¿Cómo reflejar ese marasmo oníricos?¿Cómo evitar que un insecto de tamaño casi humano se convierta en el centro visual de una película distrayendo así la atención de la esencia de la obra?


El propio Kafka era consciente de la importancia de sugerir antes que mostrar, y así pidió encarecidamente a su editor que en la portada de La metamorfosis no apareciese el insecto en que se convierte Gregor Samsa (tampoco específica en ningún momento el insecto en concreto) y ello pese a que en el texto no ahorra detalles biológicos. Acaso quiso reservar a la imaginación de cada lector la reconstrucción del animal, para que cada cual lo adecuase inconscientemente a sus miedos y temores.


 

Pero todo lo que aleja la Literatura de Kafka del cine, lo aproxima a otro arte como el cómic donde resulta adecuada la distorsión de elementos reconocibles para lograr esa extrañeza.

La mejor prueba de este perfecto maridaje es Kafka, un libro que en un principio fue editado como una introducción popular a la vida y obra de Kafka a cargo de David Zane Mairowitz con dibujos de Robert Crumb como complemento del texto. En posteriores ediciones, con acierto y justicia, las viñetas de Crumb han pasado a ser la parte más reconocida, la que ha dado fama al libro y bajo esta premisa ha sido publicada en España por Ediciones La cúpula con traducción de Leandro Wolfson.



Porque el texto de Zane no deja de ser un resumen biográfico al uso cuya mayor virtud reside en concentrar información relevante en un pequeño texto que, bajo un esquema cronológico, acierta a agrupar temáticamente los aspectos que más influencia tuvieron en su obra (la figura del padre, la religión, el papel de las mujeres, el sexo, ...). 


Algunas imprecisiones (Kafka no sólo se planteó emigrar a Palestina en sus últimos años) y afirmaciones algo simples (banaliza el “testamento” de Kafka dando instrucciones para la destrucción de su obra) restan rigor al texto. Igualmente, Zane da una excesiva importancia a factores históricos, sociales o religiosos y a la figura del padre autoritario, aspectos que, siendo capitales, no aciertan a explicar la singularidad de Kafka frente a otros autores de su misma época, ciudad y condición.


David Zane Mairowitz parece centrarse en los aspectos más oscuros y opresivos de su vida y no en todo aquello que, a juicio de sus amigos y conocidos, hacía de él una persona muy alejada del estereotipo al uso.



El texto concluye con una interesante reflexión sobre la indiferencia de los checos ante la figura de su autor más celebre y su interesado redescubrimiento actual como activo turístico que el Zane equipara al último capítulo de América, El gran teatro natural de Oklahoma.


Pero pasemos por fin a los dibujos de Robert Crumb en los que distinguiremos de una parte, las viñetas relativas a la vida de Kafka y, de otra, las que desarrollan brevemente el argumento de obras como La condena o El castillo.


En las primeras, Crumb toma como punto de partida el material fotográfico existente del escritor y reproduce literalmente fotografías conocidas o portadas de libros. Donde no cabe recurrir a este material, Crumb suple con magistral imaginación las escenas. El rostro de Kafka, la crispación de las manos, sus dubitación a la hora de actuar, el intenso mundo interior, la contradicción con el entorno, todo ello queda reflejado de un modo tan evidente y diáfano como una entrada del diario de Kafka.


Si pasamos a los breves resúmenes de los argumentos de las obras de Kafka, la imaginación de Crumb va un paso más allá dado que debe tratar de recrear el mundo que habitaban los sueños de Kafka, sus ambientes asfixiantes y sus absurdos personajes. Los dibujos denotan un profundo conocimiento de las obras que se percibe en los innumerables detalles que pueblan las imágenes y que demoran la lectura tratando de identificarlos.



¿Pero qué nos aporta, en definitiva, este libro? Sinceramente no creo que sea una buena forma de introducirse en Kafka, más bien interesará a quienes ya hayan sido ganados por su obra y deseen conocer una aproximación diferente. ¿Y qué aportará a estos? Sin duda, el placer de contemplar con asombro cómo algunas imágenes coinciden sorprendentemente con las propias y cómo las que difieren aportan detalles que hacen saltar la sonrisa o la sorpresa. No nos ayudará a responder a ninguna de las dos preguntas formuladas por Stach pero sí nos ratificará en nuestro deseo de seguir indagando.

