18 de diciembre de 2022

Faster (Eduardo Berti)




Hay autores que tienden a creer que el relato de sus anécdotas personales, de episodios concretos de su vida o, en el peor de los casos, de toda ésta, pueden resultar del mismo interés para cualquier lector que el que despierta en ellos mismos la evocación de tales recuerdos.

Esto resulta especialmente frecuente y doloroso en autores jóvenes, noveles, precisamente aquellos que menos tendrían que contar sobre ellos mismos, los que aún deberían esperar para atesorar vivencias y experiencias, conocimientos y heridas, no para verterlas en un libro a modo de diario personal de un adolescente con acné sino para incorporarlas a su modo de dibujar personajes, escenas y tramas, para dotar de vida lo que no es más que el fruto de unos pocos rasgos dibujados en breves frases o diálogos ocasionales, enriqueciéndolos con su propia experiencia.

Y es este conocimiento el que puede aplicarse a hechos vividos con la suficiente generosidad como para hacer que no devengan en insufribles ejercicios de egocentrismo vacío. Así, la experiencia personal puede convertirse en un apoyo para el autor sin perder de vista la idea de que al lector le resultará totalmente indiferente la fidelidad a los hechos que, por otro lado, le resultan totalmente ajenos.

De ahí que este género resulte siempre un arriesgado juego del que no es fácil salir bien parado. Y en esto he ido pensando mientras leía Faster (Editorial Impedimenta), una novela breve que narra un episodio cierto de la juventud del autor, Eduardo Berti, que de alguna manera le marcó definiendo su rumbo, primero como periodista, después ya como escritor y que, como él mismo asegura, no pretende tanto dar cuenta de los hechos concretos, como reflexionar sobre ese devenir, el modo en que nos convertimos en lo que somos, apenas conscientemente, sin que atendamos a un plan trazado, sin quererlo ni saberlo.

Porque Faster puede ser más o menos fiel a la realidad, poco nos importa, su lectura es lo bastante valiosa como para merecer el tiempo que se le debe dedicar, que no es mucho debido a su corta extensión. En ella, vemos cómo el autor, en compañía de un alumno de su mismo centro, escondido bajo el nombre falso de Fernán, y de la inestimable aunque menos longeva en el tiempo ayuda del Bujías, dan vida a una pequeña revista deportiva. Ellos, que no son deportistas y que, en cambio, dedican su atención a la música, la Literatura y el Arte, optan por razones incomprensibles, por el mundo de los deportes, tratando de ofrecer una mezcla de novedades, historia, reflexión, curiosidades y otros tantos aspectos que consideran que forman un gancho irresistible para sus lectores, básicamente compañeros de colegio o colegas de trabajo de sus padres, que hacen las veces de impresores en las fotocopiadoras de sus trabajos.

Pero el detonante de la historia que nos cuenta en primera persona Eduardo Berti es la entrevista que hacen a Fangio, el legendario campeón de Fórmula 1 argentino, que según han averiguado, trabaja en la capital y ocasionalmente recibe a admiradores. Logran concertar una entrevista, aunque el campeón les trata un poco como a pequeños sobrinos, con limonada y galletas, una visita de cortesía, en la que le arrancan supuestas confesiones sobre sus años de éxito y gloria, un tiempo en el que la maña de los pilotos era más relevante que la tecnología de los bólidos o el trabajo de los equipos técnicos.

La entrevista será tal vez el punto culminante en la vida de la revista y el episodio que convence a los dos amigos de que desean tomar el rumbo del periodismo. Traicionarse y respirar, aunque sea por breves momentos, el mismo aire de aquellos a quienes admiran y respetan, una vida algo idealizada pero lo suficientemente atractiva como para convertirse en meta de ambos. Y así será, en el caso de Berti, hará el tránsito al periodismo musical, cultural y, finalmente, a la Literatura. Su amigo Fernán, quedará en el campo de los noticieros y publicaciones, manteniéndose fiel a su propósito inicial, no aventurándose en la ficción, en el invento y falsificación.

 

 


Pero hay otro profundo nexo de unión entre ambos amigos, la música, y de entre ésta, la de los Beatles, que ya se han separado, estamos en los finales de los setenta y sus referencias al grupo musical vienen prestadas de sus mayores. Pero aún pueden seguir la peripecia de sus carreras en solitario y, ambos, admiran en especial al mismo ex beatle, George. Tal vez por su carácter, quizá por su elegancia o, más seguramente, por su férrea decisión de tocar y componer lo que le gusta y al diablo con el público, no buscar el halago y la canción que asalte las cimas de las listas, solo las que quiere componer, sean sobre religión hindú, sobre la belleza de un jardín o sobre su amor por la Fórmula 1 y su amistad con Fitipaldi y otros ases del circuito.

