27 de mayo de 2013

Una maleta llena de relatos (Generación Bibliocafé)



Un viaje representa la oportunidad de cambiar momentáneamente el lugar de residencia, las costumbres, tal vez el idioma. Es el momento de sacudirse rutinas y escapar a lo que somos el resto de nuestros días. En suma, es o puede llegar a ser, un modo de simular que no somos quienes somos, de crear una ficción y comenzar a reescribirnos desde cero.
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En paralelo, la Literatura es otro modo de inventar, de fabricar una apariencia de realidad a través de la ficción, de rebatir los hechos permitiendo una breve revancha de la imaginación.

Por ello, Literatura y Viajes forman una pareja bien avenida que, desde un inicio nos ha dejado buena prueba de ello y aún en nuestros días se conserva como uno de los géneros más frescos.

Todas las épocas han contado con grandes obras viajeras, desde la Odisea o El libro de las Maravillas, a En la carretera, por poner solo tres ejemplos de variado estilo y diferentes momentos en los que el viaje es el vehículo del autor para indagar sobre el mundo externo, pero también sobre el propio, el interior remoto que todos guardamos con celo.

Con menores pretensiones pero el mismo entusiasmo, viene a sumarse a esta  tradición Una maleta llena de relatos, un libro de narraciones viajeras publicado bajo el nombre colectivo de Generación Bibliocafé que no es otra cosa que un colectivo de autores noveles junto a otros más conocidos y con diversas obras y premios a sus espaldas.


Mauro Guillén, editor y autor ocasional, como él mismo se define, explica en el prólogo a esta obra el germen de esta generación y los fines que la alientan. Todo da comienzo hace unos dos años, coincidiendo con un Taller de Autoedición para Autores cuyo proyecto final fue, precisamente, la autopublicación de un volumen colectivo (Nueve Relatos y un cadáver exquisito).

Visto que la cosa resultaba entretenida (esta palabra es clave en todo el proceso), los participantes se animaron con un segundo libro en el que se cuenta con la colaboración de algunos autores adicionales, buscando conjugar escritores sin obra publicada con otros que gozan de reconocimiento y permiten llegar a un público más amplio. El resultado, Relatos a fuego lento, combina relatos y recetas (otro maridaje afortunado) y se comercializa principalmente a través de Amazon. Las ventas, aunque modestas, resultan esperanzadoras; no sólo hay autores que quieren escribir y publicar, sino lectores interesados en lo que se les cuenta.


Llega otro Taller de Autoedición y un nuevo libro, Navidad, ¿dulce Navidad?, con nuevos autores dispuestos a colaborar en esta Generación Bibliocafé que toma su nombre del lugar de encuentro de muchos de estos creadores, el Bibliocafé, un local valenciano que se abre paso en el mundo de la hostelería ofreciendo a sus clientes una oferta más que suculenta de libros, charlas, exposiciones y cuantas propuestas culturales se tercien. 

Llegamos así a este cuarto libro, cuya edición impresa es de alta calidad, y que recoge un total de veintitrés relatos. Cada narración va acompañada de un texto del propio autor sobre la localización de su obra. Esta información tiene el valor, no solo de enriquecer la experiencia del relato-ficción con datos verídicos, sino aportar la visión personal, incluyendo incluso páginas web de hoteles, restaurantes y demás lugares de interés. Un buen punto de partida para planes de viaje del lector.

Los viajes de los autores nos llevan a rincones lejanos y exóticos como Cartagena de Indias, Kenia o el desierto de Mojave, pero también a destinos más convencionales como Sicilia, la Toscana, Berlín o Colonia. Pero el viajero no necesita desplazarse miles de kilómetros, también podemos perdernos a tiro de piedra, en la plaza de la Catedral de Oviedo, en el Oceanográfico de Valencia o en el Café Comercial de Madrid. 



Entre todos los relatos, los hay con finales abiertos y con finales que se ven venir desde la primera línea (lo que no es demérito si se logra mantener el aliento del lector hasta la última palabra); los hay realistas y plenamente fantasiosos. Unos se mueven entre lo onírico y evocador, otros entre la carnalidad y el deseo.

En suma, cada lector encontrará sus historias favoritas pues variedad no falta. Pese a que lo diverso de los autores y su heterogénea procedencia podría llevar a pensar que estamos ante un volumen de grandes altibajos en cuanto a estilo y mérito, lo cierto es que el libro muestra una más que digna calidad.

Sólo cabe esperar que el respaldo que encuentre Una maleta llena de relatos sea suficiente para permitir consolidar esta iniciativa de la que pueden beneficiarse todos sus integrantes, consagrados o no. Que futuras propuestas permitan mejorar el resultado final asegurando que se cumplen los dos principios inspiradores de la Generación: disfrutar con la literatura y promocionar a sus miembros.

Debo agradecer a Fuensanta Niñirola que propusiera mi nombre para engrosar la Generación Bibliocafé desde Relatos a fuego lento. Cita a ciegas, su contribución a este volumen, da buena prueba de su pasión por todo cuanto hace y su inagotable energía. También Mauro Guillén (autor de Caro amore mio) debe figurar aquí nombrado. En su papel de alma mater del proyecto, desde la dirección del Taller de Autoedición, ha logrado cohesionar  un proyecto con mucho esfuerzo y dedicación.

La estación de Zúrich es el relato con el que he participado en este proyecto, poniéndome en la incómoda situación de pasar de reseñar la obra ajena a tener que escribir la propia. Sin duda, ambas labores se complementan, ayudando a que la una mejore a la otra o, al menos, ésta es la esperanza que uno guarda. 

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12 de mayo de 2013

Martin Dressler. Historia de un soñador americano (Steven Millhauser)



Hay naciones cuya mitología evoca un destino trágico, casi maldito. Otras que parecen definirse exclusivamente en relación a terceros –reales o imaginarios- en términos de honor y gloria. Muy pocas ofrecen una mitología autónoma, que no mire hacia “el otro”. El ejemplo más relevante, tal vez el único que conozco o recuerdo, es el de los Estados Unidos. Haciendo gala de un optimismo y una inmodestia proverbial, recurren a la imagen de la tierra de promisión, del país de las oportunidades, todo lo que se encierra bajo la idea de “el sueño americano”.

Todos los que no vivimos en los Estados Unidos sabemos que esa metáfora sólo sirve para disfrazar la realidad de unos pocos logrando medrar frente a una inmensa mayoría que vive en el anhelo de poder llegar a medrar. Que sólo un grupo, los blancos anglosajones protestantes (WASP), parecen tener todas las puertas abiertas y que el resto de ejemplos exitosos, de irlandeses hechos a sí mismos, latinos con fortuna o negros deportistas cargados de oro, son solo eso, ejemplos que evidencian la excepcionalidad. O eso nos gusta pensar, tal vez por envidia. Pero el mito nacional sirve para los nacionales y para aquellos que arriesgan sus vidas para alcanzar esa tierra, más en particular, ese sueño en el que los únicos límites son los que uno mismo se impone.

Como reflejo del mundo en el que se gesta, todas las manifestaciones artísticas americanas han elogiado y ensalzado la figura de este hombre que, desde abajo, logra un éxito sin reparos, incontestable. Pero, como el reverso de una moneda, también son innumerables las reflexiones sobre el precio del éxito, la destrucción que supone el culminar los anhelos y llegar a la cima.

