31 de julio de 2022

En casa (Bill Bryson)

 


En casa (Ed. RBA, 2018) es, hasta la fecha, el libro más popular de Bill Bryson, un escritor que ha dedicado su vida a publicar textos sobre las más diversas materias (Shakespeare, Australia, el cuerpo humano, la ciencia, historia, ....) desde un punto de vista sencillo y ameno. Sus libros no buscan recopilar conocimientos sino entretener al tiempo que pone a disposición de sus lectores una infinidad de datos y hechos salpicados de ironía y anécdotas con un estilo ágil y nada retórico.

Tal y como cuenta el autor, la génesis de este libro se encuentra en el hecho de haber escrito previamente otro texto sobre las lejanas estrellas y constelaciones y su necesidad de acercarse a algo más próximo, tanto como su propio hogar. La familia Bryson había comprado una antigua vicaría en Norfolk, un edificio falto de reparaciones pero con una larga historia de más de cien años a sus espaldas y que reflejaba gran parte de la evolución en las ideas que sobre el confort y la comodidad han ido teniendo las generaciones sucesivas. Buscando el origen de un ruido pertinaz que cree identificar como un goteo, trepa por una escalera y, justo donde cree encontrar la salida al tejado, descubre una especie de buhardilla con una ventana, oculta desde el exterior, que le hace interrogarse sobre los motivos del bondadoso vicario que ordenó su construcción.

Éste es el punto de partida de una narración que recorre de manera ordenada todas las extancias de un clásico hogar. Los capítulos desgranan la historia, curiosidades, anécdotas varias y funcionalidades de cocinas, dormitorios, desvanes, escaleras, salones, entradas, cuartos de baño, cuartos para el personal de servicio, y así sucesivamente en una trepidante excursión por la Historia, el diseño, las intimidades de nuestros antepasados y las razones de muchos objetos que aún hoy resultan una rémora del pasado con las que convivimos sin apenas hacernos preguntas.

Pero preguntarse es lo que mejor sabe hacer Bryson, porque una vez formulados los interrogantes idóneos, las respuestas van llegando casi solas, sin tregua pero de manera atinada. Y así, se pregunta sobre el modo en que nos sentamos a la mesa y por qué utilizamos los cubiertos tal y como los conocemos hoy en día. Nos habla de la multitud de cuchillos que existían en el siglo XVIII y cómo devinieron en tan solo los dos que hoy continuamos empleando, para carne y pescado. Nos cuenta cómo se iluminabann las casas, cómo se podía leer cuando los días eran tan cortos que apenas se veía el sol, o cómo se decidió abrir un gran boquete en la pared al que se llamó ventana.

Y qué decir de los perfumes que trataban de ocultar no solo la falta de higiene propia de una época sin agua corriente sino todos los olores de la casa con unos fogones siempre encendidos, con el olor del sebo de las velas o de las lámparas de aceite, con comida en las despensas que se descomponía con suma facilidad y con unas ropas que se usaban para dormir casi igual que para ir a los oficios dominicales.

Nos habla de los parques como refugios de la alta sociedad, para simular una vida campestre que creían lejana, aunque a nuestros ojos, vivían en plena naturaleza. De cómo evolucionaron en la mente de los utópicos para abrirse en forma de jardines y parques públicos a los que pudieran acudir las clases menos privilegiadas para buscar reposo y relajar sus pasiones con la contemplación de una naturaleza domeñada.

Nos habla de las ropas y las modas, los ideales de belleza y las pelucas y el modo de empolvarlas, de las chorreras y los lazos que devinieron en corbatas. Nos explica las muertes de mujeres atravesadas por las varillas de unas fajas que luchaban por asfixiarlas, pero también de su ropa interior, que terminará siendo diseñada para realzar lo que anteriormente se trataba de ocultar.

Nos cuenta también la historia de cómo la madera y el barro cocido dejaron de ser los materiales nobles de construcción, para dejar paso a la piedra y los adornos en mármol. Cómo las casas se ampliaron desde unos meros rectángulos o círculos en los que, en una única habitación, se hacía toda la vida, con un fuego perpetuo en una esquina, una tabla colgada en la pared que se empleaba para las comidas, apoyándose sobre las piernas de los comensales, antes de que nadie creyera necesarias las sillas, hasta las grandes construcciones de los famosos arquitectos neoclásicos como Nash, cuya vida nos desgrana con alborozo, que siguieron la estela de Paladio y crearon las grandes mansiones que definen la vida rural inglesa, miles de ellas, que se han ido perdiendo con el tiempo pese a los esfuerzos del National Trust por conservarlas dado su enorme coste, su falta de comodidades modernas o sus infinitas estancias, sin sentido en un mundo en el que la vida social está mudando al multiverso.

Bryson también se interroga sobre el lecho marital, ese lugar que pasa de ser única referencia de descanso y procreación, a convertirse en metáfora del sexo desenfrenado y todo tipo de pasiones. Claro que para esto deberíamos esperar siglos ya que el sexo no era lo que hoy entendemos por tal. Las relaciones podían ser tan esporádicas entre los miembros de la sociedad victoriana que, entre una y otra ocasión, podrían llegar a olvidarse del procedimiento a aplicar. El sexo dentro del matrimonio debía ser excepcional y dirigido a la procreación, no en vano, los señores tenían a su disposición al servicio doméstico para cumplir otras funciones que casi se despachaban con animalismo desinteresado. Nada más normal para un comerciante que abusar de un modo u otro de su cocinera o planchadora, sin que sintiera el menor remordimiento. Tan dura era la vida de estas pobres muchachas, que se veían expuestas a continuas vejaciones y desprecios, al odio de las señoras de la casa, que muchas terminaban quitándose la vida o renunciando a sus trabajos, lo que en muchas ocasiones venía a ser lo mismo.

