2 de abril de 2024

Kafka (I): Los primeros años (Reiner Stach)


 

I


Reiner Stach es un reputado kafkólogo que ha abordado la ingente tarea de crear la biografía más completa, hasta la fecha, del autor checo. Y lo es hasta la fecha porque, como él mismo se afana en aclarar, cada biografía no es sino un intento de elaborar una síntesis del conocimiento, tanto fáctico como moral del biografiado, conforme los conocimientos acumulados y la visión del mundo del público concreto al que va dirigida. Así, toma como referencia las grandes biografías recientes sobre Goethe, Thomas Mann o Joyce que recogen de manera sintética, no abrumadora, los principales hechos biográficos, literarios, históricos y de contexto, pero también sin renunciar al enunciado de una tesis y a la expresión literaria adecuada. Porque, según asegura, si de un biógrafo de Mozart no se espera estar ante un compositor precoz, parece que si de un literato hablamos, una mínima competencia literaria es de agradecer.


Pero el empeño de elaborar una biografía de Kafka, a la luz de la inmensidad de estudios académicos de todo tipo publicados, en los que cada palabra escrita por el autor es estudiada, analizada y contrapuesta de manera exhaustiva y agotadora, afronta sin embargo innumerables obstáculos. Y es que pocas vidas ofrecen tantos ángulos oscuros, tanta incomprensible circunstancia o, por encima de todo, tanto interés del biografiado por despistar, por afirmar en sus escritos opiniones que parecen contradecir lo reflejado pocos días antes en las mismas páginas de sus diarios o lo que sus contemporáneos y amigos recuerdan.


Porque, entremos ya en el núcleo de la titánica tarea, de Kafka se saben muchas cosas puesto que el cuerpo formado por sus diarios y correspondencia es inmenso y, en gran medida, de limitado ámbito. Es decir, trata fundamentalmente de los pesares de Kafka, de sus miedos y retos, de sus fracasos y escasas victorias, de una continua autoobservación, rayano en lo neurótico. Pero, por otro lado, apenas es todo lo que tenemos, y siempre nos queda la duda de en qué medida esos escritos no eran sino el medio de exorcizar tales temores y, por tanto, reflejan tan solo una pequeña parte de la realidad. Porque también nos consta que muchas de sus alegrías apenas aparecen por esas páginas, que los hechos que parecen losas que le vencen y anulan, no dejaron huella aparente en su comportamiento y conducta con sus amigos, que él mismo se tomaba a chiste sus manías y temores, que tal vez el juego de la escritura tenga una parte importante también en esos diarios y cartas.   


La labor es, por tanto, ingente y requiere de infinidad de información que sirva para desbaratar la inmensa cantidad de pruebas falsas que Kafka deslizó aquí y allá, para sacar a la luz un cuadro más verídico. Así, Stach decide abordar el trabajo estructurándolo en tres grandes bloques. Uno primero que le lleva desde el nacimiento hasta el fin de sus primeros intentos literarios, ya instalado como funcionario del Instituto de Seguros de Accidentes Laborales para el Reino de Bohemia. Una segunda parte en la que se aborda su despertar definitivo como escritor con la publicación de su primer libro, Contemplación, la epifanía de La condena y las consiguientes La metamorfosis o El proceso. Un tercer volumen recoge el periodo final de la vida de Kafka, de 1918 a 1924, años en los que la enfermedad se conjura contra él pero que le permite, trágicamente, desvincularse progresivamente de su trabajo anodino y darle fuerzas para abandonar por primera vez Praga y, tal vez, encontrar algo parecido a un amor no convencional, al menos a los ojos de su padre.


Pero Stach es lo bastante humilde como para comprender que la publicación cronológica de estos tres bloques podía dar al traste con la empresa completa. Por ello, comienza con la época más conocida, con aquella de la que hay más referencias en diarios y correspondencia, la que tiene un mayor peso de la obra literaria, y es el volumen central, el titulado como Los años de las decisiones, el que resultó primero en publicarse. En España fue editado por Siglo XXI y la correspondiente reseña fue aquí recogida.


Sin embargo, la obra de Stach en nuestra lengua no tuvo continuación hasta la reciente publicación de los tres volúmenes completos gracias a Libros del Acantilado en una lujosa edición en rústica, dos volúmenes recogidos en una gruesa funda y con traducción de Carlos Fortea. Todo un lujo que compré en la fecha de su publicación (2016) pero que aguardaba hasta ahora para ser leída.


Comenzaré por el primer libro, Los primeros años, saltándome el segundo, ya reseñado aquí, para pasar al tercero y último, Los años del conocimiento.




II


Reiner Stach se felicita por haber decidido postergar la escritura de este volumen en contra de lo que un criterio más prosaico le habría sugerido, esto es, la simpleza cronológica. Aunque esta estrategia le supuso complejidades adicionales al tener que referirse en Los años de las decisiones a acontecimientos, hechos y personas que deberían haber sido introducidas en el texto aún no escrito, lo cierto es que pudo beneficiarse del avance del conocimiento que sobre estos primeros años ha logrado la investigación académica, así como la aparición de diversos documentos, legados, cartas y memorias que se han publicado recientemente, una vez iniciado ya el esfuerzo escritor. Así, considera que este primer volumen se ha visto enriquecido con material relevante que puede suplir de alguna manera la oscuridad de estos primeros años.


