8 de agosto de 2016

Escuelas Creativas (Ken Robinson)




Ken Robinson es un reputado experto en Educación. No es tarea fácil ya que cada padre, madre, profesor o alumno, político de turno, y así hasta el infinito, creen serlo. Pero lo cierto es que su experiencia en la materia le avala. Ha asesorado desde los años setenta a numerosos gobiernos, asociaciones y agencias estatales. Ha colaborado con muy diversas instituciones educativas y ha sido (aún lo es) profesor en diversas universidades, tanto en el Reino Unido como en los Estados Unidos.

La fama, no obstante, le llegó gracias a una charla TED, titulada de una manera bastante provocadora “¿Matan las escuelas la creatividad?”. En los escasos minutos que dura la charla, plagada de sentido del humor, ironía e ideas brillantes, Robinson desarrolla una de las ideas centrales de su pensamiento: las escuelas actuales nacieron en el siglo XIX con el fin de formar el tipo de profesional y trabajador que era necesario para la Revolución Industrial que se estaba viviendo.

En aquellos años, cada trabajador era una pieza de un engranaje a la que no se podía exigir sino el cumplimiento diligente de tareas. La creatividad, las artes visuales, el pensamiento disruptivo o el cambio de paradigma no formaban parte de las necesidades de la época.

Los tiempos han cambiado pero no lo ha hecho la educación. Creemos que sigue siendo igual de importante aprender los rudimentos de las matemáticas o que adorna lo mismo que antaño una buena cita literaria, pero la realidad es que solo se trata de nuestra resistencia al cambio.


 Peor aún. Según Robinson, incluso si fuéramos capaces de encapsular en un programa educativo todas las habilidades y conocimientos que hoy son necesarios, de nada le servirían a un alumno que ingresase en el sistema educativo. Cuando acceda al mercado laboral, dentro de un mínimo de 12 años, probablemente 16 o 17, poco de lo que hoy consideramos necesario lo será ya. Y es que los tiempos cambian que es una barbaridad, y si esto era válido en los tiempos de la zarzuela, cómo no lo será hoy en día.

Por ello, la escuela solo puede ayudar a sus alumnos a sacar el mayor provecho de sus habilidades, de sus mejores aptitudes, de sus talentos, sean cuales sean, porque en el futuro, tan útil podrá resultar saber expresarse por escrito con precisión, como la propia expresión corporal o el dominio de las artes. La escuela debe ayudar a potenciar lo innato de cada alumno y no tratar de encajar en un molde prefijado a todos sus sujetos pasivos, uniformando y matando todo atisbo de diferenciación.

Esta idea ha sido desarrollada en El elemento, obra en la que Robinson se explaya sobre aquella actividad que resulta tan placentera, vamos, que es como si no estuvieras trabajando, y que está relacionada con aquella habilidad, o habilidades que podemos desarrollar plenamente. En suma, es aquello que envidiamos en las personas que disfrutan totalmente de su trabajo. ¿Ayudan las escuelas a ello? No. Pero es cierto que la culpa no es de la institución como tal. Tampoco la sociedad parece dispuesta a fomentarlo cuando se está más pendiente de la posición en los informes PISA que en el número de buenos alumnos que son empujados al fracaso escolar.

Pero de todo esto ya hablamos en su día. Ahora nos toca dar cuenta del último libro publicado por Ken Robinson, Escuelas Creativas (Ed. Grijalbo, con traducción de Rosa Pérez). En este libro, el autor parte de la idea de que muchas personas se muestran interesadas en los cambios que propone pero el movimiento no termina de tomar forma, más aún, las principales corrientes impulsadas por los gobiernos buscan mejorar los resultados en los rankimg internacionales, lo que representa la antípoda de lo que él propone. Por ello, lo que busca en esta ocasión es dar cuenta de las experiencias positivas que muestran que otro tipo de escuela es posible, que no siempre se trata de un salto al vacío con resultados dudosos o de instituciones para niños problemáticos que solo pueden dedicarse al teatro o a otro tipo de actividades porque, en el fondo, no valen para otra cosa.


 Porque Robinson es consciente de que éste es el verdadero talón de Aquiles de todas las reformas educativas: el temor a que los cambios supongan la pérdida de un tren que realmente ya se nos ha escapado. De ahí la importancia de dar a conocer experiencias positivas, de demostrar que el cambio no solo es posible sino necesario.