 

  

 

El sexo, gozoso o marital, podía tener sus consecuencias dado el escaso conocimiento de medios alternativos para su prevención. Los abortos provocados mediante métodos abominables solían llevarse consigo también la vida de la madre. Pero la vida, cuando se abría paso, lo hacía en las mismas habitaciones en las que había sido engendrada. Los partos en hospitales no se generalizaron hasta el siglo XX.   

Esto nos abre la puerta del mundo de la salud, o más bien, la falta de ella. Los innumerables brebajes que se empleaban para purgar enfermedades, los colutorios vomitivos o las más complicadas prácticas que dieron lugar al nacimiento de la cirugía, normalmente causando más mortandad y dolor que el que se trataba de evitar, pero es el precio de la Ciencia. Los utensilios médicos se parecían más al arsenal de los carniceros que a los sofisticados instrumentos que conocemos hoy en día.  

Las salas de juegos eran otra habitación imprescindible en toda casa de buena nota, juegos para niños, muchos de ellos resistentes en nuestros días, como los callitos de madera sobre un balancín o los soldaditos, ya no de plomo, sino de plástico. Pero también tenemos habitaciones de juegos para adultos, salas con un billar o simples fumaderos donde el señor puede recibir visitas y servirles una copa, retirados en un rincón discreto en el que endiosarse y mostrar su opulencia.

Pero nada tan opulento en aquellos tiempos como el hielo. Traerlo desde remotas regiones sin que el calor lo derritiera y emplearlo para la cocina, los cócteles o el mero envanecimiento. Muchos se hicieron ricos con el comercio de este material hoy dispensado en gasolineras a bajo precio. Pero si el hielo era un lujo, más lo fue en su día el empleo de la electricidad, dejando de lado las peligrosísimas fuentes de iluminación anteriores, velas, aceites, hormillos, .... La lucha de las corrientes trajo un elemento de competencia a esta tecnología que ha sido difundida recientemente en el cine, pero de la misma resultó que cada pequeño rincón de las casas, al menos de las más acomodadas en las grandes ciudades, pudo estar finalmente bien iluminado y la vida pudo prolongarse de manera indefinida al margen de la estación del año. Las representaciones teatrales pudieron ser retrasadas al horario en el que hoy nos resultan habituales, igual que los conciertos o cualquier otra actividad que anteriormente estuviera condenada a la oscuridad o a unas horas más tempranas.

El progreso también aportó soluciones a problemas que ya habían sido abordados por civilizaciones tan antiguas como la romana. El alcantarillado público limpió las calles de mugre, deshechos, mierda en suma. Las conducciones de aguas fecales llevaron la contaminación a ríos, causaron muertes por intoxicaciones o violentas explosiones, hasta que se llegó a comprender correctamente ese extraño fenómeno de las emisiones de gases por la descomposición de materias tan fétidas. Pero se logró, y de paso, no solo sacamos porquería de nuestras casas, sino que trajimos agua a las mismas. El baño pudo lograrse meramente girando una manecilla. Las sirvientas dejaron de tener que calentar agua en grandes calderos, pasarla a baldes que debían ser subidos a pulso hasta la habitación de la señora para derramar el agua en unas enormes bañeras y repetir el proceso una decena de veces, para que alguien pudiera bañarse en un agua que realmente ya estaba casi fría cuando se había completado todo el ciclo.

En casa solo nos permite un único reproche, y es que se centra en el modo de vida anglosajón, en sus costumbres y su historia. No en vano la investigación parte de una casa vicarial en Norfolk, pero se echa en falta algo, una mirada a otro tipo de viviendas, de costumbres. Pero nada de esto resta mérito al libro que sabe dar el salto de la mera casa a todo cuanto la rodea, a realizar una auténtica narración de la evolución  de la vida privada, de aquella que no acostumbra a reflejarse en los libros de historia, más amigos de las grandes gestas. Aquí sólo encontraremos pequeñas anécdotas, breves detalles de todo cuanto hace nuestra vida más fácil, más cómoda y saludable, y esto no es poca cosa.

Porque la historia que nos cuenta Bryson está repleta de pequeñas victorias sobre la incomodidad, sobre el barbarismo, sobre la ignorancia. Victorias que no son excepcionales en sí pero que han hecho de nuestra vida una experiencia tan hedonista que ningún viajero del pasado lo creería posible, aunque a nosotros nos resulte tan natural que ya no nos cause ningún tipo de sorpresa. A paliar esta injusticia clamorosa viene En casa, para honrar a todos cuantos nos han permitido vivir hoy como lo hacemos, para sorprendernos cada vez que abrimos la puerta de nuestro hogar y sentimos esa reconfortante placidez.         




