El penúltimo libro publicado por Paul Auster fue La llama inmortal de Stephen Crane (Seix Barral con traducción de Benito Gómez), una obra extraña por varios motivos. En primer lugar, si tenemos en cuenta que la vida de Stephen Crane apenas llegó a los veintiocho años, sorprende un esfuerzo biográfico de más de mil setecientas páginas, máxime para un escritor no acostumbrado a este género, qué no habría escrito Auster si Crane hubiera vivido algunos años más.
Pero también sorprende que Auster, ya en edad avanzada y con problemas de salud graves que terminarían por causarle la muerte, dedicara este inmenso esfuerzo a la vida de otro autor, no muy prolífico, no demasiado reconocido en el panteón de plumas ilustres americanas actualmente y con una obra fulgurante que se consumió, pese a lo que insinúa el títulò, en un cortísimo periodo de tiempo.
Como resumen de todas estas páginas diremos que Stephen Crane nace en el seno de una familia americana acomodada de fuertes convicciones metodistas. La temprana muerte del padre les lleva a afrontar problemas económicos de los que el tarambana de Crane nunca logrará salir a diferencia de la mayoría de sus hermanos. El joven dio preferencia a una vida vacía frente al estudio o los negocios. Su principal afán fue el de divertirse, tener lo suficiente para vivir y, si no, pedirlo. Su simpatía y jovialidad siempre le brindaron un importante apoyo para lograr estos pequeños apoyos económicos o vitales.
Su afición por las letras es muy prematura y desde joven logra publicar artículos satíricos en periódicos locales narrando la vida de los veraneantes en la entonces naciente Ashbury Park pero pronto la escritura de artículos se cruza con la concepción de obras más enjundiosas como su retrato de los bajos fondos neoyorkinos con Maggie: una chica de la calle y diversos relatos que va colocando en revistas y periódicos. De aquí salta a su obra maestra, la más conocida y la única que realmente le mereció el reconocimiento en vida, La roja insignia del valor, una novela breve sobre una batalla de la Guerra de Secesión.
De esta misma idea surgieron otros tantos relatos pero el deseo, tal vez, de vivir lo que narraba, le llevaron a tratar de cruzar a Cuba en el periodo del bloqueo naval español previo a la guerra del noventa y ocho, intento fallido que dio lugar a uno de sus más afamados relatos, El bote abierto. También estuvo como reportero en la guerra greco-turca o finalmente, tras la explosión del Maine, acompañó a las tropas de desembarco que ocuparon la isla. Entre tanto había publicado La tercera violeta, una peculiar obra que no logró ventas importantes y otros tantos relatos como El hotel azul que están entre lo mejor del género antes de la gran explosión cuentística americana a partir de Fitzgerald, Hemingway y otros tantos.
Sin embargo, problemas económicos y algunos de otra índole, así como la falta de reconocimiento en su país, le llevaron a Europa donde vivió sus últimos años hasta su temprana muerte por tuberculosis.
Poco más vamos a contar sobre Stephen Crane aquí, de sobra hay información en este libro para quien quiera tenerla de primera mano, tal vez hasta un punto agotador por lo exhaustivo. Sin embargo, durante toda la lectura, al margen del propio interés que el biografiado puede despertar, me ha ido llamando la atención, cada vez más según avanzaba, la peculiar aproximación de Auster, su método.
A diferencia de otras biografías monumentales, pienso por ejemplo en la leída recientemente sobre Kafka a cargo de Reiner Stach, no estamos ante el intento de acumular datos y exponerlos de manera cronológica y ordenada, explicando cada pequeño detalle de la vida del biografiado. Todo lo contrario, Auster parte siempre de textos escritos por el propio autor (relatos, novelas, cartas) o de recuerdos y correspondencia relativas a Crane de otras personas. Es decir, sus fuentes son principalmente literarias en gran medida. Como es natural, Auster no acude a registros, no consulta hemerotecas, no lleva a cabo entrevistas a expertos, no visita bibliotecas que conserven el legado. Su principal guía es la edición de las obras completas de Crane publicada por la Universidad de Virginia, ejemplar que visualizo prácticamente desencuadernado, lleno de anotaciones, post-it y deteriorado al extremo.
Y es este enfoque propio de un escritor, no de un historiador, el que nos da el tono de la obra y lo que la convierte en un excepcional registro que dice tanto del biógrafo como del biografiado.
