12 de mayo de 2015

Praga Mágica (Angelo Maria Ripellino)


Como cada mañana, los turistas pasean por la Plaza de la Ciudad Vieja, hacen tiempo contemplando la torre del Ayuntamiento o las agujas de la iglesia de Tyn, esperando a que el reloj astronómico despliegue su paseíllo de autómatas. Una vez concluido el espectáculo las masas se dividen, unos suben por Paritska a poner piedrecitas sobre la lápida del rabino Lów o a tocar las paredes eternas de la Sinagoga Vieja-Nueva, tratando de aspirar el aliento que insufló vida al Golem.

Otros dirigen sus pasos al pétreo desfile de santos y santas que pueblan como almenas el Puente de Carlos, rindiendo homenaje al patrón de la ciudad, San Juan  Nepomuceno, cuya estatua amenaza ruina inminente con el sobeteo de quienes dicen querer volver a la ciudad.

Finalmente, a pie por Malá Strana, o en autobús los más cansados, llegarán a las infinitas salas y pasadizos del castillo, a sus hileras de ventanas idénticas para adivinar cuál fue la que se abrió para la célebre defenestración de 1648, o para asomarse al patio que guarece la portentosa catedral de San Vito.

Y con las primeras luces del atardecer, la mayoría de los turistas abandonará la ciudad para continuar su paseo de capitales imperiales, joyas centroeuropeas, el esplendor de la vieja Austria o como quiera que los imaginativos publicistas de las mayoristas del viaje y el ocio bauticen estos tour exprés.

Pero Praga no queda abandonada a su suerte, a la espera de un nuevo día y de nuevas hordas. Pese a su fama de teatro y mágico escenario, Praga palpita. No guarda reparo en ofrecerse abierta de par en par a cuantos llegan a ella. A vender sus estatuillas de pequeños monstruos de arcilla movidos por la palabra Emet (         “verdad”) o Met (“muerte”), a ofrecer sus espectáculos de treinta minutos de teatro negro, a vender sus cervezas y longanizas en portales de Celetná o a sacrificar su memoria vendiendo una calle en la que nunca vivió Kafka y de la que nunca brotó el oro. Incluso se vende la quincallería de los cercanos tiempos de la ocupación de la URSS, sus medallas y emblemas, hoy tirados sobre las mantas de un mercado callejero, tal vez junto a un macizo candelabro de siete brazos (aunque quizá haya perdido uno de ellos).


Porque si algo ha aprendido el pueblo checo y los praguenses, es que su tierra es visitada, cruzada, expoliada, sacrificada, anhelada o vituperada. Que quienes llegan a ella quieren arrasar con lo que hay, vaciarla de contenido y poseer su espíritu, y han aprendido a resistirse del modo en que ellos lo hacen, quedamente, sin resistirse, sin alterarse, dando lo que aparenta valor y protegiendo lo que lo tiene, haciendo suyos a los invasores y conquistadores, inoculándoles su veneno para que se conviertan en los primeros praguenses.

Pero el precio es alto. Para muchos praguenses el exilio fue un modo de vida que creó una extensa literatura medieval y renacentista, basada en la idea del peregrino, el itinerante que parte de Praga y viaja sólo para volver a ella, para soñarla en la distancia y hacerla en sus sueños mejor de lo que es. Esas primeras ensoñaciones de una ciudad que a veces se odia y a veces se ama, dejaron una marcada tradición que aflorará en cuanto tenga oportunidad.

Tan hija de Praga resultará la Sinfonía del Nuevo Mundo como Mi Patria, tan lejos pero tan cerca. Esa idea de laberinto cretense, de búsqueda imposible es la que acometerá el bueno de Svejk en su periplo de tabernas, o el propio K a la búsqueda del modo de llegar al Castillo.

Será en los tiempos de Rodolfo II cuando la Corte de Praga alcance su cénit. Educado en la corte de Felipe II, Rodolfo entra en combustión a su llegada a Praga, quemado por la comezón de la extravagancia, lo quimérico y lo oscuro. A su Corte acudirán, llegados de toda Europa, los alquimistas y cuentistas, los agoreros y visionarios, los artistas de todo rango y valía, seguidos por los chamarileros más hambrientos. Todos ellos prometerán fortunas y glorias buscando la suya propia, muchos ascenderán ante el voluble carácter del monarca pero pocos permanecerán en la estima soberana.


A la caída de Rodolfo II todo se desmorona y sus impresionantes colecciones, como el gabinete de maravillas, sus obras valiosas o las meras curiosidades llegadas de todo el orbe serán desperdigadas, vendidas y subastadas, robadas por los suecos o expatriadas a Viena, sede del nuevo poder.

Poco después, la derrota de la Montaña Blanca, a las puertas de Praga, traerá consigo la caída definitiva de cualquier aspiración a recuperar la independencia cediendo ante la católica Austria la supremacía de un Imperio que se envolverá en los inciensos de la Contrarreforma para someter a Praga. El barroco será su arma y cubrirá de cúpulas las calles de la ciudad, en claro contraste con el caos gótico o la melé del Barrio Judío.

Pero los invasores pronto serán secretamente conquistados, la humedad del Moldava trepará por las tapias de sus palacios y conventos y lo estrafalario, lo excesivo volverá a asomar adueñándose del Barroco haciendo de él una nueva seña de identidad de la Praga vencida.


Las estatuas gigantes del Puente Carlos, con sus rasgos transfigurados, su enfebrecida pose, el Loreto con sus siniestras reliquias o la proclamación de San Juan Nepomuceno como santo protector, todo ello conspira desde el silencio para imponer la terquedad praguense, falsa en su mansedumbre, constante en su desafío.

Pocos espacios urbanos como el gueto de Praga simbolizan ese espíritu que mezcla leyendas con mitos para hacer de la realidad un cuadro expresionista como muy bien supo entender Meyrink. El barrio judío, Josehov, fue creciendo hasta alcanzar una densidad de población que rozaba la insalubridad y, tal y como ocurría en su célebre cementerio donde las tumbas crecían sobre tumbas más antiguas.

Así, las habitaciones surgían sobre aleros, los corredores se abrían a patios interiores que cobijaban nuevas viviendas en un ambiente sucio y viciado, con callejas sin salida, vías estrechas y materiales de derribo. En ellas no solo vivían los judíos sino muchos buhoneros, ropavejeros, maleantes que rondaban los locales de mala nota entre ortodoxos fieles que salían de las sinagogas fingiendo no ver nada.

