22 de abril de 2012

La juguetería errante (Edmund Crispin)



Hay novelas de misterio en las que el interés del lector descansa en tratar de averiguar el desenlace, de recoger las pistas que el autor desperdiga y anticipar (cuantas más páginas mejor) quién fue el asesino, el ladrón, el culpable en definitiva. Hay otras novelas de misterio en las que el lector disfruta con la propia trama, con los giros imprevistos (muchos de ellos contra toda lógica) y en las que arribar al destino, como en la Ítaca de Kavafis, no es sino la oportunidad de echar la vista atrás y saborear lo recorrido.

Esto es lo mismo que decir que hay novelas de misterio malas y novelas de misterio buenas, aunque como en todo en la vida, son cuestiones de gusto.

Quizá lo que haya sea dos formas de leer novelas de misterio, las de quienes las ven como un acertijo que se les ofrece, del que suelen salir mal parados -salvo por el azar -ya que nadie hay más tramposo que un escritor de este género- y la de quienes sólo desean disfrutar de los razonamientos de los protagonistas y de una multitud de hilos sueltos que jalonan una narración trepidante.

La juguetería errante pertenece sin duda alguna al segundo grupo, al de las buenas novelas, al de aquellas obras escaparate del ingenio de su autor y en las que muchas veces olvidamos al poco quién fue el asesino o sus motivos, tan anecdótico nos parece.

Como todo buen libro, La juguetería errante guarda misterios incluso en la figura de su autor. Edmund Crispin es el seudónimo bajo el que se esconde un auténtico esnob inglés, Bruce Montgomery, formado (cómo no) en Oxford, compositor de diversas obras corales, guionista de comedias para el cine y que ganó fama gracias a varias novelas de misterio escritas entre los años 1944 y 1952 para luego abandonar la escritura de ficción y centrarse en la redacción de reseñas sobre novelas policiacas y ciencia ficción hasta su muerte.

Edmund Crispin - Bruce Montgomery

De entre todas sus novelas destaca La juguetería errante, obra maestra del género, tanto por su gancho para el lector como por los diversos golpes cómicos de los que está repleta. Veamos.

Richard Cadogan, un poeta laureado -pero de escaso reconocimiento público-, decide escapar de Londres a la búsqueda de aventuras que puedan romper la monotonía de su vida y permitirle recuperar algo de la inspiración y frescura que anhela. Desconcertantemente, en un alarde de ardor y bravura, decide desplazarse a Oxford, donde estudió de joven y donde nadie más que él podría confiar en encontrar el tipo de estímulo que sacuda una vida. Pero Cadogan lo encuentra, al verse envuelto en una extraña escena en la que descubre en una vieja juguetería el cadáver de una anciana, claramente asesinada. Horas después, y recuperado del desvanecimiento producido por un golpe que un desconocido le ha propinado, vuelve a la escena del crimen acompañado por la policía y descubre que lo que antes era una juguetería, ahora es una tienda de ultramarinos que parece haber estado siempre ubicada allí, sin rastro del cadáver de la anciana.

Antes de enloquecer, decide visitar a Gervase Fen (protagonista de todas las novelas de Crispin), antiguo compañero de estudios, actualmente profesor de Literatura y residente en el college St. Christopher, casualmente, investigador aficionado con quien comienza a atar los cabos sueltos de esta historia que les llevará a descubrir un complot para acabar con la vida de la anciana, único obstáculo para que unos legatarios cobren la fabulosa suma que una excéntrica y amargada dama ha decidido confiarles de manera arbitraria para el caso de que su única familiar no reclame la herencia en un plazo determinado.



Y a partir de aquí, comienzan a cumplirse todos los tópicos esperables de una novela inglesa de este estilo. Una saludable combinación de ingenio e ironía, de personajes dignos de una obra de teatro de Oscar Wilde, de situaciones hilarantes (que no desternillantes), un punto de esnobismo continuo resaltado por la excéntrica personalidad de Gervase.

Publicada en 1946, su autor logra pasar por alto que ha ocurrido una guerra mundial, que los habitantes del Reino Unido tienen racionado casi cualquier alimento que se pueda imaginar y que un nuevo tiempo ha venido para alterar el orden social de caballeros y sirvientes.

Pero así es la Inglaterra de Edmund Crispin, ajena a lo que acontece en el mundo, sólo fiel a sí misma y a sus clichés (comenzando por esa afición tan británica por el crimen sórdido pero pulcro al tiempo) .

Lo que no escapa al inmisericorde ojo de Edmund Crispin es el mundo literario de su tiempo. Dado que los dos protagonistas son literatos oxonienses, las referencias y citas (tanto a autores remotos, como a otros más próximos en el tiempo) son frecuentes, obligando a un abultado número de notas explicativas que ponen a prueba los conocimientos de José C. Vales al margen de los méritos de su traducción y el refinado olfato de la editorial Impedimenta.



En este mundo cómico (pero en el que se asesina a personas indefensas) los camioneros resultan ser admiradores de la obra de D.H. Lawrence y el comisario de Oxford se devana los sesos tratando de concretar el sentido último de Medida por medida de William Shakespeare. Improbable, aunque no imposible.

