13 de junio de 2024

New York, New York (Javier Reverte)


 

La Literatura viajera no forma parte de nuestra tradición canónica, a diferencia de lo que ocurre en otras naciones donde el género tiene gran prestigio, lo que implica que grandes autores hayan hecho importantes aportaciones al género.

 

Y es sorprendente ya que España ha sido objeto de numerosos libros de viajeros y visitantes que nos han retratado como bárbaros, gitanos con guitarra, toreros y bandoleros, pobres, corruptos e incultos, salvo contadas excepciones que han evitado el exotismo y caer en el tópico. Desde el Manual para viajeros por España, de Richard Ford, una versión decimonónica de las Guías Lonely Planet, al Viaje por España de Théophile Gautier o La Biblia en España de George Borrow, muchos han dejado su visión de estas tierras sin que por ello hayamos sentido idéntico impulso, ni por visitar las propias de una manera similar, ni por andar por otras y dar cuenta de nuestras impresiones.

 

Pero esta relativa sequía concluye de manera deslumbrante con El sueño de África (1996) de Javier Reverte y sus dos secuelas (Vagabundo en África y Los caminos perdidos de África). En el estilo de otros afamados autores contemporáneos, Reverte encontró una fórmula maestra que atrapó a innumerables lectores. El relato se vertebra sobre la idea del viaje del propio autor, sus anécdotas, miedos y peripecias, debidamente salteadas con notas de color local, conversaciones con quienes se cruza, abundantes referencias históricas al pasado del país visitado y bastantes guiños a las obras de otros viajeros, obras musicales y literarias relacionadas de un modo u otro con ese entorno. También hay un importante peso del contraste y comparación, de cuánto nos parecemos en el fondo pese a las aparentes diferencias, y de cuánto nos separa y podemos aprender de lo ajeno.

 

El éxito de esta fórmula depende en gran medida de la pericia en combinar todos esos elementos, de la manera en que se enhebre un relato coherente, que no ofrezca la impresión de una mera colección de retales tomados de aquí o allá sin más sentido que el de completar el número de páginas requerido por el editor. Desde luego, también pesa el talento para la narración del autor, y el interés del lector en los parajes visitados. Lo primero puede hacer que un lugar sin apenas interés resulte tan apasionante como la India de Kipling, lo segundo puede convertir en digerible una obra que de otro modo habríamos dejado de lado en el estante de la librería.

 

Y dicho todo esto, hay que concluir que Javier Reverte logró en títulos como la ya citada Trilogía de África, u otros como Corazón de Ulises sobre la Grecia clásica o Canta Irlanda, un éxito más que merecido por la calidad e interés de lo escrito.

 

En el caso del libro que aquí nos ocupa, New York, New York (Ed. Plaza & Janés), el sentimiento es ambiguo. De una parte, el talento de Reverte es innegable, su prosa limpia, con pasajes rápidos e ingeniosos, sabe dejar hueco para cierto lirismo, sin cansar por ello, recurriendo siempre a lo literario, dando protagonismo a las grandes figuras en casi la misma medida que a quienes no figuran en los relatos oficiales pero que contribuyeron tanto o más a la Historia.

 

Pero, por otra parte, uno siente que la fórmula se agota y que la esencia de la localización se escapa entre los dedos del autor, que lo que trata de expresar no llega a formularse de manera convincente.

 

Veamos. El planteamiento de New York, New York es el de describir los tres meses que el autor pasó en la ciudad, instalado gracias a los ingresos de un premio literario y con el fin de iniciar la escritura de una novela. Así, el tiempo de Reverte en Nueva York se distribuye como él mismo señala, en paseos errabundos por la urbe y tiempo de escritura. Para ello, toma la forma de diario, en un sentido exclusivamente formal, ya que lo escrito no va dirigido al propio Reverte, sino al lector del libro que sabe que va a publicar, pero sí toma el formalismo de las entradas diarias.

