16 de septiembre de 2012

Edvard Munch. El alma pintada (Fuensanta Niñirola)




Hay artistas que parecen definir una época, condensar los sentimientos de un tiempo y extraer de ellos una creatividad que los hace clásicos. Edvard Munch es un ejemplo. Su viaje artístico a lo largo del último tercio del siglo XIX y la primera mitad del XX, refleja las tensiones de una época en constante cambio y evolución, pero también su peculiar modo de entenderlos y reflejarlos.

Edvard Munch. El alma pintada es el título del libro con el que Fuensanta Niñirola nos introduce en la vida y obra de este creador tan prolífico. Niñirola reúne la doble condición de artista plástica (con una dilatada carrera acreditada por numerosas exposiciones y trabajos) y la de escritora y crítica literaria. Este libro saca buen provecho de ambas facetas ya que hace comprensible la obra de un autor complejo sin renunciar a explicaciones técnicas y sin dejar en el lector la impresión de que asiste a un mero desfile de imágenes y fechas entre las que se escapa aquello a que hace mención el subtítulo de la obra, el alma del pintor.

Los abundantes recuadros informativos ofrecen noticia de las diversas técnicas del grabado, de los variados movimientos artísticos y culturales del periodo o de la importancia de figuras como Strindberg en la vida de Munch, acercando al lector más profano un conocimiento que no le estorbará en su lectura. 

Fuensanta Niñirola
El texto se inicia con unos capítulos dedicados al ambiente artístico de la última parte del siglo XIX que tan variados y ricos frutos ofreció en todas las artes de la época. La difusión de ideas a través de revistas, la importancia de las tertulias y los círculos literarios, el cosmopolitismo y la ebullición cultural crearon un magma en el que los movimientos artísticos se sucedían unos a otros influyéndose recíprocamente con una imparable rapidez.

Algunas notas que definen esta nueva época son el gusto por lo subjetivo, potenciado por el avance en el conocimiento de la psique a través de las obras de Freud, la filosofía de Nietzsche o el renacimiento del esoterismo. Los artistas dejan en segundo plano el intento por mostrar la realidad (que, por otro lado, ha comenzado a ser captada por la naciente fotografía) para volcarse en reflejar el modo en que interpretan dicha realidad, cómo es a sus ojos.

En el caso de los artistas plásticos, los puntos de diferencia estarán en el enfoque. Los impresionistas pretenderán reflejar la luz tal y como la perciben en cada momento y respecto de diversos objetos y formas, la realidad tal y como se les muestra. Los expresionistas querrán más bien, volcar en la realidad externa sus sentimientos y pensamientos, extraer la inspiración de dentro hacia fuera.

Por otro lado, las técnicas avanzan ofreciendo a los creadores nuevas formas de expresión o mejorando las existentes. Aguatinta, grabados a buril y litografías se integran en la obra de los artistas, más allá de lienzos o acuarelas. Munch experimentará con muchas de estas técnicas, atreviéndose incluso con la fotografía, otorgándole una intencionalidad artística y experimental que le adelanta a su tiempo.

Seguidamente, Niñirola se adentra en la figura de Munch, desde una perspectiva cronológica dado que, en este caso, las peripecias vitales determinan la evolución de la obra. Con un criterio puramente personal, he seleccionado tres pinturas representativas de temas y momentos biográficos clave en la obra del pintor noruego. Creo que son representativos de lo que un lector puede encontrar en este libro, abriendo su apetito por profundizar en el resto del texto.

La niña enferma – (1885-1886)


La infancia de Munch se ve rodeada, casi sería mejor decir acechada, por la muerte. Pierde a su madre a los cinco años y a su hermana mayor a los catorce. Otra hermana, Laura, comienza a presentar síntomas de demencia. Él mismo tiene una salud precaria que le hace creer que morirá joven por la tuberculosis o que caerá en la locura. Citando al propio autor, aficionado a dejar testimonio escrito de sus impresiones, “enfermedad, muerte y locura fueron los ángeles negros que velaron mi cuna y desde entonces me han perseguido durante toda mi vida”.

Nada de esto ocurrirá, pero la presencia apremiante de la muerte y el padecimiento marcarán toda su vida. Enfermedad y muerte se convierten, desde un inicio, en temas sobre los que pintará obsesivamente, tal vez como conjuro ante tales amenazas.

Tras una estancia en Paris y los Países Bajos, su ambición se dispara y Munch tratará de encontrar su propia voz. La imagen de su hermana postrada es el cuadro que mejor refleja esa fuerza creadora que dominará el resto de su vida. La luz en el rostro de la enferma, la figura hundida y desamparada de la tía, imagen de la rendición, se combinan con una técnica en la que el artista llegó incluso a rasgar y atacar la pintura dotándola de una fuerza impactante.


El Grito – (1893)


Munch continúa sus viajes por el extranjero asimilando las nuevas corrientes de la época para consolidar su propia visión de la pintura. Una beca le ha permitido una larga estancia en Francia, ampliando su confianza. Su exposición en Berlín es clausurada a los pocos días de la inauguración pero pronto es invitado a Düsseldorf y Munich comenzando el reconocimiento crítico. Su vida dará la mano a la bohemia centroeuropea, si bien, necesitará frecuentes escapadas a los paisajes naturales que le vieron nacer. Vive atrapado en una dicotomía en la que desea entregarse al modo de vida de otros artistas pero su espíritu no es capaz de resistirlo cayendo fácilmente en el alcoholismo o en crisis nerviosas.

Munch es ya un artista maduro, que domina la técnica dejando libertad para plasmar sus sentimientos más profundos, su desesperanza pero también su amor por la naturaleza que sabe expresar con magnificencia.

El grito refleja toda esa tensión atenazante, esa desesperación que apenas puede explicarse racionalmente y que sólo un aullido casi animal, la pura desesperación de una bestia herida, puede expresar.


Autorretrato entre el reloj y la cama (1940-1942)


Damos un salto hasta los últimos años de la vida de Munch. Por el camino hemos dejado la consolidación y el reconocimiento de un gran artista, su dependencia del alcohol, sus crisis nerviosas y la recuperación mediante la vuelta a la Naturaleza. La culminación de El Friso de la Vida, la decoración para estrenos teatrales de Ibsen o las pinturas para la Universidad de Oslo, todo ello fundamental tanto en lo artístico como en lo personal.

