4 de noviembre de 2025

Tragedias de Esquilo (3): Las suplicantes


Las suplicantes de Esquilo fue representada aproximadamente en el año 463 antes de nuestra era, formando parte de una trilogía integrada por otras dos tragedias (Los egipcios y Las Danaides) y un drama satírico (Amimone), obras todas ellas perdidas que completaban la historia de las danaides. Como en el caso de Los siete contra Tebas, que desarrollaba la historia de un mito previo, el de Edipo, Esquilo toma aquí el motivo de las hijas de Dánao, las danaides, una leyenda transmitida por autores como Apolodoro o Píndaro.

Las danaides constituyen en esta obra el coro propiamente dicho, lo que convierte a este no ya en una voz secundaria o de acompañamiento como en otras tragedias, sino en el protagonista colectivo de la acción. No son solo la conciencia de la ciudad ni el eco de los sentimientos del autor. Son el personaje principal, las portadoras del conflicto y de la emoción. Las cincuenta hijas de Dánao, aconsejadas por su padre para que huyan de Egipto y así evitar casarse con sus cincuenta primos, hijos de su hermano Egipto, llegan a las costas de Argos en busca de asilo. Dánao las acompaña como guía y protector. Según la mitología, son descendientes de Ío, una mujer mortal amada por Zeus, lo que les otorga una vinculación genealógica con la tierra de los argivos.

Así, las jóvenes y su anciano padre arriban a las costas de Argos, donde son recibidos por el rey Pelasgo, quien se muestra desconcertado por su llegada repentina, sin heraldo ni aviso previo. El coro explica el motivo de la huida. No se trata de una persecución por crimen o culpa, sino del rechazo a un matrimonio forzado, a lo que llaman con expresión arcaica del traductor “himeneo no deseado”. Las danaides reclaman asilo apelando a los dioses tutelares del lugar, especialmente a Zeus, protector de los suplicantes.

El rey se debate entre el temor a protegerlas, lo que podría desencadenar la represalia de Egipto, un pueblo poderoso, y el miedo aún mayor a desoír a los dioses, comprometiendo así la prosperidad de la ciudad, atrayendo las desgracias que aquellos dioses caprichosos eran tan dados a repartir entre los humanos. Pelasgo opta por consultar al pueblo de Argos, que respalda la decisión de acoger a las suplicantes. La ciudad, por tanto, asume el compromiso moral y político de protegerlas tras esa especie de plebiscito, de expresión democrática que refuerza la autoridad de Pelasgo.

La tensión se incrementa cuando llega un heraldo egipcio, altivo y amenazante, reclamando la entrega de las mujeres. Pelasgo lo rechaza con firmeza y confirma su decisión de dar asilo a las refugiadas. La obra concluye con los improperios del heraldo y los lamentos y temores del coro. Las otras dos tragedias completaban sin duda esta historia, narrando los intentos de los egipcios por apoderarse de las mujeres, su posible integración en Argos y, más adelante, el terrible desenlace de su historia.

Tras leer ya tres tragedias de Esquilo, no se puede pasar por alto el importante papel que juegan las mujeres. Desde la madre de Jerjes en Los persas, sobre quien recae el peso dramático al lamentar la derrota de su hijo, hasta las figuras del coro femenino en Los siete contra Tebas o las hermanas Antígona e Ismene, la presencia femenina está cargada de fuerza simbólica. En Las suplicantes, son precisamente las mujeres quienes ocupan todo el protagonismo, quienes fuerzan la voluntad del rey Pelasgo y se convierten en el centro del conflicto entre la ciudad de Argos y el heraldo egipcio. Su dignidad, su miedo y su firmeza se imponen como motor del drama. Pese a lo remoto del contexto, la voz de estas mujeres resuena con vigor y humanidad, recordándonos que la tragedia griega también daba voz a la otra mitad de la población, siempre tan silenciada, tan oculta.