16 de julio de 2022

Nuestros antepasados (Italo Calvino)

 

 

Italo Calvino es un autor muy apreciado en España. Siruela emprendió hace muchos años el loable esfuerzo de traducir sus obras y éstas siempre han tenido un nutrido público de iniciados que se deleitan con la morosa prosa poética del escritor italiano. Sin duda, su obra más celebrada es Las ciudades invisibles, sin embargo, en esta ocasión reseñamos Nuestros antepasados.

Este título realmente responde al deseo del autor por compilar en 1960 tres obras previas en las que creyó ver cierta conexión, hasta el punto de dotarlas de una intencionalidad y sentido que, tal vez, no le fueron tan obvios en un primer momento. Sea como fuere, lo cierto es que los tres libros aquí compilados suponen los primeros éxitos literarios del escritor  y sientan unas bases sobre las que construirá el estilo que le caracteriza.

Inicialmente, el orden de estas obras dentro de Nuestros antepasados respondía a un criterio cronológico, en función del momento histórico en el que cada uno de los relatos se desarrollaba. Finalmente, en ediciones posteriores, Italo Calvino prefirió ordenarlos en el mismo orden en el que fueron escritos, por entenderlo más coherente para la construcción de esa idea de unidad que, como decía, responde más a un cierto voluntarismo más que a una auténtica coherencia temática.

Así, comenzamos por El vizconde demediado (1951), un hermoso cuento en el más amplio sentido de la palabra, que sin duda debió hacer las delicias de Ana María Matute y que nos relata la vida del vizconde de Terralba, un pequeño noble italiano que acude a batallar contra los turcos y es, literalmente, partido por la mitad por un cañonazo enemigo. Esta demediación, no solo es física sino que también afecta a la personalidad del noble que queda dramáticamente reducida a algunas de sus inclinaciones y limitaciones morales.

Pese a que la lectura obvia podría llevarnos a la idea de la doble naturaleza que habita en todos nosotros, la importancia del equilibrio, la concordia entre cuerpo y espíritu y otras tantas ideas, lo cierto es que el simbolismo del relato permite tantas lecturas como uno quiera. A ello ayudan sin duda los numerosos elementos fantasiosos, los animales míticos que lo pueblan, una cierta irrealidad que abarca el espacio físico pero también al resto de personajes más allá del propio vizconde.

Pasamos al siguiente relato, El barón rampante (1957), tal vez el más conocido de esta trilogía, en el que el hijo de una familia de la pequeña nobleza local italiana decide, fruto de una rabieta algo estúpida, subir a un árbol y basar su vida en tan arbórea circunstancia. De árbol en árbol, seto a arbusto, toda su vida, incluyendo su ejercicio como barón al fallecimiento de su padre, tiene lugar en las alturas, tal vez porque en tan alejada esfera puede elevarse por encima de miserias terrenales, escaparse a la jurisdicción de los terráqueos y posar una mirada más limpia, distante y certera en sus súbditos.

El relato se desarrolla en el periodo comprendido entre la Revolución Francesa y las guerras napoleónicas, un tiempo en el que el espíritu del hombre también pretendía emanciparse de leyes morales y políticas que le eran impuestas y en las que las más célebres mentes de la época buscaban cambiar su perspectiva. Así, también el barón se dejará cautivar por ese siglo de las luces, por sus avances y tratará de traerlos a sus dominios convirtiéndose en impulsor del cambio y colaborador de las tropas napoleónicas que invaden su patria, causándole no pocas incertidumbres morales.

La esencia del relato, en opinión del propio Calvino y de los estudiosos de su obra, que ven este elemento como una constante de sus trabajos posteriores, es la autoimposición de una norma, una conducta, una regla que, por absurda que nos parezca, es asumida y llevada hasta el final, hasta sus últimas consecuencias. Pero también aquí podemos dejarnos guiar por nuestras propias intuiciones y preferencias pudiendo resultar que el relato nos es más próximo si lo entendemos como una reflexión sobre el papel de un escritor, un intelectual tal y como hoy consideramos a Italo Calvino, que debe apartarse hasta cierto punto del mundo para poder señalarnos lo que está por venir, ayudarnos a dar curso a nuestros deseos y acciones, tal y como Cosimo Piovasco ayuda a los campesinos a acabar con los incendios forestales, los saqueadores de granos o a mejorar la irrigación de sus campos.  

Pero también puede ser una reflexión sobre el desengaño de la razón, cuando el barón contempla cómo Napoleón rompe las ilusiones de libertad que, sin embargo, hace ondear en sus banderas y discursos. Ya sabemos por otros intelectuales del mismo periodo, esta vez reales como la vida misma, que la razón a veces engendra monstruos, malos sueños, por eso, no siempre es maldito quien se toma cierta distancia con el mundo que le ha tocado habitar.

 

 


 Pero llegamos al tercer y último relato, El caballero inexistente (1959), una pieza en la que un caballero, solo espíritu, cubierto por una armadura que le dota de corporeidad, se bate en las huestes de Carlomagno y vive sus aventuras como si de un mortal cuerpo se tratara. Porque el ansia de ser que empuja a Agilulfo es más fuerte que los músculos de otros paladines, y por ello, recibirá el reconocimiento del sacro emperador pero también el amor, platónico sin duda, de la bella guerrera Bradamante.

Nuevamente, las vías de reflexión que nos ofrece el texto son casi infinitas, pudiendo ir desde la importancia del ser, la fuerza de voluntad (lo que la enlaza con El barón rampante), o, por cerrar el círculo, la problemática de la demediación, el ser incompleto, sea por quedar partido en dos, sea por la disociación entre cuerpo y espíritu.

