2 de junio de 2024

Los dibujos (Freanz Kafka)

 


 

Franz Kafka es uno de los escritores más reconocibles del siglo XX, probablemente de toda la historia de la Literatura. Pero también sus dibujos son relativamente conocidos ya que han acompañado a muchas de las ediciones de sus obras. Normalmente tenemos a  unos trazos sencillos de una figura ante una barandilla, desplomada sobre una mesa o apoyada en lo que parece ser una farola o una pared. Para los más estudiosos de la obra de Kafka eran conocidos otros dibujos, pero realmente hasta hace pocos años apenas se tenía un conocimiento cierto sobre la extensión y calidad de esta faceta de Kafka.

 

Reconstruyamos brevemente la historia de estos dibujos. Kafka mostró interés por la pintura desde una temprana edad. Cursó estudios y asistió a conferencias sobre historia del Arte, frecuentó círculos artísticos y se interesó por las diversas vanguardias que bullían a comienzos de siglo y, por encima de todo, desarrolló un gusto por el dibujo que queda atestiguado por las numerosas ilustraciones que acompañan a cartas, diarios personales, diarios de viaje, apuntes de su carrera de Derecho o incluso, aunque en menor medida, en los manuscritos de sus textos literarios. Estos dibujos son tanto ilustraciones, como retratos, esbozos al aire libre o incluso meros dibujos geométricos al borde de sus cuadernos, pero en todo caso todos ellos se recogen en hojas sueltas, cuadernos, nunca en lienzos u otros formatos más tradicionales de la pintura.

 

Kafka dedicó considerable atención a estos dibujos hasta aproximadamente 1912 o poco antes, cuando la creación literaria toma el absoluto control de su vocación artística. Así se entiende que Brod se hiciera con algunos de estos dibujos tomándolos literalmente de la papelera de Kafka o recibiéndolos como regalo ante el evidente desinterés de su amigo. Como el propio Brod aseguraba, lo que él no había conseguido rescatar, había sucumbido. 

 

Pero pese a ese supuesto desapego, lo cierto es que los aspectos gráficos siempre fueron muy relevantes para Kafka. Es conocida su insistencia para que La metamorfosis no tuviera ilustraciones, ni tan siquiera en la portada y, de haberla, como finalmente la hubo, que no mostrara al insecto. Es decir, Kafka no deseaba que la lectura de la narración quedara condicionada por la imagen de la portada, quería separar ambos mundos porque era conocedor de esa fuerza plástica, incluso la veía como una posible competencia a su texto.

 

Algo parecido ocurrió con la publicación de El fogonero, primer capítulo del inédito El desaparecido, en el que se mostró reacio a la imagen elegida por el editor Kurtf Wolff tanto por mostrar una Nueva York algo desfasada temporalmente respecto al tiempo de la historia narrada como por esa posible afectación en la impresión del lector.


Sea como fuere, Kafka ya hablaba a Felice Bauer en una carta de los comienzos de su relación epistolar sobre estos dibujos como algo del pasado. Pero lo cierto es que nunca quedaron olvidados y en la redacción de las voluntades testamentarias que preparó para que Max Brod recopilara todos los manuscritos dondequiera que estuvieran y los destruyera, incluía de manera expresa todos sus dibujos. Es decir, Kafka colocaba al mismo nivel sus manuscritos literarios y sus dibujos.

 

Como es sabido, Brod incumplió las peticiones últimas de Kafka, recopiló todos los manuscritos y papeles que pudo y comenzó la ardua tarea de publicar los inéditos, dar forma a los textos incompletos, avanzar interpretaciones, incluso escribir la primera biografía del autor checo. Sin embargo, en marzo de 1939 tuvo que huir de Praga por la entrada de los nazis en Checoslovaquia y emigrar a Israel. Entre su equipaje, los documentos de Kafka, incluyendo sus dibujos.

 

Una parte de estos documentos pertenecía a la familia de Kafka, pero otra era propiedad del propio Brod, por ejemplo el manuscrito de El proceso o los textos de Descripción de una lucha y Preparativos de una boda en el campo. Estos documentos eran propiedad personal de Brod al haberle sido regalados por el propio Kafka. El total de estos documentos era custodiado en la caja fuerte de un banco, pero la tensión árabe-israelí y la crisis del Canal de Suez, hizo temer a Brod nuevamente por la seguridad de ese tesoro, por lo que en 1956  unas voluminosas cajas fueron depositadas en la cámara acorazada del USB de Zúrich.