Porque Crispin, entre cuyas aficiones enumeraba vaguear y observar a los gatos, tal vez conociera mejor el alma humana que cualquier otro y esos contrastes reflejen a la perfección una realidad que en 1946 se había tornado incomprensible. Que pocos años antes un gran país hubiera vuelto la espalda a su tradición humanista y racional abrazando un doctrina que renegaba de su verdadero pasado (no el inventado para mayor engrandecimiento de sus líderes), capaz de poner en marcha planes tan espeluznantes como la Solución Final, pone de manifiesto que las contradicciones no son patrimonio de la ficción aunque sólo en ella podemos disfrutar de su esperpento, y así debiera ser siempre.

2 de abril de 2012

Vía Revolucionaria (Richard Yates)


Hay un proverbio que asegura que si no sabes a dónde te diriges, cualquier camino te llevará allí. Y podría muy bien aplicarse a Frank Wheeler, el protagonista de Vía Revolucionaria, la primera y mejor novela de Richard Yates, publicada por Punto de Lectura y traducida por Luis Murillo.

Frank es un joven al que sus compañeros del Ejército y colegas de correrías consideran brillante por su retórica e ingenio, por la claridad de ideas y la vehemencia con que las expone y defiende, alguien a quien se puede y se debe prestar atención. Todos coinciden en que tan solo necesita tiempo para aclarar qué quiere de la vida y poder conseguirlo.

Eso mismo parece pensar April, su esposa, a quien ha conocido en un bar de Nueva York y de la que se enamora al corresponderse con la imagen de mujer a cuyo lado se imagina. Las cosas tal vez se precipitan un poco cuando ella queda embarazada y, tras muchas discusiones, deciden dejar de lado los planes de April para abortar clandestinamente. Ahora Frank no tendrá tiempo para encontrase a sí mismo. La necesidad de buscar un trabajo le lleva a la empresa anodina y burocrática en la que su padre estuvo empleado durante toda la vida, confiando en que una ocupación de escaso interés le permitirá no sentirse atado para futuras decisiones. Algo temporal y transitorio.

Pero llega un segundo hijo y la mudanza a una casa del extrarradio, en Vía Revolucionaria, un nombre algo paradójico para un vecindario típico de la Norteamérica de los primeros años cincuenta, en el que la tranquila vida familiar trata de ser preservada a toda costa, donde las convenciones y la rutina son la base de la convivencia entre vecinos y en el que los brotes disonantes son sometidos con firmeza en defensa de la decencia y el decoro.


Y es en este punto en el que Richard Yates nos presenta al matrimonio Wheeler y a sus dos encantadores hijos, precisamente cuando April, que de joven asistió a una escuela para actores, va a actuar como protagonista en una representación de El bosque petrificado organizada por un grupo de aficionados de la zona. La obra es un verdadero fracaso y ni siquiera April es capaz de estar a la altura, disgustándola de un modo mucho más profundo de lo que su marido puede comprender.

April es hija de una pareja divorciada de clase alta de Nueva York y pronto queda huérfana y al cuidado de familiares. Su infancia transcurre entre el aislamiento y la soledad. Su falta de cariño le impide tener sentimientos plenos al respecto. Tratando de buscar su propio camino comienza sus clases de interpretación como medio de afirmar su autonomía, sabiendo que de ese modo contravendrá todo lo que sus padres representaban, hasta que Frank se cruza en su vida y queda impresionada por este joven locuaz y brillante, lo que ella define como el “hombre más interesante del mundo”. Su idea de un matrimonio con un hombre excitante y diferente, capaz de amar y de expresar sus sentimientos es la perfecta vía de escape de su pasado.

Pero el fracaso de la función le recuerda que su vida se parece demasiado a la de quienes le rodean, a los vecinos de los que se burla con Frank en las noches de los domingos, cuando los niños ya están acostados y el alcohol les ayuda a creerse diferentes y, por supuesto, mejores. April comprende que huyó de una vida que odiaba para caer en una trampa similar y culpa de ello a Frank. Todas las promesas y planes de juventud, lo que pudo haber sido y quedó en nada, todo se agolpa y reformula en reproche y resentimiento.



 Poco comprende Frank de lo que le ocurre a su mujer y cuando ésta vuelve a mostrarse cariñosa y comprensiva cree que la tormenta ha pasado una vez más. Pero April no es capaz de superar sus traumas, sólo los reorienta y pasa a culparse a sí misma de la situación en que se encuentran. Si hubiera tenido el valor de abortar, Frank no se habría visto obligado a buscar precipitadamente un trabajo que odia y podría haber logrado algo grande, fuera lo que fuera.

Y nunca es tarde si uno pone los medios, así que la nueva April se vuelca en un plan fantasioso que le sirve como válvula de escape de toda la presión que la realidad ejerce sobre su matrimonio. Dejar el trabajo, vender la casa y mudarse a Europa con los niños. Ella será quien trabaje y sostenga a la familia (sentimiento muy moderno en los años cincuenta y que Frank duda si atenta contra su virilidad) mientras su marido se dedica a pensar en su futuro, a desarrollar sus ideas, su talento.

Pero vayamos a Frank, un personaje muy logrado, que mezcla superioridad y vulnerabilidad a partes iguales con la suficiente credibilidad como para hacerle real y vivo. De niño Frank tiene una vida bastante convencional, marcada por sucesivos traslados de domicilio por el trabajo de su padre. Esto dificulta que mantenga relaciones estables y posiblemente retrasa su madurez ya que parece no despertar el interés de nadie.

