12 de enero de 2008

Una historia natural de los sentidos (Diane Ackerman)


En la escuela me explicaron que la vista sirve para ver, el oído para escuchar y el tacto para tocar. Pero hasta que no he leído el libro de Diane Ackerman no he comprendido realmente qué significa ver, oler, tocar o gustar.

Una historia natural de los sentidos se organiza en torno a cinco capítulos que van desgranando sucesivamente los cinco sentidos que definen la sensorialidad del mundo tal y como la percibimos los hombres desde el principio de los tiempo, más un capítulo adicional referido a la sinestesia que consiste precisamente en la confusión, la mixtura de los sentidos, en la que un color se puede oler o un acorde musical se ve con una determinada tonalidad, y que, por tanto, se adentra más en el mundo de la neurología.

Pero empecemos. ¿Cómo definir un olor? Ninguna lengua parece capaz de describir un olor si no es acudiendo a luna perífrasis. Algo huele como la canela, como un niño recién nacido, pero salvo por el recuerdo, nadie sería capaz de adivinar a qué nos referimos. Toda una industria gira en torno a los olores (no pensemos sólo en perfumes, también en detergentes, alimentos precocinados, papeles para envolver, velas, etc) reproduciendo los que se encuentran en la naturaleza pero también creando otros nuevos mediante complejos procedimientos químicos cuyas fórmulas son tan secretas como las de un nuevo armamento. 

Con el olor seducimos, conquistamos, pero también lo empleamos como repelente para mosquitos o depredadores (preguntad a las mofetas). Claro que lo que a un europeo puede resultar repugnante (el olor a excrementos sin ir más lejos) a una tribu africana puede parecerle el más refinado afrodisíaco; el olor de comida en putrefacción es un reclamo ineludible para las moscas. Pero nada más maltratado que nuestro olfato, sentido que parece estar en peligro de extinción gracias a la contaminación, alergias y demás afecciones.

Siguiendo nuestro viaje descubrimos programas de pediatría que fomentan en recién nacidos su inteligencia y fortaleza física mediante sesiones programadas de masajes. El tacto, primera puerta por la que se abre el placer sexual, pero también última barrera ante el peligro de depredadores a los que no hemos visto, olido u oído y que se abalanzan sobre nosotros. El calor y el frío no existirían sino los sintiéramos sobre nuestra piel, pero la conciencia del propio ser, la unión alma y cuerpo se manifiesta a través del tacto (recordemos el episodio de la mujer desencarnada de Oliver Sacks, quien no tenía conciencia de su propio cuerpo, que le resultaba tan ajeno como el del camarero que nos sirve un café). La piel es símbolo de poder, dinero o fuerza (los abrigos de bisón, pero también los tatuajes o las escarificaciones que atestiguan la superación de pruebas de iniciación), claro que también es el papel sobre el que se dibuja la tortura, la mutilación o el dolor. El tacto, capaz de un beso sublime o de una violencia sin límite, el más extremo de nuestros sentidos, el que resulta más difícil de perder por completo, el mejor distribuido por todo nuestro cuerpo y el más difícil de aprender a usar.

Pocos sentidos se asocian como el gusto con el placer, el lujo y la abundancia. Sin embargo, no hay sentido más primordial puesto que se relaciona directamente con la alimentación y con los nutrientes que necesitamos, pero que se ha sublimado por el devenir histórico. El gusto, el más comunal de todos los sentidos ya que se disfruta mejor en compañía, el más cultural de todos ellos puesto que el hombre no ha dejado de inventar nuevos sabores, nuevos productos, nuevas mezclas que satisfagan los más sutiles paladares. Pero toda esta delicadez u variedad se apoya en tan sólo cuatro notas (distribuidas desigualmente, tanto en nuestra propia boca como en las diferentes culturas): salado, agrio, dulce y amargo. Cuatro colores para un mosaico infinito. Sabores hay que han marcado el rumbo de la historia como es el caso de la ruta de las especias. El chocolate y la vainilla, el tabaco o las trufas son una muestra de lo que el hombre puede hacer por un sabor y el dinero que puede mover a su alrededor. Por la boca nos llega la leche materna y nos administran la mayoría de las medicinas que tomamos en nuestra vida (la mayoría con edulcorantes que enmascaren su verdadero sabor), pero a través de la boca nos llegan también infinidad de infecciones, no en vano es el orificio más directo (o el de mayor tamaño) a nuestro interior. Por ella los hombres han comido el cuerpo sin vida de otros hombres y por no comer ciertos alimentos muchos hombres han muerto, no parece cosa de tomarlo a broma.

