7 de diciembre de 2024

Mundofiltro: Cómo los algoritmos han aplanado la cultura (Kyle Chayka)


¿Qué pasa cuando el arte de descubrir se reemplaza por un algoritmo que decide por ti? En Mundofiltro, Kyle Chayka desentraña cómo las plataformas digitales han convertido la promesa de un internet libre en un campo de comodidad y conformismo. Desde las redes sociales hasta la música que escuchamos, todo parece diseñado para evitar sorpresas, manteniéndonos en una burbuja de repetición. Pero Chayka no solo diagnostica el problema: su viaje hacia una experiencia más auténtica nos invita a repensar nuestra relación con la tecnología.



Kyle Chayka es un afamado periodista, ganador de un premio por un artículo sobre el turismo en Islandia, que escribe sobre cultura y tecnología en medios como The New Yorker The New York Times Magazine o Harper`s.

 

Nacido en 1978, como muchas personas de su generación, ha vivido en una burbuja en la que ha ido conformando el sentido de su vida en torno a rutinas como consultar a cada pocos minutos las redes sociales desde su móvil, torturarse por un tweet con menos interacciones de las esperadas, buscar los mejores ángulos y enfoques para sus fotos de Instagram, ver la serie de la que todos hablaban, entrar en los debates que creía que movían el mundo. En Mundofiltro: Cómo los algoritmos han aplanado la cultura (Gatopardo) nos narra su viaje por este nuevo mundo que nos ha tocado vivir y lo que de él ha aprendido.


En un principio fue internet, la promesa de un acceso a fuentes de información más libres e independientes no dominadas por el poder, surgidas desde abajo, con acceso directo por parte de unos usuarios ávidos de gobernar sus propios gustos y aficiones, de poder investigar nuevas formas de cultura, de opinión y de información más allá de los cauces tradicionales.

 

Esta edad dorada era proclive para los nerds, esa panda de descerebrados que podían volcar en páginas de ínfima categoría, al menos vistas con nuestros ojos actuales, todas sus rarezas e inquietudes. Era una buena forma de compartir información, de aprender y tomar sugerencias de otros, de adentrarse en el mundo de una forma nunca antes vista.

 

Y a ese mundo casi virgen llegaron poco a poco algunos invitados que parecían compartir ese amateurismo y espíritu comunitario. Pensemos en Facebook, una red social cuya principal y originaria vocación era la de poner en contacto a estudiantes, de hecho, según nos cuenta Chayka, inicialmente tan solo se podía acceder si  se estaba matriculado en una Universidad. Se podía conocer a nuevos amigos del campus  facilitando el inicio de relaciones o el contacto entre personas con gustos y aficiones comunes que, ya fuera de internet, podían compartir en la “vida real”.

 

Cada septiembre, con la entrada de nuevos estudiantes, se creaba una pequeña época de locura, de personas que no conocían los códigos de conducta, que armaban bulla, pero nada que no pudiera superarse a los pocos meses de iniciado el curso. La apertura a todo el público creó ‘un septiembre perpetuo y. al tiempo, abrió la voracidad de la compañía de Zuckerberg quien comprendió que cuanto más creciese su base de usuarios, más posibilidades tendría de monetizar el invento.

 

 

 

Y para lograr este objetivo se fue pervirtiendo el ánimo primigenio, ya no se trataba de un lugar en el que poder seguir la vida de los amigos con los que se había perdido contacto, la revisión cronológica de la información de las personas a las que seguía el autor pronto se alteró para pasar a estar regida por el algoritmo. Éste es el punto clave del libro, así que pasaremos más detalladamente a explicar este concepto.

 

 

 

En lugar de mostrarnos la información cronológica de las personas a las que seguimos, Facebook comenzó a alterar este patrón cronológico para introducir  noticias y publicaciones de personas a las que no seguías, pero que pagaban por aparecer destacadas, medios de comunicación y  empresas que publicitaban sus servicios, o personas que habían comenzado a ganarse la vida explotando una nueva función que hoy creemos consustancial a internet, los influencers.

 

En efecto, el muro de Facebook se convirtió en un batiburrillo en el que se mostraban publicaciones de todo tipo que una máquina (realmente una creación de unos ingenieros al servicio de los intereses empresariales de Facebook) habían decidido que era lo que al usuario realmente le interesaba. Chayka utiliza como metáfora la máquina del siglo XIX conocida como El Turco, un autómata que fue paseado por medio mundo causando asombro por su capacidad para ganar partidas de ajedrez a los incrédulos humanos que se atrevían a desafiarla. Sin embargo, como se supo muchos años después, bajo esa estructura se encontraba un humano de baja estatura experto en el juego, causando el engaño. Así, el algoritmo, que se muestra como un instrumento neutro y aséptico, realmente responde a una creación humana, una decisión empresarial, una voluntad de primar determinadas interacciones penalizando otras. Es decir, detrás de toda gran máquina siempre hay un humano, alguien que toma las decisiones, programa y decide, cuando hablemos de algoritmo, no olvidemos que detrás siempre hay decisiones humanas.

