Leí Todas las almas de Javier Marías unos años después de su publicación (1985), probablemente a mediados de los noventa. Era mi primera lectura de Javier Marías pero el estilo me llamó tanto la atención que enseguida continué por otros títulos como Mañana en la batalla piensa en mí, Corazón tan blanco, Negra espalda del tiempo o la saga de Tu rostro mañana.
Ninguno de estos títulos me ha decepcionado, hasta el punto de leer otro como Faulkner y Nabokov, sobre vidas de escritores, que también me gustó. Recientemente leí sus dos últimas novelas, Berta Isla y Tomás Nevinson, nuevamente dos tremendos aciertos. Aún con la reseña de éstas pendiente de publicar llegó la triste noticia del fallecimiento de Marías y, por tanto, la certeza de no poder volver a sorprenderme con otro de sus textos enrevesados, llenos de vericuetos y reflexiones en las que el narrador y el escritor tienden a mezclarse en una bruma indistinguible. Guardo aún Los enamoramientos como última bala, pendiente de lectura, un último libro que dejé algo apartado porque los comentarios parecían alejarlo algo del supuesto estilo del autor que era precisamente lo que más me gustaba. Al final, tendrá su momento. Pero, entre tanto, decidí volver a aquella primera lectura, a Todas las almas, el libro que me ganó y que, de alguna manera, también fue el disparadero para su autor, la conformación definitiva de un modo de escribir, y por encima de todo, la creación de un universo temático que se ha convertido en tan propio y consustancial como inédito en nuestras letras.
Porque Todas las almas contiene en gran medida todo aquello que vendrá después, pero no de un modo tentativo, de prueba o experimento sino de manera madura y definitiva, en el convencimiento de que así y sobre eso era de lo que quería escribir el autor. Y aquella primera impresión no se ha visto alterada con el tiempo ni con la lectura de la obra posterior de Marías. Encuentro en Todas las almas el perfecto medio de entrada a esta fértil obra, un modo sencillo de conocer si este autor cautivará al lector o si, definitivamente, uno no debe adentrarse en títulos más densos y extensos.
Uno puede preguntarse de dónde toma Marías ese estilo cenagoso y laberíntico en el que las frases se alargan más allá de lo razonable pero que, tras muchos circunloquios regresan al punto de partida para cerrar gramaticalmente el periplo de manera certera. Un estilo en el que pocas cosas pasan y las que suceden no son tanto descritas en cuanto acciones sino tan solo como fruto de la reflexión del narrador. Un texto en el que el acto sexual no es propiamente descrito como tal sino a través de lo que piensa el narrador, lo que experimenta, de algún modo parece que lo que no se expresa mediante el verbo no tiene existencia real porque es a través de la palabra, de la asociación de ideas intelectual, como uno conforma su modo de entender el mundo y, por tanto, la manera en que se contará a futuro, creando un universo circular en el que el centro es esa reflexión.
Y es así como una bolsa de basura, los desechos de una jornada, pueden dar forma al modo de vida de un soltero o de una familia numerosa, al modo en que nos desprendemos y renovamos cada día, a la nostalgia de lo que dejamos ir, al río infinito de Heráclito o a la denuncia de un ramplón ecologismo, porque todo cabe en esa bolsa de basura, ese objeto que no importa al narrador en cuanto tal sino en su función de medio para expresar sus más variopintas ideas sobre cualquier tema, que luego será, o no, relevante para la trama.
Y es aquí donde quizá por primera vez soy consciente de un hallazgo que, con total seguridad habré leído en algún lugar, pues de tan obvio se me revela imposible no haberlo cogido al vuelo de algún artículo, opinión o reseña. Y es que Javier Marías, al que consideramos como un verso suelto de nuestras letras, un escritor anglófilo, extranjerizante, resulta ser un verdadero y fiel seguidor de una larga tradición que hunde sus orígenes en el Barroco español. Porque leyendo este libro he creído ver en esas largas frases, el perfecto contenedor para dejar salir al narrador omnisciente, el mismo estilo que se esconde bajo la prosa de Cervantes, un estilo que de tan amplio permite dar cabida a la crítica social, a la censura de su tiempo, a la nostalgia o la esperanza, sin perder nunca de vista que, en todo caso, su función ha de ser la de entretener, captar la atención del lector y, por tanto, ayudarle a entrar en el mundo narrado.
Y de esto Cervantes sabe mucho, Javier Marías no le va a la zaga. Y no se trata de poner a la misma altura ambas obras, tan solo reconocer una similitud de estilo y poder colocar, al fin, a nuestro autor más anglófilo dentro de lo que seguramente también más valoraba, nuestras letras más clásicas.