Pero llega la guerra y el ejército parece cambiar a Frank. Fortalece su carácter y, sin saber muy bien cómo, sus ideas comienzan a ser tenidas en cuenta, incluso surge un pequeño círculo de admiradores que comparte la opinión de que Frank está llamado a algo grande. Y este consenso impulsa a Frank, le hace más temerario, más radical, hasta conocer a April y mudarse a Revolutionary Road. Todos sus deseos y aspiraciones parecen quedar enterrados en el jardín de la casa familiar a la espera de un mejor despertar. Ocasionalmente, Frank recupera cierto impulso pero siempre como reflejo de la opinión que otros manifiestan sobre él. La posibilidad de impresionar es lo que activa a Frank sacudiéndole de la apatía que tanto detesta en otros.

Richard Yates
Así no extraña al lector que acoja con entusiasmo (tras los recelos iniciales) la propuesta de April de viajar a Europa y descubrirse a sí mismo, al tiempo que acepta con cierto orgullo implicarse en una iniciativa laboral que le saque de su rutina e indiferencia habitual pero que compromete su proyectada huida europea. Un paso en una dirección, otro en la contraria.

Al final, Frank no es tan atrevido como simula, ni tan bohemio o preclaro como desea y un sorpresivo embarazo de April (el tercero) le sirve como excusa para demorar, una vez más, el tan ansiado (de palabra) descubrimiento de sus talentos. Y es que, probablemente, Frank intuye que es una pequeña farsa andante, que la admiración casual que puede despertar en algunas personas (propensas a dejarse impresionar) no responde a motivos concretos, tan solo a pequeños gestos y giros aprendidos y cultivados y que al final de un largo viaje (oceánico y al interior de sí mismo) le aguarda el descubrir una cáscara vacía.

Frank se debate entre la imagen que desea transmitir de sí mismo, la que genera adulación, la que le impulsa a sentirse superior y a desdeñar a vecinos y compañeros de trabajo, y una profunda necesidad de estabilidad y reconocimiento social. Pero April se ha decantado definitivamente por la primera visión, la de un matrimonio saltando las convenciones y dejando a un lado cualquier forma de convencionalismo.

Así volvemos al mismo punto de partida de los Wheeler. Otro embarazo que se interpone en los planes de la pareja, para hundirles más en una vida que no desean (tal vez Frank sí). Pero April se las apañará para que nada se interponga entre sus deseos y la cruda realidad.

La desoladora historia de los Wheeler es vista tradicionalmente como el lado oscuro del american way of life, los daños colaterales de la domesticación por el consumo y los costes sicológicos de la uniformidad. Pero si así fuera, ¿tendría vigencia en nuestros días? ¿No tendríamos mejores referencias literarias para este fenómeno? El tema de esta novela es algo que nos resulta mucho más próximo e igual de actual que lo que pudo ser en los años cincuenta.


Sin duda, el principal mérito que convierte a Revolutionary Road en una obra clásica es su capacidad para crear dos personajes soberbios, complejos y al tiempo, tremendamente vulnerables, cuya vida en común sólo puede definirse como destructiva. Dos personajes con orígenes diferentes y fines enfrentado que, sin embargo, se necesitan. El mejor Frank, el que sabe expresar los pensamientos confusos de su esposa, es el sostén de la atribulada April. La fe de ésta en los méritos de su marido (“eres el hombre más interesante del mundo”) es el mejor apoyo para la autoestima oscilante de Frank. Pero la necesidad no es necesariamente el mejor de los pegamentos.

Esta dramática historia supone una aproximación espléndida al derrumbe de una relación por la muerte de los puentes que unen a ambos y que nos permite reflexionar sobre el modo en que influyen nuestros deseos en nuestros actos o en qué medida somos capaces de sobreponernos a la imagen que deseamos proyectar a los demás. ¿En qué punto se hace evidente que esta relación está abocada al fracaso?¿Pudieron hacer algo para evitarlo? Ambos parecen empujarse mutuamente, alimentar las ilusiones del otro, hasta un punto en el que ninguno parece ya capaz de controlar las fuerzas que ha desatado.

Revolutionary Road nos habla de los límites, los propios y los de una relación. Todos, llegado un momento, hemos de enfrentarnos al hecho de no estar a la altura de nuestros sueños de juventud lo que no ha de impedirnos estar a la altura de nuestros sueños de madurez y hacer de estos los mejores sueños posibles.

11 de marzo de 2012

Un arte espectral (Norman Mailer)




“Tratar a diario con la Nada es devastador”
Norman Mailer

Pocas profesiones tan dadas al autoanálisis y la vanagloria como la del escritor. Apenas hay un autor que no haya caído en la tentación de explicar a sus lectores, al mundo, los motivos que le llevaron a su oficio, sus méritos, lo que pretendía con tal o cual obra o lo desafortunado del papel de críticos y editores.

Y estas páginas, llenas de altas consideraciones y un ego desmedido, suelen contrastar con la pequeñez de la obra del escritor en cuestión, de modo que el esfuerzo resulta más bien digno de lástima, de cierta sonrisa condescendiente tan alejada de lo pretendido.