 

Y ese algoritmo decidía, en función de tus contactos, de lo que estos consideraban interesante, de los enlaces que compartían, lo que tú mismo compartías o por lo que mostrabas aprecio o disgusto, y con todo ello, unido siempre a los intereses comerciales de la empresa, alteraron aquel espíritu original convirtiendo Facebook en un lugar de escaso atractivo para quienes querían otro tipo de comunidad.

 

Los directivos de la empresa dejaron pronto claro que lo que buscaban con su público cautivo era precisamente ofrecerles todo lo que pudieran necesitar sin precisar salir de su entorno., una vocación que les ha llevado a destruir posibles competidores por el procedimiento de poner encima de la mesa ingentes cantidades de dinero como ha ocurrido con Youtube, Whatsapp o Instagram a la que volveremos más adelante.

 

La deriva de Facebook hizo crecer a competidores como Twitter, una red que proponía un ámbito de discusión reducido a un determinado número de caracteres, primando la información y la concisión, nuevamente facilitando que uno siguiera a determinadas personas, fuentes o medios en los que confiaba, Y nuevamente la empresa terminó por pervertir ese espíritu, porque un logaritmo favorecía que los tweets mostrados no coincidieran necesariamente con los de las personas a quienes se seguía, donde era más importante el número de retweets que la fecha de publicación, dando así prevalencia al contenido más extremo, el que levantaba más odios y rechazo, donde había medios que podían pagar por ser mostrados con preferencia.

 

Y vayamos a Instagram, otra red donde el objetivo era compartir imágenes, se suponía que una pequeña ventana a nuestro día a día, una forma de compartir nuestras visitas a lugares interesantes, nuestras mascotas o platos favoritos. Pero la historia se repite, especialmente a partir de la compra de la empresa por parte de Facebook. El algoritmo vuelve a decidir por nosotros, vuelve a pervertir el sentido original. Y así podemos continuar con gran parte de los servicios de internet. Google ya no ofrece una alta fiabilidad a la hora de mostrar los resultados de sus búsquedas, colocando en la parte alta enlaces patrocinados. Spotify o Netflix nos ofrecen continuas recomendaciones en función de lo que escuchamos y vemos, lo que hacen quienes ven y escuchan lo mismo que nosotros, buscar una película o un disco saltando la propuesta del algoritmo es cada vez una tarea más compleja, menos accesible por parte de las empresas, deseosas de ofrecernos una experiencia narcotizante y abrumadora que no nos haga plantearnos salir de ellas, que maximice nuestro consumo, nuestra exposición a la publicidad que les financia.


Pero, ¿realmente es relevante que nuestro ocio venga condicionado por intereses mercantiles? ¿No ha sido así siempre? ¿Es una situación que debe preocuparnos, forzar políticas públicas y una estricta regulación?


Chayka demuestra que los algoritmos tienen la capacidad de influir en el mundo real de más maneras de las que podría creerse. Tenemos acontecimientos tan relevantes como la toma del Capitolio por un grupo de chiflados unidos por redes sociales y medios que creaban lo que se ha venido a denominar como "cámara de eco", una situación en la que todas las noticias a que nos vemos expuestos son las que ratifican nuestras opiniones, por más absurdas que resulten. Compartimos ideas con quienes piensan como nosotros y el algoritmo va excluyendo de nuestros intercambios todo lo que podría ayudarnos a rebatirlas, matizarlas, convirtiéndonos en burbujas ideológicas sin capacidad empática con el resto de la  Humanidad. Esto genera una creciente polarización, la difusión de bulos, teorías conspirativas y, en consecuencia, un empeoramiento de la calidad democrática de nuestros países.


Empresas como Arnb han afectado a ciudades enteras, incrementando el precio de las viviendas, expulsando a los ciudadanos originarios por el incremento de precios y la desaparición de comercios habituales en favor de esos locales con encanto, insangrameables hasta el paroxismo.