Para ello, el autor saca provecho de todos sus años visitando escuelas, dando charlas, trabajando codo con codo con profesionales implicados en cambiar la realidad y pretende convertir a cada lector en un apóstol para la causa.

No trataré aquí de dar cuenta de los numerosos casos descritos, esta labor queda reservada para el lector curioso. Sí que me detendré en algunos de los puntos que tienen en común todos estos proyectos.

El primero, y sin duda, más importante de todos ellos, es la implicación del profesorado. En todos los centros descritos, la Dirección y. por extensión, el resto de personal, se toma su trabajo muy en serio no entendiendo por ello la diligencia en completar informes y currículos o en conocer al dedillo las materias impartidas o corregir los interminables exámenes en tiempo y forma. Se trata más bien de un compromiso con la educación, con la materia prima que es el alumno, tratando de hacer realidad esa intención de dar y exigir a cada uno según sus posibilidades.

Otro principio común a todas estos casos de éxito es el de estar entroncadas en su comunidad, adecuarse al entorno socioeconómico y ofrecer un verdadero servicio a la Comunidad. Esto puede significar que la escuela ofrece un refugio a chavales con problemas de integración en escuelas convencionales, escuelas que ofrecen programas de enseñanza adaptados a las necesidades reales del entorno o, simplemente, escuelas que ofrecen un abanico de actividades que implican a toda la sociedad, no solo a la comunidad educativa. Convertir una escuela en una institución sin la que la comunidad no se entienda como tal no es una tarea fácil, pero es una pieza clave del éxito.

Otro factor común en todas estas escuelas es la ausencia de presión por los resultados inmediatos. Esto quiere decir que, en la mayoría de los casos, los exámenes no son la herramienta principal de evaluación, en muchas de estas escuelas ni siquiera existen. Se trata de entender la educación como una carrera de fondo y confiar en el proyecto aún sabiendo que a corto plazo tendremos tal vez peores resultados que aplicando otros métodos.


Este tipo de escuelas no se centran necesariamente en la enseñanza académica, abstracta, en la mayoría de las ocasiones lanza a los chavales a retos como los que pueden encontrar los adultos en su día a día. Crean empresas, dirigen proyectos, fabrican robots y, a consecuencia de ello, aprenden. La relación que se crea así entre alumno y profesor es colaborativa, no le resta autoridad como propugnan algunas corrientes educativas que identifican al profesor con un tirano. No, estas escuelas creen que el profesor debe enseñar, forzar el aprendizaje y exigir. No es un colega, debe ser un líder que ejerza como tal.

Aunque las nuevas tecnologías parecen la solución a todos nuestros males, no todas estas escuelas se apoyan en ello como método de aprendizaje, algunas de hecho, las apartan de sus planes. Sin embargo, en todas ellas, estas tecnologías son una ayuda para el profesor, para elaborar sus propios materiales, para organizar los trabajos, como método de seguimiento de los alumnos. Es decir, la tecnología como herramienta, no como un fin en sí misma.  

Otra escuela es posible, lo que ocurre es que como este libro pone de manifiesto, los caminos son casi infinitos y ninguno es necesariamente mejor que el resto. Tal vez se trate precisamente de aprender que la escuela del futuro no será tan homogénea como hoy la conocemos, que debería ofrecer multitud de enfoques diferentes con los que tratar de hacer posible esa idea por la que Ken Robinson lucha, el que cada niño sea capaz de descubrir cuál o cuáles son sus dones, su elemento, y que la escuela sea lo que lo potencie y no lo que lo arruine.





29 de mayo de 2016

El cristiano mágico (Terry Southern)

 
Se suele decir que todos tenemos un precio y que solo se trata de encontrarlo. Esto es lo que viene a pensar Guy Grand, el protagonista de El cristiano mágico. Este excéntrico millonario está convencido de que, ricos y pobres por igual, están dispuestos a padecer humillación y escarnio a cambio de un puñado de dólares. Que por aparentar lo que no tenemos, somos capaces de hacer las mayores estupideces y que por el mero hecho de ser rico, uno debe serlo todavía más estúpidos que el resto.
 
