26 de septiembre de 2023

El imperio del sol (J. G. Ballard)

 


 

J. G. Ballard es conocido por sus obras de ciencia ficción, algunas con notable difusión como Crash, gracias a su versión cinematográfica. En la mayoría de ellas presenta imágenes de un futuro distópico avanzando temas en su tiempo aún incipientes como el cambio climático.

Sin embargo, en 1982 publicó una novela de un cariz diferente, El imperio del sol (Alianza Editorial, traducción de Carlos Peralta), se basaba en sus propias experiencias personales durante la Segunda Guerra Mundial que pasó internado en varios centros de prisioneros japoneses tras la caída de Shanghái.

Los padres de Ballard, ingleses residentes en Shanghái, tenían una vida privilegiada, con su gran mansión, sus criados, jardinero, chófer, su pequeño gueto en el que no faltaba un club de campo, elegantes fiestas de disfraces, colegios propios,…. Pero todo esto se desvaneció con el ataque japonés a Pearl Harbour. Ballard pasará toda la guerra en diversos campos de prisioneros junto a sus padres hasta la derrota nipona.

 

Estas traumáticas experiencias han sido modeladas para volcarlas en una trama novelesca en la que se acentúan los aspectos dramáticos y los esperanzadores. Comenzando por la vida del protagonista, trasunto de Ballard. Jin, un muchacho de 11 años, que a diferencia del autor, queda separado de sus padres en los primeros días del conflicto, no volviendo a reencontrarse con ellos hasta el fin de la guerra, debe vagar por las calles de Shanghái, durmiendo en casas abandonadas y comiendo los restos que han dejado sus habitantes en la huída, esquivando la animadversión de los chinos, de otros emigrantes europeos, todos luchando por migajas.

Es en esa terrible lucha cuando comprende que es la cercanía de los soldados japoneses lo único que puede realmente protegerle. Es el único orden, brutal, arbitrario, asesino, pero orden al fin y al cabo, al que puede acogerse. Y así, tratará en varias ocasiones de entregarse a sus enemigos, con poco éxito. Mezclado con chinos inertes, franceses que se alegran de la derrota de su país y su actual situación de no beligerancia, los alemanes orgullosos, rusos blancos, judíos huidos de Polonia, y otros tantos, entre los que se perderá Jim, tratando de no caer en manos de ninguno de ellos. Es así como se topa con dos marinos americanos, embarcados en una carrera por el robo y el contrabando.

Uno de ellos, Basie, parece encapricharse del chaval, y así es cómo comienza una extraña relación entre ambos. Jim sabe que Basie puede traicionarle sin mayor problema si así le conviene, pero también comprende que, en tanto le resulte útil, haga trabajos que él no pueda realizar, se preocupará por él. Cuando finalmente son capturados por los japoneses y enviados a un campo de internamiento, Jim podrá compaginar su lealtad a Vasie con la de otros tantos prisioneros que le tomarán bajo su cuidado o abuso. Tan solo el doctor Kramer parece sentir un sincero interés por Jim, una preocupación y confianza en que el muchacho logrará salir adelante.

Porque Jim, en su extrema debilidad e inocencia, deberá hacer inmensos esfuerzos por equilibrar sus propias necesidades, el hambre que pasa, su sanidad mental, con las ayudas a otros prisioneros, exponiéndose en ocasiones incluso al castigo o muerte por parte de los japoneses, tan solo para congraciarse con sus padrinos.

Jim comprende que solo esa red de relaciones confusa y compleja le permitirá sobrevivir. Su pequeña mente luchará por dejar a un lado muchos de los principios que aprendió en su niñez, superada repentinamente y sustituida por una madurez insospechada. Pero en Jim no todo es cálculo e interés, siente auténtico deseo de agradar, de ayudar, siente compasión por los enfermos del hospital, que fallecen bajo sus ojos, mientras se pregunta sobre el momento exacto en que el alma abandona al cuerpo, mientras los demás prisioneros tan solo se preocupan por despojar al muerto, aún caliente, de cuanto puede resultar de provecho, sea la ropa hecha jirones, los zapatos deshechos o las piezas de oro de la dentadura.

 

 

 

Y Jim, que siempre ha adorado los aviones, que admira a los pilotos japoneses, su valor, y que cree aún en un mundo de caballeros, pugna con un síndrome de Estocolmo confuso en el que llega a desear que la guerra no concluya, temeroso de la visión de sus padres, cuyos rostros ya ha olvidado y que ha sustituido por la foto de unos desconocidos cortada de una revista. Pero también teme el fin de la guerra, el orden desquiciado y la jerarquía del campo, en el que los prisioneros pueden volverse contra ellos mismos, en una lucha despiadada, y aún más cruel que la padecida a manos de los japoneses, y teme también la muerte que puede llegar cuando los nipones pierdan la guerra y traten de exterminarlos para borrar las huellas de sus crímenes o cuando los chinos traten de tomarse venganza de todos cuantos les han odiado, sean japoneses u occidentales, teóricos aliados.