La salud mental también parece verse alterada. Nunca antes se había mostrado tanta preocupación por el desequilibrio emocional de unos jóvenes que viven su vida en redes , sociales. Chayka nos cuenta el caso del sucidio de una joven, Molly Russell, que había desarrollado tendencias suicidas y que, a raíz de sus búsquedas en la web había comenzado a recibir todo tipo de noticias, enlaces y recomendaciones en diversas plataformas como Facebook o Pinterest, excluyendo la posibilidad de buscar ayuda, hundiéndola en una espiral que la llevó a la muerte.


Y de todo ello puede dar buena cuenta el autor, acostumbrado a dedicar interminables horas pensando qué palabras emplear para que cada tweet reciba mas atención, qué ángulo es el adecuado para el algoritmo de Instagram. En sus numerosos viajes por el extranjero sentía comodidad por visitar los cafés que había visto recomendados, locales totalmente parejos, con un estilo de decoración industrial más o menos igual, en Tokyo o Dublín, alojándose en apartamentos que mostraban la mano de un interiorismo uniformador pensado para mejorar el posicionamiento en  las parrillas de las plataformas de alquileres vacacionales.  Escuchando la música que le sugería Spotify y viendo las películas y series que parecían entretenerle más. Una vida, en suma, organizada por otros y conforme a unos gustos que él no había decidido pero que, por alguna razón, tampoco terminaba de rechazar. Una comodidad ambigua porque no podía parar de vivir de ese modo sin llegar a sentir auténtica vinculación con cuanto consumía.


Y así rememora cómo surgieron sus primeras pasiones, cómo descubrió la música en su adolescencia, a través de amigos, revistas especializadas, emisoras alternativas. Cómo llegó a su director de cine preferido, el que a cada película lograba sorprenderle. Y cómo este descubrimiento individual, no solía ser sencillo, que no siempre era lineal, que llevaba a mucha prueba y error, a gastar unos fondos magros en compras de discos que debían amortizarse adecuadamente forzando escuchas repetidas hasta descubrir matices que en un primer momento no habían sido debidamente apreciados, pudiendo compartir la información con otras personas de su entorno y recibiendo una influencia recíproca.



Es lo que el autor denomina curadoría, el proceso por el que las personas se dejan influir por quienes tienen un mayor y mejor conocimiento sobre determinados aspectos, una guía para adentrarse en mundos complejos y enriquecedores, algo que el algoritmo y las plataformas no pueden sustituir fácilmente. Su epifanía llegó una noche en un atasco en el que, por azar, sintonizó la radio y escuchó un programa en el que el locutor iba desgranando diversas conexiones entre las canciones seleccionadas, llevando de un estilo a otro y dejando a nuestro autor boquiabierto. El eclecticismo y lo que aprendió, el contexto recibido, tan alejado de la fría y desnuda repetición musical de las listas de Spotify le hicieron replantearse su modo de vivir en mundofiltro.


Durante unos cinco meses renunció a redes sociales, a escuchar música y ver series conforme el algoritmo. Al principio sentía la ansiedad de creer que se estaba perdiendo algo relevante, una obra maestra del cine, un local de moda al que nadie podría faltar. Pero poco a poco se fue acostumbrando y descubrió que retomaba viejas aficiones como la fotografía, pero no el tipo de imágenes que capturaba últimamente para subir a Instagram, todo lo contrario, ese estilo plano, falsamente luminoso,repetitivo hasta la náusea de las fotos de Instagram había cedido a su propia personalidad. También sus gustos musicales volvieron a sendas más luminosas.


Descubrió que el arte volvía a importarle y sacudirle, a dar sentido a su vida. Lo que veía en Netflix o lo que escuchaba en Spotify estaba bien, se parecía mucho a lo que había disfrutado previamente, una garantía de que no le aburriría, pero también un seguro a la indiferencia, a no sentirse sacudido por nada. Porque ese es el efecto que sobre la cultura tiene el algoritmo, la capacidad de matar la improvisación, el desafío, del escubrimiento casual, el abrirse a lo inesperado, ese aplanamiento del que se habla en el título del libro.


Cuando el autor volvió a las redes descubrió que seguían teniendo ventajas, podía compartir sus ideas y aprender de otros, pero ya no pasaba tanto tiempo como sus amigos, y la razón no se debía a que se forzara a ello sino a que comenzaban a resultarle aburridas. Las propuestas del algoritmo no podían superar a las de expertos que se abrían paso a través de otras plataformas alternativas, en visitas presenciales a museos, a salas de cine independientes.


Como se ha dicho, mundofiltro tiene efectos más allá de la cultura, por ello Chayka aboga por una regulación que explicite el algoritmo, que explique a los usuarios los motivos concretos de cada publicación que se le muestre, que podamos bloquear el funcionamiento del mismo y que nuestras redes sociales respondan realmente a este nombre.   


