29 de noviembre de 2024

Orientalismo (Edward W. Said)


 

En 1978, Edward W. Said sacudió los cimientos de la academia y la cultura occidental con su obra Orientalismo. Lo que parecía ser una mera exploración del pensamiento oriental se reveló como una crítica profunda y provocadora de cómo Occidente ha construido, manipulado y distorsionado la imagen de Oriente durante siglos. Este libro no solo invita a repensar nuestra percepción del "otro", sino que nos obliga a enfrentarnos a nuestras propias ideas preconcebidas y a cuestionar las raíces de muchas de nuestras creencias más arraigadas.



En 1978, Edward W. Said (palestino de nacimiento y profesor en la Universidad de Columbia) publicó Orientalismo (Editorial Debate) generando una enorme polémica y un debate que años después, con la reedición de la obra, en 1995, aún no había cesado.


Sin embargo, Said no hizo otra cosa que poner nombre a una corriente de pensamiento que venía desarrollándose desde siglos atrás, desplegando sus efectos en todo tipo de cuestiones y que parecía haber pasado inadvertida en cuanto a sus implicaciones y consecuencias. Al definir, nombrar y dibujar sus orígenes y evolución terminó por agraviar a unos y otros.


Pero, ¿qué es el orientalismo? Para Said es el proceso de construcción de la imagen e idea que de Oriente se tiene en Occidente. Una imagen que evoluciona con el tiempo pero que va dejando un poso de tópicos e ideas apenas sometidas a crítica y que no solo influye en el modo en que percibimos Oriente, sino que determina también la manera en que Oriente se percibe a sí mismo y, muy especialmente, su relación con Occidente.


La contraposición entre Este y Oeste, pese a lo etérea que resulta desde un punto de vista geográfico, histórico o conceptual, puede remontarse a los tiempos griegos. Una mitología que nos habla de los hoplitas heroicos alzándose en armas para defender sus libertades civiles frente a la homogeneidad de un imperio persa brutal, ciego, oscuro y asesino. Casi una preparación para la victoria final de Alejandro Magno sobre todos aquellos pueblos o para la instalación del Imperio Romano, sentando su capitalidad compartida en el mismísimo Bizancio, es decir, en el pie de Oriente. Pero poco o nada de esto quedará puesto que en la dinámica histórica surgirá la pujanza de una nueva religión, el Islam, que rodeará a Europa por el Sur del Mediterráneo ocupando casi por completo la Península Ibérica y, por el lado opuesto, derribará el rescoldo oriental de Roma y dominará a los pueblos de los Balcanes llegando al corazón de la vieja Europa con el asedio de Viena.


Las cruzadas, la resistencia de Constantinopla, Lepanto, la independencia de Grecia, todo ello son hitos en esa confrontación que pasa a convertirse en una lucha entre ellos y nosotros, entre nuestras ideas y las suyas. Unas ideas nuestras que van abandonando poco a poco la oscuridad y el clericalismo para abrirse a la investigación y a la Ciencia, a los progresos técnicos, al futuro, frente a un mundo anclado en un pasado confuso, monolítico, tosco y turbulento, arracimado e informe. Un sentimiento de superioridad que terminará por extenderse más allá de la Ciencia a aspectos como la moral, lo racial, lo que hoy venimos a llamar de forma muy ligera como supremacismo.


Como el propio autor señala, son conocidos los viajes de europeos por el Oriente, desde el hipotético periplo de Marco Polo a las más fiables historias de Alí Bey, Ruy González de Clavijo o Pedro Páez. Por contra, Battuta, el más famoso viajero árabe, redujo su peregrinar a las tierras de su credo. Este centrarse en uno mismo, el ensimismamiento, llevó a la dificultad para elaborar un pensamiento que definiera para todo Oriente una concepción propia, más aún, una visión de qué representaba para ellos Occidente, a diferencia de lo que comenzaban a hacer los occidentales, que siempre tomarían como vara de medir su propia civilización.  


Porque, con el tiempo, los europeos elegirían Oriente como destino favorito para sus viajes. Desde Chateaubriand a Flaubert, Disraeli o Burton, estos viajeros traían a Europa de vuelta una visión que ya nacía repleta de tópicos y prejuicios, racismo y desdén. Es el mismo tiempo en que se hacía el Grand Tour, se recorría Italia admirando la gloria de su pasado y desmereciendo a sus actuales habitantes como latinos inferiores, un escalón siempre por debajo de los rectos protestantes del Norte. Otro tanto podría decirse de los viajeros que visitaban España a la caza de toreros y gitanos y, aún hoy, de guitarras y siestas; qué se le va a hacer, es ese encanto que nosotros negamos el que ven reflejado en nuestras costumbres, tal vez porque les afirman en su sentimiento de estar ante los restos de la cultura islámica que una vez nos dominó. 


