8 de febrero de 2015

Trieste (Claudio Magris y Angelo Ara)





Trieste es una pequeña ciudad italiana a orillas del Adriático con un pasado convulso que ha hecho de ella durante varios siglos una rara avis,  un caldo de cultivo para emprendedores y arribistas pero también un cruce de influencias que permitió el desarrollo de una tradición literaria en torno a lo que se ha venido llamar triestinidad¸ un esfuerzo por definir la vida suspendida en ninguna parte que ha logrado trascender las fronteras de su parco territorio.

Trieste (Ed. Pre-textos, 2007), escrito por Claudio Magris (triestino y Premio Príncipe de Asturias) y Angelo Ara, traza un recorrido por la peculiaridad del enclave desde la Edad Moderna hasta nuestros días con el fin de examinar el humus que ha dado lugar a la peculiaridad triestina, al alma de la ciudad.

Partimos de una Trieste integrada en la monarquía habsburguesa cuyo papel clave resulta de ser la única salida al Mediterráneo del Imperio. Poco importa que el sustrato de la ciudad sea italiano, la monarquía aúna nacionalidades bajo la idea de un bien común superior e integrador que a todos beneficie.

La población autóctona pronto se beneficiará de la declaración de Trieste como puerto franco y del crecimiento económico que trae consigo. Pero el despegue mercantil conlleva los primeros cambios en un sustrato social hasta entonces estable.

La llegada de comerciantes de todos los rincones de Europa da un baño cosmopolita a la pequeña urbe. Griegos, alemanes, austríacos, ingleses, franceses y una importante colonia judía se asientan en Trieste. Al tiempo, la mano de obra para el puerto e industrias aledañas llega del entorno rural, eminentemente esloveno, rompiendo así el carácter nacional italiano de la mayoría de la población.

Las tensiones se asientan al coincidir nacionalidad y clase social. Los italianos son la oligarquía tradicional, enriquecida por el comercio que debe luchar por no ser aplastada por la clase dirigente impuesta desde Viena y que desprecia e ignora a los trabajadores eslovenos, su lengua, sus costumbres, alentando en estos un sentimiento nacional que los une y que en gran medida se verá unido a las nacientes teorías revolucionarias.

Pero el dinamismo de la ciudad, que sirve para crear grandes empresas como la Assicurazioni Generali (recordemos que su filial en Praga dio el primer empleo a Franz Kafka) o para lanzar franquicias de Lloyds’s, no sirve para impulsar más allá el potencial de la ciudad, ni para reunir el capital necesario para participar en empresas de mayor calado como el canal de Suez o incluso el trazado del ferrocarril que une Trieste con Viena y que surge tan solo por el deseo de las autoridades del Imperio de acercar el puerto franco a la metrópoli.

La relación de los triestinos con la Italia dividida de la primera mitad del siglo XIX es equívoca. De una parte, se cultiva la afinidad cultural, se emplea la lengua como elemento diferenciador y se tejen lazos sin poner en duda lo fundamental del pacto con la monarquía.


A este corriente se suman los eslovenos que ven en la corriente italiana un modo de asimilarse sin someterse a los orgullosos austríacos que aplastan su sentimiento nacional. Pero esta oportunidad no es aprovechada por los italianos que rechazarán cualquier tipo de contacto con los pueblos eslavos. 

No hay, por tanto,  un movimiento triestino irredentista en tanto el Imperio se muestre capaz de respetar a sus diversas nacionalidades sin imponer una unificación excesiva y las ventajas de la unión sean mayores que sus problemas.

Sin embargo, a raíz de los conflictos que en 1848 sacudieron a toda Europa y también a Trieste, la monarquía austriaca da un giro a favor de la centralización y la homogeneización en torno a un ideal germánico.

