23 de noviembre de 2021

Crimen y Castigo (Fiodor M. Dostoievski)




La Literatura acumula obras clásicas a una velocidad vertiginosa. No solo tenemos las nuevas producciones que se van publicando bajo ese marchamo, sino que nuestra vocación multicultural e inclusiva obliga a una continua revisión del canon existente para “descubrir” obras que quedaron ocultas bajo el peso de otras en el pasado. Así, escritos hasta hace poco considerados menores o marginales pasan al primer plano de los focos gozando de reediciones críticas. Incluso se publican obras completas de autores que apenas trascendieron a su tiempo y lugar. Los reclamos nos llegan de la literatura hindú, la persa, la árabe o la china del imperio Ming, todas ellas, con su enorme e indudable poso y la apremiante exigencia de ser leídas como un acto inaplazable, ya no de disfrute, sino de reparación histórica.

Tal es así, que en ocasiones nos descubrimos con enormes vacíos en nuestras lecturas clásicas de obras antes incuestionables y que ahora pugnan entre otras tantas por ganar nuestra atención. Por eso no es mala idea retomar en ocasiones algunos de estos grandes clásicos para leerlos por primera vez, incluso releerlos.   

En mi caso, el turno ha sido para Crimen y Castigo, escrita por Fiodor M. Dostoievski en 1866, en la edición de Alba (2017), traducida por Fernando Otero que aporta adicionalmente unas muy útiles notas al pie de página para aclarar determinadas expresiones y circunstancias de la época.

Como toda buena lectura, nos obliga a hacer un primer esfuerzo para adaptarnos a un tipo de novela con el que ya no estamos familiarizados. No es que hoy en día no abunden las novelas extensas, todo lo contrario, se puede afirmar que existe un género en el que el libro se vende al peso, con gran éxito de lectores que parecen hacer cálculo del precio al que sale la página. Se trata más bien del ritmo y cadencia del devenir de la trama, sin la urgente necesidad de que algo ocurra o esté a punto de suceder para atraer la atención de un lector siempre presto a abandonar la lectura por cualquiera de las demandantes e innumerables alternativas lúdicas a nuestro alcance.

Aquí es donde destacan las obras de los grandes autores rusos o muchas otras del siglo XIX en las que el argumento se despliega de manera cadenciosa, sin inesperados quiebros y sin importar que casi desde un inicio, el lector pueda intuir cuál será el final. Lo importante es, por tanto, el devenir del argumento, el desarrollo de la trama, la construcción de los personajes o las descripciones exhaustivas que tanto nos contrarían hoy en día.

Rodión Raskólnikov es un estudiante arruinado que decide asesinar a su prestamista y usurera en el convencimiento de que no hace sino un acto de justicia al extirpar del cuerpo social a un ser despreciable, especialmente frente a la muy alta consideración que tiene de sí mismo, de sus méritos y altura moral, pero muy por encima de todo, de la exigencia de que todo esto le sea reconocido como evidente.

Este crimen, sin embargo, le generará una serie de remordimientos y frenesíes psíquicos, un continuo torbellino de sentimientos que le hacen enfermar poniendo en peligro su vida. En medio de esta tortura, tiene que enfrentar el inminente casamiento de su hermana con una persona a la que no ama y, al tiempo, conoce a Sofía, una joven que debe prostituirse para poder sacar adelante a su familia, cuyo padre no hace otra cosa que gastar en vodka el poco dinero que entra en casa pero que, pese a la deshonra que la acompaña confía en la bondad divina y en la posibilidad de la expiación y la salvación de las almas.

Dicho así, no parece mucho para más de 600 páginas, pero lo cierto es que, poco a poco, el lento desplegar de todas estas piezas nos va atrapando, cayendo en la trampa de Dostoievski, sorprendidos tal vez de que una historia tan alejada de nuestro tiempo, sensibilidad y convicciones, pueda hacernos reflexionar como a cualquier lector ruso contemporáneo del autor. Porque esto es el verdadero signo de un clásico, el poder interrogarnos y cuestionar nuestras firmes convicciones con la misma fiereza y vitalidad que la que tenía cuando se escribió.

Porque el protagonista, tras cometer su crimen, comienza a ser corroído por sus remordimientos hasta hacerle enfermar. Su arrogancia le hace frecuentar a los investigadores del asesinato, tentando así al azar o a que cualquier palabra o acto le traicione, todo ello sin que el sentimiento de culpa deje de desplegar sus terribles efectos pero pugnando en todo momento con ese sentido de superioridad moral que parece justificar la muerte de quienes se interponen en el camino de aquellos cuyo destino ha sido juzgado como más elevado.