Pero escuchemos con atención qué tiene que decirnos Ackerman sobre el oído. Biológicamente una obra maestra, compleja pero eficaz, diseñada para oír una gama de sonidos lo suficientemente amplia para sobrevivir en mundo hostil (¿quién quiere oír el vuelo de un pajarillo si con ello perdemos el del rugido de un carnívoro que nos acecha?). Y es que una cosa es el sonido y otra el oído que sólo capta aquello para lo que está preparado. 

¿Cómo suena nuestro intestino o nuestro estómago al hacer la digestión, nuestro corazón fatigado? Las modernas máquinas de ultrasonidos nos permiten responder a estas preguntas que ayudándonos a superar la enfermedad y el dolor, otras máquinas permiten aumentar la capacidad de audición de quienes la han perdido. De la naturaleza tomamos ideas como el sonar o el radar que nos permiten ver a través del sonido. Pero la mayor creación en materia de sonido es, sin lugar a dudas, la música. Dominar esas ondas y saber combinarlas, construir aparatos que las reproducen añadiendo suaves matices hasta emocionarnos es fruto de un lento proceso que aún no ha finalizado ni lo hará nunca. Pero a nuestros oídos también llegan bombardeos sónicos en forma de claxon, motores, máquinas taladradoras, gritos, anuncios. La contaminación acústica, capaz de altera el carácter más pacífico y equilibrado, la peor contaminación posible, la que tiene mejor propaganda (el silencio ha sido desterrado de nuestras ciudades, de nuestras vida, es el vacío al que nadie quiere mirar). Pero el silencio también se escucha, probemos.

Nuestra moderna vida descansa en la visión. Vemos películas, jugamos a video juegos, admiramos a las modelos desde sus anuncios. La televisión nos lleva a todas partes, a las guerras más recónditas, o a la casa de la vecina de arriba a través de un reality show. Todo se puede ver, nos preciamos de no tener nada que ocultar, denigramos la oscuridad y queremos que todo salga a la luz. Comenzamos mirando a las estrellas y ahora miramos la Tierra desde ellas. Inventamos las bombillas para ahuyentar la noche y nuestras oficinas ni siquiera necesitan ventanas. Pintamos todas las cosas de colores (igual que ocurre con el gusto, los colores básicos se combinan hasta el infinito pese a su simplicidad primordial), pintamos nuestra piel con los tonos cálidos que nos brinda el sol de una playa paradisíaca, vestimos a nuestros hijos de azul y a nuestras hijas de rosa, pero tenemos la poca delicadez de no cambiar el color de los semáforos aumentando el riesgo de atropello de los daltónicos. 

Hemos hecho un arte de la pintura y decimos de los grandes maestros que en sus cuadros reflejan el interior de los retratados, igual que ocurre con los grandes fotógrafos. Las proporciones en la arquitectura buscan un arquetipo de belleza totalmente visual. Ni aún dormidos perdemos la vista y nuestros sueños son, principalmente, visiones, a veces acompañadas de sonido y otras sensaciones. La vista, el más cansado de nuestros sentidos, para el que hemos inventado las gafas, desarrollado técnicas láser pero al que no sabemos dejar descansar ni un solo segundo y para el que no nos cansamos de crear imágenes del horror que sólo son barridas por otras imágenes anestesiantes.

Desde la poesía a la biología, la antropología y las relaciones sexuales, la psicología y la medicina, la quiromancia o la artesanía, la música, la cocina, la botánica y la zoología, la investigación aeroespacial, todo ello se relaciona con los sentidos. Más aún, somos hombres puesto que estamos en el mundo y percibimos el mundo gracias a nuestros sentidos. Aunque no seamos conscientes de ello, leemos el mundo a través de estos cinco sentidos (seguro que alguien querrá añadir dos o tres sentidos más, cuantos más mejor, a fin de cuentas) y ellos condicionan lo que leemos. Otros seres vivos tienen lecturas distintas de esta misma realidad. Por ello, el nuestro, nuestro pequeño mundo, el que conocemos, es hijo de nuestros sentidos, ellos nos hechizan como cantos de sirena para hacernos la vida más soportable. 

Abandonémonos a nuestros sentidos o seamos más conscientes de ellos y de todo lo que nos aportan. No perdamos ni un átomo de su valor, vivamos más y mejor la vida, apuremos todo lo que podamos de ella, y todo lo haremos a través de estos cinco sentidos.