Porque éste es el punto en común entre Fangio, Berti, Fernán y Harrison, el amor por las carreras, por la velocidad y, por ello, el título de estas memorias selectivas se toma directamente de la canción Faster de George Harrison, dedicada en 1979 al mundo de la Fórmula 1. Y este single, una hermosa versión picture disc que Fernán atesora con pasión, será el regalo elegido por los chicos para Fangio en agradecimiento por la entrevista concedida una vez publicada en su pequeña revista amateur.

Los dos héroes de Berti y Fernán presentan aspectos paradójicos. Por un lado, Fangio asegura a los jóvenes que para ganar una carrera, se debe correr a la menor velocidad posible. No se trata de forzar la velocidad por encima del contrario, si no de correr tan solo un poco más que él para llegar antes porque, como también aseguraba en otra de sus frases paradigmáticas, para ganar, primero es necesario llegar a la meta. Y también George, aficionado a la velocidad, multado en innumerables ocasiones por los límites, era conocido como el Beatle tranquilo, el que aseguraba en The Inner Light que no era necesario viajar para conocer el mundo.

 

Y tal vez estas aparentes contradicciones son las que nos enseñan que no siempre lo obvio es lo probable, que la respuesta inmediata no ha de ser siempre la correcta y que de innumerables experiencias como éstas terminamos por saber que la vida no es un juego de blanco y negro, un simple sistema binario, sino que las brújulas que nos guían por ella tienen infinitos nortes magnéticos.

Y también tal vez por esta razón, Eduardo Berti y su amigo Fernán se lanzan a esa travesía con unas buenas armas, con la clara conciencia de que cada episodio se lucha en una lenta y constante batalla y que solo la rapidez del paso de los años se aprecia cuando se mira hacia atrás y vemos desdibujados los contornos del recuerdo.

Y así llego a entender el sentido de este relato, a medias ficticio, a medias real. La mirada de Berti se remonta a sus años jóvenes consciente de que lo que recuerda es tan solo la forma en la que esos hechos han sido reconstruidos en su imaginación tantas veces, en la trascendencia que ahora les otorga y en el sentido que les da para articular su propio relato vital. En sus páginas, incluso manifiesta su temor a que Fernán no corrobore parte de estas remembranzas, en especial todo lo relativo al fin de la entrevista con Fangio. Y vemos divertidos como Fernán se niega a ofrecer su propia versión de los hechos para no condicionar la de Berti, consciente de que no han de coincidir necesariamente, de que tan válida será una como otra y que las versiones contradictorias resultan tan enriquecedoras como las reales que nunca sabremos que lo fueron.

La perspectiva de Berti como voz narradora de Faster es de gran importancia. No nos habla el autor adolescente que vive estos hechos, nos habla otro Berti, ya padre, que refleja en su vida pasada los miedos y dudas que la paternidad le generan, pero también de este modo queda aún más de manifiesto que estamos ante un recuerdo fragmentario y arbitrario, una reconstrucción interesada y falsa, como lo es toda la buena Literatura.

Concluimos con una lista de reproducción con algunos temas tal vez admirados por Berti y Fernán de su amado George, no los más conocidos, tal vez los menos rápidos, los que le permitieron llegar antes al lugar que deseaba, en busca de su luz interior.



 

 

1 de diciembre de 2022

Salgan con los libros en alto (Generación Bibliocafé)

 

 

Hace poco más de diez años, en una pequeña librería de Valencia, se reunieron un grupo de personas interesadas en el mundo de la edición de libros. Bajo el tutelaje de Mauro Guillén se completó la formación teórica con un proyecto real, una antología de relatos, que permitiría no solo poner en práctica muchas de las cuestiones tratadas en las sesiones, sino abrir una ventana para autores noveles.


Diez años después y unos veinte libros más tarde, la Generación Bibliocafé vuelve a las andadas para celebrar este décimo aniversario, publicando Salgan con los libros en alto, una colección de 45 relatos, esta vez en torno al mundo que le vió nacer, las librerías. Cada relato viene seguido por la recomendación del autor de una librería y los motivos de dicha elección.