En esa visión juega un importante papel la supuesta sensualidad oriental, el juego de la seducción y la ligereza de costumbres que todos estos autores pudieron disfrutar rozando o cruzando las líneas de la moralidad de sus propios países, cayendo no solo en la prostitución flagrante sino en la pedofilia en alguna ocasión. Todo muy edificante cuando se pretende al tiempo sermonear sobre las víctimas de sus vicios.


 

Volvamos por un momento atrás en el tiempo, al inicio formal de ese orientalismo, al momento en que toma auténtica carta de naturaleza, esto es, a la campaña egipcia de Napoleón. Esa campaña tan mal planificada y peor resuelta, que solo logró disimular el fracaso más absoluto gracias a la huida de Napoleón y su coronación como Emperador años después. Fue acompañada de una pléyade de historiadores, estudiosos y filólogos que tomaron el país y sus misterios al asalto. Todas las especulaciones teóricas sobre el pasado remoto podían ser puestas a prueba sobre el terreno y bien que se hizo. Al igual que las expediciones científicas habían surcado los mares durante el siglo anterior (Cook, Malaspina), ahora los científicos recorrían las arenas ardientes de los desiertos para maravillarse ante un pasado magnificente y una ensoñación en la que el origen del Cristianismo en Palestina no era ajeno y jugaba un importante papel.


Y lo que allí vieron les convenció de que los actuales habitantes no estaban a la altura de su legado histórico, y se fue forjando la idea de que el Oriente no era sino un lugar llamado a ser ocupado por los occidentales, en especial por las grandes potencias, Gran Bretaña y Francia a la cabeza, si bien pronto Rusia y Alemania reclamarían su parte del botín. Creían que esos pueblos no estaban sino para dar fe de su pasado y para servir a los intereses económicos y geopolíticos de las potencias coloniales. Y este convencimiento de superioridad se extiende incluso al siglo XX cuando otra nación aporte a esta tradición del Orientalismo su propia visión los Estados Unidos, creyéndose llamados a traer la libertad al mundo, sea con sus doce puntos (Harold Wilson), sea con las simplistas ideas de traer la democracia a Irak o Pakistán con los resultados que ya todos conocemos.


Porque lo que más revela el Orientalismo, como muy bien señala Said, no es tanto la realidad de Oriente, todo lo contrario, lo que refleja es la imagen que de sí tiene Occidente, una imagen que se vislumbra con el reflejo acristalado de un Oriente frente al que se cree superior.


Y así, por estas páginas Said va desvelando las semillas de este pensamiento, rastreando en los escritos de literatos, de geógrafos, de lingüistas, de religiosos, todas estas ideas. Ve esa evolución y cómo el Orientalismo muta desde una mera curiosidad intelectual hasta el verdadero interés por una clase dominante que aspira a colonizar este espacio. El Orientalismo se convierte en una parte importante de las enseñanzas académicas, los trabajos publicados se multiplican y el interés del público crece puesto que muchos aspiran a ser funcionarios en las colonias, a comerciar con ellas, a dominar en suma ese Oriente sobre el que aún se piensa como si hubiera salido de Las mil y una noches cuya versión traducida por Burton se convirtió en todo un éxito y referente.


De esta visión nadie escapaba. Said reflexiona sobre el modo en que la filología fue el germen de gran parte de estas ideas, con su selección arbitraria de textos originales orientales, sacados de contexto, incluso mal traducidos y reproducidos hasta la saciedad como justificación de sus propias conclusiones preconcebidas. También pone de manifiesto el contradictorio discurso de la izquierda haciendo foco en Marx quien cree que la sociedad oriental es inferior, hay que elevarla, desarrollarla, cree que su pensamiento político, tan occidental por otro lado, puede jugar ese papel, lo mismo que los jerarcas del Imperio Británico al que desprecia. Tampoco muestra una especial preocupación por el individuo oriental, solo le preocupa la masa inerte y narcotizada que el orientalismo dibuja para obviar que tras este retrato hay individuos concretos, con aspiraciones legítimas y tan dignas como las de un londinense o las de un vecino de Tréveris.


