13 de julio de 2023

Ya sentarás cabeza. Cuando fuimos periodistas (2006-2011) (Ignacio Peyró)



Te aviso, este libro no es para todos. Ya sentarás cabeza de Ignacio Peyró es una oda nostálgica a una juventud acomodada, un desfile de anécdotas y reflexiones entre copas y sobremesas que, al principio, puede causar rechazo. ¿Quién necesita otra crónica del Madrid de la crisis, escrita desde el confort de un colegio privado y cafés de antaño? Pero tras esa aparente altanería, algo empieza a resonar. De repente, te encuentras atrapado en las contradicciones del propio autor, y sin darte cuenta, has caído bajo el hechizo de una prosa tan seductora como las tradiciones que Peyró busca desesperadamente mantener con vida

 

Ignacio Peyró es un periodista y escritor español que actualmente dirige el Instituto Cervantes de Roma, tras un paso por la misma institución en Londres, lo que le ha permitido publicar varios libros en los que ofrecer su visión sobre las islas británicas, sus ritos incomprensibles para los continentales, sus tradiciones milenarias, tal vez inventadas antes de ayer, pero con ese regusto antiguo con que tan bien saben aderezar sus costumbres.

Sin embargo, en Ya sentarás cabeza. Cuando fuimos periodistas (2006-2011), publicado por Libros del Asteroide en 2021 aborda un tema muy distinto. A modo de diario de memoria selectivas y caprichosas, Peyró reconstruye su peripecia profesional y personal, en un tiempo marcado por la convulsión política del final del zapaterismo y la crispación que traen medios como el Grupo Intereconomía en cuyos inicios participa el propio autor. Esta narración se desenvuelve de una manera personal y un estilo característico, en el que el relato lineal cede paso a las reflexiones más variadas y en las que los recuerdos se tornan escurridizos y ceden paso a ensoñaciones y disquisiciones sobre la juventud, la madurez, la amistad y el destino, el carácter de los españoles o el valor de la religión y sus más sectarios promotores.

Bajo estas premisas, uno comienza a leer el libro y, he de reconocerlo, pasa por el trance de querer abandonar la lectura hasta bien avanzado el volumen. Y no porque el estilo sea pesado, todo lo contrario, la prosa es limpia, no hay excesivos artificios, no hay demora en contar hechos irrelevantes, la época sobre la que habla es interesante. Pero lo cierto es que hay bastantes elementos que me disgustan según voy leyendo. Un excesivo énfasis en querer entroncar en una tradición anterior, en frecuentar restaurantes, cafeterías o bares que eran ya referencia para generaciones anteriores, o que si son nuevos y modernos, parecen igual de anclados en el pasado. Una necesidad por arrimarse sin más a una tradición que ha quedado ya desdibujada y sin sentido, una estela de un pasado más brillante que solo puede servir para acreditar y poner más aún de manifiesto la decadencia actual, al menos la de quien intenta aferrarse a ese pretérito imperfecto.  

Una suficiencia a la hora de dejar claro qué plato, qué vino o qué copa se debe pedir en cada lugar, dando, por tanto, a entender de manera pretenciosa e innecesaria, que uno lo ha probado ya todo, lo que siempre es falso y, a mis ojos, resulta más risible que ensalzador. O cuando habla con displicencia sobre temas de los que claramente lo desconoce todo, especialmente doloroso es su breve y estrafalario comentario sobre los Everly Brothers de los que apenas parece conocer que son dos y hermanos.

Y es este ligero tufo a naftalina, a salón cerrado y a grupo de abuelas sentadas en su mesa con un chocolate que hacen durar horas para desespero o contento, quien sabe, del camarero lo que me ha costado remontar. Tal vez este Peyró algo repelente, que nos habla sin tapujos de su privilegiada juventud, de su colegio privado o sus viajes al extranjero para aprender idiomas, de sus contactos y relaciones, sea en cierta medida un personaje del Peyró real.

Y es en este punto donde comienza la inflexión en mi valoración del libro y de su autor. Tenemos asumido como normal, incluso de buen tono, que se exhiba un pasado en el GRAPO, ETA o, cuando menos, en alguna variante oscura del trotskismo internacionalista, con independencia de que quien lo alegue, a modo de escudo, de refuerzo de las posiciones opuestas actuales, sea un derechista vociferante. Pero no parece de tan buen tono el mostrar orígenes conservadores, próximos al Opus, y no hacer de ello bandera, pero tampoco escarnio, asumir con serenidad ese pasado y reconocer las muchas cosas buenas que le ha podido proporcionar a uno, el no renunciar a las amistades de aquellos días e incluso el mantener una cierta evolución ideológica leve y moderada, adaptando y modernizando ese credo político.