Los tres relatos van seguidos de una exposición de Italo Calvino, acertadamente ubicada tras los textos y no como prólogo, tal y como habría sido lo habitual, para evitar que el lector quede condicionado por las interpretaciones y manifestaciones del autor. Queda claro que Calvino entendía su obra como un mapa abierto a un mundo de imaginación y reflexión propio de cada lector, hecho que consigue con sobrada maestría.

Las notas de la editorial, ponen el acento en la poética del texto y en la brillante labor de su traductora, Esther Benítez, a la hora de conservar ese ritmo, la riqueza simbólica, las palabras que evocan al tiempo diferentes conceptos, los vocablos invención del autor, y otras tantas maravillas propias de un talento que pronto se decantaría por el estudio de la semiótica.

Por último, lo más importante, al margen de las interpretaciones que cada lector les quiera dar, incluso si no pretende indagar en ninguna de ellas, las tres historias se disfrutan como pequeños cuentos, completos en sí mismos, pese a la disociación de sus protagonistas. Su estilo es ágil, pleno de humor, ternura  y referencias históricas y literarias, que hacen que se lean recuperando el gusto por antiguos relatos, sencillos pero hermosos, alejados de retórica y petulancia. Nada mejor, por tanto, para conocer a este autor y adentrarse en su peculiar mundo y en su modo de entender la literatura, que no es otra cosa que el modo en que cada uno entiende la vida y la manera en la que la transitamos.

 

 

 

24 de junio de 2022

Feria (Ana Iris Simón)

Es difícil sustraerse a la polémica que ha suscitado este libro y su autora. Pero, por ahora, preferiré dejarla a un lado, centrándome tan sólo en aquello que realmente nos importa aquí, su historia, su estilo y su valor como libro.


Y aquí comienza otro de los problemas, la dificultad para poder encajar Feria en un estilo concreto. Podemos avanzar que, de manera simplificada, Feria es un libro sobre los recuerdos de familia y niñez de su autora, Ana Iris Simón, una periodista que ha desarrollado una temprana carrera en Madrid. Estos recuerdos, fragmentarios, en ocasiones repetitivos, se entreveran con escenas actuales, con reflexiones de la propia autora, opiniones de sus actuales amigos y colegas. Son recuerdos que abarcan desde los olores de un recinto ferial en días de fiesta patronal, a la música que acompañaba cada una de las escenas descritas. Que avanzan por el proceso de iniciación de la niña en la vida, del mismo modo en que se refleja su regreso a las mismas esencias de las que salió.


Pero, desde el primer capítulo, aparece la supuesta génesis, el germen vital de la obra, un sentimiento de la autora, que de alguna manera se presenta como generacional, denunciando o, al menos, cuestionando, si todas esas verdades que se nos han vendido sobre la modernidad no son otra cosa que un engaño, tal vez capitalista, para explotarnos hasta la saciedad y hacernos creer que una carrera, un máster y un Erasmus, un empleo precario, pero en una empresa con muchas máquinas de café gratuito y talleres de mindfulness, era el verdadero paraíso. Y así, Ana Oris se cuestiona si el paraíso no estaba en otra parte, al menos, si éste no puede encontrarse en otros tantos sitios, tal vez en aquellos de los que tratábamos de huir.


Y así es como este tono, un poco de denuncia, un poco de decepción y caída del caballo, se cuela por las páginas como una columna vertebradora, justificadora del esfuerzo de remembranza. Sin embargo, Ana Iris Simón logra no deslizarse sobre esa deriva fácil que se abre bajo sus pies, y solo ocasionalmente explicita estas reflexiones y deja, por tanto, el recuerdo de sus años mozos en una gozosa recreación que toma aliento por sí misma, sin buscar redimir aquellas miserias, ese atraso a nuestros ojos, el contraste con su decepción del mundo actual. Y es de agradecer poder disfrutar de sus pequeñas viñetas, de esas estampas familiares que podrían hallar eco en las de muchos de nosotros en uno u otro sentido, sin que debamos participar de sus actuales opiniones, sin que nos exija otra cosa que disfrutar de su humor y su gracia al narrarlas.


Porque, por último, no estamos aquí en una mezcla del típico libro del hipster de vuelta al pueblo, pasado por el efecto Yo también fui a la E.G.B. Lo que hace Ana Iris Simón es un verdadero esfuerzo literario, un relato convincente, difícil de encasillar por lo que vengo describiendo, pero de alta aspiración. No en vano la autora se ha ganado la vida hasta la fecha en el periodismo y sabe sacar partido del estilo conciso y de las imágenes cautivadoras, maneja con tino y sabiduría los golpes de efecto y nunca pierde un cierto equilibrio entre lo meramente personal, lo que solo a ella importa y lo que puede gozar de un valor más general, con el que el lector pueda identificarse.


En estas páginas aparecen personajes memorables, como la madre de Ana Iris, a la que solo llama por su nombre, nunca mamá, la de sus abuelos feriantes o su nutrida tribu de tíos y primos. Una maraña familiar no exenta de tensiones y conflictos, pero que ejerce de pegamento para todo el clan. Una familia que ejemplifica esa variedad en la que se combinan los curas y monjas con los represaliados de la Guerra Civil, los menesterosos y los medrosos junto a unos cuantos secretos como toda buena familia debe tener.  