Martin Dressler. Historia de un soñador americano es, desde su título, perfecto reflejo de todo lo dicho. Observación analítica y desapasionada del ascenso y caída de un entusiasta de sí mismo, capaz de llevar a la práctica todo cuanto sueña, pero también de instalarse en una especial y paródica realidad paralela dando la espalda a un mundo que continua su camino en busca de otros soñadores.


Vayamos a su protagonista. Martin Dressler es un niño fascinado por los escaparates de las grandes avenidas del Manhattan de finales del XIX, por su capacidad para crear sueños e ilusiones en los paseantes y animarles a entrar en los establecimientos. La mera observación no se hizo para el joven Martin que desea experimentar lo aprendido durante sus paseos en el negocio familiar, una tabaquería situada en una calle algo retirada del propio Manhattan.

El padre aprecia las iniciativas de su hijo y el modo en que sabe ganarse a los clientes por el simple, al tiempo que complejo, arte de ofrecer aquello que cada visitante espera antes de que siquiera éste lo exprese o, incluso, lo sepa. Pronto, el padre de Martin comprende que las fronteras de la tabaquería son asfixiantes para el talento de su pequeño, por lo que da su autorización a la oferta de trabajo como botones en el hotel Vanderlyn recibida a través de un visitante del negocio.

Las dotes de observación de Dressler llegan a un laboratorio humano excepcional, la recepción y las habitaciones de un gran hotel donde se sentirá a sus anchas. Su talento innato le lleva desde el puesto de botones al de recepcionista a la vez que se inicia como empresario adquiriendo la concesión de la tabaquería del propio hotel contratando a un dependiente de confianza. Su carrera en el Vanderlyn prospera y asciende a secretario del director, puesto gracias al que adquirirá su visión orgánica del mundo, consistente en ver cada engranaje del hotel como una parte de un proceso que se integra en un todo con un solo objetivo. Este principio lo irá aplicando sucesivamente a los diversos negocios que inicia a partir de ese momento, aún sin abandonar su trabajo en el hotel.

Los comienzos serán un café con billar y sucesivos locales similares creando la primera franquicia de la época. Pero su ambición no queda ahí y, tras vender la cadena, inaugura el Dressler, primero de una serie de hoteles que irán concretando el nuevo concepto que Martin quiere para estos establecimientos. Mitad hoteles, mitad edificios de apartamentos, se irán dotando de todo aquello que una persona necesita para disfrutar de unas vacaciones o, incluso, de toda una vida.

Sus edificios se llenarán de locales, teatros, salas de cine o de baile, restaurantes y elegantes cafés, parques interiores, ríos y cascadas, paisajes pintados o recreados imitando todas las floras y forestas conocidas, las siete maravillas de la Antigüedad sin salir de una planta y así hasta el delirio en un esfuerzo vano por recrear la realidad por el increíble medio de falsearla convirtiéndola en innecesaria.


Al Dressler le seguirá el New Dressler, y a éste, el Grand Cosmo, cuyo nombre da testimonio de ese afán por replicar la realidad integrando todo el mundo conocido, actual y pasado, real o soñado, en un único entorno que se ofrece al visitante y al residente hasta el punto de empecharle y hartarle.

Frente al éxito comercial de los dos primeros hoteles, fruto en gran medida de la novedad y de la ambiciosa propuesta, el Grand Cosmo no logra atraer a los turistas que tercamente prefieren las calles y las plazuelas al aire libre a los aseados y recoletos jardines artificiales. Los apartamentos tampoco terminan de venderse o alquilarse y Dressler, termina por comprender los motivos de su fracaso. Pero renuncia a la enmienda tal vez por el cansancio propio de su ya avanzada edad y decide sacrificarlo todo convirtiéndose casi en el único morador del Grand Cosmo, hacerlo su hogar, su realidad mientras pueda sostener sus gastos y antes de despedirse de él, del mundo.

El éxito de Dressler lo es de su capacidad de observación y anticipación. Sus paseos de madrugada por la ciudad le ofrecen las claves de las necesidades de sus conciudadanos, le muestran los lugares que prefieren, aquello que anhelan. Él toma esa materia prima y busca satisfacer las expectativas. Pero en un punto determinado, dominado por su visión y su sueño, rompe el eslabón y comienza una nueva andadura en la que será el público quien le siga demandando los servicios cuya necesidad él genera a través de brillantes y agresivas campañas publicitarias. Como señala J. K. Galbraith, la oferta ha creado su propia demanda hasta que la realidad termina por imponer su implacable ley.

El autor

Como suele ocurrir tantas otras veces, el visionario que sueña mundos y los conquista no es capaz de gestionar adecuadamente su propia vida personal. Poco después de dejar la casa de sus padres, e instalado en un pequeño hotel (¡cómo no!) de las afueras de la ciudad, conoce a las Vernon, una viuda y sus dos hijas solteras. Emmeline, morena de escaso atractivo físico pero dotada de una gran inteligencia que pronto conecta con el pensamiento de Martin convirtiéndose en su consejera y confidente y Caroline, la rubia guapa de reservado carácter, aquejada por dolencias físicas y psíquicas que termina por convertirse en la esposa de Martin y su principal preocupación dada su inestabilidad emocional. Caroline será la anticipación de la imagen del fracaso en que concluye la vida de Dressler.

Steven Millhauser recibió el Pulitzer por esta obra que ha publicado en España Libros del Asteroide con traducción de Marta Alcaraz. El estilo del autor, desapasionado y muy descriptivo, con pocas concesiones a las imágenes fáciles, logra aportar el aplomo que tiene la vida del protagonista. Una descripción del auge y caída al modo de una biografía que por momentos pasa de lo psicológico a lo meramente externo pero que sabe transmitir la fuerza que impulsa a Martin hasta su explosión y agotamiento final.

¿Qué es un sueño? Tal vez aquello que nos ayuda a permanecer despiertos. Si algo nos enseña esta novela es que los sueños impulsan nuestras acciones, pero soñar sobre lo soñado se convierte en una trampa de la que no podremos escapar fácilmente. Como tantas otras veces, una cuestión de matices. 


21 de abril de 2013

La Hermandad de la Nieve (José Vicente Pascual)


Hubo un tiempo en el que una novela histórica era una obra de ficción inserta en un momento de la Historia que se pretendía recrear con cierta exactitud. Pero las cosas cambian y, poco a poco, la novela histórica pareció ir cambiando hasta convertirse en sinónimo de libros voluminosos (en ocasiones, con segundas y terceras partes que jamás fueron buenas) en los que se trataba de escarbar en cualquier anécdota del pasado para arrancar un fantasioso argumento de ocultismo, sectas o misterios, dejando por el camino gran parte de los requisitos mínimos que se esperan de una novela en cuanto a estilo y rigor. Al menos, esto es lo que uno veía y lo que le alejó de este género durante un tiempo.

Pero bajo el fulgor de las listas de éxito, los artesanos han seguido trabajando y honrando un género que ha tenido una notable influencia en el pasado y que debe mantenerla. Entre estos escritores meritorios que han renunciado al camino fácil de las oscuras conspiraciones y otros artificios se encuentra José Vicente Pascual, un autor con una notable y extensa obra a sus espaldas, que ha presentado recientemente su última novela, La hermandad de la nieve.

La Historia acostumbra a exponerse con golpes de luz abruptos que iluminan un determinado lugar y momento para dejarlo, al cabo, sumido en tinieblas volcando la atención en otro punto. La hermandad de la nieve viene a cubrir ese periodo gris que discurre entre la caída del reino nazarí en 1492 y la guerra civil más conocida como la rebelión de las Alpujarras (1568-1571).

