29 de octubre de 2010

Los inquilinos de Moonbloom (Edward Lewis Wallant)


El ojo humano es incapaz de distinguir esa infinitud de matices de la escala de grises que da sus primeros pasos en el blanco y boquea exhausta a la puerta del negro. Sin embargo, hay quien percibe y distingue esos matices y que es capaz de describirlos con precisión científica.

Edward Lewis Wallant no sólo les pone cuerpo y nombre, les inventa vidas, sino que los ha reunido a todos ellos en varios bloques de apartamentos ruinosos de un Manhattan multiétnico a cargo de un pobre diablo, Norman, el más gris de todos ellos, para mostrarnos cómo se asemejan nuestras vidas a las de estos desheredados de la esperanza cuando somos mirados por ojos ajenos.

En la sencillez de la trama apenas puede advertirse la fuerza de la novela. Norman Moonbloom es el encargado de tres edificios lastimosos. Su tarea consiste en cobrar el alquiler a los inquilinos y tratar de sortear todas sus peticiones administrando un magro presupuesto para reparaciones y mantenimiento. Que Irwin, el hermano de Norman, sea el dueño de la inmobiliaria propietaria de los edificios, que sea inmensamente rico y exitoso en los negocios y que haya decidido confiar por una vez en su hermano (aunque trate de vigilarle de cerca) no ayuda a la endeble posición de Norman.



Pero ¿quién es realmente el protagonista? Él mismo habría acogido con gusto la machadiana expresión “en el buen sentido de la palabra, bueno". Frente a su hermano, Norman ha empleado el dinero de una herencia en una formación reglada algo caótica. Cualquier disciplina le ha atraído y acumula títulos variados y poco útiles en su actual quehacer. Su paso por diversos centros y titulaciones le ha mantenido apartado del mundo, inmune a todo contacto con la realidad. Pero ha llegado el momento de dar un paso al frente, de situarse bajo los focos de la vida, cuando ya ha entrado en la treintena y, con su buena fe, se embarca en su penoso oficio de agente inmobiliario.

Su principal ocupación consiste en visitar periódicamente a sus inquilinos para cobrar el alquiler en mano. En estas penosas visitas se asoma a cuartos sórdidos, infectos y malolientes, habitados por enloquecidos, irascibles y malvados vecinos que maldicen su suerte mientras tratan de sobrevivir en un mundo que les ha dado la espalda. Pero también conoce la impoluta limpieza de quien huye de la suciedad como vía de expiación, el esfuerzo de parejas que tratan de sostener una vida de engaño mutuo para conservar la vana ilusión de que todo lo vivido ha merecido la pena, que ha tenido un sentido.

Sin embargo, lo que une a todos los inquilinos, lo que actúa como conexión con Norman son las quejas por el estado de los inmuebles. Toda la tristeza de sus vidas parece condensarse en aspectos tales como un grifo que gotea, ascensores que no pasan la revisión técnica, cañerías reventadas o atascadas, ventanas que no cierran, un sistema eléctrico que pide a gritos su completa revisión, pequeños accidentes domésticos o paredes hinchadas y deformes que son una amenaza para la vida de los arrendatarios.


Wallant sabe transmitir la atonía de estas vidas, su tristeza plomiza, pero sin despreciarlas ni caer en el tópico. La riqueza de los personajes es sorprendente. Con breves líneas es capaz de trasladarnos el drama de Del Río, Paxton, Leni o Basellecci. En las escenas que Norman atisba, durante sus breves visitas, se encuentra la esencia de estas almas errabundas. Cada persona que se asoma a estas páginas goza de su personalidad, de su carga vital, por pequeño que resulte su papel en la novela.

Norman, abrumado por las demandas y exigencias de sus inquilinos desarrolla un complejo sentimiento que le lleva del odio (¿reclamaban igual ante el anterior agente?¿creen realmente que es capaz de solucionar cuanto le piden?¿por qué le hacen partícipe de sus vidas, le cuentan sus penurias y le creen algo que no es?) a la empatía y al fantasioso proyecto de arreglar todos y cada uno de los desperfectos, abrillantar los suelos, pintar las paredes, cambiar las tuberías y devolver el esplendor y la dignidad a sus tres edificios.

Y hay dos elementos que van inclinando la balanza del lado de la promisión, de la visión salvífica. Por una parte, la muerte del hijo de Sherman y Carol, resultado de una relación frustrada que se mantiene sólo por el amor al hijo y que golpea a toda la comunidad. Por otra, la pérdida de la virginidad con Sheryl, hija de otro inquilino que le convierte en un nuevo hombre, más libre de temor y timideces convencionales.

Poco a poco va madurando la rebelión en el cerebro de Norman. Los lamentos hacen mella en su bondadoso carácter, en su débil posición laboral. Busca en su interior la reserva de fuerzas suficiente para sacudirse el cansancio, el hastío y la distante indiferencia que siente por los problemas ajenos y que siempre ha dominado su vida.

Trata de sintonizar con su infancia visitando su ciudad natal, los paisajes en que vivió, la ventana desde la que se asomaba al mundo para comprenderlo. Pero no es en su pasado donde encontrará el manantial del que alimentar su revuelta sino en los propios inquilinos, en ellos hallará la fuerza que precisa, encarnada en la Trinidad de la Supervivencia que toma prestada de Sugarman, su inquilino vendedor de golosinas en la red de cercanías de Nueva York: Coraje, sueños y Amor. Sin ellas un hombre se precipita a la insulsa existencia de quien no tiene motivos para haber nacido ni para seguir viviendo.

Y es a partir de este momento cuando la impermeable vida de Norman parece hacerse más real y porosa, sensible a las penalidades ajenas, a sus miserias y alegrías, a sus vanas esperanzas. En su treintena, asume el papel de redentor y arrastra en su afán al empleado a su servicio, Gaylord, un negro de avanzada edad protestón y escéptico y al fontanero Bodien, un chapuzas de dudosas habilidades; dos apóstoles atípicos y poco ejemplares, más convictos que voluntarios. Wallant nos ahorra el último capítulo de este drama bíblico, la Pasión y muerte, la derrota, o quién sabe, la victoria sobre la muerte, con un final en suspenso.

Pero en Los inquilinos de Moonbloom (igual que en toda buena Literatura) tan importante es lo que se cuenta como el modo en que se hace, y es en este aspecto en el que la novela resulta sorprendente, un hallazgo que reconcilia con el arte de narrar, con la palabra escrita, sin que la brillante traducción de Miguel Martínez-Lage haga perder un ápice de la fuerza del texto.

Pocas imágenes y lugares comunes encontrará el lector de Los inquilinos de Moonbloom. La fuerza visual de sus metáforas, su frescura y originalidad dan prueba del talento de un autor del que en España sólo se ha publicado la presente novela, de un total de cuatro obras (dos de ellas publicadas póstumamente, incluyendo esta novela aquí comentada) en una breve vida frustrada a los treinta y seis años.


Es de esperar que Libros del Asteroide publique la restante obra de Wallant para dar a conocer mejor a este autor en nuestro país tan necesitado de obras en las que se combina el dramatismo con el humor en sabias proporciones, que ilustra cómo afrontar un tema moral sin caer en el ridículo y que nos abre el interrogante de cómo es posible que esta novela permaneciera inédita en nuestro país y si aún nos aguardan sorpresas igual de agradables.

Muchos se sorprenderán del relativo desconocimiento de este autor y se mostrarán escépticos ante las cualidades literarias de la obra. Pero no es de extrañar. Wallant se instaló por un tiempo en un edificio similar a los que describe para captar mejor la esencia de esa vida en la que los olores pasan de puerta en puerta, donde el papel de las paredes es sólo un pegote irreconocible al que te puedes quedar pegado y donde los tabiques parecen sostenerse por mera piedad. Por ello, los personajes de esta novela son, al tiempo, tan reales como entrañables, tan creíbles como humanos. Y por ello, podemos sentir un leve escalofrío cuando comenzamos a conocerlos y a comprender que tal vez otros vean en nosotros esa grisura igualitaria, que tal vez no seamos más que inqulinos de la vida como nos recuerda Rodrigo Fresán en su acertado prólogo y que, homenajeando el mesianismo de Norman Moonbloom, nuestros días estén contados.



3 de octubre de 2010

Mal de escuela (Daniel Pennac)



Daniel Pennac es un conocido y prestigioso profesor y pedagogo francés. Pero fue y será siempre un zoquete. Cómo ha logrado engañar durante tanto tiempo a tanta gente es un misterio que sólo él conoce. En Mal de escuela (Editorial Mondadori con traducción de Manuel Serrat Crespo), Pennac ha decidido -¡qué otra prueba más necesitamos de su zoquetería!- contarnos su experiencia escolar para poder responder en alto a varias preguntas.