Mundofiltro es una oportunidad para reflexionar sobre quién decide por nosotros en un mundo en el que se ensalza precisamente que el individuo es el rey, que somos libres para elegir entre una infinidad de oportunidades que la nueva tecnología pone a nuestro favor. Chayka nos alerta de que podemos estar cayendo bajo el mismo error de quienes se enfrentaban al autómata, al Turco,  y que no eran sino víctimas de un engaño. Ojalá en unos años podamos mirar a este tiempo y también reírnos de nuestra inocencia, porque ya hayamos superado este mundofiltro.





29 de noviembre de 2024

Orientalismo (Edward W. Said)


 

En 1978, Edward W. Said sacudió los cimientos de la academia y la cultura occidental con su obra Orientalismo. Lo que parecía ser una mera exploración del pensamiento oriental se reveló como una crítica profunda y provocadora de cómo Occidente ha construido, manipulado y distorsionado la imagen de Oriente durante siglos. Este libro no solo invita a repensar nuestra percepción del "otro", sino que nos obliga a enfrentarnos a nuestras propias ideas preconcebidas y a cuestionar las raíces de muchas de nuestras creencias más arraigadas.



En 1978, Edward W. Said (palestino de nacimiento y profesor en la Universidad de Columbia) publicó Orientalismo (Editorial Debate) generando una enorme polémica y un debate que años después, con la reedición de la obra, en 1995, aún no había cesado.


Sin embargo, Said no hizo otra cosa que poner nombre a una corriente de pensamiento que venía desarrollándose desde siglos atrás, desplegando sus efectos en todo tipo de cuestiones y que parecía haber pasado inadvertida en cuanto a sus implicaciones y consecuencias. Al definir, nombrar y dibujar sus orígenes y evolución terminó por agraviar a unos y otros.


Pero, ¿qué es el orientalismo? Para Said es el proceso de construcción de la imagen e idea que de Oriente se tiene en Occidente. Una imagen que evoluciona con el tiempo pero que va dejando un poso de tópicos e ideas apenas sometidas a crítica y que no solo influye en el modo en que percibimos Oriente, sino que determina también la manera en que Oriente se percibe a sí mismo y, muy especialmente, su relación con Occidente.


La contraposición entre Este y Oeste, pese a lo etérea que resulta desde un punto de vista geográfico, histórico o conceptual, puede remontarse a los tiempos griegos. Una mitología que nos habla de los hoplitas heroicos alzándose en armas para defender sus libertades civiles frente a la homogeneidad de un imperio persa brutal, ciego, oscuro y asesino. Casi una preparación para la victoria final de Alejandro Magno sobre todos aquellos pueblos o para la instalación del Imperio Romano, sentando su capitalidad compartida en el mismísimo Bizancio, es decir, en el pie de Oriente. Pero poco o nada de esto quedará puesto que en la dinámica histórica surgirá la pujanza de una nueva religión, el Islam, que rodeará a Europa por el Sur del Mediterráneo ocupando casi por completo la Península Ibérica y, por el lado opuesto, derribará el rescoldo oriental de Roma y dominará a los pueblos de los Balcanes llegando al corazón de la vieja Europa con el asedio de Viena.


Las cruzadas, la resistencia de Constantinopla, Lepanto, la independencia de Grecia, todo ello son hitos en esa confrontación que pasa a convertirse en una lucha entre ellos y nosotros, entre nuestras ideas y las suyas. Unas ideas nuestras que van abandonando poco a poco la oscuridad y el clericalismo para abrirse a la investigación y a la Ciencia, a los progresos técnicos, al futuro, frente a un mundo anclado en un pasado confuso, monolítico, tosco y turbulento, arracimado e informe. Un sentimiento de superioridad que terminará por extenderse más allá de la Ciencia a aspectos como la moral, lo racial, lo que hoy venimos a llamar de forma muy ligera como supremacismo.


Como el propio autor señala, son conocidos los viajes de europeos por el Oriente, desde el hipotético periplo de Marco Polo a las más fiables historias de Alí Bey, Ruy González de Clavijo o Pedro Páez. Por contra, Battuta, el más famoso viajero árabe, redujo su peregrinar a las tierras de su credo. Este centrarse en uno mismo, el ensimismamiento, llevó a la dificultad para elaborar un pensamiento que definiera para todo Oriente una concepción propia, más aún, una visión de qué representaba para ellos Occidente, a diferencia de lo que comenzaban a hacer los occidentales, que siempre tomarían como vara de medir su propia civilización.  