El comportamiento del joven se torna errático, imprevisible, y quienes le aprecian sienten temor por su salud física, pero fundamentalmente mental, muchos creen que ha enloquecido. Es esta lucha entre su conciencia y los motivos, supuestamente éticos que le impulsaron al crimen, lo que forma el nervio central de la novela. Sobre esta dicotomía que ya anticipa el título de la obra, Dostoievski elabora tramas secundarias pero siempre directamente relacionadas de un modo u otro con el protagonista de manera que no termina por haber un solo personaje que no juegue un papel en estos cruciales días de Raskólnikov.

Crimen y castigo inspiró a Kafka en la escritura de El proceso, hasta el punto de replicar casi de manera milimétrica determinadas escenas. Para el escritor praguense, Crimen y castigo representaba lo que la Literatura debe hacer, morder con saña al lector, asaltarle y dejarle totalmente indefenso y expuesto.         

Y es así como esta obra aún nos interpela hoy en día. ¿El crimen, la corrupción o la maldad tienen su perverso efecto, más allá de la justicia legal, la expresada por los hombres en sus códigos? ¿Solo el arrepentimiento sincero puede romper esa mancha que se extiende por todo nuestro ser? ¿Existen motivos, personas, por encima de dichos códigos, más elevados, merecedores de un tratamiento especial o todos estamos sometidos a esa extraña ley no escrita pero grabada a fuego en el alma de los hombres? ¿Es esta idea aplicable no solo a individuos concretos o también puede servir para grupos sociales, incluso naciones? ¿Es la razón de Estado un fin superior que debe imponerse a los ciudadanos a cualquier coste?



Parece que la realidad que nos asalta desde los campos de fútbol, los reality show, o los sorprendentes ingresos millonarios de youtubers en una perpetua preadolescencia desmienten la tan manida idea de que el trabajo, el esfuerzo, el bien, la educación, todo ello termina por dar sus ricos frutos. No pensamos ya así, no creemos que el buen comportamiento nos haga mejores, ni que el mal termine por volverse en contra nuestra. No son muchos los ejemplos que así lo acrediten, al menos no son los que se nos muestran sin decoro. Pero sabemos que bajo esa máscara de fatuidad y vacío, de aparente falta de conciencia, de escrúpulo, la vida sigue su curso, que nuestros hijos siguen recibiendo el mismo mensaje de sus padres, que nuestros amigos y conocidos se conducen conforme su conciencia.

Porque el final de la novela parece dar a entender que el castigo redime al criminal, que los buenos y santos sentimientos de Sofía sacan a Raskólnikov de su impudicia. La mayoría de las reseñas y comentarios nos hablan del valor del amor como símbolo de la redención de los hombres en la figura de estos dos atribulados personajes. Pero también pudiera ser que Raskólnikov ha sido vencido, que no ha tenido el valor para afrontar hasta sus últimas consecuencias su responsabilidad y forzar así sus razones.

El autor me parece algo ambiguo en este punto, no creo que el final sea evidente y tan literal como se nos hace creer. Quizá de lo que nos quiere advertir Dostoievski es de que su protagonista no se salió con la suya, que su teoría quedó sin evidencia, pero que hemos de estar alerta, que vendrán otros que tratarán de hacer lo mismo, de creerse por encima de las leyes morales. Alerta en aquellos tiempos de zozobra y agitación social de una Rusia que caía por el precipicio, tentada en ocasiones por sus santones ortodoxos o por sus sectas extremistas, un panorama que desembocaría en la Revolución. Pero Dostoievski no lo vería, escarmentado como estuvo de todas las conjuras clandestinas que le llevaron a su encarcelamiento y posterior simulacro de fusilamiento, visitó también Siberia y encontró en la tradición y fuerza del espíritu ruso la esperanza que antes había buscado en los movimientos anti zaristas. Tal vez parte de esa redención quedó reflejada en Crimen y castigo, tal vez esa obra sea el equivalente en ficción a su travesía personal.  

Sin duda, el excesivo dramatismo a nuestros ojos de los personajes de Crimen y castigo les aleja de nosotros. Pero el fondo de sus tribulaciones, la lucha contra sus tentaciones o el juicio que merecen cuando caen en ellas puede ser una reflexión oportuna, relevante, porque nada que nos ocurra, pese a nuestra presunción y egolatría, es original, todo ha ocurrido ya y cualquier solución está testada, en la realidad o en la ficción.


