15 de junio de 2022

Mi madre era de Mariúpol (Natascha Wodin)

 

 

He de reconocer que algo de morboso ha tenido la elección de este libro. La presencia de Mariúpol en su título es un reclamo que no he podido obviar. Hasta hace unas semanas no era consciente de haber oído hablar de esta ciudad en el mar de Azov y, por contra, y para su desgracia, las noticias ahora son continuas. De ahí que el deseo de saber algo más sobre este lugar no me hizo dudar.

Natascha Wodin es una autora alemana, nacida en Baviera en 1945, del matrimonio de Yevguenia Yakovlevna y Nikolái Wodin. Pero, ¿qué hacían ambos en la recién caída Alemania? ¿Eran acaso parte del Ejército Rojo, los vencedores de la guerra, ocupantes de un país que había despreciado a los eslavos considerándolos infrahumanos? No, ninguno pertenecía a ese ejército, todo lo contrario, debían protegerse de él puesto que habían formado parte de la población del Este trasladada forzosamente a Alemania como mano de obra esclava  para suplir la falta de obreros alemanes, llamados a filas, contribuyendo así a la industria militar alemana y a la prolongación de la guerra.

Y como nos ha descrito magistralmente Keith Lowe, estos esclavos no fueron liberados al fin de la guerra. En el caso de la mano de obra esclava soviética, padecieron persecución, procesamiento y muerte en muchos casos, por ser considerados traidores y dudar de su filiación política. Tanto más cuando se tratase, como era el caso, de ucranianos, un pueblo ya de por sí sospechoso de ser contrario a la Revolución, de haber apoyado a las tropas nazis, de no cumplir con la Patria como sí hizo el resto de la Patria.

Así que el matrimonio opta por quedarse en Alemania donde tampoco su futuro parece mejor, despreciados por esos alemanes que causaron su desgracia, sin posibilidad de volver a su país, condenados a un desarraigo y una desesperanza que terminará en 1956 con el suicidio de Yevguenia Yakovlevna, dejando a la hija al cuidado de un orfanato de monjas católicas alemanas, una infancia fría, tal y como lo fue con su madre en vida, con multitud de preguntas y una inquietud constante. ¿Por qué su madre odiaba la vida, el trabajo? ¿Por qué caía en mutismos que duraban días?¿Por qué la trajo al mundo si apenas quería otra cosa que partir de él?

Natascha Wodin se aferrará a la Literatura para sacar de sí parte de esos fantasmas, para crear un mundo que pueble su vacío ya que de sus padres apenas ha heredado tres fotografías y una colección de recuerdos que puede resumirse en un párrafo. Que su madre era de Maiupol, poco más.

Pero ni la Literatura es capaz de completar ese tipo de vacíos de manera permanente, de modo que Natascha no pierde nunca la esperanza de encontrar algún rastro que complete con un dato adicional la biografía de su madre, ese ser al que siempre vió como una mujer consumida, derrotada, sin demasiada cultura, sin modales, desconfiada de todo y todos, sin ilusión. Internet es un aliado perfecto pero nada aparece en sus interminables búsquedas en las que consume gran parte de las noches sin éxito. Solo un golpe del azar, a través de un foro de internet en el que algunos habitantes de origen griego de Mariúpol parecen conocer todos los entresijos de la historia de la ciudad, comienza a ofrecer algo de luz.

El proceso de investigación y reconstrucción de la vida de su madre se narra en este libro publicado en su lengua original en 2017 y en España por Libros del Asteroide en 2018 con traducción de Richard Gross.

