2 de febrero de 2014

La ilusión de la empatía (Fernando R. Genovés)




I

Los científicos aseguran que a las pocas semanas de vida, un bebé es capaz de identificarse con los sentimientos ajenos. Si su madre llora, siente una profunda pena.  Si alguien ríe, tiende inevitablemente a reírse. Algunos lo llaman estrategia de supervivencia, mimetizándose con el entorno para sobrevivir, otros consideran que es la prueba de que la empatía es un atributo natural del hombre, algo que viene de serie.

Cuando se describen los compartimientos de asesinos en serie o de los psicópatas más peligrosos, los expertos afirman que la falta de empatía, la imposibilidad de ponerse en el lugar de sus víctimas, es una de las principales razones de la violencia irracional que estos monstruos despliegan. Algún tipo de tara psicológica ha derribado la barrera que la empatía ha levantado para garantizar la vida social.

Comprender al otro, ponerse en su lugar y asumir como propias las ideas ajenas se cuentan entre las recetas a muchos males de nuestra sociedad. Sobre este concepto caen como bandadas escritores, pseudocientíficos, terapeutas y políticos, ávidos por sacar provecho de la empatía, porque todos nos pongamos en su lugar, especialmente en sus bolsillos, para llenarlos con generoso impulso.

Al amparo de la misma idea, el reclamo crece y donde quiera que miremos siempre encontraremos a alguien deseoso de que ocupemos su lugar, normalmente para sacarlo de él y ocupar el nuestro.

Y es que es fácil caer en la simpleza de la expresión popular “ponte en mi lugar” y muy difícil expresar rechazo a la misma. No parece de buen gusto negarse a esta invitación a visitar el lugar ajeno, a sentir lo que otro siente y padece.

Pero las dudas que surgen una vez tomamos el tiempo suficiente para reflexionar al respecto son contundentes. ¿Puedo realmente ponerme en el lugar de otro?¿Llevaré conmigo mis ideas y prejuicios falseando la dislocación?¿Me impedirá este tránsito personal juzgar al otro? Si me fusiono en cuerpo y alma con el otro, ¿éste hará lo propio conmigo? Y si es así, ¿para qué tanta ida y venida? Y si no lo fuera, ¿no sería un juego tramposo y asimétrico que responde a fines interesados? Muchas preguntas que requieren una reflexión sosegada y coherente.

II


Fernando R. Genovés, doctor en Filosofía, Premio de Ensayo Juan Gil-Albert y autor de numerosas obras filosóficas y de otra índole, especialmente afecto al mundo de la ética, aborda en La ilusión de la empatía (2013) estas cuestiones desde múltiples perspectivas. Prima, evidentemente, la filosófica pero no deja de lado la política, la cultura popular y la influencia que la idea de la empatía ha tenido en el cine, gran pasión del autor.

La empatía refleja la esperanza de que podamos compartir el lugar del otro, sus sentimientos y pensamientos, en un esfuerzo por integrarnos en un todo social en el que las tensiones se diluyan. Los beneficios se dicen innumerables y por ello, su mera evocación levanta una ilusión a la que, en doble sentido, hace referencia el título de la obra,

Porque la ilusión también evoca el espejismo, la ficción que perseguimos con ahínco y que tantas veces como nos acercamos a ella, más lejana y esquiva se nos muestra. De este modo, la empatía parece convertirse en una eterna promesa siempre por cumplir (la más peligrosa de todas las promesas).

No se trata aquí de glosar la reflexión filosófica de Genovés. Para quienes recuerden las lecciones del Bachillerato Unificado Polivalente (nombre tan extraño hoy como me resultaba el “Preu” de la generación de mis padres), en el libro se concitan mentes tan brillantes como Sócrates, Aristóteles, Epicteto, Marco Aurelio, Cicerón, Montaigne, Locke, Hume, Adam Smith, Schopenhauer, Unamuno y Ortega y Gasset, entre otros muchos. También desfilan por sus páginas los conceptos de relativismo moral, utilitarismo, victimismo o moral pública.

La nómina parece impresionante pero Genovés les hace hablar a todos ellos exponiendo sus teorías al respecto. Desde los Antiguos, más preocupados por el respeto a uno mismo, es decir, por procurar un recto proceder, fijando límites al otro si fuera preciso, en el afán de que cada uno ocupe su lugar y no el de otro, hasta las corrientes ilustradas del felicismo utópico, según el cual, a modo de un Verano del Amor dieciochesco, la fusión con el otro, en sus alegrías y especialmente en sus penas, nos llevará a un paraíso terreno.  

Es sabido que la educación de nuestros días es lamentable, pero la nuestra debió ser excelsa sin parangón, por lo que no redundaré en lo que, sin duda, todos ya conocemos. Tan solo reflexionaré sobre dos ideas que me han interesado especialmente.

Adam Smith es el padre de la economía moderna. Su libro La riqueza de las naciones (por simplificar su prolongado título original)  es un compendio de los conocimientos de su tiempo, con infinidad de curiosidades y detalles históricos (un tiempo en el que los libros de economía hablaban de la economía y la vida, no de modelos y ecuaciones) en el que aseguraba que una “mano invisible” -concepto que nunca empleó como tal- guiaba la acción dispersa, autónoma e interesada de los particulares en busca de su propio beneficio, para lograr la riqueza colectiva. En otras palabras, procura hacerte rico que, por el camino, tú y otros muchos como tú, haréis que todos mejoremos.

