¿Cómo puede un libro de historia convertirse en un auténtico “best seller” y seguir siendo apasionante más de sesenta años después de su publicación?
Eso es lo que logró Barbara W. Tuchman con Los cañones de agosto, una obra que explica con maestría el primer mes de la Primera Guerra Mundial, pero que también refleja la angustia de su propio tiempo: la Guerra Fría y la amenaza atómica. Una narración vibrante, casi novelesca, que nos recuerda que la Historia no solo se cuenta con documentos, sino también con talento narrativo.
Por increíble que parezca, aún estamos escribiendo la historia de hace más de cien años, en concreto, las causas que llevaron a que medio planeta comenzara un conflicto, la Primera Guerra Mundial, que no termina realmente hasta 1945, solo para dar inicio a otro conflicto, la Guerra Fría.
No solo se exhuman nuevos documentos o se hace relectura de las fuentes ya conocidas, también se atiende a facetas previamente no consideradas, como los factores económicos, sociales, la pequeña intrahistoria, un sinfín de aspectos que matizan y sitúan la interpretación sin que apenas sea percibido este esfuerzo por parte del gran público.
Porque para la mayoría de mortales existen una serie de verdades inamovibles e impermeables al debate académico, a saber: el asesinato del archiduque de Austria desencadenó una serie de declaraciones de guerra motivadas por un complejo entramado de alianzas forjado, en gran medida, por el intento de contener el militarissmo expansionista alemán del II Reich y el ansia de venganza de Francia, aún ciertamente algo acomplejada por la severa derrota de Sedán y la humillación por la pérdida de Alsacia y Lorena.
Con el fin de paliar esta falta general de conocimiento, Barbara w. Tuchman se aplicó a la tarea de escribir una obra que ofreciera un mejor conocimiento sobre los mecanismos que llevaron al desencadenamiento de la guerra. Así, publicó en 1962 Los cañones de agosto (RBA, traducida por Víctor Scholz) con el fin de explicar de manera detallada precisamente el primer mes de una guerra que podemos considerar que comenzó el 28 de julio, por tanto, en esos primeros compases en los que tal vez podría haberse alcanzado un acuerdo.
Como es natural, la autora introduce algo de contexto, remontándose al entierro de Eduardo VII de Inglaterra, en 1910, prácticamente la última ocasión en la que estuvieron juntos la mayoría de los gobernantes y reyes europeos, muchos de ellos unidos por lazos familiares que terminan por revelarse más como un inconveniente que como una ventaja para tratar de aliviar las tensiones.
Pero antes de entrar en el libro como tal, es importante señalar el propio contexto de la obra, que se fue fraguando a finales de los años cincuenta y comienzo de los sesenta, por tanto, no muchos años tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, verdadero acto final de la Primera y con una conciencia muy clara de quién era el culpable de la misma, conciencia que Tuchman traslada a la Primera, conforme el juicio de las grandes potencias vencedoras, esto es, Alemania era culpable, su belicismo llevó a la desgracia de Europa, sus ambiciones territoriales y económicas fueron la causa de todo el conflicto.
Y para poder sostener esta idea, se ve forzada a sacar de la ecuación cuestiones tan relevantes como la descomposición del Imperio Otomano y, más importante aún, el papel del Imperio Austrohúngaro, sus problemas internos, el nacionalismo rupturista, los conflictos eslavos, las guerras balcánicas que habían tenido lugar pocos años antes y otras tantas cuestiones.
De hecho, un lector que lo desconociera todo sobre esta guerra, y su única fuente fuera este libro, quedaría muy sorprendido si alguien le dijera que Austria Hungría peleó junto a Alemania, especialmente contra los rusos, que el zar aparte de ser derrotado en Tannenberg logró importantes victorias frente a los austríacos, ocupando la cuarta ciudad del Imperio, Leópolis. Tampoco tendría muy claro el papel del regicidio de Sarajevo o de Serbia en estos comienzos de la conflagración.
Estas enormes simplificaciones ofrecen la ventaja de permitir a Tuchman ofrecer una visión algo más lineal y sencilla de modo que se guíe al lector a las conclusiones preestablecidas que, como he dicho, seguían muy presentes tras la Segunda Guerra Mundial.
Por último, es de destacar que el libro obtuvo el premio Pulitzer del año 1963 y un inmenso éxito editorial. Una razón no menor fue el hecho de que su publicación viniera a coincidir más o menos con la crisis de los misiles de Cuba, un momento histórico de delicadisimo equilibrio en el que se estuvo al borde de una nueva guerra mundial, con el agravante de que en este caso se habrían empleado, sin duda, armas atómicas. De ahí que reflexionar sobre los primeros compases de otra terrible guerra fuera un perfecto y trágico gancho para los lectores.