6 de marzo de 2011

Soy un gato (Natsume Söseki)


 Hay una opinión extendida de que los animales terminan por parecerse a sus dueños (aunque más bien creo que son los dueños los que, con buen criterio, terminan pareciéndose a sus mascotas). Soy un gato, la primera obra de Natsume Söseki, corrobora plenamente esta teoría llevándola un paso más allá ya que el animal asume incluso la filosofía de vida de su amo.

Utilizar el punto de vista de un animal para poner de manifiesto las contradicciones humanas es un recurso frecuente de la Literatura. Las fábulas de los clásicos de la Antigüedad o las del Siglo de las Luces son buena prueba de ello. Al tiempo, permiten un nivel de sátira social y de crítica a las costumbres que de otro modo la censura no toleraría.

Sin embargo, en esta obra de Söseki hay una variante: El protagonista y narrador es un gato pero plenamente integrado en la sociedad humana, que vive en la casa de Kushami -un patético maestro de escuela- y que observa, entre el escándalo y la sorpresa las estúpidas costumbres de su amo y de los amigos que le rodean, una peculiar sociedad que sirve al autor de excusa para los pasajes más cómicos de la novela.

La figura del maestro es el principal objeto de las burlas del gato que no tolera ninguna de sus costumbres salvo la de acariciarle la cabeza mientras dormita en su estudio. Pero qué otra cosa podría esperarse del pobre animal cuando su presencia es simplemente tolerada y ni tan siquiera se le ha puesto un nombre (lo que le avergüenza en extremo ante los gatos del vecindario). ¡Qué mayor prueba de la estupidez de Kashumi que el hecho de no haber nombrado a su gato!

Del maestro apenas conocemos sus ocupaciones profesionales y escolares pues parece pasar el día completo en su estudio, afanado en dormir sin caer al suelo, simulando que estudia, sólo a la espera de la visita de cualquiera de sus variopintos amigos. Sólo conocemos vagamente que imparte clases de Inglés (al igual que Söseki, quien ocupo la cátedra de Literatura Inglesa de la Universidad Imperial) y que sus conocimientos se reducen a cuestiones tan poco prácticas cómo la obra de autores occidentales no muy conocidos (otra autoreferencia al tiempo en el que estuvo becado en Inglaterra y que pasó leyendo compulsivamente en las bibliotecas londinenses).

De entre su círculo de amigos destaca el genial bromista Meitei cuya principal ocupación parece la de tomar el pelo a sus amigos una y otra vez con los comentarios o provocaciones más absurdas sin que estos sean capaces de anticiparse las mismas cayendo repetidamente en sus burlas. Precisamente Meitei es el único amigo de Kushami que el gato tolera a causa de su ingenio y a las anécdotas tan ocurrentes que siempre cuenta. .

Es en muchas ocasiones la voz de Meitei la que emplea Söseki para sus irónicos comentarios sobre la cultura japonesa de la época, incluida una referencia burlesca a sí mismo y por extensión a todo el movimiento literario moderno que pretendía romper con la tradición y temática clásica tan asfixiante, ligada a unos motivos más propios del shogunato.


Porque en definitiva, la era Meiji llevó a Japón a la apertura al exterior (a Occidente en particular) y las nuevas ideas comenzaron a instalarse no sin fuertes resistencias. Así, por estas páginas no sólo desfilan las figuras más relevantes de este movimiento literario moderno sino que se recoge el ansia por el dinero de las nuevas generaciones de industriales (que marcan el despegue de Japón como potencia en este campo hasta casi nuestros días), las nuevas costumbres sociales (se trata en especial el matrimonio como medio de progresión social). La capacidad observadora de Söseki le lleva a no pasar por alto ni siquiera la tendencia a un militarismo que comienza a inculcarse en las escuelas bajo el disfraz de un nacionalismo extremo que desembocaría años después de la expansión imperial japonesa durante la Segunda Guerra Mundial.

Otro de los miembros del círculo del maestro es Kangetsu , un joven tímido que pretende (o cree pretender) a la hija del Sr. Kaneda, un importante empresario vecino del maestro, lo que da lugar a situaciones verdaderamente cómicas en las que se verá envuelto el propio maestro e incluso el gato.

Las tertulias entre estos pacíficos ciudadanos, algo pretenciosos y, al tiempo, totalmente inútiles, harán las delicias del gato que no dejará de sorprenderse de la estupidez de los bípedos que se imponen a la especie gatuna por la mera imposición de la fuerza.