En este periodo del que los libros de historia al uso no nos ofrecen apenas información, fabula Pascual sobre la fundación y auge de la Hermandad de la Nieve, una curiosa sociedad que tiene por objeto proveer de nieve a los moradores de Granada que la precisen; en su mayor parte, personas principales y de posibles, que puedan pagar el alto precio que se exige a cambio de este preciado tesoro que ayuda a la conservación de alimentos, fabricación de dulces, alivio de enfermos y un sinfín de otros usos.

El fundador de la Hermandad de la Nieve es don Álvaro de Bayos, oriundo de León en cuyos montes aprendió el duro oficio de nevero. Alistado en el ejercito del Gran Capitán, decide alistarse en Granada tras la rendición de Boabdil aprovechando las especiales condiciones de licencia que se le ofrecen y renunciando a seguir en la milicia tras los espejismos de gloria que se vislumbran en campañas por el norte de África y sur de Italia. La contemplación de las cumbres nevadas a un paso de Granada le recuerda sus primeros años y decide tomar ese regalo caído del cielo para su propio provecho.

Pero él solo no basta para el negocio que tiene pensado. Álvaro de Bayos sabrá rodearse de fieles hombres a los que exige esfuerzo y sacrificio pero, ante todo, lealtad a la Hermandad. Ésta será generosa con todos sus miembros proveyéndolos de cuanto ellos o sus viudas o sus hijos necesiten. Pero la Hermandad también sabrá exigir con celo las obligaciones contraídas. Algunos neveros probarán la dureza de la ley privada que rige sus vidas.

Y es que no hay otro modo de salir adelante cuando las dificultades son muchas. Comenzamos por las trabas burocráticas para dar inicio al negocio y el pago que la regalía conlleva y que les llevará al primer contacto con la Mujer que no Dice su Nombre que actuará como protectora de la Hermandad y, al tiempo, comprometedora de toda su lealtad.


Este misterioso personaje que aparece a intervalos regulares en la novela ofrece un interesante punto de misterio e intriga pero, por encima de todo, pone de manifiesto que la Hermandad es poderosa de puertas adentro, para con sus hermanados, sus cofrades, pero que ésta apenas es un peón en el juego de otros y que, sólo su unidad y férrea disciplina le permitirán sobrevivir a las luchas fratricidas de los poderosos.
Porque por toda la novela se respira, por boca de su narrador, Álvaro de la Santísima Trinidad, nieto de Álvaro de Bayos y tercer patriarca de la Hermandad de la Nieve, la opinión de que los grandes y poderosos tejen el mundo a su medida y que para el resto apenas queda el espacio necesario para respirar, y esto solo siempre que se sepa jugar las cartas con habilidad y fortuna. Las guerras y luchas de estos potentados son ajenas a los intereses de la Hermandad que aprenderá a evitar los peligrosos rápidos entre los que discurrirá su labor, procurando cuando sea posible el beneficio propio y afrontando los embates de quienes tratan de impedir su éxito comercial el resto de las veces.

Y es que pronto el negocio de la nieve se revela como una importante fuente de ingresos que atrae la atención de Enríquez Benazara, un adinerado converso que inicia una aventura empresarial similar. Los métodos que empleará la Hermandad para conservar el monopolio de la nieve revelarán que lo que está en juego es la propia supervivencia. El discurrir histórico oficial se entrevera con la lucha entre la Hermandad y los Benazara y será el estallido de la revuelta de los moriscos lo que permitirá poner el punto y final sangriento al enfrentamiento.

La teoría expuesta por el patriarca de la Hermandad tras la caída del Reino de Granada, corroborada por sus sucesores y confirmada finalmente por los hechos, es que la rendición nazarí no era sino el medio por el que las familias poderosas de Granada pretendían evitar una derrota militar y retener el poder económico a cambio de cambiar nominalmente de religión y vestimentas. Por otro lado, la rendición también es útil a los cristianos que evitan continuar con una guerra costosa y más dura de lo esperado. La disputa por el verdadero poder, la victoria definitiva de unos u otros queda diferida en el tiempo.

De ahí que el verdadero derramamiento de sangre llega con la revuelta de las Alpujarras, una auténtica guerra civil en la que los habitantes del reino se verán obligados a tomar partido, pagando con su vida los errores en la elección. También éste será el momento definitivo en el que la Hermandad logre imponerse a los Benazara, dando fe de que toda guerra civil es campo propicio para la venganza personal. 

Pero odio y sangre no son el único sustento de la Hermandad. También se cruzan por sus sendas historias librescas, como el probable autor de El Lazarillo de Tormes o el origen de los falsos libros de plomo. También es de destacar el papel que las mujeres ocupan en esta Hermandad, tan varonil y ruda según sus estatutos, pero que atesora un contrapeso natural en mujeres de fuerte personalidad.


Si algo debe destacarse en esta novela, más allá de la amenidad del argumento y el modo en que el autor sabe incluir la intriga cuando se precisa, es el lenguaje empleado y la voluntad constante de recrear un modo de expresión propio del tiempo en que Álvaro de la Santísima Trinidad, en su senectud, escribe el manuscrito que leemos. No olvidemos que, a diferencia de su padre y de su abuelo, su formación será elevada entendiendo más de letras y actas que de aperos neveros. Y es esta vocación de estilo lo que atrapa al lector desde las primeras líneas, temeroso de que, como tantas veces suele ocurrir, el autor ceda al esfuerzo a las pocas páginas tornando a una prosa más apropiada para nuestros días. Por fortuna, esto no ocurre haciendo de todas sus páginas un descubrimiento gozoso.

La Hermandad de la Nieve es un logro de José Vicente Pascual, un acierto de la editorial Evohé y un golpe de fortuna para quien no conocía previamente a su autor. Hay quien podrá creer que poco importan las andanzas de una saga de neveros en tiempos remotos. Les doy la razón. Pero sus sufrimientos, sus necesidades, y el modo en que las proveen, reflejan una filosofía vivida tan vigente como las nieves que aún habitan en las cumbres de Sierra Nevada.  

29 de marzo de 2013

Hipnosis / La colonia (David Fernández Rivera)



Hipnosis / La colonia, es el texto que consagra para las letras españolas a su autor, David Fernández Rivera, un joven talento pero con un dilatado currículo en diversos campos (poesía, teatro, dirección teatral, ....)

La obra que aquí nos ocupa lleva como doble título Hipnosis y La colonia. Recordemos primeramente la definición que de ambos términos ofrece el Diccionario de la Real Academia como premisa para entrar en los detalles del texto.

Hipnosis: estado producido por hipnotismo. Hipnotismo, método para producir el sueño artificial, mediante influjo personal, o por aparatos adecuados.

Colonia: Territorio fuera de la nación que lo hizo suyo, y ordinariamente regido por leyes especiales.

Pero, ¿cuál es la relación que encuentra David Fernández en ambos términos? Anticipemos que los habitantes de la colonia han luchado por crear un espacio propio regido por leyes independientes que les garanticen un futuro mejor, una pervivencia que, de otro modo, verían amenazada. La lucha ha sido cruenta y Bruno es uno de sus máximos representantes; ofreció su vida en el combate y éste se cobró su salud física (ahora está atado a una silla de ruedas) y mental.