Y es a raíz de esta comprensión cuando lo que hasta el momento me irritaba y frustraba comienza a tornarse más interesante y ameno, más coherente con lo que Peyró parece querer trasladar y surge al fin el encantamiento con el libro. Desconozco qué parte del Peyró de estas páginas no es otra cosa que un personaje creado por el Peyró real, probablemente una muy relevante, pero tengo claro que ha terminado por convertirse en un excelente compañero de viaje. Y así sale a flote la excelente prosa de este autor, su fluidez a la hora de exponer reflexiones profundas, no nacidas propiamente del momento sobre el que escribe, más bien de su pensamiento actual. Porque lo que más valor tiene del texto no es el puro cotilleo, el conocer los puntos débiles de personas relevantes, su opinión sobre Casado, sobre Julio Ariza, Carlos Dávila o Cospedal. Tampoco su papel en el Grupo Intereconomía o sus labores como redactor de discursos para políticos y el salto a Moncloa tras la victoria de Rajoy.

Lo más valioso de este libro son sus opiniones sobre cualquiera de los otros temas sobre los que opina, sobre la vida, el verano en España, nuestra penitente autocrítica, el valor de la reputación personal, de la fama pública o del papel de la prensa. Lo que nos cuenta sobre sus dudas para medrar como periodista, si debe estar presente en todos los medios que se le ofrezcan o si debe limitar su presencia para no quemarse. Si ha de reservar sus mejores ideas o dejarlas salir a borbotones. En ocasiones llega incluso a deslizar un tono lírico, rico en matices, seductor y adictivo.

 

 


En ocasiones toma ciertas licencias, casi humorísticas, como la de citar a ciertos personajes por sus iniciales cuando son claramente reconocibles sin más o pasar a continuación pocos párrafos después, a citarlos por el nombre completo. Y este humor también lo vuelca sobre su propia persona, su papel, un tanto entre dos aguas, algo incómodo entre sus correligionarios, ajeno a su vociferante y marcado de algún modo por sus colaboraciones puntuales con medios no muy afines o por su gusto por contemporizar con quienes disienten.

Tal vez se aprecie aquí el germen de una personalidad y estilo que, sin duda, se ha curtido en la literatura, como traductor, como gran lector. Pero no puedo dejar de pensar que su estancia británica y los libros escritos a raíz de la misma, anteriores a éste, ha podido ser el germen que ha cristalizado en este peculiar volumen y en su eficacia, en su distanciamiento a la hora de contar los hechos, su ironía y elegancia. También así se llega a comprender ese intento por vivir una especie de tradición, eso que en un principio tan molesto me resultaba, ese seguir los pasos de Plá, Luján o Cela, de recuperar locales de rancia solera, de aficionarse a brebajes desfasados y gustos arcaicos. Impostura tal vez, pero criticarlo no deja de ser contradictorio para quien alaba esas mismas conductas cuando las ve en otros países.  

El texto concluye en 2011, pero uno cree más que probable que tenga continuación gracias a los años vividos a la sombra del gobierno, tal vez un poco más allá, y lo espera con avidez, superado ya ese rechazo inicial, ganado ya por siempre para la causa de este autor.

 

 


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28 de junio de 2023

Un paseo por el bosque (Bill Bryson)

 


 

Un paseo por el bosque (RBA, 2013, traducido por Pablo Álvarez Ellacuría) es otro libro de Bill Bryson, el prolífico escritor que no deja campo del saber tranquilo, siempre ávido de contarnos algo, siempre presto a entretenernos con su prosa sencilla pero eficaz, con su talento para el humor incluso en las materias más espesas.

Le ha llegado el turno a la denominada senda de los Apalaches, una ruta forestal en los Estados Unidos de unos tres mil quinientos kilómetros de longitud, en los que atraviesa catorce Estados con una larga tradición en ese país donde muchos montañeros sueñan con hacer el camino completo, cosa que muy pocos logran, sea por falta de forma física, por la imposibilidad de reunir tanto tiempo libre, como por las dificultades de todo tipo que la ruta ofrece, tanto meteorológicas, como de dureza física.