De lo dicho hasta aquí, podríamos estar creyendo que tildamos al libro de oportunista y falto de rigor histórico, pero nada más lejos de la realidad. Para empezar, cualquier libro o trabajo científico es hijo de su tiempo. El paso de los años arroja nuevas fuentes, no olvidemos que algunos de los protagonistas del conflicto aún seguían vivos cuando la autora estaba trabajando en el manuscrito (pensemos en Churchill por ejemplo), y solo el tiempo permite compilar y clasificar adecuadamente toda la información en forma de diarios, cartas, periódicos, informes administrativos de la época, etc. Por tanto, es normal que con el tiempo mucho de lo que se tenía por cierto hubiera quedado algo desfasado por nuevos hallazgos complementarios o incluso contradictorios. Por otro lado, cuando se escribe sobre hechos históricos relativamente próximos es muy difícil abstraerse de la realidad. Hoy no podemos interpretar la historia de la URSS del mismo modo que se hacía a comienzos de los años ochenta, conociendo su inminente derrumbe.
Pero entonces, ¿cuál es el sentido de continuar publicando este libro, más aún de que su lectura pueda ser recomendada? Sin duda, no por la mera curiosidad de conocer la perspectiva que sobre los hechos narrados había en el momento de su redacción y publicación, esto solo puede interesar al historiador que quiera reconstruir este fluir de ideas bibliográficas. Porque llegamos, al fin, a la verdadera fortaleza del libro, a su mérito indudable, a la razón de que hoy siga siendo una lectura recomendable, y ésta no es otra que el inmenso talento narrativo de su autora.
Los cañones de agosto relata de manera fluida y coherente los hechos desde los cuatro puntos cardinales que interesan a la autora, Inglaterra, Francia, Rusia y Alemania. Y lo hace a través de sus grandes personajes. Por aquí se asoman el zar Nicolás y el Káiser Guillermo, los generales alemanes y franceses que llevaban años preparando sus planes de guerra para esta ocasión como Foch o Moltke. Desentraña las cualidades sicológicas de todos ellos, sus debilidades y dudas, la seguridad de su posición dentro de sus propios países. Analiza la siempre fluctuante posición del gobierno británico, de sus comandantes supremos, de Churchill como Lord del Almirantazgo o de John French en su papel de comandante en jefe del Cuerpo Expedicionario Británico.
Y es precisamente esa sucesión de hechos mezclada con anécdotas personales, casi cotilleos de alcoba en ocasiones, lo que hace del libro una lectura apasionante, muy alejada de un texto de historia más convencional. La autora no tiene empacho en atribuir pensamientos y explicar acciones en base a ese perfil sicológico que previamente nos ha dibujado logrando una perfección absoluta en su discurso, una sucesión de hechos que encadenan consecuencias de manera insoslayable y precisa.
De hecho, la lectura rememora el estilo de Stefan Zweig en su célebre Momentos estelares de la Humanidad, pareciendo un capítulo más, del mismo, extenso pero coherente en su estética.
Pero los logros de Tuchman no se circunscriben tan solo a lo literario. También pone encima de la mesa cuestiones tan humanas como que la supuesta eficacia de los ejércitos alemanes no era para tanto, que en muchas ocasiones los generales tomaban por su cuenta decisiones que alteraban de manera trágica los planes del Estado Mayor largamente planificados hasta el último de sus detalles y que, como es de esperar, toda guerra es una suma de carnicerías y crueldades.
En este sentido, la autora no ahorra detalles sobre los fusilamientos, incendios, pillaje y todo tipo de actos criminales de los alemanes especialmente durante la entrada en Bélgica, un país neutral cuya resistencia desató la ira germana. También nos describe el papel jugado por la propaganda y cómo los aliados la supieron emplear con mayor destreza que los alemanes. Así, el incendio de Lieja o la destrucción del casco histórico y la biblioteca de Lovaina fueron empleadas para ganar a la opinión pública de los países neutrales y poder alegar que su lucha era la de la civilización frente a la barbarie. También la difusión de noticias sobre los asesinatos, tomas de rehenes, venganzas colectivas contra pueblos enteros sirvieron para que la defensa del frente fuera aún más firme, logrando una adhesión total de la población civil que sabía que se enfrentaba a la victoria o la muerte como única alternativa.
El recorrido histórico concluye en los márgenes previos a la batalla del Marne, es decir, cuando el frente, tras detenerse el avance alemán, va a quedar prácticamente estabilizado durante los cuatro años siguientes en una espantosa guerra de trincheras que desangraría a a varias generaciones europeas.
Resulta contradictorio disfrutar de la lectura de un libro que narra hechos tan violentos y catastróficos como los aquí descritos. Sin embargo, Tuchman sabe encontrar un perfecto equilibrio entre la diplomacia de salón o de gabinete de guerra y el hedor a muerte en los campos de Flandes, de manera que la lectura nunca se resiente.
Sin duda, los tiempos cambian y hoy este texto merece innumerables reproches desde un punto de vista científico, pese a lo que, ya se ha dicho, su lectura sigue resultando avasalladora y amena, un modo de escribir y narrar la historia que ha ido desapareciendo en favor de la frialdad y el dato, olvidando que si la Historia la construyen las personas, y también éstas deben ser quienes la escriban.
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