Y es que, para los amantes de la Literatura, los libros son el objeto de pasión y de adoración, pero en este rito, la librería es la iglesia y el librero el sumo sacerdote, por lo que ambas instituciones tienen bien merecido este homenaje.


Todos atesoramos recuerdos de nuestras primeras visitas a las librerías, tal vez de alguna en especial, por su proximidad a nuestra casa, porque ya desapareció, porque era casi la única en nuestro entorno. Porque aún podemos rememorar ese olor peculiar y ese amontonamiento de libros en un tiempo anterior a que la mercadotecnia lo abrazara todo, y aún antes de que la venta on line terminara con un modo de entender este negocio.


Porque, en aquellos tiempos, los libros no se ordenaban en mesas por secciones o por ventas. Normalmente, se amontonaban de un modo casi casual, las estanterías no estaban hechas tanto para el disfrute del comprador sino para lo que son según su propia etimología, para que los libros estuvieran, sin más, a manos del librero, a quien se preguntaba por un título y, con la confianza de un chamán, se dirigía a la balda concreta para rescatar el último ejemplar disponible, sin necesidad de comprobar las existencias en un ordenador. Y si la memoria fallaba, si el libro no se encontraba donde se esperaba, el librero sacaba otros libros, otras alternativas y uno terminaba saliendo de la librería con un volumen que no sabía que realmente era el que deseaba, feliz al fin y al cabo, porque la librería era eso, un lugar con magia y encanto, no una charcutería donde uno siempre sabe qué quiere y donde no se espera que el tendero te proponga comprar salchichón si preguntas por chorizo.

 

Y de todo esto y un poco más es de lo que hablan los relatos recogidos en Salgan con los libros en alto. Aquí tenemos librerías para todos los gustos. Librerías escondidas dentro de un faro, dentro de un cuadro, librerías que sirven de refugio para perseguidos, que insuflan sueños de libertad. Librerías que, en tiempos no muy lejanos en nuestro país, y totalmente actuales en otros, sirven como distribuidoras de títulos prohibidos, de ideas perversas, como lo son todas aquellas que desafían lo establecido, las leyes y las costumbres. Librerías con trastiendas en las que se venden revistas, se distribuyen panfletos, donde se organizan reuniones clandestinas. Librerías de su tiempo, al fin y al cabo.  


También tenemos librerías que acogen en su seno a los pequeños lectores, cuidando con mimo esas pequeñas letras que harán surgir mañana a los grandes lectores, tal vez incluso a futuros escritores. Pero también hay librerías envueltas de misterio, en las que se cometen crímenes de los que solo los libros son testigos, y librerías que abren sus puertas a mundos mágicos, mundos en los que el límite lo pone cada uno según su criterio, su ensoñación.


En los relatos aparecen librerías y libreros vocacionales, conspicuos organizadores de presentaciones, clubes de lectura, presentes en redes sociales para dar a conocer su mercancía, para expandir esa cultura luchando contra gigantes. Y también tenemos librerías como centros de encuentro, donde surgen romances o flirteos, incluso donde se puede disfrutar del sexo a escondidas.  


También los libros, como habitantes de estos comercios, toman su propia vida a espaldas de los ojos de sus dueños. Cambian de lugar ante la sorpresa de los libreros o se enzarzan en polémicas como sus futuros lectores, a los que esperan con ansia cada vez que se levanta la persiana, felices de hallar un nuevo hogar, temerosos del trato que recibirán.


Y, como no podría ser de otra manera, tenemos ese sueño húmedo de todo lector, esa idea romántica de dejarlo todo y abrir una librería, de vivir rodeado de libros, olvidando que estos no se venden solos y que la realidad no está siempre a la altura de nuestros anhelos. Más aún en nuestros días, cuando, pese a algunas noticias que quieren traer esperanza, lo cierto es que todos sabemos que el futuro nunca da a torcer su mano y que la senda está trazada. Que la lectura no es competencia para el fútbol, las series, la inmensa oferta lúdica, que las compras por internet restan otra parte de la cuota de negocio, que va quedando reducida, escuálida, que cada librería que cierra genera lágrimas y disgustos, severos movimientos de cabeza y profundas reflexiones, siempre demasiado tarde, siempre demasiado inútiles.