Y a demostrar esta tesis se aplica con ansia y fervor de cruzado, emprendiendo una serie de locos experimentos en los que invierte una gran parte de su fortuna por el mero deleite de contemplar el lamentable espectáculo de sus congéneres cayendo en sus trampas y trucos.
Nada más es El cristiano mágico, una obra en la que Terry Southern volcó toda su acidez y sarcasmo contra casi todos los estamentos de la sociedad de su tiempo. El autor fue símbolo de la contracultura de finales de los años cincuenta, referencia en literatura breve y en novelas como ésta en la que demolía los mitos de una sociedad a punto de sufrir las convulsiones de los años sesenta, con su carga de optimismo y desesperación, cantos de paz y violencia en las calles.
 Pero poco de este entorno parece anticipar Guy Grand, Sus preocupaciones son más bien de otro tipo. Por ejemplo, se afanará en comprar la productora de un aburrido programa televisivo en el que se representan sesudas y soporíferas obras de teatro para luego sobornar al protagonista de cada una de ellas con el fin de que rompa el guión y abandone la representación en medio de la emisión en directo. Así hasta lograr convertir el programa en todo un éxito de público, ávido por ver el siguiente escándalo. Pero, captada la atención de los espectadores, todo vuelve a la normalidad, los acores cumplen su papel y las expectativas del canal quedan defraudadas. El programa vuelve a sus míseras cuotas de pantalla.
 
Igual hace con el mundo del cine, comprando una sala en la que proyectará películas en las que insertará subrepticiamente fotogramas que alteran el sentido de la obra, cambiando la percepción íntima de los espectadores. A partir de ese punto, aumentará su nivel de manipulación para luego desvanecerse.
 
Terry Southern
Y así, el interés de Guy Grand pasa de un sector a otro, del mundo de la prensa al de los viajes de lujo (para ello fletará el más lujoso barco conocido, de nombre El cristiano mágico a cuyo viaje inaugural querrá asistir toda la aristocracia, de cuna o hucha, y que terminará convertido en un viaje a los infiernos gracias a las artimañas del protagonista).
 Tampoco se librarán de su inquina las personas individuales. Tras descubrir una multa en el parabrisas de su coche, le pide a un desconocido que pasa por la calle que se la trague a cambio de dinero. El mensaje es claro, quiere saber por cuánto dinero está dispuesto a comerse la multa. Pese al rechazo inicial del desconocido, éste finalmente se traga el papel, y así lo haría con el propio Guy si éste le ofreciera el suficiente dinero.
 El libro está organizado en capítulos cada uno de ellos dedicado a alguna de las “investigaciones” de Guy, siendo el único hilo conductor la conversación a la hora del té entre Guy, sus dos ancianas tías y una amiga de éstas. A raíz de los triviales comentarios de sus contertulias, Guy rememora cada una de estas empresas descabelladas.
 
 Este libro disgustará a algunos que no le encontrarán demasiado sentido, falto de una trama que cohesione las anécdotas. Y en cierto modo puede parecer el esqueleto de una novela mayor, pendiente de los rellenos pertinentes que la saquen de la mera anécdota.
 Pero lo cierto es que Terry Southern logra mejor su propósito ofreciéndonos la descarnada imagen de un millonario tan aburrido que solo logra encontrar estímulo en esa estúpida sucesión de tomaduras de pelo y de burlas a una sociedad dispuesta a asumir ese papel.
Porque, aunque el libro es una crítica cierta a la sociedad americana y a su pérdida de referencias, las locuras de Guy también le dibujan a él, y a todos aquellos que pretenden criticar y mofarse de sus semejantes, que pretenden estar por encima del resto. En cierto modo, la obra puede verse como una autocrítica para quienes, como el autor, pretendían denunciar las contradicciones e hipocresías de su tiempo, sin lograr evitar crear las suyas propias.
Guy no es un protagonista simpático, pero a su lado, las “víctimas” de sus sainetadas parecen mejores. Lección para todos los moralistas.
La edición para esta obra, de la mano de Impedimenta, es tan impecable como resulta habitual en esta editorial, dedicada a traer a nuestras letras muchas obras que parecen haber pasado inadvertidas por estos lares. La traducción corre de cuenta de Enrique Gil-Delgado que logra un estilo ágil y desenfadado, que tan importante resulta para mantener la coherencia entre el fondo y la forma de esta sátira.
 