Porque, con el tiempo, los europeos elegirían Oriente como destino favorito para sus viajes. Desde Chateaubriand a Flaubert, Disraeli o Burton, estos viajeros traían a Europa de vuelta una visión que ya nacía repleta de tópicos y prejuicios, racismo y desdén. Es el mismo tiempo en que se hacía el Grand Tour, se recorría Italia admirando la gloria de su pasado y desmereciendo a sus actuales habitantes como latinos inferiores, un escalón siempre por debajo de los rectos protestantes del Norte. Otro tanto podría decirse de los viajeros que visitaban España a la caza de toreros y gitanos y, aún hoy, de guitarras y siestas; qué se le va a hacer, es ese encanto que nosotros negamos el que ven reflejado en nuestras costumbres, tal vez porque les afirman en su sentimiento de estar ante los restos de la cultura islámica que una vez nos dominó. 


En esa visión juega un importante papel la supuesta sensualidad oriental, el juego de la seducción y la ligereza de costumbres que todos estos autores pudieron disfrutar rozando o cruzando las líneas de la moralidad de sus propios países, cayendo no solo en la prostitución flagrante sino en la pedofilia en alguna ocasión. Todo muy edificante cuando se pretende al tiempo sermonear sobre las víctimas de sus vicios.


 

Volvamos por un momento atrás en el tiempo, al inicio formal de ese orientalismo, al momento en que toma auténtica carta de naturaleza, esto es, a la campaña egipcia de Napoleón. Esa campaña tan mal planificada y peor resuelta, que solo logró disimular el fracaso más absoluto gracias a la huida de Napoleón y su coronación como Emperador años después. Fue acompañada de una pléyade de historiadores, estudiosos y filólogos que tomaron el país y sus misterios al asalto. Todas las especulaciones teóricas sobre el pasado remoto podían ser puestas a prueba sobre el terreno y bien que se hizo. Al igual que las expediciones científicas habían surcado los mares durante el siglo anterior (Cook, Malaspina), ahora los científicos recorrían las arenas ardientes de los desiertos para maravillarse ante un pasado magnificente y una ensoñación en la que el origen del Cristianismo en Palestina no era ajeno y jugaba un importante papel.


Y lo que allí vieron les convenció de que los actuales habitantes no estaban a la altura de su legado histórico, y se fue forjando la idea de que el Oriente no era sino un lugar llamado a ser ocupado por los occidentales, en especial por las grandes potencias, Gran Bretaña y Francia a la cabeza, si bien pronto Rusia y Alemania reclamarían su parte del botín. Creían que esos pueblos no estaban sino para dar fe de su pasado y para servir a los intereses económicos y geopolíticos de las potencias coloniales. Y este convencimiento de superioridad se extiende incluso al siglo XX cuando otra nación aporte a esta tradición del Orientalismo su propia visión los Estados Unidos, creyéndose llamados a traer la libertad al mundo, sea con sus doce puntos (Harold Wilson), sea con las simplistas ideas de traer la democracia a Irak o Pakistán con los resultados que ya todos conocemos.


Porque lo que más revela el Orientalismo, como muy bien señala Said, no es tanto la realidad de Oriente, todo lo contrario, lo que refleja es la imagen que de sí tiene Occidente, una imagen que se vislumbra con el reflejo acristalado de un Oriente frente al que se cree superior.


Y así, por estas páginas Said va desvelando las semillas de este pensamiento, rastreando en los escritos de literatos, de geógrafos, de lingüistas, de religiosos, todas estas ideas. Ve esa evolución y cómo el Orientalismo muta desde una mera curiosidad intelectual hasta el verdadero interés por una clase dominante que aspira a colonizar este espacio. El Orientalismo se convierte en una parte importante de las enseñanzas académicas, los trabajos publicados se multiplican y el interés del público crece puesto que muchos aspiran a ser funcionarios en las colonias, a comerciar con ellas, a dominar en suma ese Oriente sobre el que aún se piensa como si hubiera salido de Las mil y una noches cuya versión traducida por Burton se convirtió en todo un éxito y referente.


De esta visión nadie escapaba. Said reflexiona sobre el modo en que la filología fue el germen de gran parte de estas ideas, con su selección arbitraria de textos originales orientales, sacados de contexto, incluso mal traducidos y reproducidos hasta la saciedad como justificación de sus propias conclusiones preconcebidas. También pone de manifiesto el contradictorio discurso de la izquierda haciendo foco en Marx quien cree que la sociedad oriental es inferior, hay que elevarla, desarrollarla, cree que su pensamiento político, tan occidental por otro lado, puede jugar ese papel, lo mismo que los jerarcas del Imperio Británico al que desprecia. Tampoco muestra una especial preocupación por el individuo oriental, solo le preocupa la masa inerte y narcotizada que el orientalismo dibuja para obviar que tras este retrato hay individuos concretos, con aspiraciones legítimas y tan dignas como las de un londinense o las de un vecino de Tréveris.