En 1961 la familia de Kafka dispuso de los documentos entregándolos a la biblioteca Bodleiana de Oxford. Pero los manuscritos de Brod fueron legados a su secretaria, amiga y consejera Ester Hoffe mediante documento privado de 1947, ratificado en 1952.

 

Finalmente, Brod falleció en 1968 y en sus disposiciones testamentarias estipuló que dichos manuscritos pertenecían a Hoffe y que, salvo que se hubiera dispuesto por ella de los mismos (cosa que hizo respecto de manuscritos literarios, pero en ningún caso respecto de dibujos) a su muerte los documentos deberían revertir a la Biblioteca Nacional de Israel o alguna similar.

 

Ya Ester Hoffe tuvo que litigar para poder realizar dichas disposiciones, si bien, obtuvo el reconocimiento de su derecho gracias a la justicia israelí. A la muerte de Hoffe, a sus 101 años, en 2007, comenzó una batalla legal entre la Biblioteca Nacional de Israel, la alemana de Marbach, tras la que estaban también los intereses de Alemania como nación cultural a la que pertenecía Kafka, y las propias hijas y herederas de Hoffe. El veredicto final del Tribunal Supremo de Israel llegó en 2016 resolviendo a favor de la Biblioteca Nacional de Israel y, en 2019, tras la convalidación de la Sentencia por las autoridades judiciales suizas, se procedió a la entrega de las cajas fuertes depositadas en el USB de Zürich quedando, por tanto disponibles todos los documentos.

 

En lo fundamental, los manuscritos literarios eran ya conocidos, puesto que habían sido datados y censados por expertos literarios. Tan solo había novedades menores como los cuadernos con los ejercicios de hebreo de Kafka. Pero, por encima de todo, se tuvo al fin pleno acceso a los dibujos de Kafka en sus formatos originales. Nace así la posibilidad de hacer una publicación definitiva y completa de estas imágenes por primera vez. Brod ya propuso la publicación de una obra similar, de reducidas dimensiones, en los años cuarenta, época en la que mostró un verdadero interés por sentar la opinión de que los dibujos de Kafka eran obras meritorias. Sin embargo, con el tiempo fue rebajando sus propias expectativas y frustró gran parte de los intentos. Diversas propuestas fueron formuladas por expertos, editores y museos a lo largo de los años cincuenta y sesenta, pero encontraron o un desinterés manifiesto o una negativa rotunda. ¿Qué había ocurrido entre tanto?

 

De una parte, Brod comenzó a alegar que estos dibujos, recogidos en pequeños cuadernos, hojas estropeadas, postales y cartas, ofrecían una pobre calidad y un alto riesgo de deterioro ante una exposición de largo alcance. También, esos pobres materiales hacían que en el contexto de una exposición pudieran quedar claramente en evidencia, en suma, Brod comenzó a cuestionar el propio valor de los mismos. Tal vez no eran tan importantes, tal vez el esfuerzo sería visto como un empeño ridículo por dar valor a cualquier cosa que hubiera hecho Kafka, casi como si fuera un pequeño genio en cualquier faceta que hubiera intentado.

 

 


 

Pero también pesaban otras cuestiones más personales. Para la utilización de algunos dibujos en las publicaciones que había realizado de las obras de Kafka había llegado a recortar hojas de cuadernos, había manipulado con torpeza estos materiales y estos métodos le valdrían críticas razonables en un momento en el que había pasado de recibir el aplauso por su labor al sacar a la luz los textos inéditos de Kafka a ser vapuleado por sus dudosos métodos, por sus interpretaciones algo rígidas de la obra de su amigo, por el intento de hacerle pasar por un santo, un sionista convencido, un escritor religioso. En suma, por tratar de crear un Kafka que un estudio riguroso de los materiales literarios y biográficos no siempre respaldaban. Así, es comprensible que Brod no quisiera abrir otro frente de reproches. Por otro lado, no olvidemos que ya desde los años cuarenta Brod no era el propietario real de los dibujos, sino que lo era Hoffe.