Un colectivo de estudiantes dirige a Bruno un escrito en el que le honran por su sacrificio y le piden que colabore en un proyecto destinado a glosar y gloriar a quienes creyeron en un futuro libre y mejor para la colonia. Pero Bruno no parece ya el héroe que fue. Su fe parece muerta y sus pensamientos se revelan rebeldes a la colonia que contribuyó a crear y consolidar. El lector/espectador ignorará siempre si el nuevo estado de Bruno es fruto de la enfermedad que le carcome, un último precio que paga su valentía, o si es la llamada de la lucidez la que le previene de los errores y excesos cometidos.

Los habitantes de la colonia creen vivir en una Arcadia feliz en la que todos los sufrimientos y padecimientos parecen estar justificados por una promesa de un futuro mejor, de una búsqueda de la felicidad como ultima ratio motor de los actos políticos. Ya sabemos a estas alturas de la Historia que éste es el método favorito (casi el único, junto al terror), de cualquier totalitarismo que sobre el mundo haya sido. Diferir las recompensas para lograr lo perseguido en nombre de un futuro, del progreso, de una vida eterna o de una eterna vida, todo vale.

Y esta colonia no tiene nada de idílico como tampoco lo tienen el resto de paraísos terrenales impuestos. Su cotidianeidad es un escenario metálico, a ratos ardiente, siempre ominoso e irrespirable (sus habitantes han sustituido sus rostros por máscaras de gas, sus ropas por utilería militar). Es éste el verdadero aspecto del paraíso y para que la mentira y la manipulación sobrevivan son necesarias grandes dosis de hipnosis, de sueño artificial, de ficción. Y para ello, lo primero es manipular (borrar) el pasado. De ahí el interés de los estudiantes por reescribir los hechos gloriosos, crear una épica de la colonia, hacer creer que la vida fuera es insoportable.

Por eso, cuando Bruno huye de la colonia, lo que encuentra es un bosque ardiente, una realidad viva que va muriendo pero a la que se aferra como más real que cuanto deja atrás (“Pero ellos no pueden verlo. Al poco de nacer les protegen de lo que está pasando...").

Es evidente que la colonia no es más que una metáfora de nuestras vidas, apresadas en telas de las que apenas somos conscientes y en las que caemos complacidos. Y no es menos cierto que para quienes se resisten nuestra moderna vida ofrece escasas alternativas. Una larga tradición literaria ha reflexionado sobre este futuro mejor. Rossesau, Unamuno, Huxley o Voltaire emplearon perspectivas diversas (y aún opuestas) en su discurrir sobre este futuro perfecto-imperfecto.

Pero la obra de David Fernández entronca claramente con la de Huxley, e incluso con la fábula zoológica de George Orwell, dos visiones de un futuro totalitario y excluyente, quien no está junto a mí, está contra mí.

Y esta colonia nos remite también a otro soñador hipnótico, a Kafka, no por el universo urbano invivible de El Proceso o por el autoengaño como última esperanza que sustenta la vida de Gregorio Samsa, sino más bien, y no sólo pese a la evidente coincidencia nominal, a En la colonia penitenciaria. Este pequeño texto, escrito tras el telón de fondo de las masacres de la Primera Guerra Mundial supone, recordémoslo, el modo en que Kafka reflexiona sobre la técnica y su capacidad destructiva en un mundo reducido, en esa pequeña colonia, donde todo el poder está en manos de un sádico tecnólogo que emplea una máquina para escribir en el cuerpo de los condenados su propia sentencia a base de escarificaciones y demás tortura sangrienta.

Pero, al igual que ocurre en otras reflexiones sobre el futuro, es la propia tecnología la que acaba (¡justicia poética!) con el tarado regidor aplicándole sus propias medidas. El papel de narrador en el relato de Kafka, un observador imparcial y distante, desaparece en Hipnosis/La colonia, donde es el espectador/lector el único capaz de juzgar y enjuiciar los hechos que se le presentan.


Pese a que en su nota introductoria David Fernández se esfuerza en destacar la versatilidad del texto de cara a su adaptación escénica por cualquier director interesado, y de que el prólogo de Ángel Padilla nos aclara los logros escénicos de este joven autor y su habilidad para la creación de ambientes, uno no pude dejar de pensar que el libro que tiene entre sus manos es algo más que un texto teatral.

No se trata tan solo del peso relativo de los comentarios y anotaciones al margen, de la compleja vestimenta descrita o de los efectos requeridos en cada momento y que son descritos con precisa prosa. Se trata más bien de que estos textos alcanzan un valor lírico que pone de manifiesto la credencial poética del autor, su voluntad integradora de ambas artes y su intención de escribir un texto para ser leído.

Como ejemplo, valga esta muestra:

"El espacio se licua hasta detenerse bajo la pesada vibración de una litera hospitalaria. Las sábanas resecan los recuerdos no vividos en los ojos entubados del anciano, es entonces cuando el aguijón de un mandoble
deshace la escarcha sin ventanas
con el vapor inyectado
en la angustia fronteriza de sus sienes."

Es cierto que la visión del autor es negativa y devastadora, que denuncia una realidad que sólo muy forzadamente podemos interpretar como propia, pero ésa es la misión de un poeta, ver por nosotros, anticipar nuestra visión y anunciar lo que está por venir para que, tal vez, nunca llegue. Para eso, y porque es un gusto enfrentarse a un texto poco complaciente pero hermoso en todo caso, se debe leer esta obra y prestar atención a su creador.


10 de marzo de 2013

La Tempestad (Shakespeare)




Se cree que La tempestad fue la última obra escrita por Shakespeare.  Y, sin embargo, lejos de suponer la culminación lógica y el cierre de una obra inigualable, el ya consagrado autor parece romper con todo lo que escrito previamente y apuntar con esta obra un nuevo estilo.

Comencemos por referir el argumento. Próspero, duque de Milán, malvive en una isla remota y desierta junto a su hija, Miranda, que desconoce el linaje de su padre y unos sirvientes de diversa catadura y naturaleza. Desde el lado del bien, goza de la colaboración de Ariel, un espíritu (por definirlo de algún modo) que sólo a él obedece y que sólo ante él se manifiesta. Del lado del mal, Calibán, un torpe y vengativo engendro (tampoco me atrevería a definir de modo más preciso su naturaleza) hijo de una bruja antigua dominadora de la isla pero que parece haber desaparecido dejando a su hijo como esclavo del anciano Próspero.

Valiéndose de sus poderes y hechizos, Próspero hace estallar una tempestad para dispersar a la flota que, próxima a la isla, lleva a Alonso, Rey de Nápoles, y a su heredero, Fernando, de vuelta a su hogar. Junto a ellos viaja Antonio, hermano de Próspero a quien traicionó para conseguir el ducado y entregarlo al servicio de Nápoles. Próspero fue abandonado a su suerte en el mar sobreviviendo milagrosamente al alcanzar la isla sobre la que ahora gobierna.

A esta isla llegan los náufragos Alonso, Fernando y Antonio acompañados de algunos cómicos sirvientes de muy diversa ralea. Próspero tiene ya en sus manos a sus más odiados rivales y se apresta a tomar venganza.

Aunque podríamos pensar que estamos ante un drama, una historia de violencia y odios encontrados, lo cierto es que, a lo largo de la obra, Próspero opta por el perdón, por reconciliarse con sus antiguos enemigos que, a su vez, le acogen como nuevo aliado agradecidos no sólo por haber evitado una venganza segura sino por la dicha de la reconciliación. ¡Qué lejos queda el sangriento y mortuorio clímax de Hamlet! Para completar el cuadro final, Fernando y Miranda se prometen amor eterno y podemos jurar que murieron felices, nada parecido a la desdichada suerte de Romeo y Julieta.