Y es en esta compleja personalidad que se va forjando en Jim en lo que se basa la fortaleza de la novela, en no admitir blancos y negros, en actualizar el modelo de trama dickensiana, pero trayéndola a un mundo que ya no admite más esperanzas que las de un niño que se aferra a un conjunto de mentiras y verdades a partes iguales como único medio de no enloquecer, de mantener la cordura y cierta idea de moralidad, que contempla horrores, que se ve rodeado por la muerte, que cree ver el resplandor de la bomba de Nagasaki como un anuncio de un nuevo tiempo, como así fue, y que, por tanto, tiene todos los elementos de un David Copperfield, de un Oliver Twist, pero sin su blancura, sin ese paisaje de fondo en el que podemos encajar a muchos de sus personajes en un lado u otro. Aquí, ni tan siquiera el doctor Kramer es constante en su interés por Jim, en su rectitud para con todos, aunque sea quien más puede actuar como una referencia moral para el niño.

Ni siquiera Jim escapa a estas dualidades. En ocasiones, sus pensamientos nos resultan incomprensibles, sus acciones grotescas y sin sentido. A veces podemos compartir sus pasiones, pero a ratos creemos que ha perdido definitivamente el juicio, nos exaspera su afán por tratar de no tomar partido, de sobrevivir en suma. Y es que la brutalidad del ambiente trastornará de algún modo la mente de Jim, le hará caer en ensoñaciones, que no tienen otro fin que protegerle mentalmente, le llevará a aferrarse a cualquiera que pueda ofrecerle un mínimo de calor sin llegar a engañarse totalmente de los motivos. Y, pese a ello, este niño que se hace hombre durante los años del conflicto, no renunciará a un pequeño puñado de certezas. Es en este reducto de humanidad donde podemos identificarnos con él, con su dolor y sufrimiento, con sus insensateces que sabemos debidas solo a esa coraza que crea a su alrededor, para no enloquecer.

Y esa identificación no es tanto sobre cómo actuaríamos en su mismo lugar, uno ya tiene  sus años, sino que en mi caso, es a través de mi hijo, solo un año mayor que Jim cuando estalla el conflicto. Con su misma terquedad y fuerza interior, pese a que sus actos externos a veces parecen desmentirla, Pablo parece movido por extraños motivos, tal vez con el mismo impulso de dar coherencia a su mundo interior, con desconcierto de cuantos le rodeamos y acompañamos en ese complicado periodo de la preadolescencia, que nos coja Dios confesados...

Pero es precisamente esa comparación con mi hijo lo que me ha permitido sentir como propia la aventura de Jim, como totalmente verosímil, como admirable y formidable aventura de un ser humano cuya vida se aferra al último hilo de esperanza, con tanta fuerza y pasión, con una inocencia tan desarmante, que logra salir adelante contra todo pronóstico, contra toda razón.    

 

Tal vez esta obra sea más conocida gracias a  la película dirigida por Steven Spielberg del mismo nombre, y aunque sus imágenes son evocadoras y se respeta con pulcritud gran parte de la novela, lo cierto es que el libro aporta una mayor profundidad, una mezcla de malestar e incomodidad, de empatía y amor que desmienten el famoso adagio de que una imagen vale más que mil palabras, porque son las imágenes que nuestro cerebro crea las que se vuelven memorables e imperecederas, como lo será para mí la vida de este heroico Jim.



14 de septiembre de 2023

Rojo y Negro (Stendhal)

 


 

Cuando uno lee un libro y trata de reflexionar sobre la obra, lo hace inevitablemente desde esa perspectiva pasiva, como receptor del mensaje, intérprete de lo leído y siempre en función de lo que ha sentido y elucubrado durante la lectura. Sin embargo, en demasiadas ocasiones olvidamos lo que realmente es el origen último del libro, su autor y el proceso de escritura del texto que nosotros leemos pero que antes alguien ha tenido que escribir.

Y es desde este punto de vista como podemos percibir en autores como Stendhal y libros como Rojo y Negro (Editorial Alba, traducido y anotado por María Teresa Gallego Urrutia) el inmenso goce de la escritura, el placer por demorar las tramas, reflexionar y agotar las exposiciones, reproducir las conversaciones incluso en sus repeticiones y circunloquios más prescindibles; los paisajes pintados con la misma minuciosidad que los rasgos de carácter del protagonista o las tensiones entre los personajes.