Y Occidente alcanza físicamente el dominio de este Oriente. La India forma parte del Imperio Británico, se despliega el gran juego con Rusia, Francia e Inglaterra se disputan Egipto, Palestina, Siria, Jordania, y este impulso colonizador nace, en parte, de ese Orientalismo previo, de la conciencia de que somos capaces de definir en pocos rasgos el carácter propio de medio globo con una simpleza y arrogancia vergonzantes. La apatía, el escaso interés por la vida pública, el histrionismo en los comportamientos sociales, la afectación y la indolencia, todo ello opuesto al rigorismo, a la ciencia y la técnica, al orden colonial.


Porque los políticos de estas naciones ahora omnipotentes, sus militares, sus gobernadores sobre el terreno, los funcionarios y los comerciantes que allí se instalan viajan con todas estas concepciones bien formadas en un todo coherente, una cosmovisión que nadie se ha preocupado de cuestionar.


No es difícil trazar la evolución fatídica del siglo XX, el desastre de gran parte de los procesos de descolonización, la ruina dejada tras la tormenta, el radicalismo y odio a Occidente que se ve en los telediarios, el modo en que aún interpretamos cómo estos pueblos deben salvarse a sí mismos, la ilusión generada por la llamada Primavera árabe, tal vez interpretada aún en esa clave orientalista.


El epílogo de la edición actual de Orientalismo recoge las reflexiones de Said acerca del modo en que fue recibida su obra. Se lamenta de que pocos pudieron juzgarla de manera ecuánime. Los árabes, los orientales en general, le reprocharon su visión occidentalizada, los países occidentales le acusaron de manipulación de los hechos, de reducir su crítica a lo ridículo. También pone de manifiesto que su visión es parcial en el sentido de que estudia el Orientalismo centrándolo en una visión exclusiva de la producción intelectual de Inglaterra y Francia, más levemente Estados Unidos y Alemania, obviando que en Occidente existen otras sensibilidades que tal vez hayan sabido interpretar mejor la realidad oriental, por condiciones geográficas o históricas, como es el caso de España o los Balcanes y Grecia.


Sea como fuere, este libro se presenta como una excelente oportunidad de replantearse gran parte de los conceptos que damos por sentados, de reflexionar sobre las construcciones intelectuales y sus motivos, las circunstancias que las hicieron nacer. Y, sea como fuere, lo cierto es que evidencia el inmenso abismo que aún hoy separa a dos grandes bloques geográficos y humanos que, pese a estar llamados a entenderse, caminan por mundos paralelos, ajenos el uno al otro.

 

 

 

 

20 de noviembre de 2024

Kafka (Pietro Citati)

 


¿Quién fue realmente Franz Kafka? En Kafka, Pietro Citati no busca simplificar, sino explorar las complejidades de un autor cuyo genio parece inabarcable. Esta obra no es una biografía, ni un análisis literario al uso, sino un viaje por los recovecos de su mente y sus textos. Desde las tensiones con su padre hasta su obsesión por la literatura como un veneno y un salvavidas, Citati nos sumerge en las contradicciones que definieron al hombre que vislumbró, sin alcanzar, su propia Tierra Prometida.

 

 

Continuamos leyendo obras en torno a Kafka con motivo del centenario de su fallecimiento y, en este caso, toca el turno a este volumen de Pietro Citati, titulado Kafka, sin más, que fue publicado por Acantilado hace ya unos años. Citati es un autor italiano que tiene, entre diversos honores y reconocimientos, el de ser duque del reino de Redonda, lo que nos puede dar una idea del tipo de literatura a que se dedicó este notable intelectual italiano fallecido en 2022.


La principal dificultad de este volumen viene a la hora de definirlo. No se trata de una biografía ni de un estudio de la obra de Kafka. Tampoco pretende ofrecer interpretaciones sobre la misma ni discurrir sobre la vigencia de su obra. Y, sin embargo, es un poco de todo ello.


El esquema central son las obras de Kafka, y para los periodos más vacíos de las mismas, como su vida preliteraria, su periodo de romance con Felice o los últimos meses de vida, los capítulos toman más bien un tono biográfico. En el resto de casos la obra deriva más bien en cierta perífrasis de los principales textos de Kafka y la glosa detallada que de ellos hace Citati.


Precisemos que, por textos, entendemos cualquier narración, novela (esbozada o concluida), diarios, correspondencia, capítulos sueltos y así hasta completar la más diversa de las escrituras del autor. Porque con todas ellas construye Citati un todo completo y coherente en el que pretende hallar un espíritu propio de Kafka, espíritu que como el de todas las personas evoluciona en el tiempo y en el que las prioridades van mutando según la vida nos empuja de uno a otro lado.


Pero la obra de Kafka es tan compleja pese a su brevedad y ofrece tantas posibles interpretaciones, vías de escape y recovecos que Citati no siempre logra salir de algo más que la mera repetición de los argumentos sin ir más allá, así ocurre en el caso de algunos relatos breves que parecen escabullirse entre las manos sin lograr ir más allá de la interpretación convencional.  


