25 de abril de 2025

Actos humanos (Han Kamg)


En Actos humanos, Han Kang no solo narra, sino que revive, un oscuro capítulo de la historia de Corea del Sur: la masacre de Gwangju. La novela entreteje siete voces distintas, cada una marcada por el dolor y la resistencia, logrando un retrato íntimo y desgarrador del sacrificio colectivo. Kang no nos ofrece consuelo, solo una cruda verdad: el dolor de las víctimas es la única fuerza capaz de confrontar la barbarie. Al leer esta obra, el lector no es un mero espectador; se convierte en testigo y, quizás, en víctima.


Actos humanos es la continuación temática de La vegetariana. Siete años separan la publicación de ambas obras y tal vez una ambición literaria y estética diferente, más madura y concienciada, fruto de una evolución personal de la autora o, simplemente, creada en un momento en el que podía comenzar a hablarse sobre unos hechos que habían querido ser enterrados, olvidados por los criminales que los perpetraron y por las nuevas autoridades democráticas coreanas, más interesadas en ofrecer una imagen ante el mundo de modernidad y progreso que de remover el pasado inmediato del país.  


Porque donde La vegetariana nos habla de la presión social sobre el individuo, la violencia invisible o manifiesta, la opresión que mata, Actos humanos abre paso a la violencia militar explícita, a la imposición del poder del Estado sobre la sociedad y cómo ésta se resiste y organiza hasta sucumbir, y las heridas que todo ello traen consigo, cómo se sobrelleva ese dolor, esa rabia.


Los hechos a que se refiere Actos humanos tuvieron lugar en la llamada masacre de Gwangju, ocurrida en mayo de 1980 en dicha ciudad, cuando los ciudadanos se levantaron en protesta contra el régimen militar. El 18 de mayo, estudiantes universitarios y ciudadanos de Gwangju comenzaron a protestar por la imposición de la ley marcial en todo el país reclamando el fin del régimen militar y la instauración de la democracia.


El gobierno desplegó tropas de élite para acabar con la revuelta pero la población logró expulsar a los militares de la ciudad instaurándose un gobierno popular que resistió hasta la definitiva entrada del ejército el 27 de mayo, con la consiguiente masacre, detenciones, ejecuciones sumarias, encarcelamientos y torturas. Doscientas víctimas según las fuentes oficiales, varios miles según observadores internacionales.  


La tragedia fue ocultada por la prensa del régimen militar y las familias apenas se atrevían a hablar de ello más allá de susurros en las cocinas, lejos de oídos extraños, casi como si hubiera que avergonzarse o disculparse por lo ocurrido. La familia de Han Kang residió en Gwangju hasta pocos meses antes de la revuelta y precisamente marcharon a Seúl tratando de huir de una situación que se anticipaba explosiva y peligrosa. Pero parte de la familia quedó allí, y Han Kang escuchaba a hurtadillas historias de muertos, mutilados, torturados, hasta que con el tiempo pudo tener una idea cabal de lo sucedido, estableciendo una conexión emocional que germina en Actos humanos.


Pero, ¿cómo abordar un tema tan duro y complejo? Han Kang que demostró una extraordinaria sensibilidad en su anterior novela se rebela aquí como una narradora portentosa al abordar esta temática de un modo realmente original y profundo, recurriendo nuevamente a un juego coral de voces que surgen desde casi todos los ángulos desde los que puede ser tratada la tragedia.



La novela, porque no podemos obviar que estamos ante una novela ficcionada sobre unos hechos reales y tomando gran parte de los mismos como base del relato, se articula en torno a siete historias, contadas cada una por diferentes partícipes, víctimas podríamos decir, de la tragedia, ofreciendo una visión parcial y reducida del colosal sacrificio sufrido pero cuya suma ofrece un fresco completo del sufrimiento humano ejemplificado en este concreto lugar y momento histórico.


Siete perspectivas que van completando el cuadro global, de los días previos, del desarrollo del conflicto, de las esperanzas ciudadanas, de la solidaridad y valentía de los resistentes civiles y de las consecuencias sufridas por todos ellos, los supervivientes y quienes terminaron convirtiéndose en mártires, un relato que compone un todo, llegando hasta los años en que la autora comienza a escribir la novela, cuando aún se pueden percibir en sus personajes el impacto de las torturas, de las ausencias.


Entre estas voces tenemos la de Dong-ho, un adolescente que decide, conmovido por el dolor que presencia a su alrededor, presentarse voluntario en el centro municipal en el que se custodia a los cadáveres de los resistentes a la espera de que sus familiares los reconozcan y se pueda ir haciendo el correspondiente entierro y homenaje. Un muchacho cuya determinación apenas sabemos de dónde nace pero que afronta con valor una situación que no ha buscado pero que acepta con todas las consecuencias que pueda traer consigo.