Así, como es el caso, podemos adivinar el goce del autor al escribir y su enérgica voluntad para no perder ese entusiasmo hasta la última página, y cuando todo ello va unido a una pasmosa facilidad por narrar de manera sencilla pero efectiva, directa pero elegante, fluida pero íntima, nos encontramos ante una obra maestra.

Y todo ello sin que necesariamente el asunto tratado realmente nos atraiga de una manera especial o que los personajes susciten en nosotros una simpatía que nos lleve a empatizar con sus desvelos. Incluso cuando desconocemos gran parte de los acontecimientos históricos que subyacen a la trama y que tan importantes resultaban para el autor pero que en su día, no precisaban ser explicitados por resultar de común conocimiento a la fecha de la publicación de la obra.

Comencemos por este punto. Tras la derrota de Napoleón en Waterloo, se produjo la restauración en el trono de los Borrones, en la figura de Luis XVIII, sobrino del decapitado Luis XIV. A Luis, le sucedió Carlos X. El extremismo de gran parte de sus partidarios, que lucharon por reducir aún más la participación de las clases burguesas en el gobierno, en un tiempo en el que el desarrollo industrial estaba comenzando a despegar, trajo una serie de tensiones entre los partidarios de una apertura, bien al modo de la monarquía británica, bien al de un nuevo Napoleón, y quienes querían el regreso al Antiguo Régimen.

Una serie de revueltas en París durante tres días de 1830, fuerzan el derrocamiento de Carlos X y se entrona a Luis Feñipede Orleans como nuevo monarca, un rey burgués de efímero reinado.

Julien Sorel, el protagonista de Rojo y Negro, es hijo de un acaudalado carpintero de una población inventada, Verrières, en el Franco Condado. Sus escasas dotes para el trabajo físico y su despierta inteligencia le acercarán a los estudios bíblicos y a una más que probable ordenación, gracias al interés que se toma un sacerdote local. Así, merced a sus estudios de latín y teología, pronto consigue el puesto de preceptor de los hijos del alcalde de la población y comienza así una carrera en la que se verá de continuo catapultado a las más altas posiciones hasta formar parte del servicio del marqués de La Mole, a cuyas órdenes realizará diversas labores políticas en favor del partido de la reacción.

Pero, pese a lo que podamos creer, Sorel realmente no parece en su fuero interno un ferviente seguidor de dicho bando. Antes bien, admira a Napoleón y lamenta no haber nacido unos años antes para haber formado parte de su ejército y obtener así la gloria. Con su elevada inteligencia y su desmesurada autoestima, no renuncia a esa fama y reconocimiento, si bien, en estos tiempos, deberá buscarla entre unas clases a las que desprecia en secreto, pero de las que tratará de aprovecharse para medrar.

 

 

 

Sin embargo, no las desprecia hasta el punto de renunciar a sus ventajas ni, muy especialmente, a enamorarse y enamorar a las esposas fieles y devotas de sus señores.  Se nos presenta así el amor romántico, casi un preludio de la literatura que estará por llegar pocas décadas después. Stendhal anticipa esa mezcla entre deber y deseo, hipocresía y sinceridad, freno y pasión, que tantas obras repitieron a lo largo del siglo XIX.

Pero todo esto no deja de ser una sencilla suposición porque nada queda claro en el texto. En ocasiones podemos inclinarnos a pensar así, en otras podemos creer que Sorel solo busca el amor en las mujeres que en su infancia le fue negado o que su ambición sin freno puede más que las razones del corazón, que sus conquistas son tan solo una herramienta más en su egoísta vida y que, como el protagonista de la canción de los burgueses de Jacques Brel, él es partidario, por encima de todo, de sí mismo.

Porque, si algún mérito tiene este libro, ése es el de cerrar la última página y no tener una respuesta definitiva. Este Sorel nos sigue resultando tan inaprehensible como lo es nuestro vecino de arriba, al que vemos todos los días, del que conocemos gran parte de su vida pero del que no podemos decir con seguridad en qué cree realmente. Algunos lo llaman novela sicológica pero, en realidad, es realismo simple y puro ya que todos deducimos la psique del prójimo tomando torpemente como referencia lo que afirman y sus actos, un acertijo que no suele tener forma de contraste.