Y Occidente alcanza físicamente el dominio de este Oriente. La India forma parte del Imperio Británico, se despliega el gran juego con Rusia, Francia e Inglaterra se disputan Egipto, Palestina, Siria, Jordania, y este impulso colonizador nace, en parte, de ese Orientalismo previo, de la conciencia de que somos capaces de definir en pocos rasgos el carácter propio de medio globo con una simpleza y arrogancia vergonzantes. La apatía, el escaso interés por la vida pública, el histrionismo en los comportamientos sociales, la afectación y la indolencia, todo ello opuesto al rigorismo, a la ciencia y la técnica, al orden colonial.


Porque los políticos de estas naciones ahora omnipotentes, sus militares, sus gobernadores sobre el terreno, los funcionarios y los comerciantes que allí se instalan viajan con todas estas concepciones bien formadas en un todo coherente, una cosmovisión que nadie se ha preocupado de cuestionar.


No es difícil trazar la evolución fatídica del siglo XX, el desastre de gran parte de los procesos de descolonización, la ruina dejada tras la tormenta, el radicalismo y odio a Occidente que se ve en los telediarios, el modo en que aún interpretamos cómo estos pueblos deben salvarse a sí mismos, la ilusión generada por la llamada Primavera árabe, tal vez interpretada aún en esa clave orientalista.


El epílogo de la edición actual de Orientalismo recoge las reflexiones de Said acerca del modo en que fue recibida su obra. Se lamenta de que pocos pudieron juzgarla de manera ecuánime. Los árabes, los orientales en general, le reprocharon su visión occidentalizada, los países occidentales le acusaron de manipulación de los hechos, de reducir su crítica a lo ridículo. También pone de manifiesto que su visión es parcial en el sentido de que estudia el Orientalismo centrándolo en una visión exclusiva de la producción intelectual de Inglaterra y Francia, más levemente Estados Unidos y Alemania, obviando que en Occidente existen otras sensibilidades que tal vez hayan sabido interpretar mejor la realidad oriental, por condiciones geográficas o históricas, como es el caso de España o los Balcanes y Grecia.


Sea como fuere, este libro se presenta como una excelente oportunidad de replantearse gran parte de los conceptos que damos por sentados, de reflexionar sobre las construcciones intelectuales y sus motivos, las circunstancias que las hicieron nacer. Y, sea como fuere, lo cierto es que evidencia el inmenso abismo que aún hoy separa a dos grandes bloques geográficos y humanos que, pese a estar llamados a entenderse, caminan por mundos paralelos, ajenos el uno al otro.

 

 

 

 

20 de noviembre de 2024

Kafka (Pietro Citati)

 


¿Quién fue realmente Franz Kafka? En Kafka, Pietro Citati no busca simplificar, sino explorar las complejidades de un autor cuyo genio parece inabarcable. Esta obra no es una biografía, ni un análisis literario al uso, sino un viaje por los recovecos de su mente y sus textos. Desde las tensiones con su padre hasta su obsesión por la literatura como un veneno y un salvavidas, Citati nos sumerge en las contradicciones que definieron al hombre que vislumbró, sin alcanzar, su propia Tierra Prometida.

 

 

Continuamos leyendo obras en torno a Kafka con motivo del centenario de su fallecimiento y, en este caso, toca el turno a este volumen de Pietro Citati, titulado Kafka, sin más, que fue publicado por Acantilado hace ya unos años. Citati es un autor italiano que tiene, entre diversos honores y reconocimientos, el de ser duque del reino de Redonda, lo que nos puede dar una idea del tipo de literatura a que se dedicó este notable intelectual italiano fallecido en 2022.


La principal dificultad de este volumen viene a la hora de definirlo. No se trata de una biografía ni de un estudio de la obra de Kafka. Tampoco pretende ofrecer interpretaciones sobre la misma ni discurrir sobre la vigencia de su obra. Y, sin embargo, es un poco de todo ello.


El esquema central son las obras de Kafka, y para los periodos más vacíos de las mismas, como su vida preliteraria, su periodo de romance con Felice o los últimos meses de vida, los capítulos toman más bien un tono biográfico. En el resto de casos la obra deriva más bien en cierta perífrasis de los principales textos de Kafka y la glosa detallada que de ellos hace Citati.