Pese a ello, Stach ha tenido que recurrir a los antecedentes familiares, al ambiente escolar en la Praga de la época, a la vida de los amigos íntimos de Kafka, muy especialmente Max Brod ya hacia el final del volumen. Pero, pese a que en muchas ocasiones la figura de Kafka parece diluirse y pasar a un segundo plano, el autor lo hace con una habilidad tan manifiesta que, sin apenas darse uno cuenta, despliega con precisión ajedrecística cada pieza de lo que conforma el peculiar universo vital de Kafka y nos lo deja listo para el inicio de la gran partida que supone Los años de las decisiones.



Son pocas las notas biográficas que podemos tener de estos años. Ahora bien, cada una de ellas se llena de contexto. Pongamos por caso la primera escuela de Kafka, ese primer día de colegio, el camino a la escuela y su desvalimiento entre otros escolares, él que tan protegido había vivido hasta la fecha. Aunque poco hay que decir aquí, lo cierto es que Stach hurga en las profundidades del sistema educativo bohemio, en las peculiaridades de las escuelas checas frente a las alemanas, en los planes de estudio y la normativa lingüística, en torno a los recuerdos que muchos de los contemporáneos de Kafka pusieron por escrito sobre esas mismas instituciones, sobre los tipos de ejercicios memorísticos, lecturas, trabajos, exámenes, muestras de disciplina irracional, y tantos otros aspectos que, sin ser determinantes para la figura de Kafka, sí que nos aportan una peculiar visión de la vida privada de una provincia del Imperio.


Pero, como he dicho, de manera inexorable, Stach va jugando sus cartas con notable habilidad. Nos presenta todos esos elementos que consideramos consustanciales y que, inevitablemente, aparecen en cualquier biografía sobre Kafka. La figura del padre y su dedicación al comercio, la dulzura de la madre que, sin embargo, en última instancia no hace sino secundar las opiniones del padre, no se sabe si por convicción o respeto. La figura de las hermanas y de la familia, el tío de España y los sueños de viaje a Centroamérica, el loco tío Rudolph, la insípida religiosidad vivida en la familia, los continuos cambios de domicilio. También el enorme síndrome del impostor de Kafka, esa idea fija de que, hasta la fecha, todos los éxitos alcanzados no han sido sino fruto de la casualidad o de una extraña concatenación de hechos afortunados que, por fuerza, han de terminar por venirse abajo en la siguiente prueba dejando patente la plena incompetencia del joven Franz. Y esto se aplicaría al paso de curso, a la reválida, al ingreso en la Universidad, a la obtención del título de doctor pero también a aspectos como su propia vida amorosa, sexual, o su competencia literaria. Un rasgo de carácter tan peculiar y propio de Kafka que parece increíble que en lugar del prosaico nombre de síndrome del impostor, no reciba el de síndrome de Kafka.


El proceso de maduración de Kafka se despliega en diversos ámbitos, no siempre coherentes, nunca suficientemente bien ponderados. Aquí entra su autoexploración que, en una persona débil y de complexión delgada, pero sano a todas luces, resulta incomprensible, si bien, el tiempo terminaría por darle la razón. También cabe aquí su interés por la vida naturista, las comidas vegetarianas, los ejercicios aeróbicos y gimnásticos, su pasión por los paseos campestres y las largas caminatas, por los baños en el Moldava o en cualquier río o lago con que se topara el caminante.


También su desinterés por la música, por el estudio académico, tal vez por la teosofía o por lo que podemos definir como alta cultura, su total y absoluta falta de capacidad para las relaciones convencionales, la charla insípida o los cortejos galantes. Su gusto por vinaterías antes que elegantes cafeterías, por locales de alterne de dudosa reputación o por frecuentar el sexo de la mano de prostitutas, cuestión no del todo mal vista en jóvenes solteros en la sociedad de la época.


Y en cambio sí aflora una pasión fija, una a la que parece agarrarse con fuerza cuando todo a su alrededor parece tambalearse. Esa literatura que primero es tan solo leída pero que, pronto, es creada por el propio niño, mediante juegos de invención, de remedo de lo que lee. Y, como se señala en el libro, aunque parece que uno de cada dos jóvenes de la burguesía germanohablante de Praga parece haber escrito un libro o haber estado a punto de publicarlo, lo cierto es que muchos de los amigos de Kafka pronto se darán a Welschen diversas revistas  o mediante títulos propios, como el ubicuo Brod, pero también Welsch u Oskar Baum.


Por contra, Kafka guarda silencio sobre sus trabajos. No los cree a la altura, aunque sinceramente tampoco parece valorar en demasía los esfuerzos de sus compañeros. Sus primeros trabajos se han perdido y no podemos hacernos una idea clara al respecto. Parte de ellos fueron entregados a Welsch en una muestra suprema de vulnerabilidad y confianza, pero desconocemos el juicio que estos textos merecieron de este amigo fiel. Tal vez fueron lo bastante neutros como para no desanimar al joven Kafka, pero tampoco lo suficientemente laudatorios como para llamar a engaño sobre un talento innato que no precisara de la constancia y el trabajo.