Desde el punto de vista estilístico, Las suplicantes es una tragedia atípica dentro de la obra de Esquilo. Su estructura es más cercana al canto ritual que a la acción dramática propiamente dicha. El coro, como ya se ha puesto de manifiesto, no es solo predominante, sino el protagonista. Sus lamentos están cargados de invocaciones a los dioses, imágenes del mar, del exilio y de la impureza del matrimonio impuesto. El ritmo es pausado, el lenguaje deliberadamente arcaico, las fórmulas repetitivas. Esto, lejos de entorpecer la tensión, la refuerza. El estatismo de la obra es dramáticamente eficaz. No hay grandes escenas de acción, pero hay un conflicto moral profundo que se transmite con intensidad a través de la súplica coral. Frente al dinamismo guerrero de Los siete contra Tebas, aquí encontramos una intensidad contenida, una fuerza nacida del miedo, la palabra y la dignidad colectiva.

No se trata precisamente de la tragedia más celebrada de Esquilo y, pese a ello, es una de las que más resonancia encuentra en nuestros días. Nos conecta con la sensibilidad de un pueblo que pudo emocionarse con la representación de este drama. Porque, si lo hizo, es porque sentía como propia la necesidad de proteger al forastero, al que huye, al que pide ayuda. Eso sí, con matices. Las danaides no son completamente extranjeras, al menos no tanto como los egipcios que las persiguen. Se presentan como descendientes de una heroína local, lo que les permite apelar no solo a la piedad, sino también al parentesco mítico.

 



Desde la Grecia antigua vivimos en una historia de migraciones continuas. Pueblos del Egeo, micénicos, dorios, jonios, pueblos del mar. Pero también escitas, persas, árabes, eslavos. Gentes venidas de todas partes, mezclándose con otras. El mito de las danaides muy bien puede reflejar esa realidad migratoria que, en nuestro egocentrismo, creemos exclusiva de nuestro tiempo.

Sin recurrir a comparaciones forzadas, no resulta difícil pensar en las imágenes que nos muestran los telediarios desde Lesbos, no tan lejana de Argos, ni geográfica ni culturalmente, donde las playas son testigos de quienes no huyen para evitar un himeneo no deseado, sino para conservar la vida misma y la de sus hijos. Ni en Lampedusa, ni en Canarias, ni en Cádiz. Pero tampoco en la Europa del Este, la presión migratoria que se vivió durante la guerra de Siria o la situación en Gaza, que terminaría por ocasionar migraciones masivas si estas fueran posibles y no se hubiera convertido en un enorme campo de concentración de imposible escape. En cada caso hay historias de huida, de miedo, de dignidad quebrada. Como las danaides, esas personas buscan asilo y se aferran a nuestra tradición de valores, tan presente en nuestro discurso, pero tan débil cuando se le pone a prueba.

Y como el rey Pelasgo, nuestras sociedades se debaten entre el temor a abrir la puerta en nombre de unos principios que decimos defender y el miedo a las consecuencias de hacerlo. Las suplicantes de Esquilo, que amenazan con ahorcarse con los alfileres de sus túnicas en la estatua de Zeus, siguen hoy entre nosotros. Llegan con niños en brazos, con cuerpos maltratados por la travesía, y no siempre son escuchadas.

Pero ninguna decisión es sencilla. Y todas tienen consecuencias. Desde la Antigüedad resuenan estas preguntas, estas tensiones. Y es posible que en el futuro alguien mire atrás y se pregunte qué hicimos con los valores que decimos heredar de los griegos. Qué nos volvió más cobardes, más impermeables al sufrimiento. Si tuvimos más que perder. Si nos creímos propietarios del suelo donde nacimos sin mérito alguno. No sé si en ese futuro habrá un nuevo Esquilo que retrate nuestra mezquindad. Pero quizá las palabras de Pelasgo y el voto del pueblo de Argos puedan seguir sirviéndonos como guía.