¿Es posible burlar el fracaso escolar cuando ya hemos dado pruebas de ser unos auténticos zoquete?¿Cómo se produce esta rebelión, qué mecanismos la desencadenan?¿En qué medida nuestro sistema educativo posibilita este pequeño milagro o, por el contrario, trabaja parecerlo improbable?

Para dar respuestas, Daniel Pennac comienza por preguntar. Pregunta a su hermano para que, gracias a sus recuerdos infantiles, comprenda por qué se le atragantaban las matemáticas o cómo era posible acostarse con la lista de capitales europeas perfectamente memorizada y ser incapaz de recodar una sola en la tarima de la escuela al día siguiente.

Y pregunta también a sus propios recuerdos, y encuentra la imagen de su madre y su padre. La primera, aún siendo ya un conocido divulgador, con apariciones televisivas estelares y libros en los primeros puestos de ventas, seguía convencida de su zoquetería y de que ésta antes o después saldría a la luz. Su padre, por el contrario, sin palabras expresas, pareció guardar una inagotable confianza en su hijo (o quizá indiferencia).

Dos actitudes que marcan las sendas principales de reacción familiar. Y es que quizá el fracaso escolar nace en el seno de la propia familia. Puede tomar la forma de falta de confianza -“es que al niño no se le dan bien las matemáticas”- lo que exime al alumno de la exigencia de esfuerzo. Subyace la creencia de que el conocimiento es un don regalado de manera cruel y arbitraria, igual que el talento natural para la pintura o la música. Memorizar la tabla de multiplicar se asemeja a la composición de una sinfonía, ímprobo esfuerzo para nuestros pobres hijos. Pero también hay quienes sin intervenir, en un segundo plano, reducen la enseñanza a un asunto entre dos: el niño y la escuela -"al final, todo se arreglará, saldrá adelante, ya lo sé yo, …"- pero no siempre ocurre.

En cualquier caso, la familia de Penca buscó la solución a través de la educación en diversos internados. Y lo logró. Gracias a tres profesores que lograron atarle a la silla con las cadenas de su pasión por las asignaturas que impartían, que plantaron un comienzo de amor propio y confianza que fue suficiente para dar alas a un Daniel Penca que aprendió a decir adiós a su zoquetería (aunque su recuerdo le perseguirá en sus muchos años de enseñanza y en la figura de muchos de sus alumnos, tan zoquetes o más que él en su misma edad).


Algo anticuados, hoy en día asociamos el internado más con una institución represiva y cuasi penitenciaria que con centros educativos y ello pese a la profusión que de ellos da muestra nuestro cine (El club de los poetas muertos, Harry Potter, Los chicos del coro, …). Pero, ¿qué le aportó a Pennac su paso por estos internados?

Por primera vez en su corta vida, logró distanciarse de su familia. En el internado desaparecía esa presión del “qué tal en la escuela, qué tal el examen de hoy”. No era precisa la mentira piadosa para ocultar el tirón de orejas, el dictado repleto de correcciones en rojo o la maldita lista de ríos y afluentes que parecía secarse con la misma facilidad que el agua en los desiertos de los que tampoco guardaba recuerdo nominal. Eliminar esta presión, le liberó de un tiempo y unas energías preciosas que ahora pudo reconducir de manera más provechosa.

El internado también permitía que los profesores no pusieran en duda las excusas del alumno que no ha logrado resolver el problema o que no ha completado más que un mero y triste esbozo en lugar de la redacción con presentación, nudo y desenlace que se le había pedido. No valen excusas sobre la situación familiar, el padre alcohólico o la pandilla de semidelincuentes.

Se logra romper así una de las piedras clave de la vida del zoquete, recuerda Pennac: la mentira. Se miente en casa y se miente en la escuela donde es preferible fingir desprecio por el conocimiento que reconocer las dificultades. Y el problema de estas mentiras es que están totalmente aceptadas por todos, como un elemento más que a nadie se oculta pero que todos silencian: un profesor prefiere creer que su alumno zoquete no hace sus deberes por vagancia o por rebeldía a reconocer que no ha sabido o podido insuflar la llama que alienta el conocimiento. La familia preferirá ver a su hijo como víctima del sistema educativo, de un profesor envidioso o incapaz, antes que reconocer la falta de esfuerzo filial. Y sobre este tejido, la zoquetería se sienta, sonriente.

Y no hablemos de futuro, de labrarse un porvenir, del “llegar a ser algo” (más que alguien, cruel paradoja de una enseñanza finalista de cortas miras). Ese devenir poco importa al zoquete. Atrapado en un presente sin esperanza, el futuro se presenta como una amenaza aún peor. Ganarle la partida al tiempo es su profesión, su eterna por oponerse al mundo de sus mayores, al que le espera pero al que quiere burlar. Un círculo vicioso de fatales consecuencias.

¿Pero qué hizo cambiar al zoquete de Daniel Pennac? En su caso no fue ningún método didáctico propio, ningún plan de enseñanza redentor. Tan sólo tres profesores que dieron con los temblorosos rescoldos que aguardaban con paciencia el calor que los hiciera revivir. Un profesor que sustituyó las redacciones semanales por la escritura de una novela a presentar a fin de curso sin faltas de ortografía (lo que le ató de por vida al diccionario, ¡él que lo había temido como a un libro prohibido¡). Un profesor de matemáticas, de aspecto algo ridículo y que en sus clases sólo hablaba de su Ciencia, suspendiendo entre tanto el mundo. Por último, una profesora de Historia que logró hacer de los siglos pasados un mosaico actual y vívido.

¿Qué tenían en común estos tres profesores? Poco, asegura Pennac. Tal vez que “estaban presentes” en todo momento en sus clases. Que no hacían como tantos alumnos (y profesores): sustituir su presencia real por un remedo de maniquí, un mero formulismo, un tiempo perdido que hay que dejar pasar.

Y, sin embargo, estos profesores ejemplares, llevaban su pasión más allá de sus aulas pero -¡sorpresa!- no en aspectos docentes, no, en cualquier actividad a la que se dedicaran, preferentemente ajena a las Matemáticas, la Historia, … Es decir, no discurseaban sobre los métodos, la trascendencia de su labor o su éxito laborar; vivían con pasión y ésta fue la que removió al pequeño Pennac.

En un encuentro casual con uno de ellos, años más tarde, resultaría que el profesor salvador ni siquiera recordaba a su devoto alumno. No le quiso salvar a él en especial, pero quizá sólo a él salvó de entre toda su clase. Pennac no necesitó de especiales cuidados ni atenciones, de un seguimiento específico. Un paso más allá, Pennac está convencido de que estos mismos profesores dejaron escasa huella en otros alumnos. Lección: no hay recetas únicas. Su redención surgió de la relación nacida entre él y el profesor (aún con la ignorancia de éste). De esta simbiosis que hace del aprendizaje una aventura compartida, un desafío.

Entonces, ¿no hay recetas? No. Quizá a ello responda el título del libro: Mal de escuela. Pennac reflexiona sobre algunos de los tópicos frecuentes en los debates actuales sobre la educación. Por ejemplo, la importancia de la memoria o el papel del dictado como elementos fundamentales en la formación de los alumnos, al margen de modas y tendencias. Nos brinda numerosos ejemplos sacados de su experiencia de cómo emplear ambos para sacudir las mentes perezosas de sus alumnos.


También el sistema de calificaciones merece su atención, en particular, la ambigüedad del “cero” que iguala a quien no conoce la respuesta correcta y formula una errónea y a aquel otro que elabora una respuesta absurda. ¿Y es esto relevante? Según Pennac, sí. La respuesta errónea presupone un esfuerzo. La respuesta absurda representa la salida fácil del zoquete.

Subimos el telón:
- ¿Qué río pasa por Valladolid?
- El Rin
- Un cero
- Pues vale.

¿Qué ocurriría si el zoquete contesta con un sincero “no lo sé”? Resultaría que el profesor debería interrogar por los motivos de la ignorancia, repasar los ríos, saltar el orden de exposición que había preparado para la clase, en definitiva, “no dejar saltar la presa”. ¿Y el zoquete? Habría tenido que responder a numerosas preguntas. Es mejor la mentida como se dijo antes, más cómoda para ambos. El zoquete ha logrado salir indemne y el profesor se ha ahorrado la tarea de averiguar el motivo del rechazo al conocimiento que de modo tan manifiesto plantea se le plantea.

Bajamos el telón.

Y es que aquí ya perfilamos al zoquete desafiante. El que desprecia la enseñanza, pero también al profesor y a sus compañeros e incluso a sus padres. ¡Cuánta tarea pendiente para un educador! Y aquí surge otro de los equívocos que pretende rebatir Pennac: la violencia en la escuela. Sostiene que siempre la ha habido, sea ahora más agresiva o patente; pero no es propio y exclusivo de nuestros días. Sí lo es la de atribuirla y etiquetarla para asociarla a los barrios periféricos y a la inmigración.