Porque, como se verá con mayor detenimiento en Los años de las decisiones, el ideal de escritura de Kafka lo forjará en torno a la idea de que la inspiración se aferra a la pluma y dicta con firmeza lo que el escritor ha de recoger con su pluma, al modo de lo vivido en la redacción de La condena, ese breve relato que le llevó ocho horas de insomnio y que ,en adelante, sería su completo ideal. Esa creencia de que necesita tiempo, aislamiento, concentración, separación del mundo para poder recibir ese don y volcarlo. Todo lo que no le llegue de ese modo apenas merecerá su aprobación. Pero aún estamos lejos de esa noche de epifanía y grandes consecuencias. Por ahora, los afanes literarios de Kafka se vuelcan en textos juveniles ahora perdidos y en dos breves textos inconclusos, lo que viene a ser el preludio de una auténtica seña de identidad.


Descripción de una lucha es el primero de estos textos, a cuya escritura dedicó varios años, con revisiones, versiones alternativas, estructuras variadas e interludios oníricos. Un galimatías al que Max Brod trató de dar forma coherente y publicable tras la muerte de Kafka dado que solo un pequeño pasaje del mismo había visto la luz previamente en una revista praguense. Es un texto hijo de su tiempo, de un expresionismo que marcaba a toda la juventud literaria de la época, pero que se escapa del género bajo la forma de un tema escurridizo, tal vez intuido a través del título, que fue otorgado por el propio Brod antes que por Kafka y que aún hoy sigue sorprendiendo por su extrañeza de un modo muy diferente al que lo hará el resto de su obra.


Pero es ya en Preparativos para una boda en el campo, otro título dispuesto por Brod a título póstumo, donde tenemos esa intuición del universo Kafka. Nos encontramos con la reflexión sobre el matrimonio, la soledad, la pesadillesca pugna por avanzar hacia un destino, un final que se antoja inalcanzable, un texto que deja a un lado los hallazgos lingüísticos y metafóricos de Descripción de una lucha pero al que aún le falta ese meollo kafkiano, que se intuye pero que se escapa entre sus líneas.


Hay otro aspecto que Stach resalta en este libro y que era fundamental para la formación de todo joven burgués de la época: los viajes al extranjero. Kafka visita diversos lugares, si bien, especialmente París le resulta de agrado por su admiración hacia las letras francesas, muy especialmente, Flaubert. De esta visita sacó ideas para obras como El desaparecido o incluso El proceso, prueba de que estas visitas alimentaban y ensanchaban su provinciano mundo praguense.


Pero el viaje mejor documentado, junto a Brod y su hermano, fue el realizado a Suiza y, posteriormente a Italia, donde acuden a la exhibición aeronáutica de Brescia, todo un acontecimiento futurista para aquellos años, y del que Kafka dejó constancia en Los aeroplanos de Brescia, un texto periodístico, muy diferente a sus escritos literarios, pero en el que deja ver un talento que, lamentablemente, no explotó en el futuro. Este texto fue publicado en un periódico de Praga y es, en su excepcionalidad, una hermosa prueba de los talentos de Kafka para enfrentarse a un mundo cambiante, de máquinas y leyes físicas, que tanto juego le darían en sus próximas obras.


 Stach desarrolla en más de setecientas páginas lo que en una biografía al uso de Kafka se despacha en unas cuarenta.. Las notas son aclaratorias, en especial las referidas a obras del propio autor, cartas o entradas de los diarios, lo que facilita acudir al punto concreto que uno quiera leer con detenimiento dentro de un corpus tan extenso. Además, el modo en que se han configurado los tres volúmenes de la biografía, permite que un lector  pudiera saltarse este primer libro, si bien, como decía al inicio, cada una de las aristas complejas que forman la personalidad, también la obra de Kafka, se prefiguran en estos años y Reiner Stach sabe convertirse en el perfecto guía para poder acompañar a Kafka en el viaje por sus años posteriores.





22 de marzo de 2024

En otro país (David Constantine)

 

 


 

David Constantine es traductor, poeta y narrador, y todo ello queda perfectamente reflejado en los relatos que componen En otro país (Libros del Asteroide), una selección de sus mejores obras breves, publicadas por primera vez en España.


Partamos de la premisa de que un libro de relatos no ha de guardar necesariamente una coherencia interna, menos aún si no se trata de un volumen concebido por el propio autor como un conjunto, sino que responde a una recopilación de su obra breve para ser presentada en otros países. Y, sin embargo, los títulos aquí recogidos, tienen una unidad tal, tanto en lo temático como en lo estético, que ha de responder necesariamente a un talento natural del autor para este género, con unas cualidades soberbias para dibujar los rasgos de sus personajes a través de breves palabras, a veces solo sugeridas, y en los que la complicidad con el lector es un requisito inquebrantable y que se ha de renovar página a página.


Porque no de otro modo se debe afrontar la lectura de En otro país. Cada narración requiere de una confianza ciega del lector, que éste se deje llevar, ignorando al principio todo cuanto sucede, disfrutando de ese sentimiento de incomodidad por creerse retratado que en ocasiones le invadirá al transitar por estas páginas, pero rindiéndose finalmente a la intención de Constantine y a su hermosa prosa.