Este símbolo, reflejo de la amalgama de la ciudad, fue barrido por el espíritu del siglo XIX, por un urbanismo que abrió espléndidas avenidas como un cuchillo directo al corazón de un tiempo que no volverá pero que permanecerá en el espíritu de toda la ciudad, no sólo en el Golem. De ese caos habitacional, de esa ruina que nunca termina de materializarse se hicieron los escenarios que recorre Josef K en busca de la Ley o las alocadas mentiras que inventa Hasek, para sus obras y, muy especialmente, para sí mismo, picaresco protagonista de la obra que fue su vida.

Ese vínculo espiritual con un pasado que no pasa es la garra de la madrecita Praga a que alude un Kafka agotado de huir sin llegar a ninguna parte, remedo de las novelas laberínticas de vagabundos y peregrinos del Medievo.

Y ese destino parece repetirse una y otra vez. A la ruptura del Imperio Austrohúngaro, la nacida República de Checoeslovaquia será asaltada por los nazis, liberada por las tropas soviéticas y vuelta a someter por sus supuestos salvadores como relata Bohumil Hrabal en su  espléndida novela Yo que he servido al Rey de Inglaterra o como reflejará con  tristeza irónica Kundera en su vibrante La broma.                

Porque llegamos a nuestros días y pese al atrezzo kitsch o la concesión al turismo fácil, si se rasga el velo y apartamos al anciano pordiosero cuyas pulgas conoce por su propio nombre, vislumbraremos la gran puerta custodiada por un guardián portentoso que semeja las figuras trentinas del puente  por excelencia, y veremos ese resplandor de latonero convertido en alquimista. Y siempre que queramos podremos cruzar esa puerta que se abre ante nosotros de la mano de Angelo Maria Ripellino y su soberbia Praga mágica (Julio Ollero Editor Ed. 1991) cuyo espíritu anidará en el lector tras adueñarse del alma de Praga.


Decir que su conocimiento sobre Praga, su historia, su urbanismo, sus pintores, poetas o artistas es enciclopédico resulta claramente incierto. La enciclopedia es un esfuerzo titánico por traer luz y conocimiento, por hacer comprensible y ordenado lo que no es sino Naturaleza. Pero Ripellino surca mares confusos, entrando y saliendo de la leyenda para saltar en la biografía dudosa o en las fuentes más rigurosas con la alegría y placer de quien ama el objeto venerado, de alguien al que la realidad no le basta y trata de buscar esa conexión mágica entre mundos tan distantes como El desaparecido de Franz Kafka y el retrato de Rodolfo II de Arcimboldo.  

Su prosa es procelosa, como el curso de un río a punto del desborde, sugerente como las luces que ardían en las primitivas farolas de Nerudova. Pasear por sus páginas es hacerlo por la mente de un escritor que dedicó su tiempo a la crítica literaria y al ensayo pero que supo hacerlo con un ansia absorbente y hechizadora. Queda la recomendación hecha y todo dicho.  



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18 de abril de 2015

Poner Límites (Robert J. MacKenzie)




Sales del trabajo con prisa. En una calle, el semáforo cambia a ámbar e, instintivamente, aceleras. Sí, tienes prisa y no haces ningún daño. Todo el mundo sabe que no pasa nada, que lo que está prohibido es saltarse el semáforo en rojo. En la siguiente manzana, un coche de policía te adelanta, enciende las luces y te obliga a parar. Maldices y te sorprendes, no has hecho nada malo. El ámbar solo es una advertencia, un aviso, nada más.

Después de pagar la multa, llegas a casa, estás cansado y bastante enfadado. Tu hijo tarda en recoger sus juguetes, tarda en comer cada bocado y tú has perdido la cuenta de cuántas veces le has dicho, “recoge, me voy a enfadar si no lo haces, ya te lo he dicho muchas veces”, “si no cenas te vas a la cama directamente” y así infinitas veces sin que tus advertencias tengan el más mínimo efecto. Estallas, gritas, mandas a tu hijo a la cama sin cenar y luego te sientes mal. Pero tu hijo, mientras aguanta el rugido del hambre en sus tripas, maldice y se sorprende, no ha hecho nada malo. Los avisos son solo eso, una advertencia previa a la línea roja, nada más.

Ambos casos son paralelos pero nuestra percepción es totalmente distinta. Como padres, creemos ser justos y razonables explicando a nuestro hijo lo que debe hacer con suficiente antelación, le advertimos de las consecuencias de que no lo haga, le repetimos una y otra vez las normas y, en definitiva, lo único que hacemos es decir una cosa con nuestras palabras y la contraria con nuestros actos.

El niño no entiende que su crédito se agota tan rápido como nuestra paciencia. Escuchar infinidad de admoniciones y sutiles amenazas forma parte de su día a día, pero sabe que no significan realmente lo que se dice. No significan nada. Cuando la amenaza se cumple, el niño no comprende, ¡no ha habido aviso! ¡El castigo ha sido injusto! En definitiva, todo el objetivo pedagógico ha caído por tierra y es posible que la próxima vez nos cueste más lograr la colaboración del hijo. 

El Autor
Poner límites de Robert J. MacKenzie (Editorial Medici, 2006) es un libro en el que se explica qué falla en nuestro modo de establecer límites y cómo hacerlo mejor. Cómo lograr que nuestros hijos colaboren de una manera activa en aquello que se les pide y que no lo hagan por el temor a las consecuencias. Que éstas sean adecuadas a los fines buscados y que solo se apliquen cuando corresponde y no en función de nuestro humor. En definitiva, que no actuemos arbitrariamente y nuestros hijos se comporten adecuadamente sin vivir en una permanente zozobra, sabiendo con claridad cuáles son las normas y qué podemos esperar si no las acatamos. A fin de cuentas, parece lo mismo que esperamos de nuestros jefes...

MacKenzie es un reputado psicopedagogo y terapeuta estadounidense, experto en tratar casos de falta de disciplina grave y en reeducar a niños, mejor dicho, a sus padres.

En primer lugar, identifica las conductas que nos llevan a ese ritual de la advertencia, la amenaza, los gritos, las súplicas y demás variantes. Como se ha dicho, el mayor problema reside en que no somos capaces de transmitir con claridad qué esperamos de nuestros hijos. Los errores varían, desde la falta de concreción (“espero que no te acuestes tarde”), ausencia de firmeza (“me gustaría que hoy cenases rápido”), anuncio de consecuencias que no estamos dispuestos a cumplir (“si no recoges todos los juguetes se los voy a regalar a otros niños”) y así sucesivamente.