Porque los alumnos ya no son los que eran, también esto lo reconoce Pennac. El alumno actual vive en un mundo creado para él por los adultos en el que la manipulación resulta brutalmente explícita. Las propias palabras son usurpadas sustituyéndose por marcas (las Adidas, el Mp3, ..., sustituyendo a los sustantivos zapatillas, reproductor de música).


Frente al alumno contestatario y rebelde de los setenta y ochenta, el alumno actual se caracteriza por su condición de niño-cliente, demandante de bienes de consumo (la mayoría muy caros) por los que pagan con un dinero que no han ganado, por el que no han debido esforzarse. Quizá éste sea el mejor diagnóstico que contiene el libro. Lejos de centrarse en la manida imagen de los padres conformistas que conceden a sus hijos todos los caprichos haciendo de ellos unos caprichosos compulsivos, Pennac centra su mirada en los aspectos extrafamiliares, en el chico de barrio que debe competir, no en conocimientos, sino en sus posesiones visibles para conservar su prestigio aún a riesgo de convertirse en un ridículo hombre anuncio.

Es en este contexto donde aparece la escuela, único lugar en el que se exige a este niño que se esfuerce como paso previo para conseguir su meta, el único lugar en el que lograr destacar requiere sacrificio, una disciplina a la que no están habituados. Difícil tarea la de diferir la meta para unos jóvenes acostumbrados al aquí y ahora. De ahí ese mal de escuela que ninguna justa reivindicación presupuestaria logrará solventar.

Pennac no niega los problemas económicos, sociales y psicológicos. Lo que viene a defender es que estos problemas deben quedar fuera de la escuela; ésta debe ser el terreno del alumno y el profesor, separados tan sólo por el conocimiento que parte de uno y aspira a llegar a otros. La labor del profesor no es arreglar el mundo ajeno a la escuela -para eso tenemos demasiados voluntarios: políticos, periodistas, famosos sin oficio, .- sino arreglar su pequeño reino, su cuadrilátero y con eso ya es bastante.

Y, al fin, volvemos la mirada a Pennac y a sus tres ángeles salvadores cuya tenacidad y esfuerzo por no “perder la presa” lograron rescatarle de un futuro de zoquete. Porque sólo profesores como ellos, como tantos otros, pueden llevar a que unos alumnos acostumbrados a mascar consignas ajenas, se tomen la molestia de cuestionarlas y tomar en sus manos la decisión de ser o no unos zoquetes.

17 de septiembre de 2010

Superfreakonomics (Steven D. Levitt y Stephen J. Dubner)


No hay nada como añadir la mención "Ciencia" delante de cualquier disciplina para que ésta gane reconocimiento y prestigio. El efecto que se consigue es doble: de una parte se legitima la disciplina, y de otra, se crea un lenguaje restringido que actúa como barrera de acceso para los no iniciados.

En el caso de la "Ciencia" Económica, el papel del laboratorio lo suplen las estadísticas. Dado que no podemos hacer pruebas que permitan acreditar nuestras verdades "científicas", al menos, buscaremos respaldo en estadísticas que acrediten que estas verdades se han cumplido en el pasado. En otras palabras, a los estudios económicos habría que aplicarles la misma leyenda que a los fondos de inversión: "experiencias pasados no garantizan similares resultados futuros".

En el grupo de los elegidos nunca han gozado de predicamento aquellos que, desde dentro, tratan de desacralizar el mito y acercarlo a los profanos. Decía el economista John Kenneth Galbraith que no hay verdad que no pueda ser expresada de manera que cualquiera pueda comprender. Por este motivo sus libros tienen una desafiante falta de ecuaciones, gráficos y expresiones jergales y por esa misma razón, muchos economistas despreciaban su obra que no pretendía otra cosa que abrir a un público más amplio un mundo vedado.

En la misma senda, el economista Steven D. Levitt y el periodista Stephen J. Dubner se han conjurado para husmear en multitud de encuestas y estudios de colegas algo extravagantes, combinado con un excelente sexto sentido para la observación y detección de esas pequeñas disonancias que ponen de manifiesto que aún queda mucho por aprender.

Partamos de un ejemplo básico: a la vista de las estadísticas sobre mortalidad en accidentes de tráfico por causa del alcohol y las correspondientes a las de atropellos mortales de peatones ebrios, llegamos a la conclusión de que resulta notablemente más peligroso caminar borracho que conducir en el mismo estado. Sorprendente, ¿verdad? Realmente se trata tan solo de un divertimento que no se puede trasladar a la realidad pero que tiene el sustento de la sagrada estadística. ¿Cuántas decisiones se habrán tomado en base a analogías semejantes?

Menos divertida, y más terrible, es otra estadística que revela que en determinados países y ciudades las huelgas de médicos coinciden con un descenso en la tasa de mortalidad. No lo olvidemos en nuestra próxima visita a Urgencias. Peor aún, de todo el personal sanitario de los hospitales americanos estudiados en otra estadística, el colectivo menos higiénico, el que menos se lava las manos y peor lo hace es precisamente el de los médicos. En un hospital australiano se hizo el experimento de pedir a los médicos que anotasen cada vez que se lavaban las manos según las reglas del hospital obteniéndose como resultado un cumplimiento del 73% según esta autoevaluación. Lo que los médicos ignoraban era que sus auxiliares tenían el cometido de controlar el mismo dato. Resultado: en realidad, los médicos sólo cumplían correctamente el protocolo de higiene en un 9% de los casos.



El caso no es baladí. Hasta la mitad del siglo XIX no se descubrió que la principal causa de muerte en parturientas (y bebés) era la fiebre puerperal ocasionada por los propios médicos que tras realizar prácticas con cadáveres pasaban a atender a las parturientas tras un breve lavado de manos. ¿Cuántas muertes actuales no serán fruto de negligencias e ignorancias de este tipo?

Siguiendo por los mismos derroteros y estudiando la seguridad de las sillas de niño para coche, se ha acreditado que a partir de los dos años de edad no hay diferencia significativa a la hora de evitar un desenlace fatal entre dichas sillitas y el clásico cinturón de seguridad. Y ello pese a que las autoridades de todos los países occidentales han regulado la obligatoriedad de este tipo de protección hasta edades muy avanzadas (en Europa hasta los doce años). ¿A quién beneficia esta medida? ¿A los niños?

Y es que con demasiada frecuencia la regulación gubernamental opta por la medida más ineficaz y cara. Según diversos estudios, la normativa estadounidense en defensa de los trabajadores discapacitados ha favorecido la caída del empleo en este colectivo. La legislación protectora de determinadas especies ha contribuido a su práctica extinción en no pocas ocasiones dado que los agricultores tratan de hacer sus terrenos poco atractivos para que pájaros carpinteros de cresta roja u otras especies en peligro de extinción no decidan establecerse en sus propiedades. Resultado: deforestación y pérdida de hábitat naturales para estas especies.

Pero tampoco creamos que el Estado todo lo hace mal. Hay factores que el mercado no puede corregir. Factores tan arbitrarios y desconcertantes que determinan nuestro éxito en la vida. Veamos. La mayoría de publicaciones científicas relaciona a los investigadores por riguroso orden alfabético; igual ocurre con los ponentes de un Congreso o los miembros de un claustro académico. Según los autores de Superfreakonomics el resultado es que los que aparecen en los primeros puestos de la lista tienen más probabilidades de reconocimiento. Y sí, hay una estadística que acredita que los mayores reconocimientos se los llevan aquellos cuyas letras coinciden con las primeras del alfabeto.

Otro tanto se puede decir respecto de los deportistas nacidos entre los meses de enero y marzo de cada año ya que sus probabilidades de llegar a ser figuras del deporte nacional parecen muy superiores a las del resto de jugadores. La explicación es razonable: las ligas infantiles toman como fecha de corte el 31 de diciembre. Por tanto, ¿quién se llevará más minutos de partido, más atención del entrenador y la afición? Evidentemente aquellos niños nacidos en los primeros meses del año ya que a esas edades una diferencia de pocos meses tiene una repercusión enorme. Aquellos niños que destacan en las ligas infantiles seguirán recibiendo más atención y recibirán las mejores ofertas mientras que los que no han generado tanta expectativa terminarán por desmotivarse abandonando el equipo o pasarán a ocupar una posición de menor relevancia.

Con idéntico afán, los autores de este libro repasan temas candentes de nuestros días como el cambio climático para poner de manifiesto que hay soluciones alternativas y baratas para rebajar la temperatura del Planeta o para paliar los efectos de los tornados. Propuestas más baratas e imaginativas que las de Al Gore pero que caen en el olvido intencionado de los medios; a fin de cuentas, sólo saldrían beneficiados los ciudadanos...

También se estudia el mercado de la prostitución en Chicago desde el punto de vista del precio como barrera de entrada para alcanzar un mercado más selecto o incluso la discriminación de precios en función de la raza del cliente; los beneficios económicos de los chulos o la correlación entre el precio de los servicios (frente al precio de idénticos servicios en los albores del siglo XX).