Esta idea, piedra central del capitalismo, es denostada a menudo por justificar el egoísmo económico y servir de excusa a quienes se enriquecen a costa del débil. Realmente, la intención de Smith era remover la intervención del Estado con las trabas que en la época imponía al libre tránsito de mercancías, las rígidas estructuras gremiales o los diezmos.

Pero lo que resulta sorprendente es que el Smith economista era vocacional y autodidacta, libre para observar lo que veía y obtener sus propias conclusiones. El Smith catedrático de filosofía (representado  en lo que aquí nos concierne por su Teoría de los sentimientos morales, tratado en el que hace la apología de ponerse en el lugar del otro) era deudor de las ideas de su época y de una profunda corriente inglesa (debidamente exportada a los Estados Unidos) que defendía la simpatía como virtud social, paradigma de lo deseable y requisito al que todo hombre debe aspirar. La identificación con el otro que Adam Smith requiere alcanza a los vivos y a los muertos, y casi a cualquier ser vivo (otros llegarán que den el salto final).

Adam Smith defiende la simpatía/empatía como un unificador social, un concepto que permite superar el enfrentamiento social (ese temor que aqueja a los ingleses desde su revolución en el siglo XVII) homogeneizando y suavizando la violencia propia de la naturaleza humana.



En un brillante reto, no solo dialéctico, Genovés propone el respecto y la hipocresía social como verdaderas virtudes, forjadoras de sociedades más justas, preocupadas por resguardar lo propio evitando apropiarse de lo ajeno. A fin de cuentas, el juego social consiste precisamente en eso, en aceptar los límites, renunciando a ocupar el lugar de otro, bien activamente (imponiendo dictatorialmente mi criterio), bien pasivamente (obligando a otros a asumir el mío merced a la empatía). De ahí que la hipocresía resulte más beneficiosa socialmente que la simpatía.

Aquí entramos en la segunda cuestión que querría destacar: las consecuencias del enfoque empleado para definir los límites propios y ajenos, esa barrera que se fundamenta en la simpatía o en la hipocresía, pero que se convierte en el último fortín de las sociedades libres.

La Teoría de la Justicia de John Rawls reflexiona sobre cómo crear una sociedad basada en la Justicia sin que pesen las circunstancias de cada uno. Ese momento constituyente viene precedido en su teoría del llamado velo de la ignorancia por el que las circunstancias personales de cada cuál quedan veladas u olvidadas de modo que cada ciudadano constituyente pueda consensuar, conceder o acordar unas leyes de Justicia equitativas. Una vez logrado este acuerdo constituyente, Rawls levanta ese velo y cada uno vuelve a ocupar su posición original.

Se trata así de que cada uno ocupe una posición virginal que permita alcanzar acuerdos básicos en términos de justicia pero no pretende cambiar la realidad, logrado el acuerdo, se retira el velo y cada uno vuelve a su posición original, los ricos como ricos, los miserables como tales, los inválidos con sus limitaciones, pero ahora todos regidos por unos principios básicos y aceptados por el conjunto. En este contexto, parece innecesaria la idea de empatía.

Sin embargo, autores como Thomas Nagel, exigen una renuncia a nuestros propios intereses junto a una plena identificación con los del otro, con sus juicios de valor y sus puntos de vista. Pero, si yo ocupo plenamente el lugar del otro y éste el mío, ¿avanzaremos algo en nuestro común esfuerzo por lograr un marco de consenso? Podemos aceptar que Nagel pretenda con su teoría cimentar una sociedad en la que ningún miembro quede desprotegido, pero Genovés cree que hay mejores caminos que el de la empatía y la renuncia a uno mismo, otras virtudes sociales que promover, como la compasión, la hipocresía social, la responsabilidad, el entendimiento y el pacto, el amor propio, el respeto y el auto-respeto, menos ilusorias e interesadas.

III



 Aunque así expresada, la idea de la empatía parece propia de pensadores y políticos, lo cierto es que su calado popular es innegable. Entre las muestras de la cultura popular ninguna más evidente y masiva que el cine. Genovés rastrea algunas escenas, películas o series en las que ocupar el lugar ajeno se convierte en punto central, concluyendo así su libro con una sonrisa inteligente.

¿Debe un actor empatizar con el personaje e identificarse con él, o debe simplemente actuar? Dustin Hoffman y Laurence Olivier  en Marathon Man son ejemplos, respectivamente, de ambas posturas, con resultados excelentes en ambos casos. También se destaca que la filmografía de Billy Wilder es muy rica en situaciones en las que ocupar el lugar ajeno se convierte en desencadenante de la trama, como en el caso de Con faldas y a lo loco,  en la que Tony Curtis y Jack Lemmon vuelven a ser ejemplo de dos modos de afrontar un personaje, desde la interpretación y desde la identificación.  