3 de enero de 2008

En busca del barón Corvo. Un experimento biográfico (A.J.A. Symons)

 
 
En busca del barón Corvo es uno de esos libros cuya existencia parece mediar entre la clandestinidad y el secreto de los iniciados. Sólo unos pocos conocen de la existencia del barón y su pequeño pero interesante papel dentro de la literatura universal. En Frederick Rolfe se conciertan todos los elementos del malditismo literario: la biografía azarosa, el desprecio de sus contemporáneos y una peculiar obra literaria, más sobresaliente por su rareza que por su brillantez artística. Sin embargo, el mérito del libro descansa igualmente en la labor de su autor: A.J.A. Symons, quien no se limita a la mera biografía sino que describe (de ahí la adecuación del título, la busca, la quest) el proceso de reconstruir la vida de Rolfe, las pistas que cada nuevo descubrimiento abrían en su investigación, las conjeturas que quedaban confirmadas por posteriores revelaciones, o desmentidas para siempre, la correspondencia y entrevistas que concertó con personas que conocieron de primera o segunda mano al extraño escritor. Todo ello explica el subtítulo de esta obra “Un experimento biográfico” que bien merecería tener numerosas secuelas. A través de las averiguaciones de Symons, accedemos a un segundo nivel, el de los hechos ciertos y probados en torno al barón Corvo así como sus palabras (vertidas, bien a través de sus libros, bien gracias a la abundante e intensa relación epistolar que mantuvo con sus conocidos, amigos o enemigos). De la unión de todos estos elementos surge ante nuestros ojos la figura completa de Rolfe y, como de entre la bruma de un amanecer en la laguna de Venecia, podemos adivinar su pensamiento, sus intenciones y sus frustraciones; podemos llegar a conocer cuánto le dolieron las traiciones que consideraba que le hacían sus amigos y cómo influyeron en su obra.
Este brillante resultado es consecuencia exclusiva del método empleado por Symons que no pasa por ofrecer una visión lineal y acabada del biografiado sino que nos muestra los elementos sobre los que basa su indagación, sus luces y sus sombras, de modo que el propio lector pueda contradecir imaginariamente al autor. Todos estos ingredientes hacen de En busca del barón Corvo una lectura que desafía los estilos convencionales por los que suelen discurrir obras similares y que convierte la experiencia de su lectura en un acontecimiento refrescante y novedoso.
Como ya se ha señalado, la historia de la Literatura tiene su propia rama maldita formada por autores que no lograron el reconocimiento de sus contemporáneos pero a los que el tiempo ha sabido poner en su lugar. Asimismo, abundan los ejemplos de escritores no muy reconocidos pero cuyas obras son delicados manjares en manos de bibliófilos. En esta segunda categoría, el aspecto biográfico del genio desconocido acostumbra a ser igual de interesante (o más) que sus escritos, de manera que vida y obra se dan la mano para conformar un todo inseparable, cuya importancia es recíproca. En el caso del barón Corvo, su vida se cimienta sobre una serie de complejos entre los que se puede contar el trastorno bipolar, la esquizofrenia y la manía persecutoria, unidos a una gran sensibilidad y temperamento artístico. La extraña psique de Rolfe le llevó al convencimiento de que estaba llamado a metas más altas que las del resto de mortales con quienes convivía, de modo que trató de descubrir por sí mismo cuál era el camino por el que debían despuntar sus talentos. Primeramente lo intentó como sacerdote católico, abandonando la fe anglicana en la que nació, dado el atractivo de la liturgia católica, la conexión de este credo con la historia del arte y su profundo simbolismo con los que su carácter parecía convenir. Sin embargo, y ésta fue la primera gran traición que sufrió (o creyó sufrir) en su vida, fue rechazado por la jerarquía impidiéndole la ordenación a la que consideraba que estaba llamado. La herida que este hecho le ocasionó queda reflejada en una de sus novelas (Alejandro VII), obra en la que el cónclave romano elige Papa a un desconocido al que le había sido negada la ordenación sacerdotal por inquinas y envidias de sus superiores. Esta “venganza literaria”, muchos años después de ocurridos estos hechos, no sólo refleja lo profundo del dolor que le supuso aquel rechazo, sino que da la pauta de la práctica totalidad de sus obras, concebidas como un modo de vengar afrentas y ajustar cuentas con quienes en la vida real zancadilleaban su camino a la gloria. Tras este duro golpe, Rolfe trató de rehacer su vida de muy diversas maneras, como preceptor de una importante familia católica, secretario de un notable profesor de Oxford, protegido de una peculiar dama italiana (de esta etapa tomaría el apelativo de barón Corvo), pintor de escudos heráldicos para una parroquia católica, etc. Prácticamente en todas estas etapas de su vida se reproduce la misma secuencia. Rolfe deslumbra con sus modales, sus conocimientos de arte o de la Florencia de los Medici, su talento como pintor o escritor y entabla nuevas amistades. Rolfe espera de estas amistades una devoción y apoyo incondicionales de modo que finalmente, por extraños quiebros del destino cualquier acontecimiento simple, el más simple malentendido, supone un estallido de violencia (normalmente sólo a nivel verbal, del que dejan constancia muchas de sus cartas), una nueva afrenta que vengar, un peldaño más en el descenso a su peculiar infierno y a la desconfianza en la humanidad en general. Abandonada la pintura como forma de lograr la fortuna, el reconocimiento y la admiración que redimieran toda su vida, y la dotaran de un sentido, optó por la literatura. Su peculiar estilo se caracteriza por su vitriolismo, su barroco lenguaje y su ingenio en cuanto a estructuras gramaticales y a la invención de nuevas palabras o a la adaptación y modelación de otras ya caídas en desuso. La fuerza de su estilo hace olvidar lo poco atractivo de sus tramas argumentales, forzadas por la necesidad de vengar sus reales o ficticias ofensas. La vida del barón Corvo, de quien se puede decir ciertamente que no ganó un chelín gracias a sus escritos, terminó en Venecia en una debacle en la que el vicio y la locura no bastaron para ahogar hasta el último segundo, la eterna queja lastimosa contra el mundo que el desgraciado Rolfe compartía con quien le quisiera escuchar o lanzaba al cielo cuando la soledad se convirtió en su única confidente. Sus contradicciones fueron incontables. Su odio por los católicos no le impidió relacionarse en gran medida sólo con ellos, su ambición y excesos le hacían perder la confianza de aquellos que podían ayudarlo y, en última instancia, el odio de Rolfe siempre acababa por volverse contra quienes más podían o querían ayudarle. Este odio tampoco le impedía, una vez rotas las relaciones con antiguos colaboradores a quienes acusaba de las peores villanías, recurrir nuevamente a ellos mediante cartas lastimosas en las que se ofrecía a olvidar las heridas inflingidas mediante la entrega de dinero o favores similares. Symons, hijo de su tiempo y de una sociedad excesivamente imbuida del ideal victoriano, considera la homosexualidad reprimida de Rolfe el motor de su errática y desgraciada vida. Quizá se trate simplemente de que sus problemas psicológicos encontraron la forma de aflorar de forma manifiesta a raíz de diversos episodios críticos que condicionaron su relación con el resto de seres humanos y la visión que de sí mismo tenía. Para salvar esta contradicción elaboró su propia teoría en función de la cuál, su desgraciada vida tomaba sentido por el alto fin al que estaba destinado. Todos cuantos se opusieran a él lo hacían con el fin de impedirle su culminación, en una especie de conspiración general contra su persona. Esta farsa le permitió salir adelante de las numerosas crisis que conoció en su vida y le ayudó a no perder nunca la fe en sí mismo. La vida de Rolfe sólo puede inspirar lástima en nuestros días, pero la imagen de un ser que lucha por aquello en lo que cree, que es capaz de superar todas sus limitaciones convencido de su propia genialidad, es el arquetipo del artista romántico, un solitario enfrentado al mundo que se niega a reconocer su talento contra toda evidencia. El modo en el que Symons nos lo presenta, gradualmente, haciéndonos partícipes de sus propios avances en la investigación, nos aventuran en un largo proceso de interiorización de la peculiar mente del barón. Todo ello permite afirmar que la lectura de este libro es una “lectura experimental” parodiando a su autor de la que todo amante de la buena literatura debería tener noticia.