 

7 de noviembre de 2021

El regreso de Abba (Marc Ros)



Sidonie es un grupo con una larga historia que comienza en 1997. Por aquellos días, sus conciertos eran realmente animados, salían al escenario con unas enormes cabezas de gato, o eso recuerdo, y su energía era formidable. Gracias a ellos ví por primera vez tocar un sitar en directo y sentir que la música aún conservaba ese aire festivo y desenfadado que en aquella década se le había querido arrebatar. Sus tres miembros cometían la osadía de reír en el escenario, jugar con todas sus referencias musicales sin vergüenza ni culpabilidad.


Su evolución solo ha ido dejando pruebas de su talento en los más diversos territorios musicales por los que se ha movido. Abandonaron el inglés como lengua vehicular con notable éxito, homenajearon a la música de los setenta, las corrientes electrónicas, el pop más convencional, todo sin perder ese elegante y juguetón gusto por la melodía, las armonías, los riffs clásicos, los ritmos fascinantes o las líneas de bajo excitantes como pocas.


Su cantante y compositor, Marc Ros, ha venido dando muestra de su talento para recoger en las breves palabras que tienen cabida en los versos de una canción, de su capacidad para retratar su tiempo, reflejar impresiones duraderas y, en todo caso, dejar un regusto no vergonzante.


Por eso no es del todo sorprendente que haya dado el salto a la novela como vehículo de expresión. El mismo autor asegura que en una canción no hay tiempo para que los protagonistas puedan cambiar las sábanas de la cama. Contar esto requiere de una extensión y una estructura que lo acepte, que permita desarrollar un argumento con una multitud de imágenes, de escenas de transición que ofrezcan esa impresión de continuidad que construye un todo coherente en la mente del lector, un efecto totalmente diferente al de una canción en la que, casi como en la teoría del iceberg de Hemingway, es más lo que no se dice que lo que se expresa.

 

El regreso de Abba (Suma de Letras, 2020) es el fruto de este movimiento de Marc Ros fuera de su ámbito de confort y se enfrenta a un deseo que seguro llevaba en su interior hace mucho tiempo. Marc Ros asegura ser un crítico musical frustrado, pero lo cierto es que desde el propio nombre de la banda, Sidonie, las influencias literarias se cuelan casi al mismo tiempo que las musicales en sus discos. Por tanto, es seguro que la semilla viene de un tiempo muy atrás.


Seguramente este libro contará con muchos escépticos que lo tomarán más por un capricho del que la editorial se hace cómplice, con la esperanza de asegurarse unas ventas mínimas gracias a los fans del grupo. Pero, como cualquier libro, hay que juzgarlo por sus méritos y no por el origen de su autor. No vamos a recordar a estas alturas que hasta la Academia sueca ha reconocido a Bob Dylan como referente literario, desde luego no por Tarántula o Crónicas, sin restarles méritos a ambas obras. No neguemos, por tanto, y asumo lo polémico de la afirmación, que la composición de música y letra en forma de canciones es un mundo ajeno al literario.


Pero entremos ya en El regreso de Abba. Estamos ante una novela ambientada en Cadaqués y su maravillosa costa y entorno, que actúa como un personaje más, con su pasado hippie vibrante, su atractivo para todo tipo de artistas, su mágica luz o su irradiación de fuerza ancestral.


Allí se recluyen los otros tres protagonistas de la obra. Abba, una joven promesa de la canción pop que ha alcanzado un notable éxito. Hugo, cantante y letrista del grupo Televisores Rotos, una especie de contrapunto underground a la banda de Abba. Doménech, un prometedor realizador que aún no ha llegado a filmar nada que realmente le aleje de esa maldición consistente en ser una promesa que nunca llega a germinar y que, siendo algo mayor que los otros dos, aportará una perspectiva diferente al cóctel que pronto se agitará sin tregua.


Porque el confinamiento en tan remoto lugar viene forzado por un compromiso con la discográfica común a los dos jóvenes que ha visto un filón en una colaboración reciente entre ambos y que quiere explotar el éxito lanzando un álbum completo, cuyo proceso de composición y grabación será registrado por Doménech para lanzarlo al tiempo que el disco, a modo de un proyecto Get Back actualizado.

 


 

 Pero las cosas no comienzan como es debido, y al igual que en el proyecto hermano de Apple, las disparidades de carácter hacen tambalear cualquier efecto sanador que el entorno podría concitar. Abba, anfitriona en la casa de sus padres que solo recientemente ha vuelto a visitar, no parece encontrar un equilibrio entre sus dudas y flaquezas y su creatividad. La ruptura reciente con su pareja no hace sino traerle más incertidumbre y desorientación, un sentimiento de derrota e inasequibilidad.