Sin embargo, Citati tiene hallazgos muy relevantes a la hora de afrontar el objeto de su estudio. Uno de los mejores ejemplos es el que se refiere a la metáfora de la tierra de Canaán, es decir, un destino liberador, tal vez prometido por un Dios omnímodo pero ausente, territorio al que Kafka debería aspirar, un lugar en el que todas las dificultades parecen menos gravosas. Y esa tierra de Canaán puede ser Felice y, por eso, a ella se aferra pese a todas las dificultades. Porque Kafka es conocedor de que la promesa sagrada implica la renuncia a un veneno que le atormenta y que le tiene atenazado, la Literatura. Sabe que caer en los brazos de la berlinesa es abandonar la Literatura, ambos mundos son incompatibles. Las preocupaciones burguesas por la casa de la pareja, los muebles, las visitas familiares, todo ello conspira contra la creación de Kafka, contra la pureza de la que cree nace toda su inspiración. Al menos así lo cree desde la epifánica noche en la que escribió La condena, trágica puesto que le crea una ilusión de la creación algo alejada de lo que será capaz de reproducir en el futuro, arrastrando sus nervios, su salud o su vida entera. Y esa tierra de Canaán se le muestra sugerente, una forma fácil de salir del torrente en que vive, pero tal vez solo para caer en otro.


Como muy bien reflexiona Citati, Kafka ya vivió en la tierra de Canaán y decidió renunciar a ella. Y en ese tiempo, Moisés era su padre, el temible Hermann Kafka y Canaán era Praga, los alrededores de la Plaza Vieja, ese pequeño círculo al que quedaba constreñida la vida del escritor pero en el que tenía asegurado su porvenir en el próspero negocio familiar, en las rutinas de una familia judía germanófila del Imperio. Tan solo debía someterse a esas manías de su padre, a los cuidados de su madre y a las conveniencias de sus amistades. Y a ello renunció Kafka.


Y la metáfora llega hasta Milena, una amante voluptuosa frente a la casta, tal vez frígida Felice, un torbellino que aúna ese atractivo sexual que Kafka siempre vió como ajeno al matrimonio, más propio de los encuentros casuales (o no) con prostitutas. Pero, además, Milena era una intelectual checa brillante, solo aplastada por su vida en una Viena que veía lo checo como una rusticidad que debía esconderse y por un marido lleno de ego que temía que su esposa le hiciera sombra. Milena era todo lo contrario de Felice de quien tan solo podía admirar su talento práctico, una cualidad totalmente ajena a Kafka. En ella se personifica nuevamente la promesa de una tierra sagrada, de un lugar en el que asentar la nueva vida de Kafka y compatibilizar todas sus inclinaciones. Con Felice la Literatura quedaba proscrita, con Milena podía abrazar ambas, no en vano ella había sido incluso traductora al checo de algunas de sus obras.


Y, sin embargo, Milena tampoco sería el destino feliz de Kafka. Su complicada vida matrimonial se interponía con firmeza. También podemos plantearnos si una relación presidida por una fuerte pulsión sexual que no quedaría reprimida como seguramente hubiera ocurrido con Felice, no habría agotado las fuerzas espirituales de Kafka. Sea como fuere, lo cierto es que en ambos casos el curso de la correspondencia sigue un ritmo similar. Desde el encandilamiento inicial a la contramarcha. Ama pero pone encima de la mesa todas las pegas y miserias que puede aportar a la relación, se desprecia y, con ello, desprecia el amor que se le ofrece, quiere pero a la vez no quiere, prefiere que las cosas ocurran, un impás que ninguna de las mujeres soportará, sin lograr obtener un rechazo explícito del autor, como sí lo recibió otra prometida menos compleja, Julie, la camarera praguense con la que Kafka se comprometió, probablemente con el único fin de cavar una ancha trinchera entre su vida privada y su familia.


También en la comparación entre El castillo y El proceso, obras que muchos autores consideran variaciones sobre el mismo tema, muestra Citati su finura de análisis. Para él, en El proceso, el protagonista se ve cuestionado, amenazado, acorralado (claramente es conocedor de la teoría de Canetti) y esto le hace saltar, tratar de buscar incansablemente el modo de probar su inocencia. Sin embargo, en El castillo, K. es quien inicia la búsqueda, es él quien quiere llegar al castillo, quien muestra ese interés, esa intención, en el sentido de la interpretación de Brod, de buscar a Dios. Un Dios que, señala Citati, semeja un remedo del relato extraído de El proceso titulado Ante la Ley, porque el castillo parece el destino puesto expresamente a disposición de K. y solo para K.