El maestro es un claro representante de una sociedad ensimismada en sí misma. Al igual que Söseki, siente la llamada de Occidente a través de su Literatura y su cultura, por lo que cita de continuo a célebres autores europeos o a sus personajes literarios. Pero, como en cualquier periodo de transición, el peso de la tradición es enorme. No sólo las ropas y las costumbres son plenamente tradicionales sino que las referencias más familiares se hacen a la mitología china o japonesa.

No olvidemos que estamos hablando del Japón de la era Meiji, el Japón que ha superado el shogunato feudal y que trata de abrirse a las fuerzas que mueven el mundo en esas fechas (la industria, la movilidad social, …). Precisamente el rechazo del maestro al mundo de los negocios (su incapacidad para comprender dicho mundo) le condena a un papel incierto: su vocación le aleja de los tiempos pasados pero nada parece unirle a lo que se dibuja en el horizonte generando un vacío que le lleva a la inacción y pasividad. Toda su vida (igual que la de sus amigos) parece un eslabón perdido entre un mundo que fue y uno que está por llegar y que claramente no les será favorable.


La labor de la traducción (a cargo de Yoko Ogihara y Fernando Cordobés) no sólo cumple con su estricta labor de verter a nuestro idioma el texto original con las sutilidades que se le suponen a este complejo idioma, sino que abarca con ambición la tarea de ilustrar las numerosas referencias a la cultura japonesa tan ajena a la nuestra. Así, abundan las notas al pie de página en las que se explican las referencias a las escuelas literarias, las variedades del teatro japonés, diversas figuras de la política o la historia del Japón, aclaraciones sobre alimentos, vestimentas, etc.

Es por tanto un acierto por parte de la editorial Impedimenta recuperar la obra de Söseki y, en particular, Soy un gato, obra que su autor publicó por entregas y que alcanzó un gran éxito gracias a su comicidad. Quizá hoy en día refleje aún mejor que en su tiempo, ese trance en que se debaten sus personajes, camino de la nada (destino que alcanzará el gato en sus últimas páginas) y que permite trazar numerosos paralelismos con nuestros días Tan solo nos falte, tal vez, el gato que dé cuenta de nuestra estupidez.

27 de febrero de 2011

Mi vida sin ti. Mi juventud perdida (Nora Muro)



La Literatura no es otra cosa que inventar y fabular sobre aquello que no ha ocurrido (aunque podría haber sucedido), torcer el curso de los hechos o desafiarlos subvirtiéndolos. En este sentido, Vargas Llosa se refiere a la “verdad de las mentidas”, a esa capacidad de crear un mundo que no guarde relación con aquél en que vivimos pero que resulte coherente y real para el lector, no importa lo absurdo que pueda ser objetivamente.

Esta faceta no es privativa de la Literatura si bien a ésta le compete en exclusiva la tarea de elaborar esa ficción conforme unos criterios estéticos que la justifiquen como arte. Pero junto a ella tenemos la política, la publicidad o los discursos de las grandes corporaciones que elaboran una realidad propia con el ánimo de convencernos de que vivimos en ella y así lograr sus fines.

Pero quizá el ámbito en el que la reelaboración de la realidad se muestra más sutil es el familiar. En la mitología de cada familia todo se construye sobre recuerdos difusos, terminando por confundirse lo que se quiere ocultar con lo que se desea destacar hasta el punto en el que relatos de los mismos hechos acostumbran a ser totalmente contradictorios. Pero no veamos maldad en ello, es la naturaleza humana que lucha por combatir las lagunas del olvido con elementos que creemos ciertos, un fenómeno recientemente investigado por los neurólogos.

Pero volvamos a la Literatura ya que precisamente sobre esta cuestión se desarrolla la trama principal de Mi vida sin ti. Mi juventud perdida, obra de Nora Muro publicada por la editorial Gran Vía, en la que la protagonista, Conchi, reconstruye la historia de la tía Carmen tras su muerte. Los rumores, cuchicheos y cuentos de algunos familiares y vecinos mejor o peor informados comienzan a dar sentido a varios hechos que hasta el momento no habían llamado la atención de Conchi pero que ahora cobran un claro sentido, conformando un relato que contradice la historia oficial de la familia, plagada de silencios cómplices o inocentes.

Y así, la tía viuda que renegaba de los hombres y se aferraba a la rutina de su negocio, se nos muestra como una joven sometida a las mismas pasiones y limitaciones que el resto de mujeres de una época más preocupada por el “qué dirán” y las apariencias que por la verdadera felicidad.

