7 de agosto de 2022

Jinetes en la sombra (Diego A. Manrique)

 

Diego A. Manrique es una figura central dentro del periodismo musical español. Su papel va mucho más allá del de ser un mero notario de la actualidad del género, habiendo sido responsable de presentar para públicos más amplios, movimientos musicales que vivían en la oscuridad de los iniciados, de recordar figuras cruciales de la música a aquellos que viven creyendo que todo lo descubre por primera vez su generación o sirviendo de punto de referencia y conexión a quienes, en un tiempo en el que internet no cumplía esta función, podían sentirse unidos a una corriente más amplia, compartida por otros muchos.   

Sin duda, su vida profesional se acopla de manera perfecta a muchos de los movimientos musicales de los últimos cincuenta años. Desde su papel en la promoción de la denominada "movida", más apropiadamente Nueva Ola, como el periodista señala, a la irrupción de la denominada música indie o la recuperación de sonidos latinos que la modernidad había arrumbado al cajón de un pasado olvidado.  

Su presencia ha ido alternando la televisión con programas como Popgrama o Caja de ritmos, con la radio, inolvidable El Ambigú, combinándolo con la dirección adjunta de Radio 3, en un momento en que era auténtico punto de encuentro de los fanáticos musicales de muy diversas tendencias. Pero también ha tenido un papel fundamental en el periodismo escrito, en el que lleva trabajando desde 1975. Especialmente relevante es su relación con el diario El País y su suplemento semanal, así como su papel en la fundación de la revista Efe Eme. También ha visitado otros formatos, como el del blog o el podcast, siendo responsable de seriales como El mapa secreto.

En este caso, Jinetes en la tormenta (Espasa, 2014), nos ofrece una recopilación de artículos publicados previamente en prensa con algún leve retoque para la corrección de algún fallo o contextualización cuando el autor lo ha considerado necesario.

La compilación se organiza en torno a seis grandes bloques temáticos con el fin de hacer de la lectura un viaje coherente, si bien, también podemos optar por ir saltando a los artículos que más nos apetezcan en función de nuestras preferencias personales. Parte de los textos tienen origen en obituarios publicados por el autor. Éste es un género complicado y no demasiado prestigiado. En ocasiones, se cae en la tentación de pasar por alto las sombras de una carrera para derramar una lluvia de empalagosas adulteraciones y de la suspensión de todo juicio crítico. Por contra, en otros momentos, se puede caer en el vicio contrario, en dedicar párrafos enteros a la exposición pública de fracasos, escándalos, rumores infundados, y demás basura.

 

 


Ninguno de estos extremos se encuentran en los textos de Manrique, tratando de forjar un equilibrio que no oculte las miserias pero tampoco olvide los méritos. En este sentido, algunos de ellos parecen un trabajo de buena factura, hecho por un profesional con maña, pero cierta desgana ante la necesidad forzada de escribir a raíz de un hecho luctuoso. Sorprende que, conocido, el mérito de muchos trabajos del autor, estos hayan sido preteridos por otros de menor interés y enjundia. Tal vez se trate de ofrecer un fresco amplio sobre la música, pero la verdad es que poco aportan los escritos sobre Fats Domino y alguna otra luminaria que parecen salir de un refrito de la wikipedia.  

Pero el libro va tomando progresivamente mayor interés según se llega al núcleo duro, a las crónicas de entrevistas con personajes como Lou Reed, Patti Smith o Chrissie Hynde. Lo que hace especiales a estos y otros tantos textos es que el propio periodista relata su peripecia personal con el entrevistado, poniendo de manifiesto el ego desmesurado de algunas figuras, su predilección por el halago, la complicación de evitar temas espinosos y la habilidad para sortear esas censuras previas.

Este aspecto conecta parte de estos textos, aunque sea remotamente, con la escuela del nuevo periodismo americano en la que el plumilla, término muy utilizado por Manrique, aparece como un personaje más de su crónica. Porque para Manrique, la profesión no está alejada de la pasión, de la reverencia por sus ídolos, sin que ésta empañe una capacidad crítica que haga su trabajo útil para quien lo lea.   

Porque, como es de esperar, este tipo de textos evoca la música de la que se habla y empuja a cada poco a detener la lectura para escuchar un disco, una canción, revisitar estilos ya olvidados o conocer  el sonido de una banda por la que hasta la fecha no habías sentido especial predilección.   