Este cambio de política no puede llegar en peor momento. El nacionalismo creciente que se extiende por toda Europa se ve espoleado repentinamente. En Trieste el conflicto es doble. De una parte, un número creciente de italianos comienza a creer que la ciudad y su cultura y espíritu ya no son protegidas por la monarquía austríaca y vuelven sus ojos al movimiento nacionalista italiano que, en breve, verá realizado su objetivo reunificador. Por otro lado, los eslovenos creen llegado el momento de ser reconocido su papel en la ciudad, un mero enclave en una tierra poblada esencialmente por eslovenos. Las tensiones saltan en diversos enfrentamientos que radicalizan y enquistan el problema aguzado por los conflictos en los Balcanes.

El estallido de la Primera Guerra Mundial deja a Trieste en una mala posición. La entrada en guerra de Italia en 1915 contra Austria empuja a muchos triestinos a enrolarse como voluntarios en las filas italianas (su idealismo casi poético llevará a la tumba a la mayoría) contrastando con cierta tibieza de los eslovenos que dudan entre oponerse al Imperio que les oprime o entregarse en brazos de una nación que les desprecia. Por el momento, su deseo de consolidación nacional parece no estar lo suficientemente maduro y los tiempos les dan la razón. El final de la guerra supone la entrega de la región a Italia que ignora cualquier tipo de reivindicación nacional eslovena.

Una Trieste ya integrada en Italia parecería deber tener resuelto su perpetuo dilema de identidad. Sin embargo, la prepotencia de los italianos llegados a Trieste exaspera a los triestinos que se ven tratados como casi como tierra ocupada. Pasado el primer momento de exaltación patriótica, llega el momento de la duda, del comienzo de la añoranza de una autonomía que realmente nunca se tuvo.

El nacionalismo italiano se convierte en bandera del fascismo que toma el poder e impone en Trieste sus excesos, en especial, frente a la población de origen eslovena entre la que había una gran implantación comunista.

Italo Svevo

Pero Trieste no se opone al fascismo, no levanta su voz, la resistencia es callada, de conciencia, individual. El rechazo a la tosquedad favorece que en ciertas conciencias florezca ese cosmopolitismo que el Duce niega y que define a Trieste como elemento clave de diferenciación. 

La Segunda Guerra Mundial pasa por Trieste con la vergüenza de la persecución a la ya muy mermada colonia judía, la ocupación nazi tras el armisticio y la liberación del territorio a dos manos, los partisanos yugoslavos y el ejército angloamericano.

La región pasa a ser un enclave controlado militarmente y con la intención inicial por parte de los vencedores de convertirlo en un territorio autónomo bajo supervisión aliada.

El status quo se mantiene de mala manera mientras las zonas de predominio esloveno tienden lazos con Yugoslavia y las de predominio italiano hacen lo propio con la antigua metrópoli. Ante lo insostenible de la situación y después de interminables negociaciones favorecidas por el enfrentamiento entre Tito y Moscú, se alcanza en 1954 un acuerdo que divide ambas zonas entre Italia y Yugoslavia y que parece resolver de manera definitiva, aunque ninguna parte quedó plenamente satisfecha, el problema territorial de la región.

Trieste pasa a ser nuevamente territorio de soberanía italiana recibiendo un importante número de emigrados de las zonas que pasan a control yugoslavo e introduciendo un nuevo elemento para esta fecunda tierra.

Clausio Magris
Durante el periodo que ha durado la indefinición y en el que Trieste se ha mantenido suspensa en el tiempo, entre dos bloques ideológicos opuestos y con sus propios miedos internos aplazados, va surgiendo una nueva conciencia, un interés novedoso por el otro, un acercamiento más real entre italianos y eslovenos que se plasmará décadas más tarde al ser elegido por primera vez un alcalde de origen esloveno.

Pero también se sufre un ataque de nostalgia, la fábrica de un recuerdo de otros tiempos en los que Trieste representaba un papel de primer orden dentro de la economía del Imperio, en que su italianidad era una excentricidad que llevaban al centro mismo de Europa y que le valía de reconocimiento y definición. Ahora se da la paradoja de cumplir el efecto contrario, Trieste aporta a la Italia mediterránea su pasado austriaco, su conexión con el mundo germánico (Magris es catedrático de Lengua y Literatura germánica en la Universidad de Trieste).