Y es que en el momento en el que Kafka inicia la escritura de El castillo, ya ha tenido el brote de tuberculosis y, pese a sus esfuerzos por tratar la enfermedad en diversos sanatorios, sabe que ha perdido la partida. Ya no aspira a esa tierra prometida, sabe que el tiempo se agota y sale a buscar la verdad. Ya lo hizo a través de los impresionantes aforismos que redacta en su retiro campestre de Zürau, pero agranda su búsqueda con esta gran novela.


Sin embargo, lo poco que K. logra entrever del castillo no es muy reconfortante. Nos recuerda otros relatos que parecen traídos de su imaginación onírica. En El mensaje del emperador nos habla de la metáfora de la imposibilidad de huir, siempre queda atrapado. El emperador (Dios) muere pero no pasa nada, todo sigue igual, tampoco él quedará liberado aunque muera su padre, huya de él, aunque se case con Felice, no hay escape. Tampoco en La metamorfósis hay posibilidad de huida, el hijo es tolerado, se le alimenta pero se le oculta, todo queda dentro, los trapos sucios se lavan en casa si bien es la hermana la que rompe las normas, la que deja de mostrarle afecto condenando ya a Gregor Samsa a la muerte real.


Por otro lado, también nos ofrece la explicación del cambio entre la dickensiana El desaparecido y el cambio a El proceso. La primera es una obra que fluye, con diversos personaje, riqueza de paisajes, una complejidad que terminó por desbaratar el intento de Kafka y llegar a un final que su técnica es incapaz de completar, le fallan las fuerzas.



Por ello, el siguiente intento novelístico es más acorde a las capacidades que Kafka ha aprendido a reconocer. Los personajes suelen limitar sus apariciones a un capítulo concreto. Cada uno de estos se constriñe a un asunto específico, una escena con comienzo y fin. Un esquema, por tanto, menos fluido, pero más eficaz a la hora de transmitir esa angustia, la asfixia vital que va ahogando poco a poco a Joseph K.


Citati, como escritor, nos ofrece una excelente oportunidad de conocer la trastienda de Kafka, ese modo de construir una historia, de construir un relato portentoso, eficaz, la infinidad de pistas que el autor deja tras de sí, sus referencias, todos los instrumentos narrativos a que un autor puede recurrir. No estamos ante un crítico, sino ante un compañero de profesión de Kafka que se maravilla de los logros de su colega y los comparte con nosotros. En este sentido, la lectura de este libro es gozosa y abre el apetito de volver a los originales, de releer a Kafka con esta nueva visión.


Pero terminemos nuestra historia siguiendo la estela de Canaán. ¿No consiguió Kafka vislumbrar siquiera esta tierra prometida? Como Moisés, quedó varado a orillas del Jordán sin poder llegar a la tierra prometida pero habiéndola vislumbrado en la distancia. Traduzcamos. Los últimos meses de la vida de Kafka suponen su único y auténtico romance puro. Dora Diamant fue la afortunada y quien le permitió atisbar la felicidad que siempre se le había derramado como arena en la palma de las manos. Con ella logra reunir las fuerzas suficientes para abandonar definitivamente Praga y mudarse a Berlín, la peor ciudad en el peor momento, prueba de que su esfuerzo fue decidido. Ni las penurias económicas ni los problemas sociales que permitían atisbar un futuro convulso lograron apagar el entusiasmo de la pareja. Kafka no tuvo que renunciar a la Literatura, al menos no cuando su debilitada salud se lo permitía.


Y con este recuerdo de lo visto abordó su último viaje a Kierling, el último sanatorio, donde falleció hace cien años acompañado de Dora y de su amigo de los últimos años, Robert Klopstock.



 



12 de noviembre de 2024

Cointeligencia: Vivir y trabajar con la IA (Ethan Molick)


I


La inteligencia artificial ha dejado de ser una noción distante para instalarse en nuestras rutinas. En Cointeligencia: Vivir y trabajar con la IA (editorial Conecta), Ethan Mollick se adentra en las repercusiones y posibilidades de la IA, no como sustituto de nuestras facultades, sino como una extensión de ellas. Este título, en el que cointeligencia alude a la sinergia entre la IA y nuestra propia capacidad de razonar y crear, nos propone explorar un mundo donde, en lugar de competir, humanos y máquinas colaboran y se enriquecen mutuamente.