En cierto sentido, todos estos relatos siguen una serie de pautas que pueden explicar su unidad. En todos ellos, el peso de la acción y el argumento recae en dos personajes principales y, en casi todos ellos, una cierta incomprensión, incluso extrañeza, levanta su parapeto invisible entre ambos. También en cada uno de ellos nos asomamos a una soledad que nadie parece romper pese a la compañía mutua, sea por oscuros secretos del pasado, por la pérdida de la naturaleza humana, por la muerte o por el hartazgo.


En todos ellos el final viene a ser un cierre en forma de interrogante, una proposición al lector, una sugerencia apenas esbozada, nunca impuesta. Y para todos ellos viene a ser importante una relectura tras ese final.


Veamos como paradigma el primer relato, del que no desvelamos más de lo que ya se menciona en la solapa del volumen. Un anciano recibe una carta en la que se le comunica la aparición del cuerpo de una joven caída desde lo alto de una montaña en un glaciar hace unos sesenta años y que el calentamiento global ha dejado al descubierto, en su tumba de hielo transparente, tal y como era en su portentosa juventud.


Y esta noticia cae como una bomba en la vida del anciano que ha de revivir aquellos días y que, de algún modo, se siente en la obligación de hacer partícipe a su mujer, que ha vivido con una versión de la historia algo azucarada y rebajada pero que ahora intuye la magnitud del engaño del que ha sido objeto. Y no es que el matrimonio se venga abajo, éste se funda en una relación de mera compañía, sin afecto especial, sin apego propio. Y, sin embargo, cómo puede una octogenaria luchar contra el fantasma de una joven que, plenamente conservada, congelada para el futuro, se hace presente en su matrimonio roto, un fantasma que ocupa toda la casa y contra el que no puede luchar, ya no. Y es un fantasma que también dice mucho de su marido, incluso de los motivos que le llevaron a casarse con ella, mismo color de pelo, mismo signo zodiacal, muchas coincidencias pero que, tantos años después de su casamiento, poco importan ya.


O avancemos tan solo ligeramente el argumento del siguiente relato, La fuerza necesaria, en el que se nos describe cómo una persona pierde su alma, no como en el mito de Fausto o en la leyenda de Robert Johnson, simplemente la pierde. Y es entonces cuando la echa en falta, cuando comprende lo diferente que es, y cuando comienza a reconocer a otros como él y a sentirse extraño, alejado, a entender la importancia de lo perdido y la imposibilidad de comunicación con su mujer, sus hijos.


Y así hasta catorce relatos, todos ellos hermosos, todos tristes, sin excesivas concesiones, con mucha poética entre sus líneas, como puede esperarse de un autor que ha sido profesor de Literatura y que también publica libros de poesía, por lo que sabe trasladar de un género a otro sus mejores virtudes.

 


El peso de la espiritualidad en los personajes de estos relatos es notable. Afloran monjas, meras beatas, clérigos, pero también profesores solitarios que supieron marcar impronta en sus alumnos, que recuerdan sus experiencias en la tapia del cementerio en su último día. Y es que la muerte es una presencia tangible en muchas de estas narraciones. Ejemplar es el relato en el que un hombre recién enviudado, queda atrapado en el atasco de una autopista por un supuesto accidente ferroviario y que, desde el arcén, contempla absorto la vida imperturbable de una pareja de ancianos que viven su vida a la vista de todos los conductores. Y no sabemos si siente frustración, envidia secreta o una reconciliación absoluta con la vida, una comunión con el espíritu humano, ni si esta contemplación le sirve de viático salvífico o de expurgación de dolores profundos, porque todo queda tan solo enunciado, y es el lector quien ha de reconstruir los pedazos restantes.


Hablar de En otro país supone no poder pasar por alto la importancia de la traducción a cargo de Celia Filipetto, que ha logrado un texto sugerente, armonioso, sutil y delicado, como entiendo debe ser el original.


Son obras como ésta las que permiten sostener que, en gran medida, desde el siglo pasado, el peso de la mejor tradición literaria ha ido migrando progresivamente de la novela al relato, con una infinidad de autores magistrales, que han sabido suplir las limitaciones de espacio propias de este medio narrativo, poniendo de manifiesto que no siempre los giros impredecibles al final del texto son la esencia misma del texto, la idea de que son obras menores, de mero entreno, que carecen de la profundidad propia de textos más extensos. En suma, autores como David Constantine renuevan su compromiso con un género que aún tiene un gran recorrido por delante y que termina por resultar más versátil y personal que muchas novelas. Acercarse a este libro es una forma de compromiso también por parte del lector, una forma de aprendizaje, un ejercicio de conciencia y de admiración.

 

9 de marzo de 2024

El turno de los perdedores (Serrgio Lozano)

 


 

Por diversos vericuetos ha llegado a mis manos El turno de los perdedores, obra de Sergio Lozano y finalista del Premio "Bellvei Negro". Sergio Lozano tiene publicadas otras novelas así como una obra teatral, lo que demuestra una gran versatilidad y diversidad de intereses.


En este caso, y como el propio nombre del premio delata, estamos ante una obra del género negro, un campo que no conozco en profundidad más allá de los grandes clásicos de Hammett y Chandler, pero que siempre ha gozado de gran prestigio y un numeroso grupo de admiradores y compradores compulsivos. No se puede pasar por alto la conexión que hay entre estas novelas y su correlato cinematográfico. Apenas hay una gran obra del género que no tenga versión en la pantalla, normalmente con muy buenos resultados.