Munch ha sobrevivido a su relación con Tulla, una pasión envenenada que le servirá de inspiración para muchas obras en las que refleja una visión pesimista del amor.

Su obra se expone junto a la de los más grandes artistas de su tiempo, pero él se aísla en el campo, se encierra con sus pinturas y continúa trabajando, dando especial importancia a grabados y litografías, haciendo instalar en el sótano de su casa un tórculo.

Munch pintó innumerables autorretratos pero éste me resulta el más conmovedor. Un hombre ya anciano, de pie, se muestra casi sin voluntad ante el espectador. Su espíritu parece haberle abandonado por la puerta abierta tras de sí que deja ver el estudio del pintor, verdadero depósito de su alma. A la izquierda, un reloj de pared, símbolo del tiempo que implacable corre para todos. Pero un detalle importante: este reloj no tiene manillas; para Munch, la hora ya se ha cumplido.

Y, en efecto, a su derecha, una cama le aguarda paciente. Esa cama que tantas veces ha representado en sus cuadros sobre enfermos y moribundos y que ahora le acogerá también a él.

Tres capítulos hermosos de una obra que queda expuesta a nuestros ojos en este libro editado por Ártica y que invita a la relectura (al menos, ese ha sido mi caso) porque, como señala la autora, normalmente admiramos la obra de un artista y queremos  conocer detalles de su vida. Pero, conociendo detalles de su vida, queremos volver a ver su obra y cerrar el círculo.


 Como despedida y cierre, tomemos una de las imágenes que mejor pueden definir a Munch. Un hombre maduro, bien vestido, rodeado de sus cuadros, sus “niños”, de los que tanto le costaba desprenderse y sin los que se encontraba incómodo e inseguro, que posa de perfil, como en un retrato renacentista, y que mira a lo lejos, tan a lo lejos, que su mirada apenas nos habló de otra cosa que no fueran sus temores y pasiones internas.   



2 de septiembre de 2012

Marco Aurelio. Una vida contenida (Fernando R. Genovés)



Marco Aurelio. Una vida contenida es el provocador título del último libro publicado hasta la fecha por Fernando R. Genovés (editorial Evohé) en el que reflexiona sobre el pensamiento de este filósofo emperador y, por extensión, sobre la filosofía estoica y su vigencia.

Decimos provocador por diversos motivos, no siendo el menor el de que nuestros tiempos sean más proclives al impulso y la espontaneidad que a la contención. Someterse a límites autoimpuestos por la razón parece tan anticuado como arriesgado para el equilibrio de nuestro espíritu. Todo debe ser probado y nada se ha de callar para sentirnos felices y así, evitar reprimirnos, ese concepto tan reciente pero tan asimilado, culpable de la mayor parte de los males reales o ficticios que nos acechan.

Provocador también porque aunque el cine y la literatura parecen frecuentar la Antigüedad como reclamo para un público ávido de evadirse, no estamos ni ante un personaje heroico (tal y como se interpreta actualmente este término) ni ante un déspota sanguinario que permita el libre vuelo de la imaginación de un guionista.

¿Quién era Marco Aurelio? Nacido en Roma en el año 121, su padre era un respetado político cuya familia estaba emparentada con el emperador Antonino Pío. A la muerte de su padre, Marco Aurelio logró el cariño del emperador quien le nombró sucesor alcanzando el poder a los cuarenta años, edad ya avanzada para la época.


Durante los años anteriores a ejercer la magistratura suprema de Roma, Marco Aurelio cultivó el estudio de la filosofía estoica, muchas de cuyas enseñanzas plasmaría en sus célebres Meditaciones, pero también se esforzó por llevar a la práctica sus creencias y vivir como filósofo.

Filosofía y Poder forman los dos ejes, tanto en lo biográfico como en lo espiritual, en los que se desarrolla la vida de Marco Aurelio ofreciéndole la posibilidad de asumir las enseñanzas estoicas y contrastarlas con su propia experiencia, con el ejercicio del imperium y sus riesgos inherentes, con la necesidad de compaginar su vida pública con su deseo de seguir siendo humilde. En definitiva, su pensamiento debe tanto a sus enseñanzas teóricas, como al contraste de éstas con sus circunstancias vitales, combinación sobre la que supo reflexionar y legar a la posteridad unos pensamientos plenamente vigentes como acierta a acreditar Genovés en esta obra.

Marco Aurelio. Una vida contenida es un libro rico en ideas y reflexiones por lo que elegiremos tan solo algunas para compartirlas y anticipar así parte del contenido que el lector podrá encontrar en sus páginas.

Fernando R. Genovés
El volumen se compone de dos partes bien diferenciadas. La primera de ellas se dedica a cuestiones generales, relativas al pensamiento de los Antiguos y su modo de filosofar frente al de la Edad Moderna. Notables son las diferencias, tanto en cuanto a la metodología empleada (menos sistemática y más derivada de la observación de la naturaleza en el caso de los primeros filósofos) como respecto a los fines perseguidos.

Los Antiguos no pretendían, por regla general, elaborar normas de conducta generales aplicables a cualquier hombre y circunstancia, sino más bien explorar modos de reflexión que permitieran discernir cómo proceder en cada circunstancia.

¿Es deber del hombre anteponer su propia felicidad y contento al bien común? ¿Debemos acaso servir al otro y alejarnos así de nuestros impulsos egoístas? Genovés hace un repaso al modo en que los filósofos, tanto Antiguos como modernos se han enfrentado a esta cuestión. En el pensamiento moderno amarse a uno mismo tiene una connotación “inmoral”; es preciso luchar e imponerse una obligación de servicio para elevarse. Para un estoico, la polémica parece más bien inexistente. Se admite que todo hombre debe amarse a sí mismo sin olvidar el bien y contento de otros, no hay contraposición (o no debe haberla si uno procura conducirse del modo adecuado).

Parecer semejante expresaría, en otro contexto y referido a una cuestión más práctica, Adam Smith quien se esforzó en demostrar que la persecución del beneficio individual no suponía el empobrecimiento ajeno sino el aumento de la riqueza de la nación, fundando así las bases del primer capitalismo.

La segunda parte del libro se centra en el pensamiento de Marco Aurelio, preocupado por estas cuestiones filosóficas y en cómo supo compaginar su carácter humilde y austero con su condición de emperador, que le exigía actuar como garante de una tradición, un ornato y un poder que asumió como un deber.