Éste es el nudo gordiano de la novela sicológica, de Rojo y Negro, ése ir y venir entre un extremo y otro sin saber cuál es la verdadera intención, y todo ello pese a los alardes de diálogos interiores que, cuanto más extensos, más a confusión nos llevan. Y si alguien, llegado el final del libro, con el giro de acontecimientos de los últimos capítulos, cree aclarado el misterio, deberá antes bien meditar sobre las largas y apasionadas páginas que preceden y en cuál de todas ellas se recoge el alma de Sorel, igual que ninguno de nuestros actos da testimonio completo de la nuestra.

 

28 de agosto de 2023

El cuerpo humano (Bill Bryson)


 

El cuerpo humano (guía para ocupantes), publicado por RBA en 2020, continúa la increíble saga de Bill Bryson, en su afán enciclopédico por ir cubriendo diversos ámbitos tanto de la historia, como del conocimiento o de la sociedad con su estilo acostumbrado, parte irónico y accesible, parte descriptivo.

En este caso, la atención de Bryson se centra en nuestro propio cuerpo, sus partes y órganos, las enfermedades que lo aquejan, la historia del conocimiento y estudio del mismo, de las vacunas, los remedios y una breve perspectiva del futuro que nos espera.

El libro se organiza en capítulos que van revelando cada una de las partes del cuerpo, casi como el índice de un manual escolar de ciencias: la piel, el pelo, el cerebro, la cabeza, la boca, y así sucesivamente. En cada una de ellas, Bryson comienza con una descripción básica, más o menos conocida para el lector según esté familiarizado con este mundo, para pasar después a la parte en la que puede lucirse del modo en que acostumbra a hacerlo.

Así, Bryson sabe combinar anécdotas y curiosidades que acercan el conocimiento al lector de un modo que una fría descripción no permite. Nos cuenta cuánto cuesta en una droguería el conjunto de elementos químicos que forman el cuerpo humano, o nos explica los diferentes e interesantísimos estudios que llevó a cabo el ya clausurado Centro para la prevención del resfriado de Inglaterra.

También nos lleva a una mesa de disección y se adentra en ese pantanoso mundo en el que el cuerpo de un fallecido era una especie de reliquia sagrada que no podía ser cortado, sajado, desollado, decalvado mutilado y demás de perversidades atroces para lograr un conocimiento que se revelase útil para quienes seguían vivos. Porque esa mezcla de religión, moral y medicina es la historia de esa lucha continua entre el avance científico y sus resistencias.

Y es sobre esta tensión sobre la que las mejores historias surgen. Comprender cómo entendían nuestro cuerpo y sus enfermedades nuestros antepasados nos habla de cómo eran y de cómo hemos cambiado. Podemos correr el riesgo de tomar a la ligera sus prejuicios y supercherías pero precisamente conocer la Historia nos debe hacer comprender que lo que hoy tomamos por cierto no se corresponderá exactamente con la verdad que se hará evidente dentro de unos decenios. Más aún, en estos tiempos de pandemias, podemos ver ciertos hilos que nos atan irremediablemente a ese pasado que tan ajeno creíamos. Por sabido, no deja de ser interesante volver a conocer cómo nace la vacuna contra la viruela en Inglaterra, gracias a las observaciones de Edward Jenner y el ordeño de las vacas. Tampoco es desconocido el modo en que Fleming descubrió la penicilina, tal vez el descubrimiento que más vidas haya podido salvar.

Tampoco olvida al incomprendido Semmelweis que propuso la increíble teoría de que los médicos y parteras, por su falta de limpieza antes de atender a una parturienta, eran los principales causantes de la muerte en las madres y los recién nacidos. La ofendida clase médica de mediados del siglo XIX no podía admitir su propia culpa y falta de higiene en un tiempo en el que el conocimiento sobre las bacterias apenas era un esbozo. Otro tanto le ocurriría a Joseph Lister, a quien podemos considerar el padre de los antisépticos, cuyos métodos redujeron drásticamente la mortalidad en los hospitales tras las intervenciones quirúrgicas.

 

 

Y así seguimos conociendo las luchas y logros de conocidos o injustamente ignorados científicos como Curie o Pasteur, pero también Jonás Salk, de un modo ameno pero riguroso, según se puede constatar en las abundantes notas que jalonan el texto.

Pero estos brillantes científicos no quedan exentos de los pecados del resto de sus congéneres, en particular de la soberbia y la envidia. Bryson también repasa las peleas que rodean la concesión del Nobel de Biología o Medicina, las patentes mal registradas o las rupturas de todo tipo por atribuirse de manera exclusiva un logro colectivo.