Pero, por eso, es también bueno que estos relatos nos hablen de esos recuerdos de un pasado mejor, de aquellas visitas y compras que nos dieron forma. Porque fijándolos, convirtiéndolos en relatos, se hace el mejor homenaje posible a estos santos lugares.


Y por sus páginas, uno se reencuentra con autores amigos, conocidos de otros libros anteriores de la Generación Bibliocafé, como Fuensanta Niñirola, Sergio Barce, Felicidad Batista o Antonio Briones, y descubre a otros autores cuyos textos logran emocionarle, con los que te puedes identificar fácilmente.


Como en otros libros de la Generación Bibliocafé, y gracias a la generosa invitación de Mauro, he tenido el privilegio de poder participar con un relato, La librería no se cierra, y poder recomendar una librería de mi ciudad natal.


Ya solo queda pasar de las palabras a los hechos, sugerir la compra de este libro, recomendar la compra de cualquier otro de la Generación Bibliocafé y confiar en que esta aventura pueda llegar a cumplir más años y más libros, y que estos siempre puedan tener la fortuna de encontrarse en nuestras librerías preferidas.




20 de noviembre de 2022

Todo en vano (Walter Kempowski)

 


 

El paisaje invernal disfraza bajo un manto nevado de aparente paz las tierras de la Prusia Oriental en el comienzo de 1945, el último año en que esas tierras serán alemanas, y en el momento en el que las tropas soviéticas preparan su última ofensiva que les llevará en apenas cuatro meses a las puertas de Berlín.

Y en medio de un campo nevado, una casa solariega, Georgenhof, propiedad de los Von Globig, se yergue envuelta en un pasado que parece ajeno a lo que le rodea. En ella, el pater familias se encuentra ausente. Seguramente gracias a su ascendencia social, ha logrado un buen puesto en el Ejército como oficial de intendencia en Italia. Su esposa, Katharina, ejerce de dama aristocrática, esto es, dedicada a sí misma con cierta languidez, dejando que las ocupaciones de la casa corran por cuenta de la tiita, una solterona que llegó a Georgenhof hace unos veinte años, tras una ruptura sentimental algo confusa, y que fue acogida gracias a unos lazos familiares lejanos. También ayudan dos ucranianas y Vladimir, un polaco aparentemente servil y fiel a la familia.

Y ajeno a todo esto, Peter, el hijo de la familia, alejado de las Juventudes Hitlerianas gracias al desentendimiento del mundo de Katherina, gracias a su interés por cuestiones como su casa en el árbol en la pradera de Georgenhof, el catalejo de su padre o un microscopio de juguete con el que observa cuanto se pone a tiro.

Y es con esa minuciosidad de un científico, armado con una lente prodigiosa para los detalles, los gestos alejados de las palabras, y las fuerzas morales que yacen bajo nuestros actos, como Walter Kempowski se enfrenta a esta historia en Todo en Vano (Ed. Libros del Asteroide, con traducción de Carlos Fortea).

Georgenhof es el escenario por el que irán apareciendo diversos personajes que dibujan un cuadro de la descomposición de la Alemania nazi, en esos últimos momentos en los que los arribistas tratan de alejarse de quienes están a punto de caer fabricándose un pasado a medida, mientras los más fanáticos aún se aferran a un giro final del destino. Por esta casa pasará un economista del Reich, preocupado por cuanto pueda tener valor en un previsible futuro en el que el marco alemán perderá todo valor, una violinista que alegra con su música la vida de los soldados en el frente, un maestro preocupado por la cultura, por la educación de Peter, por todo aquello que la guerra se ha llevado y se llevará a su fin.

Y también habrá un judío y un religioso, un alcalde de la ciudad próxima o el responsable del partido en la zona, Drygalski, un nazi inclemente que lucha contra el desánimo general, obsesionado por cualquier acto que pueda considerarse desafección al régimen, por la chulería que comienza a vislumbrar en la actitud desafiante de los trabajadores, forzados o voluntarios, que han acudido al reich para apoyar su industria armamentística y que ahora descuentan con impaciencia la hora de tomarse venganza.  

Estos capítulos reflejan ese fluir de sentimientos de un pueblo que comienza a no creer los dictados de la propaganda de Goebbels y que tratan de adaptarse a una situación que parece cambiar definitivamente. Y cada uno lo hará a su modo, unos aferrándose más a su ideología como tabla de salvación, otros tratando de pensar en el futuro que les espera y en cómo sobrevivir con los nuevos gobernantes, los demás, tratando simplemente de huir de la guerra, de la muerte. Y así es la caravana de refugiados que lentamente va desfilando ante la casa, con sus penurias y miserias, con los dramas que cargan a sus espaldas sin saber aún si son tan solo una sombra de lo que queda por delante.