Volviendo al género de esta obra, si no podemos hablar de drama, tampoco diríamos que nos encontramos ante una comedia, cualquiera que sea el tipo que elijamos, de enredo o satírica. Y ello pese a que los diálogos y situaciones creadas entre Calibán y Próspero o entre aquél y algunos de los cortesanos náufragos, de quienes desea valerse para reconquistar una isla que cree suya, figuran entre lo más hilarante escrito por Shakespeare. 

Ariel
El equilibrio entre las partes cómicas y el resto del texto es uno de los mayores logros de La tempestad ya que el tránsito de las situaciones más jocosas a las más graves se hace sin apenas sentirse.

Próspero se sirve de la magia y de espíritus serviciales al tiempo que tiene a su cargo al hijo de la bruja Sycorax. Su poder se asemeja al de un Dios omnímodo al susurrar palabras en los oídos y convertirlas en pensamientos de sus víctimas o al ordenar a la Naturaleza que se crezca y cree tormentas apocalípticas. Muy seguro debía sentirse Shakespeare para jugar con esos conceptos en un momento en el que el puritanismo era una fuerza ascendente en Inglaterra. Consciente debió ser de estos peligros cuando combina elementos del pasado clásico que pueden hacer creer que la obra se desarrolla en aquellos tiempos de paganismo. Claro que el ducado de Milán y el Reino de Nápoles no casan bien con la época clásica.

Pero como el mismo Próspero señala, somos de la misma sustancia que los sueños, y nuestra breve vida culmina en un dormir. Así que el tono onírico y una cierta neblina brumosa y húmeda parece empapar toda el texto.

Hay quien sostiene que en esta obra han dejado un gran poso los descubrimientos de los navegantes ingleses de la época, popularizados y debidamente publicitados por la Corona, en los que se describían islas habitadas por seres de dudosa naturaleza humana sobre la que los caritativos ingleses tenían derecho de ocupación y abuso.

Próspero conversando con Ariel
No seré yo quien discuta a los sabios en la materia, pero de un dramaturgo del que no se sabe a ciencia cierta si embarcó más allá de algún paseo relajado por el Támesis no espero un repentino interés por ultramar. Tampoco ayuda el que la isla de La tempestad se encuentre en el Mediterráneo, lugar poco exótico para situar a esclavos, colonos y descubridores del Nuevo Mundo.

Por eso me gusta pensar como quienes sostienen que La tempestad es una reflexión final de Shakespeare sobre el teatro y su vida. En efecto, Próspero logra crear una realidad con sus artes. Crea tormentas, genera apariencias y lleva a su terreno a quienes lo desea. Igual que el teatro que no es sino un artificio por el que se construye una realidad paralela de la que se desea hacer partícipe al espectador/lector.

Cuando Próspero renuncia a cumplir su venganza y optar por el perdón, por retornar a su patria renunciando por siempre a su magia y ciencia oculta, simboliza según dicen muchos críticos, la despedida de Shakespeare de ese mundo mágico que es el teatro.

Quiero dar un paso más y avanzar mi propia teoría. Quien escribe, lo hace para crear una ficción que rebata la realidad que le rodea, naciendo toda actividad literaria de un secreto deseo de venganza, de fabricar una alternativa. Nuestro Shakespeare maduro ha logrado reconciliarse con el mundo. Ha logrado éxito y reconocimiento y no desea sino esa reconciliación con la vida que buscará retornando a su natal Stratford-upon-Avon ajeno al ambiente teatral que le había rodeado hasta entonces.

Este magnífico Shakespeare se expresa en el pensamiento de Próspero: La grandeza está en la virtud, no en la venganza. Si se han arrepentido, la senda de mi plan no ha de seguir con la ira. Y ésta será su postrera lección para quien quiera leerla.

El bueno de William es probable que se remueva inquieto en su tumba, pero se han escrito tantas teorías absurdas sobre su vida y obra que una más no logrará sino hacerle sonreír irónicamente, tal vez complacido.  

9 de marzo de 2013

¿Ha muerto Shakespeare? (Mark Twain)



Mark Twain publicó en 1909 un pequeño ensayo bajo el irónico título Is Shakespeare Dead? en el que plasmaba su relación personal con la obra del dramaturgo y el amor que sentía por ella. El libro, sin embargo, es más conocido por su segunda parte, en la que resume las objeciones a que el inmenso talento tras las obras de Shakespeare sea el del propio Shakespeare, postulando la teoría, muy en boga en la época, de que el verdadero autor de las mismas era Francis Bacon.
El descrédito de esta obra menor no se debe tanto a la falta de argumentos que justifiquen su teoría, sino a que una gran parte del texto fue transcrito literalmente del ensayo de otro autor, George Greenwood, sin que Twain hiciera mención expresa a la fuente. No deja de ser irónico que quien trataba de explicar que los versos de Shakespeare no fueron escritos por él, se valiera de palabras que tampoco fueron escritas por él.

Fuera recurso de autor maduro o error del impresor que omitió la oportuna nota a pie de página, como alegó el propio Mark Twain, lo cierto es que el libro es una excelente prueba de la fuerza de una obra que, quien quiera que fuese su autor, ha conmovido y lo seguirá haciendo a todos los que se acerquen a ella.


Mark Twain
Pero acompañemos al joven Mark Twain en su viaje surcando el Misisipi y tomando su primer conocimiento de Otelo o El Sueño de una noche de verano. Fue el capitán del Pennsylvania, George Ealer, quien le contagió su afición al leer en alta voz las obras de Shakespeare con tal esmero y pasión que lograba convertir en estampas vivas lo que solo eran diálogos en papel. Hasta tal punto leía con vehemencia y exaltación que añadía sus propios comentarios al hilo de lo leído de modo que, hasta el día de su muerte, Twain seguía confundiendo las partes originales de lo que no eran sino anotación y comentarios de su patrón.

Ealer era un convencido defensor de la tesis, tan poco atractiva como evidente, de que Shakespeare era el verdadero y único autor de la obra de Shakespeare. Sus furibundos ataques contra todas las infinitas teorías que atribuían la autoría a cualquier otro candidato terminaban por convertirse en un soliloquio que aburría al joven Twain.


Éste, convencido de la razón de su patrón, pero deseoso de excitar su ánimo y alargar las veladas, dio en defender sin mucho entusiasmo cualquier candidatura sobrevenida. Finalmente, y como suelo ocurrir, tanto argumentó en defensa de la tesis baconiana que terminó por convencerse a sí mismo.


El resto del ensayo está dedicado a desgranar lo que denomina los “debería”, “podría”, “cabría pensar que” y “asumiendo que” necesarios para completar una biografía mínima de Shakespeare y que evidencian la imposibilidad de atribuir a éste el mérito literario que se le atribuye. 


Shakespeare


Y es que la vida de este genio de la Literatura ofrece pocas certezas a las que aferrarse. Según la lista del propio Twain (ligeramente acrecentada con el transcurso de los años, pero parca en extremo en todo caso) se ciñe a hechos de los que dan fe documentos oficiales como su licencia matrimonial, unos cuantos juicios menores, su papel de actor, algunas compras de terrenos en su Stratford-upon-Avon, su retirada temprana y su discreta vida hasta su muerte negociando préstamos, haciendo negocios (al parecer, una actividad poco lustrosa para un poeta de su talla) y redactando finalmente un ominoso testamento en el que no se cita su obra o sus manuscritos y, donde a pesar de ser tan puntilloso como para dejar a su mujer expresamente su “segunda mejor cama”, no se reparten libros, una posesión muy preciada en la época y que Shakespeare debiera poseer en abundancia. Según la ironía de Twain, si Shakespeare hubiera tenido un perro, lo habríamos sabido porque lo habría citado en su testamento, pero no dejó referencia alguna a su autoría poética.