Estas miserias humanas no pueden ensombrecer lo que es un hermoso y vibrante paseo por la evolución en el conocimiento del cuerpo humano, verdadero fin de este libro. No deberá servir para cubrir lagunas científicas o conocimientos específicos puesto que para ello podremos consultar mejores textos. Pero sí nos dará luz y contexto para conocer cómo hemos llegado a nuestro punto actual de autoconocimiento y cómo hemos evolucionado en la relación que tenemos con nuestro cuerpo, sea a través del tratamiento de sus enfermedades o de los avances científicos que abren un nuevo mundo de oportunidades y retos que cuestionan aspectos éticos que se tenían por firmes hasta no hace mucho.

Podemos hacer de augures y vaticinar que, en breve, después de recorrer todo lo que de  tangible hay en nuestro cuerpo, Bryson se lanzará a realizar un viaje similar a todo lo que de inmaterial y espiritual cobija este cuerpo físico. Seguro que volverá a sorprendernos con su acumulación de datos, anécdotas y detalles que hacen de la lectura de sus libros todo un acontecimiento.
 
 

17 de agosto de 2023

Miss Merkel. El caso de la canciller jubilada (David Safier)

 
  


David Safier es un conocido autor alemán  de libros cómicos. Su primera novela, Maldito karma, dio inicio en 2009 a una impresionante sucesión de éxitos de ventas. Más recientemente ha tratado de repetir el éxito con el inicio de una saga que, a día de hoy, cuenta con dos títulos, pero que probablemente pueda extenderse a unos cuantos más.

La historia es simple pero efectiva. La protagoniza la ex canciller Angela Merkel, recién jubilada y retirada a un pacífico y bucólico pueblo de la Alemania más profunda, en el que trata de recuperar el tiempo perdido junto a Sauer, su marido fiel y algo asocial, su guardaespaldas sufrido y un pequeño perro carlino que le han regalado al despedirse de la cancillería con la noble intención de que los paseos diarios metan en cintura sus kilos de más y al que, menos noblemente, han bautizado con el nombre de Putin.

Pues bien, la gracia de todo este ingenio se encuentra, al menos en este primer volumen, en que la pacífica y bucólica vida rural se ve alterada por un supuesto crimen al poco de la llegada de Miss Merkel. Y, claro está, algo aburrida y necesitada de emociones fuertes, toma por su propia cuenta las riendas de la investigación, tratando de emular a los sabuesos clásicos del género como Poirot o Holmes, pero tendiendo más bien a una miss Marple teutónica.

Sin duda, muchas de las referencias a la canciller tienen que resultar evidentes para cualquier lector alemán, pero no tan obvias para los que solo la hemos visto periódicamente en los telediarios y poco más. Esto, lejos de ser un inconveniente que nos hará perder alguna ironía de Safier, nos permite creer de forma más convincente en el personaje, al separar la Merkel real de esta anciana amiga de las tartas de manzana y los crímenes de sobremesa.  

Es, por tanto, mérito de Safier el lograr que el texto resulte totalmente inteligible para cualquier lector, en parte porque la trama sigue, con mezcla de homenaje y plagio al mismo tiempo, los pasos de las obras más clásicas del género. No solo Miss Merkel está apoyada por unos patosos y algo patéticos ayudantes, su marido y el detective, sino que debe luchar con su propia autosuficiencia, reconociendo ocasionalmente que también sus menos dotados colaboradores pueden tener mejores ideas que las suyas.

Y estas referencias se explicitan en el libro con menciones directas a obras como Asesinato en el Orient Exprés de Agatha Christie o las menciones a Sherlock Holmes casi constantes. Pero Merkel no es aún una preclara detective, muchas de sus pesquisas concluyen en fracaso y sus intuiciones se revelan tan falsas como las pistas del presunto asesino. De aquí parten muchas de las situaciones cómicas que marcan el tono general de la obra.

Dicho todo esto, el libro es un notable entretenimiento, y la idea es francamente brillante desde un punto de vista promocional. Safier ha creado un personaje nuevo de uno que ya existe, no necesita dibujar sus rasgos, definir su carácter o subrayar su apariencia física más allá de sugerir algo sobre la monotonía de las chaquetas y pantalones de cintura ancha. El personaje se nos hace entrañable al ver cómo lucha por reconstruir en un pequeño entorno rural su liderazgo perdido, cómo establece paralelismos entre las cumbres de la Unión Europea y el cóctel de bienvenida del noble local, en suma, cómo su experiencia política parece haberle servido tan solo para prepararla para este preciso momento y esta concreta investigación.

Sin duda, Safier juega conscientemente con el oculto deseo del lector de mofarse de un personaje tan célebre y no precisamente simpático, que se lo pregunten a los griegos. De poner a su protagonista en situaciones comprometidas, en contextos en los que se humaniza su figura aún a costa de hacerla desdecirse de alguna de sus convicciones políticas.  