Sin embargo, cuando estas páginas vienen respaldadas por la obra de un autor al que se admira y cuyos textos creemos que deben resplandecer por encima de los de sus colegas, ¡qué efecto tan diferente! Lo que en otros nos resulta sonrojante y patético, se torna auténtico y admirado porque, en definitiva, no solemos juzgar tanto la veracidad de lo que leemos sino la credibilidad de quien lo escribe.

Y esto es lo que ocurre con Un arte espectral, recopilación de textos de Norman Mailer sobre la escritura; más precisamente, sobre “su” escritura y todos sus accidentes y circunstancias. El libro se compone de materiales diversos (entrevistas, antiguos artículos, algunos inéditos, conferencias, …) debidamente adaptados, recortados o ampliados, hasta convertirlos en un conjunto coherente y bien construido en el que Norman Mailer echa la vista atrás para reflexionar sobre qué significa escribir, cuáles son sus peajes, pero también sus atajos, las consecuencias de una vida de escritor o la obra admirada de otros autores (más admiración sincera cuanto más tiempo lleve muerto el colega, ya se sabe que los vivos siempre pueden hacer la competencia).

El joven Mailer
Mailer comienza el periplo por sus inicios como escritor y sus recuerdos de las clases de escritura en la Universidad. No cree que dichos cursos aporten mucho al escritor en ciernes pero sí destaca un valor fundamental: la oportunidad de aprender a sobrellevar la crítica despiadada del resto de compañeros de curso. Someter un texto al duro juicio de competidores ansiosos por desmerecer el talento ajeno o de lograr el reconocimiento general gracias a la perspicacia crítica, supone una dura prueba que prepara al fututo escritor para lo que le aguarda.

Y es que Norman Mailer tuvo la fortuna de lograr un tremendo éxito con su primera novela, Los desnudos y los muertos, pero le resultó difícil superar las expectativas de críticos y público en sus siguientes novelas, siempre criticadas y juzgadas por el rasero de la primera obra. Mailer cree incluso que su éxito temprano predispuso al mundo literario en su contra, aunque eso sea ya una apreciación personal.

Lo cierto es que Mailer reflexiona sobre los motivos por los que una determinada obra alcanza el éxito de crítica y público y otra, tal vez de mayor mérito literario, parece caer pronto en el olvido. Llega a la conclusión de que el factor suerte juega un importante papel. Los desnudos y los muertos, ambientada en la Segunda Guerra Mundial fue publicada en 1948, momento en el que el público americano estaba ya preparado para una novela en la que la imagen heroica de los soldados comenzaba a resultar algo cargante. Publicada unos años antes (o unos después) habría resultado menos apta o impactante para el público en general. Lo contario ocurrió con Noches de la Antigüedad, su novela ambientada en el Antiguo Egipto y cuya redacción le llevó bastantes años. Durante todo ese tiempo, la tierra de los faraones pasó a convertirse en un fenómeno de moda y volvió a caer en el olvido salvo para los fanáticos. Su publicación coincidió con esta última fase, lo que justifica -a su juicio-, el escaso interés que recibió una novela que para él supuso su mayor desafío literario.



La conclusión que extrae de su experiencia es sencilla: no te esfuerces por escribir sobre lo que crees que se convertirá un éxito; las apetencias del público son tan volubles que en el tiempo que tardas en escribir una buena novela, el interés habrá cambiado de foco. Por eso, dado que el ejercicio de la Literatura supone un esfuerzo y un sacrificio tan notable, y el éxito comercial no está asegurado, es preferible centrarse en escribir aquello que nos apasione, aquello que deseemos con toda nuestra fuerza y que nos ayude a soportar el esfuerzo que aguarda por delante.

Pero, ¿tan duro es el oficio de escritor? Uno podría creer que una vida libre de complicaciones, de horarios, sometida tan solo a la creación y sus misterios, resulta un agradable modo de pasar por la vida. Sin embargo, para Mailer, la escritura no es otra cosa que enfrentarse a la Nada, es lo que define el propio título de este libro: un arte espectral.

Mailer es de los autores que defiende eso que en otros suena a retórica vacía, la idea de que cada personaje, a partir de un punto, comienza a escribir su propio guión, en un proceso gradual en el que se parte de un comienzo someramente planeado que pronto devienen en una situación en la que la novela se tambalea entre permanecer bajo el control del autor, languideciendo torpemente, o saltar al vacío para hallar su propio sentido, para lo cual se sirve del autor. Es esta acrobacia la que mejor define la idea de enfrentarse a la Nada.


¿Y realmente es la novela la que dirige la mano del autor? También aquí la opinión de Mailer tiene su especial significado ya que para el autor americano, el Mal (lo mismo que el Bien) son fuerzas reales que se manifiestan en nuestras vidas cotidianas y que en ocasiones pugnan por imponerse en nuestro interior. Esta idea, que tan bien reflejó en El castillo en el bosque, implica que muchas de sus obras pueden ser fruto de la inspiración del Mal, o de alguna manifestación de éste, lo que no deja de resultar algo inquietante en un autor que ha fijados sus miras en vidas tan poco edificantes como puedan ser las de Oswald, Hitler o Gary Gilmore, el asesino de La canción del Verdugo.