Podemos sostener que la agilidad de los textos, los diálogos cortantes y efectistas,  una visión descarnada de la realidad y tramas complejas, con giros inesperados, facilitan la conversión en guiones cinematográficos eficaces. Pero también podría sostenerse que el lenguaje del cine forjó la adaptación de las novelas negras en un proceso de influencia recíproca del que ambos mundos obtuvieron notables beneficios.  


Sea como fuere, lo cierto es que ya hemos enunciado algunos de los elementos cruciales de este tipo de novelas. La rapidez en el planteamiento de la esencia del relato, el peso de la acción, que impulsa toda la obra, sin que por ello los aspectos psicológicos de los personajes queden necesariamente en un segundo plano. Este peso de la trama se ve reforzado por los frecuentes giros imprevistos, el juego de las apariencias y falsas pistas que ayudan a mantener al lector en vilo durante toda la lectura. También es tributario del género el escaso espacio dejado para las descripciones pausadas, incluso en el caso de los protagonistas, que suelen ser dibujados mediante grandes trazos, perfilados posteriormente, más por los hechos que por la voz omnisciente del narrador.  


A diferencia de lo que ocurre con otros palos literarios, estas novelas pueden permitirse un tono agrio y de rudeza descriptiva al amparo de un verismo que de real testimonio de los bajos fondos. También puede frecuentar la política y el dinero como fuentes corruptas, y todo ello sin levantar excesivas ampollas. Así, estas novelas permiten recrear los aspectos más turbios del submundo del crimen y del delito, las drogas y la prostitución, la inmigración ilegal o, simplemente, el hambre que no aparece en otras obras. De hecho, podría establecerse una correlación entre el auge del género y las épocas de crisis, económica o moral, una vía de escape a través de la que dar forma a la sospecha que aún no han certificado los tribunales. Se puede hablar de corrupción cuando es un secreto a voces, se puede denunciar el tráfico mafioso antes de que la evasión de impuestos dicte su sentencia, y así sucesivamente.

 


Pero volvamos a El turno de los perdedores, una novela de moderada extensión que encaja a la perfección en estos clichés del género, no como mero ejercicio de recreación, sino de manera consciente y voluntaria, tratando de actualizar a nuestro país, nuestro tiempo, esa vitalidad del género. Dadas las características de la novela, es fácil sobrepasar la línea del mero resumen argumental por la del destripe del argumento, error fatal en un estilo en el que la complicidad del lector expectante lo es todo. Así que iremos con cuidado.


La historia podría resumirse como el proceso por el que salta por los aires toda una trama delictiva en la que se mezclan, como suele ocurrir en la realidad, el tráfico de drogas, la corrupción política y la violencia delictiva de los bajos fondos, como brazo ejecutor de los anteriores.


La obra es rica en personajes y, aunque el ritmo ágil impide una profundidad real en muchos de ellos, lo cierto es que cumplen suficientemente su papel de comparsas en mayor o menor medida porque, realmente, el argumento se organiza en tres vértices principales representados cada uno de ellos por su correspondiente protagonista. Eduardo es un policía cuya misión es desarticular la trama delictiva en la que ha logrado infiltrarse, al tiempo que lucha por conservar su vida en terreno tan hostil. Cristina es la inspectora policial encargada de la investigación. Entre ambos existe una ambivalencia afectiva, por así decirlo. Cristina no solo teme por la suerte de Eduardo sino que, gran profesional como es, tratará de que la operación termine con un éxito completo, desarticulando todas las ramificaciones, incluyendo las políticas, pese a quien pese. Esto le colocará en una difícil posición ante sus superiores, más cerca del poder real, más próximos a sufrir las consecuencias de que caiga quien no debería caer, de que salgan a la luz determinadas cuestiones que a casi nadie interesa airear.


Para cerrar el triángulo citado, llegamos a Ale, el eslabón débil de la banda, el punto a través del que Eduardo tratará de descubrir y arrestar a todos los participantes. Ale es, sin duda, el personaje más trabajado y mejor conseguido de toda la novela. En sus vacilaciones y temores, en su infancia poco prometedora, en su iniciación en el crimen, Lozano crea ese vínculo que ganará la simpatía del lector y que le convertirá en el personaje más complejo de la obra, el más vívido y realista, pleno de contradicciones y deseos contrapuestos.

 

Pero no pasemos por alto que los tres son perdedores, esos a los que se cita en el propio título. Eduardo en un escalón funcionarial bajo, Cristina limitada por las presiones políticas a las que se pliegan sus responsables, en un cálculo que media entre el efecto mediático de las actuaciones policiales y el no tocar las narices a los poderosos. Alejandro porque no deja de ser el matón, el que sufre el desprecio de su jefe, un mafioso local, quien le cree una mera máquina ejecutora, un medio para lograr sus fines, pero del que se puede prescindir en cualquier momento si así fuera necesario.


Son los perdedores, los que ocupan un lugar más bajo, no necesariamente en la escala social, sino en la escala moral de sus propios mundos, los que nunca parece que podrán optar a mejores puestos, a otra dimensión. Y es en torno a ellos donde habita el núcleo argumental de la novela y el vínculo emocional con los lectores. 