Precisemos que, por textos, entendemos cualquier narración, novela (esbozada o concluida), diarios, correspondencia, capítulos sueltos y así hasta completar la más diversa de las escrituras del autor. Porque con todas ellas construye Citati un todo completo y coherente en el que pretende hallar un espíritu propio de Kafka, espíritu que como el de todas las personas evoluciona en el tiempo y en el que las prioridades van mutando según la vida nos empuja de uno a otro lado.


Pero la obra de Kafka es tan compleja pese a su brevedad y ofrece tantas posibles interpretaciones, vías de escape y recovecos que Citati no siempre logra salir de algo más que la mera repetición de los argumentos sin ir más allá, así ocurre en el caso de algunos relatos breves que parecen escabullirse entre las manos sin lograr ir más allá de la interpretación convencional.  


Sin embargo, Citati tiene hallazgos muy relevantes a la hora de afrontar el objeto de su estudio. Uno de los mejores ejemplos es el que se refiere a la metáfora de la tierra de Canaán, es decir, un destino liberador, tal vez prometido por un Dios omnímodo pero ausente, territorio al que Kafka debería aspirar, un lugar en el que todas las dificultades parecen menos gravosas. Y esa tierra de Canaán puede ser Felice y, por eso, a ella se aferra pese a todas las dificultades. Porque Kafka es conocedor de que la promesa sagrada implica la renuncia a un veneno que le atormenta y que le tiene atenazado, la Literatura. Sabe que caer en los brazos de la berlinesa es abandonar la Literatura, ambos mundos son incompatibles. Las preocupaciones burguesas por la casa de la pareja, los muebles, las visitas familiares, todo ello conspira contra la creación de Kafka, contra la pureza de la que cree nace toda su inspiración. Al menos así lo cree desde la epifánica noche en la que escribió La condena, trágica puesto que le crea una ilusión de la creación algo alejada de lo que será capaz de reproducir en el futuro, arrastrando sus nervios, su salud o su vida entera. Y esa tierra de Canaán se le muestra sugerente, una forma fácil de salir del torrente en que vive, pero tal vez solo para caer en otro.


Como muy bien reflexiona Citati, Kafka ya vivió en la tierra de Canaán y decidió renunciar a ella. Y en ese tiempo, Moisés era su padre, el temible Hermann Kafka y Canaán era Praga, los alrededores de la Plaza Vieja, ese pequeño círculo al que quedaba constreñida la vida del escritor pero en el que tenía asegurado su porvenir en el próspero negocio familiar, en las rutinas de una familia judía germanófila del Imperio. Tan solo debía someterse a esas manías de su padre, a los cuidados de su madre y a las conveniencias de sus amistades. Y a ello renunció Kafka.


Y la metáfora llega hasta Milena, una amante voluptuosa frente a la casta, tal vez frígida Felice, un torbellino que aúna ese atractivo sexual que Kafka siempre vió como ajeno al matrimonio, más propio de los encuentros casuales (o no) con prostitutas. Pero, además, Milena era una intelectual checa brillante, solo aplastada por su vida en una Viena que veía lo checo como una rusticidad que debía esconderse y por un marido lleno de ego que temía que su esposa le hiciera sombra. Milena era todo lo contrario de Felice de quien tan solo podía admirar su talento práctico, una cualidad totalmente ajena a Kafka. En ella se personifica nuevamente la promesa de una tierra sagrada, de un lugar en el que asentar la nueva vida de Kafka y compatibilizar todas sus inclinaciones. Con Felice la Literatura quedaba proscrita, con Milena podía abrazar ambas, no en vano ella había sido incluso traductora al checo de algunas de sus obras.


Y, sin embargo, Milena tampoco sería el destino feliz de Kafka. Su complicada vida matrimonial se interponía con firmeza. También podemos plantearnos si una relación presidida por una fuerte pulsión sexual que no quedaría reprimida como seguramente hubiera ocurrido con Felice, no habría agotado las fuerzas espirituales de Kafka. Sea como fuere, lo cierto es que en ambos casos el curso de la correspondencia sigue un ritmo similar. Desde el encandilamiento inicial a la contramarcha. Ama pero pone encima de la mesa todas las pegas y miserias que puede aportar a la relación, se desprecia y, con ello, desprecia el amor que se le ofrece, quiere pero a la vez no quiere, prefiere que las cosas ocurran, un impás que ninguna de las mujeres soportará, sin lograr obtener un rechazo explícito del autor, como sí lo recibió otra prometida menos compleja, Julie, la camarera praguense con la que Kafka se comprometió, probablemente con el único fin de cavar una ancha trinchera entre su vida privada y su familia.