Pero los primeros miedos que afronta Bryson son algo más urbanitas. En su visita a la tienda de equipamiento de montaña de su ciudad termina perdido entre la infinidad de artículos de todo tipo, comenzando por la abrumadora variedad de mochilas entre las que debe escoger las que reúnan una capacidad aproximada de unos 25 litros, que es lo recomendable para poder portar con comodidad todo lo necesario para el viaje. Así, entre tiendas de campaña para tres estaciones, impermeables variados, cintas y herrajes, hornillos, una pala para sus propios excrementos, linterna, pilas, botas especiales y otros tantos objetos que nunca pudo creer que existieran, el autor casi termina por desechar su loca idea.

Porque no otra cosa es el empeño por recorrer esta mítica senda, que el título del libro parece reducir a un agradable paseo matutino. Sin embargo, cuando visita la biblioteca municipal para informarse sobre la ruta, descubre que los peligros son equiparables a los de perder sus pasos por un barrio equivocado de Detroit. No solo están los osos negros, cuyo carácter no es el mejor compañero del excursionista, sino que en el sendero abundan las serpientes de cascabel o los gérmenes variados que le puede transmitir la picadura de un mosquito o la mordedura de cualquiera de los infinitos tipos de roedores que habitan en el bosque, especialmente en los refugios en los que la basura campa a sus anchas. Y puede no ser lo peor, el riesgo de una torcedura que se infecte sin ningún centro médico a una distancia razonable o los cambios repentinos de tiempo que pueden provocar una hipotermia letal. Y como nos encontramos en los Estados Unidos, también tenemos abundantes noticias de psicópatas armados que gustan de deshacerse de los senderistas más solitarios.

Y Bryson se enfrenta a todo esto con un cierto sobrepeso y una consolidada experiencia como senderista en Inglaterra, que es como decir que un parque de bolas es suficiente entrenamiento para una misión lunar. Así que la única condición que le impone su paciente esposa es que no haga el recorrido solo, y que ella no sea la compañía elegida. Y, ¿a quién recurre el tierno Bryson? A su compañero de ruta por Europa en un viaje de hace unos treinta años, un viaje que no terminó demasiado bien, mejor dicho, que prácticamente termina con la relación entre ambos. Stephen Zacks es un amigo de Des Moines, la ciudad natal de ambos, y solo parecen tener ese dato en común.  

Donde Bryson es un responsable padre de familia y escritor de notable éxito, Zacks es un manirroto, incapaz de asentar una relación, perseguido por deudas, algunas con la Policía, algunas con su pasado, especialmente por su adicción al alcohol de la que apenas logra reponerse de tanto en cuanto. Para mejorar la situación, tiene una forma física aún más deplorable que la de Bryson. En suma, la mejor de las compañías, mejor dicho, la única ya que nadie más ha atendido las llamadas de Bryson para ser acompañado en tan descabellada empresa.

Al modo de un cuento de Chaucer o del propio Quijote, comienzan el camino a los pies del monte Springer en Georgia. Les vemos partir a trompicones, apenas capaces de sostener sus mochilas, tambaleándose en un camino totalmente liso y sin problemas, y no apostamos un dólar por su éxito.

Porque esta senda recorre la cadena montañosa más extensa de los Estados Unidos, una cordillera que casi duplica el perfil de la costa Este, desde el Sur, hasta Canadá. Y sigue los pasos de los primeros "descubridores" para occidente de estas montañas, cómo no, los españoles, que las bautizaron con el nombre de una tribu aborigen que vivía en las inmediaciones de La Florida, los apalaches. Hoy solo queda el topónimo que da nombre a la cadena. Pero la senda como tal, llega mucho más tarde, tanto como 1921, tras ser concebida por la mente de Benton Mackaye.

Como en toda buena historia americana, tenemos el empeño de un único hombre que se abre paso frente a todas las adversidades y que, con su entusiasmo, consigue atraer a su empresa a otros tantos visionarios durmientes hasta que el empeño logra su objetivo. Es en 1923 cuando se abre el primer tramo del recorrido, ideado como la mejor forma de que los urbanitas pudieran acercarse a un entorno seguro de plena y salvaje naturaleza, un modo de que dominaran sus vicios a través del contacto con una realidad que se les estaba escapando de entre las manos, al modo de Thoreau que se acercaba al bosque para alejarse de sus conciudadanos, para encontrarse a sí mismo. Porque eso es lo que significa la Naturaleza para todo americano, la ocasión de reencontrarse con sus verdaderas raíces, como si ellos no fueran los que inventaron los rascacielos, los suburbios residenciales, los trenes continentales o quienes huyeron a la Luna. Porque para un americano blanco, con una mitad de raíz puritana, y otra de impulso pionero, la Naturaleza es ese Paraíso Perdido, esa realidad a la que hay que volver de vez en cuando para recuperar las verdaderas esencias.