 

Esto le permite dejar un tono de cotidianeidad y rutina, de dar cuenta de como amanece cada día, si llueve o hace calor, de lo que come y dónde, de lo que hacer en cada momento sin mayor rango o discriminación entre lo irrelevante y lo mollar, entre visitas más o menos previsibles y estereotipadas o hechos más interesantes. Y no hay mayor modo de romper la magia del viaje, que verse sometido a una interminable ristra de hechos triviales y que poco aportan, que no responden a una selección del escritor, una debida priorización que permita una narración coherente de la visita. Más bien, nos desliza en ocasiones la sensación de un diario de un personaje de una película de Woody Allen, un ocioso burgués sin mucho que hacer más allá de pasear, visitar exposiciones y hablar con cuantos se cruce pero que, en ningún caso, aporta un valor adicional, una pizca de ese deseo de visitar lo descrito.


En ocasiones resultan más sugerentes las citas y reflexiones de otros autores sobre la ciudad que las que él mismo formula, invitando casi a abandonar el libro por ese otro que parece más inspirado. Y, sin embargo, pese a ello, hay algo que te aferra a estas páginas. Tal vez sea la simpatía por el autor, por esa impresión que deja en ocasiones de que, a diferencia de la odisea africana, cualquiera podría pisar estas calles y hacer lo mismo que él, que no tiene nada especial que mostrarnos, que tal vez, cualquiera puede perderse en esta urbe sin necesidad de que él nos ilumine con mejores artes. Porque, y en esto hay que dar la razón a Reverte, poco podrá hacer para describir el skyline de Manhattan o el esplendor del puente de Brooklyn o la impresión de la Estatua de la Libertad. Poco puede hacer para dibujar ese enjambrado y bullicioso ambiente de las calles neoyorkinas que no tengamos ya en nuestra retina gracias al cine. Nada podrá decirnos que no sepamos sobre esta ciudad, tal vez algún pequeño dato, algún vislumbre inédito, pero Reverte se rinde a la posibilidad de la sorpresa.



Y, visto así, el libro se convierte a mis ojos en el pequeño y culto relato de unas largas vacaciones de un hombre en la capital del mundo. Una persona capaz de comer tartar de salmón en un restaurante francés o de asistir recurrentementea varios conciertos de jazz sin entender nada de esta música. De ir a un concierto de Joan Baez y llorar escuchando The Night They Drove Old Dixie Down, qué no habría hecho si hubiera escuchado a The Band.  Es así como, poco a poco, dejando ver algunas costuras imperfectas, me reconcilio con la lectura y concluyo el libro.


Y gracias a Reverte siempre creeré que las calles de Nueva York saben guardar un silencio tan pasmoso en algunos momentos que equivale a la soledad ruidosa de un bosque o que existen pequeños rincones en Central Park donde uno puede respirar y sentir la presencia de los espíritus de aquellos indios que habitaron la isla antes de la llegada de los holandeses. También será ese lugar donde te puedas encontrar paseando por la calle con un antiguo amigo largamente perdido de visita por la ciudad, y que acude para correr la famosa maratón pero de espaldas, ahí es nada. Un lugar en el que, pese a ser la ciudad que nunca duerme, cada mañana amanecemos para mirar por la ventana qué día nos espera hoy y decidir si asaltamos el bar de la Estación Central y sus ostras o si visitamos la tumba de Federico García, el padre de otro Federico García más famoso, que vino a morir donde su hijo encontró la inspiración para uno de los mejores libros de poesía de nuestro siglo pasado.


Y también, como un poso prejuicioso, tal vez de mera envidia, creeré que ante la grandeza de los paisajes africanos o el inmenso peso de la historia de Occidente condensada en un puñado de islas y una península, el fresco que nos ofrece Nueva York es hueco y superficial. Que la altura de sus rascacielos no es sino un intento inútil y egocéntrico por rivalizar con Babel y que un olivo anciano, azotado por el viento del Egeo guarda más verdad y asienta mejor sus raíces que todo el bajo Manhattan. Y todo esto ahora también lo sé gracias a Reverte.



 

2 de junio de 2024

Los dibujos (Freanz Kafka)

 


 

Franz Kafka es uno de los escritores más reconocibles del siglo XX, probablemente de toda la historia de la Literatura. Pero también sus dibujos son relativamente conocidos ya que han acompañado a muchas de las ediciones de sus obras. Normalmente tenemos a  unos trazos sencillos de una figura ante una barandilla, desplomada sobre una mesa o apoyada en lo que parece ser una farola o una pared. Para los más estudiosos de la obra de Kafka eran conocidos otros dibujos, pero realmente hasta hace pocos años apenas se tenía un conocimiento cierto sobre la extensión y calidad de esta faceta de Kafka.