Se da cuenta de interesantes estudios como el realizado por un discreto inglés que ha determinado las pautas bancarias de los terroristas (tipo de operaciones realizadas, importes, productos contratados, etc.) para determinar con un alto grado de probabilidad qué clientes de su banco son o tienen muchas probabilidades de ser terroristas. Más pacífico es el estudio que realiza Keith Chen en la Facultad de Economía de Yale para aclarar si los animales pueden desarrollar el mismo concepto de dinero (como medida de valor, de intercambio, etc.) que el que tenemos los humanos. Los resultados son realmente sorprendentes: los monos han comenzado a emplear el dinero como elemento de intercambio para lograr favores sexuales. Alguno pensará que estando los monos (capuchinos en este experimento) interesados exclusivamente en la comida y el sexo y parecerse, por tanto, a la variante masculina de la raza humana, el resultado del experimento era totalmente previsible.

Superfreakonomics puede parecer una simple colección de anécdotas divertidas, datos curiosos, estadísticas contradictorias o sorprendentes. Y lo es. Puede parecer un libro para leer de manera relajada, sin cuestionarse demasiado lo que en él se dice. Y lo es. Puede parecer que los interrogantes que plantea, desde la propia portada, buscan atraer la atención y que no siempre la respuesta está a la altura de las expectativas. Y podemos pensar que en ocasiones la escritura es algo errática y los temas van y vuelven con cierto desorden. Y acertaremos. Pero lo que también es cierto es que este libro pone de manifiesto una gran verdad: la realidad es una, pero quizá nunca llegaremos a conocerla. Sólo tenemos como herramienta el modo en que nos aproximamos a ella y, por desgracia, el hombre es cómodo y tiene tendencia a seguir derroteros ya trazados. Los progresos siempre vienen de la mano de aquellos que pierden (intencionadamente o no) el camino de la manada y saben encontrar el suyo, de quienes pueden afrontar un problema clásico desde una perspectiva novedosa, de aquellos que cuestionaron lo que para otros era un hecho indubitado. Para recordarnos esto también sirve este libro. Y es verdad.

7 de septiembre de 2010

Momentos estelares de la humanidad (Stefan Zweig)


Stefan Zweig nació en una Austria imperial cuyos días sonaban a su fin. Vivió su madurez intelectual en una Austria sometida a los vaivenes de la política centroeuropea de entreguerras, su crisis económica y sus heridas sin cicatrizar y de mal pronóstico. Finalmente murió en el Nuevo Mundo, en Brasil, sin poder librarse de los fantasmas de su pasado y convencido de que la victoria de la barbarie nazi era inevitable y destruiría toda la herencia cultural de la que había bebido y de la que, con el paso del tiempo pasaría a formar parte y aún representar.

En ese breve lapso de tiempo que representa su vida, sesenta y dos años, entre 1880 y 1942, vivió infinidad de cambios que marcarían su visión de la Historia. Una Historia aún caracterizada por fechas e individuos más que por acontecimientos globales. Una Historia de pequeños episodios que parecían marcar por sí mismos el rumbo de los siglos venideros. Y de esta visión nacen los Momentos estelares de la humanidad.

Estas miniaturas históricas –como las denomina el subtítulo de esta obra- reflejan catorce momentos diversos en los que el genio de una época se condensa (según palabras de Stefan Zweig en el prólogo) en un concreto momento y se encarnan en una persona concreta. Pero pese a los esfuerzos de documentación y reconstrucción histórica verídica, la selección dice más del propio Zweig y su visión del mundo, que de los acontecimientos que describe.

Como buen escritor, Zweig tiene un agudo olfato para los grandes dramas históricos. La muerte de Cicerón, perdidas las esperanzas de un resurgir de la República, la caída de Bizancio por la puerta de atrás en unos trágicos segundos o los dramáticos instantes en los que la batalla de Waterloo pudo haber tenido un diferente desenlace son ejemplos de cómo Zweig, testigo de la decadencia de su tiempo, torna su mirada a épocas con las que encuentra alguna similitud para admirar la grandeza de los que fueron arrollados por los cambios.

Pero las grandes batallas o la caída de un Imperio no son el único objeto de atención de Zweig ya que, como brillante artista, otras miniaturas se centran en momentos históricos tan singulares como la noche en que fue compuesta la Marsellesa o aquella otra en la que Haendel comenzó la composición de El Mesías, resucitando a la vida y a la Música.

Como no podía ser menos, la Literatura tiene su especial presencia en esta obra. La génesis de la Elegía de Marienbad de Goethe, la noche en la que tuvo lugar la falsa ejecución de Dostoievski o los últimos días de Tolstoi son encendidos homenajes a autores amados por Zweig. Yel esmero alcanza también a la forma de estos capítulos. Así, en el episodio sobre Dostoievski no recurre a su elaborada prosa sino que escribe un hermoso poema que conecta el drama del autor ruso con su vocación por los débiles y desamparados. Para el capítulo dedicado a Tolstoi se sirve de una obra teatral autobiográfica e inacabada del propio autor ruso para escribir las últimas escenas con las que culmina el drama de la muerte del “hermano pequeño de Dios”.

Los siglos XIX y XX son los siglos de la Ciencia y, por ello, tampoco ésta escapa de la atención de Zweig quien se fija en la impresionante hazaña de Cyrus W. Field culminando -tras varios fracasos- el tendido del cable telegráfico que conectó los Estados Unidos con Europa en 1858. En esta miniatura Zweig pone de manifiesto que, pese a su concepto de la Historia, deudor de otra época, su sensibilidad a los cambios que suponen un giro radical en la marcha de los tiempos es totalmente moderna: su descripción de las consecuencias que la revolución en las comunicaciones (representadas por el telégrafo) supone a todos los niveles podría aplicarse, palabra por palabra, a las infinitas posibilidades que Internet ha traído a nuestro siglo XXI.

Pocas pasiones hay más fuertes que el dinero. La desesperada búsqueda de la riqueza es una enfermedad propia de todos los tiempos y para la que aún no se ha desarrollado vacuna adecuada. El descubrimiento del Pacífico por parte de Núñez de Balboa tuvo su origen en la búsqueda del mítico Dorado y la fiebre del oro arrasó el reino de Nueva Helvecia y arruinó a J.A.Suter por dos veces, aunque favoreció la colonización de California y su conversión en mítica promesa de abundancia y felicidad aún viva en nuestros días.


Y ni siquiera la proximidad en el tiempo de ciertos hechos o su aversión ideológica nieblan su visión sobre la trascendencia de los mismos. El regreso de Lenin a Rusia desde su exilio suizo a través de territorio alemán o los fallidos intentos de Wilson por impulsar al fin de la Gran Guerra un acuerdo entre las naciones que pusiera fin a los conflictos militares son buena prueba de ello. El primer episodio ha marcado toda la historia del siglo XX y el segundo debería esperar al siguiente conflicto para ver germinar sus primeros frutos que aún hoy siguen pendientes de consolidación a través de la Justicia Internacional, las Naciones Unidas o la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

Como el signo trágico de los tiempos que le tocó vivir, la selección de Zweig arroja un saldo favorable a los perdedores, a las derrotas (que para otros fueron victorias) y a los fracasos. Cicerón, Napoleón, Scott o Wilson son ejemplos que Zweig nos muestra para dar testimonio de que la grandeza no siempre se esconde bajo la gloria de los vencedores. La inmortalidad se reserva, según Zweig, para aquellos que saben guardar la coherencia entre sus pensamientos y sus actos, para aquellos que conservan la inquebrantable voluntad de luchar pese a saber que todo ha sido perdido.

En clarividente contraste, los momentos estelares más luminosos y gratificantes, aquellos que engrandecen a quienes los protagonizan, los que representan un triunfo del hombre sobre la muerte, aquellos en los que la belleza se impone a la mediocridad, en los que la obra humana puede redimir a los hombres son los referidos al Arte. Sólo en ellos (y en la Ciencia) parece reconciliarse Zweig con sus semejantes, sólo en ellos parece encontrar sosiego su debilitado espíritu.

Y es que, no perdamos la perspectiva, este libro vale más por cómo lo cuenta que por lo que cuenta. La engolada y en ocasiones afectada prosa de Zweig alcanza en estas miniaturas un virtuosismo desbordante, casi excesivo, del que logró preservar a sus mejores novelas. Ningún personaje es suficientemente noble y audaz, ningún actor de la historia logra evitar mirarse a sí mismo y ser consciente de la trascendencia de sus actos. Ningún hecho queda sin ser admirado por la Humanidad al completo conteniendo la respiración al unísono, … Un Zweig que resultará portentoso para quienes ya conozcan al autor pero que puede resultar abrumador para quienes sean cogidos desprevenidos.