Desde un punto de vista formal, ya hemos comentado que la novela se construye sobre los estereotipos del género, si bien, aporta una viveza en los diálogos sobre los que se apoya en gran medida toda la acción confiriéndole una agilidad y viveza que te empuja a avanzar sobre sus breves, casi esquemáticas escenas. Y es que Lozano ahorra en gran medida las descripciones sustituyéndolas por unos diálogos ágiles y bien construidos, casi propios de un guión cinematográfico, característica que igualmente aplica a los saltos continuos entre un escenario y otro, logrando mantener al tiempo la atención del lector en varias escenas que se van superponiendo a modo coral.   


Pese a que la trama es lo principal y todo está encaminado al final, ese clímax con sorpresa que da un giro inesperado al argumento, podemos encontrar pequeñas reflexiones, algunas tópicas, propias del género, pero otras que denotan una gran originalidad y audacia al insertarlas en un contexto poco propicio. Así, pasamos del humor negro ("LLevo veinte años rodeado de ratas, ¿crees que no distingo el olor a queso? ") a la ironía paradójica ("Cuando la muerte te persigue solo tienes dos opciones, huir o enfrentarte a ella. La segunda opción es la que siempre eligen los tontos y los valientes. Lo difícil es saber a cuál de esos dos grupos perteneces"), sin olvidar la inesperada aparición de pasajes líricos, en especial los que describen las pocas relaciones sinceras y honestas que aparecen en la novela.


Poco más podemos adelantar, no sabremos si el final es feliz o no, si los perdedores aprovecharán su turno o si el silencio caerá sobre sus actos, si Cristina borrará el recuerdo doloroso que guarda Eduardo o si Ale logra deshacer su propio laberinto interior. Esto queda como labor para cada lector. Por nuestra parte queda solo recomendar la lectura de El turno de los perdedores y desear que la leve puerta abierta al final del libro de paso a una secuela a la altura.




 



23 de febrero de 2024

Oro parece ... (Generación Bibliocafé)

 

 


 

Como es sabido por cuantos por aquí pasan, la Generación Bibliocafé no es otra cosa que un grupo de escritores, algunos con obra propia, otros tan solo con sus colaboraciones para este proyecto, que llevan publicados más de veinte libros desde aquel primero que salió casi como un proyecto práctico para culminar un curso sobre edición impartido por el infatigable organizador, dinamizador y entusiasta editor Mauro Guillén, en la sede de la librería Bibliocafé, a cargo de José Luis Rodríguez Núñez, hoy abierta a todos en su versión digital.

 

De aquí surgió el entusiasmo por continuar con la misión, incorporando no solo a los participantes en aquél libro inicial. Nació así A fuego lento y todos los libros posteriores, siendo Oro parece …, el último de todos ellos. En esta ocasión, el tema propuesto para dotar de homogeneidad a los relatos es el de las falsas apariencias. Tras la lectura de los 34 relatos, no hay duda de que el asunto en cuestión da de sí.

 

Pero comencemos por el principio y remontemonos a la cita de Pedro Calderón de la Barca con la que se abre el volumen: "Fingimos lo que somos, seamos lo que fingimos". Porque todos somos grandes fingidores al modo de la famosa canción de los Platters , incluso aquellos que se vanaglorian de ir siempre con la verdad por delante mientras nos sueltan la mayor de las mentiras. Todos fingimos lo que no somos. En una entrevista de trabajo, en una reunión de vecinos, en nuestro papel de padres responsables recriminando en nuestros hijos los mismos comportamientos que exhibíamos de jóvenes, por no hablar de lo que de fingimiento tiene todo ritual de cortejo, no solo entre nosotros, también en cualquier especie del reino animal.

 

Este fingimiento es una forma de sobrevivir, de otorgarnos una seguridad relativa, un asidero de confianza. Pero si hablamos de fingimiento y falsas apariencias, de crear una imagen engañosa de la realidad, no nos podemos referir con mayor acierto a otra cosa que a la Literatura, el fingimiento supremo, el puro intento de crear una apariencia de realidad, de llevar a nuestros lectores al lugar que queremos, con la perspectiva que deseamos y elegimos. No queremos otra cosa que colocar a ese humilde destinatario de nuestras palabras en el lugar preciso que cada uno quiere, hacerle partícipe de nuestras ideas y ensoñaciones, compartir con él alguna emoción o reflexión, siempre teniendo claro que esas letras no son sino una gran mentira que tratamos de disfrazar de realidad, no al modo de los discursos oficiales que solo buscan adormecernos sino con el firme propósito de ayudar a levantar unos sueños que hagan menos tediosa la realidad que vemos al apartar los ojos de las páginas.

 

Los maravillosos relatos aquí recogidos ofrecen un amplio muestrario del alcance de estas falsas apariencias, su omnipresencia en todo cuanto nos rodea o sus perniciosos efectos en quienes las padecen. Tenemos las consabidas historias de los malhechores con cara de inocente cordero capaces de las mayores aberraciones concebibles. Pero ya se sabe esa tópica imagen de telediario de los vecinos sorprendidos al descubrir que ese inquilino, el del 4ºB, tan simpático, que ayudaba a las ancianas con el carrito de la compra en el ascensor, tan discreto él, quién iba a pensar…

 

Y su cara inversa, la de quienes afrontan los prejuicios y murmuraciones, los sordos reproches por mostrarse tan solo como extraños, diferentes, tal vez con otra lengua, otro color, otras costumbres que los hacen sospechosos, falsas apariencias negativas que los apartan y separan de la comunidad.  