Casi logra que grupos como U2 o Police, con los que uno no tiene especial afinidad, puedan resultar interesantes, o que se de una segunda oportunidad a discos de Yoko Ono o Coldplay. También resulta especialmente apropiado el apartado llamado Así suena Las Palmeras, en referencia a un programa del propio autor dedicado a explorar los sonidos tropicales del son cubano, el inicio de la expansión del reggae con Desmond Dekker y otras tantas figuras de ese origen.

 Y, claro está, el libro también tiene su buena dosis de mitomanía, de esos grupos o artistas que fundamentan todo lo que hoy entendemos como música popular, aunque tal vez los gustos estén girando y ya el rock haya pasado a ser música del pasado, pero aún así, podremos deleitarnos compartiendo gustos y filias con Manrique. Sus artículos sobre Elvis, los Stones, Dylan o los Beatles forman parte central de la antología aquí recogida. Y tal vez sea en estos artículos donde más se nota el talento del periodista. Estos textos que no requieren contexto, introducción previa. Y por ello es aquí donde el autor desarrolla sus propias ideas, su valoración de una música, de un estilo, de un tiempo, de manera magistral, iluminando aspectos que, tal vez, pudieran haber pasado inadvertidos pese a las muchas horas dedicadas a escuchar esta música.

No se puede lanzar mejor halago que éste para una música tan analizada, versionada y repetida, hasta casi caer en el riesgo de no poder escucharla dejando a un lado todo lo conocido, como si fuera una primera vez. Pero es precisamente la pasión que nos transmite Manriqe la que nos pone en ese humor de tomar las canciones como en una primera escucha, virgen de todas las anteriores, volviendo a disfrutar del descubrimiento, casi como una primera vez. Poco más, poco mejor se puede decir de este libro.

   

 

 

31 de julio de 2022

En casa (Bill Bryson)

 


En casa (Ed. RBA, 2018) es, hasta la fecha, el libro más popular de Bill Bryson, un escritor que ha dedicado su vida a publicar textos sobre las más diversas materias (Shakespeare, Australia, el cuerpo humano, la ciencia, historia, ....) desde un punto de vista sencillo y ameno. Sus libros no buscan recopilar conocimientos sino entretener al tiempo que pone a disposición de sus lectores una infinidad de datos y hechos salpicados de ironía y anécdotas con un estilo ágil y nada retórico.

Tal y como cuenta el autor, la génesis de este libro se encuentra en el hecho de haber escrito previamente otro texto sobre las lejanas estrellas y constelaciones y su necesidad de acercarse a algo más próximo, tanto como su propio hogar. La familia Bryson había comprado una antigua vicaría en Norfolk, un edificio falto de reparaciones pero con una larga historia de más de cien años a sus espaldas y que reflejaba gran parte de la evolución en las ideas que sobre el confort y la comodidad han ido teniendo las generaciones sucesivas. Buscando el origen de un ruido pertinaz que cree identificar como un goteo, trepa por una escalera y, justo donde cree encontrar la salida al tejado, descubre una especie de buhardilla con una ventana, oculta desde el exterior, que le hace interrogarse sobre los motivos del bondadoso vicario que ordenó su construcción.

Éste es el punto de partida de una narración que recorre de manera ordenada todas las extancias de un clásico hogar. Los capítulos desgranan la historia, curiosidades, anécdotas varias y funcionalidades de cocinas, dormitorios, desvanes, escaleras, salones, entradas, cuartos de baño, cuartos para el personal de servicio, y así sucesivamente en una trepidante excursión por la Historia, el diseño, las intimidades de nuestros antepasados y las razones de muchos objetos que aún hoy resultan una rémora del pasado con las que convivimos sin apenas hacernos preguntas.

Pero preguntarse es lo que mejor sabe hacer Bryson, porque una vez formulados los interrogantes idóneos, las respuestas van llegando casi solas, sin tregua pero de manera atinada. Y así, se pregunta sobre el modo en que nos sentamos a la mesa y por qué utilizamos los cubiertos tal y como los conocemos hoy en día. Nos habla de la multitud de cuchillos que existían en el siglo XVIII y cómo devinieron en tan solo los dos que hoy continuamos empleando, para carne y pescado. Nos cuenta cómo se iluminabann las casas, cómo se podía leer cuando los días eran tan cortos que apenas se veía el sol, o cómo se decidió abrir un gran boquete en la pared al que se llamó ventana.