La agitación descrita y los vaivenes políticos y sentimentales de los triestinos han permitido el surgimiento de figuras claves en la literatura europea del siglo XX.

Scipio Slataper representa como pocos el espíritu confuso de Trieste. Su participación en La Voce, la revista triestino irredentista le coloca del lado de la Italia por la que luchó y que se cobró su vida en los primeros compases de la contienda. Nada de eso impidió que su figura se alce como un faro truncado en un mundo de ciegos en el que reivindicó unos ideales en los que la misión de la civilizadora de la monarquía austriaca seria asumida por la monarquía italiana.

Umberto Saba, cuyo padre abandonó a la familia tras su nacimiento y fue criado por una criada eslovena, no logró superar su italianidad pero sí reflejar la extrañeza de un mundo con el que disentía. Este rechazo le llevó a renunciar a su apellido Poli a favor de Saba. Su origen judío forzó su exilio a París tras la llegada del fascismo.

Aron Hector Schmitz también adoptó un nombre más próximo a sus sentimientos, Italo Svevo, con el quería reflejar un acercamiento al sentimiento italiano. Su obra cumbre, La conciencia de Zeno, es la historia que engaña a su mujer, miente a su terapeuta refugiándose en la escritura, en la ficción, para tratar de explicarse a sí mismo. Su vida, como la de Trieste, se aferra a una realidad que sólo puede entreverse a través de otra ficción que acomode lo real a lo imaginario.

Otras muchas figuras aparecen por estas páginas, muchas conocidas, otras muchas que sólo han gozado de fama dentro de las fronteras de sus propias nacionalidades. También aparecen los fantasmas de figuras de renombre como Rilke, Joyce o Kafka, otros escritores suspendidos del tiempo y lugar que les tocó vivir pero de los que supieron exhumar los sedimentos que fosilizaron en grande obras de la Literatura.

Del certero retrato que Magris y Ara hacen de esta tierra y su complejo espíritu resulta una historia lúcida que ejemplifica la de esta Europa, hecha de extraños giros del destino, de pactos ilógicos y acuerdos imposibles, de concordia y mutua comprensión. De ella aprendemos que no siempre es fácil lograr ese entendimiento pero que la zona de confluencia siempre es un territorio fértil para las ideas, no siempre cómodo para los gobiernos. Y esto vale para la Trieste del pasado, la del presente, también para nosotros.  





25 de enero de 2015

Las tres vidas de Stefan Zweig (Oliver Matuschek)



 Stefan Zweig había comenzado a recopilar materiales para escribir su autobiografía bajo el título provisional Mis tres vidas, cuando decidió aparcar el proyecto y dirigir sus esfuerzos hacia El mundo de ayer. Según explicaba el propio autor, su vida carecía de interés salvo por las personas que había conocido y los hechos que había tenido la oportunidad de vivir, un tiempo que ya no volvería y del que quería dejar constancia.

Esta justificación, mezcla de humildad y falsa modestia, resume a la perfección las contradicciones en que vivió el autor austríaco y contra las que luchó en vano. Y es precisamente en esa clave en la que se centra la biografía Las tres vidas de Stefan Zweig (Ed. Papel de liar. 2009) escrita por Oliver Matuschek con traducción de Cristina Sánchez. El esfuerzo del investigador ha reunido toda la información disponible, especialmente a través de los archivos del hermano de Zweig y de Friderike, su primera esposa, cuyas contradicciones e intereses opuestos han envenenado los esfuerzos biográficos previos. En este campo, el libro es notable, pudiendo echarse en falta más referencias a la obra literaria de Zweig, su vigencia o mérito.

Las tres vidas a que se refiere el título y que Matuschek ha tomado prestado del proyecto inicial de Zweig, son la infancia, los primeros años como escritor y la plena madurez como tal.