También ahora puedo reconocer la voz del narrador, distinta de la del protagonista, al modo de los apartes del teatro clásico, reflexiones que van dirigidas al lector, al público. Asimismo, este texto ha sido un perfecto modo de reconocer el papel del humor dentro de la obra de Marías. A raíz de su fallecimiento, a través de los recuerdos de amigos y conocidos, ha aflorado esa vía cómica, una cierta nostalgia por el mundo de la infancia, por los soldaditos y el disfraz, la impostura y la farsa. Y en estas páginas hay escenas hilarantes, contadas con su seriedad formal, tan solo para exacerbar aún más ese efecto cómico. Así, por ejemplo, su descripción de las high tables, esas comidas ceremoniales de Oxford, donde toda pompa y circunstancia termina derrumbándose en su propia ridiculez. En otra escena en la que viene a describirse una especie de guateque y que no deja de ser tan cómica como la película homónima.
Hasta el momento no hemos descrito mínimamente el argumento de la novela. Pero poco puede decirse al respecto. Un joven profesor español acude a Oxford durante dos cursos lectivos y es ese periodo del que nos habla este protagonista, ya regresado a España, ya con una vida creada, mujer e hijo, rememorando ese pasado con motivo del conocimiento de diversos fallecimientos de algunos de los allí conocidos.
Esos dos años juegan como una especie de paréntesis y de suspensión del tiempo en la vida del profesor. Casi podríamos hablar de periodo iniciático si no fuera porque apenas hay experiencias trascendentes, tan solo las que aquél toma por tales. Y quizá sea siempre así, lo que nos acontece solo toma relevancia e importancia capital en función de cómo se lo tome cada uno. Lo que para algunos puede resultar un acontecimiento transformador que modelará el resto de su vida, para otros puede revelarse como mera anécdota.
Y en esto Todas las almas refleja tanto en el protagonista como en el autor el efecto de esos dos años. Para Marías, sin duda, ese viaje significó mucho y le permitió alumbrar ese mundo literario tan personal que ya no abandonará. Un efecto transformador que también sirve para el narrador de la novela, que ya vuelto a Madrid, rememora y reconstruye aquel pasado, esos dos años, con cierta extrañeza y distancia, casi como una fábula que debe narrar para creer cierta.
Y dado que estamos ante una suspensión del tiempo, un momento en el que podemos adoptar una vida que no es la nuestra porque sabemos que nadie nos la reclamará cuando regresemos a nuestro vivir habitual, pueden sucedernos extrañas historias como el descubrimiento de viejas historias del servicio secreto británico o de la pequeña comunidad, secta tal vez, seguidora de autores malditos y extraños, como ese John Gawsworth al que posteriormente tanto deberá Marías al heredar el trono del reino de Redonda, nuevo punto de contacto y fusión entre narrador y autor.
Poco nos importa que en la novela, ya se ha dicho, apenas pase nada, ni tan siquiera que prácticamente todos los personajes se expresen de similar manera, sean refinados profesores, libreros de viejo o transeúntes. El lenguaje juega un importante papel en la novela, pero no a modo de diferenciación, tan solo para nuevas reflexiones, para marcar la distancia entre el idioma propio y el adoptado, el inglés, para ver cómo lo emplean en nuestros días esos viejos profesores que todo lo que saben de España es lo leído en las obras de Tirso de Molina, con sus arcaísmos y sus petulancias trasnochadas, o el modo de adjetivar del experto en Valle-Inclán.
Todas las almas es uno de los colegios o fraternidades de Oxford (All Souls) y de aquí toma el nombre de la novela Javier Marías, si bien, el lector será tentado para creer que el nombre también hace alusión al desnudamiento de los personajes que pueblan el texto, al modo en que afloran sus más íntimos deseos o la negación de los mismos (hablamos de británicos, no se olvide). Porque, de manera sorprendente pese a lo dicho hasta ahora, aunque apenas si pasa algo, a que todos se expresan de manera algo impersonal, la verdad es que Marías logra hacer de todos ellos personajes vívidos, reales, tangibles, almas que pasan por la vida de Marías, como él pasa por la de ellos, como todos somos paseantes de las vivencias ajenas.
Cierro el libro con ganas de más, con la sensación de estar tan solo en el prólogo de una historia que ha de venir, y esa historia se encontrará en muchos de los restantes libros de Marías, a los que bien podría aplicarse el mismo título, ese de todas las almas, porque de eso trataba la obra de Javier Marías, de las almas, las nuestras y la suya.
ResponderEliminarHola, no he leído a Javier Marías pero con la reseña provoca acudir a su bien dotada capacidad de enganchar al lector , un abrazo.
Es un autor muy recomendable y este libro una perfecta introducción. Gracias por el comentario.
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