Y qué decir de los perfumes que trataban de ocultar no solo la falta de higiene propia de una época sin agua corriente sino todos los olores de la casa con unos fogones siempre encendidos, con el olor del sebo de las velas o de las lámparas de aceite, con comida en las despensas que se descomponía con suma facilidad y con unas ropas que se usaban para dormir casi igual que para ir a los oficios dominicales.

Nos habla de los parques como refugios de la alta sociedad, para simular una vida campestre que creían lejana, aunque a nuestros ojos, vivían en plena naturaleza. De cómo evolucionaron en la mente de los utópicos para abrirse en forma de jardines y parques públicos a los que pudieran acudir las clases menos privilegiadas para buscar reposo y relajar sus pasiones con la contemplación de una naturaleza domeñada.

Nos habla de las ropas y las modas, los ideales de belleza y las pelucas y el modo de empolvarlas, de las chorreras y los lazos que devinieron en corbatas. Nos explica las muertes de mujeres atravesadas por las varillas de unas fajas que luchaban por asfixiarlas, pero también de su ropa interior, que terminará siendo diseñada para realzar lo que anteriormente se trataba de ocultar.

Nos cuenta también la historia de cómo la madera y el barro cocido dejaron de ser los materiales nobles de construcción, para dejar paso a la piedra y los adornos en mármol. Cómo las casas se ampliaron desde unos meros rectángulos o círculos en los que, en una única habitación, se hacía toda la vida, con un fuego perpetuo en una esquina, una tabla colgada en la pared que se empleaba para las comidas, apoyándose sobre las piernas de los comensales, antes de que nadie creyera necesarias las sillas, hasta las grandes construcciones de los famosos arquitectos neoclásicos como Nash, cuya vida nos desgrana con alborozo, que siguieron la estela de Paladio y crearon las grandes mansiones que definen la vida rural inglesa, miles de ellas, que se han ido perdiendo con el tiempo pese a los esfuerzos del National Trust por conservarlas dado su enorme coste, su falta de comodidades modernas o sus infinitas estancias, sin sentido en un mundo en el que la vida social está mudando al multiverso.

Bryson también se interroga sobre el lecho marital, ese lugar que pasa de ser única referencia de descanso y procreación, a convertirse en metáfora del sexo desenfrenado y todo tipo de pasiones. Claro que para esto deberíamos esperar siglos ya que el sexo no era lo que hoy entendemos por tal. Las relaciones podían ser tan esporádicas entre los miembros de la sociedad victoriana que, entre una y otra ocasión, podrían llegar a olvidarse del procedimiento a aplicar. El sexo dentro del matrimonio debía ser excepcional y dirigido a la procreación, no en vano, los señores tenían a su disposición al servicio doméstico para cumplir otras funciones que casi se despachaban con animalismo desinteresado. Nada más normal para un comerciante que abusar de un modo u otro de su cocinera o planchadora, sin que sintiera el menor remordimiento. Tan dura era la vida de estas pobres muchachas, que se veían expuestas a continuas vejaciones y desprecios, al odio de las señoras de la casa, que muchas terminaban quitándose la vida o renunciando a sus trabajos, lo que en muchas ocasiones venía a ser lo mismo.

 

  

 

El sexo, gozoso o marital, podía tener sus consecuencias dado el escaso conocimiento de medios alternativos para su prevención. Los abortos provocados mediante métodos abominables solían llevarse consigo también la vida de la madre. Pero la vida, cuando se abría paso, lo hacía en las mismas habitaciones en las que había sido engendrada. Los partos en hospitales no se generalizaron hasta el siglo XX.   

Esto nos abre la puerta del mundo de la salud, o más bien, la falta de ella. Los innumerables brebajes que se empleaban para purgar enfermedades, los colutorios vomitivos o las más complicadas prácticas que dieron lugar al nacimiento de la cirugía, normalmente causando más mortandad y dolor que el que se trataba de evitar, pero es el precio de la Ciencia. Los utensilios médicos se parecían más al arsenal de los carniceros que a los sofisticados instrumentos que conocemos hoy en día.  

Las salas de juegos eran otra habitación imprescindible en toda casa de buena nota, juegos para niños, muchos de ellos resistentes en nuestros días, como los callitos de madera sobre un balancín o los soldaditos, ya no de plomo, sino de plástico. Pero también tenemos habitaciones de juegos para adultos, salas con un billar o simples fumaderos donde el señor puede recibir visitas y servirles una copa, retirados en un rincón discreto en el que endiosarse y mostrar su opulencia.