También en otros sentidos, la escritura supone una lucha contra la Nada. Para Mailer, el proceso de escribir una novela resulta extenuante. La dedicación diaria a la silla y el folio en blanco forman parte de un ritual que incluye largas horas sin escribir absolutamente nada, repasar lo escrito, reelaborar por completo una novela, cambiar al personaje principal por un secundario cuando ya se tenía prácticamente concluido el texto, y así una interminable relación de problemas y dificultades que convierten el oficio de escritor, según Mailer, en uno de los más ingratos que pueda conocerse.

Respecto a los personajes, Mailer prefiere aquellos con fuerte personalidad, capaces de ir cambiando a lo largo de la novela, de aprender de lo narrado y adaptarse. Critica con dureza la obra de autores -como Saul Bellow (al que, por otro lado, admira)- por la escasa consistencia de sus personajes, más bien pensados como figurantes para sus estupendas tramas. Lo fundamental es, por tanto, observar cómo actúan las personas, como les influye lo que ocurre a su alrededor.

Porque Mailer defiende la obra como vehículo de indagación, primeramente personal, del propio escritor, seguidamente del lector, de cada lector. Según este planteamiento, una obra es más meritoria, más elevada, cuando genera reacciones opuestas en los lectores. Que un mismo texto pueda llevar a unos a la risa y a otros al llanto. Una respuesta homogénea equivale a un fraude, una manipulación del escritor que juega con sentimientos y emociones previsibles.

Avancemos algo más en lo que este volumen nos propone y que evidencia la versatilidad del autor. Dos ejemplos de muestra. El primero es su espléndido análisis de una película clave en la historia del cine, El último tango en Paris. Comienza por alabar las intenciones del director y el talento de Brando para ir avanzando en el metraje y concluir considerando que el miedo al fracaso y la falta de coherencia a la hora de llevar a las últimas consecuencias la fuerza del argumento son la prueba irrefutable del fracaso artístico de la película. El segundo ejemplo es una prodigiosa reseña sobre Huckleberry Finn, escrita como si fuera una novela contemporánea en la que Mark Twain rinde sincero homenaje a los estilos de todos los grandes escritores americanos, desde Hemingway a Faulker, pasando por Sinclair Lewis y John Irving. No he conocido forma más hermosa e irónica de expresar el impacto de una obra en las generaciones futuras de escritores.



Esta colección de textos, publicada en su versión original en el año 2003, ha sido recuperada por la editorial Planeta con traducción de Elvio Gandolfo y puede considerarse como su testamento ideológico sobre la Literatura. Pero, ¿deben interesarnos realmente sus opiniones?¿No es preferible saltar directos a su obra, verdadero testimonio de sus convicciones literarias?

Lo que he aprendido leyendo este libro, es que la persona, el autor, es el marco de la obra. Como afirma en diversos pasajes, nadie puede escribir decentemente sobre alguien más inteligente que uno mismo, ése es el límite. No basta querer escribir, ni forzarse a ello, a la espera de que nos asalten las musas. No, hace falta algo más, algo a lo que no todos tienen acceso (no todo el que escribe es un escritor) y que Mailer define como esas fuerzas (Mal o Bien) que se sirven de uno. Tal vez, mientras compilaba y reescribía los textos para Un arte espectral, Mailer sonreía sabiendo que pocos autores podrían escribir con sinceridad sobre las trastiendas y tramoyas de la Literatura y que él era uno de ellos. Seguro que en esos momentos ni Mal ni Bien se sirvieron de él, sólo la Literatura le permitió desvelar alguno de sus misterios. Y por eso ha merecido la pena.



18 de febrero de 2012

El viejo juez (Jane Gardam)


“Los abogados, supongo, también fueron niños alguna vez”
Inscripción en la estatua de un niño en el jardín del Inner Temple de Londres

 
Jane Gardam se asoma desde la solapa del libro como la enésima encarnación de la reina de la novela de misterio inglesa. Nada desentona. Una edad que parece suspendida en la cincuentena (aunque podría haber cumplido los setenta, así son las damas inglesas), un pelo blanquísimo, el inevitable collar de perlas y, en definitiva, el aspecto de estar preparada para tomar el té que servirá puntualmente uno de sus criados.

Pero no debemos dejarnos llevar por las apariencias. Gardam no ha comenzado a escribir para matar el tiempo después de dedicar su vida a criar a unos hijos que han huido a la Universidad para librarse del pastel de riñones. No. Jane Gardam es una escritora de verdad, de las que han dedicado una larga vida a publicar estupendas novelas de las que, sin embargo, El viejo juez es la primera que se publica en España gracias a la Editorial Salamandra.


Y tampoco la novela es lo que se podría esperar a la vista del título de la edición española. No se trata de las andanzas de un juez ya retirado que decide esclarecer el asesinato impune de una vecina o aquel caso que sentenció erróneamente en su juventud. No. El viejo juez es una novela de las de verdad, de aquellas que se leen de tirón (si uno tiene tiempo, claro) y que se adentra en territorios más complejos que el alma del asesino.

Porque compleja es la vida de cualquier persona y más aún la de aquellos que creemos previsibles y anodinos, la de quienes, por el hecho de no conocer nada sobre sus vidas, creemos que nada tienen que merezca la pena ser conocido.