Pero la escena que más me ha gustado, tal vez porque guardo un recuerdo vívido de la misma, es la de un capítulo de la serie Frasier. Niles, hermano del protagonista, contrata a un terapeuta para llevar a cabo varias sesiones de terapia de pareja en un último intento por salvar su matrimonio, desconociendo que el profesional, saltando su código deontológico, ha comenzado a acostarse con su mujer. Dejemos que el propio Genovés nos lo narre.

El enredo y las situaciones propias de la comedia les llevan a ambos a la misma cama, bajo la sombra de la confusión de personalidades y de la penumbra que ampara al amor, con la convicción, en cada caso, de que el acompañante del lecho es Maris. De repente se enciende la luz de la estancia y la claridad hace patente el error. Niles ofendido y humillado le reprocha al doctor la infidelidad y la deslealtad profesional por beneficiarse de una paciente, que además es su esposa, aún. El atribulado asesor queda al descubierto, al desnudo por así decirlo, y sólo acierta a farfullar inútiles explicaciones. Finalmente, apelando a la ciega pasión como último motivo de su actuar acierta a confesarle a Niles: — Estaba ciego por el deseo y no sabía lo que hacía, en fin, póngase en mi lugar...
Réplica de Niles:
— ¿Que me ponga en su lugar? He estado a punto de hacerlo...

Como le ocurre a Niles, pongámonos en el lugar de otro si así lo deseamos, pero al menos que sepamos que lo estamos haciendo y que ninguna ilusión turbe nuestra vista y nuestra elección. 




7 de enero de 2014

We´re Going To See The Beatles – An Oral History of Beatlemania as Told by the Fans Who were There



Se dice que cuando Kennedy fue asesinado el 22 de noviembre de 1963, los Estados Unidos quedaron sumidos en un periodo de consternación trufado de rumores, amenazas y miedos. Las esperanzas de un cambio político y generacional quedaron cortadas de raíz y la imagen juvenil del Presidente fue sustituida por la mucho más convencional de Lyndon B. Johnson. Todo volvía a su cauce.



También se dice que ese periodo de temores generó un repliegue y una tensión soterrada que fue transmitida a los más jóvenes, en sus últimos años de instituto. Una generación demasiado joven para haber conocido el origen del rock and roll y ser seguidores de Elvis, pero lo bastante interesada en la música como para no aceptar los estereotipos con los que la industria musical quería barrer los vestigios de ese movimiento que había nacido y crecido libre de su control.


Gracias a emisoras locales o estatales, con DJs independientes (Cousin Brucie, Murray the K y tantos otros) que impulsaban los discos al margen de consideraciones raciales o de buen gusto, estos chavales tenían una ventana abierta por la que dejar escapar la tensión y sacudirse el sopor invernal de aquel final de año lúgubre.



Y así se cuenta que cuando el 17 de diciembre de 1963 se radió por primera vez I Want To Hold Your Hand en una emisora (la WWDC de Washington) comenzó a rodar una bola que se convertiría en la beatlemania en estado extremo, más allá de lo que hasta la fecha ya había ocurrido en Inglaterra y otros países europeos.



 En efecto, I Want To Hold Your Hand fue el primer disco de los Beatles publicado en Estados Unidos por Capitol, filial americana de la EMI inglesa que poseía el catálogo del grupo. Hasta la fecha, y ante el rechazo de Capitol, EMI había cedido los derechos de los primeros singles de los Beatles a un par de pequeñas discográficas que apenas habían publicitado los temas. Pero todo parecía haber cambiado. Sea por la necesidad de una válvula de escape, sea porque este single encajaba mejor con los gustos americanos que los previos, lo cierto es que en pocos días las emisoras parecían dedicadas en exclusiva a propagar la música de los Beatles.


Dado que apenas había material que radiar, el tiempo se ocupaba con noticias de todo tipo sobre los cuatro músicos. Su apariencia (ningún adolescente sabía realmente cómo eran), sus gustos, sus orígenes, sus influencias. Aún no se había publicado oficialmente el single en los Estados Unidos y ya era la canción del momento, generando un entusiasmo fuera de control en torno al grupo.  



Los hechos siguientes son de sobra conocidos. I Want To Hold Your Hand alcanzó el número 1 de las listas de éxito, Capitol recuperó los derechos de todo el catálogo inglés de los Beatles y comenzó su lamentable política de lanzar LPs con contenido diferente al de sus equivalentes en el resto del mundo, saturando el mercado y copando el Top Ten americano con sus canciones. Hubo una semana en la que entre los diez singles más vendidos ocho eran de los Beatles. .




El grupo viajó poco después a los Estados Unidos y a su llegada al aeropuerto recientemente rebautizado Kennedy, fueron recibidos por una avalancha de adolescentes (la mayoría a escondidas de sus padres, abandonando las clases). Sus ruedas de prensa se convirtieron en un paseo en el que se ganaron a los periodistas con su sentido del humor, permitiendo llenar decenas de hojas de prensa con noticias alejadas de temas más dolorosos como la creciente implicación de los Estados Unidos en Vietnam o la lucha contra la segregación racial.