Ya en sus primeros años, Stefan Zweig dio muestras de su interés por el arte en sus múltiples manifestaciones. El ambiente artístico de la Viena capital del Imperio, era tal que podía cruzarse por la calle con genios reconocidos de su tiempo por quienes sentía sincera admiración. Junto a jóvenes con similares aficiones pasaba horas apostado a la salida de conciertos, óperas o representaciones teatrales para obtener autógrafos de sus ídolos. Después, ya en casa, dejaba volar su imaginación contemplando y ordenando su colección, tratando de absorber la esencia de la genialidad que aquellos breves trazos ocultaban.

Esta afición pasó a convertirse con los años en una auténtica obsesión. Ya no bastaban los autógrafos que podía conseguir directamente en las calles de Viena. Inició una campaña de solicitudes mediante cartas en las que, junto a la petición acompañaba el sobre y sello para la devolución, asegurándose así multitud de autógrafos de todo el Imperio Austro-Húngaro y más allá de sus fronteras.
 
  Oliver Matuschek
El siguiente paso fue conseguir escritos originales, manuscritos de obras que admiraba, partituras y cualquier otro documento que uniera la grafía del creador y algo del aliento de su obra. De este modo, su colección pasó a convertirse en una de las más impresionantes y completa jamás reunida en la materia. EL interés de Zweig por el proceso creativo se consolidó examinando las variaciones entre los textos definitivos y las primeras versiones, las sucesivas correcciones, tachaduras y enmiendas. De todo ello aprendía y a todo ello volvería para escribir algunas de sus mejores páginas.

Incluso llegó a comenzar a coleccionar objetos personales como plumas o muebles, como el escritorio de Beethoven. Para dar cobijo a tan impresionante colección tuvo que habilitar gran parte de su casa de Salzburgo.

Las horas pasadas contemplando estas obras y tratando de penetrar en el espíritu de sus autores forzó su interés por los perfiles psicológicos que posteriormente le otorgarían merecida fama. Lutero, Fouché o María Estuardo fueron solo algunos de los personajes históricos que trató desde una perspectiva psicológica innovadora en una época en la que todavía el pensamiento de Freud era considerado como peligroso y poco recomendable.

Para Zweig, estos libros eran una parte fundamental de su obra, si bien, la poesía siempre conservó un papel preponderante. Sus primeras obras publicadas fueron poéticas y su labor como traductor de autores francófonos como Émile Verhaeren es fundamental para comprender y valorar el modo en que la Primera Guerra Mundial le impactó rompiendo sus contactos con autores de otras lenguas.

El teatro sería otra gran pasión de Zweig que llegaría a ver representadas varias de sus obras. Particularmente querida por él fue Jeremías, un drama sobre el profeta bíblico publicado en pleno fragor de la Gran Guerra y en el que volcó su visión pacifista.

Sin embargo, las obras que realmente le proporcionaron fama y dinero fueron sus novelas y narraciones breves. Fueron ellas las traducidas a un gran número de idiomas, las que firmaba sin agotarse en las librerías de Berlín, Bruselas, París, Londres o Nueva York.

De ellas vivía y con ellas podía pagar un nivel de vida a la altura del de un burgués, cuyos gustos y costumbres despreciaba y ansiaba a un tiempo. Gustaba de verse rodeado de otros autores de renombre y trató a muchos grandes hombres de su tiempo pero, en el fondo, siempre añoraba la soledad que le permitiera estudiar, escribir o trabajar en la elaboración de un catálogo de su colección de manuscritos.

En su casa no aceptaba artilugios modernos y en artículos periodísticos denostaba la radio al tiempo que fue uno de los primeros hombres de letras en emplearla como medio de difundir su obra. 


Durante la guerra trató de conjugar una postura pública próxima al pacifismo al tiempo que ocupaba un puesto en el ejército escribiendo glosas a los caídos en el campo de batalla e inventando gestas y heroicidades inexistentes. Viajó a la neutral Suiza para contactar con otros intelectuales y buscar soluciones pacíficas al conflicto demorando el regreso a Austria y colocándose en una posición de franca rebeldía. Pero sus esfuerzos resultaron infructuosos al no gozar de la confianza de los países aliados y ser duramente criticado en su propia patria. 