Doménech, también camina por un terreno minado. A punto de ser padre, refugiado hasta el momento en una inmadurez perpetua, hijo de una generación de drogas y buen rollismo que le ha alejado de todo tipo de responsabilidades, incluso por su propia vida, se siente inseguro de poder llevar adelante el proyecto que le han encomendado y de, como diría Groucho Marx, despejar definitivamente las dudas sobre su escasa valía como director.


Pero es Hugo, y esto es totalmente subjetivo, el personaje más interesante de todos. En un punto de su carrera profesional confuso en el que se plantea romper con su banda, es consciente de que sus prejuicios y miedos le aferran a una repetición continua y vacía de ritos que ya nada le aportan. Llegó a la música y a los Televisores Rotos solo por una serie de estrambóticas casualidades y fuera de esa red protectora parece no saber manejarse, al igual que tampoco parece saber manejar sus adicciones.


Definido el triángulo, no piense el lector que se abrirá un romance a tres bandas, la novela evita cuidadosamente esa peligrosa tentación. Por contra, se centra en la relación de estos tres individuos y el modo en que se enfrentan, discuten o argumentan, el modo en que se influyen recíprocamente y la manera en que, finalmente, encuentran su equilibrio y sentido, no siempre como cabría esperar en un principio.


Porque éste es el eje de la novela, las conversaciones, los diálogos interiores, las escenas como disculpa para poner de manifiesto diversos ángulos que el autor quiere destacar o poner en evidencia. Y en esto se muestra como un eficaz escritor. No es fácil sostener una escasa trama argumental con el mero juego entre tres personajes sin caer en la repetición o el hastío, sin tener la sensación de que gran parte de lo leído se repite o no aporta nada a la comprensión global de la historia. Antes bien, Ros sabe manejar los tiempos y no llega nunca al aburrimiento. Sabe ir mostrando leves cambios en sus personajes, una ligera adaptación al entorno, a las visiones de los otros, al proceso que están viviendo; un cambio que, como lo son en la vida real, apenas resultan perceptibles, apenas parecen dejar huella, pero van conformando nuestro devenir y madurez.


Esta ambivalencia es usada por el autor al publicar junto con Sidonie un álbum que, al modo de discos conceptuales de otro tiempo, presenta canciones, a veces cortinas ambientales, a veces diálogos tomados de la novela. Según se entiende, la lectura del libro puede ir acompañada de esta especie de banda sonora como complemento y añadido. Sin duda, las canciones añaden perspectiva a lo narrado, ofrecen buenas muestras de una sabiduría compositiva y una riqueza y variedad de estilos que, por otro lado, ya nos era conocida.  Es obvio que, en todo caso, libro y disco son plenamente independientes. Tal vez el autor encuentra una red de apoyo en la conjunción de ambos proyectos, uno en tierras conocidas, otro en arenas movedizas. Pero esta apuesta, haya tenido o no este cometido, no debe ser un recurso a futuro si el compromiso del autor con la literatura es sincero, como así parece.

 

Marc Ros asume un gran riesgo al trabajar sobre un mundo que conoce el de la música. Si bien, puede resultar más sencillo hablar de lo vivido, de aproximar la novela a un modo de reflexión autobiográfica en un ejercicio de desdoblamiento en los tres caracteres antagónicos. Lo cierto es que corre el peligro de desviar la atención del lector que conozca su faceta musical, de que éste se dedique a conjeturar sobre qué de real pueda expresar cada personaje, a qué experiencias del propio Ros responde cada una de las escenas. Y sería una pena que así fuera leída la novela, ya que por sí misma, ofrece un dinamismo y una coherencia interior que te ata a sus páginas.


Marc Ros no es ingenuo por lo que debe ser consciente de que, al igual que Doménech, necesita otra obra que confirme su valía como escritor, que este éxito no le será reconocido en tanto no tenga continuación. Por el momento, El regreso de Abba es una excelente novela y, al igual que una canción es memorable si se puede tararear, si te viene a la cabeza sin más, por el mero placer de oírla de tus propios labios, una novela lo es si sus personajes te visitan una vez cerrado el libro, si te acompañan sus pensamientos o sus palabras aún días después de concluir su lectura. Así es mi caso, así es El regreso de Abba.     