30 de noviembre de 2007

Conversaciones con Kafka (Gustav Janouch)


Conversaciones con Kafka es una obra peculiar. Recoge las conversaciones mantenidas entre 1920 y 1924 por el autor del libro (entonces un joven con inclinaciones literarias y artísticas) con Kafka. Esta extraña amistad nace de la relación laboral del padre de Janouch con Kafka (ambos eran funcionarios del Instituto de Seguros de Accidentes de Trabajo) a quien admira y respeta por sus opiniones y comportamiento. De este modo, Janouch tendrá acceso directo al despacho de Kafka los días en que acuda a visitar a su padre, observándole en su entorno laboral y acompañándole de vuelta a su casa en la Plaza Vieja. Según la relación se vuelve más estable, el joven acompañará a Kafka en alguno de sus paseos vespertinos.

Entre los estudiosos serios de la vida y obra del autor checo este libro no goza de excesivo crédito. Quizá se deba a que Kafka dejó un enorme corpus escrito en forma de correspondencia y diarios que ofrece una ingente información de primera mano sobre su vida y pensamiento. Otra importante razón es que las conversaciones que aquí se recogen aparecen desligadas de contexto, en muchas ocasiones como una acumulación de aforismos agrupados temáticamente. Que el copista de los mismos fuera un joven que sentía una gran admiración por su maestro pero que difícilmente tenía capacidad para reflejar de manera objetiva y alejada del tumultuoso espíritu juvenil, las precisas observaciones de Kafka, es otro argumento en contra de dar plena confianza a lo recogido en el texto.