Compleja es, sin duda, la vida de Edward Feathers –conocido en el ambiente judicial por su apodo Filth- aunque para la mayoría de sus colegas no se trate más que de una vida lineal, tan plácida y aburrida, tan falta de sobresaltos que no merece ni siquiera el cotilleo al que es tan dada su profesión.

Pero Gardam nos ayuda a rascar en la superficie y mirar tras las apariencias convencionales. Hijo de un alto funcionario del Imperio Británico en el Sudeste asiático, Filth pierde a su madre tras el parto, y es criado por una familia de la colonia en las costumbres y ritos propios de la selva. Para rescatarle de este estado, una tía misionera intercede ante su padre y Tedd es enviado a Inglaterra bajo el cuidado de una familia galesa junto a dos primas, también “huérfanas del Imperio”. Tras un incidente escandaloso, cuya verdadera naturaleza no se esclarece hasta el final de la novela, pero cuya importancia parece gravitar sobre Filth como una sombra perenne, inicia su formación académica en varios internados hasta su ingreso en Oxford.

Kipling, otro huérfano del Imperio
Esta crianza es el caldo de cultivo apropiado para psicoanalistas (y criminalistas): rechazo, desarraigo, culpabilidad, falta de cariño, imposibilidad de sentir afecto; demasiados elementos para que la vida de Filth resulte anodina y previsible.

No resultará por tanto extraño que Filth crezca alejado de cualquier noción de placer, que anhele el triunfo y reconocimiento que no tuvo como niño. Su matrimonio con Betty –otra “huérfana del Imperio”- pone de manifiesto todas las represiones acumuladas hasta la fecha. El matrimonio no tiene hijos, su vida sexual apenas merece este nombre y compartir habitación cada noche les habría resultado casi tan insoportable como dormir en un pesebre.

Por un golpe de suerte, Filth termina trabajando como abogado en Hong Kong donde logra una estupenda fortuna. Recto como se le supone, decide dedicar sus últimos años de vida profesional a la judicatura, un menor sueldo pero un ejercicio de responsabilidad, un deber, tal y como él lo ve.

Tras su jubilación, el matrimonio regresa al Reino Unido para vivir en una retirada casa campestre en los Donheads. Poco a poco Filth recupera el pasado mostrándonos cada uno de los pliegues que forman su vida, y podemos ir encajando las piezas de su terrible complejidad.

Filth asienta con firmeza sus convicciones y certezas pero, como buena novelista, Gardam nos permite atisbar que alguna de ellas es radicalmente errónea ya que tampoco el viejo juez escapa de ser engañado por sus allegados y amigos, por malicia y, sobre todo, por piedad. Por esta vía, Filth deja de ser un personaje literario para convertirse en un personaje más real, vívido, en ocasiones digno de lástima, en ocasiones tierno, sin perder por ello un ápice de su severa rectitud.
Jardines del Inner Temple

Porque Filth es, sin duda, un personaje construido admirablemente. Por un lado, una fuerte personalidad, forjada en su lucha por no ser absorbido y arrastrado por sus circunstancias. Por otro lado, la inmadurez y quebradizo equilibrio de quienes no han conocido el amor y apenas han atisbado las consecuencias de entregarse a él. Un personaje bastante airado y arisco que observa con desdén a las nuevas generaciones, sus preferencias y principios, incapaz de aceptar que los tiempos han cambiado y que la represión de los emociones ya no cotiza al alza.

Gardam reflexiona sobre dos aspectos clave en la formación de un carácter: la educación recibida (la sentimental, fundamentalmente) y el modo en que las personas nos dejamos enmascarar, congelando unos caracteres y preservando nuestra verdadera naturaleza, unas veces voluntariamente y otras a nuestro pesar.

El estilo de la autora resta severidad al conjunto y desliza el humor en escenas y diálogos haciendo de la novela un texto que conjuga precisión y amenidad, profundidad psicológica e interés por la trama. La obra ha sido traducida por Victoria Malet y Capas Hodgkinson resultando admirable, tal vez por ignorancia sobre el proceso de traducción, la coherencia del estilo en la versión española pese a esta doble aportación.

¿Cómo influyen las vivencias de los primeros años de nuestras vidas, de las de nuestros hijos? ¿Quedamos tan determinados por ellas que no debemos albergar la esperanza de que cualquier error pueda ser enmendado? Aunque Filth logra el éxito profesional, el coste es volver a Oriente (su apodo es el acrónimo de Failed In London, Try In Hong Kong), emular de algún modo a su padre y tratar de no repetir sus errores (¿explicaremos así su falta de descendencia?). Pero hay algo en él, algo perdido irremediablemente, algo que aflora en su retiro dorado en los Dornheads y que no es capaz de expresar. El lector sí podrá nombrarlo y aprender que cada acto tiene sus consecuencias, mejor pensarlo antes de convertirnos en otro Filth.


5 de febrero de 2012

Aprenda optimismo (Martin Seligman)



Martin Seligman es una referencia frecuente en libros de Punset o José Antonio Marina. Eminente psicólogo, ha centrado su carrera no en el estudio de aquellas enfermedades o patologías que destrozan la mente de tantos individuos, sino en el estudio de la mente de quienes, pese a tener un estado mental saludable, pueden mejorar sus vidas, aspirar a una mayor felicidad, mejor comprensión de sí mismas o a sentirse plenamente realizadas.