Porque Marco Aurelio supo ejercer como emperador con todas sus cargas, pero sin renunciar a su pensamiento ni al cuidado de sí mismo. Buena prueba de ello es que sus Meditaciones fueron compuestas precisamente durante sus años de emperador y, muy posiblemente,  de no haber ocupado tal posición, nunca las hubiera escrito o habrían tenido menor alcance y profundidad.

El emperador y el autor
Séneca había advertido sobre la necesidad de ser mejor que la gente vulgar (aunque no opuestos a ellos). La traducción que de tal pensamiento hace Marco Aurelio en una de sus meditaciones es que “la mejor manera de defenderte de ellos consiste en no ser como ellos”. Esta autoexigencia es una de las claves del pensamiento del filósofo. El esfuerzo por perseverar en el estudio y la reflexión, por dirigir la propia vida conforme a unos fines elegidos libremente es lo que nos hace diferentes, mejores.

Esta exigencia y esfuerzo no excluyen la noción de contento, antes bien, la realza dado que sirve para encontrar los verdaderos fines que dignifican la vida. Precisamente esta vocación le empujó a la defensa de las fronteras de un Imperio amenazado por pueblos que trataban de transgredir la marca de civilización que suponía Roma. Ese impulso por perpetuar un lugar en el que Ley y Razón (con todos los límites que ambos conceptos tenían en esa época) tuvieran preeminencia, es el punto en el que se dan la mano el emperador y el filósofo.

Y luchando contra ellos fue como la muerte sorprendió al filósofo emperador, en un campamento cerca de la actual Viena en el año 180. Más de mil ochocientos años han transcurrido desde entonces y el mundo ha cambiado mucho. Cayó Roma como cayeron otros tantos imperios; las fronteras de entonces se han desfigurado y hoy parecen gobernarnos los que antes acechaban en la Germania las señales del debilitamiento del poder de Roma. Pero, en otro sentido, nuestros tiempos plantean problemas parejos a los que fueron objeto de la reflexión de Marco Aurelio.

La moralidad de la conducta pública y el deber para con uno mismo y para el conjunto de los ciudadanos. La importancia de saber gobernarse a sí mismo para poder hacerlo con otros. La noción de un vivir contento alejada de una mera satisfacción externa y material. Impedir que el individuo quede sepultado por intereses que le son ajenos.

Y es que las meditaciones de un antiguo emperador romano aún pueden ayudarnos a reflexionar sobre cómo conducirnos en el mundo al modo en el que enseñaban los Antiguos, sin abstracciones retóricas, apegados a esta realidad en que vivimos que, como dijo Kafka “no tengo derecho a combatir, pero que en cierta medida tengo el derecho de representar.” 

19 de agosto de 2012

Obra Selecta (Cyril Connolly)



Afirman los psicólogos que en el pódium, son el oro y el bronce quienes más satisfechos se sienten. Frente a ellos, el medallista que obtiene la plata rumia su frustración por haber perdido el primer puesto. Si esto es cierto, bien nos puede servir como símil para definir la vida del célebre -no en nuestro país- Cyril Connolly (1903 – 1974).

Educado en Eton y Oxford con cierta brillantez y mucha presunción, todo parecía favorecer la promesa de una brillante carrera, probablemente en el mundo de las letras. Nada de eso ocurrió. Su única novela (The Rock Pool - 1936) fue un pobre intento de ironizar sobre los miembros de la bohemia inglesa que otros supieron hacer mejor, en fondo y forma. Nunca volvería a intentarlo recluyéndose en la crítica literaria, la bibliofilia y el esnobismo intelectual para proteger su endeble autoestima.

En 1939 publicó Enemigos de la promesa (título en cierto modo autoparódico), una obra que resumía sus opiniones sobre la literatura de su tiempo, tratando de hacer balance y anticipar las características que serían necesarias en los siguientes diez años para escribir libros perdurables, al menos otros diez años. Expone su teoría sobre la contraposición entre lo que denomina el estilo mandarín (cierta afectación manierista propia de grandes figuras como Joyce o Proust que dominaron la literatura de los años veinte) y un estilo más directo caracterizado por una naturalidad y limpieza que busca comunicar hechos antes que sensaciones. En este grupo incluye a autores como Hemingway que dominaban la escena literaria de lo años treinta. Connolly creía que la ley pendular ejercería su dictado volviendo a preponderar el estilo mandarín durante un tiempo. Lo que no pudo prever fue el impacto que la Segunda Guerra Mundial tendría en la democratización de la cultura (algunos preferirían llamarlo vulgarización), su masificación, la influencia de la prensa y el cine, ... demasiadas cosas.

Pero Enemigos de la promesa es mucho más que un libro sobre crítica literaria. Su segunda parte recoge los peligros que, según Connolly, acechan la vida del literato que desee crear una obra perdurable. No sorprende la extensión y precisión con que los describe (el ejercicio de la crítica literaria, el periodismo, la bebida y otros vicios, los éxitos tempranos, la política, ...) dado que él ya había caído en varios de ellos. La tercera parte de este volumen es, sin duda, la que mejor pone de manifiesto lo que pudo haber sido Connolly de no haber caído en sus propios demonios y haberse dejado llevar por cierta indolencia (de la que siempre hacía gala con gran sentido del humor) y su gusto por la buena vida. Sus recuerdos de los años de formación en las prestigiosas escuelas de St. Cyprian’s y de Eton son relatos memorables de un sistema congelado en el tiempo, capaz de crear grandes hombres o monstruos temibles. Nos describe el modo de enseñar a los clásicos de la Antigüedad (según Connolly, la versión que de ellos se ofrecía en Eton era tan ajena a la realidad que finalmente quedó sorprendido cuando pudo traducir directamente los textos en cuestión sin pasar por las traducciones “oficiales” y las interpretaciones de sus maestros).

Eton
En 1939 Connolly fundó la revista Horizon que dirigió hasta su desaparición en 1949  convirtiéndola en la referencia del movimiento moderno en la que escribirían genios como Ezra Pound, Yeats o T.S. Eliot.

En 1943 la ruptura de su matrimonio con la americana Jean Bakewell le sumió en una crisis profunda que plasmó en un diario en el que dejó constancia de sus reflexiones sobre el amor, la muerte, la literatura y otras mil cuestiones. Estos textos vieron la luz en 1944 bajo el título de La tumba inquieta siendo uno de los libros más inclasificables de su tiempo.