Pero nada tan opulento en aquellos tiempos como el hielo. Traerlo desde remotas regiones sin que el calor lo derritiera y emplearlo para la cocina, los cócteles o el mero envanecimiento. Muchos se hicieron ricos con el comercio de este material hoy dispensado en gasolineras a bajo precio. Pero si el hielo era un lujo, más lo fue en su día el empleo de la electricidad, dejando de lado las peligrosísimas fuentes de iluminación anteriores, velas, aceites, hormillos, .... La lucha de las corrientes trajo un elemento de competencia a esta tecnología que ha sido difundida recientemente en el cine, pero de la misma resultó que cada pequeño rincón de las casas, al menos de las más acomodadas en las grandes ciudades, pudo estar finalmente bien iluminado y la vida pudo prolongarse de manera indefinida al margen de la estación del año. Las representaciones teatrales pudieron ser retrasadas al horario en el que hoy nos resultan habituales, igual que los conciertos o cualquier otra actividad que anteriormente estuviera condenada a la oscuridad o a unas horas más tempranas.

El progreso también aportó soluciones a problemas que ya habían sido abordados por civilizaciones tan antiguas como la romana. El alcantarillado público limpió las calles de mugre, deshechos, mierda en suma. Las conducciones de aguas fecales llevaron la contaminación a ríos, causaron muertes por intoxicaciones o violentas explosiones, hasta que se llegó a comprender correctamente ese extraño fenómeno de las emisiones de gases por la descomposición de materias tan fétidas. Pero se logró, y de paso, no solo sacamos porquería de nuestras casas, sino que trajimos agua a las mismas. El baño pudo lograrse meramente girando una manecilla. Las sirvientas dejaron de tener que calentar agua en grandes calderos, pasarla a baldes que debían ser subidos a pulso hasta la habitación de la señora para derramar el agua en unas enormes bañeras y repetir el proceso una decena de veces, para que alguien pudiera bañarse en un agua que realmente ya estaba casi fría cuando se había completado todo el ciclo.

En casa solo nos permite un único reproche, y es que se centra en el modo de vida anglosajón, en sus costumbres y su historia. No en vano la investigación parte de una casa vicarial en Norfolk, pero se echa en falta algo, una mirada a otro tipo de viviendas, de costumbres. Pero nada de esto resta mérito al libro que sabe dar el salto de la mera casa a todo cuanto la rodea, a realizar una auténtica narración de la evolución  de la vida privada, de aquella que no acostumbra a reflejarse en los libros de historia, más amigos de las grandes gestas. Aquí sólo encontraremos pequeñas anécdotas, breves detalles de todo cuanto hace nuestra vida más fácil, más cómoda y saludable, y esto no es poca cosa.

Porque la historia que nos cuenta Bryson está repleta de pequeñas victorias sobre la incomodidad, sobre el barbarismo, sobre la ignorancia. Victorias que no son excepcionales en sí pero que han hecho de nuestra vida una experiencia tan hedonista que ningún viajero del pasado lo creería posible, aunque a nosotros nos resulte tan natural que ya no nos cause ningún tipo de sorpresa. A paliar esta injusticia clamorosa viene En casa, para honrar a todos cuantos nos han permitido vivir hoy como lo hacemos, para sorprendernos cada vez que abrimos la puerta de nuestro hogar y sentimos esa reconfortante placidez.         




16 de julio de 2022

Nuestros antepasados (Italo Calvino)

 

 

Italo Calvino es un autor muy apreciado en España. Siruela emprendió hace muchos años el loable esfuerzo de traducir sus obras y éstas siempre han tenido un nutrido público de iniciados que se deleitan con la morosa prosa poética del escritor italiano. Sin duda, su obra más celebrada es Las ciudades invisibles, sin embargo, en esta ocasión reseñamos Nuestros antepasados.

Este título realmente responde al deseo del autor por compilar en 1960 tres obras previas en las que creyó ver cierta conexión, hasta el punto de dotarlas de una intencionalidad y sentido que, tal vez, no le fueron tan obvios en un primer momento. Sea como fuere, lo cierto es que los tres libros aquí compilados suponen los primeros éxitos literarios del escritor  y sientan unas bases sobre las que construirá el estilo que le caracteriza.