 

Reconstruyamos brevemente la historia de estos dibujos. Kafka mostró interés por la pintura desde una temprana edad. Cursó estudios y asistió a conferencias sobre historia del Arte, frecuentó círculos artísticos y se interesó por las diversas vanguardias que bullían a comienzos de siglo y, por encima de todo, desarrolló un gusto por el dibujo que queda atestiguado por las numerosas ilustraciones que acompañan a cartas, diarios personales, diarios de viaje, apuntes de su carrera de Derecho o incluso, aunque en menor medida, en los manuscritos de sus textos literarios. Estos dibujos son tanto ilustraciones, como retratos, esbozos al aire libre o incluso meros dibujos geométricos al borde de sus cuadernos, pero en todo caso todos ellos se recogen en hojas sueltas, cuadernos, nunca en lienzos u otros formatos más tradicionales de la pintura.

 

Kafka dedicó considerable atención a estos dibujos hasta aproximadamente 1912 o poco antes, cuando la creación literaria toma el absoluto control de su vocación artística. Así se entiende que Brod se hiciera con algunos de estos dibujos tomándolos literalmente de la papelera de Kafka o recibiéndolos como regalo ante el evidente desinterés de su amigo. Como el propio Brod aseguraba, lo que él no había conseguido rescatar, había sucumbido. 

 

Pero pese a ese supuesto desapego, lo cierto es que los aspectos gráficos siempre fueron muy relevantes para Kafka. Es conocida su insistencia para que La metamorfosis no tuviera ilustraciones, ni tan siquiera en la portada y, de haberla, como finalmente la hubo, que no mostrara al insecto. Es decir, Kafka no deseaba que la lectura de la narración quedara condicionada por la imagen de la portada, quería separar ambos mundos porque era conocedor de esa fuerza plástica, incluso la veía como una posible competencia a su texto.

 

Algo parecido ocurrió con la publicación de El fogonero, primer capítulo del inédito El desaparecido, en el que se mostró reacio a la imagen elegida por el editor Kurtf Wolff tanto por mostrar una Nueva York algo desfasada temporalmente respecto al tiempo de la historia narrada como por esa posible afectación en la impresión del lector.


Sea como fuere, Kafka ya hablaba a Felice Bauer en una carta de los comienzos de su relación epistolar sobre estos dibujos como algo del pasado. Pero lo cierto es que nunca quedaron olvidados y en la redacción de las voluntades testamentarias que preparó para que Max Brod recopilara todos los manuscritos dondequiera que estuvieran y los destruyera, incluía de manera expresa todos sus dibujos. Es decir, Kafka colocaba al mismo nivel sus manuscritos literarios y sus dibujos.

 

Como es sabido, Brod incumplió las peticiones últimas de Kafka, recopiló todos los manuscritos y papeles que pudo y comenzó la ardua tarea de publicar los inéditos, dar forma a los textos incompletos, avanzar interpretaciones, incluso escribir la primera biografía del autor checo. Sin embargo, en marzo de 1939 tuvo que huir de Praga por la entrada de los nazis en Checoslovaquia y emigrar a Israel. Entre su equipaje, los documentos de Kafka, incluyendo sus dibujos.

 

Una parte de estos documentos pertenecía a la familia de Kafka, pero otra era propiedad del propio Brod, por ejemplo el manuscrito de El proceso o los textos de Descripción de una lucha y Preparativos de una boda en el campo. Estos documentos eran propiedad personal de Brod al haberle sido regalados por el propio Kafka. El total de estos documentos era custodiado en la caja fuerte de un banco, pero la tensión árabe-israelí y la crisis del Canal de Suez, hizo temer a Brod nuevamente por la seguridad de ese tesoro, por lo que en 1956  unas voluminosas cajas fueron depositadas en la cámara acorazada del USB de Zúrich.