Y los Apalaches son una de ellas. Llevan allí millones de años, desde que el choque de las placas continentales, África y Europa frente a América, levantaron su perfil, y generaron un entorno natural muy característico, al oeste grandes llanuras, al este, a no excesiva distancia, el Atlántico. Este entorno propicio permitió la aparición de especies como el roble y el castaño americano, de alturas impresionantes, capaces de ocultar el sol y crear esos caminos sombreados, alfombrados por una vegetación densa entre la que vive una fauna espectacular, con más especies vivas que toda Europa.

Pero, al principio, poco o nada de esto pueden ver Bill y Stephen, agotados por la primera jornada de ascensión, por el peso de sus modernas y caras mochilas, de tantas cosas innecesarias, según lo ven ahora. Tan superfluas que Stephen, en un arranque muy propio de su carácter, tirará por un pequeño barranco parte de su contenido.

Esto no mejora el ánimo entre ambos, que apenas hablan en todo el trayecto, enzarzados en sus propias dudas, sobre su resistencia y, fundamentalmente, sobre la conveniencia de la compañía del otro. Llegados a su primer lugar de acampada, montan sus tiendas y duermen sin tan siquiera despedirse. Pero el camino, con su ritmo pausado, va calando en ambos y la necesidad que tienen uno del otro, en general de la que tenemos del prójimo en cuanto salimos de nuestros salones confortables y abandonamos esa naturaleza impersonal que nos protege y a la que llamamos civilización, termina por imponerse y un franco sentimiento de camaradería comienza a unirlos más de lo que jamás hayan estado.

Las revelaciones de Stephen sobre sus problemas con el alcohol, o el recuerdo de que aún le debe a Bill seiscientos dólares desde la época de su viaje a Europa, no son suficientes para enfadarse nuevamente. Tampoco las doctas disquisiciones de Bryson sobre el tipo de rocas y su origen, calcáreo o volcánico, o sobre el chango, ese hongo que está acabando con todos los castaños americanos, abaten el ánimo de Stephen.

Así que, cuando las ampollas han dejado de doler y un saco de dormir es lo mejor que puedes esperar al final del día, o cuando te levantas y comienzas a andar con una montaña al fondo y, a media tarde, sigues viendo la misma montaña, aparentemente a la misma exasperante distancia, todo comienza a tornarse relajado, lo importante se convierte en lo prioritario y lo demás, simplemente, lo tiramos por el barranco.

 



En esta popular ruta, otros tantos les siguen, y se cruzan con parejas de jóvenes que marchan a un ritmo endiablado, personas que hacen el camino en sesiones breves y esperan completarlo a lo largo de los años, o con pelmazos, capaces de dar lecciones sobre montañismo que nadie les ha pedido. En particular, una mujer se les pega como una lapa, incapaz de callar un segundo, pese a todas las obscenidades que le suelta Stephen o las más hirientes ironías que es capaz de desplegar Bill. Pero nada la desanima, tan sola debe encontrarse. Bill y Stephen, como los niños que eran cuando se conocieron, idean una treta para librarse de ella. Una mañana deciden adelantar su partida de la zona de acampada y tomar un coche para ganar una jornada y así escapar de ella. Como toda mala acción, no obtiene recompensa, incluso los remordimientos corroen al corrompido Katz. La dureza del camino será la que les librará de su compañía, cuando se vea obligada a abandonar la senda.

Tampoco logran librarse de cruzarse con osos o alces, ese majestuoso y esquivo habitante de lo más profundo del bosque. Y tampoco se zafan de la presencia de los osos, que una noche merodean por su campamento sin encontrar mejor arma que un cortauñas.

Pero el camino es largo y Bill debe interrumpirlo para unas sesiones promocionales de uno de sus libros. Él y Stephenn quedan en retomar la marcha más adelante, un poco más avanzado el camino. Bryson recorre tiempo después por su cuenta, algunos trechos del sendero en su tramo central, en las montañas de los Apalaches más profundos, una tierra de mineros que a comienzos del siglo XX albergaba la población más pobre de todos los Estados Unidos y que la minería y el descubrimiento de algunas bolsas de petróleo en Pennsylvania cambiaron por poco tiempo la situación.

En sus caminatas recorre las antiguas explotaciones mineras a cielo abierto, y observa las consecuencias que algunas de estas industrias pueden tener en el medio ambiente. Próxima a una explotación para la extracción de zinc, se puede ver una montaña que ha perdido completamente su vegetación, un pequeño desierto en medio de una naturaleza majestuosa.