Aunque unas cartas finales parecen desvelar los últimos misterios ocultos de su vida (y las de quienes la amaron) surge una nueva pregunta. ¿Por qué la tía Carmen no dio el paso final y reconstruyó su vida?¿Por qué prefirió conservar su vida anodina, o la apariencia de ella? Aunque algunas pistas se avanzan en la novela, lo cierto es que, al igual que ocurre en la vida, el punto y final no existe, a lo sumo unos puntos suspensivos que llevarán al lector a nuevas fabulaciones...

Y es que la verdad siempre resulta escurridiza y logra zafarse de nuestras celadas. Precisamente sobre la verdad y su búsqueda (si acaso tuviera sentido dicha indagación) versa la segunda historia de esta novela cuyos capítulos se intercalan con la trama anterior. En este caso, seguimos los pasos de un monje cisterciense, Gérard de Nájera, y del judío Moséh, procedente de Toledo donde ha estudiado en su afamada Escuela de Traductores que coinciden en los paisajes de actual Rioja en la mitad del siglo XII.

Ambos ponen de manifiesto sus diferencias filosóficas derivadas de las circunstancias de su época-. Moséh, gracias a la influencia árabe ha estudiado la obra de Aristóteles a través de Averroes sembrando las dudas en Gérard aún anclado en el platonismo como única referencia filosófica. Para el primero, la verdad debe buscarse en el mundo que le rodea y por ello ha emprendido su viaje desde la lejana Toledo. Para el monje, la Verdad es una idea a la que se tiene acceso a través de la reminiscencia y, fundamentalmente, a través de las Escrituras.

Ambos personajes recorren los cenobios y monasterios de los alrededores de Nájera (Suso, Berceo, Hayuela, Santo Domingo) donde comprueban el fervor constructivo que recorre la Cristiandad pasado el año mil y comparten conocimientos de la medicina de la época.


Otro amor imposible (o tal vez no tanto) se cruzará en esta historia sirviendo como elemento de enlace (junto con el geográfico) con la narración sobre la tía Carmen.

El lenguaje es sin duda uno de los principales méritos de esta novela ya que Nora Muro combina dos ámbitos históricos y culturales muy dispares. En la narración familiar, el lenguaje es popular y plagado de giros expresiones en franco desuso (mecá, chorroborro, espatarrado, ...) que aparecen en las conversaciones con los vecinos del pueblo. Ese lenguaje es fiel reflejo de tradiciones e influencias locales que la homogeneidad cultural de nuestros días ha condenado a su desaparición en la conversación cotidiana más allá de aquellos que aún lo conservan y con quienes desaparecerá salvo el registro histórico que obras como ésta pueda dejar.

El lenguaje también ocupa un importante lugar en la narración sobre Gérard y Moséh Hemos de suponer que emplean el latín vulgar para entenderse pero también se cita a un monje de Berceo que ha comenzado a escribir pequeños poemas en honor de la Virgen empleando la lengua de los habitantes del lugar, lengua que ya guarda escasa relación con el latín y que constituye el germen del castellano.


Y es que, al igual que la degeneración del latín origina un nuevo idioma que logra convertirse en lengua propia con una rica tradición literaria, la distorsión de la realidad logra convertirse en una realidad igual de viva para los lectores. No caeremos en la locura de don Quijote pero nada nos debería impedir el disfrute de este juego de espejos que nos muestra esta novela y reflexionar si somos seres de carne o ficción.

30 de enero de 2011

La educación del talento (José Antonio Marina)



Cuando hablamos con preocupación de la situación de la educación, solemos centrarnos en la enseñanza reglada, olvidando otros elementos al menos tan relevantes. Todos coincidimos en que la familia es otra pieza clave de la educación; difícil es la tarea de un profesor si no cuenta con el respaldo y apoyo de los padres del alumno.

Pero con más frecuencia olvidamos otros dos factores que condicionan igualmente la educación de nuestros hijos (en general, la educación como habilidad para aprender y desarrollar nuestras potencialidades, sea cual sea nuestra edad), como son la cultura y la sociedad.

La cultura como conjunto de conocimientos, actitudes y talentos fruto de un largo proceso de decantación que refleja nuestro modo de entender la vida y nos inserta en un cuadro completo y coherente (lo que no impide cierto grado de adaptación y flexibilidad) que facilita la comprensión de nuestro entorno, nuestra posición en la vida y nuestra relación con los otros.