 


Otra voz narrativa es la de su madre, una reflexión sobre el dolor que perdura mucho más allá del fin de los hechos, que le acompañara hasta la tumba, el dolor de las víctimas trasplantado a sus deudos. Otra perspectiva la tendremos en los torturados que arrastrarán las terribles consecuencias físicas y psicológicas hasta sus muertes, trágicas o anodinas según el caso. Y en las personas que arriesgan sus vidas tratando de dar voz a todo este sufrimiento en libros, obras de teatro, cualquier manifestación en recuerdo y homenaje a cuanto sucedió.  


Y, nuevamente, la realidad asalta la ficción puesto que Han Kang resultó atacada en el momento de la publicación de Actos humanos, aumentando su prestigio internacional con un aura de resistencia pasiva que ya había sido puesta de manifiesto con su obra anterior y que desmiente su débil y tímida apariencia.


Otra originalísima y bella voz es la representada por las almas de los muertos, que aún se aferran a la carne mientras conserven el calor, el último rescoldo. Y así sucesivamente, hasta llegar a la séptima y última voz narrativa, la de la propia autora, narrando ficcionalmente cómo tuvo conocimiento de la tragedia, el modo en que fue haciéndose cargo de lo sucedido, del dolor ajeno haciéndolo propio. De cómo visitó los lugares que describe en la novela, cerrando así un círculo y dejando sembradas las reflexiones en el lector.


Y estas ideas giran en torno a la violencia organizada y su contrapeso en la sociedad resistente, esa obligación de reclamar lo que es propio, la reivindicación de la memoria de la crueldad, no solo por justicia con las víctimas, sino por justicia con nosotros mismos, porque merezcamos un futuro mejor.  


En Actos humanos la presencia de la Naturaleza vuelve a tener un importante papel. Los árboles, el color de la vegetación, la lluvia, las avecillas, juegan como contraste, como símbolo de un mundo no corrompido, como contrapeso estético del horror. El lenguaje resulta en gran parte frío y puramente descriptivo, sin pretensiones de suavizar la realidad. Sin embargo, hay pasajes donde la forma gana al fondo, en especial cuando se habla de las almas de los muertos. Es de agradecer la labor traductora de Sunme Yoon, en la edición de Rata.  


Como se indica en la solapa del libro, éste sólo ha de leerse si el lector está dispuesto a convertirse en víctima, porque aquí no hay espacio para los asesinos y torturadores, no hay oportunidad para el perdón, éste no se niega, pero tampoco se explicita. Uno debe adentrarse primero en el sufrimiento, luego ya veremos. Y también porque queremos creer en un mundo en el que la bondad de las víctimas se alza como parapeto contra la barbarie, un mensaje inocente y candoroso sin duda, pero que en manos de personas fuertes se torna en una verdad tangible, capaz de ser llevada a la práctica. Para Han Kang, el acto de escribir es una toma de postura, un modo de resistencia valiente, leer esta novela es la forma en que los lectores damos vida a su impulso.

 

 

 

11 de abril de 2025

Aventuras y desventuras del chico centella (Bill Bryson)


 

Bill Bryson reconstruye sus años de niño en Des Moines (Iowa) y convierte en literatura lo que, para muchos, sería una sucesión de recuerdos personales sin más: un mundo de regalices y electrodomésticos, de madres que olvidan firmar autorizaciones escolares y padres que esconden revistas "para adultos". Un mundo lleno de contradicciones: la inocencia de la infancia conviviendo con el miedo nuclear, la discriminación racial apenas intuida por un niño blanco de clase media, y la sensación de que, a pesar de todo, aquel tiempo fue el mejor de todos.

 

Aventuras y desventuras del chico centella (Bill Bryson, 2013, publicado por RBA con traducción de Pablo Álvarez) es otro más de los libros de Bill Bryson que amenaza con no dejar un solo ámbito sin explorar. En este caso, se trata de una suerte de recopilación de recuerdos de sus años mozos en la pequeña ciudad de Des Moines (Iowa) en los años cincuenta.


Bill Bryson vino al mundo en 1951, en el seno de una familia en la que ambos progenitores trabajaban en un periódico local, su padre como redactor deportivo, su madre como redactora de temas domésticos. Tanto él como su hermana pudieron disfrutar de una infancia cómoda, normal y sin especiales destellos que los diferenciaran del resto de niños de su ciudad, del resto del país, una vida en suma, irrelevante, ... salvo para ellos mismos.  