La traducción de Berta Vías Mahou ha sabido preservar ese estilo tan propio de Zweig logrando en ocasiones provocar extrañeza en el lector actual por el uso de expresiones ya pasadas de moda y que hacen aún más verídica la lectura ya que creemos por momentos estar leyendo la versión alemana original y experimentar el mismo hormigueo que, con toda seguridad, siente un lector contemporáneo de habla alemana.

El suicidio frustró la vida de Zweig. Nos gustaría elucubrar sobre qué acontecimientos podría haber seleccionado de haber aguardado por un tiempo los embates de la guerra que se acercaba a su cambio de tornas con paso firme o de haber liberado parte de la enorme presión que él mismo se impuso.

No pocos hechos podrían haber sido dibujados con la maestría del autor austríaco ya que la trágica historia de los años siguientes a su muerte ofrece material suficiente para un volumen similar. Un grupo de jerarcas nazis, todos ellos con estudios superiores y amantes del arte y la cultura, deciden el exterminio sistemático de una raza, la misma a la que pertenecía el propio Zweig quien tanto se esforzó por vincularse a un mundo más amplio que el reducido horizonte judío. Pero también podría haber puesto voz a los muertos en Hiroshima, consecuencia de una única bomba que marcaría el signo de la segunda mitad del siglo XX. Otro momento singular que habría atraído enormemente su atención habrían sido los atentados del 11-S: unas pocas horas bastaron para dar un nuevo giro al curso de la Historia.

En estos años no todo ha sido destrucción y odio. Zweig también habría podido cantar las humanas hazañas de unos hombres dando un paseo lunar y siendo contemplados en directo por medio mundo. Otros hombres cruzando en libertad la Puerta de Brandemburgo habrían sido el perfecto cierre de un círculo iniciado a principios de siglo y la prueba de que la Revolución ya no necesita ser cruenta para triunfar.

Pero este libro quedó por escribir y todos sabemos que la Historia que hoy se vierte en la Literatura es más la que responde a mitos, cruzados y rosacruces que aquella otra que sirve para extraer sus verdaderas lecciones. Zweig nos enseñó a confirmar en la Historia nuestras propias convicciones, a buscar consuelo y refugio en ella, a volver nuestra mirada melancólica a otros tiempos, no siempre mejores. Y con esto ya hizo suficiente.

23 de agosto de 2010

El quinto en discordia (Robertson Davies)



Echar la vista atrás y repasar lo vivido es un ejercicio saludable. Hemos de presuponer que con la experiencia y sabiduría acumulada, uno es capaz de enjuiciar con justeza e imparcialidad lo vivido, reinterpretando las pasiones de juventud, relativizando los éxitos de la madurez y los sinsabores de la vejez. Y damos por buena esta visión, la consideramos el dibujo fiel de una vida, la última palabra en definitiva.

Pero sólo puedo estar de acuerdo en que esa revisión postrera es la definitiva en tanto que no habrá otra que la siga y rebata; más que la definitiva, será la última e indiscutida por imperativo biológico. A lo largo de nuestra vida interpretamos nuestros actos y nuestros deseos en función del momento y de lo aprendido. La visión que de nosotros tenemos varía de continuo; por fortuna, nos rehacemos y reinventamos cada día. Caemos y nos alzamos repetidas veces con tozudez animal para diferenciarnos de los animales cuyas vidas se suponen carentes de objetivo y aspiración final.

Y, sin embargo, lo que para la vida no resulta convincente, para la Literatura es una fuente inagotable, todo un género propio que ha dado lugar a algunas de sus mejores páginas. Adustos ancianos que repasan su vida con imposible precisión en el detalle, en las palabras pronunciadas o escuchadas, en las fechas e incluso horas en que fueron dichas, todo ello para enjuiciar (o justificar, que de todo hay) cada acto, propio o ajeno, reescribiendo la historia definitiva de su vida.

Éste es el caso de El quinto en discordia, novela que abre la llamada Trilogía de Deptford en la que Robertson Davies recurre a sus recuerdos en el Canadá rural de su infancia para narrar tres vidas: la de Boy Staunton, un exitoso hombre de negocios, la de Paul Dempster, un prestidigitador de fama mundial y la de Dunstan Ramsay, un profesor que tiene por especialidad las vidas, reales o míticas, de los santos católicos. Cada una de estas tres novelas se centra en la vida de uno de estos personajes figurando los dos restantes como protagonistas secundarios y ofreciendo un cuadro completo sobre la vida de todos ellos.

En lo que a El quinto en discordia se refiere, nos adentramos en la vida de Dustan Ramsay, en su visión del mundo y en su papel en la vida de los otros dos personajes. Y todo comienza por una pelea en la que Boy Staunton le arroja una bola de nieve que logra esquivar y termina impactando en la sensible esposa del pastor baptista de Deptford lo que provoca el nacimiento prematuro de Paul Dempster y el debilitamiento mental de la madre.

Pese a no haber arrojado esa bola de nieve, Ramsay cargará toda su vida con un sentimiento de culpa por haber sido el verdadero destinatario del golpe esquivado, quien pudo evitar el desencadenamiento de tan terribles acontecimientos. El autor no acierta a explicar si este sentido de la responsabilidad que le lleva a acompañar a la madre de Dempster hasta sus últimos días o a cuidar del pequeño y poco vigoroso niño nace repentinamente de este hecho trivial o si su personalidad habría devenido igualmente en el mismo sentimiento. Lo cierto es que, desde ese momento, Ramsay inicia su periplo vital como tercer vértice de esa extraña relación que une a los tres protagonistas.

Formalmente la novela responde al escrito que Dunstan, recién jubilado y molesto por el tono de los discursos pronunciados en la ceremonia de homenaje y despedida que le ofrecen sus compañeros, decide remitir al director del centro educativo para el que ha trabajado durante toda su carrera con el fin de dejar constancia de que su vida no ha sido tan grisácea y anodina como de esos discursos, benévolos, condescendientes y algo irónicos, puede desprenderse.

Pero este propósito queda pronto olvidado y salvo puntuales referencias al destinatario del informe, asistimos como espectadores a la vida de Ramsay quien, desmintiendo su propia intención original, nos demuestra cómo su vida sólo parece cobrar sentido en relación a la del resto de personajes. Él enseña las artes de prestidigitador a Dempster, él actúa como confidente de Staunton e incluso se beneficia de los consejos financieros de éste y a cambio procura consuelo a su esposa afligida por las infidelidades del magnate. Él cuida a la señora Dempster hasta su muerte sin llegar a reconocer la naturaleza de sus sentimientos envueltos en una mezcla de piedad religiosa, sentimentalismo y honestidad.

El mismo sino parece aplicable a su labor como profesor de Historia ya que se especializa en el estudio de la hagiografía, lo que le convierte nuevamente en espectador de las vidas ajenas, al tiempo que repite su equidistancia esta vez entre sus colegas, mayoritariamente protestantes, y los religiosos católicos que desconfían de un protestante aficionado a sus santos. Extraño en cualquier tierra, sólo su mundo interior y sus convicciones le ofrecen una tabla segura a la que agarrarse para evitar la zozobra.

De esta dependencia de terceros surge precisamente el título de esta novela, El quinto en discordia, que es como se conoce en el mundo de la Ópera y el Teatro a ese personaje necesario para intervenir entre los dos rivales masculinos y femeninos, el que conoce los secretos de todos ellos y que, al igual que Ramsay, viven realmente a través de la vida de los demás sin ser capaces de dotar de impulso a la suya propia.


Pero no nos engañemos, Ramsay no ha logrado el éxito económico, aunque vive de modo más acomodado que el resto de sus colegas profesores gracias a los consejos de Staunton. Tampoco consigue un gran reconocimiento profesional fuera del reducido círculo de especialistas en las vidas reales o inventadas de todo tipo de santos, siendo mirado con cierta indulgencia por el resto de sus compañeros e incluso alumnos. En el amor tampoco parece lograr la plenitud que, sin embargo, anhela. ¿A qué se debe este destino a medio construir pero sin remate?¿A qué este carácter de quinto en discordia que le reduce a pieza necesaria para el éxito ajeno pero carente de un sentido propio?

Lo que nos enseña Robertson Davies en esta novela es que, desafiando a las apariencias, una vida nunca debe ser juzgada por los parámetros de éxito comúnmente admitidos. Y es en este sentido cuando comprendemos que, con justicia, Ramsay considera su vida plena y dotada de sentido, original, alejada de grisáceos caminos previsibles. Su profunda moralidad, su integridad trasnochada, le han permitido mantenerse fiel a la imagen de aquel chico de Deptford que congeló su mundo una fría tarde de su infancia. Y es en ese mismo instante cuando las vidas de Paul Dempster y Boy Staunton, con sus brillos y sus incontables sombras, con su renuncia a sus orígenes, con su afán por reivindicarse a sí mismos a cualquier precio, ajenos a todo, parecen más vacías y erráticas que la del modesto profesor jubilado.