Y, al fin, este libro se me representa a una menor escala que la pretendida por la tan citada polémica. No termino de entenderlo como una crítica a la modernidad, más bien lo veo como una reconciliación de la autora, una asunción de su pasado, con su familia, a la que sin duda ha despreciado o ignorado, de la que se habrá separado por diversas circunstancias, de la que habrá hablado poco a sus compañeros de Universidad, creyendo que todos ellos son hijos de alta alcurnia. Y es así visto como aflora una ternura y un desamparo que contagian ese amor por personajes tan pintorescos o anodinos, según  el foco que los ilumine, como los que pueblan nuestros retratos familiares.




Y de todo este batiburrillo resulta una obra de difícil encaje pero de una lectura entretenida, que invita a la reflexión, que no está exenta de hermosos pasajes y que ha sido escrita con alarde de estilo. No es así de extrañar que su impacto principal venga por el éxito de ventas que la ha acompañado desde su publicación.


Y esta polémica nace de quienes entienden que la opción de volver a un pueblo, a sus costumbres más carpetovetónicas, no puede ser sino una opción errónea. Quienes entienden como traición el recordar aquello de donde venimos, con la visión algo naíf de los niños que fuimos, edulcorando sus lados más amables para así obviar el resto. Pero, ¿qué otra cosa es el recuerdo sino el filtro y la venda que siempre nos ponemos? Que pretender fundar una familia y regirla por los criterios que esos padres deciden, no es más que una prueba de que el pasado se repite de manera inexorable y de que la modernidad aún no ha calado lo bastante y que las fuerzas del atraso y la opresión siguen campando a sus anchas, especialmente más allá de las autovías de circunvalación de las grandes ciudades. Y es así como llegamos al sarcasmo sorprendente en el que quienes se arrogan el papel de adalides de esa modernidad desde posiciones de progreso, compartan bandera con McDonalds, con Google o con los intereses inmobiliarios que potencian la gentrificación, lo peor ya digo, no es compartir esas ideas, lo peor es ondear banderas, cualesquiera, para esgrimirlas frente al otro, para  huir del debate, porque ante una bandera no hay más que obediencia, si no ¿para qué están? Y así nos va.


Feria ha sido publicada por Círculo de Tiza en 2020 e incide en algunas ideas que flotan en el ambiente desde la decepción de los cambios políticos que se formularon el 15M. Otras obras señalan también contradicciones de nuestros días y conceptos como el de la España vacía o el pinchazo de la burbuja hipster y las ideas de modernidad que hasta la fecha eran credo absoluto y absolutista pero que son cuestionadas actualmente desde el campo cultural con fiereza por autores como Víctor Lenore.


Sea como fuere, este texto, su éxito y trascendencia, no debía pesar sobre su autora hasta el punto de bloquearla o encasillarla. Al contrario, debería volver a publicar cuanto antes una obra que ratifique su calidad literaria, que valide su atrevimiento y que funde una carrera que este primer libro solo presagia, acreditando así una calidad más allá del trasfondo ideológico de su autora que, para qué engañarnos, poco nos interesa.




 

15 de junio de 2022

Mi madre era de Mariúpol (Natascha Wodin)

 

 

He de reconocer que algo de morboso ha tenido la elección de este libro. La presencia de Mariúpol en su título es un reclamo que no he podido obviar. Hasta hace unas semanas no era consciente de haber oído hablar de esta ciudad en el mar de Azov y, por contra, y para su desgracia, las noticias ahora son continuas. De ahí que el deseo de saber algo más sobre este lugar no me hizo dudar.

Natascha Wodin es una autora alemana, nacida en Baviera en 1945, del matrimonio de Yevguenia Yakovlevna y Nikolái Wodin. Pero, ¿qué hacían ambos en la recién caída Alemania? ¿Eran acaso parte del Ejército Rojo, los vencedores de la guerra, ocupantes de un país que había despreciado a los eslavos considerándolos infrahumanos? No, ninguno pertenecía a ese ejército, todo lo contrario, debían protegerse de él puesto que habían formado parte de la población del Este trasladada forzosamente a Alemania como mano de obra esclava  para suplir la falta de obreros alemanes, llamados a filas, contribuyendo así a la industria militar alemana y a la prolongación de la guerra.

Y como nos ha descrito magistralmente Keith Lowe, estos esclavos no fueron liberados al fin de la guerra. En el caso de la mano de obra esclava soviética, padecieron persecución, procesamiento y muerte en muchos casos, por ser considerados traidores y dudar de su filiación política. Tanto más cuando se tratase, como era el caso, de ucranianos, un pueblo ya de por sí sospechoso de ser contrario a la Revolución, de haber apoyado a las tropas nazis, de no cumplir con la Patria como sí hizo el resto de la Patria.

Así que el matrimonio opta por quedarse en Alemania donde tampoco su futuro parece mejor, despreciados por esos alemanes que causaron su desgracia, sin posibilidad de volver a su país, condenados a un desarraigo y una desesperanza que terminará en 1956 con el suicidio de Yevguenia Yakovlevna, dejando a la hija al cuidado de un orfanato de monjas católicas alemanas, una infancia fría, tal y como lo fue con su madre en vida, con multitud de preguntas y una inquietud constante. ¿Por qué su madre odiaba la vida, el trabajo? ¿Por qué caía en mutismos que duraban días?¿Por qué la trajo al mundo si apenas quería otra cosa que partir de él?