Hay culturas que favorecen la iniciativa individual, la asunción de riesgos y sus consiguientes responsabilidades, que no penalizan el fracaso pero premian el éxito. En el lado opuesto, hay culturas en las que la acción colectiva prima sobre la individual, en las que la estabilidad es un valor y desconfían de cualquier modo de diferenciación que rompa la homogeneidad social. Culturas que favorecen o toleran la violencia y culturas que la limitan, culturas que fomentan el respeto por el otro o culturas que elevan barreras.

Dependiendo de la cultura en la que nos desenvolvamos, nuestra vida potenciará unas habilidades en detrimento de otras. Queda margen para la decisión y el carácter individual, por supuesto, pero en términos generales, el condicionante cultural será un elemento muy relevante.

El otro factor apuntado que afecta directamente a nuestra capacidad de aprendizaje y al modo en que lo hacemos es el entorno social en el que nos desarrollamos. Éste es un elemento más inmediato y cambiante que la cultura, y quizá por ello, igual o más influyente. Una sociedad que prime el éxito rápido generará unos alumnos diferentes a otra sociedad en la que el aplazamiento de la recompensa suponga un estímulo, no un freno, a nuestros esfuerzos. Una sociedad que no valore la formación y la educación, que convierta en referencia para sus jóvenes modelos de conducta que hacen gala de su escasa preparación, está favoreciendo que sus próximas generaciones repliquen dicho modelo.

Todo el trabajo de profesores y padres suele quedar en nada cuando se enfrenta a las opiniones de los compañeros de pupitre o a los estereotipos que divulgan la publicidad o las series de moda. Cuando estos valores son asumidos por la sociedad en su conjunto, o cuando no se ofrece un marco alternativo coherente y atractivo, poco o nada se puede hacer.

En conclusión, sobre los pobres y sufridos alumnos se ciernen fuerzas con fines y objetivos dispares. El sistema institucionalizado de enseñanza (con sus vaivenes políticos), la familia, la cultura y la sociedad, todo ello luchando por educar a nuestros hijos para un entorno igualmente complejo y con todas las incertidumbres sobre el futuro que podamos imaginar. Porque, ¿qué tipo de educación requieren nuestros hijos para los desafíos del año 2025? ¿Podemos siquiera anticipar cuáles serán?

Ante este panorama, José Antonio Marina decidió hace varios años fundar la Universidad de Padres con el fin de orientar y formar a padres (también a docentes) en las habilidades y técnicas que mejor puedan ayudar a hijos y alumnos para los retos del mañana fomentando los talentos que todos tenemos desde una perspectiva global, no sólo de conocimientos. Las aspiración por tanto no es el éxito escolar sino el éxito vital.



Como extensión de los trabajos de esta Universidad se ha lanzado la Biblioteca de Padres (de la mano de la editorial Ariel) en la que se publicarán diversos libros de los que La educación del talento es el primero hasta la fecha.

En este libro, Marina hace un análisis de los factores citados anteriormente que influyen en la educación y elabora una teoría de la inteligencia que descompone en dos grandes facetas complementarias de cuyo equilibrio dependerá el éxito del alumno, entendido por tal no los resultados académicos sino la capacidad de aprender y llevar a la práctica lo aprendido, de guardar coherencia entre lo pensado y lo vivido o, en resumen, su capacidad para ser razonablemente feliz.

Al hilo de las nuevas tecnologías, el libro viene complementado por una interesante página web en la que, capítulo por capítulo, se incluyen numerosos documentos, artículos, referencias bibliográficas, videos, etc. todos ellos de grandes expertos en cada una de las materias (motivación, creatividad, inteligencia emocional, …). Toda una invitación para aquellos cuya curiosidad haya sido picada por la lectura del libro o para quienes quieran aprender un poco más en esta ingente tarea.



 Entrando en materia, el primer elemento que funda la inteligencia lo denomina inteligencia generadora, que es la encargada de elaborar respuestas a problemas concretos, aquella que sueña con ideas (no necesariamente realizables o útiles), que mira el mundo que le rodea sin dar por válido y definitivo ningún elemento, admitiendo la capacidad para cambiar el entorno.



Esta inteligencia, que muchas veces actúa a nivel inconsciente, es también la responsable de generar habilidades como la motivación, la empatía o la creatividad y la labor de padres y profesionales de la enseñanza consiste precisamente en potenciarla creando un entorno de autoconfianza, libertad, capacidad crítica y sociabilidad.