En 1961 la familia de Kafka dispuso de los documentos entregándolos a la biblioteca Bodleiana de Oxford. Pero los manuscritos de Brod fueron legados a su secretaria, amiga y consejera Ester Hoffe mediante documento privado de 1947, ratificado en 1952.

 

Finalmente, Brod falleció en 1968 y en sus disposiciones testamentarias estipuló que dichos manuscritos pertenecían a Hoffe y que, salvo que se hubiera dispuesto por ella de los mismos (cosa que hizo respecto de manuscritos literarios, pero en ningún caso respecto de dibujos) a su muerte los documentos deberían revertir a la Biblioteca Nacional de Israel o alguna similar.

 

Ya Ester Hoffe tuvo que litigar para poder realizar dichas disposiciones, si bien, obtuvo el reconocimiento de su derecho gracias a la justicia israelí. A la muerte de Hoffe, a sus 101 años, en 2007, comenzó una batalla legal entre la Biblioteca Nacional de Israel, la alemana de Marbach, tras la que estaban también los intereses de Alemania como nación cultural a la que pertenecía Kafka, y las propias hijas y herederas de Hoffe. El veredicto final del Tribunal Supremo de Israel llegó en 2016 resolviendo a favor de la Biblioteca Nacional de Israel y, en 2019, tras la convalidación de la Sentencia por las autoridades judiciales suizas, se procedió a la entrega de las cajas fuertes depositadas en el USB de Zürich quedando, por tanto disponibles todos los documentos.

 

En lo fundamental, los manuscritos literarios eran ya conocidos, puesto que habían sido datados y censados por expertos literarios. Tan solo había novedades menores como los cuadernos con los ejercicios de hebreo de Kafka. Pero, por encima de todo, se tuvo al fin pleno acceso a los dibujos de Kafka en sus formatos originales. Nace así la posibilidad de hacer una publicación definitiva y completa de estas imágenes por primera vez. Brod ya propuso la publicación de una obra similar, de reducidas dimensiones, en los años cuarenta, época en la que mostró un verdadero interés por sentar la opinión de que los dibujos de Kafka eran obras meritorias. Sin embargo, con el tiempo fue rebajando sus propias expectativas y frustró gran parte de los intentos. Diversas propuestas fueron formuladas por expertos, editores y museos a lo largo de los años cincuenta y sesenta, pero encontraron o un desinterés manifiesto o una negativa rotunda. ¿Qué había ocurrido entre tanto?

 

De una parte, Brod comenzó a alegar que estos dibujos, recogidos en pequeños cuadernos, hojas estropeadas, postales y cartas, ofrecían una pobre calidad y un alto riesgo de deterioro ante una exposición de largo alcance. También, esos pobres materiales hacían que en el contexto de una exposición pudieran quedar claramente en evidencia, en suma, Brod comenzó a cuestionar el propio valor de los mismos. Tal vez no eran tan importantes, tal vez el esfuerzo sería visto como un empeño ridículo por dar valor a cualquier cosa que hubiera hecho Kafka, casi como si fuera un pequeño genio en cualquier faceta que hubiera intentado.

 

 


 

Pero también pesaban otras cuestiones más personales. Para la utilización de algunos dibujos en las publicaciones que había realizado de las obras de Kafka había llegado a recortar hojas de cuadernos, había manipulado con torpeza estos materiales y estos métodos le valdrían críticas razonables en un momento en el que había pasado de recibir el aplauso por su labor al sacar a la luz los textos inéditos de Kafka a ser vapuleado por sus dudosos métodos, por sus interpretaciones algo rígidas de la obra de su amigo, por el intento de hacerle pasar por un santo, un sionista convencido, un escritor religioso. En suma, por tratar de crear un Kafka que un estudio riguroso de los materiales literarios y biográficos no siempre respaldaban. Así, es comprensible que Brod no quisiera abrir otro frente de reproches. Por otro lado, no olvidemos que ya desde los años cuarenta Brod no era el propietario real de los dibujos, sino que lo era Hoffe.