El periodo de entreguerras con sus conflictos latentes  fruto de una tregua inestable, vieron el ascenso definitivo de Zweig como bestseller mundial pero el impulso y espíritu del autor comenzaba a dar muestras de flaqueza.

Su matrimonio con Friderike hacía aguas pero Zweig trataba de conservar un vínculo que era más legal que real. Su salud se resquebrajaba mientras veía y sufría enormemente por la muerte de amigos y de sus padres. 

El ascenso del nacionalsocialismo en Alemania y su correlato austríaco fueron vistos por Zweig como una amenaza directa que supo anticipar como pocos. Hombre práctico, comenzó a planear la venta de la casa de Salzburgo, fue enviando parte de su colección de manuscritos al extranjero y cuando las leyes lo prohibieron, trató de vender lo que pudo de modo que no se perdiera la integridad de su colección.

Cuando la amenaza nazi era ya irreversible, Zweig emigró a Inglaterra donde contrató los servicios de Lotte, una secretaria que se convertiría al poco en su amante y segunda esposa tras el divorcio con Friderike con la que, en todo caso, no logó romper definitivamente.

El estallido de la Segunda Guerra Mundial, la ocupación de Francia y el comienzo del Blitz alejaron por segunda vez a Zweig de lo que parecía un hogar estable. Inicialmente se instaló en Nueva York pero aseguraba no poder trabajar a gusto rodeado de tanta gente, tantos conocidos, tanta notoriedad.
Por ello, planeó junto a Lotte, la tercera y última mudanza a Petrópolis (Brasil), a donde llegó en 1941.

Todas sus contradicciones se agolpaban asfixiantemente. Alejado del público para poder escribir, no era capaz de centrarse en nuevos proyectos aparcados desde hacía tiempo. Los amigos, tan molestos en otras ocasiones, eran añorados entre horas de interminable tedio. Los restos de su colección de manuscritos, fuente de tranquilidad, había desaparecido casi por completo y lo que aún conservaba debía ser vendido progresivamente para sufragar todos sus gastos.

Sus libros seguían teniendo éxito pero no podían publicarse en alemán, el idioma en que eran escritos. Todo parecía conjurarse en forma de ataques depresivos que ya le venían rondando desde hacía años.

Aunque su suicidio final junto a Lotte resulte sorprendente y aparatoso no lo son las razones que le llevaron a ello. Stefan Zweig murió en un tiempo y un mundo en el que su figura resultaría irrelevante. Ni sus obras, ni sus ideales pacifistas e internacionalistas parecían adecuados para unos años en los que las fronteras entre el Bien y el Mal estaban claramente definidas y en las que no había campo para la sutil discusión de un café vienés. 



 

11 de enero de 2015

Por Amor al Arte (Generación Bibliocafé)




La Generación Bibliocafé ha alcanzado su mayoría de edad con la presentación de Por Amor al Arte, colección de 28 relatos escritos en torno a los museos, las obras de arte que cobijan o los espectadores que les dan vida.

Esta madurez salta a la vista gracias a la maravillosa obra de arte que Horacio Silva ha preparado para la cubierta. Un corazón envuelto en rojos para la portada y en verdes esmeralda para la contraportada. No podría haber mejor homenaje al tema de este libro que el llegar envuelto de arte original y de gran calidad.

Para la ocasión, se ha optado por las dos ediciones habituales hasta la fecha (formato electrónico a través de Amazon y versión en papel con tapa blanda distribuida en varias librerías de Valencia) y se ha sumado una edición en rústica que hace auténticos honores a la portada de Horacio Silva y que acomoda mejor las más de 300 páginas de este volumen.

También para esta ocasión se ha llevado a cabo una presentación pública con mayor proyección y en un marco perfectamente adecuado al contenido de la obra: el Museo Centro del Carmen.