 



 

 

24 de octubre de 2021

Magallanes (Stefan Zweig)



Cuenta Stefan Zweig que, con motivo de un viaje en transatlántico a América del Sur en el año 1937, pasó de gozar de los placeres del viaje y los lujos de los pasajeros de primera clase, a un sopor que asfixiaba su apetencia intelectual. Este sentimiento terminó por relegarle al habitáculo probablemente menos concurrido del buque, su biblioteca. Y, de entre todos los volúmenes allí reunidos, escogió el relato del viaje por aquellas mismas aguas de un navegante portugués que, cuatrocientos años antes, había forzado el estrecho que ahora se honra con su nombre y vengado el destino de Cristóbal Colón, quien había tropezado con un inmenso continente en su idea de alcanzar las islas Molucas navegando siempre hacia el occidente.


A su regreso a la fría Austria, Stefan Zweig continuó sus lecturas sobre el viaje alrededor del mundo y la vida de su artífice. De esas lecturas, y de la admiración que el autor austríaco sintió por el navegante portugués, surgió la idea de escribir un libro en la línea de otros que ya había publicado anteriormente, inventando a su manera un género en el que convergen la biografía al uso y el retrato psicológico.

 

Sin embargo, Zweig se había enfrentado en esas obras anteriores, fundamentalmente, a hombres de ideas, como Freud, Balzac o Erasmo de Róterdam. Por el contrario, Magallanes es un aventurero, un hombre de una sola idea, cerril y constante. Magallanes no era hombre de pensamiento, tan solo tuvo una idea central, forzar el paso por el Occidente hacia las islas de las especias y a ese empeño sacrificó cuanto tenía, todo fue consagrado a ese objetivo.

 

No es, por tanto, de extrañar que esta resolución y determinación, esa vida tan al borde de la muerte, enfrentada a innumerables incógnitas e infinitos sufrimientos, llamase tanto la atención del escritor. Estamos en los años treinta y las tensiones que ha dejado abierta la guerra del 14 ya han comenzado a derramar su bilis ponzoñosa por toda Europa. El enfrentamiento entre los totalitarismos extremos amenaza con llevarse por delante a las jóvenes democracias centroeuropeas, que aún apenas merecen ese nombre, y cuestionan incluso la viabilidad de los grandes estados liberales como Francia y Gran Bretaña, con sus propias dinámicas internas, aún por resolver.

 

Como un bálsamo de paz, la empresa del navegante portugués es vista por Stefan Zweig como un esfuerzo integrador por conectar el mundo en una ruta que no conocerá de países o dominios. Magallanes buscará el patrocinio del rey portugués pero, al no encontrar eco en su monarca, cruzará la frontera igual que pocos años antes hizo el marino genovés para ofrecer sus servicios a Carlos I de España. Zweig verá en este gesto, no la venganza de un mercenario, sino el ardor de un creyente en su idea, al margen de gobernantes y tiranos. Porque en el ánimo de Magallanes no estará nunca el sometimiento de las tierras de las especias, ni la dominación por la fe, si bien, habrá de acatar los deseos de quienes financien su expedición.

 

En los contactos con los isleños del Pacífico siempre se mostrará tolerante y amigable, prefiriendo el acuerdo a la imposición por las armas. Su obra es la de la comunión de las orillas de los océanos, no la del sometimiento de unos bajo el poder de otros. Y la circunnavegación es el símbolo perfecto de un nuevo orden en el que el enfrentamiento se sustituye por el comercio y el conocimiento. El viaje de Magallanes contribuyó al conocimiento de nuevas tierras, a mejorar las técnicas navales, al descubrimiento de nuevas especies de animales y plantas y a la difusión de las especias más allá de los reducidos intercambios que los mares de arena reducían a un pequeño cargamento expuesto a infinitos riesgos y a un incremento de precios desmesurados.  


Por eso, Zweig describirá el viaje como la empresa de Magallanes pero también la de toda Europa, igual que pocos años antes de escribirlo, el mundo entero se volcó con las expediciones polares o con los vuelos transoceánicos. Desafíos de este tipo son los que forjan el cambio de los tiempos, no guerras inútiles como las que se atisbaban en el horizonte.

 

Como todo hombre de acción, Magallanes debe afrontar desafíos insospechados, comenzando por los de su propia marinería, desconfiada por el carácter huraño y reservado de su almirante. Pero también del resto de capitanes de su flota. Cinco barcos, uno a sus órdenes, otro a las de un piloto portugués en quien confía, y otros tres, bajo el mando de capitanes españoles, tal vez con órdenes o instrucciones secretas de la Casa de Contratación de Sevilla, o del propio Emperador, para que le espíen, controlen, para que le puedan hacer tornar al camino de las capitulaciones firmadas si el terco explorador osa desviarse de lo pactado.