Georgenhof es el instante suspendido en el tiempo, el remanso en el que la guerra aún parece no haber llegado. Donde el té se sirve con cucharillas de plata y el niño sigue jugando a ser niño y donde la señora de la casa tan solo parece vivir pendiente de sus lecturas y de mirar el paisaje a través de su ventana. Es este contraste entre la dura realidad de los que pasan circunstancialmente, de algunos refugiados que deben ser acogidos de manera forzosa en la casa, lo que genera esa contradicción, la paradoja sobre la que se construye ese mundo irreal de Georgenhof.

 

 

 

Y, como en un segundo acto, incluso los habitantes de Georgenhof deben abandonar la casa y unirse a la hilera de refugiados que huyen del avance soviético, y su suerte en la carretera se confundirá con la de los pobres, los polacos, los colaboracionistas, los soldados fugitivos, incluso los caballos que empujan los pesados carros con las pertenencias de sus dueños.

En esta huida, el detonante son los temidos rusos, los comunistas bárbaros y, sin embargo, el talento de Kempowski los embosca y nunca aparece un auténtico soldado del Ejército Rojo, nunca un enemigo más allá de los cañonazos que ocasionalmente caen sobre la hilera de refugiados que huyen por la carretera. Apenas un avión que arroja alguna bomba sobre el río de indefensos. Y es que, aunque la amenaza es el motor de toda la novela, lo que empuja en una u otra dirección a cada personaje es el miedo y el deseo de conservar la vida. Sin embargo, lo cierto es que, como en el caso de los tártaros de Buzzati o los bárbaros de Kavafis, ese enemigo nunca termina por dar la cara, tan solo es el espejo en el que se reflejan los peores y mejores instintos de ese nutrido grupo de personajes que huye para salvar su vida, sus bienes.

En este escenario apocalíptico Kempowski refleja perfectamente la variedad de impulsos y sentimientos, sabiendo dejar notas melancólicas y tiernas entre tanto dolor pero sin caer en la afectación o el recurso fácil. Resalta los diferentes caracteres y la manera en que cada uno afronta la desgracia, desde el heroísmo hasta la mendacidad sin llegar a prejuzgar a sus personajes, dejando esta labor, si así lo desea, al lector comprometido. Y tal vez por ese motivo este título tuvo tan gran éxito en su país, en una Alemania todavía pendiente de dar forma a su trauma, debatida entre la vergüenza y la necesidad de reivindicar también su propio sufrimiento.

Pero volvamos a la carretera. En su huida todos perderán algo, muchos su propia vida, otros tantos su dignidad, otros la posibilidad de regresar a su país. Porque para ellos, todo es en vano, como muy bien reza el título de la obra, todo será perdido como dice el Evangelio. Solo la figura del niño Peter parece a flote, tal vez porque es quizá el único que no cuestiona su entorno, en su pasividad enfermiza, el único que tiene poco que perder, el que puede ver en esa carretera el camino a alguna parte y no el sumidero de toda su vida. Para él, como lector que simpatiza con su protagonista, uno espera que nada le haya sido en vano.

 

 

 

6 de noviembre de 2022

La séptima función del lenguaje (Laurent Binet)


 

Laurent Binet es toda una figura de las letras francesas con apenas tres novelas publicadas. Su primera obra, HHhH, fue reconocida con el Premio Goncourt de Primera Novela, mezclaba el género novelesco con la investigación para describir el atentado contra Reinhard Heydrich en Praga, donde el autor había vivido un tiempo.

 

Pero en este caso, veremos su segunda obra, La séptima función del lenguaje, publicada por Seix Barral con traducción de Adolfo García Ortega. Este trabajo también ha recibido diversos reconocimientos y premios así como reseñas muy favorables.  

Comencemos ya. Según Roman Jakobson, el reputado lingüista ruso, el lenguaje presenta seis funciones que lo definen y determinan. Entre éstas se encuentran algunas como la poética, la expresiva o la metalingüística. No obstante, se puede plantear la hipótesis de una séptima función que consistiría en la consecución de un resultado por su mera enunciación. Esto es, igual que en la Biblia, Dios dice: “Hágase la luz” y la luz se hizo. En otras palabras, podría existir una séptima función que permitiera a su conocedor lograr todos sus objetivos, convencer y, por tanto, disponer de las voluntades ajenas, convertirse en el demiurgo de la palabra.