Pero pasemos ya a lo que verdaderamente nos ocupa, que no es otra cosa que los relatos en torno al arte. Como es habitual y previsible, de un número tan amplio de autores resulta una variedad de enfoques y estilos que enriquecen al conjunto.

Aunque el arte puede tener casi tanta antigüedad como nuestra especie (basta leer los manuales de Historia del Arte), lo cierto es que los nombres de los grandes artistas no nos llegan hasta muy avanzada la Historia. La transición del artesano al artista supone un proceso largo y complejo, con altibajos, que queda espléndidamente reflejado en el relato de Josep Asensi.

El artista tiene su propia mitología, entre musas e inspiración acierta a encontrar la fuente de su creatividad y a perderla a cada poco. De esta lucha nos habla Elena Casero.


Pero aunque los artistas puedan agostarse y perder su originalidad creativa, el Arte como tal siempre se revitaliza con movimientos de vanguardia que sacuden la escena hasta asentarse y precisar de nuevos estímulos. La importancia de la forma es vital en estos -ismos y José Luis Sandín nos ofrece una muestra genial de cómo transmitir en pocas líneas todo un mundo de sentimientos que impresiona.

El arte goza de admiradores en todas partes y para ello surgen los museos, grandes colecciones que atesoran las mejores creaciones del mundo. En ellas se reúnen los amantes del arte, como en el relato de Inmaculada López, o en ellos se inicia una relación amorosa que encuentra su punto de equilibrio en el amor por la cocina (otro arte al que la Generación Bibliocafé rindió cumplido tributo) como en el relato de Alina Especies.

Los museos nos sirven también como estímulo a la creatividad o como bálsamo para el alma, como nos cuenta Alicia Muñoz.

Esos museos suelen ocupar antiguos palacios o iglesias, espacios a la altura de su contenido. Algunos de ellos son evocadores por sí mismos de más sentimientos y goces que las obras que lo forman, como es el caso del Museo del Romanticismo a cuyos fantasmas nos presenta Antonio Briones. Pero el Arte en ocasiones se esconde en pequeños museos que antes fueron fábricas de ladrillos, como en el caso del Museu de la Rajolería que nos presenta Benjamín Blanch en el que un joven y un anciano cierran el círculo del edificio y los fines que lo mantienen vivo.

Otro ejemplo es el Museo Centro del Carmen, en otros tiempos monasterio,  en el que tiene lugar el relato del editor Mauro Guillén (¿sabía mientras lo escribía que en ese museo tendría lugar la presentación?).

Pero los museos, albergando sus valiosísimas obras, no solo son objeto de admiración sino  de deseo por parte de ladrones, falsificadores o simples nuevos ricos que quieren adornar sus salones con obras maestras, no meras copias. Todo ello se refleja en los relatos de Fuensanta Niñirola o Dolores García.

Más inquietante es el mundo del que nos habla José Luis Rodríguez-Núñez en el que el coleccionismo y el crimen de guerra posan unidos. También Rafa Sastre nos da cuenta del valor de las obras de arte y su curioso y paradójico destino.


El Arte también atrae a excéntricos de todo tipo. María Tordera nos relata el espantoso final de un club e aficionados a escenificar los cuadros más famosos del Museo del Prado.

Es indudable que la idea de Belleza está íntimamente unida a la del Arte y que aquélla es una de las principales metas de toda obra. Belleza y sensualidad tienen fronteras difusas, de ahí que el erotismo haya sido tan frecuente en la pintura y escultura,  cuando estaba vedado en otros campos. De esta fuerza nos hablan Sergio Barce e Isabel Muñoz. 

Pero los autores no se contentan con planteamientos tradicionales del Arte. En su futurista relato, Javier Lacomba nos lleva a un tiempo en el que se debatirá sobre la utilidad del Arte y, por tanto, la conveniencia de su supresión definitiva en nombre de la racionalidad.