 A partir de ese momento y superada la crisis personal (otros dos matrimonios –incluso el ultimo de ellos, feliz- lo acredita) Connolly limitaría su actividad a las columnas periodísticas y a raros artículos y opúsculos como el dedicado a ofrecer su personal explicación sobre la fuga a Rusia de dos agentes dobles del Servicio Secreto Británico a los que conocía personalmente (Los diplomáticos desaparecidos – 1952).

Su labor periodística es la que, a la postre, le concedería el reconocimiento y aplauso que no pudo encontrar como poeta, su verdadero sueño. La variedad de estos textos es tan amplia que no se explica tan solo por lo amplio del periodo que abarca (1929 - 1974) sino por su soberbia erudición y su talento para un género en el que siempre evitó la rutina y el convencionalismo.

Escritos que abarcan todos los registros imaginables. Comencemos por la crónica viajera (El arte de viajar –1931), sus recuerdos de la Francia de la Costa Azul en su juventud (La hormiga león – 1936) o la Grecia de la posguerra bañada por su ironía sobre la creciente masificación del turismo que tanto difería de su aristocrático modo de entender el viaje (Volver a Grecia – 1954).

Sus propias aficiones no escapan a la crítica de este irreverente escéptico. La bibliofilia (y las manías obsesivas de estos peligrosos amigos de nuestros más preciados libros) tuvieron buena presencia en títulos como La fiebre de las primeras ediciones (1963) o El año del bibliófilo (1967). Impagable también su relato de las desdichas en la búsqueda de mansión por todos los alrededores de Londres, siempre atado a las dudas sobre los vicios ocultos de cada inmueble y la sombra de sus actuales propietarios (Confesiones de un cazador de casas - 1967).


Memorables sus piezas sobre la crítica literaria a la que describe como una actividad de a tiempo completo y salario de media jornada en la que, a su juicio, no se precisa ni tan siquiera leer completo un libro para poder hacer una buena reseña. ¿Acaso un catador de vinos precisa consumir toda la botella? (Nuevas novelas – 1935)

De estilo más serio resulta el interesante Barcelona (1936) en el que el autor hace una descripción a los lectores del New Statesman de lo que allí vio al ser enviado como corresponsal durante los primeros meses de nuestra guerra civil.  

Connolly tampoco abandonó para siempre la ficción dando prueba de su estilo humorístico en títulos como Bond cambia de chaqueta (1962) mofándose de un James Bond travestido para una misión secreta que resulta de lo más sorprendente. O La caída de Jonathan Edax (1961) en el que se burla de los coleccionistas (un poco de él mismo).
 
Volviendo a la crítica literaria, sus artículos sobre los más célebres autores del movimiento moderno al que consagró su vida (Ezra Pound, Cummings, Yeats, Auden, Eliot, Dylan Thomas, ...) son un buen ejemplo de su modo de entender la crítica literaria. 


Su estilo irónico y subjetivo puede no resultar muy ortodoxo. Nunca pretendió ser objetivo. Sus pasiones y sus fobias aparecen claramente en estas páginas por lo que nadie deberá recurrir a él para tener una visión completa de la literatura del pasado siglo, pero sí para conocer la obra de aquellos autores por los que profesaba una auténtica admiración. Su encendida pasión es contagiosa y alegre. Su continuo uso de versos como ejemplo de sus afirmaciones son una guía perfecta y una muestra de su aquilatado buen gusto.

Lumen ha recopilado en un volumen los dos libros principales de Connolly (Enemigos de la Promesa y La tumba inquieta) así como el resto de artículos aquí citados y muchos otros hasta completar más de mil páginas en la versión de bolsillo. La edición a cargo de Andreu Jaume (con traducciones de Miguel Aguilar, Mauricio Bach y Jordi Fibla) ofrece algún aditivo respecto a la versión inglesa, lo que es de agradecer.

La extensión de estas "obras selectas" no debe desalentar su lectura dado que su estilo ameno pronto nos atraerá. Su fragilidad emocional expuesta tan de manifiesto nos permitirá acogerlo pasando por alto su elitismo (algo forzado en ocasiones) o sus peculiares gustos. Tras la última página culparemos a la editorial por no haber publicado un segundo volumen con más material y apenados, nos quedaremos ante la inmensa tarea de digerir la obra de un hombre que siempre se consideró un fracasado por no satisfacer las expectativas que otros depositaron en él. Las mías se cumplieron sobradamente.

30 de julio de 2012

Beatles Memorabilia: La colección de Julian Lennon



Julian Lennon no nació en un buen momento. Sus padres, Cynthia y John, se habían casado precipitadamente el 23 de agosto de 1962, poco antes de que se lanzase el primer single de los Beatles, al descubrir que ella había quedado embarazada. El matrimonio se celebró para evitar el escándalo de un hijo fuera del matrimonio, pero al tiempo, el enlace se mantuvo como un pequeño secreto a voces. No se quería que nada enturbiara el entusiasmo de las fans locales.

Julian Lennon nació el día 8 de abril de 1963. Su padre no asistió al parto. Se encontraba de gira por Inglaterra. Eran los primeros días de la beatlemanía y John se convirtió en el padre ausente. Grabaciones, giras, películas, toda una vida difícil de conciliar con el hogar y los cuidados a un recién nacido.




Julian creció en la mansión de Weybridge, en Surrey, cuidado por su madre y el personal de servicio, disfrutando de las breves estancias de su célebre padre y suspirando por pasar más tiempo con él. Cuando llegó la oportunidad, el fin de las giras tras el verano del 66, John no recuperó el tiempo perdido. Las drogas, las largas sesiones de grabación nocturnas, las amistades dudosas, todo ello alejaba a John de una vida familiar convencional y de una esposa con la que no podía compartir las excentricidades de su nueva personalidad.

Julian perdió a su padre un poco más cuando irrumpió Yoko Ono propiciando la separación de sus padres en noviembre de 1968. Y volvió a perderle un poco más cuando el músico se instaló definitivamente en Estados Unidos a principios de los años setenta. Compartió con él breves vacaciones e incluso asistió a las sesiones de grabación del álbum Walls and Bridges en el que acompaña a su padre a la batería en el tema final, Ya Ya.



Pero no fue hasta el 8 de diciembre de 1980 cuando Julian perdió toda posibilidad de recuperar una relación estable con su padre.