Una vez que conocemos todo aquello que no hacemos correctamente, es hora de dar los primeros pasos en la senda de la reconciliación familiar. Para ello, es fundamental que nos aseguremos de que nuestras normas son entendidas con claridad por nuestros hijos. Para ello sirven diversas técnicas como la verificación, es decir, una vez expresada una norma, pedir al niño que la explique con sus propias palabas. Puesta en práctica, he descubierto que lo que yo creía claro y meridiano, ha sido entendido al revés, provocando una indisciplina no buscada. Hacer converger ambos entendimientos es clave para comenzar de buen modo el establecimiento de normas básicas.

Otra técnica importante es la de las elecciones limitadas. Si al niño le preguntamos qué quiere para cenar, lo más probable es que elija algo que realmente no estamos dispuestos a servirle. Pero una vez que hemos dejado elegir, parece contradictorio negar la opción expresada. Lo que el niño ve es que le hemos engañado, para qué me preguntan si realmente no puedo elegir. Este tipo de ofertas abiertas se debe dar solo cuando el niño esté suficiente maduro para elegir sobre cada cuestión que se le plantee y cuando nosotros también lo estemos. Entre tanto, MacKenzie propone una alternativa: hoy para cenar puedes elegir puré de brócoli o huevos revueltos. Sea cual sea la elección del niño, es éste quien ha asumido la responsabilidad de elegir y tratará de ser consecuente con ella. Si al final hay reparos en la cena, será su exclusiva responsabilidad, pudo haber elegido otra cosa.


 Hay veces que la cosa no resulta tan sencilla, hay conflicto, hay riñas con hermanos, pataletas. No es momento de decir, “puedes calmarte y recoger todo lo que has tirado o tendré que recogerlo yo y guardarlo en el trastero durante una temporada.” Al igual que nos ocurre a los adultos, tomarnos un tiempo antes de decidir, calmarnos y sosegarnos sirve como válvula de escape. La técnica de la pausa sirve a este fin. “Puedes irte a tu habitación y quedarte tranquilo durante cinco minutos, cuando hayan pasado decidimos cómo resolver esta situación.”

Pero los límites no son solo para los malos momentos o para poner fin a conductas impropias, realmente sirven para aprender responsabilidad, para guiar y permitir que el niño experimente a su propio ritmo sabiendo en todo caso dónde se encuentra. Es labor de los padres el ir ensanchando esos límites según su hijo crece y adaptándolos a la madurez que éste muestra.

También sirven como vehículo para el aliento y reconocimiento a nuestro hijo. Siempre que el niño se comporte dentro de los límites deberemos reconocérselo, igual que si los sobrepasa deberemos actuar. Por ello, la coherencia de los padres es clave. Aquí llega el tan temido momento del ejemplo que damos a nuestros hijos. Decir que en casa no se grita a gritos, limitar las horas de dibujos animados mientras pasamos toda la tarde del domingo sentados en el sofá, delante del televisor. Y es que, lo queramos o no, nuestro ejemplo enseña más que todas las charlas que podamos tener.

Hoy en día parece comúnmente aceptado que los límites deben negociarse y que al niño se le debe permitir su discusión y puesta en duda porque, nosotros, como padres, debemos justificarlos y explicarlos para que el niño, por sí mismo, comprenda que debe aceptarlos porque son justos y adecuados.



MacKenzie se desternilla de risa desde la mesa de su despacho. Para él, los límites pueden negociarse, pero jamás en caliente. Las normas deben expresarse antes de ser violadas. Si creemos que el niño no debe levantarse de la mesa antes de terminar de comer, no podemos esperar a establecer dicho límite cuando el niño se levanta de la mesa por primera vez. Hay que decirlo antes, y es en ese momento cuando podemos negociar, por ejemplo, cuándo está permitido hacerlo. Ahora bien, una vez la norma está expresada y negociada, en el momento de la aplicación nunca se debe poner en duda y el padre no lo permitirá. La negociación quedará pospuesta para un momento en el que los ánimos estén calmados.

La norma debe ir acompaña, siempre que sea necesario o posible, de una consecuencia por su incumplimiento. En definitiva, no se trata de otra cosas que reconocer a nuestros hijos un derecho recogido en la Declaración Universal de los Derechos Humanos: no se puede imponer una pena que no haya sido fijada antes de cometerse la falta. Lo que no es de recibo es que, levantarse de la mesa antes de terminar la comida concluya en una advertencia, quedarse sin postre o no salir a jugar con los vecinos en función del buen o mal humor del padre. Las consecuencias deben ser, por tanto, conocidas de antemano, deben ser coherentes (¿qué tiene que ver levantarse de la mesa con no salir a jugar al parque?) y estables. Además, es preferible que la consecuencia sea inmediata en el tiempo (especialmente cuanto más pequeños sean los niños) y siempre limitadas en su duración (olvidar los castigos de pasar toda la tarde encerrado en la habitación, una semana sin salir a ver a los amigos o cosas similares). Es preferible un breve castigo de diez minutos sentado en una silla sin hacer nada y repetirlo cuantas veces sea necesario que un castigo apocalíptico.

El libro tiene capítulos especiales para niños con trastorno de déficit de atención, para los que los límites resultan aún más importantes que para el resto de niños dado que les permiten centrarse y sentirse más seguros. Para ellos sirve el método con ciertas adecuaciones para su especial situación.

También hay otro capítulo dedicado a los deberes y otro a las tareas domésticas que encargamos a nuestros hijos como parte del proceso de aprendizaje (y de echar una mano, para qué engañarnos).

También los adolescentes tienen su capítulo. Para ellos sirve todo lo dicho para niños más pequeños, la diferencia está en que el padre deberá jugar a agrandar los límites en la medida en que el hijo demuestre madurez, responsabilidad y confianza suficientes para asumir sus propias riendas.

El libro concluye de un modo muy americano, proponiendo un plan de ocho semanas para llevar a la práctica todo lo enseñado y lograr convertir a un futuro delincuente juvenil en un tierno querubín. Pero...


Hay algo raro en este libro. Tomemos como ejemplo el principio del capítulo tercero (“Cómo aprenden las normas sus hijos”): “¿Puede imaginar cuánto más fácil sería tener hijos si los padres no les tuvieran que enseñar sus normas? Intente visualizarse saliendo del hospital con su hijo recién nacido en brazos. Antes de marcharse, la enfermera le enseña una chapa en el talón de su  hijo y dice: “éste viene programado con todas sus normas y valores. Siempre sabrá exactamente cómo espera usted que se comporte. Y siempre hará lo que ustedes quieren. Se vestirá y se preparará para ir a clase puntualmente, tendrá buenos modales en la mesa, hará sus tareas y deberes sin rechistar y se irá a la cama sin remolonear. Lléveselo a casa y disfrútelo.”