 

Y tras este enorme culebrón que nos narra  Kitcher Andreas en la introducción al libro, se nos ofrecen, al fin, los dibujos completos de Kafka en reproducciones fotográficas íntegras, esto es, la imagen de la página del cuaderno correspondiente que lo contiene, incluyendo aquéllas que figuran recortadas por Brod, como monstruosas aunque bienintencionadas heridas.

 

Para un mejor entendimiento de estos dibujos, el libro continúa con dos breves ensayos a cargo de Andreas Kilcher y Judith Butler en los que se describen las relaciones de Kafka y Brod con el mundo del arte, las implicaciones de la relación entre imagen y texto, los aspectos teóricos del lenguaje visual, y otras muchas cuestiones, en ocasiones algo accesorios en relación a los dibujos aquí contenidos.

 

Seguidamente, Pavel Schmidt pasa a hacer una descripción pormenorizada de cada uno de los dibujos con su denominación cuando la tuvieran o una descripción suficiente, y los datos de referencia mínimos con posibles interpretaciones sólo cuando pueden resultar de utilidad sin tratar de influir de otro modo en la percepción del lector o visor.

 

A uno le cabe la duda del motivo de esta ordenación, sin duda algo extraña dado que los dibujos se separan de su explicación y quedan como un apartado más del libro perdiendo, por tanto, el aspecto central que realmente deberían tener.

 

Pero nada de esto importará a quienes admiramos la obra de este autor y para quienes cada pequeño trazo de su mano parece tener ese halo de misterio y profundidad, de extrañedad que le atribuimos a sus escritos. Galaxia Gutenberg ha publicado esta obra en un hermoso volumen, sin duda, un libro que solo interesará al fanático y que, precisamente por ello, aquí comentamos.



25 de mayo de 2024

Elvis (Generación Bibliocafé)


 

Tras la publicación de Oro parece …, la Generación Bibliocafé vuelve a la carga con una nueva propuesta, esta vez para sacar a la luz un nuevo título de relatos haciéndolo coincidir con la presentación del espectáculo Elvis: From Memphis to Las Vegas en el Teatro Auditorio La Rambleta de Valencia.  


Dada la premura del proyecto, la longitud del texto se ha visto acortada a unas ochocientas palabras, si bien, esta restricción no parece haber afectado a la inventiva o la capacidad de emocionar de los autores. Más aún, en un par de ocasiones, nos encontramos con unas mínimas expresiones que acercan el texto a las greguerías de Ramón Gómez de la Serna, presleirías podríamos bautizar al género. 


Aunque uno podría creer que la mayoría de los relatos tendrían al cantante como protagonista, lo cierto es que, en muchos de los casos, ni siquiera es una presencia tangible, tan solo su música es una presencia constante en todos ellos. Sea en forma de canción que se escucha en una comunidad de propietarios de la que nadie conoce el origen, sea en los bailes de adolescentes o en los primeros romances bajo la luz de la luna. Y es que la música tiene esa capacidad para emocionarnos, pero también para evocarnos recuerdos del pasado, incluso para despertar los recuerdos de un antiguo profesor de música, hoy en una residencia de ancianos. También nos lleva al día en que tuvimos que escoger entre los dos jóvenes tan diferentes que nos cortejaban, en la certeza de que erramos en la decisión.


Pero la música no es solo una burbuja en la que nos refugiamos para huir del tiempo que nos ha tocado vivir. Por los barrios peligrosos de Chicago o las calles pobres de Memphis viviremos esa América de la que Elvis habló pocas veces, pero de la que tenía un gran conocimiento. Sus orígenes humildes le llevaron a renegar de los vaqueros, una prenda que se había visto obligado a vestir toda su niñez, o le llevaron a esa ordalía de despilfarro vergonzante, aunque tal vez se le pueda perdonar puesto que de ese modo Elvis creía poder comprar la fidelidad de quienes le rodeaban, sabiendo que su mera persona no parecía ser suficiente para nadie. 


Porque en estos retratos también aflora esa figura ya crepuscular que se consume entre medicamentos y atracones de comida, temeroso de quedar pasado de moda o de no ser recordado tras su muerte. Pero aquí queda probado que nada de ello ocurrió. Vemos cómo una abuela narra a sus nietos su viaje a los Estados Unidos para ver a Elvis en su último concierto (nadie sabía que lo sería) en Indianápolis, otro evento que aparece en varios de estos relatos. 


