La tradición literaria inglesa presenta un conjunto de grandes figuras de talla enorme que conforman una especie de gran canon clásico. Autores teatrales como Shakespeare, o Wilde, poetas como Milton, Tennyson o Yeats o novelistas como Dickens, Scott o Kipling. Y eso es cierto. En el siglo XIX la preeminencia de la lengua inglesa en el mundo literario solo comparte halagos con la francesa.
Pero tal vez lo que significa de mejor manera esta gran tradición literaria, no es tanto la presencia de grandes figuras sino la existencia de un casi inabarcable séquito de secundarios. Una completa nómina de autores menores, algunos brillantes, otros más acomodaticios, creadores de géneros menores o cultivadores del pastiche, pero en todo caso, figuras que aportan un sustrato literario notable.
Así, esta gran tradición presupone una importante red de lectores que soporten con sus ventas el trabajo de numerosas editoriales, muchas de ellas capaces de especializarse en géneros concretos o de generar el suficiente ingreso económico para poder justificar su supervivencia. También implica una apreciación social de la literatura como medio de vida y, por supuesto, como una actividad elevada, no propia de trapisondistas, titiriteros y gente de mal vivir. En suma, no era necesario ser un genio de las letras para publicar, para ganar dinero con ello, aún en cantidades modestas, y no se cuestionaba esta actividad en términos generales.
Otra característica diferencial de esta tradición literaria es la presencia comparativamente relevante de mujeres. Incluso en géneros como el detectivesco, tan sórdido en ocasiones o tan alejado en la vida real de la vida de estas escritoras, la presencia de voces femeninas destaca como una gran renovación de la estética literaria. Porque, a diferencia de lo que ocurre en muchas ocasiones, no se trata de literatura escrita por mujeres para mujeres, sino de literatura con una sensibilidad o una frescura diferente a la de los varones, pero que pronto comenzó a influir en la obra de estos.
Y es en este caladero en el que Impedimenta ha centrado parte de su labor editorial, recuperando pequeñas obras que nunca antes habían sido publicadas en España, o que lo fueron en su momento sin pena ni gloria. Dentro de esta política, nos encontramos con la publicación de la primera obra de R. A. Dick, de verdadero nombre Josephine Leslie, El fantasma y la señora Muir, con traducción de Alicia Frieyro.
La obra fue publicada originariamente en 1945, y este año puede no ser casual. Ha terminado la guerra y parece llegado el momento de borrar las heridas, los temores, la seriedad y gravedad que el conflicto llevó a la vida británica. No parecería apropiado a los tiempos del Blitz las historias humorísticas sobre fantasmas. Pero también el largo paréntesis del conflicto pudo permitir a R. A. Dick. meditar sobre su manuscrito, hacerlo crecer y madurar, dándole tal vez ese toque melancólico y reflexivo que le aparta de las obras al uso.
Pero comencemos ya con la historia de la señora Muir. Ésta ha enviudado a una joven edad, librándola así de la esclavitud que ha venido viviendo con su marido, absorbida y custodiada de continuo por las hermanas de aquél y su suegra. Impidiéndola tomar sus propias decisiones y forzándola a limitarse a consagrar su vida a su marido convaleciente y a sus dos hijos.
Muerto el marido, ve la oportunidad de retomar el control de su vida y librarse de su familia política. Así que lo primero que hace es visitar un pequeño pueblo costero cercano que había conocido años antes y entra, sin apenas pensarlo, en una inmobiliaria donde se encapricha de una vivienda, la que claramente menos le conviene y la que, el agente más se esfuerza en menospreciar. Es precisamente ese sentimiento de que, una vez más, alguien quiera tutelar sus decisiones, lo que empecina a la señora Muir para visitar la casa y, cómo no, alquilarla de manera definitiva, mudándose con sus dos hijos.
No podía ser de otro modo, la casa está encantada. Pero no al modo tradicional, de un fantasma que la mora recorriendo sus vacíos pasillos arrastrando cadenas y con tremendos quejidos buscando eterno consuelo por algún horrendo crimen, de que fue autor o víctima. No, el señor Greg es un fantasma algo más maduro, no busca el dolor ajeno ni aflorar el temor de los que tienen la desdicha de toparse con él. Antes bien, le complace que su casa esté habitada por la señora Muir, convencido de que, de este modo, podrá lograr lo que no llegó a consumar en vida, destinar su vivienda a ser el hogar de retiro para marineros sin fortuna.
La relación entre el señor Gregg y Lucy Muir es el corazón de la novela. Un entramado de enfados, confidencias, consejos y tejemanejes que, lejos de como señala la sinopsis de la obra, se aleja de una historia de amor romántica, adentrándose en las complicadas relaciones entre dos personas (o una y un fantasma). Porque la novela se extiende desde la mudanza de Lucy a Cull Cottage hasta la muerte de ésta permitiéndonos asistir a las tribulaciones de la viuda, sus dudas y desconsuelos, sus ardores sentimentales o los conflictos con sus hijos. El firme deseo de no perder su independencia es la guía de toda su vida, un recto fin que el señor Gregg trata de favorecer en la medida de sus posibilidades, no siempre bien tramadas, no siempre puras e inocentes.
Descifrar los sentimientos de la señora Muir, describir sus necesidades y miedos, sus deseos y sus intenciones es un proceso que se va desvelando en la novela de manera progresiva. R. A. Dick sabe dejar a un lado los clichés más habituales en las novelas folletinescas en las que sin duda se inspira y traza un relato ciertamente complejo y maduro de la protagonista. Viajaremos con ella a la madurez y, desde ella, a la senectud, de una manera hermosa y sencilla, con pocas escenas que van ilustrando el proceso de una manera magistral.
Esta novela fue llevada al cine por Joseph L. Mankiewicz en 1947 de manera bastante acertada por lo que dejan ver las críticas que he podido consultar ya que no conozco la película. Por tanto, anticipo un juicio totalmente arbitrario, lo sé, pero creo que mucho de lo que la autora refleja en esta novela ha de quedar por fuerza al margen de las luces del objetivo. El complejo nudo de matices y emociones de los que se compone la obra, junto a algunas dosis de ese inevitable humor inglés, ese concepto tan difícil de definir pero tan evidente cuando se tiene a la vista, son elementos que, de por sí solos, hacen más que destacable esta obra y recomendable su lectura. Que nadie tema enfrentarse a una noche de insomnio o a un remedo de Ghost, como mucho, algún lector se podrá sobrecoger al verse reflejado en los vericuetos mentales de la señora Muir, y quizá esto resulte lo más terrorífico de la novela.
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