Yo prefiero a mi hijo que a un tamagochi. Sí, me desespera y a veces pierdo los papeles, él se levanta de la mesa porque quiere darme un beso y me siento incapaz de mandarle  de vuelta a su sitio (bueno, no siempre, si es muy tarde soy un Zeus arbitrario e impredecible). Pero tener un hijo es un aprendizaje para ambos en el que vamos creciendo. Y a veces las normas no son lo más importante.

Los ejemplos pedagógicos que pueblan el libro de MacKenzie son también raros. El prototipo es un padre bondadoso que está tranquilamente tirado en su sofá viendo su programa favorito (imagino que un partido trascendental de la liga de beisbol) y que se ve molestado por su hijo que aparece de la nada. ¿Dónde estaba? Supongo que jugando solo, sabe que la norma es que papá no juega con él. Y aparece con la aparente única intención de estropearle el merecido descanso, con una disputa por una pelota con su hermano, porque hace ruido o porque quiere simplemente que su padre le acompañe al jardín a tirar a la canasta. Maldición. El padre manda a su hijo a que reflexione o le da la opción limitada pertinente: ¿qué prefieres, marcharte ahora a tu habitación y dejarme ver la tele o dejarme ver la tele y marcharte ahora a tu habitación?

Estos ejemplos, tan americanos ellos, hacen sentir cierta simpatía por estos niños que tratan de llamar la atención de sus padres. Pero estos, sin alzar la voz ni inmutarse, con un par de frases del tipo, “puedes devolverle la pelota a tu hermano o me veré obligado a retirártela hasta el próximo sábado” logran desmontar el complot contra su descanso. El niño vuelve más maduro y responsable mientras el padre se hunde de nuevo en el sofá.

Estas son las sensaciones contradictorias que el libro me ha despertado. Como mal padre, he decidido tomar gran parte de sus ideas y técnicas para aplicarlas cuando lo crea oportuno. Trataré de ser más claro en mis mensajes y realmente la idea de la verificación que he comentado anteriormente parece dar resultados. Pero, como regla general, mi casa no se convertirá en un campamento militar regido por una hoja de ruta tan clara como asfixiante.

Y sé que MacKenzie se retuerce de risa en la mesa de su despacho. Sabe que su método se toma o se deja pero no se puede aplicar solo parcialmente. Sabe que la constancia es clave y que si las cosas no funcionan como él dice que deben funcionar es solo porque no lo estamos haciendo bien.

Lo sé.  


 

29 de marzo de 2015

Los espejos que se miran (Felicidad Batista)



 Felicidad Batista es una autora que causa una profunda impresión. Aunque he llegado a ella gracias a la Generación Bibliocafé, en cuyos libros colectivos ha publicado diversos y espléndidos relatos, su actividad literaria no empieza aquí y ahora, sino que viene de lejos y se proyecta hacia el futuro.

Sus primeros pasos en las letras los da publicando diversos textos literarios en revistas de Venezuela, Argentina, Chile y Perú. Ha sido reconocida en varios premios como el Concurso Literario Gonzalo Rojas Pizarro o  el Concurso de Microcuentos Lebu en Pocas Palabras. También mantiene un blog de nombre imborrable Buenos Aires 1929 Café Literario.  

El siguiente paso resultaba inevitable, en forma de un libro bajo su entera responsabilidad en el que se diera fe de su talento y originalidad. Los espejos que se miran (Ed. Jam 2014) es una impresionante colección de relatos y textos breves, acompañados por la sutil presencia de las imágenes de Fuensanta Niñirola y con una edición a cargo de Mauro Guillén, demiurgo de la Generación Bibliocafé.

Y este paso es una apuesta valiente por la Literatura que ama Felicidad, por aquella que le emociona y que se cuela a raudales por sus páginas. Hay autores que llegan a la escritura por amor a lo que leen y se les nota. Pero lejos de remedar sus modelos, Felicidad Batista toma el lenguaje y unas referencias para convertirlos en una expresión propia que enraíza con una tradición y un modo de entender la Literatura con el que todo buen lector concordará.

Esto se aprecia en una vocación de estilo que homogeneiza los relatos que componen Los espejos que se miran, textos independientes pero en los que hay numerosos puntos en común.

Comencemos por el más evidente: gran parte de los relatos se ubican en un territorio imaginario de nombre Bórcor, un paraje de infinitas posibilidades que la autora sabe explotar. En él se desarrollan historias de amor encelado y crímenes imposibles; por sus costas y calles pululan marineros en tierra mareados por la añoranza de un mar que solo ven desde la orilla, o por personajes a la caza de un destino que parece aguardarles a cada paso pero que finalmente se muestra tan esquivo como su propia sombra.

Este Bórcor de Felicidad Batista goza de un clima privilegiado y una insularidad que tan bien conoce la autora pero en el que los elementos se tornan en ocasiones malencarados, donde la humedad corrosiva del mar se combina con la tormenta tropical embarrando los caminos y la mente de sus pacíficos habitantes.
 
Felicidad Batista
Pero este tributo al paisaje y, de alguna forma, a la Literatura latinoamericana, no está reñido con otras influencias entre las que destacan relatos ambientados en Edimburgo, Nueva York o el Berlín tan amado por Felicidad Batista. También las referencias literarias se expanden con ejemplos tan brillantes como un magnífico texto breve sobre Kafka en el que integra la memoria del escritor con esa incorporeidad y extrañeza que es consustancial a sus obras.   

Los personajes de Felicidad son valientes, no renuncian con facilidad a sus deseos e impulsos. Pero no es de extrañar dado que muchos de ellos son inanimados. Libros o fotografías toman la palabra y revelan su alma inquieta, antropomórfica. Otros muchos personajes son mujeres valientes, que luchan por romper convenciones, que luchan por sus hijos, por su propia felicidad y que, en muchos casos, deben partir de Bórcor para encontrarla o para tener la opción al menos.
  
El tiempo histórico de muchos textos se asienta en una indefinición metafórica. Incluso las referencias a un dictador parecen más bien evocaciones de un patriarca otoñal. En otras ocasiones, sin embargo, la realidad se hace evidente, como ocurre en el espléndido relato sobre los hijos desaparecidos durante la dictadura argentina. 

Otro rasgo distintivo de los relatos recogidos en este volumen es la imposibilidad de tomar nada por sentado. No es hasta las últimas palabras cuando termina de escribirse una historia y Felicidad Batista es maestra en ello, sabiendo dosificar la información o romper con quiebros la comodidad del lector amigo de dejarse llevar por argumentos rutinarios. Porque lo que aquí encontramos es auténtica Literatura, relatos en los que las primeras líneas tienden una trampa al lector que se debe dejar traer y llevar, zarandeándole y envolviéndole en las trampas de la ficción.