Este choque generacional se marca en algunas de estas historias. No olvidemos que muchos de los autores apenas nos sosteníamos en pie o ni tan siquiera habíamos nacido cuando Elvis murió. Por eso los padres suelen ser correa de transmisión de la pasión por el músico y la música evoca la niñez del narrador, ese tiempo en el que eran mecidos por las canciones que llegaban desde el radio casette del coche o que nos retrotraen a la infancia cuando casualmente paramos en una emisora de clásicos. 


Y tal vez no sea la música lo que más nos atraiga del cantante. Sin duda, su actitud y apariencia, su juventud insultante y su desvergonzada inocencia en un mundo dominado por los adultos sirvió de estímulo a muchos. Musicalmente llegaron otros después que lo superaron en creatividad y talento, pero como imagen y símbolo, Elvis es imbatible. Así que aquí también tenemos relatos en los que él es de Elvis, ella de los Beatles. 



Y hablando de Liverpool, José Luis Rodríguez, el autor del mejor relato que jamás he leído sobre los Beatles, vuelve a esta conexión. Si Ringo llegó a la banda por George, y éste por Paul y éste por John, Lennon nos llegó por Elvis, ya que antes de él no había nada, solo un incipiente y garrulo skiffle, ante el que la tía Mimi aún podía sentirse confortable. 


Como en ocasiones anteriores, he tenido el honor de ser invitado a colaborar en este proyecto por parte del autor y editor Mauro Guillén. En mi caso he optado por un relato sobre los últimos minutos de vida del Rey en su baño de Graceland, un escenario también elegido con mejores resultados por Jorge Richter, prueba de esa común fatal atracción que sentimos por la triste y solitaria muerte del cantante. 


De Elvis perdonamos su parafernalia algo hortera, sus trajes dorados y las lentejuelas, los flecos y los monos blancos. También nos hacemos cargo de su escaso valor para tomar las riendas de su carrera y deshacerse del infame coronel Parker una vez que quedó patente la chapucería y engaños a los que le sometía. Nada de esto nos importa porque siempre nos quedará como símbolo. Tal y como aparece en el cómico relato de Fuensanta Niñirola, nunca me pises los zapatos de gamuza azul, podrás hacer lo que quieras, pero eso no. Por cierto, esta escritora y artista también es la ilustradora del volumen.


También por estas páginas aparece el amor de Gladys, su madre, que vió morir al hermano gemelo de Elvis en el mismo parto y que se consagró a su hijo superviviente. También aparece el relato de Priscilla en primera persona o los imitadores del Rey, una terrible secuela del mito. 


No podemos despedirnos sin hacer mención al magnífico relato de Mauro Guillén, una fábula sobre el Elvis retirado tras fingir su muerte, único modo de librarse de sus admiradores, sus falsos amigos o el coronel. Pero solo es un relato, porque como nos recuerda Franz Kelle, Elvis vive y es valenciano. Así que no es de extrañar que se haya pasado por la presentación y que desde uno de los palcos haya movido sus cansadas caderas, probablemente operadas varias veces, sin evitar una sonrisa al ver cómo su obra aún nos sigue inspirando y emocionando. 

 

 

15 de mayo de 2024

Los detectives salvajes (Roberto Bolaño)

 


Los detectives salvajes (Anagrama 1998) tiene el regusto a obra maestra y de culto de otros tantos libros de los años noventa como los de Foster Wallace, Palahniuk Bret Easton Ellis. Un tiempo en el que la escritura volvía a ser un medio de desafío y en el que se buscaba romper las fronteras del estilo y la sociedad con propuestas desafiantes. Muchas de éstas no lograron superar una leve excitación inicial y cayeron pronto en el olvido atadas a la realidad del tiempo que las vio nacer. En unos casos por lo circunscrito de su temática, en otros por la escasa valía y mérito del propio texto.


Sin embargo, nada de esto aplica a Los detectives salvajes, tampoco al resto de la obra del autor o a Roberto Bolaño, quien continúa gozando de un enorme reconocimiento sin por ello haber perdido una parte de ese carácter de obra para entendidos, para una gran minoría que puede reconocerse en gustos más esforzados y selectos que el resto de lectores.


El éxito de esta obra puede decirse que fue instantáneo puesto que mereció reconocimientos tales como el Premio de Novela Herralde o el Premio Rómulo Gallegos. También el éxito de público fue notable y así sigue siendo hasta nuestros días gozando de reediciones continuas.