Natascha Wodin se aferrará a la Literatura para sacar de sí parte de esos fantasmas, para crear un mundo que pueble su vacío ya que de sus padres apenas ha heredado tres fotografías y una colección de recuerdos que puede resumirse en un párrafo. Que su madre era de Maiupol, poco más.

Pero ni la Literatura es capaz de completar ese tipo de vacíos de manera permanente, de modo que Natascha no pierde nunca la esperanza de encontrar algún rastro que complete con un dato adicional la biografía de su madre, ese ser al que siempre vió como una mujer consumida, derrotada, sin demasiada cultura, sin modales, desconfiada de todo y todos, sin ilusión. Internet es un aliado perfecto pero nada aparece en sus interminables búsquedas en las que consume gran parte de las noches sin éxito. Solo un golpe del azar, a través de un foro de internet en el que algunos habitantes de origen griego de Mariúpol parecen conocer todos los entresijos de la historia de la ciudad, comienza a ofrecer algo de luz.

El proceso de investigación y reconstrucción de la vida de su madre se narra en este libro publicado en su lengua original en 2017 y en España por Libros del Asteroide en 2018 con traducción de Richard Gross.

El libro puede desplegarse en tres niveles básicos. En un primer lugar, tenemos una trama en la que la autora nos descubre paso a paso cómo ha ido reconstruyendo la vida de su madre. Así, nos enteramos a la vez que ella de los orígenes sorprendentes de la familia y las primeras pistas que apuntan a unos ancestros que combinan orígenes de terratenientes locales y empresarios italianos, que nos hablan de un hermano, estrella operística de la Rusia de Stalin. Natascha cree una burla del destino estos primeros rastros. Ella, la despreciada, la insultada por el resto de los niños de la escuela, la marginada y más pobre de todos ellos, creció con un sueño secreto, el de ser realmente descendiente de una rica familia, más rica y más honorable que la de todos aquellos que la persiguen a la salida de la escuela. A veces cree cumplido ese sueño, otras tan solo reconoce que escoge las pistas que mejor se amoldan a ese íntimo deseo. Pero la búsqueda continúa, las ramificaciones familiares llevan a nuevas pistas y poco a poco, ante sus ojos, y ante los nuestros, va surgiendo un retrato familiar plausible, real, tal vez no el esperado por la autora, pero por ello, más cierto y vívido, capaz de generar comprensión y ternura hacia aquellos a los que hasta ahora solo eran destinatarios de reproches y sordo odio, jamás expresado.  

 

 

 

En este proceso, Natascha contacta con antiguos conocidos de la familia y llega, al fin, al sancta sanctorum, al centro nuclear de la familia. Conoce escalofriada a un primo que asesinó a su madre, su tía, con una frialdad patológica de la que ya venía siendo tratado cuando ocurrió el crimen. Pero afortunadamente, tiene mejores contactos, al menos no tan horribles, no de esa clase que le haga creer que su familia está recorrida por una vena sádica que lleva al asesinato o al suicidio de manera irremisible. Así es como accede, casualidad tras casualidad, golpe de suerte tras maniobra del azar, a los diarios de la hermana de su madre, Lidia. Gracias a ellos va completando el puzzle de manera gradual hasta la partida hacia Alemania en 1943 del joven matrimonio, perdiendo definitivamente la pista y debiendo valerse en lo sucesivo de los relatos de otros esclavos de la época y, pronto, de sus propios recuerdos.

En otro nivel, la obra es una escalofriante narración que nos lleva desde el desarraigo emocional que arrastra la autora, hasta su reconciliación con su pasado, sus padres y su herencia dolorosa. Un proceso de crecimiento, a una edad ya avanzada, en el que cierra el círculo y sana heridas. Si bien el tono de la obra es descriptivo, sin caer en excesos emocionales, la frialdad de la narración se ve rota ocasionalmente, especialmente en la última parte, la reconstruida a partir de los recuerdos de Natascha, por un tono cálido, amistoso, evidencia de que el esfuerzo ha logrado su objetivo sanador.

En este sentido, hay que destacar el notable mérito del libro que puede tener una lectura como hilo de intriga biográfica, pero que se revela al tiempo como una obra de crecimiento, de superación, aceptación, no exenta de crítica por lo que pudo haber sido hecho de manera diferente.     

En un tercer nivel, nos encontramos de nuevo con la enorme tragedia de un siglo, el pasado, que destrozó la vida de generaciones completas, que sufrieron de la opresión de gobiernos absolutistas, la promesa de una revolución que se reveló como una nueva opresión, más feroz y arbitraria si cabe, que trajo hambre y genocidio, con una guerra civil en la que nadie pudo quedar a un lado, todos arrastrados por los acontecimientos, por la desgracia de hablar una lengua o vivir en el lugar equivocado. Un tiempo en el que luchar por comer podía ser castigado con la muerte, en la que ni siquiera una buena posición económica o estar arrimados al poder político garantizaba nada que pudiera durar algo más de unas semanas.