Y así, lo que para cualquier otro libro, la infancia de Bill no sería otra cosa que una aburrida rutina del niño medio de una norteamérica atenazada por los miedos de la guerra atómica y los vicios del capitalismo campante, se convierte en un relato vívido donde la crisis de los misiles de Cuba está al mismo nivel que el descubrimiento de unas revistas porno en el armario de papá o del fantástico mundo de los regalices y caramelos de palo.    


Porque hablamos de los Estados Unidos en un momento único de expansión económica, en el que todo el esfuerzo bélico había sido desplazado, en gran medida, a la industria civil, por lo que una lluvia de electrodomésticos, coches, utensilios y todo tipo de artefactos hasta la fecha desconocidos para gran parte del público, comienzan a convertirse en objetos de consumo mayoritario. Un tiempo en el que la abundancia parece competir con los temores del conflicto nuclear pero en el que la confianza en las instituciones aún parece reservar una dosis de esperanzado patriotismo.


Ese tiempo que podía combinar la bonanza económica con el macartismo o con la discrimnación racial que parecía hundir sus raíces en toda la sociedad de su tiempo pero que, a los ojos del Bryson niño, fue el mejor de los tiempos, igual que para cualquier otro niño de cualquier otro país o momento, el suyo fue, casi con total seguridad, el mejor lugar y tiempo, porque la realidad objetiva se confunde con la subjetividad del tiempo vivido, de la alegría de los primeros años, su optimismo, su despreocupación.


El libro no sigue tanto un itinerario cronológico como una sucesión temática de anécdotas y aventuras que dibujan un relato de la época. Tomemos algunos ejemplos.


Al igual que en la canción Mrs. Robinson, los Bryson tienen secretos. No solo es que Bill descubra que su padre esconde revistas pornográficas, o al menos lo que a la vista de un niño de once años puede merecer ese adjetivo. Es que, además, ha tenido la desgracia de entrar al dormitorio conyugal una tarde en que su padre ha vuelto de un largo viaje y en la que, como le explican, la madre trata de mirar algo dentro de la boca del padre, un supuesto dolor de muelas. Extraño que estén ambos desnudos y uno encima del otro. Por si acaso, Bill ya no dejaría que su madre le mirase más la boca en lo sucesivo.


Porque el sexo es una fuerza motora de la infancia, de hecho, la maduración sexual y el conocimiento de sus misterios marcan el fin de la misma. Bill vive entre los sueños por tocar las turgencias de compañeras de clase, especialmente las de aquellas de las que se cuenta que se han mostrado desnudas a sus compañeros en lugares tan impropios como una casa del árbol, anécdotas nunca del todo bien confirmadas. Forzar la entrada de locales de dudosa reputación donde admirar a chicas ligeras de ropa, sea un cine que no proyecte dibujos animados, un restaurante con chicas de falda corta, todo vale, se convierte en una obsesión. Para estos locales, para algunos espectáculos de la feria local, existe una tajante limitación de entrada por edad. Bill crece confiando alcanzar ese umbral que le abra las puertas del paraíso o el infierno, tanto le da. Sin embargo, la mojigatería camina más rápido que los cumpleaños de Bill y allí donde se podía entrar con doce años, al cumplirlos, se requieren trece y así en una desesperante carrera. Se inicia así ese proceso de alargamiento de la infancia hasta edades inverosímiles, tan solo a ciertos efectos, proceso que hoy en día parece estar en su punto álgido.


Aunque los estudios consumen gran parte del tiempo del protagonista, lo cierto es que la presencia en estas páginas de la escuela es muy escasa. Algún profesor descerebrado, alguna bronca en los pasillos y, por encima de todo, muchos compañeros, amigos o enemigos, con los que poder compartir el tiempo. Bryson narra con desconsuelo que poco puede contar sobre las excursiones escolares ya que su madre solía olvidar firmarle la autorización pertinente, lo que le forzaba a quedarse en la biblioteca ese día de esparcimiento. De algo le serviría años después.