Por otro lado, tenemos a la inteligencia ejecutiva cuya misión principal consiste en recibir las ideas que le aporta la inteligencia generadora y descartar aquellas que no resulten practicables, las que no resulten adecuadas a las circunstancias o las que puedan complicar más que resolver. Es, por tanto, la que actúa como baluarte defensivo, la que devuelve al taller de ideas todo aquello que rechaza, forzando a la inteligencia generadora a superarse a sí misma, a reelaborar su análisis con nuevas informaciones y a lograr así una mejor respuesta que volverá a ser filtrada hasta su aceptación definitiva.



Y entonces comienza la siguiente tarea de la inteligencia ejecutiva, tal vez la más importante, la que completa el proceso del talento y que consiste en llevar a la práctica la idea, planificar su aplicación, mantener la constancia y el esfuerzo, perseverar hasta que la idea se hace realidad.

De nada sirve una creatividad desbordante si no tenemos suficiente capacidad crítica para comprender qué sirve y qué no. Pero tampoco podemos desarrollar nuestro talento sino somos capaces de alentar esa creatividad. Finalmente, no lograremos nuestros objetivos si carecemos de la constancia suficiente para lograr nuestros objetivos o si no sabemos evaluar los resultados para poder adaptar nuestros proyectos. Por tanto, el equilibrio de todos estos elementos será lo que determine el desarrollo de nuestras capacidades y el éxito vital a que hacíamos referencia. .

Marina señala igualmente la importancia de la evaluación de los resultados, de contrastar lo esperado con lo logrado de modo que aprendamos de nuestros errores y vayamos matizando nuestras decisiones, acomodándolas mediante un ajuste fino a la realidad, desarrollando así una inteligencia social que nos integre en nuestro entorno.

Pero en definitiva, ¿qué pueden hacer los padres para que este pequeño milagro tenga lugar? Poco, la verdad. Deben favorecer y alentar la creatividad de sus hijos evitando la profecía de la tía que crió a John Lennon, “la guitarra está bien, pero nunca te ganarás la vida con ella”. Pero al tiempo hay que formar (formarnos, esto sirve para todos) en un espíritu crítico que ayude a ser conscientes de nuestras posibilidades; que desarrolle la confianza en uno mismo y la estructure en torno a unos principios de libertad y respeto.

¿Que cómo se hace? En fin, si la respuesta fuera sencilla y pudiera contenerse en las páginas un libro es seguro que éste no sería necesario. Las respuestas son vagas y nunca podemos recurrir a reglas generales, cada momento y persona necesitan de un tipo de estímulo diferente. De lo que no cabe duda es de que ese estímulo, ese disparo en la diana que sirve para propulsar nuestros talentos existe, sólo debemos encontrarlo.

4 de enero de 2011

El mal de Portnoy (Philip Roth)




La mirada a lo vivido puede ser amarga, resentida, melancólica o feliz. En el caso de Alexander Portnoy, nacido en los años treinta en el seno de una familia judía de clase media-baja, el ajuste de cuentas con su pasado tiene todos estos matices y aún alguno más. Nunca es uno mismo el mejor juez de sus actos.

En un extenso monólogo con su psicoanalista (quien sólo toma la palabra en la última línea de la novela) vuelca toda su frustración e ironía repasando de manera errática diversos episodios de su vida.

El título de la obra ha perdido en su traducción al castellano la ambigüedad del original (Portnoy's complaint). Por un lado, el mal de Portnoy como trastorno psicológico que combina en la misma persona los impulsos más altruistas con una extrema pulsión sexual; por otro lado, el largo lamento, la queja perpetua del protagonista, aspecto éste que queda oculto en la traducción.

Y es que poco o nada queda libre de las iras revanchistas de Alexander Portnoy. Comenzando por su familia. Una madre prototípica: ama de casa perfecta, recta y temerosa de todo cuanto se halle un paso más allá de la puerta de entrada al edén familiar. Un padre, vendedor de seguros en barrios pobres, que se deja la vida recorriendo las calles y logrando unas excelentes ventas que, sin embargo, no le permiten prosperar en la compañía por un indisimulado antisemitismo.

