La pasión por los libros es un largo hilo que teje la Historia y a través del que se puede reconstruir los movimientos filosóficos, artísticos o las luchas de poder que nos han dado el mundo que hoy conocemos y habitamos.
Y lo es porque los libros son el depósito en el que volcamos nuestro conocimiento, las cápsulas que resguardan nuestros mitos y leyendas, lo que somos o creemos que somos, la imagen que queremos ceder a los que están por venir. También nos sirven de peldaños para atisbar el pasado y alzarnos sobre hombros de gigantes que hagan más fáciles nuestros siguientes pasos.
Y, sin embargo, los libros no son más que el medio por el que se preserva el conocimiento, y a estos efectos, tanto nos vale un incunable, un fajo de pergaminos o un ebook. Pero en el caso de los libros, la confusión entre el continente y el contenido alcanza una equivalencia casi mística. El libro es un material sagrado sobre el que se alzan pasiones y odios. La quema de libros, sea por herejía como en la Edad Media, por mala literatura como en el Quijote, o por simple desviación ideológica como en Bebelplatz representan la cima de la barbarie. Empezamos quemando libros y terminamos quemando personas como reza con mucha razón la sabiduría que nos ha legado el pasado siglo con sus hechos contumaces.
Esta confusión también alcanza a la lectura en sí misma. Todos hemos oído el tópico de que leer es fundamental, que hay que leer lo que sea, que da igual lo que se lea, lo importante es leer. Somos tan generosos que nos da lo mismo que se lean las instrucciones de un secador, que El cuarteto de Alejandría. Curioso porque no aplicamos el mismo criterio a la escritura: escribe lo que quieras y donde quieras, pero escribe. No nos gustan las abreviaturas, los emoticonos, eso destruye nuestra civilización.
No nos engañemos, los lectores confesos somos una secta universal que se complace en un cierto sentimiento de superioridad bienintencionada. La absoluta fe en los libros, como Verdad revelada nos convierte en fanáticos proselitistas que reclaman apoyo gubernamental a unos planes de lectura que parecen más bien una forma de sacrificio presupuestario ritual para reconfortarnos, que una inversión eficiente. También somos despóticos con cualquier competencia a nuestra religión, especialmente aquella que aleja a los más jóvenes de nuestro camino. La televisión, los videojuegos, internet, redes sociales, un mercado muy complejo en el que la competencia es cruel y muestra resultados desiguales para los bibliófilos.
Tal vez la decepción se haya extendido en nuestras filas en este año de pandemia en el que todas las voces auguraban un tiempo de recogimiento y lectura sin igual. Mayor espacio disponible, menos relaciones sociales, menos salidas y una infinita oferta física y, principalmente, a través de libros electrónicos que se podían obtener y leer en apenas segundos, sin contacto con el exterior. Porque lo cierto es que las series se han impuesto definitivamente a la lectura por mucha palabrería que gastemos en agarrarnos a algún dato fuera de contexto que nos permita albergar esperanzas. Somos como los amantes del vinilo, aferrados a su formato, glosando sus cualidades sonoras frente al grosero CD con la diferencia de que ahora estos parecen vivir una segunda juventud, sin duda, otra prueba de que su mundo ha pasado y se conforman con su reducto de ventas frente al CD que vive sus horas bajas, olvidando que el pasado nunca vuelve, al menos nunca como lo habíamos recordado.
Y por ello, no es de extrañar que, precisamente en este tiempo, los devotos lectores se hayan arremolinado en torno a un texto que glosa la gloria de nuestro objeto de deseo y veneración. Un libro que nos habla de un tiempo en el que cada libro era una creación única, no industrial, sino artesanal. Un tiempo en el que el conocimiento era patrimonio de unos pocos y se traspasaba de generación en generación a través de unos textos que se copiaban en conventos madrazas y se acumulaban en bibliotecas cuya destrucción suponía un salto hacia el pasado de cientos de años hasta que se podía recuperar parte del conocimiento perdido.
El infinito en un junco, publicado por Siruela, es el resultado de la pasión e investigación de Irene Vallejo sobre la creación de un mundo que sabe evocar con maestría contagiosa como bien ha puesto de manifiesto la legión de lectores entusiasmados que han devorado la obra o la concesión del merecido Premio Nacional de Ensayo 2020.
Vallejo recorre los caminos de la Ruta de la Seda acompañando a los recolectores de libros enviados por Ptolomeo, el fiel general de Alejandro Magno, en busca de cada libro que contuviera una mínima brizna del conocimiento de su época, de la poesía o la épica que el hombre había creado. Nadie conoce la verdadera razón de ese afán precursor de los de Diderot y d'Alembert pero lo cierto es que los ecos de ese fervor y de la obra en que se materializó han llegado a nuestros días. La Biblioteca de Alejandría es la referencia mítica en la que se vertebra el relato de Irene Vallejo.
Y no es difícil dar el salto entre la biblioteca de Alejandría y la borgiana biblioteca de Babel, esa colección infinita de textos, en su mayoría irrelevantes o imperfectos, pero que atesora un libro que refleja, punto por punto el relato de cada una de nuestras vidas y el día y modo de nuestra muerte. Porque El infinito en un junco, pese a hablarnos de la creación de los libros en la Antigüedad viaja de continuo entre ese pasado mítico y el presente de un modo vertiginoso estableciendo un hilo conector entre las experiencias de la autora, sus visitas a grandes bibliotecas o sus recuerdos de niñez en el primer acercamiento a las letras y aquellos tiempos remotos. En los que se forjaba lo que hoy nos parece tan evidente y simple.
