16 de agosto de 2011

Here, There And Everywhere (Geoff Emerick)



Geoff Emerick tuvo la inmensa fortuna de entrar a trabajar en los estudios Abbey Road como ayudante del ingeniero de sonido con tan sólo 16 años, la víspera de que un grupo venido de Liverpool acudiera a su primera sesión oficial de grabación el cuatro de septiembre de 1962. Desde ese momento hasta nuestros días, su vida ha estado íntimamente ligada a la música de los Beatles.

En un primer momento, su participación fue mínima (incluso en aquella primera sesión, acudió como mero espectador y sin cobrar, por la curiosidad de ver al grupo del que ya se hablaba bastante en la cantina de los estudios) y no participó en todas las sesiones Sin embargo, su presencia fue haciéndose más asidua hasta el punto en que, en 1966, cuando los Beatles se preparaban para iniciar la grabación de uno de sus discos más importantes -Revolver-, fue promocionado al puesto de ingeniero de sonido.

Precisamente en la primera sesión para ese disco marcó la pauta de cuál sería el papel de Geoff en los meses siguientes. John Lennon había compuesto una canción con un único acorde y letra inspirada en una versión del Libro Tibetano de los Muertos y las indicaciones para el tratamiento de su voz fueron tan simples (y complejas) como pedir que sonara como el Dalai Lama cantando desde lo alto de una montaña.


Pocos minutos después, Geoff había dado con la solución: pasar la voz de John por el amplificador Leslie de un órgano Hammond. Además, para reforzar la letanía, Geoff modificó las normas del estudio en cuanto a ubicación y manipulación de los micrófonos, acercándolos a la batería de Ringo (en cuyo bombo se introdujo un jersey de lana para matizar aún más el sonido).

Podemos escuchar el resultado de esta primera noche de trabajo, aunque finalmente sólo alguno de los efectos pervivieron en la mezcla final que se puede escuchar en el disco.


Según rememora Geoff, trabajar con los Beatles era siempre una experiencia singular. Para ellos, el “no” nunca servía como excusa para desechar una idea o intentar algo nuevo. La competitividad entre ellos (fundamentalmente Paul y John) les llevaba a una continua lucha por la originalidad y la creatividad.

Pero no todo era hermoso. Según asegura Geoff, trabajar con un beatle (o varios) era algo relativamente sencillo; trabajar con los cuatro a la vez se convertía en una tarea muy delicada; la dinámica ellos-nosotros creaba una barrera que los aislaba impidiendo la intervención de cualquier ajeno al círculo. De hecho, las tensiones en el grupo fueron creciendo hasta el punto en el que durante la grabación del White Album en muy contadas ocasiones los cuatro Beatles estaban reunidos en una misma sala de grabación y en esas raras oportunidades, la tensión eran tan insoportable que Geoff arrojó la toalla y pidió el relevo.

Sorprendentemente, cerca de un año más tarde recibió la llamada de Paul para que se incorporara como ingeniero de sonido en las sesiones de grabación del álbum Abbey Road, último que grabó el grupo e incluso fue contratado por la compañía que crearon los Beatles  -Apple- para construir un estudio de grabación moderno que pudiera competir con los más prestigiosos de Londres.

Tras la separación de los Beatles, Geoff ha mantenido una relación constante con Paul McCartney para quien ha trabajado en varios discos (especialmente memorable es su trabajo en Band On The Run).

Here, There And Everywhere es una memoria de aquellos años en los que se forjó en gran medida la tecnología actual de los estudios de grabación. Aquellos trucos caseros en que consistían muchas de las innovaciones de esos viejos discos pueden ser hoy replicados con sólo presionar un botón. Geoff reflexiona sobre los cambios que esto ha traído a la música. 

Cuando Lennon le pidió que para la canción Being For The Benefit Of Mr. Kite quería que se oliese el serrín del circo, recurrieron a la solución de tomar fragmentos de música de organillos, trocearla, arrojar los pedazos al aire y recomponerla para que formase una base circense creada por el azar. Nada de esto es posible. Hoy en día no se formulan peticiones como las de John, simplemente se pide más eco y menos reverb.
 Aunque Geoff reconoce que los Beatles se esforzaron siempre por alcanzar la perfección en sus grabaciones, no por ello perdieron espontaneidad. Cuando se cometía algún fallo, éste podía dejarse en la mezcla final e incluso resaltarlo. De este modo, las canciones se hacían humanas, Por ello, la lista de este tipo de “errores” en canciones de los Beatles inunda internet, Algunos ejemplos curiosos pueden ser el “fuck” de Paul McCartney al equivocarse en un acorde de piano en Hey Jude o el cambio en los nombres de los protagonistas en la ultima estrofa de Ob-La-Di Ob-La-Da.




Otro divertido ejemplo de espontaneidad incluso al final de su carrera es el de la canción Her Majesty. Inicialmente, esta canción iba a formar parte del largo medley de la cara B del disco, entre Mean Mr. Mustard y Polythene Pam; sin embargo, finalmente decidieron descartarla y el técnico de los estudios cortó y pegó el fragmento al final del master original del disco, tras un espacio en blanco de unos veinte segundos (era norma del estudio no desechar nada de lo que el grupo grabase pues en cualquier momento podía ser reutilizado), Cuando los Beatles se reunieron para escuchar y aprobar la secuencia de canciones definitiva y terminaron de escuchar la última de las canciones (titulada precisamente The End), mientras charlaban, pasados los segundos de silencio, sonó Her Majesty. Decidieron dejarla tal cual, como cierre del disco, sin suprimir la primera nota que procede realmente del empalme con la canción a la que inicialmente iba unida y con el final abrupto que permitía unirla a la siguiente. 


Este ejemplo resume, desde el punto de vista de Geoff Emerick, el inmenso talento de los Beatles. La mezcla de una tremenda confianza y el no dar nada por aceptado. ¿Por qué no puede sonar mi voz como una trompeta?¿O por qué mi guitarra no puede sonar como una campana? 

A otro nivel, este libro describe perfectamente el ambiente laboral de la Inglaterra de los años sesenta y el rígido clasismo de aquella sociedad. Para empezar, el personal de Abbey Road debía atenerse a un estricto código indumentario en función de las categorías laborales. Por otro lado, las funciones de cada cual estaban definidas de una manera muy detallada de manera que no se podía mover un micrófono para acercarlo mas a un piano si no lo hacía el técnico encargado de este tipo de tareas.

Por otro lado, Geoff Emerick tampoco evita el peliagudo asunto de enjuiciar la labor de George Martin como productor de los Beatles. En términos generales considera que según el grupo iba creciendo musicalmente, su papel pasó a ser más bien el de un subordinado del grupo, en lugar de su director musical, muy preocupado por evitar enfrentamientos con los Beatles que dieran al traste con su colaboración. Así se explica que permitiera desmanes en el estudio de grabación como por ejemplo el que durante las primeras semanas de grabación de Abbey Road, Yoko Ono se instalara en una cama expresamente traída para ella por John. 