Esta cortedad de hechos empujó a numerosos hagiógrafos a rellenar estos vacíos con multitud de “deberías”, “podría”, etc., etc. Los libros se llenaron de anécdotas inverosímiles, como la del joven Shakespeare trabajando de aprendiz de un carnicero, degollando terneros mientras atendía a los clientes en verso, tratando así de justificar un talento natural. También se nos describe, a gusto de cada biógrafo, a un Shakespeare que ingresa en la Armada, o que lucha en Flandes o en Italia, que se convierte en ayudante en un despacho de abogados o que estudia a los clásicos por las noches mientras actúa por el día (o viceversa).


Los enciclopédicos conocimientos que se atribuyen a su obra son uno de los mayores escollos para que Twain conceda al Shakespeare histórico la autoría de su repertorio teatral y poético. En particular, señala que si sólo pudiera exponer un único argumento que demostrase la imposibilidad de que el esquivo Shakespeare fuera el autor de Hamlet, le bastaría el de los conocimientos jurídicos que evidencian sus textos. Según el juicio de notables jurisprudentes del siglo XVII y XIX, la cultura jurídica que destilan las obras de Shakespeare solo puede atribuirse a un jurista de reconocido prestigio.


Es por ello necesario volver los ojos hacia una figura que sí pueda acreditar todo el conocimiento que se presupone al verdadero autor de Macbeth o los Sonetos. Y Twain tiene su candidato, siguiendo la teoría popular en la época: Francis Bacon. Resulta ciertamente sorprendente que la primera referencia a esta teoría parta de Delia Bacon, supuesta descendiente de Bacon y algo inestable emocional e intelectualmente.


Como uno puede imaginar de lo dicho hasta el momento, no resulta difícil cuestionar cualquier biografía del Shakespeare de Stratford-upon-Avon ante la ausencia de certezas y el horror vacui de todo biógrafo. Lo que resulta más dudoso es dar el salto y atribuir las obras a otro personaje histórico de reconocido renombre y una biografía completa, desde su nacimiento aristocrático, hasta su fallecimiento. Aunque las obras de Shakespeare acreditasen un buen conocimiento jurídico, sin duda, Bacon no era el único que lo poseía. El hecho de que despreciase en sus escritos el teatro no parece desalentar esta teoría ya que es una treta para disimular, y así hasta el infinito. 


Francis Bacon

En definitiva, Twain sustituye unos “debería”, “podría”, “cabría suponer que” por otros no menos inquietantes a los que hay que sumar una larga lista de interrogantes, ¿por qué no ha aparecido ningún documento que pueda hacer sospechar quién el verdadero autor?¿Por qué todas estas teorías surgen más de dos siglos después de la muerte de Shakespeare? En la época isabelina nadie dudaba de quién era el verdadero autor, habiendo varios documentos que le reconocen como tal. Tampoco aclara Twain qué perseguía Bacon al ocultar su nombre y cómo pudo dedicarse a la creación de este enorme catálogo de obras inmortales sin perder impulso para el resto de su obras filosóficas y jurídicas. Tampoco aclara cómo pudo emplear determinadas palabras y giros en las obras de teatro y no hacerlo en el resto de sus textos o cómo pudo emplear localismos propios de un granjero de Stratford-upon-Avon.

Quizá el gran error de Twain, de tantos otros, es creer que una obra genial como la de Shakespeare exige una biografía a su altura y le repugne ver a un hombre común sujeto a preocupaciones vulgares. Por fortuna, en nuestros tiempos tenemos por bien sabido que no importa lo gris o mediocre que pueda parece una vida para que su obra alcance un vuelo y una altura que la sobrepase. Disfrutar de ella y olvidar al autor siempre será un buen consejo para no perder el norte como le ocurrió al, por otro lado, inolvidable e insuperable Mark Twain.

3 de marzo de 2013

Hamlet (Shakespeare)



Si abordásemos sorpresivamente a un transeúnte para pedirle que nos cite un par de versos de Lope de Vega o Tirso de Molina nos miraría con suspicacia, no tanto por lo extravagante de la petición, sino por lo remoto del recuerdo que tratan de rescatar, probablemente de los años escolares. Pero si seguidamente rebajásemos nuestra pretensión a una cita de Shakespeare veríamos un gesto de alivio ante lo liviana que deviene la cuestión: “ser o no ser, ésa es la cuestión”.

Claro es que para dejar marchar en paz a nuestro voluntarioso conciudadano no le habremos de pedir que continúe el devenir del pensamiento del príncipe Hamlet pues a tan solo estas ocho palabras limitamos nuestro conocimiento al respecto. Por ello es oportuno en este punto, tal vez, recordar parte del parlamento del príncipe atribulado por sus dudas y así poder abordar algunos aspectos de esta obra que me han llamado la atención en una reciente lectura.

Recordemos primeramente que Hamlet acaba de conocer que su padre, rey de Dinamarca, ha sido asesinado por su hermano para así ocupar el trono y que su madre ha aceptado los hechos uniéndose en matrimonio al nuevo monarca validando unas relaciones adúlteras previas. Para dar mayor dramatismo a la historia, la revelación le llega a través del espectro de su padre, incapaz de hallar el descanso eterno por la magnitud de la traición. Pasemos sin pausa al famoso monólogo. La traducción corre a cargo de otro ilustre dramaturgo, Leandro Fernández de Moratín.

Ser o no ser, ésa es la pregunta. ¿Cuál es más digna acción del ánimo, sufrir los tiros penetrantes de la fortuna injusta, u oponer los brazos a este torrente de calamidades, y darlas fin con atrevida resistencia? Morir es dormir. ¿No más? ¿Y por un sueño, diremos, las aflicciones se acabaron y los dolores sin número, patrimonio de nuestra débil naturaleza?... Este es un término que deberíamos solicitar con ansia. Morir es dormir... y tal vez soñar. Sí, y ved aquí el grande obstáculo, porque el considerar que sueños podrán ocurrir en el silencio del sepulcro, cuando hayamos abandonado este despojo mortal, es razón harto poderosa para detenernos. Esta es la consideración que hace nuestra infelicidad tan larga. ¿Quién, si esto no fuese, aguantaría la lentitud de los tribunales, la insolencia de los empleados, las tropelías que recibe pacífico el mérito de los hombres más indignos, las angustias de un mal pagado amor, las injurias y quebrantos de la edad, la violencia de los tiranos, el desprecio de los soberbios? Cuando el que esto sufre, pudiera procurar su quietud con sólo un puñal. ¿Quién podría tolerar tanta opresión, sudando, gimiendo bajo el peso de una vida molesta si no fuese que el temor de que existe alguna cosa más allá de la Muerte (aquel país desconocido de cuyos límites ningún caminante torna) nos embaraza en dudas y nos hace sufrir los males que nos cercan; antes que ir a buscar otros de que no tenemos seguro conocimiento? Esta previsión nos hace a todos cobardes, así la natural tintura del valor se debilita con los barnices pálidos de la prudencia, las empresas de mayor importancia por esta sola consideración mudan camino, no se ejecutan y se reducen a designios vanos. Pero... ¡la hermosa Ofelia! Graciosa niña, espero que mis defectos no serán olvidados en tus oraciones.