¿Qué pasaba por su cabeza cuando resultaba más fácil ver a su padre a través de las noticias de la televisión que en su propia casa?¿Cómo le afectó ver a su padre retirándose del mundo de la música para cuidar a Sean, el hijo que tuvo con Yoko en 1975?¿Qué cuando a la muerte de su padre no tenía más objetos suyos que dos guitarras que le había regalado?

Y cuando Julian decide dedicarse a la música, ¿cómo sobrelleva las inevitables comparaciones con su padre, icono de varias generaciones? ¿cómo la acusación de imitar el estilo de su predecesor o incluso su aspecto físico?


La familia Lennon
No tengo dudas de que Julian, a la vista de lo comentado, podría haberse decantado con igual probabilidad, hacia el odio más radical o hacia la admiración obsesiva. ¿Qué inclinó la balanza hacia este amor por su padre? La errática vida sentimental de Cynthia tras su divorcio (varios matrimonios y sus correspondientes divorcios) no ayudó a la estabilidad del adolescente, para quien su padre se convirtió en la figura que ocasionalmente le rescataba para hacer maravillosos viajes, el que se erigía como portavoz de causas nobles o gracias al que su apellido tenía reconocimiento allá donde fuera. O tal vez. la muerte prematura John, envolvió a la figura del padre en un aura de mito, la ilusión de lo que podría haber sido.

Sea como fuere, y dados los escasos recuerdos íntimos, familiares, Julian decidió hacerse con su propia colección de recuerdos públicos pujando en subastas por todo el mundo para conseguir objetos relacionados con la vida de John o del grupo que le dio fama y le apartó de su hijo durante los años sesenta.



Con paciencia de coleccionista Julian ha ido recopilando estos recuerdos interesándose por todo aquello que pudiera guardar algún rescoldo que avivara su pasión por el padre perdido. Esta colección ha ido ganando tamaño hasta el punto de convertirse en una de las más completas en su género. Como un paso más para reconciliarse con su pasado, Julian ha decidido abrirla a todos aquellos que amaron la música de su padre organizando una exposición itinerante con el material y publicando un libro que recoja fotografías comentadas de los objetos de la colección. Parte de los fondos recaudados por ambas iniciativas serán destinados a la fundación White Feather (Pluma Blanca) creada por el propio Julian para ayudar a promover y recaudar fondos para causas humanitarias.

Beatles Memorabilia: La colección de Julian Lennon responde por tanto a este doble objetivo, homenajear a su padre y recaudar fondos. La edición de Grijalbo es espléndida y de calidad. Cada objeto va acompañado de breves comentarios a cargo de Brian Southhall, antiguo empleado de EMI y escritor de varios libros de éxito sobre temas musicales, como una historia de los míticos estudios Abbey Road. También se incluyen comentarios más personales de Julian, explicando el origen de ciertos fetiches y los recuerdos que le evocan.



El libro es una oportunidad para repasar la historia del mítico grupo desde una perspectiva diferente, saboreando y rememorando a breves sorbos una época y una música que sigue siendo actual. Modelos de guitarra como los empleados por Lennon en los primeros días de los Beatles en Hamburgo, cartulinas autografiadas por los cuatro músicos y multitud de discos de oro conmemorativos. Entradas a conciertos y objetos de memorabilia que inundaron el mercado en el punto álgido de la beatlemanía, comparten protagonismo con objetos más personales como la capa que Lennon vistió durante el rodaje de Help!, la máquina con la que diseñaba sus propias insignias o la chaqueta afgana que usó durante el verano del 67.

También aparecen ediciones de los libros publicados por John durante los años sesenta con sus historias descabelladas y sus hilarantes juegos de palabras e incluso postales dirigidas a John por su tía o de John al propio Julian y que éste perdió en alguna en alguna mudanza y por las que tenido que pujar para recuperarlas.



Al ordenarse los objetos cronológicamente, asistimos a los días de éxito internacional de los Beatles pero también, según pasamos las páginas, a los momentos más amargos y complejos, muchos de ellos desde la perspectiva de Julian, entonces un niño que asumía como normal la popularidad de su padre.

Cualquiera que conozca la música de los Beatles, sabrá que Julian jugó un papel relevante en su música. Al menos tres canciones del grupo fueron escritas gracias a él. Lucy O’Donnell era una niña de cuatro años que compartía pupitre con Julian en la escuela y a quien éste dibujó suspendida en el aire bajo un cielo rebosante de brillantes estrellas. Lucy In The Sky With Diamonds era el título que Julian escogió para este dibujo infantil que impresionó a John hasta el punto de mostrárselo a Paul en una visita a su casa de Weybridge. Ambos crearon el esquema básico de la famosa canción aquella misma tarde.


Lucy
Al año siguiente, poco después de la ruptura de Cynthia y John, Paul acudió a visitar a Julian y a Cynthia. En el coche comenzó a componer una canción de ánimo para Julian. Hey Jules se convertiría poco después en Hey Jude. Menos conocida, pero tal vez más emotiva para Julian, es la canción Good Night, una nana escrita por John para su hijo y que interpretó Ringo en el White Album.


Paul y Julian

No puede pasarse por alto que el John Lennon aquí evocado es precisamente el público, el del célebre músico. El John que trata de recuperar Julian es el que nos pertenece a todos, triste paradoja de quien anheló la felicidad y los sueños que su padre llevó al mundo a través de su música pero con quien no los pudo compartir.



15 de julio de 2012

El filósofo entre pañales (Alison Gopnik)


Llevo media hora observando cómo el pequeño Pablo, que aún no ha cumplido dos años, juega ensimismado con una radio de bolsillo. La lleva del suelo a la mesa, la mira, la toma nuevamente entre sus manos y la enciende. Cambia el dial y suena música. La vuelve a poner en la mesa. Baila y canta durante unos segundos y la apaga. Dice: "¡Ya está!". Saca la antena y vuelve a encender el aparato, sube y baja el volumen, mientras gira la radio en busca de más botones y teclas.

Entre tanto, su madre aparece en el salón y a media voz me pregunta, "¿Le bañamos ya?".  Pablo, que está concentrado tratando de localizar alguna emisora de su gusto, grita "¡Noooooo!" y se enfurruña durante unos segundos hasta que entiende que la amenaza ha pasado. Vuelve a bailar y, cuando los vecinos cierran la puerta con un golpe sonoro, Pablo dice: "¡Mono!" con una gran sonrisa mientras nos mira para que le confirmemos que el ruido lo ha hecho el mono, ese curioso amigo al que atribuye cualquier ruido cuyo origen no sabe identificar. 