También visita Centralia, un pueblo fantasma asentado sobre una inmensa veta de antracita que allá por el año 1962, comenzó a arder. Lo que era una agradable comunidad minera se convirtió pronto en un infierno. El subsuelo del pueblo ardía sin cesar y pronto los sótanos de las casas se convirtieron en pequeños hornos. Las fumarolas y los socavones que se abrían repentinamente en el suelo obligaron a su población a emigrar dejando abandonadas sus casas. Éstas fueron derruidas para evitar incendios de superficie que agravaran aún más los problemas. El escenario que describe Bryson parece propio de una película de terror. Tan solo la estructura de los caminos, las calles, los setos bordeando las parcelas ahora vacías, el silencio inconsistente, el pesado olor a combustión, recuerdan el pasado que fue. Todo un símbolo de una tierra que, pese a su riqueza natural, ocupa uno de los primeros lugares de pobreza de un país que apenas le presta atención más allá de la burla, el estereotipo de los rudos montañeses, los hillbill y toscos que a veces se dejan caer por las ciudades.

Pero son estos habitantes los que han recibido recientemente la atención de todos los medios gracias a su supuesto apoyo masivo a Donald Trump, a su política proteccionista que promete redimir industrias que ya nunca serán viables, que les presta una atención que nadie antes les dió.

Bill y Stephen se reúnen de nuevo para culminar el último tercio del camino. Siguen sus disparatadas conversaciones, sus riñas infantiles. Bill continúa dando lecciones sobre conservacionismo, botánica, geología, zoología, astros o cuanto sea menester. Stephen escucha al paciente, aprieta los dientes y añora el alcohol. Entre los datos que aporta Bryson está el de que la última parte del sendero de los Apalaches es un tercio del camino pero representa dos tercios del esfuerzo que hay que hacer, y el esfuerzo hace mella.  

    

Semanas después de reanudar el sendero, aún sin haber alcanzado el monte Katahdin, deciden poner fin a su viaje. Otra lección que les enseña la senda. Lejos de ser una derrota, ambos consideran que han recorrido el camino como Dios manda. Han visto más montañas y han ascendido a más cumbres de las que pueden recordar, han sufrido de la compañía de indeseables compañeros de albergue, tan egoístas que creían estar en su propio loft de Manhattan, en lugar de en un edificio endeble de madera, construido por voluntarios para dar cobijo a caminantes extenuados. Han conocido a lugareños, visitado moteles, lagos, cruzado vados, pasado noches en vela. Ése es el camino, y como tal, lo han hecho. Muchas veces, llegar no es alcanzar el último kilómetro.

Y como Kavafis, vuelven a sus hogares, más el de Bill que el de Stephen, pero vuelven mejores, al menos más delgados, porque sí, el camino les ha mejorado y les ha dado más de lo que pedían. Han recibido lecciones de las que no se aprenden en un libro o en una charla Ted, y han vivido al fin, la aventura que deseaban.

El libro de Bill Bryson tiene su réplica en una película protagonizada por Robert Redford y Nick Nolte que recoge las partes más cómicas del viaje y deja a un lado las descripciones históricas, botánicas, zoológicas y de todo tipo a las que Bryson gusta de abandonarse con frecuencia. Sin embargo, en este libro, es la peripecia personal la verdadera protagonista, las anécdotas y vivencias de ambos patéticos personajes perdidos en un entorno tan hostil para ellos.

Y es precisamente en estos libros, en los que Bryson abandona ese tono enciclopedista, en los que equilibra datos con su propia experiencia, los que mejor resultado dan, los que más entretienen y le permiten dejar volar su ironía y sentido del humor, en los que más sentido tiene el hacer burla continua de uno mismo. Y, por suerte, de este tipo aún nos quedan unos cuantos por leer.

 

 

 

 

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18 de junio de 2023

Las armas y las letras (Andrés Trapiello)

 


 

Armas y letras son términos que se nos antojan opuestos. La razón y la fuerza, el debate y la confrontación, donde terminan las palabras comienza la violencia. Sin embargo, esto no es siempre así, aguerridos batalladores han sido conspicuos artistas del pensamiento y las letras. Basta rememorar nuestro pasado más clásico para reconocer esta doble cara en Cervantes, Garcilaso de la Vega o Calderón de la Barca. Pero también tenemos otros autores que, alejados de los campos de batalla, urdieron sus tramas y pretendieron influir con sus escritos en el curso de los acontecimientos, o en todo caso, dejar constancia de la gloria de los gobernantes o de su ignominia para, de algún modo, ganarse el afecto del poderosos o del arribista.