  

También la mirada en el ombligo de los escritores tiene su lugar. Conocemos la historia de la escritora que se cree magistral cuando apenas es una vulgar plagiadora pero que vive en su propia mentira, tal vez solo creída por ella. O la historia del poeta azucarado que trata de esconder su desviación por el dulce y el merengue.

 

Los amigos también son otra fuente incesante de decepciones y falsas apariencias, los que se aproximan por interés, para burlarte al novio, para sorberte la sangre y separarte del mundo. Y quienes un día rompen deshaciendo ese halo de fingimiento, nunca se sabe si para bien o para mal, hay desencuentros que con el tiempo se ven como una bendición.

 

Los amores también ofrecen un considerable catálogo de falsas apariencias, desde la inocencia del primero de todos ellos, el que se recuerda por siempre, pero con una imagen tan desfigurada, tan alejada de la realidad que no deja de ser un falso engaño, una referencia mítica o, en este caso, platónica.

 

Pero las apariencias no solo vienen por la vía de los hechos, también las palabras crean apariencias, pretendemos ser más modernos y más comprometidos con nuestros neolenguajes que no hacen sino disfrazar la misma realidad de siempre bajo una nueva capa de pintura, simple y cutre la más de las veces.

 

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Pero, sin duda, el mayor escenario de las falsas apariencias es el hogar, en sacrosanto altar de la intimidad que, sin embargo, guarda secretos inconfesables para quienes se han prometido no guardar secreto y compartirlo todo, todo menos amantes, secretos de alcoba o descansillo, actividades paralelas, aunque sean caritativas, que mi mano derecha no sepa lo que hace la izquierda o que mi media costilla no me vea repartiendo comida en un comedor social, no sea que se avergüence de mí, tal vez así algunos sobrellevan la dureza de esa entrega para la que nadie nos educa.

 

Y por estas páginas seguiremos encontrando personajes y situaciones paradójicas como el psiquiatra enfermo, el acosador que frecuenta los parques, el prócer del régimen anterior y su avergonzada nieta o la virtuosa madre esposa que sobrelleva con cristiana devoción sus tareas y responsabilidades.

 

En mi caso personal, se añade un motivo adicional de falsa apariencia, cual es el de figurar como escritor al lado de auténticos maestros en el arte de seducir y confundir, de guiarnos a paisajes imaginarios de tremenda vitalidad y fuerza, poesía y belleza. Me siento, por tanto, un poco farsante y embaucador por haberme colado una vez más en estas páginas, pero, en honor a la temática del libro, creo poder saber de qué se trata y me da cierto derecho, esta vez sí que con plena autoridad, a hablar de estas falsas apariencias.

 

Y como todos tenemos escondida alguna falsa apariencia, algún tipo de falso señuelo, todos podemos encontrar uno o varios relatos en los que sentirnos retratados o denunciados, reivindicados o despreciados. A cada cual lo que le toque, oro o plata a su elección. 

 

 

10 de febrero de 2024

Calle Este-Oeste (Philippe Sands)



La Literatura sobre el Holocausto es enorme. Abarca ensayos, estudios académicos, memorias, correspondencias, libros sapienciales, relatos de alto valor literario, aunque también obras que buscan la lágrima fácil. Y por ello parece complicado encontrar algún libro que pueda aún sorprendernos, que ilumine algún otro aspecto no abordado previamente. De ahí que Calle Este-Oeste (Editorial Anagrama), traducido por Francisco José Ramos Mena, sea un relato esencial sobre este campo, pero desde una perspectiva poco frecuente: el modo en el que las potencias aliadas se enfrentaron a la necesidad de juzgar a los jerarcas nazis conforme unas normas que no existían, que apenas se venían esbozando desde unas décadas antes, evitando el riesgo de que los juicios de Núremberg se convirtieran en una mera pantomima que escondiera la tradicional venganza del vencedor sobre el vencido.


Este libro narra el proceso por el que dos conceptos jurídicos, crímenes contra la humanidad y genocidio, que aún hoy siguen resultando polémicos, fueron alumbrados y asumidos por las potencias vencedoras dando forma a un nuevo modo de entender el Derecho Internacional. Para ello, nadie mejor que Philippe Sands, un prestigioso jurista británico que ha formado parte del Tribunal de Justicia de la Unión Europea y del Tribunal Internacional de La Haya y que ha intervenido en procesos contra Pinochet, la guerra de Irak o el exterminio en Ruanda entre otros.


Y es que esta labor de reconstrucción del origen de ambos conceptos y delitos se puede seguir fácilmente puesto que ambos fueron obra de dos juristas prestigiosos,  Hirsch Lauterpacht y Raphael Lambkin. Pero antes de avanzar, clarifiquemos ambos conceptos. Los crímenes contra la humanidad pretenden juzgar a los Estados y sus gobernantes, militares funcionarios y demás integrantes del aparato estatal o paraestatal que cometan crímenes contra un gran número de sus ciudadanos. Es decir, ya no estamos ante cuestiones internas de cada Estado sino ante hechos que pueden ser enjuiciados por otros Estados, que pueden incluso llegar a justificar el derecho a la intervención en asuntos internos. Por tanto, se trata de la defensa del individuo frente al Estado que no cumple unos mínimos.