Y, sin embargo, ni por extensión ni por la temática, ni por lo complejo de su estructura o argumento tenía visos de convertirse en un éxito. Reconozco que llego tarde a la obra de Bolaño, es este el primer libro suyo que leo y, pese a ello, he sentido parte del vértigo que debió suscitar en aquellos sus primeros lectore, porque, si bien, Los detectives salvajes no es el primer libro de Bolaño, sí es cierto que es el primero que obtiene tan gran repercusión y que ésta ya no le abandonaría.


Para comenzar, trataremos de ofrecer un pequeño resumen del argumento que se desarrolla de manera fragmentaria a lo largo de toda la obra como pronto veremos. Estamos en el México D.F. de mediados de los setenta, un tiempo entremezclado de revolución y golpes de estado pero en el que unos jóvenes parecen absorbidos por la poesía, por un movimiento de escaso renombre y exigua obra, leves postulados y mucho orgullo: el real visceralismo.


Poco podemos saber de cómo es la obra de este grupúsculo dado que pese a que en el libro se habla mucho de poesía, poca muestra de ella podemos encontrar. Tan solo podemos atisbar que tratan de reflejar con visceralidad la realidad que les rodea, lo que puede ser decir todo como no decir nada.


Pero sea como fuere, este grupo de jóvenes termina por ir disolviéndose al tiempo que sus dos principales figuras, Ulises Lima y Arturo Belano, deben salir a la carrera junto a una prostituta y el otro miembro más joven del grupo, García Madero, al norte de México, a la región de Sonora donde, al tiempo que huyen y buscan refugio de algunos problemas que quieren dejar atrás, aprovechan para localizar el rastro de Cesárea Tinajero, una supuesta poeta de los años veinte a la que consideran, no queda claro el motivo puesto que apenas se conoce poema escrito por su mano, como la verdadera creadora del movimiento real visceralista.


Y el viaje produce revelaciones, como cualquier otro viaje iniciático, y termina por devolver a los protagonistas a la capital y a su posterior salida a diversos destinos en Europa o Latinoamérica, una especie de renuncia o exilio, no se sabe si buscado o forzado.


Nada más se necesita saber y, de hecho, poco más averiguará el lector sobre esta historia algo confusa por la propia dinámica de los personajes. Llegamos aquí, sin embargo, al nudo del mérito de Los detectives salvajes. El libro está dividido en tres partes claramente diferenciadas. Una primera que es el diario de García Madero, el joven que acompaña a Ulises y Arturo a Sonora, desde el día en que entra a formar parte aún sin apenas saberlo de los real visceralistas, hasta que han de salir de la capital federal para salvar sus vidas, todo ello en el año 1975.


A continuación tenemos una segunda parte, la de mayor extensión, formada por cincuenta y tres capítulos de variada longitud en los que la voz narrativa se disgrega. Cada narrador pasa a describir lo que ha conocido de Ulises o Arturo, cómo los ha conocido, dónde se los encontró, qué pensaba de ellos, lo que interpreta, en definitiva su pequeña versión de los hechos. De este modo, avanzamos en el tiempo a salto de mata y de una localización a otra, desde México a los Estados Unidos, París, Tel-Aviv, Malgrat, Barcelona o la Feria del Libro de Madrid. Estos capítulos abarcan desde el año 1976 hasta 1996. Aquí vemos la separación de los dos protagonistas, su renuncia al real visceralismo, sus vidas complejas, rotas y reconstruidas una y otra vez, sus vacíos de todo tipo, su lucha por avanzar, en suma, tenemos el verdadero testimonio en forma biográfica de lo que es el real visceralismo a falta de sus versos.


Y aquí es cuando se retoma nuevamente el diario de García Madero, en el mismo momento en que salen pitando de México D.F. y nos cuenta, de un modo algo más orgánico, los viajes por el norte en busca de Cesárea Tinajero y su separación definitiva de Belano y Lima.


Y es esta estructura lo que sostiene toda la novela, lo que la impulsa y permite que el lector crezca en ella, la habite de algún modo haciéndola suya y atribuyendo voluntades y deseos a los protagonistas. Bolaño opinaba que la mera narración lineal no era sino un eco del pasado y para él toda la novelística había de sostenerse sobre una arquitectura  potente y dinámica, como demuestra en Los detectives salvajes.