Su actuación en el Ed Sullivan Show supuso durante años récord de audiencia y expuso por primera vez al público americano la imagen de los Beatles. Sus pelos largos causaron escándalo más allá de lo que había ocurrido en Inglaterra. Pero su apariencia y su humor no parecieron despertar un rechazo frontal de los padres más tolerantes. siguió un concierto en Washington y otra actuación en el Ed Sullivan Show.



A su vuelta a Inglaterra dejaron un país ávido por su regreso para la anunciada gira veraniega. Nuevos discos mantenían el fuego crepitante y las giras de los tres años siguientes cimentaron la adolescencia de muchos de los que acudían a sus conciertos o simplemente se entusiasmaban con su música y lo que representaban.  



No nos engañemos, los miles de adolescentes que llenaban los estadios no acudían a un concierto de música. Su único deseo era compartir espacio con sus ídolos, respirar el mismo aire o simplemente vivir una experiencia que se consideraba única. La música era lo de menos.

De hecho, los propios músicos eran incapaces de escucharse entre ellos con unos equipos de sonido muy limitados que, muchas veces, se enchufaban directamente a la megafonía de los estadios, con el consiguiente efecto de eco, retardo y distorsión. ¿Cuál es el sentido de tocar música cuando nadie la escucha y tú mismo no puedes mejorar porque no te escuchas?


Pero la música terminó por triunfar mas allá del griterío, las carreras y os lloros. Precisamente fue en los Estados Unidos donde los Beatles dieron su último concierto, en el Candlestick Park de San Francisco el 29 de agosto de 1966 dando inicio a una etapa centrada en la grabación de música en el estudio consolidando la tendencia de discos anteriores como Rubber Soul y especialmente Revolver. Los Beatles pasaron al mundo de la contracultura con el Sgt Pepper's o Magical Mistery Tour sin abandonar las listas de éxito. Y allí les siguieron sus fans, perdiendo a algunos pero ganando a otros, hasta su disolución en 1970, cerrando así la década que ayudaron a definir.  .



Este viaje no tendría sentido sino fuera por quienes se vieron influenciados por aquella música y aquel tiempo. Ellos son los protagonistas y su testimonio es tanto o más valioso que el de periodistas o historiadores. Menos imparcial pero más personal, directo y revelador de lo que ocurrió y sus causas. Cuál fue el desencadenante, cuáles las claves de una histeria que desde fuera es difícil de comprender.




We´re Going To See The Beatles – An Oral History of Beatlemania as Told by the Fans Who were There es precisamente lo que el título describe, una historia construida por entrevistas a fans que vivieron aquellos momentos. Kathy Albender, Leslie Barratt, Barbara Allen, Paul Chasman, Mary Ann Collins, Linda Coopergrew, Douglas Edwards, Lila Kraal o Klaire Krusch son nombres de algunos de los entrevistados que acudieron a recibir a los Beatles al aeropuerto Kennedy en su primera visita, que los vieron en el Hollywood Bowl o que estuvieron en el Shea Stadium.



Todos ellos cuentan su experiencia, su necesidad de cubrir emocional y sentimentalmente sus primeros años de juventud con una banda sonora, con una imagen y con un estilo que no terminaban de encontrar. Todos cuentan el impacto inicial de la música y, solo posteriormente, el impacto visual a través de la televisión o en directo. La experiencia en los conciertos, donde muchas fans se hacían el firme propósito de no gritar pero terminaban gritando, llorando y corriendo como todas las demás, perdiendo zapatos pero conservando las entradas como recuerdo hasta nuestros días. 




Los textos van acompañados de fotografías de los protagonistas antes de los conciertos, en sus habitaciones empapeladas de fotos de sus músicos preferidos, con sus vestidos tratando de asemejarse a la oda inglesa dando un tono más personal e íntimo al relato.



El libro se organiza cronológicamente y cada capítulo va precedido de una explicación para poner en contexto las declaraciones posteriores lo que ayuda a articular y dar coherencia a un relato que, de otro modo, resultaría inconexo y fuera de contexto especialmente para los que no estén muy familiarizados con la historia del grupo.



La compilación es obra de Gary Berman y cuenta con un prólogo de Sid Bernstein, promotor, entre otros, del concierto en el Shea Stadium. También prologa Mark Lapidos, organizador de The Fest For Beatles Fans



No nos engañemos. El libro está escrito por fanáticos de los Beatles y es de consumo interno, para conversos avanzados. No es un relato histórico de la beatlemania en los Estados Unidos. Es más bien una ventana abierta para quienes no pudieron vivir ese tiempo o quienes quieran recordarlo (a veces sólo lo escrito ofrece legitimidad al recuerdo). Pero me resisto a creer que este libro no pueda tener interés para otro tipo de lectores. Así, el relato de las condiciones de vida americana es muy revelador. Cómo los jóvenes apenas salían de sus casas sin sus transistores, a la espera de oír un nuevo éxito capaz de cambiarles la vida, lo que solía ocurrir casi cada semana, como es habitual a esa edad. Las tretas para evitar el férreo control de os padres sobre qué discos comprar.




Cómo se organizaban los conciertos de la época, plenos de amateurismo, en los que los Beatles no eran más que el último grupo en un cartel en el que se mezclaban grupos de éxito con actuaciones más propias del mundo circense o de la comedia. Cómo se trataba de manipular a los jóvenes y volverles en contra de la música que amaban, especialmente durante la última gira del 66.