En muchos sentidos estamos ante una obra admirable. Davies tiene una prosa sencilla y precisa que desgrana los acontecimientos con la serenidad de la distancia al igual que ocurre con muchas de las obras de Philip Roth con las que guarda cierto paralelismo. El enorme peso del mundo de la infancia, los acontecimientos históricos entremezclados con la vida de los personajes, los dilemas morales, todo ello conecta a ambos autores. Sin embargo, y teniendo como única referencia esta novela de Davies, su obra parece nacer más de los personajes que de las situaciones sociales o históricas. El dibujo de los personajes es en Davies superior al de Roth, más complejos y menos previsibles, más reales.

Con prólogo de Valentí Puig y traducción esmerada de Natalia Cervera, Libros del Asteroide recupera esta obra publicada por Davies en 1970 e inédita en España junto con las otras dos integrantes de la Trilogía de Deptford en una edición cuidada como es marca de la casa.

El quinto en discordia no es propiamente una novela sobre un antihéroe sino la reivindicación de una postura ante la vida y ante los demás. Una atrevida propuesta a la que el lector deberá estar atento para no caer en la trampa que el propio Davies le presenta. ¿Es realmente Ramsay el quinto en discordia?¿Lo somos nosotros?



13 de agosto de 2010

Nueve meses de lectura

Durante los últimos meses, junto a los libros aquí comentados, he dedicado mis horas a un tema del que desconocía casi todo y del que ahora sólo me queda poner en práctica toda la teoría. Fiel al espíritu de dejar constancia de mis lecturas, recojo mis impresiones de estos libros por si pueden ser de interés para algún visitante de este blog.

Qué se puede esperar cuando se está esperando
Heidi Murkoff y Artene Eisenberg
Ediciones Medici
Páginas: 688
Precio: 38,50€

Voluminoso libro que, junto a unos capítulos iniciales introductorios sobre aspectos muy variados (dieta, problemas de concepción, el papel del padre –es un alivio saber que tenemos algo que ver en esta aventura-, etc) se organiza por los meses del embarazo.

En forma de preguntas y respuestas va desgranando para cada mes los aspectos más importantes de cada etapa y aquellos que más pueden preocupar a los padres primerizos. Se explican aquellos aspectos preocupantes, en qué casos se debe llamar al médico, cuándo son normales síntomas que pueden parecer alarmantes, cómo evoluciona el bebé, cuánto debe pesar aproximadamente, qué ejercicios debe realizar la madre, ....

El libro dedica también amplio espacio en sus últimos capítulos al parto, post parto y casos peculiares de embarazo problemático.

Su extensión no debe asustar a nadie puesto que hay capítulos completos que sólo deben ser leídos en caso de afectarnos directamente y el resto, gracias a la organización en torno a preguntas, permite seleccionar aquellas cuestiones que nos interesan, obviando otros aspectos que pueden no estar afectando a la madre.

Selecciono al azar algunas de las preguntas a modo de ejemplo:

- He oído a algunas de mis amigas hablar del test de Apgar, ¿qué es?
- El médico me ha dicho que tengo azúcar en la orina pero que no debo preocuparme. Sin embargo creo que tengo diabetes.
- ¿Debo tomar vitaminas?
- Algunas veces percibo espasmos ligeros en el abdomen. ¿Se trata de patadas o contracciones?
- ¿Es conveniente que aplace mis vacaciones por estar embarazada?

Como se ve, es un libro que aclara muchas dudas pero no recomendable para hipocondríacos/as.


Concepción, embarazo y parto
Miriam Stoppard
Ed. Grijalbo
Páginas: 384
Precio: 30,00€

Este otro libro trata de abarcar igualmente esa etapa tan intensa y hermosa que es el embarazo desde otro punto de vista: temático y no cronológico. Así, los capítulos se refieren al embarazo saludable, el cuidado del feto, cuidados prenatales, un embarazo sensual, etc.

Las abundantes fotografías y dibujos, recuadros diferenciados, esquemas y demás facilitan una lectura más amena y dinámica pero con el inconveniente de que sólo quien haya leído (al menos superficialmente) el libro no tendrá una visión completa de los cambios que está viviendo la madre y el bebé. De este modo puede resultar más complicada la consulta ya que si queremos conocer si se puede hacer ejercicio en el quinto mes de embarazo o la dieta recomendable en un determinado momento, las pruebas que nos mandará el ginecólogo, etc, tendremos la información dispersa.

De este modo, este libro es más una interesante lectura sobre el embarazo que un guía práctica y útil para el día a día. De formato más moderno que el anterior afronta los temas desde una perspectiva más positiva incidiendo en la experiencia que el embarazo supone y menos en aquello que puede y debe preocupar a la embarazada.


Duérmete, niño
Eduard Estivill y Sylvia de Béjar
Debolsillo
Páginas: 160
Precio: 9,95 euros


Polémico libro donde los haya. Si de los artículos de prensa que he leído sobre él tuviera que hacerme una idea, ésa sería que el padre debe ser un monstruo frío que resiste a los lloros de su hijo tras la puerta, agazapado y con cronómetro en mano en busca de su propio descanso.

Pero también cuenta el boca a boca, y la verdad es que basta contrastar las ojeras de los conocidos que no han empleado el método porque aseguran que no se puede ser tan cruel con los niños o que con sus hijos no hay forma, con las de aquellos que parecen descansados y frescos después de haber memorizado cada párrafo del libro.

Y una vez leído, parece que el peso de todo el sistema se apoya en la rutina más que en “dejar llorar”. Sólo creando una rutina (que incluye la disciplina en los horarios, la diferenciación entre el sueño diurno y el nocturno, la cuna, los juguetes, etc) se puede infundir al niño la seguridad y confianza suficiente para lograr que se duerma sin necesidad de agotar el repertorio de nanas o de pasar largas horas acunando al bebé en brazos.

Lo que parece claro es que sólo la creación de esa rutina desde sus primeros días favorecerá el descanso de toda la familia y evitará recurrir al cruento llanto del niño desconsolado.

Como cualquier teoría, sólo importa su eficacia en la práctica (y en mi caso concreto, ser la excepción no me serviría de consuelo) supuesta la firmeza suficiente para no derretirme ante la primera amenaza de gimoteo.

Conste que en estos primeros días no voy por buen camino...

Todo un mundo de sensaciones
Elizabeth Fodor y Mª Carmen García-Castellón
Ed. Pirámide
Páginas: 376
Precio: 27,00€


Este libro pretende ser una guía para que los padres puedan ayudar a su pequeño a adentrarse en un nuevo mundo totalmente desconocido. Las autoras explican que la impresión que del parto se lleva un niño puede ser similar a la que nos llevaríamos nosotros si fuéramos secuestrados por unos alienígenas y llevados a vivir en Marte, con su atmósfera (si es que se puede hablar en esos términos), su gravedad diferente, etc. El esfuerzo de comprensión debe llegar en estos primeros seis meses a través de los sentidos, que es lo que comunica fundamentalmente al bebé con su entorno.

Para ello, se nos ofrece un completo resumen de juegos, técnicas y masajes propios para ir desarrollando la confianza del niño, facilitando su movilidad, su curiosidad y ganándonos su afecto desde el primer día.

Al final de cada capítulo se recoge una ficha resumen de estas actividades propuestas para el mes de que se trate lo que sirve como una estupenda guía esquemática para no olvidar nada. 

Y no es que uno pretenda aplicar todo lo que ha leído. Presumo que finalmente la iniciativa y la intuición paternas pueden resultar más eficaces, pero tener una base mínima (e incluso teorías contrapuestas) puede ser un buen punto de partida.


Prepárate Papá: una guía para padres novatos
Gary Greenberg y Jeannie Hayden
Ed. Grijalbo
Páginas: 240
Precio: 14,50€

Por último, una lectura más cómica en la que se ironiza con los miedos del padre, ese ser torpe que parece quedar apartado de la inicial relación madre-bebé pero que también puede aportar su grano de arena respecto del nuevo habitante de la casa.

Al padre novato se le trata de aleccionar en aspectos tales como la diferencia entre el hermoso aspecto de los bebés de los anuncios televisivos y el engendro que el ginecólogo le entregará en el momento del parto: Un niño amoratado, con la cabeza algo deformada, los ojos hinchados, tal vez cubierto de sangre y con una gruesa capa de vermix que le hace parecer un extraño ser de otro mundo.

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También explica de manera simple (no olvidemos que este libro está escrito para hombres) cómo sacar los gases al niño o cómo sostenerle sin que su cabeza se descuelgue como la de una marioneta. Cómo fabricar los primeros juguetes y cómo emplear al bebé como disculpa para evitar visitas a familiares indeseables (también nos alienta a comprobar cómo aumenta nuestro atractivo ante los ojos de todas las mujeres de mostrándonos como verdaderos padrazos). En definitiva, procura asegurar el papel del padre sin que su orgullo propio se resienta.