Ha llegado el momento de desvelar el origen del título del libro, y la referencia a ese niño centella. La historia es inverosímil pero merece la pena relatarla pues todos podemos encontrar momentos similares en nuestras vidas, jóvenes o maduras. El protagonista se siente totalmente desubicado, tan fuera de lugar en una familia donde su padre solo piensa en el béisbol y su madre parece olvidar cualquier cuestión relacionada con sus hijos. Bill alcanzaría la felicidad solo con ver que, por una noche, su plato no presenta una gran loncha de queso y no tuviera que explicar, como todos los días, que odia el queso, mientras su madre, lánguidamente se sorprende y asegura ser la primera vez que tiene noticia de ese rechazo. Bill está convencido de que el resto de la familia, mascotas incluidas, se siente arropada y comprendida, una unidad perfecta, pero él no. Tampoco parece compartir todas sus aficiones con sus amigos, una cierta sensación de extrañamiento se abre paso y no encuentra una explicación más plausible que la de no haber sido el fruto carnal de sus progenitores, más aún, la de no provenir de este mundo sino de un planeta en el que todo encaje, y del que, por alguna razón que aún debe descubrir, sus verdaderos padres alienígenas, le trajeron a la infame Tierra. Todos los cómic de la época, las películas sobre invasiones de extraterrestres o el origen de superhéroes como Supermán, hace más que probable y creíble esta alternativa, al menos, tanto como la de ser el hijo de sus padres y el amigo de sus amigos. Así, puede sobrellevar de mejor manera las burlas de algunos compañeros del colegio, la vergüenza por la que le hacen pasar a menudo sus padres, o las desgracias que le vienen como caídas del cielo. Solo deberá esperar la oportunidad correcta para desvelar el misterio y mostrarse al mundo tal y como es, momento en el que todas las humillaciones serán vengadas.  



La confirmación definitiva de esta teoría es el descubrimiento en el sótano, bajo una pila de desperdicios, resto de los antiguos propietarios según le dice para tapar el engaño su padre, de una extraña sudadera con un enorme rayo del color del sol, atravesando su pechera. Bill cree que es la prueba de su origen, es la sudadera de su verdadero padre, un plutoniano o vaya usted a saber, que la dejó para que Bill pudiera vivir su propio momento de revelación, su anunciación. Y de ahí que adopta, y obliga a que su familia también lo haga, el apodo del niño centella, para lo que se embute en la sudadera, varias tallas superiores a la suya, se coloca un casco que le asemeja a la hormiga atómica y con otras prendas prestadas, logra su propio disfraz de superhéroe, el "niño centella". Entre sus poderes se encuentra la posibilidad de ver a través de los objetos, cuyo único fin práctico es poder ver desnudas a las mujeres, y el de deshacer en el acto a quien quiera que mire con su vista de rayo. Estos poderes, muchas veces empleados, pocas veces con éxito, le crearán una capa protectora con la que enfrentarse al mundo. Y, si por alguna razón, alguien a quien odie, no cae fulminado con su rayo, es porque viene de su mismo planeta, de una rama tan poderosa como la suya, dotado de unos poderes tan fuertes contra los que su rayo poco puede hacer  por el momento.


La alimentación ocupa un lugar preeminente en el libro. Pese a que Iowa es y era el principal productor de bienes agrícolas de los Estados Unidos, la comida está compuesta por un batiburrillo de extrañas bebidas que hoy no pasarían ningún tipo de control por sus excesos de carbohidratos y azúcares, de alimentos procesados y enlatados, de salsas espesantes, etc. Como señala el autor, eso sí, nada que pudiera considerarse como no americano tenía cabida en su mesa. Sin pizzas, pasta, enchiladas, curry, o cualquier otro tipo de comida que no pudiera considerarse como parte del contenido de las bodegas del Mayflower.


La discriminación racial aparece levemente en el texto. Como señala Bill Bryson, no es que en Des Moines no hubiera negros, aunque no había muchos, es que no había excesivo contacto con ellos, y cuando lo había, lo mejor era desaparecer porque un niño de color podía correr más, saltar más, pegar más fuerte, y en general, hacer todo mejor que un descolorido WASP. La principal diferencia aparte de esta ventaja biológica, era la pobreza, verdadera marca entre un niño de familia blanca y un niño afroamericano. Sin embargo, un atisbo de corrección política se deja entrever cuando Bill narra con disgusto y vergüenza las visitas que hacía con su abuela al restaurante Bishop's en el centro de la ciudad y en cuya tienda se vendía regaliz negro, al que su abuela llamaba con pertinaz cabezonería, y al modo de los viejos tiempos, como baby nigger, para disgusto de todos los blancos presentes.


Pero también Bill disfruta de momentos de alegría en su extraña familia, como el día en que su padre les llevó a California solo para que pudieran visitar Disneyland o cuando viajaron a Nueva York y, para ahorrar gastos, terminaron en un hotelucho del Bronx teniendo que acudir la policía para recomendarles que buscaran una ubicación algo menos problemática. Esos viajes en coche, en unas condiciones terribles, con medio cuerpo fuera de la cabina, sin cinturones y haciendo jornadas interminables al volante, tenían siempre el aliciente de la visita a cualquiera de la infinidad de monumentos o atracciones que jalonan las carreteras norteamericanas con reclamos como, la casa del árbol más pequeña del país, el alcornoque más verde del Estado, o la casa de madera más grande construida sin clavos y a la vera de un río sin truchas y con el porche más hermoso del Condado. Pero también tenían el temible inconveniente de que cada salida de Des Moines implicaba el más que probable riesgo de tener que ir a visitar a la rama materna de la familia en Oklahoma, una casa destartalada cuyo patio trasero daba al acantilado sobre el que se encontraban los corrales de Oklahoma, el lugar en el que se sacrificaba en los años cincuenta al mayor número de cabezas de ganado de toda la Unión. Bill aún se estremece con el olor a res, sus heces, y los fritos que trepaban por la pared del terraplén mientras los animales comenzaban el proceso de convertirse en hamburguesa. Que la familia de su madre fuera extraña en el mejor de los casos, sucia y taimada en el peor, no ayudaba a que las visitas fueran placenteras.