 

 



Lo cierto es que el carácter de Magallanes aflora en la obra como el principal elemento en torno al que hacer avanzar la historia. Zweig se cuela en los entresijos de la psique del navegante con los pocos elementos que su biografía permite atisbar y purgando en parte los relatos que los supervivientes de la expedición dejaron de su figura logrando una aproximación coherente y un retrato completo de los impulsos que motivaron cada una de las decisiones sobre las que los historiadores aún hoy se interrogan.

 

La reserva y secretismo de Magallanes exaspera a su tripulación, más aún cuando los cálculos en los que el almirante se apoyaba para sospechar la existencia de un estrecho allá donde hoy tan solo se encuentra la bahía de la Plata parecen dejarle a la deriva, sin ideas, sin aliento, en una navegación de cabotaje errática, y que les obligará a invernar en unas remotas islas deshabitadas, golpeadas por los vientos y la más desértica soledad.

 

La revuelta consiguiente y el modo en que Magallanes recupera el mando de la expedición son relatadas con una verosimilitud propia de un maestro. Cada acto viene precedido de su elaboración mental por Magallanes, ajustándose a su carácter y determinación, a sus actos pasados, de modo que parecemos estar en presencia de un narrador omnisciente en lugar de un relator de hechos históricos.

 

Aunque el Quinto Centenario que se conmemora en estas fechas ha motivado numerosas obras mejor documentadas por el afloramiento de nuevos documentos, que las fuentes de que dispuso Stefan Zweig hace casi 90 años, lo cierto es que pocas podrán transmitir mejor los hechos acaecidos en aquellos buques, las penitencias de sus tripulantes, las penurias y enfermedades, los alivios ante la llegada a tierra firme. Pocos podrán hacer vivir en el lector esas emociones que no siempre se suelen desprender de los fríos hechos.


Y es éste el principal mérito del autor, que pese a su documentadísimo estudio, logra que los datos apenas encubran la grandeza de la gesta, el valor de sus forjadores. Poco importa que, muerto Magallanes, aún faltando gran parte del viaje, la historia se precipite rápida en su final. El mensaje de Zweig, los motivos de su admiración han quedado dibujados en un relato de innegable belleza.

 

Para quien se quiera adentrar en su lectura, bastarán para atraparle las primeras páginas, sin duda las más inspiradas del libro. Forman un portentoso prólogo a toda la era de los descubrimientos, una lectura que debería ser obligatoria en las escuelas antes del estudio de este complejo periodo. Una explicación sencilla pero inolvidable, un talento desplegado sin límites. En pocas líneas queda retratado el tiempo en que la ruta de las especias era el único cordón que unía el Oriente y el Occidente, con sus infinitos mediadores, sus peligros y su incertidumbre siempre pendiente de la geopolítica del momento. Imposible hallar mejor marco para dar inicio a la vida y obra de Magallanes.

           

Magallanes, el hombre y la gesta, en la edición de Capitán Swing, del año 2019, traducida elegantemente por José Fernández, es una lectura más que recomendable por la fama que viene recobrando Stefan Zweig en los últimos años, por su detallado y ameno relato de las vicisitudes de la vida del famoso navegante, pero, por encima de todo, y en lo que aquí más nos importa, por sus méritos literarios. No importa que su visión esté hoy tan alejada de la política de la corrección, que exhiba una admiración por la obra europea dejando al margen el sufrimiento que estas expediciones y las conquistas subsiguientes llevaron a los remotos confines del mundo. La lectura actual no se debe perder en estos debates que habrían hecho ratificar a Zweig sus suicidas deseos, antes bien, debemos centrarnos en la gesta y en la confianza de que la determinación y el arrojo impulsan nuestros límites, hacen nuestro mundo más grande, no una pequeña caja encapsulable en las pantallas de nuestros teléfonos inteligentes en nuestra dormida conciencia que busca lavar penas del pasado olvidando que lo que está por hacer siempre se encuentra en el futuro.


3 de octubre de 2021

El Estado emprendedor (Mariana Mazzucato)