 

Y tras este enorme culebrón que nos narra  Kitcher Andreas en la introducción al libro, se nos ofrecen, al fin, los dibujos completos de Kafka en reproducciones fotográficas íntegras, esto es, la imagen de la página del cuaderno correspondiente que lo contiene, incluyendo aquéllas que figuran recortadas por Brod, como monstruosas aunque bienintencionadas heridas.

 

Para un mejor entendimiento de estos dibujos, el libro continúa con dos breves ensayos a cargo de Andreas Kilcher y Judith Butler en los que se describen las relaciones de Kafka y Brod con el mundo del arte, las implicaciones de la relación entre imagen y texto, los aspectos teóricos del lenguaje visual, y otras muchas cuestiones, en ocasiones algo accesorios en relación a los dibujos aquí contenidos.

 

Seguidamente, Pavel Schmidt pasa a hacer una descripción pormenorizada de cada uno de los dibujos con su denominación cuando la tuvieran o una descripción suficiente, y los datos de referencia mínimos con posibles interpretaciones sólo cuando pueden resultar de utilidad sin tratar de influir de otro modo en la percepción del lector o visor.

 

A uno le cabe la duda del motivo de esta ordenación, sin duda algo extraña dado que los dibujos se separan de su explicación y quedan como un apartado más del libro perdiendo, por tanto, el aspecto central que realmente deberían tener.

 

Pero nada de esto importará a quienes admiramos la obra de este autor y para quienes cada pequeño trazo de su mano parece tener ese halo de misterio y profundidad, de extrañedad que le atribuimos a sus escritos. Galaxia Gutenberg ha publicado esta obra en un hermoso volumen, sin duda, un libro que solo interesará al fanático y que, precisamente por ello, aquí comentamos.



25 de mayo de 2024

Elvis (Generación Bibliocafé)


 

Tras la publicación de Oro parece …, la Generación Bibliocafé vuelve a la carga con una nueva propuesta, esta vez para sacar a la luz un nuevo título de relatos haciéndolo coincidir con la presentación del espectáculo Elvis: From Memphis to Las Vegas en el Teatro Auditorio La Rambleta de Valencia.  


Dada la premura del proyecto, la longitud del texto se ha visto acortada a unas ochocientas palabras, si bien, esta restricción no parece haber afectado a la inventiva o la capacidad de emocionar de los autores. Más aún, en un par de ocasiones, nos encontramos con unas mínimas expresiones que acercan el texto a las greguerías de Ramón Gómez de la Serna, presleirías podríamos bautizar al género. 


Aunque uno podría creer que la mayoría de los relatos tendrían al cantante como protagonista, lo cierto es que, en muchos de los casos, ni siquiera es una presencia tangible, tan solo su música es una presencia constante en todos ellos. Sea en forma de canción que se escucha en una comunidad de propietarios de la que nadie conoce el origen, sea en los bailes de adolescentes o en los primeros romances bajo la luz de la luna. Y es que la música tiene esa capacidad para emocionarnos, pero también para evocarnos recuerdos del pasado, incluso para despertar los recuerdos de un antiguo profesor de música, hoy en una residencia de ancianos. También nos lleva al día en que tuvimos que escoger entre los dos jóvenes tan diferentes que nos cortejaban, en la certeza de que erramos en la decisión.


Pero la música no es solo una burbuja en la que nos refugiamos para huir del tiempo que nos ha tocado vivir. Por los barrios peligrosos de Chicago o las calles pobres de Memphis viviremos esa América de la que Elvis habló pocas veces, pero de la que tenía un gran conocimiento. Sus orígenes humildes le llevaron a renegar de los vaqueros, una prenda que se había visto obligado a vestir toda su niñez, o le llevaron a esa ordalía de despilfarro vergonzante, aunque tal vez se le pueda perdonar puesto que de ese modo Elvis creía poder comprar la fidelidad de quienes le rodeaban, sabiendo que su mera persona no parecía ser suficiente para nadie. 


Porque en estos retratos también aflora esa figura ya crepuscular que se consume entre medicamentos y atracones de comida, temeroso de quedar pasado de moda o de no ser recordado tras su muerte. Pero aquí queda probado que nada de ello ocurrió. Vemos cómo una abuela narra a sus nietos su viaje a los Estados Unidos para ver a Elvis en su último concierto (nadie sabía que lo sería) en Indianápolis, otro evento que aparece en varios de estos relatos. 