 


 

Y aquí se abre inevitablemente la duda de si todo esto hace el libro más interesante para los lectores no alemanes que para los que tienen una experiencia de la canciller de primera mano. De si estos serán capaces de separar sus opiniones políticas de su juicio sobre este detective aficionado. Y, del mismo modo, uno se pregunta qué ocurriría si este libro trajese consigo una franquicia similar para políticos de otro país, y cuáles serían los más probables candidatos entre nuestros ex dirigentes.

Y tras pensar un poco, la verdad es que cualquiera de los candidatos, en su cierta fatuidad y distancia, en su frialdad y soberbia, harían un estupendo papel cómico, aún a costa suya. Quién no pagaría por ver a un Zapatero, un Aznar o un Rajoy tratando de encontrar al asesino del dueño de un comercio de telas de Ciudad Real, sin ir más lejos, poniéndose en evidencia, rebajados al trato con mundanos y no siempre amables ciudadanos que han sufrido sus políticas, que escapan del atrezzo que los equipos de propaganda que organizan en torno a sus confundidos líderes.

 

Porque, en el fondo, todo político que deja su cargo, y que vive de lo que fue (sea o no Registrador o conferenciante de  astronómico caché) siempre tiene ese aspecto medianamente ridículo y patético, esa creencia de que realmente llegó a donde llegó no por los votos recibidos sino por la valía personal, ese punto de engreimiento fatuo que tan bien les encaja a todos ellos.

  • Miss Merkel. El caso de la canciller jubilada ha sido publicado por la editorial Seix Barral el pasado 2021 en la colección Biblioteca Formentor, con traducción de María José Díez Pérez. Como se ha dicho, el libro se lee de manera sencilla, entretiene y permite establecer paralelismos curiosos entre la política germana y otros ilustres compañeros de profesión. La trama es lo bastante liviana como para que no se ponga a prueba la perspicacia del lector a la hora de destripar el crimen y anticiparse a la venerable Merkel, porque el disfrute no está en destapar al asesino, si lo hubiere, sino en seguir los pasos de Merkel haciendo tartas de manzana, agachándose para recoger las cacas de Putin, contándonos cómo se enamoró de Sauer o ayudando a su alelado guardaespaldas a superar sus traumas de amor, quién se lo iba a decir.

 

 

25 de julio de 2023

Con destino a la gloria (Woody Guthrie=



 

I

Mi primera noticia sobre este libro y su autor llegó a través de una de esas biografías sobre Dylan confeccionada a base de retales tomados aquí y allá, con innumerables lagunas y bastantes inexactitudes que ofrecía en los años setenta la editorial Júcar.

En ella se decía que Dylan decidió emular a Woody Guthrie tras leer Bound for Glory, y por ello se mudó desde Minnesota a Nueva York para poder visitar a su héroe que, por aquellas fechas, se encontraba ingresado en el Greystone Park Psychiatric Hospital por la enfermedad de Huntington que finalmente le llevaría a la muerte.

La segunda referencia llegó al comprar el primer disco grabado por Dylan en el que se encuentran tan solo dos canciones propias, una de ellas, Song To Woody, un sentido homenaje a su mentor. Homenaje tan sentido que la propia melodía es tomada prestada sin mención en los créditos al propio Guthrie, a quien, por otro lado, el karma no le pudo llegar con sorpresa puesto que él era también un notable ladrón de melodías, como la que tomó para su más famoso y celebrado tema, This Land Is Your Land.  En Song to Woody, Dylan escribe sobre temas a los que no se prestaba atención especial en aquellos tiempos, como él mismo señala con cierta suficiencia, y refleja su deseo de tener un duro viaje, como el que Woody tuvo en los difíciles años cuarenta, junto a Leadbelly, Cisco, Sonny y otros tantos. El otro tema propio del disco es Talkin´ New York, otro título de resonancia woodyana, no solo por el título, sino por el paralelismo en ese viaje duro al que aspiraba la joven promesa y por el empleo del talkin´ blues al que tanto partido supo sacar Guthrie.

La tercera noción sobre Woody Guthrie llegó a través de un disco editado por Folkway Records homenajeando precisamente al cantante de Oklahoma, A Tribute to Woody Guthrie y Leadbelly. En este disco hay excelentes versiones de temas clásicos como Jesuschrist por unos U2 sorprendentes, Bruce Springsteen o el propio Dylan.

La cuarta parada la tenemos con la compra del primer lanzamiento de los Bootlegs de Dylan donde se encuentra el largo poema recitado en el City`s Town Hall de Nueva York y que lleva el significativo título Last Thoughts on Woody Guthrie, casi una letanía funeraria con la que Bylan tomaba el testigo de su maestro pasando página cuatro años antes del fallecimiento de su mentor.