La figura de este padre patético, aquejado de un persistente y doloroso estreñimiento (perfecta metáfora de su estrechez de miras), resulta casi ofensiva para su hijo universitario, que aprende a descubrir un mundo que no huele a jabón y sábanas limpias, que no se sienta a cenar cada viernes en torno a unas velas y unas oraciones que apenas sirven para mantener un último vínculo con una religión desposeída de un sentido que no sea el de un mero ritual tranquilizador.

Porque hasta ese momento la vida de Portnoy se ha ajustado al molde que su familia, su madre en especial, le ha preparado. Un niño responsable y con resultados brillantes en el colegio, al que se insiste en las virtudes del esfuerzo y el trabajo, que siempre terminan por dar sus frutos. Al que se pretende alejar de la comida basura o de las compañías poco apropiadas, especialmente si se trata de goyim (gentiles). A quien se reclama la renuncia a su libertad individual en nombre de la familia y, en última instancia, de unas tradiciones que terminará por rechazar.

Pero incluso en esa arcadia infantil hay destellos incomprensibles para el bueno de Portnoy. Si es un niño tan maravilloso y predestinado a lo mejor según le dicen ¿cómo es posible que su madre, en raros ataques de furia, le expulse de casa y le deje en la calle mientras implora perdón y comprende que la salvación está tan solo dentro del hogar familiar?

Poco a poco los interrogantes van abriéndose paso en la mente de Alexander. En un principio la rebeldía asoma bajo la forma de un terrible y desaforado onanismo. La masturbación como vía de escape y liberación de las presiones a que es sometido se convierte, al tiempo, en fuente de culpabilidad. Como es de prever, la tensión entre sexualidad y culpabilidad será una de las mayores fuentes del conflicto interior que vapulea a Portnoy.


Y con el tiempo se avergonzará de su apellido, claramente judío: de su nariz, insultantemente semita, de su pelo y de su familia. Envidiará a los briosos capitanes de los equipos de la Liga Universitaria y sus espectaculares y rubias novias goyim. Ansiará poseerlas para lo que fabula encuentros en los que sustituye su nombre por Bob, Jack o cualquier otro que a sus oídos parezca protestante y sajón, y en los que su nariz deja de ser un problema omnipresente.

La vida tiene extrañas paradojas y, con el paso del tiempo, comprenderá que todo aquello que trata de ocultar es precisamente lo que atrae a las muchachas. Es su condición de judío, su tendencia mesiánica y su discurso superior lo que se convierte en su principal arma y atractivo. Todas las mujeres quieren salir con un judío feo que les hable y les explique, que las redima de su vulgaridad intelectual.

Pero lejos de reconciliarle con su pasado y herencia, esta situación sólo acrecienta su malestar ya que le obliga a permanecer encapsulado en el estereotipo de judío que realmente encarna. Porque, al igual que sus padres son el perfecto ejemplo de judío americano de los años treinta, sumisos y temerosos del porvenir, encerrados en su mundo y ansiosos porque sus hijos se cobren la venganza por las vergüenzas y miserias que han padecido, Portnoy encarna al judío de los años cincuenta y sesenta popularizado a través de figuras como Lenny Bruce o Woody Allen. El judío que rechaza su pasado y su raza pero no puede escapar de ambos, lo que le lleva a la sobreactuación y a cierta tendencia esquizoide. El que reclama para sí el sexo desaforado que cree propio de los gentiles pero que no logra satisfacerle realmente. El que anhela un papel redentor en la sociedad pero que al tiempo se burla de él con un brutal escepticismo. Buen terreno para el psicoanálisis, desde luego.

Porque el bueno de Portnoy no es sino hijo de sus circunstancias. Sorprendido, se indigna como un chiquillo cuando se encuentra casualmente con un antiguo compañero de la escuela que le informa de la suerte de varios zoquetes conocidos de ambos. Lejos de terminar con sus huesos en la cárcel o malvivir de la beneficencia pública, como era de prever según su visión de la justicia y las teorías del premio que sus padres le inculcaron, todos ellos parecen haberse integrado plenamente en la sociedad como respetables hombres de negocios y padres de familia. ¿No debía evitar los bares y pizzerías para no enfermar y morir joven?¿No debía comportarse correctamente para lograr sus metas?



Portnoy ha logrado un importante puesto como abogado responsable de un Comisionado para la Protección de las Personas desde donde lucha por garantizar la justicia, azotar a las grandes corporaciones y, en definitiva, ganar la santidad a que aspira la mitad de su ser. Pero mientras tanto, su otra mitad, “se mata a pajas” (sic) en su desolado apartamento o mantiene relaciones con su estereotipo de mujer ideal que va desde una activista de los derechos civiles a una psicótica (al menos tanto como él) a quien tratará de redimir de su pobre bagaje cultural, lo que lleva a la mutua frustración y a una ruptura abrupta.