Poco después se escuchan los lloros de la vecina de su misma edad. No quiere cenar. Pablo escucha atento y con cara triste dice mirando al techo: “Nena” y durante un rato parece algo más apenado. Pero pronto ataca el interruptor de la luz y vuelve a sonreír mientras su rostro aparece o se desdibuja a cada pulsación. 

Pablo susurándole secretos a una rana

Durante muchos años, la filosofía y la psicología pasaron por alto a los niños. Estos confundían realidad y ficción, eran incapaces de controlar sus emociones, su atención era tan dispersa que apenas podían concentrarse en una única tarea más allá de unos breves minutos, eran egoístas y amorales. Se trataba, en definitiva, de personas en proceso de maduración que vivían las etapas necesarias para adquirir el estatus al que la biología les dirigía inexorablemente a través de procesos madurativos.

Recientemente, algunos investigadores han cambiado el enfoque y se han multiplicado los experimentos aplicados a bebés y niños de corta edad. El punto de partida es preguntarse si en lugar de ser simples adultos en proyecto, no sería más apropiado verlos como portadores de un modo alternativo de atender a lo que les rodea, de interpretarlo y de interactuar con ese entorno.

Es cierto que el ser humano adulto ha logrado triunfar por encima de otras especies a la hora de interpretar el entorno, imaginando modelos alternativos y llevando a la práctica complejos planes para hacerlos realidad. Para ello, el hombre se ha visto ayudado por una compleja conciencia de sí mismo, de la que carecen otras especies, y de un talento para tejer intrincadas relaciones sociales que permiten compartir proyectos y colaborar en su consecución. 

Pero no nacemos con estas capacidades sino que aprendemos a desarrollarlas, modularlas y perfeccionarlas a lo largo del periodo de desamparo y crecimiento más largo del reino animal: la infancia. La evolución nos ha regalado este extenso periodo, libre de preocupaciones vitales como el alimento o el cobijo, precisamente para que experimentemos con el entorno, conozcamos cómo conducirnos con el resto de humanos y con nosotros mismos. De todo ello nos nutriremos ya de adultos y de ello sabremos sacar ventaja. En definitiva, los niños y su intenso aprendizaje nos han permitido llegar a ser lo que somos.

Alison Gopnik es una de esas investigadoras que está cambiando el modo en que comprendemos a nuestros hijos (y a los hijos que fuimos)  y El filósofo entre pañales (Editorial Temas de Hoy) es el libro en el que plasma la idea de que los bebés son, en sus propias palabras, el departamento de I+D creado por la evolución para alimentar al departamento de Producción, los adultos.

Alison Gopnik

Comencemos por el primer gran bloque de habilidades, las que hacen referencia a la verdad, los hechos, es decir, al conocimiento del medio y a la elaboración de un modelo teórico sobre el que los bebés plantean alternativas que refutan o confirman, al igual que hacen los científicos.

Los bebés, desde sus primeros días, comprenden el mundo como una suma de causas y efectos. En función de la experiencia y los conocimientos adquiridos, su comprensión deviene más compleja y, en su desbordante imaginación, comienzan a crear un intrincado mapa causal en el que lo posible, lo imposible y lo improbable parece estar al mismo nivel. Pero la clave es que lo que a nosotros nos parece descabellado, a nuestros bebés les parece perfectamente factible, no porque confundan realidad y ficción sino porque les falta conocimiento suficiente para conocer la verdadera probabilidad de que las cosas sucedan como imaginan.

Si a un niño de dos años le preguntamos si puede volar, la respuesta más probable será que sí, lo que no demuestra su inmadurez sino que aún no tiene suficientes conocimientos para determinar si es o no posible. A fin de cuentas, tampoco les podemos culpar de creer que no pueden volar cuando les enseñamos aviones o les contamos cuentos de hombres que viajan por otros planetas. Pero más aún, si nadie hubiera imaginado la posibilidad de volar a la Luna, el hombre nunca la habría pisado.

Los niños no son unos pequeños locos fantasiosos. Cuando se les interroga acerca de cuestiones sobre las que tienen ya un conocimiento cierto, apreciaremos que no mezclan realidad y ficción. Más aún, a los niños se les da estupendamente bien el pensamiento contrafactual, es decir, el alterar en su imaginación un aspecto concreto de un hecho pasado (o de un hipotético futuro) y anticipar las consecuencias de ese cambio.

Crear mundos imaginarios es parte del proceso cognitivo. Las ensoñaciones en las que los peluches o los coches hablan son tan importantes para los bebés como la exploración del mundo real. De ahí la importancia también de los amigos imaginarios, del juego del fingimiento, como forma de trabar conocimiento de lo que nos rodea, de experimentar en su imaginación con diversas posibilidades y conocer las consecuencias de sus actos en su imaginación.

El uso avanzado del pensamiento causal y contrafactual es la prueba de que el cerebro de los niños funciona con un rendimiento al que pocos adultos pueden aspirar. A ello contribuye el que sus lóbulos frontales (responsables de la capacidad para inhibir pensamientos o conductas) aún no estén desarrollados. Y esto nos lleva al segundo bloque de habilidades de los bebés a que se refiere Alison Gopnik: la conciencia, en su doble vertiente, externa e interna.

Por conciencia externa nos referimos al modo en que sentimos y percibimos lo que nos rodea. Es frecuente sostener que los niños son poco atentos, algo dispersos e incapaces de concentrarse en una actividad. Su atención parece dispararse indiscriminadamente hacia todo. Decimos de un niño que es agotador, pero para él, simplemente, todo lo que le rodea es una llamada inapelable a su atención e interés.

Hagamos un experimento clásico que la propia autora cita en su libro. El siguiente video nos muestra a un grupo de jóvenes pasándose de uno a otro una pelota. Nuestro objetivo es contar cuántos pases se hacen durante la secuencia los jugadores con camiseta blanca. Vamos allá. 



Bien. ¿Siete pases?¿Ocho pases? Lo relevante sin embargo, es si has visto algo que te haya llamado la atención. ¿No? Está bien. Vuelve a ver el video y ahora despreocúpate de las veces que los jugadores se pasen la pelota. Sólo disfruta de las imágenes.