Lejos de ser un manual de uso práctico, Mollick plantea un análisis teórico que nos anima a entender cómo la IA no solo nos complementa, sino que abre puertas a una nueva era de personalización, especialmente en ámbitos como la educación. Aquí, la IA promete alcanzar uno de los grandes sueños pedagógicos: una enseñanza adaptada a cada estudiante, que contemple sus fortalezas y desafíos individuales, permitiendo, en cierto modo, que cada alumno tenga su propio profesor virtual. Y es en esta idea de personalización y apoyo continuo donde Cointeligencia brilla, al mostrar cómo la IA puede ayudarnos a lograr aquello que era impensable hace solo unos pocos años.


Para aquellos que se pregunten por el impacto de la IA en el empleo, Mollick traza un paralelismo con otras grandes innovaciones, como la máquina de vapor, que si bien destruyó ciertos trabajos, creó muchos más en su conjunto, y contribuyó al bienestar de la sociedad. El autor sugiere que, aunque la implantación de la IA será más rápida que la de otras tecnologías y, por tanto, la transición más breve y compleja, sus efectos podrían seguir el mismo patrón: un cambio en la naturaleza de ciertos trabajos y, a la vez, una expansión de nuevas oportunidades, siempre que se gestione con prudencia.


El autor también introduce una advertencia esencial sobre el cómo de esta interacción. Empezando por un consejo inusual para mejorar nuestras consultas a la IA —“Trátala como a un humano”— Mollick sugiere que la clave de su eficacia reside en la precisión y empatía con la que nos dirigimos a ella, y que los mejores resultados los obtendrán aquellos que comprendan al destinatario final, quienes posean un sentido intuitivo de lo que otros necesitan y sepan explicarlos, un campo abonado para los humanistas. Es, en otras palabras, una habilidad que trasciende lo técnico, y donde el éxito dependerá tanto de la empatía como de la técnica.


Los cinco escenarios que Mollick vislumbra para el desarrollo de la IA en el futuro abarcan posibilidades asombrosas y también perturbadoras. En su hipótesis más radical, imagina un futuro en el que la IA supera globalmente las capacidades humanas, tal como los reptiles superaron a los dinosaurios. En esta visión extrema, la inteligencia humana podría quedar relegada a un peldaño evolutivo intermedio, lo cual redefine nuestra identidad como especie y, en última instancia, el sentido de nuestra existencia.


Sin embargo, el libro no se queda en la teoría; algunos de sus pasajes fueron creados inicialmente por IA para generar ideas o enfoques atractivos que luego fueron adaptados por el autor, un ejercicio experimental que ilustra en la práctica cómo humanos e IA pueden colaborar para dar claridad y accesibilidad a las ideas. Es esta relación única de “coautoría” la que Mollick considera un preludio a las cointeligencias que podrían definir el futuro de la creatividad humana.


Con un estilo que equilibra cautela y entusiasmo, Cointeligencia es una lectura imprescindible para quienes buscan entender el potencial y las implicaciones de la IA más allá de los titulares. Mollick nos invita a reflexionar sobre cómo, en esta simbiosis de inteligencias, podemos no solo adaptarnos, sino elevarnos a nuevas formas de creatividad, eficacia y, en última instancia, humanidad.



II



El texto anterior ha sido generado por Inteligencia Artificial. Siguiendo la inspiración de Mollick, indiqué a Chat Gpt algunas consideraciones sobre los puntos del libro que quería que abordase. También le facilité algunas reseñas de este blog para que tratara de emular el tono y vocabulario del mismo. Sobre el texto inicialmente propuesto, sugerí algunos puntos para adaptar mejor el estilo y  destacar los mensajes que me habían resultado más seductores del texto hasta llegar a la versión arriba reproducida.


Dentro de ese proceso llegué a discutir con la IA sobre algunos aspectos tratados,  como la posibilidad de que ésta quedase estancada por el continuo aprendizaje sobre material creado por la propia IA en un círculo vicioso que vaciaría las oportunidades de creatividad que ofrece hoy en día. También abordamos la probabilidad de que la cointeligencia  a que se alude en el libro pasara a ser una dependencia del humano respecto de la IA al perder habilidades que hasta la fecha nos eran consustanciales.


Las respuestas siempre fueron adecuadas, sin llegar a tener la impresión de que estaba hablando con un humano, puesto que había cierta inocencia naif en los presupuestos manejados, tal vez por condicionantes de los programadores que quieren evitar que la AI diga lo que “realmente piensa”, como ha ocurrido en algunos momentos iniciales del desarrollo de esta tecnología según relata el propio Mollick. Pero, en todo caso, pude tener la impresión de mantener un debate "real" hasta cierto punto, en especial cuando le pedía a la IA que se mostrara furibunda y cortante con mis argumentos, momento en el que especialmente se mostraba belicosa en sus contraargumentos.