La introducción histórica que hace Auster es vibrante y vívida. Unos Estados Unidos que aún se están expandiendo hacia el Oeste, en el que los ferrocarriles son la punta de lanza del capitalismo y en el que las huelgas, los movimientos anarquistas, la violencia de todo signo, conviven con la vida de los grandes burgueses, amenazados por crisis económicas periódicas, apoyados en un racismo más o menos explícito y en la supremacía racial frente a los indígenas. Un tiempo en el que la doctrina Monroe sacó a los Estados Unidos de sus crecientes fronteras, para expandirse a costa del vecino del sur o para ir involucrándose en la política internacional, en Cuba, Filipinas, Panamá y así preparar el gran salto a la política internacional con la intervención en la Primera Guerra Mundial. Pero Crane solo pudo intuir parte de estos hechos, sus tendencias y previsibles consecuencias. Y, sin embargo, pese a su pronta muerte, sus relatos dan cuenta parcial de todas estas corrientes.
En diversas maneras, Crane era un inadaptado. No solo no logró formar parte de la élite intelectual o artística de su tiempo, sino que tuvo que emigrar a Inglaterra, en parte por su relación y posterior matrimonio con Cora, una mujer supuestamente dueña de un burdel, con la que vivió los últimos años de su vida y en la que encontró cierto consuelo y un espíritu parejo. En todo caso, los juicios morales sobre la vida de Crane siempre jugaron en su contra.
Pero nada de esto impidió su reconocimiento por parte de otros autores. Ya en Inglaterra se relacionó con Henry James, H. G. Wells, y muy especialmente con otro inmigrante, Joseph Conrad, de quien casi era vecino en Kent y que le profesó una enorme admiración.
Volvamos a la pregunta seminal. ¿Por qué dedicó tanto esfuerzo Auster a este libro? Alguien podría creer que su inspiración había quedado seca, tal vez que fue una pequeña obsesión que se le fue de las manos o que le sirvió para limpiar la mente entre un proyecto y otro. Sin embargo, según se avanza en el libro se aprecia que Auster está precisamente tratando de construir la figura de Crane desde su obra. Para él, los hechos biográficos se leen en su escritura y ésta es el reflejo de su modo de entender el mundo, de vivir la vida. Hay una clara consonancia entre ambas, y a diseccionar esta simbiosis se aplica con herramientas de escritor, no de biógrafo.
El libro reproduce extensísimas partes de obras de Crane mientras Auster las va glosando, explicando, adelantando en qué ha de fijarse el lector, destripando frases completas, casi palabra a palabra, reflexionando la selección de un artículo frente a otro, maravillándose por el ritmo de las oraciones, las aliteraciones, el engarce entre los párrafos o la técnica empleada.
Auster destaca el modernismo que impregna toda la obra de Crane. Desde sus casi olvidados poemas, al naturalismo de Maggie o su estilo próximo al del naciente cinematógrafo en el que su narración actuaba como el objetivo de una cámara fija ante el que aparecían y desaparecían los personajes pero permitiéndonos seguir el hilo de la historia que Crane nos quiere contar. No olvidemos el trabajo de Auster como guionista, lo que esta experiencia le pudo influir en su obra y en el modo en que lee a otros escritores.
Y Auster se maravilla de que este joven portentoso, con no excesivas lecturas a cuestas, sin apenas formación académica, con una terrible ortografía, pudiera tener tantas intuiciones y talento que se le desbordaba en cuanto tomaba la pluma.
Casi podríamos decir que este libro es una más de las obras de ficción de Paul Auster, una creación literaria basada remotamente en hechos reales, pero erraríamos. Auster pretende ser fiel a Crane, no quiere inventar pero sí nos ofrece un perfil desde la perspectiva de otro escritor, alguien capacitado, por tanto, para poder entender las dificultades del proceso creativo, los bloqueos y las torpezas, los momentos en que uno se deja llevar y afloja la tensión artística, los intentos fallidos de renovarse o de innovar y crear algo nuevo, de afrontar desafíos y la técnica para hacerlo.
Incluso, y esta percepción puede ser simple consecuencia de haber comenzado a leer este libro apenas unas semanas después de conocerse la muerte de su autor, Auster reflexiona sobre cómo su propia obra podría ser analizada y cómo da fe de su existencia, de sus logros, éxitos y fracasos y mientras la escribía, mentalmente repasaba su propia vida, su obra y la juzgaba con la misma intención y detalle con la que se aplicaba a la de Crane.
Sea como fuere, lo cierto es que la lectura de La llama inmortal de Stephen Crane es un extraño y placentero viaje a la obra de dos grandes escritores americanos. Uno que vivió hace más de cien años y otro que apenas nos dejó este año. Y ambos tuvieron notable éxito en vida, más fuera de su país que en el mismo, que supieron dar aliento a un tiempo y a unas vidas en las que muchos pudieron verse reflejados.
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