 

Estas dos vertientes son tan eternas como la idea de conflicto porque, aunque hoy en día creemos vivir en la época del relato, lo cierto es que en todo tiempo y lugar, los poderosos y quienes aspiran a ocupar su posición, han tratado de amalgamar un discurso coherente con sus objetivos, sabiendo que en muchas ocasiones, las batallas más importantes se libran en la conciencia de las personas, que las guerras comienzan a ganarse con la propaganda.

 

Por ello, todo bando en conflicto gusta de rodearse de una pequeña corte de artistas y literatos, pensadores y filósofos que atenúen su imagen de carniceros, que les dote de respetabilidad. Así, hay regímenes más hábiles o afortunados en esta empresa. Capa o Picasso dejaron imágenes de un conflicto que han trascendido a su circunstancia local. Menos suerte les cupo a los vencedores, que no lograron éxito tal pese a sus innumerables esfuerzos.   

 

Es precisamente en ese momento histórico, nuestra guerra civil, en el que detiene su atención Andrés Trapiello. La primera edición de Las armas y las letras (Ed. Austral) es de 1984, momento en el que la información sobre este tema era prácticamente inexistente. Desde entonces, las sucesivas ediciones han podido dar cuenta de numerosos avances, descubrimientos, nuevas publicaciones y, por encima de todo, un gran debate.

 

Desde el propio prólogo, Trapiello se separa del maniqueísmo que contamina a quienquiera que se acerque a este conflicto. Para ello, pone en valor algo que resultó muy novedoso en su momento. Es la existencia de una tercera vía, de una alternativa republicana y democrática, opuesta por igual a nacionalsocialismo y a dictadura del proletariado. Una opción que cayó entremedias de dos movimientos que ya entonces peleaban a muerte pero sin desencadenar un conflicto que solo estallaría pocos años después. Ésta es la España de Chaves Nogales, y de tantos otros que tuvieron que exiliarse, no al final de la guerra, con el hundimiento de la República, sino a lo largo de todo el conflicto, perseguidos y suprimidos por ambos bandos.

 

La memoria de todos ellos se honra en este libro y el interés que las obras de estos autores e intelectuales está recibiendo en épocas recientes es un verdadero hito en nuestra historia literaria, tan cainita como le habría gustado decir a Antonio Machado.

 

 

 

Pero, pasado ese reconocimiento que este libro, junto a otras muchas iniciativas similares ha logrado, se deben poner de manifiesto otras virtudes que no son menos relevantes.

 

Como todo conflicto civil, nuestra guerra tuvo la terrible circunstancia de dejar la suerte de cada persona en manos del azar y el capricho. Autores de tendencia derechista fueron sorprendidos en la zona equivocada, lo que les llevó a la muerte, como el caso de Ledesma Ramos o de Maeztu. Por el otro lado, baste citar a Lorca como representación de tantos otros que murieron en cunetas y contra muros de cementerios. Solo unos pocos pudieron refugiarse y huir a su propia zona.

 

Esta separación también llevó a que intelectuales, poetas o escritores tibios o no demasiado significados, se volcaran de inmediato hacia el bando que dominaba su pueblo, su ciudad, su región, tratando así de borrar el recuerdo en sus vecinos del día en que se acudió a la plaza del Ayuntamiento para celebrar la proclamación de la República o los tiempos en los que se paseaba con modales aristocráticos y zapatos relucientes o se publicaban versos insípidos y poco comprometidos.   

 

También asistimos, guiados por la mano de Trapiello, a las arrastradas vidas de quienes mendigar con el reconocimiento de los nuevos gobernantes, con vergonzosa inmoralidad, traicionando a quien fuera menester, ofreciéndose como informador o publicando versos infames sobre la sonrisa de Franco o sobre la lucha del pueblo mientras se vivía en un Madrid semi rodeado y hambriento con privilegios aristocráticos.

 