Here, There And Everywhere ha sido escrito con la ayuda y colaboración de Howard Massey sin que hasta el momento haya sido traducido al español y probablemente nunca lo será dado que no es nuestro público muy dado a este tipo de lectura, Lo cierto es que este libro, prologado por Elvis Costello, ofrece claves interesantes sobre la creatividad y el arte, la actitud que debe tomarse sabiendo combinar adecuadamente, por una parte, una tremenda seriedad en lo que uno hace, con el suficiente sentido del humor como para disfrutar de ello y no tomarse a uno mismo demasiado en serio. No es poca lección.

29 de julio de 2011

Lamentaciones de un prepucio (Shalom Auslander)



Debe de ser muy duro nacer en una familia judía ortodoxa, crecer llevando un yarmulke o kipa, cuidar lo que se come y hacer complicados cálculos para saber qué está permitido y qué no durante el largo e interminable sabbath. Y todo ello se vuelve aún más duro cuando vives en los Estados Unidos, el paraíso del consumo y de la televisión, donde todo, y digo todo, parece específicamente orientado a ofender a un alma kosher, desde las grasientas hamburguesas a la pornografía más depravada.

Así que no es de extrañar que el joven Shalom se revelara desde joven contra tales imposiciones. Comer perritos calientes o donuts, masturbarse en la habitación de sus padres (ojeando revistas que su propio padre ha escondido) o acudir a un centro comercial en taxi la tarde de un sábado (lo que implica al menos seis o siete violaciones del sabbath) son los pilares de esta rebelión en la que Dios, cómo no, tiene todas las de ganar.

Porque lo realmente sorprendente es que Shalom Auslander cree realmente en Dios a pies juntillas, y no en cualquier Dios, sino en el Dios terrible del Antiguo Testamento, el que sólo para poner a prueba a Abraham arriesga la vida de su hijo Isaac, el que tiene el capricho de condenar a los vecinos de Noé a una muerte atroz o el que fulmina a su más seguro servidor, Moisés, justo antes de que pueda pisar la Tierra Prometida.

Un Dios aún más terrible y menos misericordioso que aquel al que rezan la mayoría de los judíos; un Dios más parecido a las deidades griegas, dotadas de una ironía y arbitrariedad propias de pequeños demonios. Porque el Dios de Auslander es capaz de hacer que se cumplan sus deseos sólo para tirarse de los pelos de la barba muerto de la risa cuando, en un giro de los acontecimientos, pone al pequeño rebelde en su sitio. Este papel de Dios como gran irónico hace creer a Shalom que cualquier acontecimiento positivo que le pueda ocurrir no tiene otro fin que hacer más duro el golpe que Dios le reserva.



Así que la vida de Auslander es un pequeño poema (sacro, por supuesto, aunque algo irrespetuoso). Cuando su mujer le informa de que está embarazada, el primer pensamiento no es para la vida que se avecina sino para el Dios que ha ideado semejante plan para hacerles concebir falsas esperanzas y poder seguidamente acabar con la vida del bebé. Sí, Auslander conoce perfectamente a su Dios y no le quita ojo.

Por eso, trata de negociar con él, como ha hecho desde niño. Si quemo las revistas porno (una muy buena acción), no me castigarás por robar en el centro comercial (una mala acción). Claro que no es patrimonio de Auslander acordarse de Dios cuando se le necesita: haré una peregrinación si salvas mi vida, cuidaré a mi padre si salvas a mi hijo. Muchos lo hacen; negociaciones puras y duras en las que se echa mano de Dios cuando truena. Pero Auslander no, él no le quita ojo a Dios en ningún momento, siempre atento y preparado para hundirle. No debe darle tregua.

Siguiendo la estela de judíos psicoanalizados (Shalom también pasa por el diván sin saber muy bien para qué, ¿otra ironía que Dios ha maquinado contra él?), podríamos verle como un maníaco egocéntrico capaz de concebir el Holocausto como la disculpa de Dios para tener algo con que remorderle la conciencia mientras divaga sobre la conveniencia o no de circuncidar a su hijo.



Porque éste es otro gran problema. Ha huido de su familia y de su ciudad para buscarse un entorno seguro en el que Dios no esté siempre presente (salvo en su cabeza, por supuesto) y ahora teme que el bebé sea la puerta de entrada, el caballo de Troya en el que su pasado se infiltre nuevamente en su vida. Por eso trata de oponerse a la circuncisión al tiempo que teme ofender a Dios por no sacrificar el prepucio de su hijo.

No lo dudemos, decide circuncidarle pero, ante el escándalo de su familia, lo hace en el propio hospital sin dejar pasar los ocho días reglamentados en el Deuteronomio, y a manos de un médico, sin la presencia de un hombre justo que bese la herida. Auslander no puede volver a la Comunidad, ni siquiera cuando actúa como judío. ¡Qué ironía de Dios para con este su creyente más díscolo pero más ferviente!

Y en esta continua tensión entre el Dios en el que cree, al que teme y respeta (pues le cree en el poder de otorgarle o no la felicidad) y la vida que desearía llevar, se mueve la narración eminentemente autobiográfica en la que Shalom repasa su infancia y adolescencia, su paso por las escuelas judías o su estancia en Israel.

Las escenas cómicas se suceden continuamente. Uno de los pasajes más cómicoses el concurso de bendiciones para las comidas que tiene lugar en su escuela y en el que el rabino grita el nombre del alumno y seguidamente un alimento, debiendo acertar la bendición (o bendiciones, si el alimento en cuestión es mezcla de varios, como un helado en cucurucho) apropiada según los Sabios.


Este libro es el segundo escrito por su autor y el primero publicado en España, gracias a la editorial Blackie Books, con traducción de Damià Alou. Actualmente Auslander continua trabajando en varios medios estadounidenses destacando por su visión irónica, tanto de su religión, como de los propios Estados Unidos.

No vamos a ser originales comparando Lamentaciones de un prepucio con El mal de Portnoy (salvando las distancias, fundamentalmente en cuanto al mérito literario) pero los paralelismos son evidentes: una tensión sexual oprimente, un rechazo a la familia, la visita a la Tierra Prometida y una huida en la que ambos protagonistas (más acusadamente Auslander) se llevan consigo a su Dios.