El libro puede desplegarse en tres niveles básicos. En un primer lugar, tenemos una trama en la que la autora nos descubre paso a paso cómo ha ido reconstruyendo la vida de su madre. Así, nos enteramos a la vez que ella de los orígenes sorprendentes de la familia y las primeras pistas que apuntan a unos ancestros que combinan orígenes de terratenientes locales y empresarios italianos, que nos hablan de un hermano, estrella operística de la Rusia de Stalin. Natascha cree una burla del destino estos primeros rastros. Ella, la despreciada, la insultada por el resto de los niños de la escuela, la marginada y más pobre de todos ellos, creció con un sueño secreto, el de ser realmente descendiente de una rica familia, más rica y más honorable que la de todos aquellos que la persiguen a la salida de la escuela. A veces cree cumplido ese sueño, otras tan solo reconoce que escoge las pistas que mejor se amoldan a ese íntimo deseo. Pero la búsqueda continúa, las ramificaciones familiares llevan a nuevas pistas y poco a poco, ante sus ojos, y ante los nuestros, va surgiendo un retrato familiar plausible, real, tal vez no el esperado por la autora, pero por ello, más cierto y vívido, capaz de generar comprensión y ternura hacia aquellos a los que hasta ahora solo eran destinatarios de reproches y sordo odio, jamás expresado.  

 

 

 

En este proceso, Natascha contacta con antiguos conocidos de la familia y llega, al fin, al sancta sanctorum, al centro nuclear de la familia. Conoce escalofriada a un primo que asesinó a su madre, su tía, con una frialdad patológica de la que ya venía siendo tratado cuando ocurrió el crimen. Pero afortunadamente, tiene mejores contactos, al menos no tan horribles, no de esa clase que le haga creer que su familia está recorrida por una vena sádica que lleva al asesinato o al suicidio de manera irremisible. Así es como accede, casualidad tras casualidad, golpe de suerte tras maniobra del azar, a los diarios de la hermana de su madre, Lidia. Gracias a ellos va completando el puzzle de manera gradual hasta la partida hacia Alemania en 1943 del joven matrimonio, perdiendo definitivamente la pista y debiendo valerse en lo sucesivo de los relatos de otros esclavos de la época y, pronto, de sus propios recuerdos.

En otro nivel, la obra es una escalofriante narración que nos lleva desde el desarraigo emocional que arrastra la autora, hasta su reconciliación con su pasado, sus padres y su herencia dolorosa. Un proceso de crecimiento, a una edad ya avanzada, en el que cierra el círculo y sana heridas. Si bien el tono de la obra es descriptivo, sin caer en excesos emocionales, la frialdad de la narración se ve rota ocasionalmente, especialmente en la última parte, la reconstruida a partir de los recuerdos de Natascha, por un tono cálido, amistoso, evidencia de que el esfuerzo ha logrado su objetivo sanador.

En este sentido, hay que destacar el notable mérito del libro que puede tener una lectura como hilo de intriga biográfica, pero que se revela al tiempo como una obra de crecimiento, de superación, aceptación, no exenta de crítica por lo que pudo haber sido hecho de manera diferente.     

En un tercer nivel, nos encontramos de nuevo con la enorme tragedia de un siglo, el pasado, que destrozó la vida de generaciones completas, que sufrieron de la opresión de gobiernos absolutistas, la promesa de una revolución que se reveló como una nueva opresión, más feroz y arbitraria si cabe, que trajo hambre y genocidio, con una guerra civil en la que nadie pudo quedar a un lado, todos arrastrados por los acontecimientos, por la desgracia de hablar una lengua o vivir en el lugar equivocado. Un tiempo en el que luchar por comer podía ser castigado con la muerte, en la que ni siquiera una buena posición económica o estar arrimados al poder político garantizaba nada que pudiera durar algo más de unas semanas.

Y es este drama el que de nuevo cierra el círculo, en el que saltamos del libro a las portadas de los periódicos y en el que vemos cómo una ciudad que fue saqueada por bolcheviques y rusos blancos, que fue destruida hasta sus cimientos por los nazis y por la batalla que pretendía liberarla, vuelve a caer en la destrucción. Y volvemos a admirarnos de que no haya bastante crueldad en el mundo que pueda frenar el impulso de reconstrucción, la fe inquebrantable en que todo esto pasará y que llegarán mejores tiempos para los que tenga sentido seguir trayendo hijos a este mundo. Y es éste el mejor regalo que aún nos pueden hacer obras como Mi madre era de Mariúpol, haciéndonos olvidar por un tiempo las imágenes de la televisión.

 

 



 

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