Inicialmente, el orden de estas obras dentro de Nuestros antepasados respondía a un criterio cronológico, en función del momento histórico en el que cada uno de los relatos se desarrollaba. Finalmente, en ediciones posteriores, Italo Calvino prefirió ordenarlos en el mismo orden en el que fueron escritos, por entenderlo más coherente para la construcción de esa idea de unidad que, como decía, responde más a un cierto voluntarismo más que a una auténtica coherencia temática.

Así, comenzamos por El vizconde demediado (1951), un hermoso cuento en el más amplio sentido de la palabra, que sin duda debió hacer las delicias de Ana María Matute y que nos relata la vida del vizconde de Terralba, un pequeño noble italiano que acude a batallar contra los turcos y es, literalmente, partido por la mitad por un cañonazo enemigo. Esta demediación, no solo es física sino que también afecta a la personalidad del noble que queda dramáticamente reducida a algunas de sus inclinaciones y limitaciones morales.

Pese a que la lectura obvia podría llevarnos a la idea de la doble naturaleza que habita en todos nosotros, la importancia del equilibrio, la concordia entre cuerpo y espíritu y otras tantas ideas, lo cierto es que el simbolismo del relato permite tantas lecturas como uno quiera. A ello ayudan sin duda los numerosos elementos fantasiosos, los animales míticos que lo pueblan, una cierta irrealidad que abarca el espacio físico pero también al resto de personajes más allá del propio vizconde.

Pasamos al siguiente relato, El barón rampante (1957), tal vez el más conocido de esta trilogía, en el que el hijo de una familia de la pequeña nobleza local italiana decide, fruto de una rabieta algo estúpida, subir a un árbol y basar su vida en tan arbórea circunstancia. De árbol en árbol, seto a arbusto, toda su vida, incluyendo su ejercicio como barón al fallecimiento de su padre, tiene lugar en las alturas, tal vez porque en tan alejada esfera puede elevarse por encima de miserias terrenales, escaparse a la jurisdicción de los terráqueos y posar una mirada más limpia, distante y certera en sus súbditos.

El relato se desarrolla en el periodo comprendido entre la Revolución Francesa y las guerras napoleónicas, un tiempo en el que el espíritu del hombre también pretendía emanciparse de leyes morales y políticas que le eran impuestas y en las que las más célebres mentes de la época buscaban cambiar su perspectiva. Así, también el barón se dejará cautivar por ese siglo de las luces, por sus avances y tratará de traerlos a sus dominios convirtiéndose en impulsor del cambio y colaborador de las tropas napoleónicas que invaden su patria, causándole no pocas incertidumbres morales.

La esencia del relato, en opinión del propio Calvino y de los estudiosos de su obra, que ven este elemento como una constante de sus trabajos posteriores, es la autoimposición de una norma, una conducta, una regla que, por absurda que nos parezca, es asumida y llevada hasta el final, hasta sus últimas consecuencias. Pero también aquí podemos dejarnos guiar por nuestras propias intuiciones y preferencias pudiendo resultar que el relato nos es más próximo si lo entendemos como una reflexión sobre el papel de un escritor, un intelectual tal y como hoy consideramos a Italo Calvino, que debe apartarse hasta cierto punto del mundo para poder señalarnos lo que está por venir, ayudarnos a dar curso a nuestros deseos y acciones, tal y como Cosimo Piovasco ayuda a los campesinos a acabar con los incendios forestales, los saqueadores de granos o a mejorar la irrigación de sus campos.  

Pero también puede ser una reflexión sobre el desengaño de la razón, cuando el barón contempla cómo Napoleón rompe las ilusiones de libertad que, sin embargo, hace ondear en sus banderas y discursos. Ya sabemos por otros intelectuales del mismo periodo, esta vez reales como la vida misma, que la razón a veces engendra monstruos, malos sueños, por eso, no siempre es maldito quien se toma cierta distancia con el mundo que le ha tocado habitar.

 

 


 Pero llegamos al tercer y último relato, El caballero inexistente (1959), una pieza en la que un caballero, solo espíritu, cubierto por una armadura que le dota de corporeidad, se bate en las huestes de Carlomagno y vive sus aventuras como si de un mortal cuerpo se tratara. Porque el ansia de ser que empuja a Agilulfo es más fuerte que los músculos de otros paladines, y por ello, recibirá el reconocimiento del sacro emperador pero también el amor, platónico sin duda, de la bella guerrera Bradamante.