Y ésta es una pregunta que surge casi de manera natural al leer estas obras. En el caso de los gentiles, el rechazo a Dios suele manifestarse de manera más explícita como rechazo a la institución que lo encarna, por ejemplo, la Iglesia. En el caso de los judíos, parece más bien que el rechazo a la opresión familiar y de las instituciones religiosas no genera una visión alternativa más benigna y liberadora, pero tampoco parece llevar a un ateísmo que resuelva la tensión. La solución parece la peor de todas, porque rechaza y se enfrenta a un mundo en el que realmente siguen creyendo. En fin, haciendo un chiste de judíos al estilo de Ángel Wagenstein, Freud era judío y conocía lo suficientemente bien a su grey como para establecer un floreciente negocio para los siglos venideros.

19 de julio de 2011

El Elemento (Ken Robinson)

I
En el instituto, un profesor nos aconsejaba escoger estudios de Filosofía, Historia o Políticas porque, al ser tan grande la especialización de nuestra sociedad, cada vez serían más necesarios y demandados aquellos profesionales capaces de actuar como nexos de unión del resto de conocimientos. Otra profesora nos daba ánimos en los duros tiempos del desempleo juvenil de los años ochenta y primeros noventa, afirmando que la ventaja que teníamos era que, dado que acabaríamos en el paro estudiáramos lo que estudiáramos, teníamos la suerte de poder elegir, al menos, la carrera que más nos gustase.

Como buenos estudiantes, olvidamos pronto estas palabras (y tantas otras) y sólo las he recordado viendo en internet varias conferencias de Ken Robinson. De algún modo, aquellos profesores ponían de manifiesto dos ideas centrales en la teoría de este autor.


Por un lado, estudiamos para las necesidades del presente, pero el mundo cambia tan rápidamente que mañana estos conocimientos no servirán de mucho o actuarán como rémora. Realmente no sabemos qué tipo de conocimiento es necesario trasladar a los alumnos para prepararles para el mundo que les espera cuando salgan de las aulas. Por otro lado, elegimos estudios que creemos que serán más útiles para nuestra vida profesional, aquellos con mayores expectativas de colocación, pero no solemos tener en cuenta si realmente deseamos dedicarnos a ellos profesionalmente o si nuestras aptitudes y talentos apuntan a otra dirección.

Para Ken Robinson, la educación pública actual sigue los mismos esquemas que en el momento de su creación, allá por los años en que se consolidaba la Revolución Industrial. La instrucción pública nació con el fin de formar obreros y técnicos capaces de enfrentarse a la nueva realidad industrial para la que los rígidos moldes de la capacitación gremial no ofrecían respuestas eficaces. En ese momento se organiza la educación con una jerarquía de disciplinas que perdura hasta hoy en día: Matemáticas (y otras asignaturas técnicas) en la cúspide, seguidas de Lengua (e Historia y Filosofía). Con el tiempo, a la educación pública se le han dado numerosas responsabilidades adicionales (tal vez demasiadas: primeros auxilios, educación sexual, vial, cívica, ...) que en nada han alterado la anterior jerarquía.

Pero los tiempos han cambiado. La velocidad a la que se transforma la sociedad hace que lo que hoy se enseña a nuestros hijos haya quedado desfasado antes de que comiencen su vida profesional. No sabemos qué debemos fomentar en la formación, ¿las matemáticas, la informática, la filosofía? ¿Cuál será el conocimiento realmente útil para ayudarles a enfrentarse a ese futuro inaprensible? No lo sabemos, ésa es la verdad. Por eso, éste es el momento en el que la escuela debe preservar cada uno de los talentos de los niños que le son confiados y que no serán necesariamente matemáticos o lingüísticos. Cada niño está lleno de talentos para las cosas más diversas, para imaginar, para soñar, para bailar, moverse, cantar, dibujar, inventar soluciones tan simples y hermosas a problemas en apariencia irresolubles que hacen sonrojar a sus padres. La escuela ha logrado hasta la fecha obviar estos talentos para tratar de hacerlos pasar por un molde uniforme que simplifique la formación y la evaluación; pero el reto actual consiste en mimar esos talentos, reconducirlos y potenciarlos, mostrar en qué pueden ser útiles y abrirles vías. Así es la escuela soñada, así es la escuela que propone Ken Robinson.

II

Ken Robinson ha prestado especial atención al papel de la creatividad y, en particular, al modo en el que las escuelas acaban con ella. Los niños son tremendamente imaginativos y nada parece obstáculo para ellos pero, pocos años después, su espontaneidad parece haber desaparecido. La convencionalidad y el seguidismo se convierten en las pautas más seguras para la travesía de la época escolar.

Sin embargo, en aquellos casos en los que la escuela ha cumplido con su papel, o cuando el alumno ha sabido resistirse al pensamiento lineal, los resultados son espectaculares. La creatividad se adueña de la vida de estas personas (no pensemos necesariamente en artistas famosos, también en bomberos que adoren su trabajo o contables enamorados de sus balances) llevándoles a un estado de especial conciliación entre sus aspiraciones personales y profesionales.

En sus viajes por todo el mundo, Ken Robinson ha ido conociendo muchos ejemplos de este tipo de personas y ha entrevistado a muchas de ellas para poder elaborar su teoría sobre la creatividad y su poder transformador, teoría que centra sobre la idea del “elemento”.

Ken Robinson define ese elemento como el punto de encuentro entre las aptitudes naturales y las inclinaciones personales. Cada persona está dotada para determinadas actividades y tareas; descubrirlas es vital. Pero sólo generan un torrente de energía cuando se combinan con una inclinación personal. Kafka era un empleado meticuloso, responsable y apreciado por sus superiores. Sin embargo, para él, su empleo no era más que una esclavitud, una prueba de su falta de decisión a la hora de dedicarse a lo que consideraba su verdadera vocación, la Literatura. Su habilidad para el mundo del Derecho le era indiferente dado que su inclinación personal era la Literatura.

Cuando uno descubre su elemento, el nivel de satisfacción se eleva notablemente hasta el punto de asumir las partes menos agradables asociadas al mismo. Los bailarines profesionales son capaces de ensayar sus pasos interminablemente durante días exactamente iguales al anterior, hasta lograr la perfección absoluta. Estas sesiones agotadoras no restan un ápice a la pasión que sienten por el baile y precisamente esa pasión es la que les lleva a soportar un esfuerzo que a otros nos parecería inhumano.

Pero, ¿cómo surge la creatividad?  Ken Robinson cree que todos nacemos creativos pero que con el tiempo vamos dejando de serlo, empezamos a tener miedo al fracaso, a la opinión de otros y, en definitiva, nos acomodamos al modo de pensar de la mayoría, más cómodo, menos arriesgado.
Es evidente que el punto de partida debe ser pensar diferente al resto, ver lo que el resto no ve, sin dar nada por supuesto. En nuestro país tenemos varios ejemplos de creadores que lograron el éxito con algo tan básico como añadir un palito a un caramelo (chupa chups) o a un trapo (fregona). Nadie antes había pensado en ello y pocos entendemos cómo se tardó tanto en hacerlo, pero tuvieron que ser ellos quienes lo hicieron.