En la propia introducción del autor se recoge otro hecho sorprendente que explica la diferencia entre la primera versión del libro, publicada por Max Brod, y la edición definitiva con nuevas conversaciones. Según informa Janouch, los párrafos suprimidos en la versión de Brod no fueron rechazados por éste sino que la persona que hizo las copias a máquina para enviarlas a la editorial, suprimió (quizá por ganar tiempo, o porque no eran de su gusto), numerosos pasajes. Las hojas que contenían estas partes hicieron su aparición años después en casa de Janouch, donde siempre habían estado guardadas sin ser consciente de ello. Se ha sugerido la posibilidad de que la adición en la edición definitiva haya sido "adulterada" para incluir reflexiones que puedan apoyar la tesis de un Kafka visionario, profeta de los desastres de la Guerra, el Holocausto o el Comunismo.

Dudas aparte, lo cierto es que este libro nos ofrece una imagen de Kafka algo diferente a la habitual pero, en esencia, totalmente acorde con lo que se sabe de él. Su gravedad y su seriedad a la hora de expresar sus opiniones, sus convicciones sobre el papel de la Literatura en la sociedad o su visión del judío de principios del siglo XX, alejado del gueto pero incapaz de hallar un lugar bajo el sol en el nuevo mundo que está surgiendo son una constante de su pensamiento a través de sus obras de ficción, diarios, correspondencia o estas conversaciones. .

Hay otras escenas que pueden resultar más sorprendentes, como las visitas a iglesias, a las que parece aficionado. Igualmente, Kafka se revela como un consumado conocedor de Praga, de sus recovecos y callejones, sus patios oscuros y los pasadizos más recónditos o la casa en que residieron pintores, políticos o músicos; todo ello le es familiar, como si fuera el cronista de la ciudad. También emerge un Kafka conocedor de la ciencia de su época; en las conversaciones utiliza símiles y metáforas tomadas de la mecánica de los fluidos, los fotones, etc. No parece que se trate, por tanto, de una persona totalmente entregada a sus reflexiones y a sus escritos, ajena del mundo y sus avances.

Esta imagen, que tanto ha distorsionado su figura, se suele ejemplificar con una entrada de su diario en la que coloca al mismo nivel un suceso trivial con la entrada de Rusia en la Primera Guerra Mundial contra Austria-Hungría. Por contra, el Kafka que aquí se nos presenta está muy pendiente de la actividad política de su época por el nacimiento de la República Checa tras el desmembramiento del Imperio Austrohúngaro, las corrientes sociales más extremas, las manifestaciones sindicales o, incluso, el movimiento sionista (su amigo Brod se presentaba a las elecciones por un partido que aspiraba a obtener un escaño por esta opción).

Pero todas estas corrientes sociales, políticas o ideológicas, producían un gran recelo y miedo en Kafka, no por los fines que perseguían, sino por lo que suponen de anulación del individuo. El Hombre, ese ser rico, con matices, capaz del bien y del mal por su propia elección, queda en un segundo plano por el peso de la masa que le instruye de modo que todo atisbo de pensamiento pasa a un segundo plano. Es la masa enfervorecida la que destruye la libertad del individuo imponiendo su propia Ley, su propia forma.

El pensamiento paradójico de Kafka lo abarca todo y corrige las apreciaciones apresuradas de su joven contertulio. Siempre un matiz, cuando no, una opinión en principio disparatada sobre las cuestiones más diversas, sean la Literatura, el Arte, la Vida o la Muerte, y todo ello con la precisión linguística que le es propia. De este modo no se priva de corregir cualquier posible malinterpretación que de sus palabras pueda hacer Janouch (“El lenguaje es el ropaje de lo indestructible que hay en nosotros; un ropaje que nos sobrevive”).

Por las líneas del libro afloran detalles humanos de gran valor, como la información de que al tiempo que defendía judicialmente causas a favor del Instituto, sufragaba de su bolsillo la defensa jurídica del trabajador afectado, como forma de justicia equilibradora salvaguardando al mismo tiempo su lealtad al Instituto y a su propia conciencia. Conversaciones con Kafka nos permite conocer la relación de Kafka con su compañero de despacho a quien respeta pese a la escasa simpatía que éste le profesa; también podemos llegar a comprender cómo su trabajo en el Instituto le causaba tanto malestar y rechazo pese a su desempeño siempre correcto e incluso ejemplar.