Nuevamente, las vías de reflexión que nos ofrece el texto son casi infinitas, pudiendo ir desde la importancia del ser, la fuerza de voluntad (lo que la enlaza con El barón rampante), o, por cerrar el círculo, la problemática de la demediación, el ser incompleto, sea por quedar partido en dos, sea por la disociación entre cuerpo y espíritu.

Los tres relatos van seguidos de una exposición de Italo Calvino, acertadamente ubicada tras los textos y no como prólogo, tal y como habría sido lo habitual, para evitar que el lector quede condicionado por las interpretaciones y manifestaciones del autor. Queda claro que Calvino entendía su obra como un mapa abierto a un mundo de imaginación y reflexión propio de cada lector, hecho que consigue con sobrada maestría.

Las notas de la editorial, ponen el acento en la poética del texto y en la brillante labor de su traductora, Esther Benítez, a la hora de conservar ese ritmo, la riqueza simbólica, las palabras que evocan al tiempo diferentes conceptos, los vocablos invención del autor, y otras tantas maravillas propias de un talento que pronto se decantaría por el estudio de la semiótica.

Por último, lo más importante, al margen de las interpretaciones que cada lector les quiera dar, incluso si no pretende indagar en ninguna de ellas, las tres historias se disfrutan como pequeños cuentos, completos en sí mismos, pese a la disociación de sus protagonistas. Su estilo es ágil, pleno de humor, ternura  y referencias históricas y literarias, que hacen que se lean recuperando el gusto por antiguos relatos, sencillos pero hermosos, alejados de retórica y petulancia. Nada mejor, por tanto, para conocer a este autor y adentrarse en su peculiar mundo y en su modo de entender la literatura, que no es otra cosa que el modo en que cada uno entiende la vida y la manera en la que la transitamos.

 

 

 

24 de junio de 2022

Feria (Ana Iris Simón)

Es difícil sustraerse a la polémica que ha suscitado este libro y su autora. Pero, por ahora, preferiré dejarla a un lado, centrándome tan sólo en aquello que realmente nos importa aquí, su historia, su estilo y su valor como libro.


Y aquí comienza otro de los problemas, la dificultad para poder encajar Feria en un estilo concreto. Podemos avanzar que, de manera simplificada, Feria es un libro sobre los recuerdos de familia y niñez de su autora, Ana Iris Simón, una periodista que ha desarrollado una temprana carrera en Madrid. Estos recuerdos, fragmentarios, en ocasiones repetitivos, se entreveran con escenas actuales, con reflexiones de la propia autora, opiniones de sus actuales amigos y colegas. Son recuerdos que abarcan desde los olores de un recinto ferial en días de fiesta patronal, a la música que acompañaba cada una de las escenas descritas. Que avanzan por el proceso de iniciación de la niña en la vida, del mismo modo en que se refleja su regreso a las mismas esencias de las que salió.


Pero, desde el primer capítulo, aparece la supuesta génesis, el germen vital de la obra, un sentimiento de la autora, que de alguna manera se presenta como generacional, denunciando o, al menos, cuestionando, si todas esas verdades que se nos han vendido sobre la modernidad no son otra cosa que un engaño, tal vez capitalista, para explotarnos hasta la saciedad y hacernos creer que una carrera, un máster y un Erasmus, un empleo precario, pero en una empresa con muchas máquinas de café gratuito y talleres de mindfulness, era el verdadero paraíso. Y así, Ana Oris se cuestiona si el paraíso no estaba en otra parte, al menos, si éste no puede encontrarse en otros tantos sitios, tal vez en aquellos de los que tratábamos de huir.


Y así es como este tono, un poco de denuncia, un poco de decepción y caída del caballo, se cuela por las páginas como una columna vertebradora, justificadora del esfuerzo de remembranza. Sin embargo, Ana Iris Simón logra no deslizarse sobre esa deriva fácil que se abre bajo sus pies, y solo ocasionalmente explicita estas reflexiones y deja, por tanto, el recuerdo de sus años mozos en una gozosa recreación que toma aliento por sí misma, sin buscar redimir aquellas miserias, ese atraso a nuestros ojos, el contraste con su decepción del mundo actual. Y es de agradecer poder disfrutar de sus pequeñas viñetas, de esas estampas familiares que podrían hallar eco en las de muchos de nosotros en uno u otro sentido, sin que debamos participar de sus actuales opiniones, sin que nos exija otra cosa que disfrutar de su humor y su gracia al narrarlas.