Tal vez Bórcor
Al igual que las hermanas del primer relato del libro, y del que éste toma su título, la Literatura actúa en ocasiones como un espejo en el que volcamos miedos y obsesiones, pero también nuestra ilusiones. La Literatura nos permite también rebelarnos contra lo que no nos gusta o incomoda, enmendar lo torcido o tomar revanchas. Es la oportunidad de convertirnos en creadores de vida y mundos y ése es precisamente el veneno que ha tomado Felicidad y que le llevará a nuevos proyectos.  

Para Felicidad, la Literatura es algo más que un espejo de la realidad, es un ejercicio de estilo, un rigor estético en el que encajan sus ideas y pasiones, de un modo coherente, solo fácil en apariencia. Porque sus textos tienen el apoyo de una técnica impecable, pero apenas apreciable (otra gran técnica) y que surge del aprendizaje de la lectura de grandes autores para lograr forjar un estilo propio y fluido.

Los espejos que se miran es una propuesta llena de historias hermosas, duras en ocasiones, siempre interesantes, que dan cuenta de un talento sobresaliente. No hay mejor recomendación para un libro que reconocer que, tras su lectura, se han vuelto las páginas a un principio y se ha vuelto a leer; y que en esa relectura, las palabras solo han ganado en intensidad, las historias no se han gastado, han crecido en matices y se han pegado para siempre al recuerdo como un liquen del rocoso Bórcor. 

 
 

8 de marzo de 2015

Bajo presión (Carl Honoré)



En cada época de la historia, en cada cultura, los padres han querido que sus hijos sean su espejo. En ellos han volcado sus miedos, sus traumas y sus ilusiones. Así, en la época puritana se criaba a niños temerosos de Dios, en los días de la Ilustración se pretendía escribir en los pequeños cerebros a modo de tabla rasa y en los tiempos de Esparta, solo el sacrificio y la milicia eran relevantes en la educación de los futuros ciudadanos.

No es por tanto de extrañar que lo que esperemos hoy por hoy de nuestros hijos sea que combinen creatividad al tiempo que obediencia, excelencia deportiva y académica. Queremos que nuestros hijos destaquen en varias aficiones por encima del resto, que nunca holgazaneen ni se interesen por aquello que no reporte un resultado cuantificable e inmediato. En suma, que sean tan competitivos y egoístas como lo es nuestra vida adulta, que tengan el mismo ritmo imparable y agotador que sus padres solo para reflejar la medida de su éxito.  

Pero si cada sociedad ha hecho de sus hijos un espejo, lo que diferencia nuestro tiempo de los pretéritos es que el número de hijos ha descendido concentrándose la presión en uno o dos vástagos a lo sumo y en que el poder adquisitivo ha crecido permitiendo desplegar una inversión inverosímil en nuestros cachorros. La idea de que todo es poco para mi hijo se ha impuesto y se debe tener mucha valor para negar en público la importancia de clases de chino mandarín para tu hijo de cuatro años ante padres que te miran con lástima porque condenas a tu pequeño al ostracismo social y a una segura vida de perdedor.  

Así que nos encontramos con las primeras generaciones de niños a los que se les organiza cada pequeño aspecto de su vida conforme unas pautas que no son las propias de la infancia sino las del mundo adulto, con una planificación tan a largo plazo que el rechazo en la solicitud de ingreso en una guardería se ha convertido para algunos padres, en particular en ciertos países, en una tragedia inconmensurable.

Carl Honoré ya exploró en Elogio de la lentitud los efectos del frenesí diario que nos autoimponemos y las tendencias que están surgiendo para serenarlo. Pero en su condición de padre estresado, ha vuelto su mirada al mundo de los niños para examinar con el mismo enfoque el papel que parecemos haberles reservado. Bajo presión (Ed. RBA, 2008) es el resultado de esta investigación que le ha llevado a revisar innumerables estadísticas, visitar diversos países y entrevistar a docenas de padres e hijos. El resultado merece la pena.

La idea de que la infancia es algo demasiado importante para dejarla en manos de los niños siempre ha gozado de gran predicamento. Por ello, pocos pensadores, filósofos o políticos se han abstenido de expresar sus ideas al respecto imponiendo sus propias normas. El resultado es la falta de libertad de los niños, aguzada en nuestros días por unos avances tecnológicos que intensifican el control hasta casi hacer desaparecer el ámbito privado del menor. Elegimos ropa, juegos, actividades extraescolares, deportes, sin contar con su opinión, sólo porque creemos saber mejor que ellos lo que les conviene y a ellos sólo les dejamos la posibilidad de aceptar ser teledirigidos o rebelarse de manera burda mediante violencia, agresiones o, más frecuentemente, pura apatía, dando así salida a una energía no canalizada y a la imperiosa necesidad de abrir paso a su propia personalidad.

Carl Honoré
Y es que tal vez los niños no nos estén pidiendo juguetes tecnológicos o nuevas películas de superhéroes, tal vez requerían un poco de pasar una tarde aburriéndose, frustrándose a pequeña escala, aprendiendo a superarlo a su ritmo y escala.

Pero nos empeñamos en ser directores de sus vidas dejándoles un papel secundario desde sus primeros pasos. La elección del jardín de infancia ya parece determinar nuestro gusto por sobreestimular a nuestros hijos enseñándoles una realidad competitiva en la que les premiamos por sus logros frente al resto. Todo ello cuando nuevos estudios están empezando a dejar muy claro que la estimulación temprana puede resultar contraproducente en algunos casos y claramente irrelevante en el resto.

Pero no por ello escapamos a los reclamos publicitarios de todo tipo de artilugios y juguetes que se nos presentan como herramientas para que nuestros retoños aprendan colores y números en varios idiomas, imiten cantos de animales o reciten pequeñas poesías antes de comprender lo que realmente están diciendo. Un juguete educativo parece contar con todas las bendiciones. Qué decir de los juguetes tecnológicos, de las tabletas y similares en los que el mantra de que es lo que les espera en el futuro parece hacernos olvidar que, realmente, toda esa tecnología habrá desaparecido antes de que ingresen en la vida laboral y que las habilidades que realmente necesitarán en un entorno tan cambiante e inestable serán precisamente las que este tipo de juguetes arrumba: imaginación, creatividad, capacidad evocadora, ....