Para poder hacerse una idea de este libro, se puede consultar la página de la versión original (http://www.beprepared.net/).



Y esto es todo. Vuelvo a cambiar pañales y a olvidar todo lo leído y aprendido hasta ahora.

11 de julio de 2010

La hija de Robert Poste (Stella Gibbons)



¿Qué tenemos si unimos una novela rural inglesa, sus pasiones ocultas y su parte de brutalidad, con las novelas urbanas, mundanas y autocomplacientes de los años de entreguerras? La respuesta es fácil: La hija de Robert Poste. Dos mundos que raramente se encuentran, que más bien se evitan, pero que entran en contacto (ebullición más bien) para disfrute de los lectores

Veamos. La "hija de Robert Poste" (como se empeñan en llamarla los protagonistas de la novela, desdeñando su verdadero nombre, Flora) queda huérfana a la edad de veinte años. Ante lo escaso de la renta anual heredada decide vivir a costa de sus parientes. Para decidir con quiénes de ellos se instalará escribe una misiva a cada rincón de Gran Bretaña y espera a recibir los diversos ofrecimientos antes de tomar la decisión.

La última carta que envía es a una remota granja de Sussex llamada Cold Comfort Warm, precisamente el título original de la novela, habitada por unos parientes a los que no ha conocido hasta la fecha y que resultan los únicos que parecen aceptar su propuesta de acogerla bajo su techo. Pero el ofrecimiento llega envuelto en misterios que aún atraen más el interés de Flora. Ciertos derechos que le corresponden y alguna ofensa contra su padre parecen ser el origen de cierto sentimiento de culpabilidad hacia la joven al tiempo que se la teme.

Instalada poco después en la granja se encontrará con un panorama desolador. La casa es grande, descuidada y sucia. Sus familiares parecen más inclinados a la pendencia y la lucha por el poder de la granja que al trabajo en común. El ambiente opresivo, enrarecido y asfixiante viene presidido por Ada Doom, la tía de Flora, una extraña anciana, encerrada en su habitación, que tan sólo baja a las estancias comunes dos veces al año para llevar a cabo lo que denominan el “recuento”, una ceremonia, con tintes feudales, en la que la tía cuenta a los presentes para comprobar quiénes han muerto desde el último recuento.

Flora deberá enfrentarse a la palpable tensión sexual que parece alentar los movimientos de la mayoría de sus primos. El símbolo de esa represión sexual parece simbolizarse en una extraña planta, la parravirgen, a cuyo florecimiento se desatan las más bajas pasiones de la parte masculina de Cold Comfort Warm. Flora es una joven resuelta y dotada de una firme voluntad por lo que al poco de llegar decide tomar resoluciones firmes para cambiar el estado de las cosas enfrentándose incluso a la tía Ada si fuera necesario.

Si logra o no su objetivo y las artimañas que teje con tal fin quedarán de momento ocultos pues en ellas reside gran parte del interés de la novela. Bástenos saber que los actos de Flora se inspiran en su habilidad para diseccionar los verdaderos sentimientos de sus familiares, sepultados bajo una capa de bestialidad que el ambiente parece propiciar y en las sabias máximas recogidas en El sentido común de índole superior del Abbé Fausse-Maigre. Estas máximas son buena prueba del sentido crítico de la autora contra una literatura moralista aún pujante desde los tiempos victorianos.

Stella Gibbons publicó esta obra en 1932 después de haberse dedicado durante varios años al periodismo en el Evening Standard. De esta época conserva su habilidad para las frases directas y sencillas, su estilo desenvuelto y el ritmo trepidante de la acción. Pero, por encima de todo, Gibbons, destaca por su ironía irreverente. No creamos que esta cosmopolita mujer se pone de parte de Flora en su esfuerzo por civilizar el mundo rural y tenebroso que envuelve a la granja. Antes bien, donde su ironía brilla de manera más elegante y fina es precisamente cuando la emplea en poner en evidencia el mundo de las fiestas londinenses, su frivolidad, el papel de las mujeres en esos ambientes y las intrigas para conseguir un buen matrimonio (no necesariamente un buen marido).

La ironía y el humor de Gibbons se derrama en todas direcciones. Ridiculiza el primitivismo rural, pone en evidencia a sus contemporáneos, a los estirados intelectuales, a los predicadores, a quienes reprueban los métodos anticonceptivos, en fin, una lista interminable.



Y la ironía bien entendida comienza por uno mismo, así que Gibbons se pone a ello. En la dedicatoria del libro (a un ficticio caballero llamado Anthony Pookworthy, trasunto del novelista Hugh S. Walpole con el que la periodista mantuvo serias diferencias) afirma: “he empleado cerca de diez años de mi vida creativa en las tareas vulgares y carentes de sentido propias de los trabajos periodísticos. Sólo Dios sabe el efecto que semejantes ocupaciones habrán tenido en mi producción de verdadera literatura.” Pero la burla va un paso más allá y para facilitar que el lector encuentre aquellos pasajes que la propia autora considera más “literarios”, al igual que la guía Baedeker, señala con una, dos o tres estrellas los mejores párrafos, aquellos en los que su pluma brilla con luz propia; el resto habrá de suponerse mero esbozo de escaso interés.

Sus disparos alcanzan también al mundo intelectual del Londres de su época no quedando bien parados los miembros del Círculo de Bloomsbury o aquellos otros excéntricos que tratan de escandalizar a la sociedad con sus teorías o su conducta. Así, crea la figura de Myburg, escritor londinense residente temporal en un pueblo próximo a la granja que trata de cortejar a Flora y cuyas obsesiones sexuales le colocan de hecho al mismo o más bajo nivel que el de la mayoría de los rústicos aldeanos que le rodean y a los que desprecia.

Myburg está embarcado en la escritura de un libro sosteniendo una curiosa teoría sobre las obras de las hermanas Brontë. Según sus investigaciones, apoyadas en unas cartas recientemente descubiertas, el alcoholismo de Branwell no era sino una estratagema para ocultar el de sus hermanas. Con similar fin, las obras que él escribía se publicaban a nombre de las hermanas. Se cree que este personaje (y su perversa idea de las relaciones amorosas) es una burla sobre D.H. Lawrence pero sirve principalmente para conectar la trama de La hija de Robert Poste con Cumbres Borrascosas, obra con la que comparte numerosos elementos, salvo la mirada irónica e irreverente, claro está.

La Literatura parece, por tanto, uno de los principales nutrientes de esta novela ya que, igual que ocurre con el Quijote (no nos alarmemos, las distancias son evidentes), toma elementos de aquellos géneros que la autora desea ridiculizar y con su sentido del humor los pone al descubierto ridiculizándolos.

Esta obra pasa por ser una de las novelas más divertidas de la Literatura inglesa del siglo XX y su éxito inmediato llevó a Gibbons a una fama y reconocimiento de los que aún goza en los países anglosajones, pese a que no volvió a repetir semejante éxito con sus obras posteriores de similar estilo. Sin embargo, no creo que por divertida el lector deba esperar una comedia desenfrenada que levante carcajadas que entorpezcan la lectura. Más bien el divertimento vendrá de la mano de eso que algunos conocen como “humor inglés” y que aunque no sepamos definir nítidamente consiste, entre otras cosas, en combinar situaciones cotidianas con grandes absurdos, un generoso recurso a los juegos de palabras e ingenio, oponer nuestras ideas y costumbres al filtro de la ironía y, en definitiva, tomarnos un poco menos en serio.



Lo que Stella Gibbons no pudo vislumbrar fue que, pese a que su novela transcurre en un futuro próximo a la fecha de su publicación, la Inglaterra real de finales de los años treinta y comienzos de los cuarenta viviría trágicas escenas bajo los bombardeos nazis que se llevarían por delante gran parte del mundo que describe. Los lectores actuales apenas pueden sentirse identificados con el ambiente recreado por Gibbons lo que no impide que saquen provecho de su lectura.

Impedimenta ha preparado una espléndida edición de esta novela con un breve prólogo y traducción de José C. Vales. Por lo general, un traductor debe pasar inadvertido (aunque entiendo que no todos opinarán del mismo modo) logrando que el lector apenas perciba que el texto que lee ha sido escrito en idioma diferente al que tiene ante sus ojos. Sin embargo, en ocasiones es preciso que el traductor (a veces también el editor) salga a la luz para aclarar determinados aspectos que, de otro modo, pueden resultar confusos o dificultan la comprensión y disfrute del texto. Por ejemplo, gran parte del humor de la novela reside en la elección de los nombres de sus actores o de los lugares. En este caso, Vales ha sabido aportar las pinceladas necesarias para lograr ese propósito, aclarando algunos juegos de palabras o precisando aspectos familiares para los lectores de su tiempo, no para los actuales, evitando un protagonismo que corresponde a un texto que, por otro lado, ha sabido traducir de un modo que Flora habría descrito con sus propias palabras como “encantador”.