Saltamos en el tiempo y llegamos al descubrimiento tardío de Pete Seeger, sorprendentemente, y si no recuerdo mal, a través de The Byrds. Y según conozco más de su obra, descubro que, a comienzos de los años cuarenta, formó parte de The Almanac Singers, un grupo de transgresores, que años después sufrieron la venganza del senador McCarthy,  en el que también participó Woody Guthrie. De hecho, la influencia de éste en Seeger es tal que en su siguiente aventura musical, The Weavers, hizo una revisión frecuente de muchas de las canciones escritas por Guthrie y lo siguió haciendo en su posterior carrera en solitario.

Vamos cerrando el círculo y llegamos a la edición de Mermaid Avenue por Billy Bragg y Wilco, una excelente colección de canciones en tres volúmenes, creadas en torno a los manuscritos de letras que la hija de Guthrie entregó a Bragg para que les pusiera música puesto que fueron escritas cuando su padre ya no se encontraba en condiciones de grabarlas o musicarlas. Tal vez sea esta la única ocasión en la que algo relacionado con Guthrie ha obtenido un cierto reconocimiento por parte del público general.

  

  

 

 

II

 

Y así, después de muchos años, consigo una versión decente de este libro y puedo, al fin, conocer de qué va toda esta mitología. Entramos ya en el propio libro en el que, de manera novelada, Woody Guthrie narra diversos episodios fundamentales de su infancia y juventud, sus vagabundeos por las grandes líneas ferroviarias de la Unión, su pasión por la música, la vida en los campamentos de trabajadores y jornaleros de las grandes plantaciones de California a comienzos de los años cuarenta, los padecimientos de los obreros de las grandes obras públicas de la zona y su viaje a Nueva York, ya con la mira puesta en labrarse un futuro en la música de manera profesional, dejándonos a las puertas del momento en el que surgen los Almanac Singers.

 

El relato no es continuo sino centrado en episodios concretos a través de los que pretende revelar aspectos fundamentales desde su punto de vista para comprender ese periplo personal. Así, todo lo relativo a su madre, aquejada de la enfermedad de Huntington que le marcó de una manera trágica, no solo por la incomprensión de muchos de sus actos, sino porque él también se vería fatalmente afectado por la misma. Emociona la delicadeza con la que trata su enfermedad, cómo protege la reputación de su madre en el pequeño pueblo de Okemah, o el modo en que desarrolla la compleja relación con su padre, un emprendedor siempre buscando el progreso económico de la familia y que cayó sucesivamente en la ruina por el crack inmobiliario o por la burbuja del petróleo que terminó arrasando la vida y propiedades de pequeños empresarios que no pudieron competir con las grandes corporaciones del ramo.

Y es entre este padre, preocupado por lo material, y una madre, más inclinada a lo espiritual, hacia un sentido de la justicia casi evangélico, lo que conforma el carácter de Guthrie, que terminará por inclinarse del lado materno, una vez muerta ésta, una vez envenenado su futuro por la pobreza y miseria, por la migración forzada y por ver a todos sus conocidos hundidos en el alcohol, la depresión y la muerte en poblados que crecen sin control por la irrupción del petróleo, y que terminan abandonados al poco y dejados sus primitivos habitantes en una miseria infame que les fuerza a la migración.  

Muchas de estas historias son seleccionadas sin duda por su valor referencial, fundacional se podría decir, para el propio Guthrie. Así, tenemos el crudo episodio del incendio de la casa familiar que se convierte en premonición de lo que terminará por ocurrir nuevamente en su vida posterior ya que Guthrie perdió a su hija Nora precisamente en otro incendio doméstico.

 

El proceso de su conversión en activista político también queda puesto de manifiesto. La convivencia con campesinos que se ven obligados a abandonar sus trabajos en el medio oeste por la sequía y la famosa tormenta de polvo que a mediados de los años treinta vino a sumarse al crash bursátil para arrastrar al país a una situación de miseria casi tercermundista. Tan solo la atracción de las tierras del oeste, de la rica California, esa tierra de promisión que se convirtió en destino para muchos, como los protagonistas de Las uvas de la ira de Steinbeck, parecía ofrecer un futuro mejor, aunque pronto descubrieron que la riqueza de aquella tierra no era para todos.

 

Y así podemos entender el germen de canciones tan emblemáticas como This Land Is Your Land o Pastures Of Plenty, las odas a bandidos al estilo de Robin Hood como Pretty Boy Floyd o Jesse James e incluso las numerosas baladas sobre la Dust Bowl.