La segregación racial aparece con toda su crudeza, al igual que los problemas adicionales de los jóvenes de colegios católicos donde seguir al grupo era un auténtico problema, por no hablar de dejar crecer el pelo o llevar fotografías de sus ídolos. También se pone de manifiesto cómo el negocio de la música de la época estaba en manos de pequeños empresarios locales, capaces de alquilar espacios que apenas reunían los requisitos de seguridad mínimos para acoger a grandes multitudes exaltadas. También queda de manifiesto cómo los fans crecen y maduran al mismo tiempo que su grupo, variando sus objetivos vitales y tejiendo una relación permanente en el tiempo.



El lector podrá pensar qué habría hecho en el caso de vivir aquel tiempo. Ceder a la locura o si aferrarse a la cultura bienpensante. También me he preguntado que habría hecho como padre, mejor aún, qué haré como padre cuando llegue el momento y de qué lado estaré. Como advertía Dylan, otro genio de su tiempo, pocos meses antes de I Want To Hold Your Hand, “padres y madres de esta nación, no critiquéis lo que no sois capaces de comprender”. Y para esto sirve el libro, para entender aquello que tal vez no seamos capaces de comprendamos.   


24 de noviembre de 2013

Walden (Henry David Thoreau)





Nada como los viejos tiempos. Ahora corremos a todas partes, siempre pendientes de aquello que tenemos que hacer a continuación, siempre con un ojo vigilante sobre el implacable reloj. Los horarios laborales son infernales, las obligaciones familiares y sociales se multiplican sin fin. Atascos, aglomeraciones, centros comerciales, todo parece confluir para agotarnos física y mentalmente. La tecnología ha acelerado el progreso a un ritmo que dificulta el ser consciente de los cambios que se suceden a nuestro alrededor.



Sobre este abono crecen los oportunistas, los profetas y agoreros, los profesionales del engaño o las sectas religiosas, todos ellos ávidos por conquistar nuestras mentes y, normalmente, nuestros bolsillos con sus promesas de retorno a un pasado idílico sin prisas, sin obligaciones, con una vida más ajustada a la sagrada naturaleza.



Sin llegar a estos extremos, todos conocemos ejemplos de nuevos ascetas que renuncian a gran parte de las ventajas de nuestros días para refugiarse en algún negocio rural con el que conciliar vida y sustento. Tampoco nos resultan desconocidos los que se aíslan suprimiendo la televisión de sus salones o comprando solo productos naturales y cocinándolos de un modo que a nuestras abuelas les aterraría.



Algunos de estos ejemplos se plantean más bien como experiencias para compartir, verdaderos ensayos sobre formas de vida alternativa. No hace mucho se publicó la noticia de una familia australiana que no sólo apagó la televisión sino toda la electricidad de la casa. La cocina se alimentaba de leña y la vida seguía el constante aunque estacional ritmo solar. La madre redactó un opúsculo con las ventajas que este tipo de vida había traído a su familia. Sorprendentemente dicho libro se publicó digitalmente, no en pergamino de cuero curtido. Prefiero no considerar la posibilidad de que el libro fuera escrito en un ordenador a escondidas de su progenie.



También Paul Miller, periodista de tecnología en la prestigiosa The Verge se comprometió con la revista en no visitar internet durante un año y contar su experiencia. Su artículo dando cuenta de apagón digital es demoledor. Lejos de ganar tiempo para leer, estar con sus amigos, pasear y disfrutar del aire libre, descubrió que al poco tiempo de iniciar su nueva vida volvió a enclaustrarse en casa, abandonó su empeño por los clásicos y perdía el tiempo tan estúpidamente como antes lo venía haciendo con juegos o a la deriva por la wikipedia.



Que se me perdone el tono irónico de estos párrafos. ¿A qué tiempo remoto atribuimos esos valores que tanto añoramos? ¿En qué momento los hombres han estado satisfechos con su vida esquivando el deseo de la huida (o el refugio) de su presente? La respuesta no es complicada: Nunca.



El autor
Todas estas cuestiones rondaban mi cabeza mientras leía las primeras páginas de Walden el libro de Henry David Thoreau en el que recoge su experiencia de dos años (1845 - 1847) viviendo en el bosque, alimentándose de cuanto recogía o cultivaba, fabricando su casa o sus muebles con sus propias manos y recorriendo la inmensidad de la laguna, por sus orillas o en bote, mientras aún le quedaba tiempo para sus lecturas, el estudio y la conversación con cuantos se acercaran a visitarlo, intencionada o furtivamente.



Thoreau inicia el libro ofreciendo una velada censura a sus conciudadanos de Concord corroídos por las prisas, por la pasión por la prensa vociferante, preocupados por pagar las hipotecas sobre los solares en los que edificaban sus casas o por los préstamos para la compra de ganado y simiente. Critica a quienes desean viajar en ferrocarril perdiendo la belleza de los paisajes a cambio de un mero ahorro de tiempo o a quienes siguen los dictados de la moda y pretenden emplear más de una camisa por invierno. En suma, critica despiadadamente un mundo (el de mediados del siglo XIX, en un país aún por definir y conformar) que muchos podrían tomar como referencia idílica de sus anhelos presentes.