Hamlet encara la disyuntiva entre el actuar, afrontar peligros desconocidos (vengar la muerta de su padre, tal vez) y el sufrir los embates de la vida con cobardía, sobrellevando el peso del dolor y la infamia, la vejez y el desprecio.

El autor
Una salida fácil parece ofrecérsele a través del suicidio pero la incógnita del más allá, la mera posibilidad de que la muerte no implique el cese del dolor, que se trate tan solo de un sueño, basta para desechar incluso esta última opción.

Y es esta duda, este temor a toda acción, cualquiera que sea, lo que lleva a una parálisis igual de intolerable e insoportable pero que explica el porqué los hombres arrastran su pesar por este mundo doloroso, según concluye Hamlet.

Destaca que en un texto de la época, finales del siglo XVI o comienzos del XVII, en función del datador que consultemos, plantee de una manera tan cruda este razonamiento. Finalmente, la única razón por la que vivimos como vivimos es nuestra incapacidad de poner fin a nuestras vidas. Sorprende que no haya referencias de tipo moral que justifiquen la opción por la vida, lo que muestra la valentía de Shakespeare al escapar del discurso previsible llevando su obra a un nivel que le hace conservar su capacidad de interrogarnos pasados cuatrocientos años.

Pero, ¿realmente Shakespeare creía en estas palabras? Hamlet aparece por primera vez en la literatura en una colección de leyendas danesas de la Baja Edad Media y llega a Inglaterra a través de una traducción francesa que probablemente se populariza gracias a alguna versión teatral que Shakespeare pudo tomar como base para su texto. Hay quien sostiene que lo que llevo al autor a fijarse en ese personaje bañado en la duda fue la muerte de su único hijo varón, Hamnet, a los once años.

Sea o no cierto, este hecho sí ayuda a ilustrar ese pesimismo de Hamlet, nombre tan parecido, queramos o no, al de su hijo y que tantos recuerdos tuvo que despertarle mientras escribía. ¿Se puede soportar la muerte de un hijo? ¿Cabe otra cosa que morir en la indiferencia y en el dejarse llevar?¿Se puede ver futuro más allá? Lo cierto es que Shakespeare pudo haber sublimado ese dolor a través de la escritura exponiendo al mundo su dolor y sus dudas. Todos somos o podemos llegar a ser Hamlet en algún momento de nuestras vidas.

To Be Or Not To Be - Ernst Lubitsch

Pero lo cierto es que Hamlet no logra encontrar alivio con sus soliloquios. Juega con la locura, tal vez hoy lo llamásemos depresión, procurando un consuelo, un aislarse del mundo que tanto dolor le trae, evitando a sus congéneres en quienes ya no puede confiar al ver sólo traición y falsedad a su alrededor. Pero ese juego se torna peligroso y le aleja de aquellos pocos que aún le aman. Y de tanto jugar, probablemente cae en una locura real.

La popularidad de la obra en la época fue grande, si bien lo que los londinenses pudieron ver representado debía, por fuerza, ser una versión reducida del clásico dado que la versión escrita que hoy manejamos, publicada en el First Folio, requiere un tiempo de lectura de unas cinco horas siendo el caso más claro en toda la obra de Shakespeare de un texto escrito para ser leído y, por ello, es uno de los más complejos y profundos de su repertorio en el que pudo explayarse sin miedo a que las sutilezas de sus personajes pasaran inadvertidas durante la representación.

Otro importante punto de esta obra es el modo en que Hamlet pretende desenmascarar a su tío y a su madre, a través de la representación de una antigua obra por parte de una compañía de actores que conoce de antaño y que casualmente se encuentra en la capital.

El teatro dentro del teatro es un recurso habitual en tiempos más recientes, no así en la época de Shakespeare en cuyas manos este adquiere todo su sentido. El espectador asiste a la representación de Hamlet en la que, al tiempo, se representa otra obra en la que un rey es asesinado por traición y que, por tanto, remite nuevamente a Hamlet, así hasta el infinito atrapando al espectador en un bucle eterno.

Eternos son los personajes, eternos los diálogos y eternos los temas que Shakespeare aborda en esta obra. Para un lector de nuestro tiempo aún tiene sentido adentrarse en la compleja trama de venganzas, locura y duda que despliega Hamlet. No se trata tan solo de que disfrutemos siguiendo las mismas, sorprendiéndonos de la audacia de su autor. Se trata de dejarnos interrogar por Hamlet, averiguar el grado real de su locura y su fingimiento ya que al igual que él se vale de una representación para desvelar la traición de su tío, Shakespeare se sirve de Hamlet para desvelarnos interrogantes que, de otro modo, permanecerían ocultos. Que hallemos o no respuestas queda en nuestra mano.

24 de febrero de 2013

Shakespeare (Bill Bryson)



Shakespeare es un personaje que se resiste a cualquier tipo de simplificación. Comenzando por su imagen física, todo un misterio ya que no hay ningún retrato del que podamos asegurar sin temor a error que guarde parecido con el personaje histórico retratado. De hecho, el que se considera más próximo a la realidad, el conocido como retrato Chandos, y del que ni siquiera tenemos certeza de su autor, nos ofrece una imagen algo extravagante de un Shakespeare con pendiente, más moreno de piel que lo esperado y una melena algo desbocada, todo ello más propio de un compañero de correrías de Sir Francis Drake que de un poeta venerado e inmortal.


Tampoco el nombre del autor está a salvo de polémicas. Shakespeare mostró cierta renuencia a firmar dos veces consecutivas con el mismo nombre, y otro tanto hicieron sus contemporáneos. Shakespeare, pero también Shakspere, Shakspeare, Shakespere, Shakespear, Shackspeare, Shakspere por poner solo algunos ejemplos. Hasta hoy, el prestigioso Oxford English Dictionary mantiene su entrada referida al ilustre dramaturgo bajo el nombre de Shakspere.


Como ya vimos, las incertidumbres entre las que se mueve la biografía de Shakespeare abrieron la puerta a la especulación, la fábula y el pábulo. Pero los tiempos han cambiado. Nuestro empirismo lleva a no admitir elucubraciones con la alegría de otros tiempos, por lo que durante el siglo XX una caterva de investigadores se abalanzaron sobre todo tipo de archivos y registros de la época isabelina con el fin de echarle el lazo al escurridizo Shakespeare.


Al tiempo, nuestro conocimiento sobre la época ha mejorado notablemente, ayudándonos a deshacer múltiples equívocos y, sin llegar a desentrañar todos los misterios, sí se ha logrado reducir el número de “deberías”, “habría que suponer”, etc. a que hacía mención Mark Twain.




Retrato Chandos

 
Bill Bryson, periodista y autor de innumerables libros de viajes, históricos y de divulgación científica, pretende en esta obra recopilar de manera amena una serie de certezas sobre la vida de Shakespeare y dibujar un contexto histórico en el que encuadrar y mejor entender tanto su obra como su vida.