Porque, por último, no estamos aquí en una mezcla del típico libro del hipster de vuelta al pueblo, pasado por el efecto Yo también fui a la E.G.B. Lo que hace Ana Iris Simón es un verdadero esfuerzo literario, un relato convincente, difícil de encasillar por lo que vengo describiendo, pero de alta aspiración. No en vano la autora se ha ganado la vida hasta la fecha en el periodismo y sabe sacar partido del estilo conciso y de las imágenes cautivadoras, maneja con tino y sabiduría los golpes de efecto y nunca pierde un cierto equilibrio entre lo meramente personal, lo que solo a ella importa y lo que puede gozar de un valor más general, con el que el lector pueda identificarse.


En estas páginas aparecen personajes memorables, como la madre de Ana Iris, a la que solo llama por su nombre, nunca mamá, la de sus abuelos feriantes o su nutrida tribu de tíos y primos. Una maraña familiar no exenta de tensiones y conflictos, pero que ejerce de pegamento para todo el clan. Una familia que ejemplifica esa variedad en la que se combinan los curas y monjas con los represaliados de la Guerra Civil, los menesterosos y los medrosos junto a unos cuantos secretos como toda buena familia debe tener.  


Y, al fin, este libro se me representa a una menor escala que la pretendida por la tan citada polémica. No termino de entenderlo como una crítica a la modernidad, más bien lo veo como una reconciliación de la autora, una asunción de su pasado, con su familia, a la que sin duda ha despreciado o ignorado, de la que se habrá separado por diversas circunstancias, de la que habrá hablado poco a sus compañeros de Universidad, creyendo que todos ellos son hijos de alta alcurnia. Y es así visto como aflora una ternura y un desamparo que contagian ese amor por personajes tan pintorescos o anodinos, según  el foco que los ilumine, como los que pueblan nuestros retratos familiares.




Y de todo este batiburrillo resulta una obra de difícil encaje pero de una lectura entretenida, que invita a la reflexión, que no está exenta de hermosos pasajes y que ha sido escrita con alarde de estilo. No es así de extrañar que su impacto principal venga por el éxito de ventas que la ha acompañado desde su publicación.


Y esta polémica nace de quienes entienden que la opción de volver a un pueblo, a sus costumbres más carpetovetónicas, no puede ser sino una opción errónea. Quienes entienden como traición el recordar aquello de donde venimos, con la visión algo naíf de los niños que fuimos, edulcorando sus lados más amables para así obviar el resto. Pero, ¿qué otra cosa es el recuerdo sino el filtro y la venda que siempre nos ponemos? Que pretender fundar una familia y regirla por los criterios que esos padres deciden, no es más que una prueba de que el pasado se repite de manera inexorable y de que la modernidad aún no ha calado lo bastante y que las fuerzas del atraso y la opresión siguen campando a sus anchas, especialmente más allá de las autovías de circunvalación de las grandes ciudades. Y es así como llegamos al sarcasmo sorprendente en el que quienes se arrogan el papel de adalides de esa modernidad desde posiciones de progreso, compartan bandera con McDonalds, con Google o con los intereses inmobiliarios que potencian la gentrificación, lo peor ya digo, no es compartir esas ideas, lo peor es ondear banderas, cualesquiera, para esgrimirlas frente al otro, para  huir del debate, porque ante una bandera no hay más que obediencia, si no ¿para qué están? Y así nos va.


Feria ha sido publicada por Círculo de Tiza en 2020 e incide en algunas ideas que flotan en el ambiente desde la decepción de los cambios políticos que se formularon el 15M. Otras obras señalan también contradicciones de nuestros días y conceptos como el de la España vacía o el pinchazo de la burbuja hipster y las ideas de modernidad que hasta la fecha eran credo absoluto y absolutista pero que son cuestionadas actualmente desde el campo cultural con fiereza por autores como Víctor Lenore.


Sea como fuere, este texto, su éxito y trascendencia, no debía pesar sobre su autora hasta el punto de bloquearla o encasillarla. Al contrario, debería volver a publicar cuanto antes una obra que ratifique su calidad literaria, que valide su atrevimiento y que funde una carrera que este primer libro solo presagia, acreditando así una calidad más allá del trasfondo ideológico de su autora que, para qué engañarnos, poco nos interesa.