En todo caso, como experimento está bien, pero sin duda, el placer de pensar en el libro que he leído, el tratar de seleccionar yo mismo lo que quiero resaltar, el trabajar el modo dec ontarlo,  y así sucesivamente, es un placer que en este caso no he experimentado y creo que tampoco me va a ayudar a recordar mejor lo leído, como sí suele ocurrir cuando dedico un tiempo a pensar  después de leer y antes de escribir. Pero que no me sea útil o no le encuentre ventajas para mi caso concreto no quiere decir que no tenga otras muchas utilidades a las que se debe estar abierto sin caer en un patético futurismo utópico creyendo que todo va a cambiar. Las cosas quedarán en un término medio pero, como ha ocurrido siempre, el futuro siempre se encuentra delante, nunca detrás, y hacia allí es a  donde nos dirigimos, haremos bien en tenerlo claro.

 

 

 

 

3 de noviembre de 2024

La vegetariana (Han Kang)



¿Qué hay detrás de la extraña transformación de Yeong-hye? La vegetariana de Han Kang abre con la decisión enigmática de su protagonista de rechazar todo alimento de origen animal tras una pesadilla, sin justificación, sin consuelo. En una sociedad coreana que rechaza cualquier disonancia, Yeong-hye cae en un abismo de incomprensión y alienación que Kang explora con una maestría escalofriante. No es solo una historia sobre vegetarianismo, ni siquiera sobre rebeldía; es un viaje inquietante por los rincones de la mente y la soledad humana, una novela que, con su prosa desnuda y lírica, nos coloca frente al espejo y a nuestras propias obsesiones.


Algunos libros alcanzan la magia de marcar a sus lectores, bien por su temática, bien por su estilo, pero muy pocos son capaces de dejar un recuerdo memorable en ambos aspectos. La vegetariana es, sin duda, uno de ellos. No será fácil separar el interés real por la novela derivado del brillo del Premio Nobel que acaba de recibir Han Kang, del éxito que el libro habría merecido de otra manera.


Y aunque la novela se convierta seguramente en un éxito de ventas, pese a llevar ya varios años publicada en España de la mano de la editorial Rata, si bien los derechos actualmente los posee Random House, lo cierto es que será digno de celebrar, especialmente si cuantos la compren se adentran en su lectura y no queda como un libro de lustre en la estantería polvorienta, porque como señala Sunme Yoon, su traductora al castellano, este libro puede cambiar vidas, aunque tampoco una afirmación tan grandilocuente debe asustar, al menos a quien esté satisfecho con la suya.


Invocar la capacidad transformadora de la Literatura es un buen punto de partida y una buena recomendación para adentrarse en la lectura de cualquier gran obra porque, leído como mero entretenimiento, de manera pasiva, como si la cosa no fuera con nosotros, las mayores y mejores obras pueden resultar anodinas y fatuas, como suele ocurrir con las lecturas escolares. Pero si comenzamos a leer La vegetariana con un espíritu abierto nos adentraremos en un mundo que la autora nos ha preparado, mundo muy similar al nuestro hasta el punto de confundirnos y poder creer que nos habla desde la literalidad cuando su idea apunta a una universalidad absoluta aferrada a un supuesto realismo.


Yeong-hye, la protagonista de La vegetariana, es una mujer que no destaca por nada especial, que resulta tan anodina que éste parece ser su principal distintivo y que tal vez sea el único motivo de atracción por parte de su marido, que cree que no merece nada mejor que ella pues también él resulta ramplón y mediocre. Y, sin embargo, un día, Yeong-hye se despierta tras una pesadilla y comienza a vaciar el congelador de su casa arrojando a la basura todo alimento de origen animal.


No hay una explicación clara más allá de que todo se debe a un sueño, una especie de pesadilla, pero la decisión parece firme aunque resulte incomprensible e incluso risible en una sociedad tan poco dada a la estridencia como la coreana. Yeong-hye tampoco parece interesada en explicar sus motivos. Y en esta decisión se abre un abismo de soledad pasmoso. Cuantas más personas traten de llevarla de vuelta al redil, más separada se sentirá de ellos, más extraña se revelará ante sus ojos.