Pero volvamos al verano de 1847, fecha en la que Thoreau da inicio a su experimento. Con paciencia científica, deja constancia en el libro de cada centavo empleado y el destino del mismo: maderas, semillas, piedras para reforzar los cimientos o construir la chimenea, aperos de labranza, en definitiva, pretende cifrar el coste de vivir por sí mismo frente al de vivir con ataduras sociales.



Como si fuera una guía para futuros pioneros, Thoreau da cuenta de cada una de sus acciones, del modo en que planta sus semillas (cuáles y en qué cantidad), cómo recogerlas y cómo conservarlas. Da noticia de su espartana alimentación y da cuenta de lo inmejorable de su estado de salud.



Thoreau pretende demostrar que un hombre puede salir adelante sin mayores problemas, y a un coste mínimo, tomando las riendas de su vida, fijando unas prioridades y suprimiendo todo aquello que las aleja o difumina.



Llegamos así al punto central de Walden y, por extensión, de casi toda la obra de Thoreau. La primera de ellas es la austeridad, que se convierte en guía de vida y supremo criterio para suprimir todo aquello superfluo e innecesario. Dentro de la tradición puritana anglosajona, Thoreau exacerba este ascetismo para denunciar todo aquello que se considera imprescindible, todas aquellas comodidades que hacen de la vida algo deseable para muchos, pero un estorbo para lograr lo que pretendemos.



Porque éste es el segundo concepto clave en la filosofía de Thoreau, la idea de que todo hombre debe conocer qué desea en la vida, definir su propio destino en una tabla rasa, sin condicionantes externos y, a continuación, seguir ese impulso coherentemente, por esforzado que resulte.



De ahí que este experimento (su vida en general) tenga como primer objetivo demostrar la viabilidad del proyecto de vida propuesto. Para Thoreau, este objetivo muy bien pudiera resumirse en una vida de estudio, lectura, escritura y reflexión de cuanto le rodea, al modo de un Diógenes del Nuevo Mundo.  

Ribera de la laguna de Walden
Pero no creamos que el Thoreau de Walden es un ermitaño huraño refugiado en su cabaña, aislado del mundo. El libro está poblado de las conversaciones que mantiene con sus amigos y con diversos personajes de toda índole con los que traba relación y a los que interroga sobre su parecer respecto de la experiencia que está llevando a cabo.



Precisamente es durante estos dos años cuando tiene lugar el célebre incidente que lleva a la detención de Thoreau por negarse a pagar impuestos dado que no quería sostener con su dinero la guerra contra Méjico. Este posicionamiento, así como su negativa a cumplir con la ley que prohibía auxiliar a los esclavos fugitivos del Sur, le llevaron a la elaboración de su teoría sobre la desobediencia civil por la que hoy es célebre y reconocido, pese a que su visión es claramente individualista.



Tampoco podemos pasar por alto que, al margen de las consideraciones reflexivas de la obra, Walden es por encima de todo un canto a la Naturaleza, un paseo por sus bosques, una visita a sus aguas y a su entorno. Unos paisajes que ya comenzaban a verse acosados por la expansión del ferrocarril o por la explotación del hielo y que Thoreau sabe describir con la pasión y detalle de un naturalista avezado. Tal vez éstas sean las páginas más hermosas de Walden y en las que el autor más haya dejado volar la pluma de su lirismo.



Thoreau se muestra sorprendido de que sus contemporáneos hayan dado la espalda a la laguna de Walden, que se refugien en la ciudad pese a los inmejorables ejemplos que la Naturaleza puede ofrecer al hombre, tanto respecto al modo de llevar una vida como sobre los verdaderos fines que todos debemos perseguir.


Reproducción de la cabaña construida por Thoreau
 Es tal vez momento de destacar la labor de la editorial Errata Naturae a la hora de publicar este libro completándolo con hermosas ilustraciones de la época en las que aparecen aves, flora, herramientas de cultivo y otros muchos objetos citados en el texto. La traducción de Marcos Nava y, especialmente sus notas a pie de página, contribuyen a aclarar numerosas cuestiones, tanto históricas como biográficas que ayudan a una visión más completa del texto.



Gracias a estas notas sabemos que Thoreau no logra escapar a las trampas de esta huida hacia el idilio. Poco se dice en la obra sobre la contribución de su amigo Ralph Waldo Emerson que le prestó el terreno sobre el que construir su cabaña y a cuya casa en las afueras de Concord solía acudir la mayoría de las tardes durante su estancia en Walden para, entre otras cosas, ....¡leer la prensa que tanto criticaba!


De hecho, este tipo de experimentos y reflexiones deben servir como sano contrapunto a nuestras vidas, para darles algo de cordura y sentido. Pero, al menos en lo que a mí se refiere, en tanto no sepa de qué huir ni a dónde ir, prefiero quedarme donde estoy y disfrutar de este maravilloso libro.