Si el lector busca una lectura entretenida y llena de imaginación, capaz de hurgar en algunos de nuestros pliegues más perversos, no se sentirá decepcionado. Si es un lector de ley y orden, busque otros derroteros.  
 

15 de febrero de 2016

Charlotte (David Foenkinos)





Charlotte Salomon es una joven sensible.
Su madre se ha suicidado, su tía se ha suicidado.
Su país también se quiere suicidar a manos de Hitler.
Charlotte es judía y su vida se estrecha cada día.

Y descubre la pintura. La pintura la libera.
Se aplica como se aferra el liquen a la roca,
Una colaboración útil, la pintura la salva,
Ella renueva la pintura.

Pese a su raza y religión, ingresa en la Academia,
(Hitler no lo logró).
Y gana reconocimientos que la sacan del negro,
Que la exponen y la ponen en peligro:
Un tesoro que no se debe mostrar.

Y sus padres deciden que es hora de que huya.
Viaja al sur de Francia, junto a sus abuelos también huidos;
Las fronteras cerrándose ya para siempre.

Y mientras el Arte crece en ella, la guerra despierta.
La guerra la sigue a Francia, acorralándola de nuevo,
Recordándola que su paso por el mundo es breve,
Más breve que el de los demás, es judía en tiempo equivocado.

Y sufre de amor, de abandono, de fobias familiares,
De la falta de arraigo y de la soledad.
Pero la pintura es su refugio, un consuelo.
Y a ella se entrega, como solución final,
Como interpretación de su vida y su destino,
A modo de diario, un lamer heridas por mil bocas.

Y por Charlotte sufre obsesión David Foenkinos,
Y a ella dedica su tiempo, a conocer su obra,
Pero también a visitar sus ciudades, sus casas,
A hablar con quienes conocieron a quienes conocieron a Charlotte
Acercándose a ella, intuyendo o deduciendo, inventando al cabo.


Y para ella ensaya varios libros,
Obras que deben equivaler a su pintura.
Sensuales y delicados, infantiles si cabe,
En su crudeza, en su sufrimiento o en su redención.
Y al fin da con una fórmula que le permite acercarse a Charlotte,
Susurrar lo que ella habría susurrado,
Pintar con palabras lo que quedó por contar.

Porque ya intuimos el final: una cámara de gas.
Una cámara que iguala a todos,
A los artistas, a los científicos y a los mercachifles,
En la misma fosa conviviendo en la muerte eterna
Los rabinos jasídicos con los asimilados,
Los comerciantes con los míseros mizrajíes,
Las hermanas de Kafka y sí, Charlotte Salomon.

Y David Foenkinos escribe su libro para recordarla,
Para hacerla viva, más de lo que fue en vida.
Y lo llama Charlotte, para que no queden dudas.
Y la forma en que lo escribe es parecido a esto.
Unos versos que no lo son, una mezcla intrigante
Que no cansa y que atrapa, que empuja la historia
Como si no pudiera haberse escrito de otra manera.

En España lo publica Alfaguara
Y lo traduce con esmero María Teresa Gallego.

Y quien lea Charlotte no podrá dejar de vivir con ella.
Su pasión por su arte, su confianza (¿o su desesperación?)
Nos acompañará más allá de la última página.

En tiempos revueltos las vidas también lo son,
Y aunque las fuerzas del destino se impongan,
No bastan para aplastan la conciencia del perseguido.
Por eso hoy Charlotte vive en cada lector. 





1 de febrero de 2016

Ha Vuelto (Timur Vermes)



Se habla mucho recientemente sobre la publicación en Alemania de Mein Kampf tras largos años de prohibición y clandestinidad. Las opiniones son variopintas. Hay quienes cree que el peligro potencial de la obra está latente, que las fuerzas del Mal pueden desencadenarse nuevamente con furia. Por el contrario, los hay que opinan que la prohibición es cosa del pasado, que la madurez de Alemania puede asimilar un encuentro con su pasado más odioso.



Lo que parece claro es que el libro  carece ya de todo potencial incendiario más allá de esta perecedera discusión que ha desatado su publicación. Hay un desfase evidente entre el discurso del libro y la realidad actual alemana no se parece demasiado a la de entreguerras, humillada en Versalles, inestable políticamente, con un peso de las clases rurales y tradicionales muy importante.