Por contra, acudir a Greenwood, el pueblo de su padre, era todo un acontecimiento. El pequeño núcleo agrícola  era una comunidad hermanada, en la que los viernes la comida se compartía en una cena al aire libre  en el jardín de la iglesia baptista, con independencia de la fe de cada uno y en la que todo resultaba tranquilo y apaciguador. Donde masticar una brizna de maíz en el porche, meciéndose en una rockin´chair era una realidad y no un tópico de películas con pretensiones.


Pero Bill vive en la capital, Des Moines, que en aquella época no debería superar los 150.000 habitantes y, pese a ello, el niño centella la creía el epicentro de la guerra nuclear. Todas las ojivas soviéticas apuntando a su jardín trasero no eran amenaza bastante sino motivo de orgullo. La proximidad del Centro de Coordinación de Bombardeo Estratégico hacía a su ciudad un improbable objetivo de la amenaza comunista, pero a Bill le emocionaba tener una ocasión a la altura del poder de su rayo.


Porque nadie debería temer a la Tercera Guerra Mundial cuando vives al lado de Riverview, una especie de pequeño parque de atracciones al que tus padres te arrojan en las jornadas de verano para que te diviertas por tu cuenta mientras ellos trabajan creyendo que disfrutas jugando con la muerte en una noria con los tornillos flojos o en una montaña rusa cuyos raíles llevan sin revisión técnica desde su instalación en los años veinte.    


Éstas y otras muchas historias llenan este libro en el que Bryson se destaca como un humorista de alto nivel, riéndose de sí mismo pero no abandonando su gusto por las anécdotas y los datos, por las coincidencias y las paradojas. El interés trasciende, por tanto, al de la mera vivencia del niño Bill. Podemos encontrar información sobre una época, podemos sentirnos identificados con muchas de las vivencias del niño centella, pero también podemos aprender un modo de narrar sobre la vida alejado de la pompa y circunstancia que otros muchos se dan, tal vez con menos razones.


Este libro podría haber sido escrito por un coetáneo del autor, un niño ruso, fascinado por sus propios dulces, por sus cómics y entretenimientos, por la amenaza del malvado capitalismo y sus esfuerzos por derrotar a la pacífica Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, verdadera esperanza y luz del mundo. También podría hablarnos de sus días de escuela, de las clases de ajedrez y las exhibiciones de gimnasia rítmica por equipos. Y también para ellos, aquellos días serían los mejores y más felices de su vida.


Pero es así, con este complejo juego de contrastes, nuestra personalidad en formación, moldeada por la de nuestros padres, profesores, hermanos y amigos, como vamos construyendo una realidad. Y así, un día, miramos atrás y ya no somos niños, no vivimos en el mismo lugar ni compartimos nuestro tiempo con quienes lo veníamos haciendo. Nuestras preocupaciones habituales han cambiado, nuestros gustos quizá no tanto. Y así también le ocurre a Bill Bryson, que da cuenta de algunos cambios en la vida y el tiempo que pudo disfrutar. La corrección política que comenzaba en aquellos días hoy todo lo ocupa, el temor a una guerra nuclear ha sido sustituído por un catálogo de nuevas amenazas: el terrorismo, las pandemias, el gran apagón, y el siempre reconfortante choque de un meteorito. Pero es cierto que aunque nuestros ojos vean este mundo como un lugar algo menos habitable que el de nuestra infancia, al mismo tiempo, otros muchos ojos, los de quienes apenas levantan más allá del pomo de la puerta, lo viven como el mejor lugar, el mejor tiempo de todos los posibles, y con los años también lo mirarán con cierta melancolía, que no debería impedirles ver sus lados negativos, pero qué diablos, algún lugar debemos guardar en nuestra cabeza para seguir siendo los niños centella.



 

28 de marzo de 2025

El pan que como (Paloma Díaz-Mas)


 

Comemos sin pensar en todo lo que hay detrás de cada bocado. Pero Paloma Díaz-Mas sí lo hace por nosotros en El pan que como (Anagrama), un viaje que nos lleva desde la historia de los alimentos hasta el menaje de nuestras mesas, pasando por la biografía sentimental que se teje alrededor de la comida. Entre cucharas olvidadas y copas mal usadas, entre cocidos comprados y recetas heredadas, este libro nos muestra que comer es mucho más que alimentarse: es memoria, cultura y evolución.