 Vivimos tiempos propios para la lectura de El Estado Emprendedor (Mariana Mazzucato, Ed. RBA, 2012). En efecto, cuando se plantea el reparto de una ingente cantidad de fondos europeos para afrontar la recuperación de la recesión provocada por la pandemia, es preciso plantearse hasta qué punto una crisis sanitaria ha forzado el cambio de paradigma económico, en el que el impulso público no es solo el medio por el que se distribuye el flujo financiero sino que es el selector y priorizador de los destinos de los mismos.
Este reparto de fondos públicos viene acompañado por una retórica que nos habla de que toda crisis lleva implícita su oportunidad y, que en este caso, la misma viene en forma de ocasión para transformar nuestro modelo productivo y afrontar así las reformas tantas veces postergadas. Así, se habla de un modelo productivo tecnológico, digital, sostenible, igualitario, inclusivo y demás.
Pero, al margen de toda esta propaganda, existe una corriente de pensamiento económico que ha sobrevivido a la predominancia neoliberal de las décadas recientes y que se ha venido rearmando en los últimos tiempos. Éste es el momento en el que estas nuevas teorías tienen la ocasión de ser llevadas a la práctica puesto que la opinión pública parece favorable a cualquier medida que pueda sacarnos del embrollo económico que nos ha traído el Covid.
Las resonancias históricas del New Deal se hacen evidentes, pero ha llovido mucho desde que todas aquellas políticas se pusieran en marcha y las propuestas se han afinado. Uno de los nombres más citados en cuanto a la inspiración de esta lluvia de fondos y las oportunidades que nos ofrecen es la economista italiana, afincada en Londres, Mariana Mazzucato.
Si bien tiene obras más recientes, lo cierto es que, la situación económica actual invita a elegir este libro, publicado en 2012, para adentrarse en el pensamiento de su autora.
Mazzucato comienza dibujando el relato comúnmente aceptado sobre un Estado hipertrofiado, incapaz de adecuarse a las exigencias de la innovación y el desarrollo, un agente entorpecedor de la actividad privada, tan solo preocupado por tratar de expoliar el beneficio que los arriesgados emprendedores privados logran sacar en contadas ocasiones dada su perseverancia y el juego del libre mercado por el que se benefician grandemente en las ocasiones en que logran el éxito, compensando así el resto de ocasiones en que sus inversiones resultan desastrosas.
Mazzucato propone una visión alternativa. Hasta el comienzo de la liberalización en torno a los años ochenta, el Estado era el principal inversor de riesgo. De hecho, señala cómo todas las tecnologías que han alimentado el crecimiento económico en los últimos cuarenta años han sido fruto del esfuerzo inversor previo del Estado. Internet, la biotecnología, las energías renovables, todo ello tiene su origen en fondos estatales, empresas públicas, oficinas gubernamentales o subvenciones de las que se beneficiaron empresas que hoy pretenden ser las creadoras e innovadoras cuando realmente deberían ser consideradas como las beneficiarias de un esfuerzo público y del sacrificio impositivo de quienes ahora no están recibiendo de vuelta la parte correspondiente.  
Son los Estados que más y mejor invirtieron en sectores que, en su momento, no ofrecían posibilidades de retorno económico, pero que supieron apostar por tecnologías que podían dar frutos a largo plazo los que han logrado consolidar una industria privada fuerte. Es ese esfuerzo previo del Estado el que discrimina qué tecnologías serán viables y cuáles no, permitiendo así que el capital-riesgo privado pudiera arriesgar sus inversiones con una cierta seguridad.
Es la crisis de los años setenta la que genera dudas sobre la actuación estatal y la que empuja los procesos de desregulación y desinversión pública, las privatizaciones, y enaltece al sector privado como único agente capaz de arriesgar sus recursos para mejorar la economía, cambiando el relato comúnmente aceptado sobre el papel del Estado.
La autora dedica sucesivos capítulos a estudiar concretos sectores en los que justificar su teoría. La industria farmacéutica o las grandes tecnológicas como Apple son puestas en un comprometido lugar puesto que se viene a evidenciar que sus aportaciones al crecimiento o a la innovación son más bien escasas. Como mera ejemplificación, citaré que Mazzucato viene a reducir a Steve Jobs a un mero papel de organizador de las oportunidades creadas por el Estado y a la facturación de esas tecnologías de las que se apropia bajo un diseño atractivo. Poco riesgo asumido, poca aportación de base al mundo de la innovación tecnológica, poca apuesta por el futuro. Ni el logaritmo de Google, ni Siri, ni las pantallas táctiles existirían de no ser por la inversión estatal previa.
 