Tampoco la dialéctica hitleriana parecería hoy capaz de enardecer a las masas, más bien lo contrario, la demagogia de nuestros días busca otros estilos, otros modos. Además, aquí hablamos de libros, y no es el papel el medio más atractivo para iniciar una revolución cuando pocos leen lo que excede de 140 caracteres y, a decir de los expertos, Mi lucha no está precisamente bien escrito.

               

Pero nada de ello quita fuego al mensaje que subyace en las páginas de Mein Kampf.  El peligro sigue aquí, agazapado a la espera de su oportunidad, como siempre lo ha hecho. Ésta es la tesis de Ha vuelto (Ed. Seix Barral 2013 traducción de Carmen Gauger), el inquietante e increíblemente divertido relato de Timur Vermes en el que pone encima de la mesa los peligros reales de una ideología que parece extinta, o no.



La trama es fácil de desvelar. A comienzos del siglo XXI, en un descampado de Berlín, próximo a la antigua Cancillería del Reich, Hitler recobra el conocimiento. El olor a gasolina que impregna su uniforme le ayuda a recordar dónde está. Lo primero que le extraña es la ausencia del estruendo de los obuses soviéticos o de edificios en ruinas. Por contra, solo ve construcciones algo toscas pero firmes y recientes. Unos niños se le acercan y el Führer comienza a vislumbrar la realidad de nuestros días en sus extrañas ropas o en el modo tan irrespetuoso en que hablan pareciendo no reconocerle. Al fin, sale del descampado y se adentra en el Berlín moderno, el de las grandes plazas y los edificios de arquitectos de renombre que han ocupado el lugar dejado por las ruinas de la guerra.




  
Hitler es atendido por un quiosquero cuyos orígenes raciales no son precisamente arios y que le toma por uno de tantos imitadores. El joven pronto descubre que el Hitler que ha adoptado, al que alimenta y que de hecho se instala en su quiosco a falta de mejor hogar, se ha metido tanto en su papel que es incapaz de renunciar a hacerse pasar por Hitler, expresándose siempre con vehemencia y negándose a facilitar su verdadero nombre más allá de la lacónica respuesta de rigor: Adolf.
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Y ésta es la desgracia que deberá afrontar Adolf, pocos parecen tomarle en serio, ni siquiera los inmigrantes que regentan una tintorería a la que lleva su uniforme le temen, al contrario, le piden un autógrafo. Todos ven en él a un imitador más, tal vez al mejor, una réplica perfecta de las maneras, las palabras y las ideas del dictador. De este modo, el protagonista de la novela puede expresarse como el verdadero Hitler que es realmente, sin importunar las conciencias ni levantar ampollas; se supone que es un cómico, y sus exabruptos levantan sonrisas aunque no logren desactivar el mensaje. La libertad de expresión le ampara.



Pronto es “descubierto” por los directivos de una cadena de televisión que le contratan como humorista. Hitler se adueña del nuevo medio, se familiariza con las nuevas tecnologías y se hace viral en las redes sociales. Las campañas para prohibir el programa que presenta solo logran aumentar su popularidad.



 Las escenas hilarantes se suceden, como aquella en la que acude rodeado de cámaras a la sede del partido que dice inspirarse en su ideario y al que ridiculiza por su escasa voluntad y capacidad para inspirar al pueblo alemán los verdaderos valores nacionalsocialistas. También resultan brillantes los pasajes en los que el protagonista interpreta la realidad de los tiempos modernos en clave de los años treinta, como cuando interpreta la abundante presencia turca en las calles de Berlín como consecuencia de la política de alianzas que él mantuvo con el antiguo imperio otomano.



Pero este Hitler también encuentra conexiones entre su pensamiento y el ecologismo, su pasión por la naturaleza y paisajes alemanes y su desdén por el capitalismo consumista que dedica recursos a cuestiones ajenas al interés del pueblo alemán, le llevan a tomar de cada ideología aquello que le conviene, ofreciendo un cóctel en el que cada cual pueda tomar la parte que le interese y así sumar adeptos.



El Hitler que nos presenta Timur Vermes no es solo el odioso dictador de la historia. Es también un ser humano capaz de sentir ternura por su secretaria, una joven de estética siniestra, a la que da consejos en su romance con un trabajador de su programa, del que también se convierte en consejero amoroso, aún reconocimiento su escaso conocimiento de la materia y emocionándose recordando a Eva Braun.  