Sin embargo, enfrentarse al modo de pensar vigente no siempre es sencillo. En muchas ocasiones requiere romper con todo, abandonar el entorno que nos aprisiona y buscar a nuestros iguales. Bob Dylan no tenía mucho que ver con sus compañeros de colegio de Minnesota; sólo cuando decidió viajar a Nueva York y se instaló en el Greenwich Village descubrió un mundo al que quería pertenecer, una estética, un lenguaje y una actitud que le permitieron impulsar una carrera que cambiaría el concepto que el público tenía de la música hasta la fecha.

La creatividad es algo muy parecido al juego del “¿y por qué no?”. Cuando en 1965 los Beatles trataban de elegir la fotografía para la portada de su próximo disco, la cartulina sobre la que el fotógrafo Bob Freeman proyectaba las imágenes cayó hacia atrás mostrando una imagen distorsionada, los cuatro beatles saltaron al instante, ésa era la portada que querían y aquella fue la fotografía elegida, una de las más famosas de la historia de la música.


Sigamos con la música. En 1966, The Who ya era un grupo famoso con varios discos en los primeros puestos de las listas de éxitos. Pese a ello, se encontraron con la negativa de su productor a incluir como acompañamiento en uno de sus nuevos temas, una sección de cuerda durante un breve pasaje. Hoy se habría solucionado recurriendo al sonido de un sintetizador que imitase las cuerdas. Los Who, faltos de este recurso, idearon una solución ingeniosa a la vez que mordaz y que avergonzara a su productor cada vez que oyera el tema: sustituyeron las cuerdas por coros en los que cantaban “cello, cello, cello!” (minuto 06:59)


Pero la creatividad no es un regalo innato. Según Pablo Picasso, la inspiración existe, pero debe encontrarte trabajando. Por tanto, ser creativo es un proceso que se debe aprender a desarrollar y en el que hay que emplearse a fondo para sortear las numerosas trabas que nos encontraremos.

El miedo al fracaso puede ser el mayor peligro para la creatividad. Sólo una gran confianza en uno mismo permite superar los obstáculos. Paul McCartney fue rechazado en el coro de la catedral de Liverpool por no tener buena voz. Tampoco su profesor de música en el instituto detectó ningún tipo de talento musical en él. Años después, ya con los Beatles, vio cómo varias compañías se negaban a contratarles y sólo finalmente lograron un contrato con el sello Parlophone, especializado en discos cómicos. ¡Un comienzo desalenador! Nada de eso les frenó ni minó su confianza. Cuando se encontraban cercanos al desánimo, Lennon les decía, "¿A dónde vamos, chicos? Arriba del todo, Johnny. ¿y dónde está eso? ¡En lo más alto de lo más alto!"

Todos tenemos talentos innatos. El problema es que no siempre sabemos que los tenemos, no confiamos suficiente en los mismos o carecemos del tesón para saber desarrollarlos. En la experiencia de muchos de los entrevistados por Ken Robinson, la figura de un mentor es clave a la hora de detectar el potencial y saber encauzarlo. El mentor es una persona que se siente como próxima y que actúa como inspiradora y orientadora aunque no debe existir necesariamente contacto (de hecho, muchos mentores –empleando el término en el sentido en que lo hace Ken Robinson- no saben que lo son). Con mayor propiedad podríamos hablar de inspiradores. 
Lo deseable es que fueran los profesores quienes alentaran esos pequeños brotes de originalidad, pero lo cierto es que en muchos casos la escuela no está preparada para este desafío, pesan más los programas y los requerimientos curriculares. Por eso la figura de un mentor juega un papel vital. El propio Ken Robinson narra su experiencia personal. Educado en una escuela para niños con diversas discapacidades (la poliomielitis acabó prácticamente con la movilidad de una de sus piernas), fue apadrinado por un inspector del ministerio de Educación que, por alguna extraña razón, supo ver en él algo que le diferenciaba del resto de sus compañeros de clase, una especial aptitud para la docencia tal vez, que le llevó a sacarle de dicha escuela y seguir apoyándole hasta que logró su titulación como profesor.

Este libro no es un manual de autoayuda, ni una guía para ser más creativo. No ofrece recetas de sencilla aplicación, ni nos hace sentir mejor. Tan sólo (y no es poco) pone el acento en que los caminos para alcanzar nuestra satisfacción personal no deben ser trazados a priori, obviando nuestras capacidades reales. En que nuestros hijos deberían tener la oportunidad de no repetir los errores de sus padres y en que, tal vez, lo que necesiten para el futuro no sea un título o unos conocimientos iguales que los de sus bisabuelos. No queremos que se conviertan en Dylan o en Paul Auster, bastaría que fueran felices con lo que hacen. Que la realidad no se cierra a nada y así debemos ser nosotros.


3 de julio de 2011

Lluvia Negra (Masuji Ibuse)




Cuando en una película aparecen los títulos de crédito finales solemos obviar que la vida de los protagonistas continuará bajo la discreción y mutismo que nos cobija al resto de mortales. No atendemos a que los amores, incluso aquellos más eternos, rodados en blanco y negro, no siempre resisten el desgaste del roce diario (no siempre el cariño nace de ese roce).

Lo mismo ocurre respecto de hechos reales, de noticias ciertas que ocurren a cientos o miles de kilómetros (o en la puerta de al lado). En nuestro mundo virtual, la televisión nos descubre realidades, centra nuestra atención en hechos espeluznantes, para pasar seguidamente a otros que atraen nuestra atención hasta hacernos olvidar los primeros.

Y quizá así deba ser, quizá el olvido consciente sea una forma de salvaguardar nuestra sesera bombardeada desde cientos de fuentes. Pero a veces también es bueno parar a tomar aliento y mirar el paisaje tras la tormenta. La vida sigue tras un terremoto, una inundación o un tornado. Las mismas personas cuya desgracia nos atenaza un día, pugnan por seguir adelante con sus vidas al día siguiente, ya sin estar bajo nuestra mirada atenta.

Y es allí donde, tras los créditos y los noticiarios, tras las portadas periodísticas donde comienza su periplo la historia que encierra Lluvia Negra, la novela de Masuji Ibuse que publica Libros del Asteroide con traducción de Pedro Tena.

La noticia y la foto son del día seis de agosto de 1945, a las 08:45 por mayor exactitud. Pero, al igual que las sombras en las piedras que dejaron aquellos que fueron borrados por la explosión, la atención del mundo queda congelada en ese momento. Muchas cosas vienen después. La entrada en guerra de Rusia contra Japón, la segunda bomba en Nagasaki, la rendición de Japón, el inicio de la guerra fría, … Demasiada información para atender a la vida de aquellos que lograron sobrevivir al bombardeo, los hibakushas.