Las paradojas de Kafka están muy unidas a su característico sentido del humor que la imagen vulgarizada de su figura ha obviado totalmente en favor de un ser tenebroso y depresivo. Por contra, Janouch (igual que Max Brod) pone de manifiesto las numerosas ocasiones en que sus conversaciones terminaban en una carcajada, o al menos en el especial modo de carcajear que tenía Kafka.
Este libro no será de interés para aquellos que pretendan acercarse a conocer al autor checo, antes bien, les confundirá por su estilo meramente acumulativo y algo desordenado, así como por la seriedad de muchas de las reflexiones que en él se contienen. Para aquellos conocedores de la persona y obra de Kafka el libro puede ser un extraordinario contrapunto con el que disfrutar con cada una de las reflexiones que en él se contienen pues, aunque no hubieran sido pronunciadas por Kafka (al menos en su literalidad), éste las habría suscrito totalmente.
  • Kafka (Nicholas Murray)



25 de noviembre de 2007

Regreso a Babilonia (F. Scott. Fitzgerald)

 


 Algunos críticos consideran Regreso a Babilonia como mi mejor relato; yo no puedo ser objetivo al respecto ya que hay demasiado de mí en él. Supuso el intento de reflejar mi vida tal y como había sido y de proyectar sobre ella un futuro como el que deseaba.

Zelda había sufrido la primera de sus crisis nerviosa lo que la había recluido en un sanatorio, de modo que recuperaba una libertad de acción que no tenía desde hacía años. Superamos así las dificultades de nuestro matrimonio de un modo sencillo, quién sabe si hubiéramos continuado mucho tiempo de haber seguido atados el uno al otro de manera más estrecha. Siempre la amé, pero alejado de ella, con pocas visitas ya que los médicos no las recomendaban en la primera fase de su recuperación, nuestra relación se mantuvo a través de una correspondencia de compleja interpretación pero que nos permitió tomar conciencia de nuestra realidad personal (creo que a Zelda le ocurrió algo parecido, o eso he leído después de mi muerte).

Mi nueva vida pasaba por recuperar mi prestigio de autor con una novela que creía la mejor de todas las que había escrito hasta la fecha pero que luego resultó inapropiada para la época en que se publicó (la Gran Depresión) y tratar de evitar las fiestas y desvaríos a que la intensa vida social que manteníamos Zelda y yo allá donde fuéramos, nos obligaba a asumir.

De nuestro mutuo amor había nacido Scottie a quién tratamos de mantener alejada de toda la locura que nos rodeaba, y creo que lo conseguimos. Pero lo que pudimos salvar para ella, no lo pudimos conseguir para nosotros. El alcohol, como método para superar mi bloqueo de escritor, (¿o quizá fuera el alcohol lo que me bloqueaba como escritor?) acabó por imponerse apartándome definitivamente del sueño de una nueva vida. Pero eso aún no lo sabía aunque ahora todos digan que era tan previsible como inevitable. Quién sabe. Lo cierto es que con todos estos elementos amalgamé una hermosa historia con final amargo como el sabor de la lima en un cóctel.

Charlie Wales regresa a París, escenario de sus mejores días de juerguista, previo al crack del 29, y donde vive su hija -Honoria-, al cuidado de su cuñada (Marion) y su marido. Pretende recuperar la tutela de su hija ya que ha rehecho su vida en Praga, apenas prueba el alcohol (salvo como estímulo para su fuerza de voluntad, cilicio del converso) y para ello debe enfrentarse a la animadversión de Marion quien no puede perdonarle la muerte de su hermana de la que le considera culpable, pese a no guardar relación alguna con ella, al margen de haberse alejado en sus últimos días. Cuando sus planes parecen próximos a cumplirse, el pasado irrumpe en escena, como un enviado del demonio, para torcer la situación y aplazar la decisión sine die.

Como se puede apreciar, hay una larga serie de paralelismos (la mujer desaparecida, la hija alejada de su familia por la que el padre anhela recuperar una vida normal y la superación de los excesos, pero también el destino que golpea incesantemente todos los esfuerzos de Charlie por cumplir sus objetivos, no importa cuánto se esfuerce y luche por ellos). Algún psicoanalista aburrido querrá ver seguramente un intento de “matar” a mi mujer en el relato, pero no hay tal, sólo es una forma de tomar aire después de tantos años juntos.

Evidentemente, la historia se cierra con la derrota de Charlie. Pero sólo se trata de un asalto, queda la libertad soberana del lector para decidir quién ganará finalmente el combate. La lucha por mi vida todos saben quién la ganó, el alcohol, la ruina económica y el corazón que me falló nueve años después. Escribir conjura demonios, pero no los aleja cuando estos ya han sido invocados.

Como soy presuntuoso, y aunque mi fama y reconocimiento son indiscutibles, me permitiré destacar los numerosos méritos que adornan este breve relato, al más puro estilo Fitzgerald. Los diálogos son chispeantes y sustentan toda la acción; sólo algunos pasajes quedan al margen de esta norma, dando paso a la descripción o al relato psicológico. Mi oído siempre estuvo dotado para captar la riqueza y los innumerables matices de una conversación. Pocos como yo han podido reflejarlo en la mortaja que supone para una palabra el papel en el que se congela.