Y es este drama el que de nuevo cierra el círculo, en el que saltamos del libro a las portadas de los periódicos y en el que vemos cómo una ciudad que fue saqueada por bolcheviques y rusos blancos, que fue destruida hasta sus cimientos por los nazis y por la batalla que pretendía liberarla, vuelve a caer en la destrucción. Y volvemos a admirarnos de que no haya bastante crueldad en el mundo que pueda frenar el impulso de reconstrucción, la fe inquebrantable en que todo esto pasará y que llegarán mejores tiempos para los que tenga sentido seguir trayendo hijos a este mundo. Y es éste el mejor regalo que aún nos pueden hacer obras como Mi madre era de Mariúpol, haciéndonos olvidar por un tiempo las imágenes de la televisión.

 

 



 

4 de junio de 2022

¿Éste es Kafka?: 99 hallazgos (Reiner Stach)




Reine Stach
señala en su obra Kafka, Los años decisivos, que cualquier persona que afronte la tarea de leer la obra de este autor  deberá elegir entre estas dos perspectivas: interrogarse sobre qué quieren decir sus textos o preguntarse por lo que pudo impulsarle a escribirlos. En un caso estamos ante la hermenéutica y sus propagadores que nos hablan de su denuncia de una sociedad burocratizada, de la alienación de las masas, del absurdo de nuestras sociedades, etc. Del otro tenemos a quienes husmean hasta el último rincón de la escueta biografía de Kafka para tratar de encontrar en ella el eco de casi cada frase escrita por él.


Es ésta segunda tendencia la que va tomando más fuerza según el correr de los años. La aparición de los diarios del autor y de una abultadísima correspondencia con amigos, amantes, novias, editores, familia, etc…, ha permitido ahondar en una vida que se presumía tan gris y anodina como la de los protagonistas de sus novelas y relatos. Y aunque esta perspectiva no siempre nos permite adentrarnos en el sentido de su obra, en ocasiones tan solo nos lleva a más interrogantes, lo cierto es que cada vez podemos conocer más y mejor las circunstancias que la vieron nacer, sus conexiones íntimas con el alma de su creador y la fuerza intrínseca que albergan y que, sin duda, hacen que aún hoy siga teniendo vigencia.


No es infrecuente que cualquier biografía del escritor checo entremezcle anotaciones de sus diarios y correspondencia con los textos que escribía en esos mismos días, de manera que toda su obra parece formar un todo en el que su propia vida no es sino un elemento más, inseparable del resto.


Así como nos puede resultar más o menos irrelevante la vida de Vargas Llosa o García Márquez para sumergirnos en sus novelas, parece que la lectura de Kafka exige una especie de curso introductorio biográfico que se extiende a los aledaños del autor, como la vida judía en Praga, los estertores del Imperio Austro Húngaro, su condición de germanohablante o el constante enfrentamiento con su padre por negarse a continuar la saga tendera de la familia.


Y pese a todos estos estudios, indagaciones y trabajos, señala Stach que la figura de Kafka continúa sumida en una serie de tópicos y lugares comunes de los que apenas se logra librar. Aún recuerdo a un compañero de Universidad que describió a Kafka como la persona más triste del mundo, sin duda, un comentario que hoy debemos desterrar sin temor a equivocarnos y que, por contra, podríamos atribuir con mayor certeza a figuras más luminosas en el común de las creencias como F. S. Fitzgerald o Hemingway.


Y es precisamente por este motivo por el que Stach, tras la publicación de su monumental y definitiva biografía sobre Kafka (Acantilado, 2016), ha decidido completar lo que define cómo 99 hallazgos sobre Kafka que contradicen la imagen común que de él se tiene, y que nos lleva a esa pregunta que enuncia desde el título de la obra: "¿Éste es Kafka? 99 hallazgos” (Reiner Stach) publicado por Acantilado, con traducción de Luis Fernando Moreno Claros.


Así que aquí tenemos a uno de los mayores expertos en Kafka seleccionando 99 viñetas, algunas más cortas, otras más largas, algunas ya conocidas, otras más escondidas, con las que iluminar una vida que, como la de todos, también las nuestras, se conforma de aspectos rutinarios y previsibles, con notables sorpresas. Podemos resultar confiables y serios en nuestros trabajos, despreocupados y alegres con nuestros amigos, tiranos para nuestros hijos, y generosos en extremo para los vecinos. Ninguna visión es completa, solo la suma de todas ellas ofrece la suficiente verdad como para componer un retrato convincente de quiénes somos. Así también trata Stach de fundar una imagen de Kafka alejada de los prejuicios que aún se tienen sobre él.


Pero comencemos ya a adelantar algunos de estos hallazgos para dar testimonio de este Kafka renovado que nos ofrece Stach. Y tal vez, una buena forma de hacerlo será la de comenzar por su sinceridad, aspecto que no nos resulta tan chocante en una persona de su supuesto ascetismo y rectitud. Esta incapacidad casi patológica para mentir le ocasionó conflictos laborales, le hizo perder oportunidades e incluso le trajo recriminaciones de sus parejas. Pero su impulso parece tan genuino que hasta se conserva rastro de las tres ocasiones en que faltó a este alto principio y que Stach refleja.


Pero esta idea de rectitud moral queda matizada por una afición a la cerveza que pocos podrían atribuirle. Es cierto que no es fácil escapar al encanto de la cerveza checa y sus agradables cervecerías con patios al aire libre o sus fiestas populares. Y sin llegar al alcoholismo, parece que el deseo de una buena cerveza siempre pudo ganar a otros más píos como las lecciones de hebreo.