Todo empezó cuando tras concluir sus estudios, inició sus primeros experimentos en el laboratorio de la Universidad de Pensilvania, junto a Richard L. Solomon, un reputado teórico del aprendizaje que sostenía que cualquier comportamiento podía explicarse en clave de recompensa o castigo. El trabajo fundamental en el laboratorio se centraba en condicionar la conducta de perros mediante pequeñas descargas eléctricas precedidas por un sonido agudo. Posteriormente, se introducía a los perros dentro de unos cajones, una de cuyas paredes podía ser fácilmente saltada por el animal. Lo sorprendente, y lo que Solomon no alcanzaba a explicarse, era el motivo por el que alguno de los perros, cuando escuchaba el sonido de la bocina, en lugar de saltar y escapar de la descarga (dinámica castigo-premio) se tumbaba en el cajón gimiendo y lamentándose a la espera de la que consideraba inevitable descarga eléctrica.

Maetin Seligman
Seligman discurrió sobre este asunto y formuló una posible explicación: Algunos perros habían llegado a la comprensión de que, hicieran lo que hicieran, carecían de control sobre la descarga, por lo que se rendían. Habían desarrollado una pauta de impotencia aprendida que les impedía escapar cuando se daba la oportunidad aunque ésta fuera tan evidente como dar un pequeño salto.

Para demostrar su teoría preparó un experimento en el que un grupo de perros tras el sonido de advertencia recibía una descarga eléctrica que, sin embargo, podían evitar si apretaban una de las paredes con el hocico. El segundo grupo de perros, recibía descargas tras el sonido sin que pudieran hacer nada para evitar la descarga. El último grupo oiría el sonido pero no recibiría la descarga.

Cuando los perros pasaron al cajón con la pared baja, los resultados fueron dispares. Los del primer grupo, aquellos que habían aprendido que en sus manos estaba el poder controlar las descargas, saltaron de inmediato escapando al dolor. Igual hicieron los perros del tercer grupo cuando comenzaron a recibir las primeras descargas. Sin embargo, los del segundo grupo, los perros que habían aprendido que nada podían hacer para evitar el dolor de las descargas, se tumbaron en el cajón asumiendo como inevitable un destino que no lo era. Seligman había demostrado que el sentimiento de impotencia podía ser aprendido.

A este experimento siguieron otros tantos que apuntalaron la teoría de Seligman hasta el punto de dar el salto y realizar pruebas similares (menos crueles, todo hay que decirlo) con personas. El resultado fue idéntico y permitió definir correctamente la teoría de la impotencia aprendida. La conclusión a la que llegó Seligman fue que el modo en que interpretamos (y en el que nos explicamos) lo que nos sucede, determina cómo nos enfrentamos a tales acontecimientos. Tres son los aspectos que definen estas pautas aprendidas: la generalidad, la personalización y el alcance.


Cuando uno recibe la notificación de un despido puede pensar: “Nunca he tenido suerte, no valgo para la vida laboral y no encontraré fácilmente otro empleo”. Es decir, su pensamiento es permanente (no encontrará otro trabajo), universal (no vale para el trabajo en general) y personalizado (se culpa a sí mismo de lo sucedido). Otro, sin embargo, puede pensar: “No necesitaban a un profesional como yo en este momento” lo que implica un pensamiento circunstancial, específico y externo.

Resumiendo. Quienes tienden a creer que un acontecimiento negativo puede explicarse por causas ajenas a uno mismo y generales tendrá más capacidad para sobreponerse y encarar el desafío mejor que aquel que ofrezca una explicación en la que se atribuye a sí mismo la responsabilidad de lo ocurrido y lo considera como algo permanente, contra lo que no se puede luchar.

Esta intuición puede parecer natural y lógica en nuestros días, pero en los años sesenta resultaba novedosa. En aquel momento, las investigaciones iban dirigidas a determinar los condicionantes del comportamiento en causas ajenas al individuo, más específicamente, en el medio. Ya se sabe, la sociedad era la explicación de cualquier desviación. El crimen, la violencia, el declive de la solidaridad, todo era reflejo del ambiente social y nada era, por tanto, responsabilidad del individuo. En este contexto, la teoría de Seligman, defensora de la capacidad del individuo para superar los obstáculos y tomar las riendas en muchos aspectos de la vida, resultaba fuera de lugar.

Obtenida la prueba científica, Seligman se centró en estudiar el reverso de la impotencia aprendida, la pauta explicativa optimista y se lanzó a contrastar su teoría con la realidad en diversos campos. Comenzó a requerimiento de Metropolitan Life, una compañía de seguros que invertía grandes sumas de dinero en los procesos de selección de su personal comercial pero que veía cómo una gran parte de ellos no concluía su primer año en la empresa debido al fuerte desgaste que supone la venta de seguros. Seligman propuso sustituir los test de selección habituales por otros en los que se detectara a los candidatos más optimistas, aquellos a los que las negativas continuas, las malas contestaciones y los días sin lograr una sola venta, no lograran desanimarles hasta el extremo de hacerles creer que no valían para ese trabajo. Los resultados reforzaron la teoría de la pauta explicativa. Los vendedores así seleccionados tuvieron un menor índice de abandono y mayores ventas que los seleccionados por los procedimientos habituales.