Sirviendo a este fin, dirige parte de sus esfuerzos a desmontar algunos de los mitos más frecuentes sobre la vida de Shakespeare. Por ejemplo, nos aclara que la mención en su testamento a que dejaba para su mujer su “segunda mejor cama” no era sino una cláusula que podría significar que le cedía el lecho conyugal ya que la “mejor cama” era usualmente la reservada a las visitas y, por tanto, la que se legaba al primogénito. Que esta cama sea la única mención en los legados testamentarios a su viuda tampoco implica necesariamente desprecio ya que, como viuda, era destinataria de su correspondiente legítima.

Igualmente, la falta de mención a libros o manuscritos en el testamento era algo frecuente en las últimas voluntades de otros literatos de la época ya que estos preciados bienes se repartían extratestamentariamente, muy posiblemente para evitar pagos de impuestos o para destinarlos a colegas del gremio que podrían obtener mejor provecho de ellos que los herederos legítimos.


Bryson también presta especial interés a la variedad de las firmas de Shakespeare para aclararnos que era muy habitual en la época que los nombres, de hecho prácticamente todas las palabras, fueran escritos de muy diversas maneras ya que la época isabelina es el punto de inflexión entre el inglés antiguo y el moderno por lo que convivían muchas y diversas grafías, pudiendo emplearse indistintamente por la misma persona en función de sus preferencias o de las necesidades de un texto concreto.


Pero donde mejor destaca el talento de Bryson es a la hora de describir el contexto histórico de la época isabelina. Su vívido retrato de la vida teatral del Londres de finales del siglo XVI es el contrapunto perfecto a la pretendida seriedad y formalidad del Shakespeare canónico. En aquellos años la escena teatral inglesa experimentó un tremendo auge con gran profusión de compañías, nuevos teatros y estrenos continuos de obras que apenas duraban en cartel unas pocas representaciones. El mundillo teatral, como por otro lado ha ocurrido casi siempre, se movía en las lindes de la buena sociedad. Los teatros se instalaban fuera de la muralla de la ciudad y los actores y autores no desdeñaban las pendencias, muy conocido en este sentido es el caso de Christopher Marlowe quien acabó sus días sin llegar a cumplir treinta años por culpa de una reyerta tabernaria

De la mayoría de las obras estrenadas no tenemos conocimiento. De otras muchas tan solo podemos tener conocimiento por referencias y citas habiéndose perdido los textos. Tan solo se han conservado doscientas treinta obras de las que, según informa Bryson, el quince por ciento corresponden a Shakespeare. Por un lado se trata de una estupenda noticia ya que se han conservado la mayor parte de sus obras, pero por otro lado, la escasez de material con que confrontar los textos de nuestro autor impiden conocer cuánto debió a otros o cómo les influyó.

Bill Bryson

Bryson hace notar con un noto irónico que Shakespeare era un gran narrador de historias, siempre y cuando alguien la hubiera contado con anterioridad. Esto solo quiere decir que en aquella época, ajena a derechos de autor y similares artificios, las ideas expresadas en una obra eran tomadas libremente por otros autores para desarrollar y completar el argumento, rebatirlo o adaptarlo sin empacho alguno. Así, no es de extrañar que pocas obras de Shakespeare escapen a ese penoso delito actual que consiste en atribuirle múltiples fuentes, antecedentes y orígenes.

Pero no echemos las campanas al vuelo y proclamar que el mérito de Shakespeare se limitó a sacar partido del trabajo ajeno. Para empezar, en el ambiente germinal del Londres renacentista, Shakespeare se abre paso componiendo sus obras, actuando en ellas y en otras muchas, siendo copropietario de dos teatros y teniendo aún tiempo para sus pequeños negocios e inversiones que le aseguraran un retiro digno. Y todo ello parece que lo hizo con bastante buen tino.

Shakespeare ya era un autor célebre en su tiempo, objeto de algún elogio y de varios ataques virulentos de algún colega envidioso de su éxito y de los que se ha conservado noticia a través de diversos libelos. Algo debían tener sus palabras que atrajeran la atención de sus contemporáneos.

Y si de palabras se trata, nuestro dramaturgo se reveló como un verdadero revolucionario. Hay estudiosos para todo y alguno de ellos se ha tomado la molestia de contar todas las palabras que aparecen escritas por primera vez en lengua inglesa en obras de Shakespeare, hasta sumar la friolera de dos mil treinta y cinco palabras. Claro es que el hecho de que la primera referencia escrita de una palabra figure en un texto escrito no quiere decir que su autor sea al tiempo su creador.


Otro campo en el que la admiración está justificada es el de acuñar expresiones que han pervivido hasta el inglés de nuestros tiempos (“hacerse humo”, “llevar al huerto” o “ser un veleta” por citar algunos ejemplos traducidos).

En aquellos tiempos la lengua inglesa trataba de reivindicar su papel frente al latín, idioma empleado por los doctos y juristas. Los esfuerzos de hombres como Shakespeare consolidaron un idioma ayudándole a alcanzar su madurez. Bryson registra la clarificadora observación de Stanley Wells que señaló cómo la partida de nacimiento de Shakespeare fue escrita en latín, pero su partida de defunción se registró en inglés, todo un signo del cambio de los tiempos al que el poeta no fue ajeno.


Otro tema interesante planteado en este libro es la diferencia entre las obras representadas y las obras que ahora leemos. Hay casos patentes en que ambas no coinciden, como Hamlet, ya que la duración del texto escrito llevaría a una representación cercana a las cinco horas. Esto implica que Shakespeare se preocupó por desarrollar sus guiones teatrales con vistas a una lectura sosegada y ajena a su representación, permitiéndole dar una profundidad a sus diálogos que la escena no permitía. Esto le convierte, sin duda, en un autor adelantado varios siglos a su tiempo.

Edición del Primer Folio

Bryson nos detalla las diversas fuentes para el conocimiento de las obras de Shakespeare que abarca reproducciones poco fiables de los diálogos copiados por memoristas, otras más fiables, probablemente copia de libretos para actores y los textos que podemos tomar como más fiables, recogidos por compañeros de la compañía de Shakespeare pocos años después de su muerte. Del conjunto y encaje de todas ellos resulta el complicado (aunque ignorado por nosotros, apacibles lectores) fruto que manejamos como un texto acabado y canónico.


La ironía de Bryson da un repaso a las teorías que atribuyen a sus obras conocimientos enciclopédicos o dotes proféticas. Tal vez otorguemos carta de naturaleza a meras figuras poéticas y, en todo caso, quienes se sirven de estos supuestos conocimientos para denunciar al verdadero autor pasan por alto errores garrafales como hacer a los egipcios jugar al billar, a los romanos emplear relojes (no solares, por supuesto) o convertir a Milán o Verona en ciudades costeras de renombre pese a estar bien asentadas en el interior de la península itálica.


Este libro tampoco olvida un breve repaso a gran parte de las candidaturas presentadas para reivindicar al “verdadero” autor detrás de las obras de Shakespeare, rechazándolas por fantasiosas, improbables o, en algunos casos, totalmente imposibles.



En definitiva, Bryson nos presenta un Shakespeare carnal, con luces y sombras, humano hasta el punto de disgustar a quienes crean que su obra merece un mejor creador. No estamos ante un héroe, una personalidad histórica portentosa, consciente de su genialidad y preocupado por su paso a la posterioridad. Esta figura sólo llegará con el devenir de los siglos. Pero no podemos pasar por alto que sólo un Shakespeare humano pudo describir los padecimientos, la pasión, el dolor o la furia de modo que el espectador (el lector actual) fuera capaz de identificarse con ellos. No se ha visto que los dioses escriban para los hombres, ni los hombres para los dioses. Una lección más del bardo de Avon.