 

Sentarnos a la mesa y prepararnos para una comida es un acto de cuyas implicaciones no somos plenamente conscientes. Pero

Paloma Díaz-Mas hace esta labor por nosotros en El pan que como (Anagrama), un recorrido mezcla de historia, cultura popular, saberes olvidados y biografía personal que se lee con la misma facilidad con la que se degusta el cocido madrileño que la autora toma como punto de partida.


Pero, si de puntos de partida hablamos, hemos de remontarnos al origen de esa comida que ahora tenemos en el plato, a cómo se siembra, recolecta o compone, del complejo proceso y por la infinidad de manos que colaboran en el empeño por traernos a la mesa elementos tan sencillos como unos garbanzos, un trozo de chorizo o unos fideos. Las manos que los cultivan o alimentan, las de quienes matan a los animales, las de aquellos que transportan, pesan, envasan, reparten y así hasta nuestra mesa, una complicada red que implica a una infinidad de participantes invisibles que dotan de un sentido laico a la bendición de agradecimiento por los alimentos que vamos a tomar.  


Pero el viaje continúa porque la comida es solo uno de los aspectos que se abordan en este libro, no el más extenso. Porque, ¿alguna vez nos hemos preguntado por la vajilla o el menaje? Ese complejo juego de recipientes, platos, cubiertos, vasos, copas, un enjambre sobre el que se diserta y se dan clases, ya no solo para el uso correcto, sino para su mero conocimiento. Porque tenemos los cuchillos de carne, de pescado, de postre, los jamoneros o los que se emplean para el corte de verduras y hortalizas, los apropiados para el corte del pan, los que se utilizan para el corte de materias blandas como la mantequilla o los que sirven para crear las porciones de una pizza.


Aunque en nuestro día a día apenas usamos unos pocos de todos ellos, lo cierto es que esos juegos de vajillas y menaje que eran tan comunes antiguamente cuando uno se casaba, descansaban en un cajón o armario a la espera de una gran ocasión que no solía darse o que, cuando llegaba, parecía pretencioso usarla, tan plateada y reluciente nos parecía. De alguno de ellos hemos cambiado su uso original, así la espumadera, empleada originalmente para espumar, separar la espuma del caldo y reducir así su gelatinosidad facilitando la digestión, que ahora se emplea indistintamente para servir productos liberando el exceso de líquido. Y, ¡cómo son los tiempos!, unos utensilios caen en el desuso y otros llegan a nuestras vidas aunque nunca hubiéramos imaginado que los necesitáramos. Ahora no distinguimos muy bien los tipos de copas y servimos el agua en la del vino o viceversa, pero tenemos un cajón lleno de trastos para caramelizar el azúcar o de termómetros para bizcochos, tenemos batidoras con múltiples componentes para todo tipo de batidos, cortes y combinados o robots de cocina que hacen de todo por nosotros. También acumulamos infinidad de tablas de plástico diferenciadas por colores para poder cortar en unas la carne, en otras el pollo, el pescado, las verduras y aún habrá quien separe las crucíferas del resto porque alguna sustancia dañina para las mitocondrias de nuestras células podría pasar de una a otra y nada hay que nos preocupe más que nuestra salud, o al menos en eso pensamos mientras esperamos a que el microondas recaliente una porción de lasaña precocinada.


Pero limpiemos nuestra mente y también nuestras manos en ese agua de la que la autora nos cuenta el largo camino recorrido hasta que se llega a ese símbolo del progreso que consiste en girar una manecilla y ver brotar el líquido sin más, limpio, depurado. Que se lo pregunten a todas las mujeres que cargan (y cargaban) con baldes para cocinar, fregar, lavar, limpiar baños y cocinas.


Y si de líquidos se trata, la autora también nos lleva al vino, al aceite, esos tesoros de nuestra cocina tan caros hoy en día pero que son el asiento perfecto del resto de alimentos, más aún si hablamos del cocido que la autora come a medida que escribe. Y no importa que algo de líquido se nos derrame en la mesa puesto que acostumbramos a cubrirla con manteles, más bastos y simples en los días de diario, más elaborados, con una larga tradición de tejido y confección en el caso de los reservados para las celebraciones especiales, los que formaban parte del ajuar de toda novia, futura esposa y que, en ocasiones, pasaba de generación a generación.