 

Y es esta séptima función, sugerida o intuida por Jakobson la que parece haber sido descubierta y desarrollada para su puesta en práctica por Roland Barthes, un crítico literario y semiólogo francés. Barthes es atropellado en extrañas circunstancias en 1980, justamente después de un almuerzo con François Mitterrand, candidato a la Presidencia de la República Francesa. Hay quien sospecha que la muerte del semiólogo no es accidental y que trae causa de sus investigaciones y de ese almuerzo en el que presumiblemente ha dado a conocer la potencia de esta nueva función y sus virtudes a un aspirante a la Jefatura del Estado con un amplio programa de reformas que requerirán importantes consensos y enfrentarse a una dura resistencia.  

 

La trama detectivesca en torno a este accidente y sus posibles móviles es lo que estructura toda la obra, pero lo que la da relevancia y diferencia de cualquier otro thriller policíaco, es la comedia humana que subyace a ese mundo intelectualizado de la Francia de finales de los setenta y primeros ochenta. Ese mundo tan admirado por otros tantos intelectuales extranjeros aún en nuestros días pero que aquí queda dibujado como una mundana confluencia de egoísmos, miserias y bajezas, traiciones y vacuidad, pose e hipocresía.

 

Bayard es el agente encargado de la investigación del presunto atropello. La elección no es muy afortunada ya que el detective no está especialmente preparado ni formado para comprender las tareas a las que se dedicaba Barthes, ni sus posibles asesinos. Tampoco tiene un bagaje cultural que le permita abordar con solvencia, o ganarse el respeto, de los personajes de esta secta cultural que, durante la segunda mitad del pasado siglo, conformaron gran parte del modo de pensar que aún hoy perdura. 



 

El autor ha aprendido de los best-sellers de intriga, los que conjugan las tramas trepidantes en las que se entrecruzan las nuevas tecnologías con las sectas y cofradías secretas que emergen de un pasado remoto y desconocido salvo para los iniciados. Y aquí, el cicerone que ayuda a cruzar este cenagoso mundo académico, con sus infinitos matices y sus guerras soterradas o declaradas será Herzog, un joven profesor de Literatura con los conocimientos suficientes para guiar a Bayard por esta jungla ignota. La tensión y roces entre ambos personajes, arquetipos del pensamiento conservador y el de izquierdas, toma un importante en la novela, en la que, de alguna manera, se advierte una evolución en el pensamiento de ambos, una permeabilidad que les hace madurar intelectualmente, una especie de pareja al modo de otras tantas de la Literatura, perfectas para poner el punto y el contrapunto a cada situación.  

 

Pero lo que aleja a La séptima función del lenguaje de una mera novela de intriga es la combinación de ficción y realidad, la aparición de hechos reales como el propio atropello y muerte de Barthes en extrañas circunstancias, el atentado de la estación de Bolonia o la campaña electoral para la Presidencia de Francia. También el que los personajes que aparecen sean en su gran mayoría famosos intelectuales como Althusser, Derrida, Aragón o Bernard-Henrp Lévy.   

En muchas ocasiones, las explicaciones de Herzog no son bastantes para un lector no familiarizado con esta rama del conocimiento lingüístico o filosófico, y en otras, tan solo sirve para espolear la búsqueda de más información, de referencias, en las que se descubre que gran parte de lo aquí relatado, de las conversaciones, los odios y rivalidades son reales, que el trabajo de Binet ha sido ingente pero que ha logrado empacar toda esa información en una trama que se lee sin pausa, que avanza de manera natural pese a los numerosos interludios y que deja en el lector el inapreciable deseo de que el libro se prolongase más allá del último capítulo.

 

En este caso, uno se cree tentado de apostar a que el autor ha querido escribir su propia versión de El nombre de la rosa, lo que no sería de extrañar puesto que Umberto Eco es precisamente uno de los personajes de La séptima función del lenguaje.Y la comparación no es superflua puesto que Binet combina conocimiento y habilidad literaria con suficiente maña como para asombrar a sus lectores con la misma eficacia que mostró Eco en su primera novela. Un talento que confiamos en que también haya quedado de manifiesto en su tercera obra, Civilizaciones, aunque esto quedará para otro día.