Y es así como logra que el lector se pregunte de continuo quiénes son esos detectives salvajes, si los protagonistas en busca del rastro perdido de la poeta Cesárea o quienes parecen seguir su pista y que suelen ser quienes interrogan a muchos de los narradores de la segunda parte. Pero también el lector pasa a formar parte de esos detectives, de quienes tratan de reconstruir un sentido en las vidas de Ulises Lima y Arturo Belano, tal vez obviando que nuestras biografías también toman esa forma poliédrica, que nuestras acciones tampoco son lineales y que vistos desde diferentes ángulos podemos resultar personas divertidas o estériles, ingeniosas o pacatas, generosas o egoístas, abusadoras y abusadas sin riesgo de perder la coherencia.


Y no de otra forma parece actuar Roberto Bolaño puesto que gran parte de los elementos de la novela los toma a préstamo de su propia biografía. Como Belano, con quien evidentemente guarda notable similitud fonética, viene de Chile, como él, vuelve a Chile en el año clave de 1973, poco antes del golpe de estado que derroca a Allende, como él se involucra en los movimientos poéticos de vanguardia del México de los setenta. También como él parece renunciar a los mismos y emigra a Barcelona junto a su madre para terminar viviendo en un pequeño pueblo de la Costa Brava.



Muchas preguntas surgen de todo ello. ¿Qué significa la renuncia al real visceralismo?¿Por qué los amigos se separan y parecen renunciar a todo? ¿Su vida es un fracaso consecuencia de una juventud estéril o es la prueba de la esterilidad y mediocridad de nuestro mundo? Cada lector podrá sacar sus propias conclusiones, completar esos enormes vacíos de que está hecha la obra, porque el silencio, lo que no se dice, es otro de los grandes protagonistas del libro.


Pero poco de esto nos ha de importar. Sin duda, el valor que pudo tener para Bolaño esta conexión biográfica debió ser innegable, pero estos paralelismos no deberían ser tenidos en cuenta para formular un juicio de la novela ni para tratar de avanzar en su interpretación. Al igual que todos los grandes autores, Bolaño toma de esos hechos biográficos los elementos para crear una historia que termina por trascenderlos. Y eso es así para toda la obra de este escritor tan acostumbrado a crear realidad partiendo de la ficción como hizo inventando biografías en La literatura nazi en América o con todas las referencias circulares que pueblan sus obras en las que, por ejemplo, aparece ya citado Arturo Belano previamente a Los detectives salvajes o en las palabras de Cesárea donde se prefigura otro gran libro del mismo autor, 2666.


La obra está escrita en un estilo muy dinámico, de modo que la lectura se hace sencilla pese a lo complejo de la estructura. Uno no tiene la sensación de perderse pero, si en algún momento esto ocurriera, poco importa, puesto que la trama avanza de modo circular. Algunas páginas están repletas de visceralismo propiamente dicho, con excreciones, escenas sexuales detalladamente descritas, pero en otras ocasiones la poética sale a la luz y la belleza de la escritura se manifiesta en primer plano. Y, en su conjunto, ésta es la principal razón por la que he podido disfrutar de la lectura de Los detectives salvajes, porque en sus páginas he hallado una belleza y una armonía contradicha puntualmente por el tono de determinadas partes pero que termina por salir a flote contra toda marea.


Como señaló Bolaño en alguna entrevista, cuando uno se entrega a la poesía de los grandes nombres, cuando se deja acercar a la misma hasta quemarse, la consumación es tal que uno ya no puede volver. Tal vez esto le ocurrió a Bolaño que nunca pudo dejar de publicar poesía en forma de largas novelas.



 

4 de mayo de 2024

Todas las almas (Javier Marías)

 


Leí Todas las almas de Javier Marías unos años después de su publicación (1985), probablemente a mediados de los noventa. Era mi primera lectura de Javier Marías pero el estilo me llamó tanto la atención que enseguida continué por otros títulos como Mañana en la batalla piensa en mí, Corazón tan blanco, Negra espalda del tiempo o la saga de Tu rostro mañana.