También en la comparación entre El castillo y El proceso, obras que muchos autores consideran variaciones sobre el mismo tema, muestra Citati su finura de análisis. Para él, en El proceso, el protagonista se ve cuestionado, amenazado, acorralado (claramente es conocedor de la teoría de Canetti) y esto le hace saltar, tratar de buscar incansablemente el modo de probar su inocencia. Sin embargo, en El castillo, K. es quien inicia la búsqueda, es él quien quiere llegar al castillo, quien muestra ese interés, esa intención, en el sentido de la interpretación de Brod, de buscar a Dios. Un Dios que, señala Citati, semeja un remedo del relato extraído de El proceso titulado Ante la Ley, porque el castillo parece el destino puesto expresamente a disposición de K. y solo para K.


Y es que en el momento en el que Kafka inicia la escritura de El castillo, ya ha tenido el brote de tuberculosis y, pese a sus esfuerzos por tratar la enfermedad en diversos sanatorios, sabe que ha perdido la partida. Ya no aspira a esa tierra prometida, sabe que el tiempo se agota y sale a buscar la verdad. Ya lo hizo a través de los impresionantes aforismos que redacta en su retiro campestre de Zürau, pero agranda su búsqueda con esta gran novela.


Sin embargo, lo poco que K. logra entrever del castillo no es muy reconfortante. Nos recuerda otros relatos que parecen traídos de su imaginación onírica. En El mensaje del emperador nos habla de la metáfora de la imposibilidad de huir, siempre queda atrapado. El emperador (Dios) muere pero no pasa nada, todo sigue igual, tampoco él quedará liberado aunque muera su padre, huya de él, aunque se case con Felice, no hay escape. Tampoco en La metamorfósis hay posibilidad de huida, el hijo es tolerado, se le alimenta pero se le oculta, todo queda dentro, los trapos sucios se lavan en casa si bien es la hermana la que rompe las normas, la que deja de mostrarle afecto condenando ya a Gregor Samsa a la muerte real.


Por otro lado, también nos ofrece la explicación del cambio entre la dickensiana El desaparecido y el cambio a El proceso. La primera es una obra que fluye, con diversos personaje, riqueza de paisajes, una complejidad que terminó por desbaratar el intento de Kafka y llegar a un final que su técnica es incapaz de completar, le fallan las fuerzas.



Por ello, el siguiente intento novelístico es más acorde a las capacidades que Kafka ha aprendido a reconocer. Los personajes suelen limitar sus apariciones a un capítulo concreto. Cada uno de estos se constriñe a un asunto específico, una escena con comienzo y fin. Un esquema, por tanto, menos fluido, pero más eficaz a la hora de transmitir esa angustia, la asfixia vital que va ahogando poco a poco a Joseph K.


Citati, como escritor, nos ofrece una excelente oportunidad de conocer la trastienda de Kafka, ese modo de construir una historia, de construir un relato portentoso, eficaz, la infinidad de pistas que el autor deja tras de sí, sus referencias, todos los instrumentos narrativos a que un autor puede recurrir. No estamos ante un crítico, sino ante un compañero de profesión de Kafka que se maravilla de los logros de su colega y los comparte con nosotros. En este sentido, la lectura de este libro es gozosa y abre el apetito de volver a los originales, de releer a Kafka con esta nueva visión.


Pero terminemos nuestra historia siguiendo la estela de Canaán. ¿No consiguió Kafka vislumbrar siquiera esta tierra prometida? Como Moisés, quedó varado a orillas del Jordán sin poder llegar a la tierra prometida pero habiéndola vislumbrado en la distancia. Traduzcamos. Los últimos meses de la vida de Kafka suponen su único y auténtico romance puro. Dora Diamant fue la afortunada y quien le permitió atisbar la felicidad que siempre se le había derramado como arena en la palma de las manos. Con ella logra reunir las fuerzas suficientes para abandonar definitivamente Praga y mudarse a Berlín, la peor ciudad en el peor momento, prueba de que su esfuerzo fue decidido. Ni las penurias económicas ni los problemas sociales que permitían atisbar un futuro convulso lograron apagar el entusiasmo de la pareja. Kafka no tuvo que renunciar a la Literatura, al menos no cuando su debilitada salud se lo permitía.


Y con este recuerdo de lo visto abordó su último viaje a Kierling, el último sanatorio, donde falleció hace cien años acompañado de Dora y de su amigo de los últimos años, Robert Klopstock.