Señala Honoré con gran ironía que a mayor inteligencia e imaginación aplicada al diseño y fabricación de un juguete menor inteligencia e imaginación requerirá del niño. Más aún, los padres atiborramos con este tipo de artilugios a nuestros hijos para luego quejarnos de que se quedan alelados frente a una pantalla, que no dejan el Smartphone o que la comunicación familiar ha desaparecido. Claro que para restringir el uso de la tecnología, los propios padres deberían dar ejemplo. El autor nos relata varias iniciativas que tratan de combinar la tecnología con la vida de una manera más razonable.

Este equilibrio es necesario porque, qué duda cabe, la realidad en que vivimos no puede ser obviada pero sí podemos enseñar a nuestros hijos (y aprender nosotros mismos) otras realidades no virtuales.

Pese a ello hay noticias alarmantes como una reciente que asegura que hasta hace poco, los universitarios británicos recurrían a medicamentos y drogas  para pasar una buena noche, ahora lo hacen para mejorar su rendimiento. La presión por los resultados académicos ha llevado a que muchos jóvenes sólo se vean valorados a través de los resultados obtenidos. Estudian para ser los mejores, no para mejorar su hipotético futuro laboral, sino porque de otro modo no se sienten valorados por sus padres.


Sin embargo, hay estudios en Estados Unidos que han demostrado que asistir a una Universidad de la Ivy League no equivale necesariamente a mejores salarios en la vida laboral. Precisamente, el círculo vicioso de la exigencia académica supone que los alumnos no se preparan para su futuro sino para los exámenes. Los mejores profesores no son los que mejor enseñan a los alumnos sino los que logran que estos obtengan las mejores calificaciones. El resultado son jóvenes muy profesionales y eficaces haciendo exámenes pero poco más.

El autor nos relata diversas experiencias alternativas que buscan experiencias más enriquecedoras, que priman el conocimiento frente al resultado, el sembrar la semilla de la curiosidad y las herramientas que la satisfagan, como la tan manida educación finlandesa o el método Reggio y similares, cuyas escuelas se están abriendo paso en zonas tan poco proclives como Corea del Sur o Hong Kong.

Pero los vientos del cambio llegan incluso a los procesos de selección de Universidades o de las grandes empresas. En el libro se relata cómo el MIT ya no da tanta importancia a las infinitas actividades extraescolares de sus aspirantes y sí atiende realmente a los intereses e inquietudes que no se pueden plasmar en un diploma o un curriculum.  

Por los mismos motivos, hay un movimiento a favor de la disminución de los deberes o de las clases particulares que restan a los niños tiempo para jugar, para reflexionar o que matan cualquier ilusión por aprender de manera espontánea y no programada. Porque a veces parece olvidarse que el hecho de que podarnos permitirnos pagar unas clases de piano y de alemán no nos obliga a contratarlas sin reflexionar si nuestro hijo las necesita o a qué debe renunciar por asistir a ellas.

Honoré prescribe más tiempo para pasar jugando con amigos o solos en casa, más autonomía y menos clases que pueden llegar a asfixiar incluso cualquier pasión creativa que creamos poder alentar con ellas.


Pero nuestra competitividad llega incluso al campo deportivo. Donde se supone que deben aprenderse las virtudes del esfuerzo, del juego en equipo y de la lealtad, es donde los padres más se muestran como verdaderos cafres o simplemente como energúmenos. En el libro se refieren abundantes anécdotas pero cualquiera que conozca a un entrenador de equipos infantiles habrá oído los lamentos sobre las presiones de los padres para que sus hijos sean alineados o las interferencias continuas en la labor del entrenador en el terreno de juego.

Por el contrario, en el libro se describe la experiencia de un equipo de hockey canadiense en el que se decidió que todos los jugadores, buenos o no tan buenos, jugarían por turnos el mismo tiempo, con independencia de que el resultado fuera adverso o favorable. Los tiros y las jugadas importantes se harían con el mismo criterio y no por el del mejor. El equipo lideró la liga de su categoría  varios años logrando combinar excelencia deportiva y la enseñanza de unos valores que se presuponen en el deporte.

Y cuando les damos todo a nuestros hijos, ¿qué es lo que pueden esperar de nosotros? Que les sigamos dando de todo. Para ello hay un ejército de publicistas empeñados en meter por los ojos de estas criaturas todo cuanto puedan desear sabiendo que pocos consumidores son tan pertinaces como ellos. Muchas veces nos habrá sorprendido ver algunos anuncios de productos para adultos en canales u horarios infantiles. La explicación es que muchas decisiones (p. ej. como la elección de un nuevo coche) viene determinada por los gustos de nuestros hijos.

Por ello, hay numerosas medidas que tratan de limitar la exposición publicitaria de nuestros hijos, pero de nada sirven si para nosotros el status se puede acreditar mediante la exhibición de la marca de nuestra ropa o del ritmo al que renovamos nuestros teléfonos.

Y es que el papel de padre nunca ha sido fácil. Cuando damos órdenes o imponemos límites, temblamos ante la rápida respuesta de nuestros hijos: “y tú, ¿por qué no lo haces?. ¡Porque soy tu padre y punto!”. No queremos ser autoritarios, pero exigimos obediencia. A duras comprendemos que los niños solo pueden ser niños cuando los adultos son adultos.

Y los adultos no queremos serlo. Nos preocupan tanto nuestros hijos que no les dejamos asumir riesgos, nuestros temores imaginarios son espoleados por los medios de comunicación que abren sus titulares con cualquier noticia en la que aparezca involucrado un menor. Como describe este libro, a mayor nivel de seguridad que experimente un país, mayor temor sienten los padres por sus hijos.

Pero los niños son duros, mucho más que sus padres. Honeré relata la experiencia de varias guarderías de Suiza y Escocia en las que los niños salen al bosque por la mañana y regresan por la tarde, llueva, nieve o haga calor. Los niños aprenden a andar con cuidado, a no tocar animales peligrosos o a hacer fogatas con apenas cuatro años. A protegerse del viento y a no quejarse, asumir la responsabilidad de nuestros propios actos. A ser adultos en un mundo que a los urbanitas nos aterra por mero desconocimiento. Y es una experiencia alentadora, emotiva.

Leyendo este libro uno parece olvidarse de que, en realidad, en nuestras ciudades viven muchos niños para los que todo lo aquí dicho no parece existir. Niños para los que no hay clases particulares, ni actividades extraescolares, niños sin presión por su próxima fiesta de cumpleaños, niños cuyos padres padecen penurias y que apenas logran ahorrárselas a sus hijos. También olvidamos por momentos las terribles noticias según las cuáles en España una alto porcentaje de niños puede hacer su segunda comida gracias a la merienda del cole. Para ellos no hay más presión que la que la propia vida les enseña cada mañana al ir a clase sin poder desayunar en condiciones.  Esta presión, sin duda, es más intolerable. Dicho queda. 