Pero poco ejemplifica mejor esta geografía de las desgracias personales, como el caso de los hermanos Machado, Antonio y Manuel. Si bien el primero se significó más políticamente a favor de la República, no podría decirse que Manuel fuera un reaccionario favorable al fascismo. No podemos sostener esa idea sin olvidar que ambos hermanos escribían a cuatro manos obras de teatro, mantenían una relación afectuosa y podían sintonizar también en lo ideológico. Sin embargo, a Antonio la guerra le sorprende en el lado republicano. Pero a Manuel, el 18 de julio le coge en Burgos por una desgraciada circunstancia, la víspera tenía pasaje en tren para regresar a Madrid, pero se retrasa y lo pierde. Al día siguiente estalla el conflicto y los hermanos no volverán a verse. Podemos conjeturar que ambos miraban de reojo la evolución del otro. Cada uno tendiendo a acercarse al gobierno de su lado, tal vez más por prevención o sentimiento del deber que por convicción. Y ninguna imagen mejor del criminal peso de esta guerra, que la de Manuel conducido en un coche oficial del gobierno de Franco a Collioure tras conocer por la prensa republicana, que su hermano ha fallecido en esa ciudad francesa. Y llegar allí y descubrir que también su madre, que acompañaba a su hijo, ha fallecido. Y velar en el cementerio a ambos, tal vez también en compañía del tercer hermano, quién sabe qué se dijeron o si se dijeron algo o si llegaron a verse.

 

Si hay algo que sorprende a nuestros ojos, es la enorme profusión de revistas, ensayos, poemas, dietarios, periódicos y todo tipo de vehículos para la expresión escrita que circularon por ambas zonas. Es fácil creer que ese tiempo estuvo volcado en la guerra, en el conflicto militar, que no se desviaban recursos a otros fines, pero esto viene a poner de manifiesto la importancia que se atribuía a las letras, la fe en su contribución a la victoria final.

 

Y a ellas se aplicaron todo tipo de arribistas o autores consagrados porque difícil era no tomar partido. Y es en estos caminos en los que se entrecruzan Gonzalo Torrente Ballester con Álvaro Cunqueiro, Rafael Alberti con Miguel Hernández. Esta riqueza era sin duda superior en el bando republicano en el que la ideología seguía teniendo un amplio espectro representado por los restos de un republicanismo burgués, los comunistas, en sus facciones infinitas, los anarquistas, .... cada uno con sus órganos, sus periódicos, sus mitineros y poetas, sus revistas. Porque, pese al estado de guerra y el riesgo de que cualquier adjetivo mal medido pudiera llevarte a un paseo del que no se volvía, lo cierto es que en la zona republicana se sigue apreciando una cierta diversidad en los enfoques, en los estilos, una mínima capacidad, no exenta de riesgos, de disidencia con la opinión mayoritaria. Nada de esto era posible en la zona nacional, donde cada publicación era un calco de las estrictas instrucciones (expresadas o asumidas) de la ideología que emanaba del gobierno de Burgos.

 

No tiene sentido desgranar algunas de las innumerables anécdotas, curiosidades o hechos deleznables, traiciones y mendacidades que pueblan estas páginas. Tampoco dar nombre a quienes tan encumbrado lo tuvieron en aquellas fechas. El libro concluye con un interesantísimo índice de autores acompañado por una pequeña nota biográfica y referencia a sus obras, que puede hacer de manual de consulta una vez concluida la lectura del libro.

 

Y aquí llegados, es preferible callar y recomendar tan solo la lectura, dejar irse por estas largas páginas que, sin embargo, se hacen cortas, y recuperar el recuerdo de un tiempo que se nos antojaba algo más gris que lo que Trapiello nos desvela. De poder revivir aquellos años duros en los que aún quedaba tiempo para cuestionarse si el dadaísmo o el futurismo eran reaccionarios o progresistas, afanes tan inútiles y estériles como cualquiera de nuestros actuales debates a golpe de tweet, y poder así comprender que cualquiera tiempo pasado no siempre fue mejor porque ahora las letras hablan mientras las armas callan.




 

 

6 de junio de 2023

Los Terranautas (T. C. Boyle)



 

En 1994, en el desierto de Arizona, un millonario visionario, Jeremiah Reed, financia la construcción de una superestructura denominada Ecosphere 2, para replicar de algún modo la vida en la Tierra. Se trata de crear un entorno biológico lo más completo posible y estudiar cómo evoluciona la vida, qué especies son compatibles entre sí, cuáles pueden evolucionar de un modo diferente, qué nivel de oxígeno pueden tolerar los arrecifes, ... pero, por encima de todo, la mayor de las especies, el hombre, cómo se relaciona con sus congéneres, cómo se ven afectados en sus hábitos sociales, mentales o físicos por la reclusión y la continua exposición de su intimidad.

 

A nadie se le escapa que todos estos estudios pueden aportar información muy relevante, por ello, las personas escogidas para entrar, son científicos capaces de estudiar, investigar y rentabilizar de algún modo la inversión. Sin embargo, el objetivo último es tratar de obtener información para una posible vida más allá de la Tierra, es el comienzo de una nueva era, la semilla de la vida extraterrestre en previsión de un desastre nuclear, climático, de un asteroide desorientado, de una tormenta solar.