Pero sus vidas transcurrían poco a poco, entre ellas la de Yasuko, una joven que vive en Kobatake -pueblo cercano a Hiroshima- y que durante la guerra vivió en Hiroshima trabajando para la Compañía Textil de Japón aunque el 6 de agosto de 1945 no se encontraba en la ciudad. Pero la mera sospecha es suficiente para que, años después, Yasuko aún no haya encontrado pretendiente que la quiera como esposa. Por eso, su tío Shigematsu decide jugar todas sus bazas con el último posible candidato que parece interesarse por la joven. Y para ello, quiere remitirle una copia del diario de Yasuko, referido a los días previos y posteriores al bombardeo.

No satisfecho con eso, transcribe igualmente su diario en el que se recoge su propia experiencia (él sí se vio afectado por el bombardeo). En la misma línea, la novela recoge también pasajes del diario de Shigeko, esposa de Shigematsu y retazos del diario de Iwatake, familiar del médico que trata a la familia y que fue afectado directamente por la bomba pero logró sobrevivir gracias a un tratamiento consistente en transfusiones de sangre e inyecciones de vitamina C.

Gran parte de la novela consiste en la reproducción de estos diarios gracias a los que conocemos de primera mano la impresión de los afectados, la incertidumbre sobre lo sucedido, sus causas y efectos, el creciente odio al ejército que parece querer llevar al país a su destrucción y, en definitiva, el horror vivido por los supervivientes del bombardeo. Que la novela se disgregue en varias fuentes de información, con estilos narrativos diversos, contribuye a enriquecer la experiencia, a graduarla y matizarla haciéndola creíble y veraz.



Tras el bombardeo, la asistencia sanitaria es inexistente, los pocos médicos que han sobrevivido no saben cómo tratar las heridas, ni la enfermedad de la radiación que comienza a manifestarse en muchos pacientes. Todas las infraestructuras están destruidas, por lo que alimentarse o desplazarse se convierte en toda una aventura de resultado incierto.

Escenas del horror se reparten por toda la narración: Hijos quemados y moribundos aferrados a los cuerpos de sus padres fallecidos, padres que deben abandonar a sus hijos atrapados en las ruinas por el avance de los incendios, hojas de aviso clavadas en árboles por supervivientes reclamando el paradero de sus hijos, maridos, …

Pero no se puede decir que el tono general de la novela sea oscuro o deprimente. Junto a estas escenas, hay cabida para el optimismo. Shigematsu observa cómo algunas plantas parecen acelerar el crecimiento tras la explosión, se avecina el fin de la guerra percibido a partes iguales como temible y liberador. La experiencia de aquellos enfermos que, pese a sus terribles heridas, salen adelante y parecen enmendar al destino que les estaba reservado supone también una importante fuente de optimismo.

En este sentido, Masuji Ibuse es un narrador amable que, sin evitar los aspectos más crueles, sabe reflejar un lado amable, con una atención perspicaz a pequeños detalles que humanizan la novela haciendo de ella un relato sosegado y amable, lo que sin duda, contribuye aún más a dejar una honda impresión en quien la lee. Porque hay libros fríos, libros que aún bien escritos, no parecen tener alma; no es éste el caso. Lluvia negra es un libro hermoso y humano, con alma, que sabe encontrar el detalle que redime la mayor destrucción conocida.


Aunque Masuji Ibuse no vivió en primera persona los efectos del bombardeo ya que trabajaba en Tokio en aquella época (en los servicios de información y propaganda japoneses), era oriundo de un pueblo próximo a Hiroshima por lo que tras la guerra pudo conocer los devastadores efectos de la bomba y seguramente muchas de sus amistades perdieron la vida o sufrieron las consecuencias y, con toda probabilidad, estos testimonios sirvieron como fermento para dotar de verosimilitud a la novela.

Y la pregunta que me hago siempre que leo obras similares es: ¿Dónde queda la rabia? ¿Es posible superar tanto drama? Sigo sin comprender cómo tanto dolor y destrucción, tanto sufrimiento, puede padecerse sin dejar una huella traumática que lleve a los que la sufren a un odio y resentimiento totalmente comprensible. Y sin embargo, lo que aquí se nos ofrece es un sosegado relato, lleno de humildad, sin grandes discursos, plagado de grandes hombres que son aquellos que guardan su ira para seguir viviendo. Una lección más de esta brillante novela.

18 de junio de 2011

Novela de ajedrez (Stefan Zweig)



La mente humana es capaz de crear complejas maravillas como el juego del ajedrez. Una combinación de escaques en la que piezas blancas y negras se enfrentan con unas estrictas reglas y que, durante siglos, ha fascinado y atrapado la atención de los más grandes intelectos. Stefan Zweig utiliza este juego como disculpa para el estudio de los vericuetos de nuestra mente, sus luces y sus sombras.

En un transatlántico que hace la travesía entre Nueva York y Buenos Aires, el narrador coincide con Mirko Czentovic, campeón mundial de ajedrez, con el que desea entablar contacto dado su interés por conocer y analizar los más variados tipos humanos.

Sin embargo, el campeón mundial no parece tener un interés recíproco y se muestra huraño y escurridizo con el resto de viajeros. Sus modales y carácter le hacen de inmediato antipático, por lo que el narrador debe conjurarse con McConnor, millonario americano aficionado al ajedrez, que aporta dinero para que el campeón se preste a jugar una partida a cambio de un precio ya que el dinero es el único interés que el ajedrecista parece sentir.

Como es de prever, la derrota se inclina del lado de los aprendices pero, en la revancha, cuentan con la inesperada ayuda de un misterioso pasajero, el Sr. B., gracias a cuyos consejos, fuerzan las tablas. Será el propio Czentovic quien proponga la siguiente partida, esta vez, exclusivamente frente al nuevo jugador.

A partir de este momento, el narrador nos desvela la verdadera historia de este misterioso vienés que escapa de Europa tras conseguir huir de la Gestapo y explica el origen de su profundo conocimiento del ajedrez, el “noble juego”.

Tras ser detenido por la Gestapo, se le recluye en una habitación de hotel, privada de cualquier comodidad, con las ventanas tapiadas y una estrecha vigilancia. La estancia sólo es interrumpida para someter al detenido a intensos interrogatorios en los que se trata de forzar su resistencia psíquica. Sólo el ajedrez, replicando las partidas de grandes maestros recogidas en un libro que logra pasar inadvertido a sus guardianes, le ha servido como medio de escape intelectual, como roca a la que aferrarse para evadirse mentalmente de su prisión.