Igual que todos los consumados escritores de relatos desde Chéjov en adelante, sabemos que una historia breve debe callar más de lo que cuenta (justamente lo contrario del prototipo de mujer, la flapper, que puebla muchos de mis relatos y que también supo reflejar Zelda). De este modo, los sobreentendidos juegan un papel esencial, y los elementos más triviales pasan a ser los más relevantes. Si lo he logrado o no en este caso, lo dejo al criterio del lector.

El Saturday Evening Post publicó Regreso a Babilonia el 21 de febrero de 1931, nunca volvería a escribir otro relato que resumiera de igual modo toda mi vida pasada y mis esperanzas de futuro, quizá porque ya no me quedaron esperanzas. Le deseo lo mejor a Charlie Wales, le deseo que permanezca el resto de su vida alejado de la Babilonia que le privó de su hija pero a la que se la supo arrebatar (ese relato quedó por escribir). A mí, a F. Scott Fitzgerald, me tocó la peor parte, vagar eternamente por la Babilonia pecaminosa, la del vicio y el goce, la del placer sin culpa y las rameras. Tampoco está tan mal.

(Reseña apócrifa de F. Scott Fitzgerald)

22 de noviembre de 2007

Zelda y Francis Scott Fitzgerald (Kyra Stromberg)


Francis Scott Fitzgeral resume ejemplarmente la mayoría de las virtudes y defectos de su época, hasta el punto de que su asociación con los "felices veinte" o la era del jazz toma rasgos de simbiosis.
Su origen de clase acomodada no le impidió padecer de un fuerte sentimiento de inferioridad respecto a quienes ocupaban una clase superior a la suya y junto a los que trataba de situarse como un igual, no por su dinero sino por su talento. De este modo, la literatura se convirtió en el arma con la que pretendió asaltar las mansiones con vistas a Central Park o las villas de la Riviera francesa. Afortunadamente para sus lectores (y para él mismo) su talento literario estaba a la altura de este empeño por lo que la calidad de su obra está fuera de discusión en nuestros días.

Con un afán tan grande por acceder a lo más selecto de la sociedad de su tiempo, no parecía lógica la elección de su esposa, una hermosa sureña, hija de un hacendado de clase alta de Montgomery. Zelda le habría permitido formar parte de la pequeña aristocracia del lugar, pero no satisfacer sus anhelos de notoriedad, reconocimiento y riqueza a un nivel más amplio.

Por otro lado, Zelda aspiraba a vivir en el lujo indolente en que se había criado, y sin embargo acabó casándose con un escritor que no había publicado más que un puñado de cuentos y que acababa de ver impresa su primera novela. Un escritor que tenía que consolidar su talento prometedor que aún no le impedía vivir en la estrechez.

Sin embargo, el romance culminó (no sin ciertas tensiones) y el sol brilló sobre la estrella de Scott quien comenzó a ganarse una reputada fama a través de sus cuentos (llegó a ser el escritor de relatos mejor pagado de Estados Unidos) y de los adelantos por cuenta de sus futuras novelas que, generosamente, le daba su editor.

De este modo, provisto de fama y dinero, Scott y Zelda pasaron a ser el ingrediente de moda en cualquier acontecimiento social relevante. El despilfarro y el exceso con el alcohol, sus peleas públicas y las consiguientes reconciliaciones no hicieron otra cosa que aumentar la fama de la pareja.

Sin embargo, estos excesos no parecían mermar la calidad de la obra de Scott Fitzgerald quien parecía capaz de captar la imagen de toda una generación, de toda una época caracterizada (en esos ambientes) por el lujo y el desenfreno, el relativismo moral y la falta de principios y compromiso. Scott era capaz incluso de captar ese lado oscuro del glamour y la riqueza, y así lo dejó plasmado en su novela más conocida, El Gran Gatsby, en la que el protagonista esconde el origen de su fortuna incierta y sufre las consecuencias de su éxito, como si de una justicia se tratase que equilibrara la balanza de la vida.

Al igual que en este personaje, la sombra también se cernía sobre Scott ya que sus gastos (rigurosamente contabilizados en su ledger) superaban con creces los ingresos que su obra literaria le reportaba lo que no hacía otra cosa que aumentar la presión que sufría por publicar más relatos y adelantar su próxima novela y, con el fin de aliviar dicha tensión, se sumergía en nuevos viajes y fiestas alcohólicas acrecentando la espiral en que se veía envuelto.