Este choque generacional se marca en algunas de estas historias. No olvidemos que muchos de los autores apenas nos sosteníamos en pie o ni tan siquiera habíamos nacido cuando Elvis murió. Por eso los padres suelen ser correa de transmisión de la pasión por el músico y la música evoca la niñez del narrador, ese tiempo en el que eran mecidos por las canciones que llegaban desde el radio casette del coche o que nos retrotraen a la infancia cuando casualmente paramos en una emisora de clásicos. 


Y tal vez no sea la música lo que más nos atraiga del cantante. Sin duda, su actitud y apariencia, su juventud insultante y su desvergonzada inocencia en un mundo dominado por los adultos sirvió de estímulo a muchos. Musicalmente llegaron otros después que lo superaron en creatividad y talento, pero como imagen y símbolo, Elvis es imbatible. Así que aquí también tenemos relatos en los que él es de Elvis, ella de los Beatles. 



Y hablando de Liverpool, José Luis Rodríguez, el autor del mejor relato que jamás he leído sobre los Beatles, vuelve a esta conexión. Si Ringo llegó a la banda por George, y éste por Paul y éste por John, Lennon nos llegó por Elvis, ya que antes de él no había nada, solo un incipiente y garrulo skiffle, ante el que la tía Mimi aún podía sentirse confortable. 


Como en ocasiones anteriores, he tenido el honor de ser invitado a colaborar en este proyecto por parte del autor y editor Mauro Guillén. En mi caso he optado por un relato sobre los últimos minutos de vida del Rey en su baño de Graceland, un escenario también elegido con mejores resultados por Jorge Richter, prueba de esa común fatal atracción que sentimos por la triste y solitaria muerte del cantante. 


De Elvis perdonamos su parafernalia algo hortera, sus trajes dorados y las lentejuelas, los flecos y los monos blancos. También nos hacemos cargo de su escaso valor para tomar las riendas de su carrera y deshacerse del infame coronel Parker una vez que quedó patente la chapucería y engaños a los que le sometía. Nada de esto nos importa porque siempre nos quedará como símbolo. Tal y como aparece en el cómico relato de Fuensanta Niñirola, nunca me pises los zapatos de gamuza azul, podrás hacer lo que quieras, pero eso no. Por cierto, esta escritora y artista también es la ilustradora del volumen.


También por estas páginas aparece el amor de Gladys, su madre, que vió morir al hermano gemelo de Elvis en el mismo parto y que se consagró a su hijo superviviente. También aparece el relato de Priscilla en primera persona o los imitadores del Rey, una terrible secuela del mito. 


No podemos despedirnos sin hacer mención al magnífico relato de Mauro Guillén, una fábula sobre el Elvis retirado tras fingir su muerte, único modo de librarse de sus admiradores, sus falsos amigos o el coronel. Pero solo es un relato, porque como nos recuerda Franz Kelle, Elvis vive y es valenciano. Así que no es de extrañar que se haya pasado por la presentación y que desde uno de los palcos haya movido sus cansadas caderas, probablemente operadas varias veces, sin evitar una sonrisa al ver cómo su obra aún nos sigue inspirando y emocionando. 

 

 

15 de mayo de 2024

Los detectives salvajes (Roberto Bolaño)

 


Los detectives salvajes (Anagrama 1998) tiene el regusto a obra maestra y de culto de otros tantos libros de los años noventa como los de Foster Wallace, Palahniuk Bret Easton Ellis. Un tiempo en el que la escritura volvía a ser un medio de desafío y en el que se buscaba romper las fronteras del estilo y la sociedad con propuestas desafiantes. Muchas de éstas no lograron superar una leve excitación inicial y cayeron pronto en el olvido atadas a la realidad del tiempo que las vio nacer. En unos casos por lo circunscrito de su temática, en otros por la escasa valía y mérito del propio texto.


Sin embargo, nada de esto aplica a Los detectives salvajes, tampoco al resto de la obra del autor o a Roberto Bolaño, quien continúa gozando de un enorme reconocimiento sin por ello haber perdido una parte de ese carácter de obra para entendidos, para una gran minoría que puede reconocerse en gustos más esforzados y selectos que el resto de lectores.