Bueno. Espero que ahora, al fin, te haya llamado la atención el gorila que entra y sale de la pantalla. No te lo tomes a mal, pero tu hijo lo habría visto desde el primer momento. Al recibir la instrucción de contar el número de pases, tu cerebro inhibió su atención respecto del resto de detalles. Tu hijo de tres años, sin embargo, no podría haber dejado de ver la graciosa figura mientras contaba los pases (de hecho, contarlos es lo que le habría resultado más complicado).

Ya no podemos seguir sosteniendo que los bebés son incapaces de prestar atención. Mejor digamos que ésta es diferente de la de un adulto. Cada una es óptima para el momento de desarrollo correspondiente. El niño debe experimentar y estar abierto a todo. Por ello, Pablo es capaz de estar ensimismado con su radio al mismo tiempo que interviene en una conversación apenas audible en la que aparece una palabra ("bañera") que le afecta de lleno. Para un adulto, que tiene que llevar a cabo complicados planes y estrategias, la importancia de centrar su atención es vital. Parece que la evolución natural ha vuelto a jugar bien sus cartas y nos equivocaríamos si creyéramos que el modo adulto de estar en el mundo y percibirlo es el único o el mejor. Nuestros hijos nos enseñan lo contrario.

Dirección de la atención de un bebé

Pasemos a la conciencia de uno mismo, ese sentimiento que tanto ha dado que hablar a los filósofos. Heráclito se preguntaba si el hombre que se baña cada día en un río es el mismo hombre (y el mismo río). En un adulto, la conciencia de sí mismo es fruto del recuerdo de un pasado y su proyección en el futuro, es la memoria autobiográfica lo que da unidad a la variedad del curso de la vida y es lo que explica la terrible desgracia de las enfermedades mentales que rompen ese hilo conductor y pierden a la persona en un presente continuo.

Pero en un niño la conciencia de sí mismo resulta algo diferente. Se han hecho pruebas grabando videos a niños de dos años a los que se pone una pegatina azul en la frente. Seguidamente se les muestra el video y se reconocen inmediatamente, Pero cuando se les dice que toquen lo que llevan pegado a la frente, la misma pegatina que tienen en el video, parecen incapaces de casar ese yo del pasado con el yo presente. ¿Acaso Heráclito habría creído más próxima a la verdad este tipo de conciencia? Probablemente sí. Para nosotros es difícil concebir cómo es este tipo de percepción en un bebé, pero cometeríamos un error si creyéramos que es una percepción equivocada o fruto de la inmadurez. Digamos que, simplemente, es otro modo de verse en el mundo.

Vayamos ahora al último aspecto que comentaré de El filósofo entre pañales: la moral. Tradicionalmente se ha visto a los niños como amorales, ajenos a la autolimitación por otra razón que no sea el castigo. Sin embargo, las investigaciones más recientes nos presentan un panorama completamente diferente.

Los niños asumen que deben existir normas. De hecho, la mayoría de ellas son asumidas sin mayor problema (a salvo de aquellos casos en los que el bebé pretende hacer valer su propia identidad). El mecanismo de asunción de estas normas suele ser la imitación (nuevamente los juegos de fingimiento tienen un importante papel en el aprendizaje). Los niños toman la comida con cubiertos porque ven que así lo hacen sus padres u otros niños. A veces lo olvidan, pero pronto dan por hecho que así debe ser. Lo mismo ocurre para la infinidad de normas que rigen nuestras vidas: en casa llevamos zapatillas, a la cama vamos con pijama, nos lavamos los dientes después de la comida.


Pero demos un paso más. En diversos experimentos se pregunta a niños de preescolar sobre qué ocurriría, por ejemplo, si en la guardería cambiasen la norma que obliga a colgar el chubasquero en la puerta de entrada por otra que exigiera no quitárselo hasta ya iniciada la clase. La respuesta de los niños es que acatarían la nueva norma aunque no la entiendan muy bien. No creen que hacerlo contravenga nada. A fin de cuentas es una norma de la guardería.

Sin embargo, planteados sobre qué harían si quedara sin efecto la norma de no pegar a los compañeros, creen que seguiría estando mal golpear a otro niño, ellos no lo harían. En resumen, los niños son capaces de distinguir entre las normas humanas, aquellas que facilitan la convivencia, y aquellas otras que derivan de un sentido más profundo, que podemos llamar moral.

Otros estudios han demostrado que, desde aproximadamente el año y medio, los niños son capaces de sentir empatía, de entristecerse cuando otros se entristecen o de alegrarse cuando otro sonríe. Este sentimiento nace, una vez más, de la imitación y los juegos de fingimiento. Pero tiene un componente más profundo. La empatía requiere reconocer los sentimientos del otro y asumirlos, hacerlos propios, sentir el dolor ajeno y, por tanto, querer aliviarlo, sentir la necesidad ajena y proveerla. Y numerosos estudios demuestran que los niños se conducen de este modo. ¿Podríamos encontrar mejor cimiento para un comportamiento moral?
 
 
El pequeño Pablo ya está bañado, cenado y va camino de su habitación, sin olvidar a su muñeco de dormir. Mientras se sube a la cama y se tumba, esperando que me acueste a su lado para despedirnos hasta el día siguiente, pienso en estos dos últimos años y en lo rápido que ha pasado todo, pero al tiempo, lo lejos que parecen estar los días en que él no estaba. ¿En qué pensaba y de qué hablaba entonces? La verdad es que sólo sé que todo empezó a partir de que él llegase y que cada día me enseñe algo nuevo. Al igual que Gopnik, he aprendido a mirar a los niños con otros ojos y no hay día que no piense que, de mayor, quiero ser como Pablo. 




1 de julio de 2012

La bella bestia (Alberto Vázquez-Figueroa)



Si algo nos enseña la locura de los campos de exterminio nazis es que no podemos dar por sentado nuestro grado de civilización y que, llegado el caso, éste sólo sirve para que la crueldad resulte más torticera y enrevesada, más fría y destructiva.

¿Pero todos somos capaces de cometer las mayores atrocidades? Hay quienes creen que sí, que tenemos un punto que, tocado adecuadamente, nos conduce a la crueldad. Sin embargo, la historia nos muestra que en idénticas circunstancias no todos se comportan del mismo modo. No siempre se alega la obediencia debida para justificar las barbaridades cometidas y no siempre se opta por la vía más fácil para evitar las complicaciones personales.

