Algunos críticos consideran Regreso a Babilonia como mi mejor relato; yo no puedo ser objetivo al respecto ya que hay demasiado de mí en él. Supuso el intento de reflejar mi vida tal y como había sido y de proyectar sobre ella un futuro como el que deseaba.
Zelda había sufrido la primera de sus crisis nerviosa lo que la había recluido en un sanatorio, de modo que recuperaba una libertad de acción que no tenía desde hacía años. Superamos así las dificultades de nuestro matrimonio de un modo sencillo, quién sabe si hubiéramos continuado mucho tiempo de haber seguido atados el uno al otro de manera más estrecha. Siempre la amé, pero alejado de ella, con pocas visitas ya que los médicos no las recomendaban en la primera fase de su recuperación, nuestra relación se mantuvo a través de una correspondencia de compleja interpretación pero que nos permitió tomar conciencia de nuestra realidad personal (creo que a Zelda le ocurrió algo parecido, o eso he leído después de mi muerte).
Mi nueva vida pasaba por recuperar mi prestigio de autor con una novela que creía la mejor de todas las que había escrito hasta la fecha pero que luego resultó inapropiada para la época en que se publicó (la Gran Depresión) y tratar de evitar las fiestas y desvaríos a que la intensa vida social que manteníamos Zelda y yo allá donde fuéramos, nos obligaba a asumir.
De nuestro mutuo amor había nacido Scottie a quién tratamos de mantener alejada de toda la locura que nos rodeaba, y creo que lo conseguimos. Pero lo que pudimos salvar para ella, no lo pudimos conseguir para nosotros. El alcohol, como método para superar mi bloqueo de escritor, (¿o quizá fuera el alcohol lo que me bloqueaba como escritor?) acabó por imponerse apartándome definitivamente del sueño de una nueva vida. Pero eso aún no lo sabía aunque ahora todos digan que era tan previsible como inevitable. Quién sabe. Lo cierto es que con todos estos elementos amalgamé una hermosa historia con final amargo como el sabor de la lima en un cóctel.
Charlie Wales regresa a París, escenario de sus mejores días de juerguista, previo al crack del 29, y donde vive su hija -Honoria-, al cuidado de su cuñada (Marion) y su marido. Pretende recuperar la tutela de su hija ya que ha rehecho su vida en Praga, apenas prueba el alcohol (salvo como estímulo para su fuerza de voluntad, cilicio del converso) y para ello debe enfrentarse a la animadversión de Marion quien no puede perdonarle la muerte de su hermana de la que le considera culpable, pese a no guardar relación alguna con ella, al margen de haberse alejado en sus últimos días. Cuando sus planes parecen próximos a cumplirse, el pasado irrumpe en escena, como un enviado del demonio, para torcer la situación y aplazar la decisión sine die.
Como se puede apreciar, hay una larga serie de paralelismos (la mujer desaparecida, la hija alejada de su familia por la que el padre anhela recuperar una vida normal y la superación de los excesos, pero también el destino que golpea incesantemente todos los esfuerzos de Charlie por cumplir sus objetivos, no importa cuánto se esfuerce y luche por ellos). Algún psicoanalista aburrido querrá ver seguramente un intento de “matar” a mi mujer en el relato, pero no hay tal, sólo es una forma de tomar aire después de tantos años juntos.
Evidentemente, la historia se cierra con la derrota de Charlie. Pero sólo se trata de un asalto, queda la libertad soberana del lector para decidir quién ganará finalmente el combate. La lucha por mi vida todos saben quién la ganó, el alcohol, la ruina económica y el corazón que me falló nueve años después. Escribir conjura demonios, pero no los aleja cuando estos ya han sido invocados.
Como soy presuntuoso, y aunque mi fama y reconocimiento son indiscutibles, me permitiré destacar los numerosos méritos que adornan este breve relato, al más puro estilo Fitzgerald. Los diálogos son chispeantes y sustentan toda la acción; sólo algunos pasajes quedan al margen de esta norma, dando paso a la descripción o al relato psicológico. Mi oído siempre estuvo dotado para captar la riqueza y los innumerables matices de una conversación. Pocos como yo han podido reflejarlo en la mortaja que supone para una palabra el papel en el que se congela.
Igual que todos los consumados escritores de relatos desde Chéjov en adelante, sabemos que una historia breve debe callar más de lo que cuenta (justamente lo contrario del prototipo de mujer, la flapper, que puebla muchos de mis relatos y que también supo reflejar Zelda). De este modo, los sobreentendidos juegan un papel esencial, y los elementos más triviales pasan a ser los más relevantes. Si lo he logrado o no en este caso, lo dejo al criterio del lector.
El Saturday Evening Post publicó Regreso a Babilonia el 21 de febrero de 1931, nunca volvería a escribir otro relato que resumiera de igual modo toda mi vida pasada y mis esperanzas de futuro, quizá porque ya no me quedaron esperanzas. Le deseo lo mejor a Charlie Wales, le deseo que permanezca el resto de su vida alejado de la Babilonia que le privó de su hija pero a la que se la supo arrebatar (ese relato quedó por escribir). A mí, a F. Scott Fitzgerald, me tocó la peor parte, vagar eternamente por la Babilonia pecaminosa, la del vicio y el goce, la del placer sin culpa y las rameras. Tampoco está tan mal.
- Zeda y Francis (Kyra Stromberg)