Y es que el Arte supone un exponente máximo de la especie humana, al igual que los más sorprendentes avances científicos. Pero lo que cada uno entiende por Arte puede variar y no debemos ceñirnos solo a lo que puede albergar un museo. Víctor San Juan nos propone una obra de ingeniería naval tallada en madera yacente en el  Océano como inmejorable ubicación. Mario Reyes por su parte nos habla de un cuadro cuyo valor parte de su ubicación en la Sala de Fumadores del Titanic antes que en su propia valía artística.

Los aficionados al arte son gente normal, si bien, como en todas partes, hay obsesivos, paranoicos o, simplemente, gentes que quedan absorbidos por una obra más allá de lo razonable. Isabel Barceló y Franz Kelle nos hablan de ello con magníficos ejemplos.

¿Por qué admiramos un cuadro o una escultura?¿Qué es lo que nos atrae de esas imágenes congeladas en un óleo o atrapadas en los pliegues del mármol? Probablemente sea la capacidad de despertar nuestra imaginación, de poder fabular sobre lo que para cada uno representa. Así, esa portentosa facultad evocadora del Arte se refleja en la bellísima historia de Susi Bonilla imaginando la historia detrás de la muchacha en la ventana de Dalí.


En la misma línea Herminia Luque e Isabel Peral escriben sobre el Arte desde la ficción que lo alienta.

Igual ocurre con el relato de Felicidad Batista sobre un lienzo de Hopper en el que la protagonista quedará cautivada al ver la representación de un entreacto en un teatro marcando su vida y la de sus amantes.

Y si de Hopper hablamos, no quedará más remedio que referirme a mi colaboración para este volumen en la forma del relato Visiones de Hopper en el que se desvela la historia que puede haber tras su cuadro Habitación de Hotel. Y nada mejor para poner de manifiesto esa libertad para imaginar que nos brindan las grandes obras que leer Óleo sobre lienzo, el relato que sobre el mismo cuadro ha escrito Rosa Pastor y que en poco o nada coincide con el mío salvo el punto de partida.

Para cerrar este repaso a los relatos contenidos en Por Amor al Arte, he dejado (al igual que ha hecho el editor) el escrito por la benjamín del grupo (me refiero tan solo a edad, no a mérito literario). Anna Asensi, continuadora de la saga familiar, en su aproximación impresionante al mundo impresionista del París de finales del siglo XIX.

Poco más queda por decir y mucho por leer, que no sea por falta de autores en busca de lectores. 







23 de diciembre de 2014

Paseando por el Zoco Chico. Larachensemente (Sergio Barce)


Tengo que ser sincero: nunca había oído hablar de Larache. Mejor dicho, si conocía el nombre, pero apenas era capaz de situarlo en el mapa o en el tiempo.

Pero ahora ya conozco su legado, un pasado que entremezcla las culturas árabe y judía con la española, entrando y saliendo de su historia como un fantasma que no se atreve a permanecer. Ha sido en estos últimos días cuando he llegado a conocer la Larache de finales de los años sesenta, cuando la huella española comenzaba a desvanecerse tras el fin del Protectorado.

Y me he familiarizado con el perfil náutico del Ideal, con el Balcón del Atlántico, la Iglesia de San José, el Zoco o la Medina. Pero también con quienes han dado vida a esas calles, personajes como Sibari, Yasim, Fátima o Laabi.

Y es sobre ese conglomerado urbano y humano donde Sergio Barce hace crecer sus relatos, unas historias en las que biografía y ficción se combinan asombrosamente para crear un universo que escapa de las fronteras de tiempo y lugar.   

Este autor es miembro de la Generación Bibliocafé si bien, venía publicando diversas obras con anterioridad, muchas de ellas con reconocimientos como Una sirena se ahogó en Larache, finalista del Premio de la Crítica de Andalucía o Sombras en sepia, Premio de Novela Tres Culturas de Murcia.