Seligman colaboró con instituciones tan diversas como la academia militar de West Point o el departamento de admisiones de la Universidad de Pensilvania en cuyos procesos de selección pasaron a integrarse los test de optimismo diseñados para detectar a quienes mejor se reharían tras las adversidades que ambientes tan exigentes provocarían en los jóvenes seleccionados.



Pero no todo es rigor académico o ventas de seguros. Mucho más amena (pero igual de rigurosa y de rica en resultados) fue su investigación sobre la influencia del optimismo en los deportes de alta competición. Durante dos temporadas, su equipo se dedicó a recopilar y evaluar, según su teoría, todas las declaraciones de los jugadores y cuerpo técnico de los equipos de la liga de béisbol y baloncesto publicadas en los periódicos deportivos. De este modo, concluyeron que aquellos equipos cuyos jugadores achacaban sus derrotas a circunstancias concretas y ajenas (“esta noche el césped era demasiado rápido”) concluían la temporada por encima de aquellos otros equipos que interpretaban la derrota como algo personal y general (“últimamente jugamos fatal”).

Claro que podríamos pensar que aquellos que ganan más partidos tienen razones para ser más optimistas que aquellos equipos que acostumbran a perder sus encuentros. Es decir, que el optimismo no explica los buenos resultados sino que los buenos resultados podrían explicar el optimismo.

Puede ser, pero Seligman dio una nueva vuelta de tuerca a su teoría para demostrar que no sólo servía para explicar el pasado sino para adentrarse en el futuro. Veamos. Aplicando su técnica a los discursos de aceptación de la candidatura en las elecciones presidenciales de los Estados Unidos, su equipo fue capaz de certar en la mayoría de los casos qué candidato ganaría finalmente las elecciones. Pero, dado que eso tiene escaso mérito, se aplicaron a la tarea de vaticinar, tanto para el Partido Republicano como para el Demócrata, qué candidato obtendría la victoria en las primarias de 1988 tomando como referencia las declaraciones de cada aspirante. El acierto fue total y los dos candidatos ganadores (Dukakis y Bush) fueron los más optimistas según la escala aplicada por Seligman.

Dado que los resultados de este trabajo fueron publicados, los líderes de campaña de los partidos, decidieron “jugar” con la teoría y, trataron de forzar el discurso de aceptación de la candidatura, en particular el discurso de Dukakis, que arrojó una puntuación en la escala de Seligman desproporcionadamente alta en relación a su tónica habitual. Dado que el pronóstico del vencedor se basaba exclusivamente en este discurso, la derrota de Dukakis y el “error” de la teoría puede ser justificado fácilmente. La lección es que el optimismo no puede simularse si no responde a una verdadera pauta explicativa interna.


El libro ofrece muchos más ejemplos de esta teoría, así como abundantes reflexiones sobre el modo en el que los padres (especialmente las madres) transmiten a sus hijos su propia pauta explicativa, cómo el optimismo condiciona la salud de las personas o el modo en que se enfrentan a la enfermedad, si hay religiones más optimistas y con mejor pauta explicativa que otras o si hay sociedades más pesimistas y con peor aptitud para afrontar como colectivo los reveses de la historia.

También se plantea el tema de si es deseable un optimismo ilimitado, un pensamiento en el que todo lo que nos sucede pueda encontrar explicación en causas ajenas a uno mismo y, por tanto, fomentar el hedonismo y la pérdida de un mínimo sentimiento de responsabilidad. Seligman (que no es un optimista desbordado) defiende un equilibrio comedido que dosifique optimismo con pesimismo realista.

Pero la pregunta que surge de forma espontánea tras leer estos capítulos es la de si es posible modificar la pauta explicativa y salir de esa rueda que amenaza con aplastar a los pesimistas. La respuesta es que sí. De hecho, la promesa se plasma desde el propio título de libro: Aprenda optimismo. ¿Estamos, por tanto, ante un libro más de autoayuda que pretende ofrecernos una guía para resolver todos nuestros pesares?

No, aunque su título pudiera hacer pensar en ello, la verdad es que el libro permite conocer mejor la teoría de Seligman (la teoría de otros muchos psicólogos y pedagogos que han hecho un viaje similar en estos años) y en ello radica su interés. Es cierto que se ofrecen cuatro capítulos finales en los que se pone en práctica la teoría desarrollada previamente por el autor tomando como ejemplo casos reales. Pero no nos engañemos. El propio autor reconoce que son precisamente estos capítulos, llenos de ejemplos “reales” -fruto de aglutinar detalles de multitud de casos diferentes-, los que más le cuesta escribir, los que le empujan lejos de la mesa de trabajo.

En ellos se explica cómo rebatir los pensamientos negativos y cambiar los pensamientos personalistas y universales por otros más circunstanciales, cómo enfrentarnos a nuestro modo de pensar para crear una pauta explicativa más saludable. Tal vez para muchos resulte la parte más instructiva y, sobre todo, útil del libro, el motivo real de su lectura. No puedo juzgar su utilidad, pero si dar fe de que he aprendido con este libro bastante sobre el modo en que pensamos (en que pienso) y, sobre todo, en el modo en que deseo que piensen mis hijos. Y con eso me doy por satisfecho.