27 de junio de 2010

El maestro y Margarita (Mijaíl Bulgákov)


En los duros años treinta, la URSS vivía envuelta en un ambiente de grisácea pobreza y miedo atenazante. El hambre causaba estragos y era empleada como arma política para la eliminación de enemigos de la Revolución -reales o imaginarios- como el campesinado ucraniano. La delación era un temor con el que había que convivir: todos sabían lo que suponía una citación de la policía pero nadie era capaz de averiguar los motivos de la misma. La paranoia de Stalin impulsó unas purgas que acabaron con millones de ciudadanos encarcelados, expulsados del país o condenados a muerte en uno de los episodios más sanguinarios de la historia del siglo XX.

Pero todos estos sufrimientos quedaban justificados como medio para alcanzar una nueva sociedad. Ese nuevo mundo requería crear paradigmas propios en todos los órdenes de la vida y acabar con cualquier rémora del pasado. Nuevas leyes, nuevas reglas sociales, nueva forma de producción, nueva educación, pero también un nuevo Arte, alejado de los parámetros burgueses. Un Arte que reflejase ese titánico esfuerzo por imponer los ideales del Comunismo y que diera cuenta de la cruenta lucha que se estaba llevando a cabo. Había nacido el realismo socialista.

Sin embargo, bajo esa capa de oficialismo inmovilista, un escritor conocido fundamentalmente por su dedicación al teatro, trabajaba con ahínco en una obra que contravenía todo lo que se movía a su alrededor. Lo que escribía subvertía el orden vigente; desde las premisas artísticas del Estado a las posturas sociales más ortodoxas. Una obra que criticaba la opulencia de unos pocos, la docilidad de la clase intelectual o el adoctrinamiento de los literatos y que cuestionaba de manera radical ese principio de realismo y de finalidad aleccionadora e instrumental que se atribuía a cualquier manifestación artística. En definitiva, se trataba de una obra burguesa que es la etiqueta que justificaba la exclusión de los desafectos al Régimen.

Y es que Mijaíl Bulgákov escribió una novela fantasiosa, en ocasiones próxima a la fábula infantil, en otras a los relatos góticos, enormemente corrosiva, tremendamente divertida y eminentemente inútil (al menos, inútil a los ojos de un censor soviético). No es de extrañar que hasta 1966 no viera la luz en una versión mutilada por la censura. Habían transcurrido veintiséis años desde la muerte de su autor, pero la fama de este libro sólo ha crecido desde entonces, trascendiendo a su época y siendo una referencia para lectores de cualquier pelaje.

Nada sabemos de los motivos que impulsaron a Bulgákov a dedicar su talento a esta novela desconcertante puesto que no debió albergar duda alguna sobre la imposibilidad de su publicación. ¿Escribió para la posteridad sabiendo que la locura de los líderes siempre es transitoria y que antes o después habría un cambio que favorecería su publicación? Tal vez.

Prefiero pensar que El maestro y Margarita fue escrita a impulsos de su ironía, regocijándose en las desternillantes escenas en las que sus personajes trastocaban todo el orden anodino de las calles moscovitas, haciendo saltar por los aires la dictadura de lo real y razonable. En su ensueño, ejecutó su cruel venganza por el rechazo de Stalin a su solicitud de salida de la URSS, por su apartamiento de la vida pública y el riesgo constante de ser deportado. Bulgákov no emigró a tierras extranjeras como tantos otros, su refugio y exilio fueron su imaginación y su talento. Bulgákov escribió varias versiones de este libro y no la dio por finalizada, por lo que la versión final fue concluida por su esposa.


Pero, ¿qué narra la historia de El maestro y Margarita? La trama conductora es muy sencilla: el Diablo y una pequeña comitiva estrafalaria -incluye por ejemplo a un gato que se comporta como un hombre, o tal vez, un hombre con apariencia de gato- llegan a Moscú y allá por donde pasan se suceden los más inverosímiles acontecimientos. Arden las casas, el dinero pierde su valor convertido en etiquetas de botellas de vino, honorables ciudadanos aparecen repentinamente en Yalta o Leningrado, hermosas damas se convierten en brujas con escoba voladora, ...

En torno a esta trama principal se agrupan otras dos narraciones. La primera es la historia de amor entre Margarita y un escritor algo mayor que ella cuyo manuscrito sobre la vida de Poncio Pilatos ha sido rechazado por las editoriales moscovitas llevando casi a la locura al autor. Igual que Bulgákov quemó el manuscrito con la primera versión de esta novela, en una autoparodia, el maestro quema su manuscrito. Pero en la novela, reino de la imaginación, Voland entrega una copia intacta al maestro evitándole así el trabajo que le supuso a Bulgákov reescribir toda la obra. 

Margarita es elegida por Voland para acompañarle en el Gran Baile del Plenilunio Primaveral, una fiesta que cada año se celebra en un lugar diferente y al que acuden unos invitados bastante especiales. En agradecimiento al papel de Margarita en dicho acontecimiento, Voland –como un pequeño genio embotellado- concede un deseo a la joven, que no es otro que el de reunirse nuevamente con el maestro rescatándole así del sanatorio y reencontrándose felizmente.
l tercer hilo argumental lo forman pasajes de la novela del maestro: la historia de Poncio Pilatos, de su encuentro con el vagabundo Ga-Nozri al que no se atreve a salvar de la condena a muerte que le propone Caifás pese a creerle inocente.

Estas tres tramas se entretejen a lo largo de las páginas de El maestro y Margarita si bien la historia de Poncio Pilatos, aunque bien construida y en un estilo realista muy diferente al del resto, parece algo ajena al conjunto de la novela. Hay quien sostiene que la figura del tribuno romano es una referencia al propio Stalin pero no se terminan de ver elementos suficientes que acrediten dicha opinión. Más bien creo que actúa como contrapunto de la historia sobre Voland ya que, al igual que Bulgákov nos ofrece una peculiar visión de Satán, también la figura de Jesús resulta más humana y menos mística que las hagiografías al uso.

Y es que Voland es un Satanás un tanto especial. No se puede negar que resulta simpático. La mayor parte de sus felonías las cometen sus secuaces, pero más a modo de juego infantil y caprichoso que con maldad. Asaselo, Koróviev y Popota se divierten burlando a las milicias, irrumpiendo en una tienda para extranjeros con el ánimo de comprar un arenque o incendiando apartamentos llevando hasta el límite de la locura a quienes se cruzan con ellos. Es éste un diablo particular que no busca especialmente el mal y que, con su poder, parece impartir una cierta justicia poniendo en evidencia a los mezquinos burócratas que se cruzan a su paso. No es por tanto un remedo del Fausto de Goethe (aunque de él tome muchos elementos), sino una creación original y propia de Bulgákov.

La edición de Debolsillo se inicia con un prólogo de José María Guelbenzu que ayuda a poner en contexto esta obra y que facilita el inicio de la lectura dejando cumplida constancia de su admiración por esta obra. La traducción de Amaya Lacasa aporta los matices suficientes para disfrutar de esa mezcla de estilos y técnicas que se conjugan en El maestro y Margarita y que abarcan desde el realismo a las imágenes más poéticas.

El epílogo esconde una brillante ironía, una cruel burla al tiempo en que fue escrita. Al hilo de las investigaciones policiales abiertas para esclarecer los motivos del desbarajuste caótico que se ha adueñado por unos de días de Moscú, se adereza una versión asumible en los informes oficiales. Donde hubo masas caminando por las calles con lujosos vestidos o con los bolsillos repletos de dinero que luego desaparecía, encontraron meros ejemplos de hipnosis. Donde las personas eran transportadas a miles de kilómetros sin saber cómo, realmente se estaba ante actos de desaprensivos amigos del vodka. Todo tiene explicación. Los propios afectados asumen su parte de culpa, firman confesiones y creen la versión que se les presenta ante sus ojos. Un claro remedo y burla de las purgas de Stalin en las que muchos de los ejecutados confesaban cualquier tipo de culpa, no siempre gracias a la tortura como señala Vasili Grossman en Todo fluye.

Así, El maestro y Margarita concluye como lo que es, un brutal desafío al realismo socialista. Ridiculiza a las milicias, al espionaje de las vidas privadas, a quienes dudan de la existencia de lo inmaterial,... Es un desafío y un alegato a favor de la imaginación más desbordante, un homenaje al romanticismo y al lirismo. Y ello, ¡gran provocación!, olvidando que toda obra debe responder a una finalidad clara, ser un eslabón más en la cadena que nos lleva al hombre nuevo, una lección para el pueblo. No, El maestro y Margarita no enseñó nada al pueblo soviético puesto que no pudo ser leída en su momento. La pregunta es si aún hoy podemos aprender algo de su lectura; y la respuesta será evidente para todos los que hayan disfrutado de estas páginas.