El éxito de esta obra puede decirse que fue instantáneo puesto que mereció reconocimientos tales como el Premio de Novela Herralde o el Premio Rómulo Gallegos. También el éxito de público fue notable y así sigue siendo hasta nuestros días gozando de reediciones continuas.


Y, sin embargo, ni por extensión ni por la temática, ni por lo complejo de su estructura o argumento tenía visos de convertirse en un éxito. Reconozco que llego tarde a la obra de Bolaño, es este el primer libro suyo que leo y, pese a ello, he sentido parte del vértigo que debió suscitar en aquellos sus primeros lectore, porque, si bien, Los detectives salvajes no es el primer libro de Bolaño, sí es cierto que es el primero que obtiene tan gran repercusión y que ésta ya no le abandonaría.


Para comenzar, trataremos de ofrecer un pequeño resumen del argumento que se desarrolla de manera fragmentaria a lo largo de toda la obra como pronto veremos. Estamos en el México D.F. de mediados de los setenta, un tiempo entremezclado de revolución y golpes de estado pero en el que unos jóvenes parecen absorbidos por la poesía, por un movimiento de escaso renombre y exigua obra, leves postulados y mucho orgullo: el real visceralismo.


Poco podemos saber de cómo es la obra de este grupúsculo dado que pese a que en el libro se habla mucho de poesía, poca muestra de ella podemos encontrar. Tan solo podemos atisbar que tratan de reflejar con visceralidad la realidad que les rodea, lo que puede ser decir todo como no decir nada.


Pero sea como fuere, este grupo de jóvenes termina por ir disolviéndose al tiempo que sus dos principales figuras, Ulises Lima y Arturo Belano, deben salir a la carrera junto a una prostituta y el otro miembro más joven del grupo, García Madero, al norte de México, a la región de Sonora donde, al tiempo que huyen y buscan refugio de algunos problemas que quieren dejar atrás, aprovechan para localizar el rastro de Cesárea Tinajero, una supuesta poeta de los años veinte a la que consideran, no queda claro el motivo puesto que apenas se conoce poema escrito por su mano, como la verdadera creadora del movimiento real visceralista.


Y el viaje produce revelaciones, como cualquier otro viaje iniciático, y termina por devolver a los protagonistas a la capital y a su posterior salida a diversos destinos en Europa o Latinoamérica, una especie de renuncia o exilio, no se sabe si buscado o forzado.


Nada más se necesita saber y, de hecho, poco más averiguará el lector sobre esta historia algo confusa por la propia dinámica de los personajes. Llegamos aquí, sin embargo, al nudo del mérito de Los detectives salvajes. El libro está dividido en tres partes claramente diferenciadas. Una primera que es el diario de García Madero, el joven que acompaña a Ulises y Arturo a Sonora, desde el día en que entra a formar parte aún sin apenas saberlo de los real visceralistas, hasta que han de salir de la capital federal para salvar sus vidas, todo ello en el año 1975.


A continuación tenemos una segunda parte, la de mayor extensión, formada por cincuenta y tres capítulos de variada longitud en los que la voz narrativa se disgrega. Cada narrador pasa a describir lo que ha conocido de Ulises o Arturo, cómo los ha conocido, dónde se los encontró, qué pensaba de ellos, lo que interpreta, en definitiva su pequeña versión de los hechos. De este modo, avanzamos en el tiempo a salto de mata y de una localización a otra, desde México a los Estados Unidos, París, Tel-Aviv, Malgrat, Barcelona o la Feria del Libro de Madrid. Estos capítulos abarcan desde el año 1976 hasta 1996. Aquí vemos la separación de los dos protagonistas, su renuncia al real visceralismo, sus vidas complejas, rotas y reconstruidas una y otra vez, sus vacíos de todo tipo, su lucha por avanzar, en suma, tenemos el verdadero testimonio en forma biográfica de lo que es el real visceralismo a falta de sus versos.