23 de septiembre de 2013

Hollywood revelado (Coord. Fernando R. Genovés)




Hollywood revelado (Editorial Ártica, 2012) evoca, en primer lugar, el delicado proceso de revelado fotográfico que requiere toda película y que, fotograma a fotograma, construye una ficción que se nos ofrece con apariencia de realidad. Aunque las técnicas modernas hayan desterrado para siempre los líquidos y los cuartos oscuros, el término sigue presentado ese matiz de alquimia mágica que tanto conviene al llamado séptimo arte.

Pero, en otro sentido, el revelado que pretenden los autores se refiere también al hecho de traer a la luz aquello que ha quedado oculto, bien por el paso del tiempo, el cambio en las corrientes cinematográficas o por cualquier otra razón; levantar ese velo que oculta o difumina una realidad desconocida o, en todo caso, poco publicitada.  

Tampoco podemos pasar por alto las connotaciones religiosas del término. Revelar significa proclamar una verdad, expandir la buena nueva y compartir con otros el conocimiento que se tiene sobre algo. No es otra cosa lo que hacen los autores de este volumen cuando propagan su pasión por unas figuras relevantes de la historia del cine que merecen una atención de la que el tiempo, la crítica o el público general les ha privado.

Es tiempo de informar de que Hollywood revelado es una obra escrita a cinco manos encargadas cada una de ellas de dos capítulos dedicados a diez directores poco conocidos o, en algún caso, del que poco se conoce (nótese el matiz).

La coordinación de la obra (así como la introducción y dos capítulos de la misma) corre a cuenta de Fernando R. Genovés, quien desde su Cinema Genovés, renueva cartelera cada lunes trayendo al presente títulos que merecen no ser olvidados.

Los cuatro restantes autores (Josep Carles Laínez, Hilario J. Rodríguez, Carlos Tejeda y Enrique S. Tenreiro) comparten con Genovés su pasión por el cine y la vocación divulgadora, tanto a través de medios escritos como de Internet..

Visto el percal, el lector puede temer encontrarse ante una obra en la que se ensalza a remotos personajes, probablemente de la época del cine silente o de los que apenas se conserven unos retazos de una película perdida, probablemente desconocida hasta el feliz hallazgo de unos rollos en un pajar de Colorado. No. Para esto ya hay otros libros que alimenten el ego del perfecto esnob cinéfilo.

Hollywood revelado no recurre a lo desconocido, sino a aquello que merece ser mejor conocido. Tranquilizará al lector saber que entre las obras de los diez directores aquí tratados, se encuentran películas tan conocidas como Sonrisas y Lágrimas o Bonnie and Clyde, entre otras. Pero muchas veces, el éxito de una única película borra hasta el olvido el reto de la obra, sumiendo al autor en un limbo del que ser redimido.


Sin abandonar aún el título, Hollywood revelado no nos habla tan solo de estos diez directores sino que ofrece un fresco panorámico sobre ese paraíso artificial cuyo nombre es sinónimo de cine.

Asistiremos así al nacimiento de una industria que pronto pasará a convertirse en una de las primeras del país y en la que los verdaderos protagonistas serán los estudios, capaces de ofrecer al público una creciente espectacularidad en decorados, vestuarios o coreografías en una trepidante competición en la que, sorprendentemente, los directores no eran más que los contratados destinados a poner un poco de orden  y dotar de coherencia al trabajo de actores  guionistas.

No es extraño que los primeros directores llegasen del mundo de la industria y fueran ingenieros o tuvieran formación técnica. Los grandes estudios producían películas en serie y el método a aplicar en la gestión era similar al de cualquier cadena de producción. Los directores eran un eslabón más y, si gozaban de la confianza de sus patronos y de cierto éxito comercial, encadenaban varias películas el mismo año, saltando de un género a otro con plena naturalidad.

Pronto llegará un tiempo en el que esa versatilidad será denunciada como ausencia de estilo y en el que la fidelidad a un estudio que facilita los medios para continuar creando será vista como un seguidismo impropio de la grandeza de la dirección.

Y es que la tradición europea (donde la falta de presupuesto no permitía la existencia de grandes estudios) comenzó a girar en torno a algunos creadores que plasmaban su visión en las películas dotándolas de una impronta característica convirtiéndose en  verdaderas estrellas. Uno no ve una película protagonizada por Jean-Pierre Léaud sino dirigida por François Truffaut. El cine comenzó a dejar de ser entretenimiento para convertirse en el medio de expresión del director que asumía un papel que no tenía en Hollywood será asimilada por la crítica, certificando la defunción de los artesanos del cine, de esos directores habituados a resolver problemas, ajustarse a los plazos y no rendirse por no conseguir a las estrellas adecuadas para un guión de encargo.

Los primeros capítulos de este libro se dedican a este tipo de cineastas. John Cromwell quien con su procedencia teatral convertía los platós en escenarios, impulsando la actuación de sus protagonistas. Otro pionero, W.S. Van Dyke, un rudo director que plasmó su experiencia vital (se ganó la vida de casi todas las formas imaginables) en un cine directo y tal vez tosco, capaz de recorrer el mundo en los escenarios de sus películas y de ofrecer una visión del salvaje bueno anticipándose a su tiempo.