Y de ese pasado nos llegan nombres evocadores que cobran todo su sentido en las páginas de este libro. De Alejandría pasamos a Biblos, nombre que no precisa de más aclaraciones para justificar su presencia en este ensayo, o Pérgamo, la capital del material que amenazó la industria egipcia del papiro como soporte predilecto de las letras. Conoceremos a los pueblos primitivos que, en lugar de grabar sus signos en barro cocido, lo hicieron en cortezas de árbol, material que, por sorprendente que pueda parecer, terminó imponiéndose siglos después a través del tratamiento de la celulosa.
También acompañamos a los anónimos creadores del alfabeto griego, la perfecta creación para servir de signos que dibujen nuestras palabras, superando así todos los intentos previos a través de pictogramas, jeroglíficos o protoalfabetos como el fenicio.
Pero también nos retrotrae al tiempo en el que la literatura, igual que todo tipo de conocimiento, se transmitía por vía oral, formulándose en muchos casos en forma de canciones o gestas que se enriquecían con el tiempo, mezclando tradiciones locales y el genio de cada bardo. Esta tradición se puede seguir en forma de las mitologías escandinavas germánicas, pero también en los romances y cantares de gesta del medievo o en recientes épocas en los relatos orales de los Balcanes, una larga tradición que vive en la actualidad sus últimos días tristemente.
Pero la biblioteca de Alejandría no solo es un almacén de libros. La conservación y reparación de los volúmenes juega un papel muy importante en aquella época, al igual que la localización del libro deseado entre una monumental colección que requirió de las primeras clasificaciones, no solo temáticas como la épica, la lírica o la ciencia sino, por encima de todo, el nacimiento de los primeros métodos de ordenación bibliotecaria de la Historia.
Y retirado un libro de su estante, comienza el tiempo de la lectura, ese complejo y laborioso proceso que tanto se diferencia del que hoy conocemos. Hasta la Edad Media no comenzó a implantarse la lectura en silencio, mejorando la comprensión del texto y la rapidez de nuestro avance por las páginas y dando a las bibliotecas su actual halo de silencio tan incómodo en ocasiones para los más nerviosos. Pero si complicada era la lectura, el aprendizaje de la escritura solo era posible para los más afortunados, que podían ahorrarse el trabajo manual y dedicar su tiempo a largas jornadas de apreturas junto a otros aspirantes a escribas, con sus espaldas encorvadas y marcadas por los latigazos de unos profesores algo apegados al aforismo de que la letra con sangre entra. Las tablillas con los ejercicios caligráficos que han llegado a nuestros días no ahorran las bromas de estos jóvenes sobre la crudeza de sus maestros.
En un principio la escritura no era sino el modo en el que los gobiernos mesopotámicos controlaban sus enormes imperios, fundamentalmente, los impuestos recaudados. Solo con el tiempo, esta técnica comenzó a utilizarse para fines menos pragmáticos y más útiles para el progreso humano. Los escribas oficiales dejaban constancia de la gloria de sus monarcas en guerras no siempre ganadas en los campos de batalla pero sí en columnas o frisos conmemorativos. Los sacerdotes pudieron recoger los mandamientos de sus dioses y anónimos héroes dieron cuenta de las condiciones de vida de su época en obras satíricas o de otro tipo dando así comienzo a la enorme variedad de géneros literarios que, en mayor o menor medida, se han mantenido intactos hasta nuestros días.
Junto a estos ilustres antecesores, la autora da cuenta de las primeras letras leídas bajo la mirada de su madre, sus miedos en el colegio por no parecer la niña rara que odiaba el tiempo del recreo prefiriendo la soledad de la lectura al bullicio público, sentimiento tan cercano a todos quienes no hemos sido vacunados contra el virus lector. También da cuenta de sus visitas a las librerías, esos negocios en los que apenas vemos la parte empresarial, tan solo el olor característico, la acumulación insoportable de lecturas que sabemos que no podremos llevarnos al salir, ese sueño húmedo de que todos querríamos ser libreros si nos toca un pequeño premio de lotería, en suma, todas esas sensaciones que nos hacen salivar mientras revisamos la sección de novedades de Amazon.
En suma, El infinito en un junco, está compuesto por una colección de preciosas teselas, recopiladas por la autora en un trabajo sin duda ímprobo y documentadísimo. Sin embargo, hay ocasiones en que la belleza de las piezas no siempre garantiza un cuadro final coherente y ordenado. Podemos pasar varias veces por el mismo escenario o evocar al mismo autor en diferentes contextos, los temas se entremezclan para aparecer y desaparecer sin tregua, al igual que los episodios personales no siempre parecen traídos de un modo espontáneo.
Pero en esto muchos encontrarán una virtud. La erudición quedará satisfecha, también la curiosidad por la vida de otros como nosotros. Los misterios que hoy veneramos se desvelarán haciéndose presentes y revelando la fuerza que aún conservan. Así como el papiro se forma entremezclando juncos, esta historia se trenza en infinidad de hilos que aparecen y desaparecen, algunos para siempre, otros para retornar a mayor gloria de nuestro objeto de pasión. El viaje desbocado de Irene Vallejo nos dejará sin aliento, fortalecida nuestra fe y confiando en que un pasado de miles de años no acabará tan pronto como los agoreros presagian. Así sea.
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