  
Mazzucato plantea que resultaría adecuado que el Estado recuperara parte de los fondos invertidos en el desarrollo de estas innovaciones mediante un sistema fiscal equitativo que gravase los beneficios obtenidos por el sector privado en la explotación de los sectores impulsados por las agencias gubernamentales.
Sin embargo, pronto abandona este enfoque para centrarse de una manera decidida en su visión del Estado como un agente empresarial privilegiado, no un mero recaudador, capaz de reorientar la actividad económica con sus decisiones.
Para ello, es necesario en primer lugar, modificar el relato y admitir el papel emprendedor del Estado adecuando los criterios con los que se mide la eficacia de éste. Se habrá de admitir, que la inversión en sectores estratégicos tiene efectos a largo plazo y no siempre las tecnologías desarrolladas tienen aplicación para la industria o fines pensados inicialmente. También hay que asumir que este papel innovador conlleva, de manera inevitable, la certeza de que muchas inversiones resultarán infructuosas sin que este hecho deba comprometer la visión que tenemos del Estado. Ni los criterios contables actuales, ni las teorías sobre inversión pública que se vienen manejando resultan aplicables a este nuevo escenario.
Aunque es algo simple reducir una teoría económica al contenido de un libro y, más aún, pretender que los párrafos anteriores recojan de una manera clara y completa lo que El Estado Emprendedor nos ofrece, lo cierto es que Mazzucato tiene una visión de la inversión pública que va más allá de las antiguas teorías keynesianas. Ella misma relata de manera expresa la distancia con ese legado. Según la teoría clásica de Keynes, podría invertirse dinero público en el mero vaciado de un inmenso agujero lleno de arena y esto, sin ofrecer utilidad práctica alguna, ya reportaría un importante beneficio económico al pagarse a los trabajadores y poner así en circulación recursos económicos que se expandirán por todo el sistema con los correspondientes efectos multiplicadores que cualquier estudiante de Economía bien conoce.
Muy al contrario, el Estado en el que confía Mazzucato es un ente capaz de tomar decisiones arriesgadas, de mantenerlas en el tiempo, con independencia de los vaivenes políticos. Es un Estado que puede asumir pérdidas considerables en inversiones que no llegan a buen puerto con la esperanza de que otras sí lo harán generando un relevante crecimiento económico cuyos efectos beneficiarán a todos, ciudadanos y empresas privadas y de los que también el Estado deberá tomar su parte, precisamente, para continuar con su labor emprendedora. En esta visión el Estado asume el papel de empresario que describía Schumpeter como fuerza de creación y destrucción de modelo económico.
La autora ocupa un posicionamiento que, aunque puede estar muy de actualidad y tener todo el sentido en nuestro contexto actual, no resultará del agrado de muchos.
De una parte, quienes defiendan la idea de un sector privado capaz de generar todo el progreso, la innovación y la inversión arriesgada que necesitan nuestras economías de una manera más eficiente y económica para el contribuyente que lo que pueda hacer el sector público, mantendrán sus posiciones firmes frente a cualquier modo de intervención estatal, siempre sospechosa de estar guiada por decisiones políticas, ideológicas o de interés electoral más que por mera eficacia económica.
Pero, por otro lado, este Estado de Mazzucato no parece contemplar las funciones que otros muchos le reclaman como redistribuidor de riqueza, protector de los consumidores, impulsor de las medidas de género, proveedor de servicios educativos, sanitarios, de protección al desempleado, al trabajador, al pensionista, etc . Este Estado parece aceptar el papel del capitalismo y reivindicarlo para sí, implica una visión del sector público centrada en lo macroeconómico más allá de ideologías.
De hecho, este último punto resulta trascendente. Aunque, por orgullo, cada generación gusta de creer que vive en un punto de inflexión de la historia, lo cierto es que solo el paso del tiempo permite vislumbrar la trascendencia de acontecimientos que hoy nos parecen cruciales y que fuerzan un cambio de tendencia. Y es precisamente en los últimos tiempos cuando emerge para muchos países, especialmente aquellos que están en vías de desarrollo, una expresión tan anticuada como desafortunada, la referencia de modelos económicos centralizados que se muestran como más exitosos que los del primer mundo.
De ahí que una tesis tan vacía de ideología, al menos, aparentemente, como la presentada por este libro, pueda ser abrazada por un gobierno democrático o uno autoritario sin mayor problema. Y es precisamente este punto el que más reparos me ha despertado, más allá de algunas exageraciones en la preponderancia del papel del Estado y la minusvaloración de la labor realizada por el sector privado que funciona como detonante del debate y del replanteamiento que exige la autora.
Pero lo que Mazzucato no aclara, al menos no en esta obra, es qué persigue el crecimiento económico de este Estado emprendedor. ¿Tan solo generar oportunidades que permitan a las economías continuar despuntando frente a las industrias de otras naciones?, ¿generar beneficios que puedan repartirse mediante un esfuerzo impositivo?. Quizá en este punto podamos volver al interrogante que planteaba J. K. Galbraith en The Affluent Society y preguntarnos precisamente para qué queremos crecer, qué queremos hacer con ese crecimiento. Y para esta pregunta, tendremos que seguir buceando en otras obras de esta nueva economía que Mazzucato, entre otros muchos, abandera.