Pero si algo enseña Bajo presión  es que no hay lecciones universales en esto de la crianza. Solo debemos tener claro que no es necesario agotar cada brizna de potencial que creamos ver en ellos. Que nuestros hijos no son tan diferentes del resto (aunque a nuestros ojos sí lo sean y queramos que esto quede patente) pero que, al tiempo, son muy diferentes entre sí. Que aprendamos a respetarlos y les acompañemos no siendo tan egoístas. La paternidad, el parenting que ahora parece tan de moda, no es relevante. El protagonista es el niño, él es quien se expone a un mundo que no ha elegido y que no entiende, sobre el que tiene escaso control. Es él quien tiene el reto. Apartémonos y dejémosle que lo asuma con libertad y consciencia, que lo disfrute y logre los mejores resultados según sus habilidades y gustos.  




 

22 de febrero de 2015

Educar en el asombro (Catherine L'Ecuyer)




 Pasamos el primer año de la vida de un niño enseñándole a andar y a hablar, y el resto de la vida a guardar silencio y sentarse. Algo no funciona bien - Neil Degrasse Tyson


Cuando esperábamos al pequeño Pablo (que va camino de los cuatro años y medio) los artículos, revistas y libros que leía me enseñaban qué debía hacer un pequeño con dos meses, con seis meses, qué podía esperar y, sobre todo, cómo debía ser como padre. Cualquier desvío de la senda trazada podía tener fatales consecuencias. Si el niño no gateaba lo suficiente podía ver dañado su sentido del equilibrio para toda su vida. Si el niño no comía determinados nutrientes esenciales podríamos estar limitando los minerales que su cerebro precisa para generar las sinapsis que, de otro modo, ya no se crearían comprometiendo su desarrollo futuro.

Pese a que todas las recetas parecían gozar de un amplísimo respaldo científico, no siempre eran coincidentes, más bien, se posicionaban en extremos opuestos. Dejar llorar a un niño en la cuna le puede crear un profundo trauma, un síndrome de abandono que lastrará su personalidad hasta su último día. Claro que, atender al niño cada vez que nos reclama puede crear un adolescente  incapaz de sobrellevar la frustración, siempre presto a dejarse influir y a no ejercer la responsabilidad que toda vida adulta supone.

Uno mismo  va saltando de una teoría a otra e, inevitablemente, tu pareja hace lo propio pero nunca en la misma dirección ni en el mismo momento. Cuando uno toma el camino de la flexibilidad, el otro parece preferir el rigor y la disciplina haciendo las delicias del pequeño que siempre encuentra un hueco por el que salirse con la suya pero dejándole también confuso sobre qué se espera realmente de él. Normal que ahora, cada vez que padre y madre opinamos algo distinto sobre qué comer, si salir a dar un paseo o al parque, el pequeño Pablo diga “a ver, yo organizo” y siempre decida con bastante buen criterio. Algo bueno le hemos enseñado a fin de cuentas.

De todo se aprende y la experiencia es un grado. Nos hemos adaptado bastante bien y la cosa parece funcionar, como la máquina del movimiento perpetuo, de forma inexplicable pero sin demasiadas dificultades y sin tener que recurrir a más opiniones de expertos.

Pero como buen humano, gusto de errar infinitas veces. Así que, cuando llega la hora de dar la bienvenida a una pequeña que haga compañía a Pablo (en breve dejará de ser el pequeño por derecho propio), vuelvo mi mirada nuevamente a los libros y a lo que pueda aprender para disfrutar de la experiencia de la paternidad.

La diferencia que me aporta la veteranía es que ya no quiero que me expliquen qué puedo hacer por mi hijo, cómo estimularle o a dónde llevarle. Pablo me ha enseñado que sólo necesita que le acompañe en la vida con algo de sentido común; el estímulo, la imaginación y el modo en que se desarrolla lo marca él, tan difícil de encasillar (por otra parte, como ocurre con cualquier niño) en nuestras simples categorías. Pablo no ha tenido pesadillas a los tres años ni problemas para dormir solo y a oscuras desde sus primeros meses. A cambio, para él, la etapa del “¿por qué?” no es una fase más del desarrollo sino un modo de vida en el que la variante “¿Qué pasa si....” apenas sirve para aliviar nuestro dolor de cabeza ante una inquisición constante.

Lo que ahora busco en mis lecturas son libros que me cuenten lo que ya sé, que confirmen lo que Pablo me ha enseñado, que no me digan cómo criar niños perfectos puesto que nunca seré un padre perfecto.


Educar en el asombro (Ed. Plataforma Editorial 2012) de Catherine L´Ecuyer se abre con una cita excelsa de G.K. Chesterton que expresa y resume todo lo que he visto y aprendido en estos cuatro años y medio:


Cuando muy niños, no necesitamos cuentos de hadas, sino simplemente cuentos. La vida es de por sí bastante interesante. A un niño de siete años puede emocionarle que Perico, al abrir la puerta, se encuentre con un dragón; pero a un niño de tres años le emociona ya bastante que Perico abra la puerta.

 
Para la autora, el asombro es el motor que todo niño lleva incorporado y, tal y como se desprende de la cita anterior, este asombro siempre está presente (también en los adultos) si bien en cada momento su origen puede variar. La clave está en saber apurar esas etapas.

Según la tesis de este libro, el niño no precisa de más estímulos, excitaciones o enseñanzas que las que él mismo se procura en su desarrollo normal, las que él demanda, no las que nosotros le ofertamos. Y esto aplica a todos los aspectos de la educación y formación del niño.

Una de las mayores contradicciones de nuestro concepto actual de crianza tal vez sea el modo en que hemos ido reduciendo la infancia empujando a nuestros hijos a la edad adulta al tiempo que los adultos nos resistimos a vivir como tales, creyéndonos por siempre jóvenes y resultando realmente  infantiles.

La Autora
Este adelantar etapas sin respetar el ritmo natural de la infancia supone que los niños estén expuestos a estímulos para los que aún no están preparados privándoles de experiencias que les sirven para madurar y asentar su personalidad, sus preferencias. Como pensaba Chesterton, contar el cuento completo a un niño de dos años nos deja sin recorrido para cuando cumpla seis años. Cuando dejamos a los niños saturados de información, de estímulos, ahogamos su asombro, matamos su curiosidad. Niños a los que no les vale lo que se les da porque siempre necesitan más, ansiosos y, en definitiva, aburridos y desengañados antes de tiempo.