Entre tanto, la vida y personalidad de Zelda siguió su propio curso. En los principios de su relación actuó como el centro de atracción de las fiestas sociales. Su belleza y encanto cautivaban a sus anfitriones, si bien los excesos con el alcohol terminaban por crear ciertas suspicacias. Pasada esta primera época como Miss Fitzgerald, trató de crear su propia personalidad, desarrollando los más diversos intereses. Así, se dedicó (recuperando una afición de su juventud) a la danza de manera intensiva para luego optar por la literatura como forma de consolidar su propia identidad.

Siempre ha sido muy discutido el papel de Zelda en la literatura de Scott. Es un hecho probado que el escritor tomó prestado abundante material de los diarios y cuadernos de Zelda (lo que no hizo más que crear un cierto sentimiento confuso en ambos). De ahí que el intento de Zelda por publicar sus pequeños relatos (y su única novela) contaron siempre con cierta desconfianza por parte de Scott. De una parte temía que las obras de Zelda se adueñaran del tema de su próxima novela, de otra temía enfrentarse a ella en este campo en el que él siempre había sido el creador admirado. Así, en ocasiones aconsejó que algunos relatos se publicaran como obras conjuntas, para obtener un mejor precio gracias a su nombre. En otras, aconsejó al editor de Zelda, a espaldas de ésta, que la persuadiera para que cejase en su empeño de publicar su novela.

En cualquier caso, y tomara lo que tomara prestado de las ideas de Zelda, el principal papel de ésta en la obra de Scott Fitzgerald es el de modelo de sus personajes femeninos hasta un punto en que es difícil si las protagonistas de sus obras imitan a Zelda o ésta a aquéllas. Un nuevo modelo de mujer, atrevida, autónoma, aflora en sus libros al mismo tiempo que lo hacía en la vida real, flapper era su nombre y Zelda su icono.

Finalmente, la inestable vida de Zelda se quebró comenzando una peregrinación por diversos sanatorios, en Europa y Estados Unidos, para tratarla de diversos problemas nerviosos.

La relación de la pareja se mantuvo pese al forzoso alejamiento y, casi recíproca indiferencia, que se refleja en la correspondencia que intercambiaban. Las nuevas obras de Scott habían perdido el apoyo de gran parte del público que antaño las acogía con admiración; no en vano, la Gran Depresión había modificado definitivamente el panorama de la sociedad norteamericana. Sus relatos cada vez se vendían a peor precio y los problemas económicos continuaban amenazando la vida de Fitzgerald, de modo que éste buscó el refugio en la única industria que parecía sobrevivir a la gran crisis: Hollywood.

En el mundo del cine trató de comenzar una nueva vida marcada por su dedicación, poco fructífera, a la escritura de guiones que apenas verían la luz. Junto a estos trabajos coleccionó pequeñas historias detectivescas en torno a un personaje singular, Pat Hobby, y comenzó a elucubrar sobre su próxima novela, basada en el mundo del cine del que ahora tenía un conocimiento de primera mano.

Esta última novela, El gran magnate, sería publicada póstumamente ya que la vida abandonó a Scott en 1940. Zelda le seguiría penosamente ocho más tarde al fallecer en el incendio del sanatorio en el que estaba internada.

Scott Fitzgerald escribió siempre desde un cierto hedonismo y con una perspectiva vital claramente superficial; sin embargo, supo incrustar en sus personajes suficientes vetas agridulces que humanizan su carácter dotándoles de una profundidad de la que sin duda carecían muchos de los amigos en que se inspiró. Sus crecientes problemas económicos no hicieron sino poner de manifiesto su escepticismo ante las clases acomodadas y la relación fluctuante que mantuvo con ellas. Este sabor amargo vela el optimista paisaje con que suelen abrirse sus obras y nos adentra en dramas sutiles en los que el lenguaje (para cuyo reflejo escrito tenía gran talento) es capaz de impulsar por sí mismo una trama.

Su relación con Zelda refleja igualmente las mismas contradicciones vitales. Deseoso de tener una mujer admirada y de ser envidiado por su causa pero al tiempo, celoso de la sombra que ésta pudiera arrojar sobre su fama. No aceptó los intentos de Zelda por afianzarse como una personalidad propia, empujándola a una crisis psíquica (cuyo origen, no obstante, fue fundamentalmente hereditario) que acabó por hundirla y por destruir su ya delicada relación.

Al cabo, esta relación no hizo sino satisfacer sus intereses. Ambos obtuvieron parte de aquello por lo que se habían unido y, ciertamente, conocieron el amor en sus primeros años. Kyra Stromberg narra este proceso de un modo algo desorientado. Culpemos también a la era del jazz, quizá un poco de mareo y desenfoque sean apropiados cuando se habla de esta vibrante pareja y el tiempo en que vivieron.