En suma, Ha Vuelto nos ofrece un Hitler que, al igual que a los personajes con los que se cruza en la novela, no despierta nuestro rechazo visceral, que resulta cómico en su modo de interpretar la realidad, hasta parecer un pobre tarado por el que sentir lástima.



Y ésta es la fuerza de la novela, el hecho de que caemos cautivados por un personaje hasta el punto de olvidar lo repugnante de su pensamiento, tal vez en proceso similar al que pasaron muchos alemanes que en su día le dieron su apoyo y que no pudieron (o no quisieron) dar marcha atrás.

 



El libro pone de manifiesto las debilidades de nuestra sociedad, las grietas por las que dejamos resquicios para que se asienten semillas que resultarán difíciles de arrancar. Así, la frivolidad que parece haberse convertido en el principal motor de gran parte de nuestros actos, o la defensa de las libertades para quien pretende suprimirlas, la escasa firmeza ante la radicalización del discurso exaltado y así sucesivamente. 


La lectura de Ha Vuelto resulta extraña y ambivalente, planteando infinidad de preguntas, muchas de ellas sin respuesta. ¿Es posible que se repita en nuestros días el mismo fenómeno que conoció la Europa de entreguerras? ¿Creemos haber aprendido de los errores del pasado al tiempo que volvemos a caer en los mismos? ¿Dónde está, o debería estar, el límite para el discurso exaltado, el que incita al odio o a subvertir el acervo común?


La novela no está hecha para responder a estas preguntas, tan solo para formularlas. Desde luego, Ha Vuelto cumple con creces este propósito y al tiempo, reconozcámoslo, es una divertidísima lectura.    

   

7 de diciembre de 2015

El alma de las ciudades (Fernando R. Genovés)



Hay quienes miran pero no ven y quienes oyen pero no escuchan. Es frecuente encontrarlos junto a aquellos que hablan pero nada dicen. Del mismo modo, hay muchos que viajan sin moverse de sus propios zapatos, esto es, sin saber a dónde van ni para qué.

Hemos perdido gran parte del control sobre lo que visitamos y lo que allí hacemos. Comenzando por las ofertas last minute que impiden cualquier tipo de planificación; solo importa el viaje, a donde sea, y cuanto antes mejor, luego ya veremos.

Una vez instalados en nuestro destino, tampoco parece que tengamos mucho que opinar. Se suele recurrir al tour organizado, realmente un viaje relámpago que garantiza una instantánea en los lugares más emblemáticos junto a una somera explicación apta para todos los públicos, plagada de chascarrillos y futilidades. Pero los más audaces, quienes presumen de rehuir al rebaño,  también pueden armarse de esas listas de “imprescindibles” del tipo cinco cosas que no puedes dejar de hacer en Dublín, las mejores compras en la Gran Manzana, planes top para un fin de semana en Roma y similares.

Pero tampoco se debe ser tan crítico. La mayoría no somos los herederos de un acaudalado noble inglés o de un próspero y zafio empresario estadounidense, haciendo el gran tour europeo, sin plazos ni preocupación por los gastos.

La cuestión es, por tanto, decidir si aún es posible que la experiencia viajera sea algo más que una conversación en la oficina a la vuelta de las vacaciones. Si visitar lugares ajenos nos amplía como personas y no se asemeja tan solo a una escapada a un inmenso centro comercial o parque temático.   

Para Fernando R. Genovés, viajar supone un reto: descifrar la esencia del lugar visitado. Y a ello se aplica sin pretender ser un Goethe de los tiempos modernos, pero con la confianza de quien se toma la molestia de viajar en cuerpo y alma. Y es que de alma estamos hablando precisamente porque en su última obra  -El alma de las ciudades  (2015)- Genovés pretende asomarse a lo que trasciende de esos decorados en que tantas veces se han convertido las calles y monumentos de las grandes ciudades del mundo.

A esta tarea también tiene dedicada una página web de valioso contenido (Los viajes de Genovés) que es el germen de este libro.

El alma de las ciudades, como la de las personas, se revela de muy diversas maneras, pero casi siempre se llega a ella más por lo que se oculta que por lo que se nos muestra. El camino no siempre es fácil. Como señala el autor, algunas ciudades le resultan claras e inmediatas, sin embargo en otras, pugna por adentrarse en los recovecos y pliegues en los que se cobija.