El ejemplo clásico son los dibujos animados que ven los niños de 2-3 años, cuyo ritmo de cambio de escena y de salto de imagen es frenético. En la realidad, no existen esos saltos, el flujo es continuo y no hay cambios abruptos. Pero los niños acostumbrados a esos saltos bruscos cada pocos segundos terminan por necesitar ese tipo de estímulo que la rutina no les puede ofrecer. La prodigiosa plasticidad de nuestro cerebro de la que ya hablamos en su día, comienza a jugar en nuestra contra.

Por ello, pocas cosas resultan menos necesarias en la educación de un niño que  los programas y cursos de estimulación temprana. No se ha demostrado su eficacia, al contrario, hay pruebas que ponen de manifiesto que pueden saturar la atención de los niños dificultando su desarrollo posterior y, en todo caso, lo único que es cierto que estimulan es el bolsillo de sus patrocinadores.

El aprendizaje, para ser fructífero, debe brotar del interior del niño, responder a sus necesidades y sus intereses, no venir impuesto desde fuera. De ahí la importancia del asombro como fuerza motora. Si el niño no siente interés por lo que le contamos, no hay nada que hacer. Cómo lograr hacer surgir la chispa que prenda en su atención forma parte de la habilidad de padres y maestros.

Uno de los mejores modos de que un niño aprenda es a través del juego libre, el que no está organizado por los adultos, el que propicia la libre asociación, la imaginación, la simulación de roles, la asimilación de normas de convivencia y el que mejor estimula el aprendizaje de los niños, más aún si juegan en compañía de sus padres. De este modo, y a través de la prueba y error, los niños van desarrollando sus habilidades sin necesidades de sentarles delante de una pantalla.

Para eso hay que luchar con la angustia de todo padre que confunde ese juego libre con la holgazanería, con el tiempo no productivo, creyendo preferible que su hijo esté delante del ipad coloreando que haciéndolo con una pintura de cera de toda la vida. Más limpio, sí, menos interesante y motivador, también. 

También debemos luchar contra la tendencia natural en nuestros días de no imponer límites o no hacer cumplir los que hemos fijado. Ya es comúnmente aceptado que los límites coherentes y razonables sirven para que el niño tenga un marco definido en el que actuar a cada edad. Los padres deberán ir ampliando esos límites según madura su hijo de manera que éste conserve ese asombro por lo que se va abriendo ante él. Un niño sin límites (o uno con límites asfixiantes) no es un niño feliz sino uno que ha perdido la capacidad de asombrarse, el más proclive a rebelarse, enfrentarse a sus padres y retar las normas.

Igual ocurre con los niños-trofeo que pueden resultar muy decorativos pero, con el tiempo, tienden a rebelarse y en su hastío carecen de fuerza, impulso e interés por nada. La escuela les aburre, los compañeros les aburren, la rutina les mata solo a la espera de una sobreexcitación aún mayor que les aplaque.


Para L´Ecuyer, la Naturaleza es una reserva intacta de asombro. Los valores que representa los alabamos en la distancia, pero las actividades suelen realizarse bajo tejado. Huimos del frío y la lluvia, del barro y de la hierba que no ha sido plantada y cortada. Sin embargo, es en la Naturaleza donde aprenden la paciencia que se precisa para que crezca una planta o para que una hilera de hormigas vuelva a su hormiguero. Es en ella donde los niños aprenden a observar cada diminuto cambio, a perfilar la atención y a detenerse a mirar como ya no están acostumbrados. En la Naturaleza no hay atajos, no se puede dar al botón de rebobinado ni ver infinitas veces la misma escena o saltar al siguiente capítulo si nos aburrimos. Es terca en sus ritmos.

Pero también nuestros niños lo son con los suyos a pesar de que los tratemos de forzar. Respetar el ritmo del niño es importante. Nacen de serie con una poderosa herramienta que les dota para el mindfulness tan de moda. Prestan atención a lo que ocurre en el momento y se vuelcan en ello con atención plena.  Pero pronto llegamos los padres con nuestras prisas, con el afán de quemar etapas y destruimos esa atención creando niños acostumbrados a saltar de una actividad a otra, ansiosos por saber qué ocurrirá después de lo que hacemos y preocupados por el tiempo antes de tiempo.

En esa locura diaria los niños están acompañados por el ruido continuo de la televisión, de sus padres, de música, todo menos el silencio. El silencio no está bien visto, parece antisocial, aburrido, pero es otro modo de centrarnos en nosotros, de salir de la hiperexcitación a que estamos sometidos de continuo. Según un reciente estudio, un 50% de los adultos tiene miedo de estar más de quince minutos sin hacer nada a solas con sus pensamientos. Aprender a parar el ritmo y detenernos a escuchar lo que nuestro cuerpo demanda es bueno para todos, también para los niños. El sosiego no equivale al abandono o al ensimismamiento.

Otra fuente de asombro, más específica de la infancia, es el misterio. Parte de nuestras vidas, es fundamental en el desarrollo de los niños para los que lo inexplicable es consustancial al día a día.  Son los adultos con su afán por anticipar la madurez los que destruyen ese misterio con un racionalismo que creemos justo, que fortalece a nuestros hijos y les vacuna de supersticiones, miedos y manipulaciones. Pero lo que logramos es precisamente lo contrario; niños que han perdido el asombro y el interés por lo que les rodea, niños para los que el entorno no es algo que hay que descifrar y de lo que se puede aprender. Hemos creado pequeños escépticos en pantalón corto, descreídos de la magia y la belleza que se esconde más allá de nuestras miradas. 


Porque tampoco somos capaces de trasladar la importancia de lo bello, un valor que hemos ido distorsionando hasta confundirlo con aquello que está de moda, lo que se lleva. Pese a que es algo innato en los niños, parecemos empeñados en potenciar una cultura del feísmo en lugar de enseñar a valorar lo que de bello puede haber en cada cosa, en cada acto.

L´Ecuyer receta menos recetas y más sentido común, más dejar que el niño desarrolle su ritmo y menos expectativas sobre ellos. Más disfrutar con ellos y menos enorgullecernos de ellos en el trabajo o con los amigos.

Gracias a su libro he revivido muchos momentos que he vivido con el pequeño Pablo, muchas de las alegrías vividas y del asombro compartido, porque a través de sus ojos, los míos también han renacido al asombro y espero que nadie (especialmente yo mismo) vuelva a sacarme de él.


Todos nacemos originales y morimos copias – Carl Jung