Esos manteles que se desplegaban en las mesas del llamado comedor, esa estancia reservada para visitas, para celebraciones, un espacio completo de nuestra casa para homenajear a los amigos, como buenos anfitriones, dejando para las comidas más rutinarias la cocina, unas cocinas que, como la misma autora recuerda de su infancia, eran el verdadero centro del hogar, el cuartel general, cocinas espaciosas que, por los cambios en nuestros estilos de vida han ido menguando hasta el punto de no contar más que con una pequeña barra a modo de mesa para una comida rápida, casi un refrigerio puesto que ahora lo que se estila es comer fuera, o no poder volver a casa a comer en la pausa del mediodía, especialmente en las grandes ciudades. Porque las cocinas son ese fiel reflejo de nuestro modo de vida, de aquello a lo que damos importancia o de lo que ha comenzado a perderla.



Volvamos a posar los ojos en esa comida y en todo lo que la rodea que forma una especie de biografía sentimental de cada uno, teñida de recuerdos, de escenas alegres y distendidas, tal vez otras menos memorables. Porque la comida es una cápsula cultural, no solo porque ahora lo llamemos gastronomía y se venda cara como símbolo de modernidad sino porque refleja un saber decantado por el tiempo, un tránsito que nos une al pasado y en el que también nosotros aportaremos nuestra pequeña parte.


Especial capítulo merecen los recetarios, esas moles repletas de recetas de las que apenas sobrevivirán las que se pueden contar con los dedos de la mano, una idea cogida aquí, un plato original allá, pero otras tantas serán desdeñadas, bien por su complejidad, porque desconocemos algunos de los ingredientes o porque, en el fondo, solemos recurrir a lo ya sabido, a la receta aprendida de nuestras madres o a la que nos cuenta un amigo después de probarla en su casa.


El estilo de la autora es sencillo y pausado, repleto de reflexiones personales, de anécdotas y guiños. Una cierta nostalgia lo tiñe a menudo, si bien, recordar no siempre es aprobar y las críticas al papel de las mujeres relegadas siempre a esas cocinas con lumbre permanente es una denuncia y otra prueba de que los tiempos cambian. Con ella aprendemos que platos como ese cocido que ahora ya está terminando, tiene su origen en la adafina judía, plato al que los cristianos, según algunos sostienen, añadieron embutidos de cerdo para ofender a aquellos hebreos que acostumbraban a prepararlo con un fuego lento desde la tarde del viernes para así no tener que violar el sabbath com el trabajo deshonroso.


Y en esta lectura, acompañamos a la autora en su propia vivencia y recreamos la nuestra. Porque en torno a la mesa podemos dibujar cada uno esa biografía sentimental o ese recorrido vital, el nuestro y el de toda una generación. Sin duda una lectura que sorprenderá a más de uno por su familiaridad y, al tiempo, por la enorme cantidad de información que recoge y sobre la que apenas reparamos.


Cerramos el libro mientras Díaz-Más concluye el postre y se prepara para recoger la mesa. Y ahora afrontamos la breve siesta reparadora, momento en el que nuestro subconsciente asentará todo lo leído. Tal vez soñaremos con nuestros propios recuerdos, evocaremos algunos pasajes y olvidaremos otros tantos. Y, como ocurre con toda buena lectura, ésta nos dejará un buen sabor de boca, al menos equiparable al del cocido que ha servido de excusa para este hermoso y completo viaje y que la autora, en un arranque desarmante de sinceridad, reconoce no haber cocinado sino que lo ha comprado en un establecimiento de comida preparada porque, no lo olvidemos, con el pan que como también damos de comer a otros.

 

 

13 de marzo de 2025

Hôzuki, la librería de Mitsuko (Aki Shimazaki)

 



¿Qué nos atrae de la literatura japonesa? ¿Su minimalismo? ¿Su enigmática contención? ¿O quizás la promesa de asomarnos a un mundo de sutilezas que nos fascina por lo exótico? Hôzuki, la librería de Mitsuko, de Aki Shimazaki, juega con estos elementos y nos sumerge en una historia de silencios y emociones contenidas. Pero, ¿qué queda cuando despojamos la novela de sus tópicos más reconocibles?


Tenemos cierta tendencia al prejuicio cuando se trata de literaturas remotas, con las que no estamos especialmente familiarizados. En el caso de la literatura japonesa, tal vez el efecto sea menor debido a la fascinación que este país suscita en el nuestro. Buena prueba de ello es la cantidad de libros escritos por españoles que se encomiendan a relatarnos la historia novelada del shogunato, los samuráis, las geishas y otras tantas figuras tradicionales.