Y ya hemos anticipado bastante de la trama como para detenernos y dejar que sea el lector quien conozca por sus propios medios el desenlace de este breve relato. Porque la verdadera esencia del texto, la razón que justifica su fama merecida, es el modo en el que Zweig describe con plena naturalidad el proceso de deterioro psicológico, la compulsiva obsesión que se adueña del Sr. B. Cómo su personalidad se disocia al tener que jugar mentalmente, primero como jugador blanco y seguidamente como negro y cómo finalmente logra superar la prueba de su cautiverio pero a un alto precio.


Porque el equilibrio mental es un complejo y delicado estado del que fácilmente podemos ser derribados, apenas sin aviso. Aquello que se nos muestra como escapatoria, como medio de fuga o simple refugio puede tornarse prisión y angustia. Y ésta es la realidad de la que nos habla Zweig,

En un tiempo en el que aún la neurología no había alcanzado el nivel científico actual, ni su conocimiento era de dominio público, Zweig sabe mostrar en breves pinceladas todo el conocimiento sobre la materia, sus causas y sus efectos, el desencadenante y el proceso.

Pero Novela de ajedrez, pese a su brevedad, ofrece muchos más motivos de reflexión. Uno de ellos, a la vista de lo que la Historia nos ha enseñado (la novela fue escrita en 1941, aunque no fuera publicada hasta tres años más tarde), es que la realidad siempre supera a la ficción. El Sr. B. afirma haber deseado ser enviado a un campo de trabajo (¡aún no se conocía el verdadero sentido de esta expresión!) antes que ser sometido a una tortura psicológica que para sí hubieran querido la mayoría de los que cayeron en las manos de la Gestapo.

Y es que Zweig cede en la tentación de reflejar en sus personajes sus propios valores y temores. Nada peor para el autor que verse privado de lectura, de la posibilidad de enviar o recibir correspondencia e incluso de material para escribir. ¡Nazis malvados! Pero es cierto que para el autor, un mundo privado de su entorno cultural no merecía la pena ser vivido. Por ello mismo, y creyendo viable la victoria alemana, acabaría suicidándose poco después de finalizar esta obra.


También el tiempo pasado se proyecta en la narración, reflejado por el contraste entre los dos protagonistas. De un lado, el Sr. B., noble vienés, relacionado con la Corona Austriaca, culto y refinado. De otro, Czentovic, huérfano desamparado, acogido por un sacerdote, escasamente dotado para cualquier labor intelectual (con la excepción del ajedrez para el que parece tener un don natural) y dominado por su avaricia y un desprecio revanchista frente al resto de humanos.

Dos conceptos de vida contrapuestos: un arribista y un caballero. La ambición por el dinero y el delicado distanciamiento de quien no lo necesita. No pediremos a Zweig que contemple las circunstancias de Czentovic, disfrutemos tan solo de su prosa sencilla pero directa e impactante, del modo en el que sabe desarrollar toda la trama y la manera en que nos lleva hasta la última página sin hacernos perder el interés o anticipar el final.

La edición de El Acantilado (con traducción de Manuel Lobo) forma parte del proceso de publicación en nuestro idioma de todas las obras de este autor. Pese a que la escasa extensión del libro parecería aconsejar su publicación junto a otro título de similar longitud, el empeño de la editorial es poner de relieve la singularidad de cada una de estas obras, efecto que sin duda logra.


Volvamos al ajedrez, a su mundo bicolor donde el objetivo es lograr la derrota del otro para obtener mi victoria. Por contraste, la vida no es en blanco o negro, sino que se nos ofrece con una infinita gama de colores que hace más complejas nuestras decisiones y que nos obliga a reinventar a cada momento las reglas del juego para llegar a un punto en que mi victoria no implique necesariamente la derrota del otro. Sobre este juego y sus peligros nos previene Zweig, a favor de la libertad de cada individuo y de su dignidad, como únicos medios de arrebatarnos de la locura que acecha y de la que tampoco él pudo escapar.


3 de junio de 2011

Oscurece en Edimburgo (7 Plumas)


 La Literatura suele ser tarea individual, poco dada a experimentos compartidos. No son muchas las obras literarias escritas a dos manos, y en los pocos casos habidos, los resultados son discretos. Ninguna gran obra universal es fruto de de la contribución de varios autores, a salvo de contribuciones individuales agrupadas en un único libro por motivos varios, como es el caso de la Biblia.



Se podrá pensar que otros ámbitos son más propicios para la colaboración artística porque admiten una división del trabajo en función de los talentos individuales. El caso más evidente es el de la música donde la labor se puede dividir en letra y música.



Sin embargo, creo que la verdadera razón es que el escritor trabaja en solitario. No actúa, no representa su obra y la vinculación con el destinatario de sus palabras es muy remota. Su proceso creativo esté rodeado de un misterio que convierte la escritura en algo místico y velado.



En definitiva, el escritor suele responde al estereotipo de egocéntrico poco dado a admitir la crítica y la colaboración ajena, convencido de la perfección de su obra. A veces dirá que son los personajes quienes escriben la obra, alzados en revuelta; en otros casos, se mostrará dubitativo sobre el germen de lo escrito remitiéndose a una inspiración que, como la primavera, nadie sabe cómo ha sido. Pura retórica para reforzar esa mística. El escritor es un dictador implacable y, como tal, no gusta ni de la competencia de sus personajes, ni de la sugerencia de otra musa que no sea él mismo.



Pero tal vez haya llegado la hora del cambio de la mano de las nuevas tecnologías. Porque ahora el escritor tiene la posibilidad de publicar su obra inmediatamente después de escribirla, sin mediación de correctores o editores, sin filtro. Puede avanzar capítulos y fragmentos recibiendo respuesta directa de sus lectores, haciendo así de la obra algo más vivo y abierto. Es cierto que algo parecido ocurrió en la época en la que las novelas se publicaban por entregas y en las que, sin lugar a dudas, la reacción del público condicionaba la evolución de la trama. La diferencia es que gracias a Internet, el escritor actual puede autogestionarse y llegar a un público muchísimo más amplio y en un menor tiempo.



Por eso no es de extrañar que sea precisamente a través de internet como ha nacido uno de los proyectos más interesantes en este sentido: la creación participativa de una novela escrita por siete autores diferentes, de la mano de La esfera cultural, una web que da cabida a proyectos tan variados y sugerentes como una revista cultural, una radio, un blog que da cabida a la creación literaria, etc.



Pero volvamos al proyecto de la novela. Como en toda tarea, la clave es la organización, y en este caso, las siete plumas se han mostrado férreas. Lo único acordado fue quién escribiría el primer capítulo, el orden sucesivo en el que cada autor publicaría su capítulo correspondiente, los plazos de presentación –miércoles y domingo- y el número de capítulos total (por tanto, indirectamente, sobre quién recaería la responsabilidad de escribir el punto final).