Y aquí es cuando se retoma nuevamente el diario de García Madero, en el mismo momento en que salen pitando de México D.F. y nos cuenta, de un modo algo más orgánico, los viajes por el norte en busca de Cesárea Tinajero y su separación definitiva de Belano y Lima.


Y es esta estructura lo que sostiene toda la novela, lo que la impulsa y permite que el lector crezca en ella, la habite de algún modo haciéndola suya y atribuyendo voluntades y deseos a los protagonistas. Bolaño opinaba que la mera narración lineal no era sino un eco del pasado y para él toda la novelística había de sostenerse sobre una arquitectura  potente y dinámica, como demuestra en Los detectives salvajes.


Y es así como logra que el lector se pregunte de continuo quiénes son esos detectives salvajes, si los protagonistas en busca del rastro perdido de la poeta Cesárea o quienes parecen seguir su pista y que suelen ser quienes interrogan a muchos de los narradores de la segunda parte. Pero también el lector pasa a formar parte de esos detectives, de quienes tratan de reconstruir un sentido en las vidas de Ulises Lima y Arturo Belano, tal vez obviando que nuestras biografías también toman esa forma poliédrica, que nuestras acciones tampoco son lineales y que vistos desde diferentes ángulos podemos resultar personas divertidas o estériles, ingeniosas o pacatas, generosas o egoístas, abusadoras y abusadas sin riesgo de perder la coherencia.


Y no de otra forma parece actuar Roberto Bolaño puesto que gran parte de los elementos de la novela los toma a préstamo de su propia biografía. Como Belano, con quien evidentemente guarda notable similitud fonética, viene de Chile, como él, vuelve a Chile en el año clave de 1973, poco antes del golpe de estado que derroca a Allende, como él se involucra en los movimientos poéticos de vanguardia del México de los setenta. También como él parece renunciar a los mismos y emigra a Barcelona junto a su madre para terminar viviendo en un pequeño pueblo de la Costa Brava.



Muchas preguntas surgen de todo ello. ¿Qué significa la renuncia al real visceralismo?¿Por qué los amigos se separan y parecen renunciar a todo? ¿Su vida es un fracaso consecuencia de una juventud estéril o es la prueba de la esterilidad y mediocridad de nuestro mundo? Cada lector podrá sacar sus propias conclusiones, completar esos enormes vacíos de que está hecha la obra, porque el silencio, lo que no se dice, es otro de los grandes protagonistas del libro.


Pero poco de esto nos ha de importar. Sin duda, el valor que pudo tener para Bolaño esta conexión biográfica debió ser innegable, pero estos paralelismos no deberían ser tenidos en cuenta para formular un juicio de la novela ni para tratar de avanzar en su interpretación. Al igual que todos los grandes autores, Bolaño toma de esos hechos biográficos los elementos para crear una historia que termina por trascenderlos. Y eso es así para toda la obra de este escritor tan acostumbrado a crear realidad partiendo de la ficción como hizo inventando biografías en La literatura nazi en América o con todas las referencias circulares que pueblan sus obras en las que, por ejemplo, aparece ya citado Arturo Belano previamente a Los detectives salvajes o en las palabras de Cesárea donde se prefigura otro gran libro del mismo autor, 2666.


La obra está escrita en un estilo muy dinámico, de modo que la lectura se hace sencilla pese a lo complejo de la estructura. Uno no tiene la sensación de perderse pero, si en algún momento esto ocurriera, poco importa, puesto que la trama avanza de modo circular. Algunas páginas están repletas de visceralismo propiamente dicho, con excreciones, escenas sexuales detalladamente descritas, pero en otras ocasiones la poética sale a la luz y la belleza de la escritura se manifiesta en primer plano. Y, en su conjunto, ésta es la principal razón por la que he podido disfrutar de la lectura de Los detectives salvajes, porque en sus páginas he hallado una belleza y una armonía contradicha puntualmente por el tono de determinadas partes pero que termina por salir a flote contra toda marea.


Como señaló Bolaño en alguna entrevista, cuando uno se entrega a la poesía de los grandes nombres, cuando se deja acercar a la misma hasta quemarse, la consumación es tal que uno ya no puede volver. Tal vez esto le ocurrió a Bolaño que nunca pudo dejar de publicar poesía en forma de largas novelas.