 

A partir de aquí se desarrolla el argumento completo de la novela, el resto de la vida de la vegetariana, contado en tres grandes bloques, cada uno de ellos con una voz narrativa diferente, ninguna de ellas la de la protagonista, en un juego brillante por el que algunas escenas se cuentan desde diferentes perspectivas completando un cuadro global, pero también haciendo avanzar la narración de manera casi lineal.  Igual que el entorno de Yeong-hye le niega la voz, tratando de forzar su decisión, Kang hará lo mismo en la novela, cediendo la voz a quienes rodean a la mujer.  


La primera parte es contada por el marido, el primero en sufrir el choque y las consecuencias. Por primera vez en su vida comienza el día sin una ración proteica en condiciones, pero pronto las consecuencias irán extendiéndose como una mancha y, cobarde como es, recurrirá a su familia política para tratar de enmendar la situación.  Kang cede la primera persona a este marido confuso, lo que resulta la menos evidente y más complicada opción ya que corre el riesgo de adentrarse en el choque psicológico que padece el marido en lugar de en la vegetariana, pero logra que aquél desaparezca, casi se nos haga invisible, en beneficio de su esposa, verdadera protagonista desde la primera página.   


La segunda parte de la novela nos viene narrada en tercera persona desde la perspectiva del cuñado de Yeong-hye, un artista que se gana la vida con creaciones audiovisuales y que terminará obsesionado con la hermana de su mujer, con su mezcla de fragilidad y fortaleza, una firmeza e inquebrantable coherencia a la hora de llevar adelante su convicción de no comer carne pese a todas las oposiciones y conflictos que esto le acarrea. Y esta actitud casa muy bien con su vena artística, algo debilitada por el tiempo, haciéndole recuperar parte de ese entusiasmo creativo.  


Esta segunda parte es la más hermosa y lírica de toda la novela, la que ronda lo onírico y en la que descubrimos una nueva faceta de la protagonista, más libre y confiada, menos cerrada. El tono erótico, en ocasiones rozando lo obsceno, forma un contraste con el resto de la novela, pero que parece encajar de manera perfecta. El cuerpo de la protagonista se convierte en protagonista, tomando un papel que dará un giro importante en los temas que se abordarán en la siguiente parte. También aquí es donde llegamos a comenzar a comprender e intuir sus emociones y su sentir, quebrar levemente el caparazón que parece protegerla.

 

La tercera parte viene narrada por In-hye, la hermana mayor de Yeong-hye, quien inicialmente se suma al coro de discrepantes, de quienes le reprochan su tozudez, obviando la suya propia, pero que irá aproximándose poco a poco a su hermana de un modo que no podemos revelar.



 

Contado así, tal vez La vegetariana no parezca una obra prometedora, como tampoco lo resultaría la historia que se inicia con una citación judicial por un supuesto delito que el acusado desconoce. Y, sin embargo, tanto en la obra de Kafka como en la de Kang, un comienzo banal, casi absurdo, antiliterario, deriva en consecuencias imprevistas, en un mundo propio, ya no ligado a nuestra realidad pese a que todo el entorno sea netamente realista. Continuando con el paralelismo con Kafka, al que también se refiere Gabi Martínez en una interesante introducción, el estilo de la prosa de ambos tiene en común la crudeza exenta de adornos, la descripción fría y desapasionada de los hechos, la narración casi notarial de acontecimientos que harían saltar todas las alarmas. Y, pese a ello, Han Kang tiene breves destellos líricos en forma de descripciones, de alusiones veladas, y de continuas referencias a la Naturaleza, que ejerce una llamada constante a la protagonista, un reclamo ominoso en ocasiones, sugerente en otras.


Dicho lo anterior, pasaremos a enumerar todo aquello de lo que la novela no habla en mi opinión. No estamos ante un canto a la mujer y a la reivindicación de su cuerpo como espacio propio, tampoco es una crítica al heteropatriarcado reinante, ni por supuesto, al neoliberalismo que nos obliga a consumir carne, como si el veganismo no fuera también bandera de negocios multimillonarios. Y no habla de todo ello porque realmente la novela trata de aquellos temas que obsesionen a quien la lea, y en ella verterá su propia interpretación. Como Joseph K. no representa la lucha contra la burocratización o la protagonista de Ensayo sobre la ceguera no es una profeta, sino que son creaciones literarias poderosas capaces de trascender a su tiempo.


Han Kang nos habla de la violencia sorda y callada, de la locura a que nos lleva la inmensa soledad que vivimos, del ansia de tocar tierra, de plantarnos como árboles cabeza abajo para crecer libres como ellos, pero ya lo he dicho, tampoco de esto habla, y aquí radica la infinita grandeza de este libro y explica el reconocimiento que recibió a través del Premio Booker Internacional de 2016 y el que, en lo sucesivo, recibirá de cuantos se acerquen a ella.