Paseando por el Zoco Chico. Larachensemente (Ed. Jam) es el título de la última obra de este prolífico autor en la que recopila textos y relatos publicados anteriormente en otros libros, revistas o en su página personal, con otros  inéditos hasta la fecha, todos ellos con el común telón de fondo de la Larache que conoció en su infancia pero también de la ciudad reciente, tal vez empeñada en olvidar y dar la espalda a su pasado.  


El libro se abre con El corazón del océano, la historia de Rachid, un anciano que cree ya imposible cumplir su sueño de ver el mar y que, gracias a su nieto Ahmed, logrará bañarse en las frías aguas atlánticas de una playa de Larache. Ese viaje al paraíso soñado es el pórtico perfecto del resto de relatos que nos llevan a esa realidad, vivida o soñada, enmendada o ficticia, a la que nos invita Sergio Barce.

A partir de aquí podemos encontrar relatos en los que se evoca la infancia del autor en primera persona o en los que se invocan recuerdos de aquellos días. Pero también hay relatos del retorno, del presente, fruto de los viajes del autor a su tierra de referencia para observar y dolerse de los cambios, visitar su antigua casa o reunirse con viejos amigos, últimos vestigios de un tiempo en el que la arquitectura anodina no abría en canal la personalidad de una ciudad poco inclinada a preservar su legado, tal vez como la mayoría de las ciudades. 

Lo biográfico tiene un peso crucial en estos relatos y la mayor parte tienen ese punto de partida. Pero Sergio Barce no ha escrito un libro de recuerdos, de estampas más o menos pintorescas, ha sabido escapar a este fácil recurso para hacer Literatura, para construir un mundo en el que las propias vivencias trascienden y le hablan al lector de algo más que de unos hechos que le inspiran.

Miremos por un momento el relato El primer regreso en el que el autor describe su primer viaje de vuelta a Larache tras muchos años de ausencia. En él se nos cuenta en primera persona cómo Sergio Barce busca su antiguo hogar, sube las escaleras y se asoma al interior de la vivienda. Su valor no está en la descripción de la experiencia personal sino en el modo en el que transforma esa vivencia en un relato que nos habla del sentimiento de pérdida, del vacío y del modo en que nos sobreponemos y nos  reencontramos;  una experiencia con la que cualquier lector podrá identificarse y sentir como propia.


Otro ejemplo es Moro, En este relato se describe el choque brutal con la realidad tras el traslado de la familia desde Larache a Málaga. Un texto descarnado, una historia de iniciación en la que el hecho concreto actúa como catalizador de emociones que uno puede tomar como propias.

Este es el mayor mérito de la obra en la que lo personal se viste de ficción para llegar allí donde la biografía no alcanza. Este toque es el que hace de Sergio Barce un autor con mayúsculas, capaz de crear un mundo literario que envuelve al lector conduciéndole por los callejones de sus recuerdos personales mientras le habla de mercados y especias, cafés y paseos.

Tal vez pocos territorios sean tan propicios para la ficción como la infancia, esa referencia nebulosa en que se refugia el recuerdo y la que mejor se presta a la fabulación y al juego de equilibrio entre realidad y ficción porque en él, ni siquiera el propio autor puede distinguir con claridad qué queda en cada orilla.


Pero el mérito de una obra no está en lo que nos cuenta sobre su autor sino en lo que nos dice de nosotros mismos, en el modo en que nos interroga con descaro en busca de alguna respuesta que dé sentido a lo que leemos y a la modo en que lo hacemos. Por ello, el exotismo africano, las esencias y perfumes o los mercados callejeros pronto han cedido paso a mis propios recuerdos de una tierra en la que nací y a la que vuelvo esporádicamente y que, por tanto, recuerdo más con los ojos del niño que fui que con los ojos del adulto que la visita.

Paseando por el Zoco Chico debe leerse sin prisa, dejándose atrapar por las imágenes y las palabras, por los recuerdos y los aromas, por el estilo directo y aparentemente sencillo de Sergio Barce. Lo diré mejor con una palabra que ya ha quedado definitivamente incorporada a mi vocabulario: larachensemente.