Pero en lo que se refiere a la propia literatura autóctona, aunque no sea tan frecuente, también contamos con bastante conocimiento. No en vano, por estas mismas páginas han pasado autores como Natsume Söseki (Soy un gato), Masuji Ibuse (Lluvia negra), Kazuo Ishiguro (Nunca me abandones) sin olvidar al aclamado pero nunca premiado hasta ahora con el Nobel Hareki Murakami (Kafka en la orilla). Notables editoriales independientes han desplegado un gran esfuerzo por traer a nuestro idioma obras capitales de aquel mercado o, incluso, obras menos reconocidas pero que podían contribuir a ese interés.


También el cine ha traído a nuestros ojos un mundo reposado y prototípico en películas como Una pastelería en Tokio o Cuentos de Tokio. De esta manera, se ha ido construyendo un modo de entender cómo debe ser el arte japonés en cualquiera de sus vertientes, tan mesurado y rígido que sólo los más expertos o los afines a otros mundos como el manga pueden desmentir con conocimiento de causa.


Para el resto nos queda ese mundo enigmático y exótico, plagado de imágenes consabidas que damos por válidas del mismo modo en el que un extranjero creerá que en España todo el mundo sabe bailar sevillanas o torear, que la bebida habitual es la sangría o que nuestras calles huelen a incienso.  


Es así como llegamos a Hôzuki, la librería de Mitsuko (editado por Nórdica Libros y traducida por Íñigo Jáuregui Eguía) que viene a condensar todo lo que de previsible puede hallarse en este tipo de literatura. Tenemos a damas elegantes vestidas con kimonos ceremoniales, la presencia del té y la conversación a la que siempre parece invitar. También la larga enumeración de platos típicos japoneses que ya no nos resultan tan desconocidos. Pero también tenemos otros aspectos como las ciudades modernas, el distanciamiento social que unas rígidas costumbres dificulta o el clasismo que tan consustancial creemos a dicha cultura.


Lo primero con que asocio este libro, a las pocas páginas de abrirlo, es a la obra de animación de Hayao Miyazaki. Por una parte, tenemos el tono de cuento, no llega a ser apto para público infantil, pero el modo de narrar se asemeja, con pequeños detalles, que anticipan parte de la trama o con la sencillez que, si fuéramos más tópicos aún, identificaríamos con el arte del haiku. Tal vez la excelente portada parece invitar a esa caracterización o quizá se deba a que dos de los cinco personajes sean niños dotados de una madurez impropia de su edad.


La historia es sencilla y lineal. Una joven, madre soltera, debe llevar adelante su pequeño negocio, una librería de viejo, especializada en temas filosóficos, con la sola ayuda de su anciana madre, al tiempo que cría a su hijo pequeño, de apenas siete años, que es sordomudo, pero con una tremenda sensibilidad e interés por todo lo que le rodea.


La visita inesperada de una dama y su hija traen algo de novedad a la librería. La hija de la cliente congenia con el niño durante el breve tiempo en que ambas permanecerán en la ciudad puesto que deben partir pronto hacia Europa siguiendo los pasos de su marido, diplomático de carrera que ya se ha adelantado a su nuevo destino.



Esas breves semanas y la compleja relación que se establece entre las dos mujeres y los niños hará aflorar en la protagonista, gran parte de su pasado. Sus fracasos amorosos o sus renuncias, según como se vea, cómo llegó a su vida el pequeño Taro, cómo logra compaginar su trabajo con la familia y cómo siente una mezcla de envidia y odio por la elegante dama, la cliente que todo lo tiene en la vida.


Muchos son los temas que se agolpan en apenas cien páginas y una narración algo esquemática. Los posibles celos entre ambas mujeres, la culpa del pasado que no termina por disolverse, los temores que nos impiden tomar decisiones valientes y que terminan por condicionar la vida de quienes nos rodean, el juicio moral sobre conductas no aceptadas socialmente, el amor maternal y el sentimiento de pérdida, ...


En suma, muchos temas en una narración en la que lo sugerido y lo silenciado ocupa un lugar preeminente y en la que los hechos  se suceden con rapidez y agilidad.

 

La autora, Aki Shimazaki, es de origen japonés pero residente en Canadá, por tanto, parte de que su principal público lector será occidental, no nativo, y por ello desliza todas esas imágenes que sabe que tan naturales nos resultarán.


Una vez despojada la historia de todos esos tópicos, nos queda una lectura algo fría y distante de una compleja relación en la que el pasado ocupa un lugar primordial pero en la que tal vez los hilos trenzados no terminan de resultar claros ni se comprende el sentido final de todos ellos.


Un regusto amargo puesto que la escritura es limpia y diáfana, los personajes tienen un trazado interesante, esbozado de manera muy esquemática pero efectiva. Al fin, se tiene la impresión de que la historia podría haber sido mejor desarrollada en un texto más extenso o con una planificación más adecuada.