Por el contrario, el genocidio se produce cuando el ataque no se lleva a cabo contra ciudadanos sino contra grupos étnicos, raciales, religiosos, … y en los que el individuo es perseguido por pertenecer a uno de esos colectivos.


Y la cuestión no es baladí puesto que refleja las dos tendencias básicas de todo el pensamiento occidental desde la Ilustración. De una parte, el liberalismo que prima al individuo como elemento político básico; de otra, el grupo al que pertenecemos, el que nos otorga una historia, un proyecto vital colectivo cargado por defecto en nuestros genes, en nuestro origen.


Ambos conceptos buscan, al fin, lo mismo, la limitación del poder de los Estados. Y, sin embargo, poner el acento en uno u otro puede tener graves consecuencias. Primar el grupo favorece una dialéctica de la confrontación y puede llegar a hacer pasar por alto los crímenes cometidos contra quienes no están incluidos en ningún colectivo, favoreciendo la victimización. Pero obviar que nacemos en un entorno, que cargamos con consecuencias genéticas y de otro tipo por nuestro origen, y que esta diferenciación sin más genera el odio y el deseo de exterminio, supone ignorar una especial maldad que el tipo penal debería tener en cuenta.   

 


Y lo que llama la atención de Stands, y aquí volvemos de nuevo al libro, es que los creadores e impulsores de ambos conceptos, tuvieron un papel muy activo durante la preparación y desarrollo de los juicios de Núremberg pero, más sorprendentemente, ambos eran judíos, ambos habían nacido en lo que fue Polonia durante un tiempo, actualmente Ucrania, y ambos habían cursado estudios y frecuentado a los mismos profesores de la Universidad de Lviv, la antigua Leópolis del Imperio Austrohúngaro. Y es en esa localidad donde encontramos un tercer hilo que trenza la historia de Calle Este-Oeste, allí nació y vivió el abuelo del autor, Leon, de donde escapó durante los pogromos y conflictos que siguieron al final de la Gran Guerra, refugiándose en Viena, de donde tuvo que volver a huir tras el Anschluss.


Stands reconstruye la peripecia vital de Lambkin y Lauterpacht, tratando de encontrar en sus experiencias y personalidades diferenciadas el origen de sus convicciones y del concepto jurídico que crearon y defendieron. Pero también, la vida de su abuelo materno, marcada por los mismos acontecimientos. Los tres judíos, los tres ciudadanos de una Polonia de entreguerras poco dispuesta a defender sus derechos, los tres emigrados a su pesar. Como es natural, el proceso de reconstrucción de la peripecia de su abuelo, un ciudadano corriente, sin huella en la Historia, resulta más complicado, apenas sin fuentes, meras notas, cartas rescatadas por su madre, fotografías y poco más. Sin embargo, a través de un esfuerzo de rastreo encomiable, que evoca al de Natascha Wodin y su Mi madre era de Mariúpol, logra una imagen de Leon, sus circunstancias y razones, un retrato por el que desfilan otros personajes que se cruzaron con él y quedan cuenta de cómo pequeños encuentros, inexplicables relaciones forjan los hechos que llamamos vida.


Pero este trío de judíos exiliados se enfrentan al fantasma de Hans Frank. el abogado personal de Hitlerr en sus primeros años, durante el ascenso nazi al poder, y que fue nombrado Gobernador General de Polonia tras la invasión del país, siendo por tanto, responsable del exterminio de judíos, polacos, prisioneros rusos, etc. Frank también pasó por la Universidad de Lviv donde dará un discurso a favor del exterminio, en las mismas aulas en las que, años atrás, se había plantado la semilla de los dos delitos que terminarían por llevarle a la horca en Nuremberg.


Los entresijos de su vida en Varsobia los relata Sands la ayuda de Niklas Frank, hijo del nazi, de quien reniega y que ha dedicado parte de su vida a dar charlas y conferencias repudiando la labor de su padre, trabajando en escuelas para explicar la crueldad que jamás debió haberse producido y que nunca deberíamos volver a conocer. Con él visita la sala del juicio de Nuremberg, la puerta por la que salió su padre para escuchar el veredicto final, el patio en el que fue ahorcado y con él explora los sentimientos de culpa y asco.


Todos los elementos del libro confluyen en la sentencia del juicio de Nuremberg, un punto de partida para los nuevos conceptos del Derecho Internacional que aún hoy pugnan por consolidarse, pero factores como la culpa individual y colectiva, la reparación mediante el castigo (la horca en este caso) y el revisionismo con el que algunos miran a esta época forman un elemento vertebrador fundamental. Parte de estas ideas fueron desarrolladas por el autor en un documental de notable éxito (Mi legado nazi) de muy recomendable visionado.


Y es con estos elementos tan dispares como se escribe un libro que se lee como un tratado de Historia, como un ejercicio de autobiografía familiar, como una búsqueda de sentido a nuestros actos y las consecuencias que engendran y como una novela detectivesca en la que los elementos se van desplegando con sabia prudencia. Esta combinación hace de Calle Este-Oeste un libro intrigante pero absorvente, una lectura de difícil abandono que nos avanza preguntas, que nos hace lamentar que nuestras letras no tengan títulos de similar aliento o que obras tan fecundas se construyan sobre la muerte y dolor de tantos.