 Clarecen Brown es otro director importante en el que lo extenso de su obra contrasta con lo menguado de la bibliografía que la estudia, y ello a pesar de que dirigió algunas de las mejores películas de Greta Garbo o impulsó la carrera de una joven Elizabeth Taylor.

Pero la discreción es patrimonio frecuente entre estos autores revelados. Frank Borzage que gozó de gran popularidad en su tiempo para caer en un brusco olvido. Sus películas giran en torno al amor, pero con un enfoque peculiar, sin mostrar la pasión o el desenfreno, sino la experiencia interior de este sentimiento.

Otro creador que se sale de los campos trillados mostrando una modernidad que no le ha sido reconocida, es Rouben Mamoulian. En sus películas, la dialéctica actor-espectador salta en pedazos gracias a sus primeros planos en los que los rostros interrogan al espectador desprevenido. En su escasa obra, apenas dieciséis títulos, el amor se convierte en redentor de vidas abocadas a la perdición. Pero esa redención no contradice su visión de las clases sociales como estancias independientes en las que apenas hay (o debe haber) cauces de comunicación y tránsito. Cada uno en su lugar, aceptando la ruleta del nacimiento.

Pero este estatismo social queda roto en la obra de Mitchell Leisen, en la que el fingimiento y las apariencias permiten que se inmiscuyan en la alta sociedad pobres diablos probando de qué materia se compone ésta. Sus películas corales se convierten en trepidantes comedias con toques de melodrama en una sucesión de escenas y diálogos dignos de las comedias de enredo barrocas.

Y si hablamos de equívocos, nada mejor que recordar a Gordon Douglas cuyas películas están repletas de héroes que se alejan del buenismo predominante en la época. Sus detectives son herederos de las obras de Hammett, personajes que bordean la legalidad, solteros pero siempre rodeados de hermosas (y peligrosas) mujeres. Curiosamente, la virilidad de que adorna a estos personajes, contrasta con su desdén por otras razas a las que parece creer incapaces de emular a estos héroes.

Robert Wise es otro director injustamente olvidado. Tal vez los trekkies le conozcan por dirigir Star Trek: la película. Pero los apasionados por los musicales encontrarán en West Side Story o Sonrisas y lágrimas lo mejor de su obra. Tampoco sus obras de ciencia ficción quedan atrás, como en el caso de La amenaza de Andrómeda. Tal vez su extensa carrera (su obra abarca desde 1944 hasta el 2000) y su profesionalidad en géneros tan variados como los citados no le han permitido un reconocimiento a la altura de su mejor cine, basado más en la sugerencia y la elipsis que en la exhibición directa y explícita de los hechos.

Pero los tiempos cambian y a finales de los años cincuenta comienza a llegar una nueva hornada de directores con un nuevo enfoque. Para ellos, el cine ya está inventado, es un lenguaje consolidado que conocen al dedillo y aportan la frescura e inmediatez de la televisión, un medio en el que muchos ya han hecho carrera.


Directores como Robert Mulligan, siempre unido a Matar un ruiseñor, que indagará sobre el mundo de la infancia y el proceso de maduración que comporta, normalmente desde la perspectiva de un adulto que recuerda el pasado con un deje de melancolía. Obras como Verano del 42 o El otro inciden en esta idea.

El décimo y último director revelado es Arthur Penn, responsable de la archiconocida Bonnie and Clyde. Al igual que en otros títulos de su filmografía, sus protagonistas muestran su rechazo a la sociedad que les rodea y juzga, un enfrentamiento destructivo fruto siempre de algún trauma o desarreglo en la niñez. Niños que querrán seguir siéndolo por siempre, pese a quien pese (normalmente, ellos mismos).

Nótese que comenzamos hablando de directores con oficio, sin temas propios y, según avanzamos en las biografías comienza a hacerse notar esa idea que persigue al director en diversos filmes hasta convertirla (discúlpese la simplificación) en el eje central de su obra.  

Al igual que cada director tiene su propio estilo, los cinco autores de este libro tienen el suyo propio. Más aún, en este caso no ha existido pretensión de uniformidad. No sólo hay diferencias en cuanto al estilo literario, sino respecto al enfoque empleado. En algunos casos, los capítulos se centran más en la obra de un autor en su conjunto, en otros, se detallan algunas películas capitales con precisión y celo. Sí se aprecia un intento de no conceder excesiva relevancia a los aspectos biográficos, salvo cuando aportan luz al estudio de la obra, siguiendo así el bíblico precepto (“por sus obras les conoceréis”).

De este modo, no solo la lectura avanza de modo ágil sino que asistimos a diversos modos de ver el cine, de enfrentarse a una obra muy extensa en la mayoría de los casos pero de la que se puede extraer una especie de mínimo común denominador.

Porque ésta es la gran lección de Hollywood revelado. No se trata, que también, de conocer la obra de unos directores que merecen un reconocimiento, se trata del modo en que nos aproximamos a ella, el modo en que somos capaces de enjuiciar más allá de las convenciones al uso, según nuestro propio gusto y criterio. Porque, qué duda cabe, ese gusto debe educarse y formarse, principalmente a través del visionado del mejor cine, pero también a través de la reflexión de quienes ya han recorrido ese camino y vuelven de este viaje prestos a revelarnos cuanto han visto.