Paremos en este punto ya que el argumento queda expuesto en sus aspectos más esenciales. La crítica de Portnoy parece dirigirse a lo judío (pese a encarnar inconscientemente lo judío) pero realmente se trata de una crítica feroz contra muchos aspectos de la sociedad de su tiempo.

A nadie le resultarán ajenos los comentarios de la madre de Alexander, sus desvelos por las malas compañías o la importancia del desayuno y la comida sana. Su insistencia en emparentar a su hijo y las continuas comparaciones con otros amigos de la infancia que ya han hecho tal o cual cosa (obviando a todos aquellos que han echado a perder su vida). Ese asfixiante ambiente familiar forma parte de nuestra historia y contra él se han revelado los jóvenes de todo tiempo.

También en nuestros días asistimos con asombro al espectáculo de quienes logran el éxito (sea cual sea el concepto que de éste tengamos) con las armas del ventajismo, la hipocresía y la falta de escrúpulos. Las reglas del juego parecen haber cambiado (o quizá haya cambiado el juego) por lo que nos movemos en la disyuntiva de sumarnos a la corriente o resistir aislados. Difícil cuestión en la que muchas veces nos comportamos como Portnoy, dubitativos entre la envidia y el resentimiento.

Y toda esta presión, esta inseguridad, se torna dramática cuando vives en una sociedad a la que perteneces pero que no te reconoce. Que te otorga derechos pero que los merma por la vía de los hechos. Es la inmigración actual el equivalente a la comuna judía en la que se cría Portnoy, son los hijos de los inmigrantes los que luchan entre el respeto a las tradiciones de sus padres, el rechazo a quienes les repudian y el deseo de borrar cualquier signo de diferenciación racial.

El mal de Portnoy puede ser realmente el lamento de una sociedad en transición, camino de unos cambios que han de liberarla de restricciones y complejos pero con un coste de adaptación que en ocasiones puede ser elevado. Y por ello, la novela es actual en nuestros días, por la fuerza y vigor con los que plantea las diversas tendencias y presiones a que se somete al ciudadano (las externas pero también las propias), revela el germen de esa insatisfacción continua que no parece llevar a ninguna parte y pone de manifiesto las contradicciones entre nuestro pensamiento y nuestros actos, entre lo que creemos (herencia cultural de lenta adaptación) y lo que hacemos.

La traducción de Ramón Buenaventura ha tenido el acierto de preservar los términos yiddish que jalonan el texto remitiendo a un glosario final y evitando las continuas notas al pie de página que restarían fuerza al discurso arrollador de Portnoy. Un discurso atropellado en un momento de gran excitación (no olvidemos, Portnoy está hablando a su psicoanalista, arrellanado en su diván) en el que las ideas saltan al texto al mismo tiempo que pasan por la cabeza del atribulado paciente. Las repeticiones, las incoherencias, los saltos en el tiempo, son fiel reflejo de este azoramiento. No es de extrañar que una idea lleve a otra y, por medio, se deslicen anécdotas o recuerdos que poco o nada tienen que ver pero que surgen de la libre asociación.

Precisamente éste es el rasgo que mayor vitalidad da al texto y que hace más interesante la lectura, esa sensación de estas escuchando directamente de labios del propio Portnoy su terrible lamento. Y también aquí reside la principal vena cómica de la novela, el humor soterrado que asoma tras las imprevistas asociaciones del subconsciente de Alexander.

Este libro fue escrito por Philip Roth en 1969 convirtiéndose en su primer éxito y, en cierto modo, patrón de bastantes de las obras que habrían de venir. Su vigencia es innegable ya que, más allá de sus referencias a un entorno cultural determinados, sus reflexiones son válidas para cualquier situación de cambio. Y es que desde 1969 las cosas no han cambiado tanto y la sociedad continúa en ese proceso de transformación (¿acaso este fenómeno no es propio de cada tiempo y lugar?). Tal vez por ello, El lamento de Portnoy tenga un valor más universal que el de otras de sus obras. Esperemos tan solo que logremos adaptarnos mejor que Alexander Portnoy y no terminemos todos tumbados en un inmenso diván.