7 Plumas


Sin línea argumental básica, ni extensión orientativa de cada capítulo; sin estilo decidido, ni género literario en el que inscribir la obra, el resultado lógico debería haber sido el fracaso más absoluto y predecible. Sin duda, el experimento es interesante, ¿pero los resultados están a la altura del esfuerzo?



La respuesta, por increíble que parezca, es que sí, que es posible escribir una novela a siete manos -o plumas- guardando cierta coherencia estilística (o, al menos, similar a la de otras obras de un único autor), entreteniendo al lector e intrigándole para que al terminar cada capítulo se esfuerce en pensar cómo habría iniciado el siguiente en caso de haber sido una de esas siete plumas.



Creo que la principal razón que justifica el éxito del proyecto (aparte, claro está, del talento de los autores) es que al ir acomodándose, casi de manera natural, al género de misterio, nos encontramos en un terreno en el que el lector admite con facilidad (incluso lo espera) giros bruscos en la trama, pistas falsas, revelaciones asombrosas e incluso hilos argumentales que se enuncian y no reaparecen en el resto de la novela. Es en este contexto en el que los personajes pueden ser en un capítulo malvados e intrigantes, para pasar a ser pocas páginas después, sinceros y fieles.



Veamos. Tenemos una protagonista con una cojera acusada, tremendamente introvertida, casi con rasgos autistas, marcada por su mundo interior, que vive en un Edimburgo tenebroso “sin pena ni gloria”. Pero tres capítulos después, descubrimos una faceta desconocida de Sophie, convertida en una chica joven, algo rara, bastante desinhibida y en la que resulta difícil reconocer a la delicada joven del capítulo previo. Y, sin embargo, el encaje resulta.



Durante los capítulos restantes tratará de aclarar el misterio de la desaparición de sus padres, envuelta a su pesar en las más complejas y turbias tramas internacionales que, en ocasiones, parecen ser organizaciones económicas, en otras, organismos paraestatales o incluso sectas místicas.

Edimburgo

Como señala la contraportada Oscurece en Edimburgo, la experiencia lectora es “vértigo literario” ya que ninguno de los siete autores cae en la tentación de seguir linealmente la trama que le insinúa el anterior. Todo lo contrario. Parece que el afán por dar una vuelta de tuerca es la norma, todo lo escrito en un capítulo puede ser contradicho pocas páginas más tarde, desbaratando las cábalas que el lector pudiera haber formulado. En definitiva, en cada capítulo, el escritor lo da todo, sin recurrir a capítulos de transición o caer en lo previsible.



Al modo de una jam session, cada autor toma los hilos que quedan al aire en los capítulos anteriores y construye, sobre el tema central, su propia improvisación que arroja al siguiente para que haga lo propio. Todo queda abierto en un proceso creativo acumulativo en el que los matices son importantes puesto que en cualquier momento pueden ser utilizados para construir un tema principal.



Oscurece en Edimburgo admite una doble lectura ya que los capítulos fueron publicados a través de la página 7 Plumas donde, tanto lectores como autores, compartieron y debatieron sobre lo que se estaba escribiendo. He hecho esta lectura paralela en varios capítulos (tal y como sugiere Francisco Concepción en el prólogo de la novela) y me ha ayudado a comprender mejor el proceso interno de construcción de la novela enriqueciendo la lectura con pequeños detalles que me habían pasado inadvertidos.



Pero, ¿cabe por ello pensar que la experiencia pueda repetirse?¿Que es un nuevo modo de novelar y que los avances de este tiempo 2.0 serán la puerta por la que entre la escritura colaborativa? Creo que aún es pronto para saberlo aunque los intentos proliferarán y La esfera cultural es un buen ejemplo de que Internet y las redes sociales tienen aún mucho que decir sobre la creación literaria. De momento, su papel se refiere más bien a la difusión de las obras, su publicidad, pero ¿quién sabe hasta dónde podremos llegar?



Las 7 plumas son:



Inmaculada Vinuesa Suárez, Dácil Martín López, Amando Carabias María, Francisco Concepción Álvarez, Ana Joyanes Romo, Marcos Alonso Hernández y Anabel Consejo Pano.



14 de mayo de 2011

El esnobismo de las golondrinas (Mauricio Wiesenthal)


“Cuando en el mundo reina Nerón, sólo caben dos gestos de fastidio: Séneca o Petronio. Me gusta más el segundo porque con el estoicismo puede hacerse una secta moralista o, incluso, un Estado; mientras que el esnobismo es una libertad sin fronteras.”


Hay personas extravagantes, pero también hay libros extravagantes. Libros que se salen de lo ordinario, del trillado narrar al que estamos acostumbrados y que, por tanto, están llamados a dejar un poso más profundo en quien los lee.

También hay libros necesarios. Necesarios para el autor, para expresar al mundo lo que hasta ese momento aguarda inquieto en su interior o necesarios para los lectores, deseosos de vivir experiencias ajenas y ficticias, de verse reflejados, aunque sea levemente, en la imaginación e ingenio de otros. Pero hay también libros que son necesarios por sí mismos, al margen de autor y lector, que deben poder descansar en alguna (no es necesario que en muchas) biblioteca o en el estante de una casa. Libros que, como un baúl de aquellos que empleaban las estrellas de cine en sus viajes transoceánicos, sean capaces de recoger cuanto es necesario para tan larga travesía.

Hablo de esos libros que pueden leerse de seguido pero que pueden también tomarse cuando el ánimo lo requiere (de igual modo fueron escritos) puesto que en cada una de sus páginas se encuentra la esencia del mismo. Son los libros que ya no huelen a encuadernación reciente sino a los aromas escondidos u olvidados que el autor apresó en sus páginas, que reflejan la turbulencia de un pasado que parece escurrirse como arena en nuestras manos.


Mauricio Wiesenthal

El esnobismo de las golondrinas de Mauricio Wiesenthal reúne todas esas circunstancias y aún muchas otras que hacen de él una lectura apasionada, tan ajena a nuestras letras actuales que uno apenas cree que el autor sea de estas tierras.

Pero leyendo sus páginas se advierte que el libro no se aferra más que al recuerdo de los tiempos y lugares que conformaron una idea de Europa que parece condenada a la memoria de algunos intelectuales . Porque El esnobismo de las golondrinas es un libro de viajes y de memorias, un diario íntimo de fobias y pasiones, un homenaje a todo lo que fuimos.

Como una inmensa tabla flamenca que recoge con fidelidad la inmensidad de detalles y signos, palabras y nombres que han sido los últimos siglos de nuestra Europa, un juicio acertado sobre un tiempo que sólo se conjuga ya en pasado y que ha cedido su paso a una sociedad que ha renunciado a lo peculiar, a lo propio, bajo el dictado de la eficiencia y la homogeneización. 