Ninguno de estos títulos me ha decepcionado, hasta el punto de leer otro como Faulkner y Nabokov, sobre vidas de escritores, que también me gustó. Recientemente leí sus dos últimas novelas, Berta Isla y Tomás Nevinson, nuevamente dos tremendos aciertos. Aún con la reseña de éstas pendiente de publicar llegó la triste noticia del fallecimiento de Marías y, por tanto, la certeza de no poder volver a sorprenderme con otro de sus textos enrevesados, llenos de vericuetos y reflexiones en las que el narrador y el escritor tienden a mezclarse en una bruma indistinguible. Guardo aún Los enamoramientos como última bala, pendiente de lectura, un último libro que dejé algo apartado porque los comentarios parecían alejarlo algo del supuesto estilo del autor que era precisamente lo que más me gustaba. Al final, tendrá su momento. Pero, entre tanto, decidí volver a aquella primera lectura, a Todas las almas, el libro que me ganó y que, de alguna manera, también fue el disparadero para su autor, la conformación definitiva de un modo de escribir, y por encima de todo, la creación de un universo temático que se ha convertido en tan propio y consustancial como inédito en nuestras letras.


Porque Todas las almas contiene en gran medida todo aquello que vendrá después, pero no de un modo tentativo, de prueba o experimento sino de manera madura y definitiva, en el convencimiento de que así y sobre eso era de lo que quería escribir el autor. Y aquella primera impresión no se ha visto alterada con el tiempo ni con la lectura de la obra posterior de Marías. Encuentro en Todas las almas el perfecto medio de entrada a esta fértil obra, un modo sencillo de conocer si este autor cautivará al lector o si, definitivamente, uno no debe adentrarse en títulos más densos y extensos.


Uno puede preguntarse de dónde toma Marías ese estilo cenagoso y laberíntico en el que las frases se alargan más allá de lo razonable pero que, tras muchos circunloquios regresan al punto de partida para cerrar gramaticalmente el periplo de manera certera. Un estilo en el que pocas cosas pasan y las que suceden no son tanto descritas en cuanto acciones sino tan solo como fruto de la reflexión del narrador. Un texto en el que el acto sexual no es propiamente descrito como tal sino a través de lo que piensa el narrador, lo que experimenta, de algún modo parece que lo que no se expresa mediante el verbo no tiene existencia real porque es a través de la palabra, de la asociación de ideas intelectual, como uno conforma su modo de entender el mundo y, por tanto, la manera en que se contará a futuro, creando un universo circular en el que el centro es esa reflexión.


Y es así como una bolsa de basura, los desechos de una jornada, pueden dar forma al modo de vida de un soltero o de una familia numerosa, al modo en que nos desprendemos y renovamos cada día, a la nostalgia de lo que dejamos ir, al río infinito de Heráclito o a la denuncia de un ramplón ecologismo, porque todo cabe en esa bolsa de basura, ese objeto que no importa al narrador en cuanto tal sino en su función de medio para expresar sus más variopintas ideas sobre cualquier tema, que luego será, o no, relevante para la trama.


Y es aquí donde quizá por primera vez soy consciente de un hallazgo que, con total seguridad habré leído en algún lugar, pues de tan obvio se me revela imposible no haberlo cogido al vuelo de algún artículo, opinión o reseña. Y es que Javier Marías, al que consideramos como un verso suelto de nuestras letras, un escritor anglófilo, extranjerizante, resulta ser un verdadero y fiel seguidor de una larga tradición que hunde sus orígenes en el Barroco español. Porque leyendo este libro he creído ver en esas largas frases, el perfecto contenedor para dejar salir al narrador omnisciente, el mismo estilo que se esconde bajo la prosa de Cervantes, un estilo que de tan amplio permite dar cabida a la crítica social, a la censura de su tiempo, a la nostalgia o la esperanza, sin perder nunca de vista que, en todo caso, su función ha de ser la de entretener, captar la atención del lector y, por tanto, ayudarle a entrar en el mundo narrado.


Y de esto Cervantes sabe mucho, Javier Marías no le va a la zaga. Y no se trata de poner a la misma altura ambas obras, tan solo reconocer una similitud de estilo y poder colocar, al fin, a nuestro autor más anglófilo dentro de lo que seguramente también más valoraba, nuestras letras más clásicas.