La ciudad, como entidad orgánica, tiene alma porque tiene historia, realidad geográfica, ciudadanía diferenciada, arquitectura propia, un sinfín de elementos que forman un todo coherente en el que guarda difícil encaje todo aquello que contradiga esa esencia. Entre este magma confuso y revuelto, hurga Genovés en busca de lo diferente y definitivo, de los rasgos que dotan de personalidad a cada urbe sin caer nunca en el exceso de erudición sino limitándose a aquellos elementales para el fin que persigue.


En el periplo de Genovés encontramos urbes tan emblemáticas como Nueva York, París, Londres o Roma, junto a pequeñas ciudades con un refulgente pasado del que aún guardan memoria y restos que lo atestiguan como Gante, Brujas, Bolonia o Lucerna.

Conocer el alma revelada por Genovés de estas ciudades queda al cuidado de cada lector, pero ejemplifiquemos con el que tal vez me haya resultado el hallazgo más coherente y que mejor define a una ciudad por la que siento especial predilección: Ámsterdam.

Es conocido que Ámsterdam (“El mirador de Ámsterdam” como titula Genovés el capítulo dedicado a esta ciudad), al igual que gran parte de Holanda, fue ganada al mar gracias al trabajo incansable de sus habitantes. Esa victoria de la tierra sobre el mar les empujó a la conquista comercial de los océanos compitiendo con los grandes imperios de la época y haciendo de los Países Bajos una tierra rica que atrajo a innumerables inmigrantes que buscaban prosperidad pero, al tiempo, libertad religiosa y de pensamiento que no encontraban en sus tierras y que pudo florecer en esta ciudad de acogida.

Y esa esencia marinera y abierta, de no ocultar nada y estar prestos para la partida, ha quedado reflejada en los amplios ventanales descortinados de sus casas asomadas a los canales (y no estoy pensando solo en los escaparates del Barrio Rojo), pero también en su cocina, en el ansia por aprovechar cada último rayo de sol en minúsculas terrazas, en una arquitectura que combina lo antiguo con lo moderno sin las estridencias y contrastes propios de otras ciudades europeas.  

Otro ejemplo: De Viena (“La seguridad de sentirse Viena”) se señala su tendencia a  cierto ensimismamiento, a encerrarse, tal vez por su tortuoso pasado, repleto de asedios y amenazas frente al turco o los eslavos, necesitada de una monarquía protectora que se reveló como causa de su hundimiento. De ahí la importancia de ese recogimiento en cafés, grandes palacios y una realidad paralela a ritmo de vals.


Último ejemplo: De Berlín (“Berlín sobre Berlín”) destaca su vitalidad, esa capacidad para resurgir tras desastres tan terribles como la Segunda Guerra Mundial o la separación en dos ciudades que tuvieron el penoso honor de encarnar dos ideas del mundo totalmente opuestas dejando un poso de duplicidad que  bien refleja esa historia alemana, capaz de lo mejor y lo peor.

El alma de las ciudades puede leerse de tirón, capítulo a capítulo, pero también tomando el índice como hoja de ruta que nos ayude a saltar de una parada a otra, según la preferencia del viajero lector. Puede emplearse con gran provecho por quien pretenda visitar en breve alguna de estas ciudades con el fin de formarse una primera opinión o puede leerse tras un viaje por el mero capricho de contrastar las impresiones propias con las del autor.

En mi caso, el libro ha servido para recordar paisajes, confirmar impresiones o modificar opiniones si así procedía (ha sido el caso de Gante) y, en todo caso, para viajar sin salir de casa, varado por otras obligaciones.


Sea cual sea el propósito con el que el lector se aproxime a El alma de las ciudades, se encontrará con una lectura amena y motivadora, que invita a la reflexión (¿cuál es el alma de mi propia ciudad?) y en la que también se podrán encontrar hermosísimas páginas con auténtica aspiración literaria, en la línea ya comentada previamente de su anterior obra Dos veces bueno y todo ello sin olvidar las notables paradojas y juegos de palabras tan afines a Genovés y que forman ya parte indisociable de su escritura.


Entiendo que el libro está aún por concluir, no porque sus páginas precisen de revisión o reescritura, sino porque la pasión viajera de su autor seguro que nos ofrece ampliaciones que sigan la pista de sus itinerarios y gustosos estaremos de seguirlo en el empeño.