“Ser europeo es vivir en un pequeño continente que puede recorrerse a pie. Y el pie es, también, una medida de la poesía… Tengo razones para sospechar que los partidarios de la lectura rápida -en cierto modo, fast food- no tienen paladar literario. Leen para informarse, que es un propósito utilitario que no tiene nada que ver con el arte. Porque el gusto es siempre un rodeo; o sea, golondrinas, lirios y pavos reales… Para los que tienen prisa hay también pizza express.”
Wiesenthal destaca con melancolía cómo perdimos una Europa que se podía recorrer andando, como tantos célebres hombres hicieron, para llegar a una Europa que se recorre en trenes de alta velocidad para impedir que nos conozcamos, que apreciemos nuestra herencia y nuestra forma de ser. Cuando la velocidad es la meta y cada capital de provincia desea su propio aeropuerto comenzamos a perder el norte.


Mauricio Wiesenthal en París

Por eso este libro se erige como brújula que pretende guiarnos por todo aquello que hoy ha pasado a convertirse en simples apeaderos apenas transitados, aún en las grandes capitales copadas por el turismo. Para viajar, para buscar la historia que hay detrás de las piedras y las vidas de los que las esculpieron hay que ser un poco esnob. Como las golondrinas a que alude el título, viajeras incansables que apenas podrían responder si se las preguntase cuál es su hogar, los verdaderos esnobs no son aquellos que se visten para mostrar una marca sino quienes se aferran a los placeres de la vida, quienes saben sorberla pausadamente a la espera de los malos tiempos que siempre terminan por llegar, los que hacen de la bohemia un modo de vida, no una pose.

Con todos estos retales hace Wiesenthal una obra articulada en capítulos referidos a una ciudad o paisaje y al modo en que nos desplazamos. Así, visitamos Viena y las riberas de los ríos, Venecia y sus cafés oscuros o las riquezas de sus palacios, Barcelona y el espíritu literario y artesano que la habita, el Paris literario o la fría Estocolmo, la Roma del Romanticismo que popularizaron los escritores ingleses del siglo XIX o el Estambul de Loti. Porque las fronteras de esta Europa de Wiesenthal llegan hasta Marrakech y los misterios de su desierto o al Nueva York destino de los grandes transatlánticos.


Caffe Greco

Como los marinos, Wiesenthal deja una mujer en cada puerto pues en cada capítulo aparece la figura de una amada, personificación en muchos casos de la esencia de la ciudad y metáfora de la misma. De su mano conoce cada rincón y secreto que ocultan las calles y los palacios de esta Europa.

Pero transversalmente, los protagonistas son los centenares de personajes (sería una labor ímproba elaborar un índice onomástico) que han forjado esa idea de Europa que el autor defiende y preserva en sus páginas. Partiendo de los judíos y gitanos, pueblos nómadas que forjan el carácter europeo al actuar como nexo de unión entre culturas y pueblos, el germen de esa comunidad que hoy se organiza de un modo algo más burocrático. Por sólo citar a algunos de los héroes de estas páginas, citaremos a Isadora Duncan, Coco Chanel, Stefan Zweig, Keats, Byron, Haendel, Mallarmé, Blasco Ibáñez, Goethe, Picasso, Josephine Baker, Cocteau, Tolstoi, Sisi o la Bella Otero.

Y el decorado en el que todos ellos actúan salta desde los salones alfombrados del Queen Elizabeth, a los vagones del Orient Express (cada vagón con su propia historia) o el esplendor de los más famosos balnearios del siglo XIX. Wiesenthal homenajea también a los grandes hoteles hoy ya derruidos o que claman por una digna restauración que evite su destino de ser reconvertidos en cómodos y anodinos estandartes de cadenas internacionales. Y se regodea recordando sus visitas a los grandes cafés de París, el Florian de Venecia o el Greco de Roma, todos ellos cargados de historia y de historias que sabe administrar para que la anécdota no aparte del camino al lector.

De esa mezcla Wiesenthal logra hacer un libro que, pese a su notable extensión (tan esnob por otra parte) se lee como una apasionante novela. El estilo puede resultar en ocasiones algo engolado, pero es forzoso reconocer que en absoluto fuera de lugar. El subjetivismo que inunda estas páginas, lejos de restar mérito al testimonio, acrecienta el valor de lo expresado. El lirismo se adueña del texto marcando el ritmo que desgrana anécdotas históricas, detalles biográficos desconocidos y reflexiones personales en un modo enciclopédico.

“Se van también los viejos cafés donde nos fuimos convirtiendo en escritores, deshojando las flores, malgastando la vida y soñando en la gloria. Porque el café fue siempre el hogar de los que vivimos de alquiler, defendiéndonos de la propiedad en el calor de la tribu: cafés con pianista, merenderos de parque donde se quedaban las manos heladas y era más fácil darse un beso que acabar un verso, cafés de velador de mármol y divanes rojos, tabernas de puerto y de mala vida; aquellos cafés de París, que se perdían entre nubes de poesía, como vagones de terciopelo antiguo; y el Caffè Greco de Roma, donde quemábamos tabaco en honor de Liszt, mientras la tarde -convertida en rapsodia y humo- se derramaba por las escaleras de la Piazza di Spagna; y los cafés de Venecia, donde las páginas blancas se nos volvieron hojas húmedas, violines negros, góndolas náufragas; y aquel café turco de la colina de Eyüp que nos enseñó a vivir con ilusión el crepúsculo; y los cafés de la vieja Ginebra, santuarios donde veneramos con ofrendas de perfume, a la Madonna de la Malinconia de nuestra bohemia; o los cafés de Viena, donde se volvieron amarillos los periódicos de nuestra juventud, en aquellos días mágicos que convertían las cartas en flores, las hojas en abanicos, y la pena de escribir en una especie de alegría; sin saber por qué, pero sin preguntarse nunca cuánto.”


Y al volver la ultima página uno querría seguir leyendo sobre más ciudades y personajes (o sobre los mismos, tan familiares nos los ha hecho Wiesenthal), sentir esa melancolía que en ocasiones se cuela entre líneas para recordarnos que la muerte también llega a las golondrinas, en especial a ellas. Y sentimos el deseo de viajar en esos trenes que sirvieron para unir a Europa como no lo hacen hoy los aeropuertos, y hospedarse en el Grand Hotel o en un decadente balneario (hoy diríamos spa) de Karlovy Vary. Pero también habremos aprendido que la Europa que nos precedió no es aquella amiga de comprar la belleza sino de crearla, es la Europa de los artesanos, del esfuerzo y el talento de la genialidad que se manifiesta en personas que saben catalizar las tradiciones y la herencia cultural que han recibido. Que no lo perdamos.