Pero nada es fácil con Kafka. Tratar de averiguar el color de sus ojos resulta una tarea casi más ardua que descifrar el sentido de Ante la Ley. Stach recopila las muy diferentes versiones recogidas sobre este punto en cartas y retratos. Nula coincidencia.


Por otro lado, su trato con las mujeres, siempre pleno de escrúpulos y sentimientos de culpa, contrasta con su fácil y desinhibido trato con prostitutas del que se deja constancia explícita en sus diarios. Pero también vemos el rastro de la muy favorable impresión que dejaba en las mujeres que le conocían, incluso la simpatía que despertaba en cuantos trataban con él, considerándolo una persona de fácil trato, lejos de ese supuesto complejo carácter que creemos necesario para escribir En la colonia penitenciaria. De hecho, podemos rastrear relaciones fugaces fruto de un mero intercambio de pocas frases, lo que no parece encajar en la visión de un tímido enfermizo. Y la explicación no es que Kafka se moviera por un deseo sexual inmanejable, antes bien, los relatos de muchos de los varones que le trataron también dan constancia de su afable carácter, sentido del humor y deseo de agradar y socializar.   

 

 


Aunque Kafka no viajó por el mundo con la frecuencia y variedad de contemporáneos suyos como Zweig, lo cierto es que viajó por Suiza, Italia, Francia, Alemania, mostrando un cierto cosmopolitismo, propio de su clase social. Y en estos viajes encontró una forma de enriquecerse con un proyecto junto a Max Brod, para presentar una colección de guías de viaje para turistas modestos, con recomendaciones claras, sencillas, bonos de descuento incluidos en los propios libros, etc. Afortunadamente, el negocio quedó olvidado y la monotonía del mundo de los seguros nos permitió que Kafka compensara el tedio matutino con las sesiones de escritura vespertina. Pero incluso en su trabajo, en el que solemos pensar como si fuera un oficinista con modos funcionariales, Stach nos descubre la elevada consideración profesional que tenía y gracias a la cual pudo conseguir largas excedencias sin perder su puesto. También sabemos de sus numerosos viajes por la Bohemia en cumplimiento de sus funciones, la rigurosidad de sus informes jurídicos y las importantes labores que desempeñó en un mundo que, recordemos, era pionero en su momento, con el desarrollo industrial de la época.


Es sabido que Kafka era un gran amante de los sanatorios y de la medicina natural, que practicó el nudismo, los baños de sol y la exposición a frías corrientes de viento. Stach nos habla incluso de un aspecto de gran actualidad hoy en día como es el de su oposición a las vacunas que, en el mejor de los casos, consideraba inútiles. Por desgracia no podemos más que divagar sobre si todas estas prácticas aceleraron su tuberculosis o si realmente alargaron su vida.


Sea como fuere, lo cierto es que Kafka profesaba un amor por lo natural, lo que le llevó en la última parte de su vida a tener un pequeño huerto que aprendió a cultivar con esfuerzo y las enseñanzas de un anciano. Esa conexión con la vida al aire libre también le venía de infancia en lo que tal vez sean los únicos momentos de armonía con la figura de su padre cuando acudían al club de natación de Praga en el Moldava. Allí, un flacucho y descolorido Kafka, despojado de sus ropas adultas fue confundido por un ricachón que le pidió, a cambio de una propina, que le llevara en barca hasta una isla en el centro del río, a contracorriente sin percatarse de que hablaba con un adulto hecho y derecho. Kafka, tal vez para no hacer sentir mal a su patrón, decidió actuar como si fuera el mozo al que se dirigía.

 

Aunque hemos comentado su buen carácter y la disposición para agradar, nada de esto aplica cuando se trata de la relación con su editor, al que martirizaba con continuas opiniones sobre todos los aspectos relacionados con sus escasos escritos que fueron publicados en vida de su autor. Ni el encuadernado, ni la distribución de los textos resultan del agrado de Kafka. No es de extrañar que también por estas páginas aparezcan sus instrucciones testamentarias a Max Brod pidiendo la quema y destrucción de todos sus manuscritos, diarios, cuadernos en octavo y cuantas palabras pudiera haber dejado escritas. Otra prueba de su brutal sinceridad y de la escasa perspectiva que todos tenemos para juzgar nuestra propia obra, nuestra vida.


Desde luego, ninguno de estos hallazgos nos ofrece una clave definitiva sobre El proceso o Contemplación, pero resulta un eficaz antídoto para todas las ideas preconcebidas que sobre el autor tenemos y, desde luego, para quienes disfrutamos de sus obras hasta el más nimio detalle, también lo hacemos de cada uno de estos retratos parciales que ayudan a avanzar en esa infinita e imposible tarea de completar un fresco definitivo del autor. Y esa es precisamente la grandeza de Kafka, que para aproximarse a su obra siempre es necesaria una última pieza, la del lector, con sus circunstancias vitales y sus expectativas, y que es éste quien en su cabeza completa el rompecabezas que Kafka nos regala. No nos extrañe, por tanto, lo ambivalente de su obra, puesto que esto es su mayor logro, la suerte que tenemos de poder hacerla nuestra.

 

 

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