La cuestión, por tanto, queda reducida a si determinadas circunstancias pueden disparar la inhumanidad de una persona concreta que, de otro modo, habría vivido en una absoluta y apática normalidad.

La vida de Irma Grese, más conocida como la "bella bestia", es un ejemplo de lo dicho. Famosa desgraciadamente por haber sido una de las más crueles celadoras de los campos de exterminio, tiene en su haber el ser una de las condenadas a muerte más joven por crímenes de guerra tras el fin de la contienda mundial. En tan solo 22 años tuvo tiempo suficiente para llegar a ser, en palabras de uno de sus interrogadores, el célebre aviador británico Eric Brown, “el peor ser humano que he conocido.”

Nacida en una familia de escasos medios, abandonó la escuela a los 14 años para trabajar en una granja, posteriormente en una tienda y, poco después, en un hospital aspirando desde ese momento a convertirse en enfermera (curiosa aspiración para quien se ha ganado triste fama por golpear a mujeres hasta la muerte, asesinar mediante disparos arbitrarios y otras atrocidades similares).  

Desde el ascenso del partido nazi, su fervor por el líder la llevó a convertirse en la perfecta encarnación del régimen creyéndose perteneciente a una raza elegida, llamada a limpiar el mundo de quienes no merecían habitarlo. La ideología nazi y la guerra crearon el caldo de cultivo idóneo para que Irma desarrollase toda su maldad en un ambiente de impunidad en el que podía dar rienda suelta a sus instintos más bajos cumpliendo las órdenes y expectativas de sus superiores. No sólo llevó a la muerte a miles de personas sino que se ensañó con ellas y disfrutó con una tarea que la envileció hasta el punto de causas rechazo a otras celadoras.

Irma Grese
“La bella bestia” es la última novela de Alberto Vázquez-Figueroa, publicada por Ediciones Martínez Roca, y en ella el autor toma la vida de Irma Grese para escribir una obra sobre la crueldad, la muerte y la supervivencia, pero también sobre el recuerdo y el olvido, sobre la trascendencia de nuestro paso por este mundo,

Como no debe resultar grato escribir sobre un protagonista tan execrable, Vázquez-Figueroa opta por servirse de un personaje interpuesto como narrador. Violeta Flores es una anciana cordobesa que desgrana a Mauro Balaguer, editor antaño exitoso y hoy venido a menos, su vida como sirvienta y esclava sexual de la bella bestia.

La anciana cree llegado el momento de publicar sus recuerdos ya que los tiempos que corren comienzan a resultarle demasiado parejos a los que vivió en su infancia y en los que conoció a Irma. Unos tiempos en los que se culpaba de la pobreza al extranjero, en la mayoría de las ocasiones más pobre aún, pero no por ello menos “culpable” a los ojos del odio.

La relación entre Irma y Violeta se remonta a los meses previos al inicio de la guerra, cuando la joven española vive en una granja del Norte de Alemania junto a su madre, su amante y su hermano recién nacido. Irma se siente atraída por la joven española, por sus negros cabellos y su piel oscura. Lo que le atrae de Violeta es lo mismo que, en otras personas, provoca su rechazo y odio (muchas veces las pasiones resultan extrañamente inexplicables). Allí se enamora de ella y la viola por primera vez, allí nace una relación enferma en la que Irma tomará el control de la vida de Violeta durante los próximos años.

Alberto Vázquez-Figueroa
 Anticipándose al inicio del conflicto militar, la familia Flores escapa a Polonia. Trágica elección puesto que unos días después de cruzar la frontera e instalarse, gracias a unos contactos, en unas instalaciones sanitarias dedicadas a crear vacunas contra el tifus, el Ejército alemán invade Polonia y se hace cargo del servicio médico. Sólo es cuestión de tiempo que Irma reaparezca para llevarse a Violeta Flores como asistenta (en la práctica, como esclava personal, para ser violada cada noche, para usarla y mancillarla y para crecerse ante ella, haciendo gala de toda su crueldad) y todo bajo la amenaza de acabar con la vida de su madre y hermano al primer intento de fuga.

En los años siguientes, Violeta se verá obligada a seguir a Irma por diversos campos de concentración y asistirá horrorizada a las masacres de prisioneros de guerra, judíos, gitanos y demás seres considerados infrahumanos por los nazis. Sólo el temor a causar la muerte de los suyos retiene a Violeta junto a su carcelera y solo la proximidad del fin de la guerra la decide a escapar a través de una Europa arrasada, tomando los papeles y el dinero que Irma había preparado para su propia huida.

Pero volviendo a los tiempos actuales, recuperamos a una Violeta Flores que exhibe una vitalidad y energía impropia de su edad. En sus charlas con el editor fuma puros, bebe cognac y come sin aparente contención, como si tuviera miedo de que la muerte le sorprendiera sin haber apurado el último instante. Tal vez haber vivido tantos años rodeada de muerte, creyendo que cualquier momento podría ser el último, la predispone a esa vitalidad que, por otro lado, contrasta notablemente con la apatía y sentido de derrota que destila Mauro Balaguer.

Aquejado por los posibles síntomas iniciales del Alzheimer (probable herencia de su padre), su pérdida de memoria es el contrapunto al ejercicio de Violeta por dejar constancia de sus recuerdos, dando sentido a lo sufrido para conocimiento de los que vendrán. Mauro se aferra también a sus recuerdos, pero por el temor a perder la noción de su propio yo. Esta lucha consume toda su vitalidad y optimismo, aceptada ya la derrota ante la enfermedad y las consecuencias que le acarreará.

La novela se articula en torno al diálogo entre el editor y la cordobesa. En ocasiones resulta algo forzoso y rompe el ritmo de la narración de la anciana, en otros casos sirve para aliviar una tensión excesiva e introducir reflexiones o paralelismos con la época actual.

Lo que resulta de la lectura de “La bella bestia” es una inmensa tristeza que ni siquiera la vitalidad de Violeta Flores logra disipar. Después de leer esta novela, seguimos sin conocer los verdaderos motivos que llevaron a Irma Grese a cometer sus crímenes y, por tanto, seguimos siendo incapaces de dar respuesta a la pregunta que formulamos anteriormente. Si no hubiera existido Hitler, si no hubiera habido una guerra, ¿habría existido la “bella bestia”? Probablemente no, lo que no hace sino dar más sentido al temor de Violeta Flores, verdadera protagonista de la novela, de que los tiempos pueden traernos nuevas Irmas.