También ahora puedo reconocer la voz del narrador, distinta de la del protagonista, al modo de los apartes del teatro clásico, reflexiones que van dirigidas al lector, al público. Asimismo, este texto ha sido un perfecto modo de reconocer el papel del humor dentro de la obra de Marías. A raíz de su fallecimiento, a través de los recuerdos de amigos y conocidos, ha aflorado esa vía cómica, una cierta nostalgia por el mundo de la infancia, por los soldaditos y el disfraz, la impostura y la farsa. Y en estas páginas hay escenas hilarantes, contadas con su seriedad formal, tan solo para exacerbar aún más ese efecto cómico. Así, por ejemplo, su descripción de las high tables, esas comidas ceremoniales de Oxford, donde toda pompa y circunstancia termina derrumbándose en su propia ridiculez. En otra escena en la que viene a describirse una especie de guateque y que no deja de ser tan cómica como la película homónima.  


Hasta el momento no hemos descrito mínimamente el argumento de la novela. Pero poco puede decirse al respecto. Un joven profesor español acude a Oxford durante dos cursos lectivos y es ese periodo del que nos habla este protagonista, ya regresado a España, ya con una vida creada, mujer e hijo, rememorando ese pasado con motivo del conocimiento de diversos fallecimientos de algunos de los allí conocidos.


Esos dos años juegan como una especie de paréntesis y de suspensión del tiempo en la vida del profesor. Casi podríamos hablar de periodo iniciático si no fuera porque apenas hay experiencias trascendentes, tan solo las que aquél toma por tales. Y quizá sea siempre así, lo que nos acontece solo toma relevancia e importancia capital en función de cómo se lo tome cada uno. Lo que para algunos puede resultar un acontecimiento transformador que modelará el resto de su vida, para otros puede revelarse como mera anécdota.


Y en esto Todas las almas refleja tanto en el protagonista como en el autor el efecto de esos dos años. Para Marías, sin duda, ese viaje significó mucho y le permitió alumbrar ese mundo literario tan personal que ya no abandonará. Un efecto transformador que también sirve para el narrador de la novela, que ya vuelto a Madrid, rememora y reconstruye aquel pasado, esos dos años, con cierta extrañeza y distancia, casi como una fábula que debe narrar para creer cierta.


Y dado que estamos ante una suspensión del tiempo, un momento en el que podemos adoptar una vida que no es la nuestra porque sabemos que nadie nos la reclamará cuando regresemos a nuestro vivir habitual, pueden sucedernos extrañas historias como el descubrimiento de viejas historias del servicio secreto británico o de la pequeña comunidad, secta tal vez, seguidora de autores malditos y extraños, como ese John Gawsworth al que posteriormente tanto deberá Marías al heredar el trono del reino de Redonda, nuevo punto de contacto y fusión entre narrador y autor.  

 

Poco nos importa que en la novela, ya se ha dicho, apenas pase nada, ni tan siquiera que prácticamente todos los personajes se expresen de similar manera, sean refinados profesores, libreros de viejo o transeúntes. El lenguaje juega un importante papel en la novela, pero no a modo de diferenciación, tan solo para nuevas reflexiones, para marcar la distancia entre el idioma propio y el adoptado, el inglés, para ver cómo lo emplean en nuestros días esos viejos profesores que todo lo que saben de España es lo leído en las obras de Tirso de Molina, con sus arcaísmos y sus petulancias trasnochadas, o el modo de adjetivar del experto en Valle-Inclán.


Todas las almas es uno de los colegios o fraternidades de Oxford  (All Souls) y de aquí toma el nombre de la novela Javier Marías, si bien, el lector será tentado para creer que el nombre también hace alusión al desnudamiento de los personajes que pueblan el texto, al modo en que afloran sus más íntimos deseos o la negación de los mismos (hablamos de británicos, no se olvide). Porque, de manera sorprendente pese a lo dicho hasta ahora, aunque apenas si pasa algo, a que todos se expresan de manera algo impersonal, la verdad es que Marías logra hacer de todos ellos personajes vívidos, reales, tangibles, almas que pasan por la vida de Marías, como él pasa por la de ellos, como todos somos paseantes de las vivencias ajenas.


Cierro el libro con ganas de más, con la sensación de estar tan solo en el prólogo de una historia que ha de venir, y esa historia se encontrará en muchos de los restantes libros de Marías, a los que bien podría aplicarse el mismo título, ese de todas las almas, porque de eso trataba la obra de Javier Marías, de las almas, las nuestras y la suya.