 

Los Terranautas (Ed. Impedimenta, con traducción de Ce Santiago) nos cuenta la historia de la Ecosphere 2, la segunda tanda del experimento tras un final algo abrupto de la primera ronda. Y comenzamos por el mismísimo día en que la junta directiva hace la selección de los ocho elegidos, cuatro hombres, cuatro mujeres, para encerrarse en ese pequeño mundo a medida durante dos años. Dos de ellos nos contarán la historia desde dentro, una de las excluidas nos dará su visión desde el exterior.

 

Dawn Chapman es una rubia joven, atractiva, cuya misión es encargarse de la agricultura en la Ecosphere. Aunque deja un novio fuera, pronto comienza a sentir atracción por un compañero, otro galán que parece jugar a todas las bandas, una persona, que como tantas otras en la vida, parecen hacer depender su autoestima del efecto que causan en otros. Ramsay Roothoorp es ese otro joven atractivo, seguro de sí mismo, que, en ocasiones, da la impresión de considerar la Ecosphere como un coto cerrado en el que sus víctimas no pueden escapar, donde antes o después, pondrá sus ojos en sus cuatro compañeras.

 

 

 

Pero el contrapunto ideal es Linda Ryu, una joven de origen oriental que en la fase previa a la entrada, realiza las mismas funciones que Dawn y que, por tanto, sabe que si ella es elegida, Dawn será excluida, y viceversa.  De ahí que la noticia de la selección de Dawn creará una brecha insalvable entre Ambas. Judy quedará relegada a la Misión de Control, los encargados de monitorizar todos los aspectos de la vida dentro de la Ecosphera. Desde ahí nos ofrecerá una visión, mezcla de sus sentimientos encontrados, de su objetividad, pero siempre afilados y algo crueles.

 

 

Porque ésta es la estructura de la novela. Los capítulos se nombran en función de cada uno de estos tres protagonistas y en ellos nos ofrecen su particular narración y visión de lo que acontece. Y así, el lector ha de hacerse con la idea real de lo que ocurre ahí dentro sobre la base de estas tres visiones parciales. Y es una perspectiva interesante. Cada uno interpreta los hechos de una manera, cada personaje ofrecerá su particular versión, y de ahí debe extraerse una verdad más o menos objetiva, un ejercicio que presupone la complicidad del lector, su implicación en el proceso.

 

Pero poco de esto ocurre. Sorprendentemente, T. C. Boyle, dotado magistralmente para un lenguaje abigarrado, barroco, lleno de humor y energía, de riqueza apabullante, en esta ocasión, en boca de sus personajes, se torna rutinario, sin matices, tedioso en ocasiones, irrelevante en otras. Triplicar la voz narrativa no sirve para enriquecer la obra ya que uno apenas puede distinguir si el capítulo que lee corresponde a Dawn, Ramsay o Judy por su modo de hablar, su pensamiento. De este modo, la complicidad que decía que debía presumirse en el lector, se desvanece poco a poco en el desencanto de tener que leer por triplicado anécdotas que poco aportan a una tesis de conjunto que tampoco termina de tenerse muy a la vista.

 

Si T. C. Boyle quería escribir una fábula con tintes futuristas, no lo logra al desviar pronto la trama a la relación y conexión entre los personajes, especialmente dentro de la Ecosphere 2. Si lo que pretendía era tratar precisamente cómo nos relacionamos y evolucionamos en una vida conjunta forzada y artificial, qué dinámicas se crean en esos entornos, al modo de El Señor de las moscas, referencia explicitada en el propio texto, tampoco logra su objetivo y los personajes parecen más bien presa del síndrome de Gran Hermano y su zafiedad insulsa. El posible juego que la Misión de Control podía ofrecer a modo de dioses del pequeño grupo encerrado en la estructura no es más que esbozado, tampoco la posible ideología del millonario excéntrico ofrece juego a la historia. Los personajes no logran generar empatía, la trama no avanza sino a golpe de ocurrencias que parecen traídas más por el azar que por un plan preconcebido. En suma, una pequeña decepción, tal vez agravada por la extensión excesiva de la novela.   

 

En algún lugar he leído que la fecha de su publicación en España (2019) venía de perlas con el momento que se vivía, los confinamientos pandémicos. Sin embargo, afortunadamente, poco tiene que ver la realidad vivida con lo aquí fabulado. Sin duda, una referencia más comercial que real. Confiemos en que el talento de T. C. Boyle vuelva a reencontrarse consigo mismo, con su verdadero estilo y su buen saber hacer.