 

Pero el libro sirve no tanto para entender la vida y obra de este músico genial, sino para comprender una época, no desde el punto de vista de un literato laureado con el Nobel sino para conocer de primera mano un tiempo y unos hechos, una crudeza y una violencia sorda que el romanticismo de la Generación Beat y el mito de En la carretera solo contribuyeron a desdibujar, sepultando sus implicaciones sociales y políticas.

 

Bound For Glory es la obra de un autor sin especial educación literaria o sin demasiadas lecturas previas. Y con estos antecedentes resulta sorprendente la fuerza expresiva del texto, la contundencia de sus escenas, la fuerza narrativa de sus diálogos. El dramatismo de los personajes con los que Woody se cruza, que lejos de hacerlos irreales, les dota de una mayor presencia, los convierte en portadores de una verdad directa y sin ambages.

 

Pero, ¿dónde pudo encontrar Guthrie inspiración literaria para este logro imposible en apariencia? Sin duda, en la propia música y en las historias orales que corrían por las vías del ferrocarril con la misma intensidad que el licor de jengibre con el que muchos se intoxicaron en los días de la Ley Seca. Ésta es la tradición popular que fue absorbida por Guthrie, asimilada y regurgitada en forma de canciones  que tomaban prestadas imágenes y metáforas, ritmos y melodías, indignación y ternura, en una sabia combinación que impactó a quienes le escuchaban.

 

Es de ese lenguaje popular del que se nutre esta obra, de la larga tradición de canciones de canto y respuesta, con sus largos pasajes de estilo directo en el que la canción reproduce el parlamento de los protagonistas, al modo en que aún hoy los abuelos, los ancianos del lugar, cuentan las historias (...y yo le dije, y ella me contestó, …).  

 

Aunque Bound For Glory sólo parece ofrecer interés directo para quienes quieran conocer la época o al personaje, lo cierto es que darle una oportunidad al libro es tomar un riesgo escaso y acceder a una joya, no sé si necesariamente de la Literatura, de la antropología o de un género mixto, pero joya al fin y al cabo. Solo queda preguntarse por la gloria a que parece estar destinado el autor según el hermoso título del libro. Sin duda, puede resultar tentador atribuir a la ironía semejante destino, si bien, resulta más probable creer que el concepto de gloria, de triunfo, que manejaba Woody Guthrie no era el mismo que el de sus contemporáneos, tampoco el de nuestros días. Pero como muchos de los protagonistas de sus canciones, como Tom Joad, no todos hemos nacido para ser medidos por las mismas reglas.

 

 

 

 

III
 

Mi aproximación a la obra musical de Woody Guthrie es, al menos, ambigua. No puede decirse que se trate de un gran intérprete. Su ritmo es, en el mejor de los casos, desafiante, y en la mayoría, opuesto al de un metrónomo. Su voz es monótona y carente de matices, su modo de emplear el pulgar podría definirse como errático o indisciplinado para no herir sensibilidades. Su variedad de registros tiende a ser indistinguible. Ni siquiera podría decirse que sus letras desplieguen una belleza que haga palidecer el resto de limitaciones.

Y, sin embargo, algo debe tener su obra para que su legado sea inmensamente mayor que el impacto directo que tuvo en su tiempo, para que su influencia se haya dejado sentir en artistas tan variados y reputados, tan célebres u oscuros, que le veneran como a un padre, una referencia casi mítica.

En un intento por diseccionar las raíces de este impacto podemos remontarnos al papel de los juglares, de los poetas itinerantes, de los romances de ciego o de las coplas que narraban acontecimientos populares actuando como factores de difusión de historias que, de otro modo, no hallarían eco en los grandes medios, en el gran discurso. Un modo de dar voz, de visibilizar, como diríamos ahora, otras realidades.

Guthrie dio voz a toda una generación que debió dejar sus granjas, sus más o menos aceptables condiciones de vida, cuando llegó una crisis económica, cuando llegó la miseria al campo, la dust bowl, cuando los vagabundos saltaban a los trenes en mercancías para ir de un sitio a otro, cuando California se convertía en una tierra de promisión a la que era complicado llegar y en la que, tras el polvo del camino se dejaba ver una realidad no tan hermosa como la que las noticias proclamaban. Una realidad que Steinbeck se preocupó de reflejar en el texto ya citado y que John Houston llevó a la pantalla expandiendo esas tristes historias.

Eso mismo lo hizo Woody Guthrie con sus canciones, pero de un modo más directo, más accesible. Porque Steinbeck no escribía para los okis, los emigrantes de Oklahoma, para los migrantes, sus personajes apenas podían saber leer, de ninguna manera emplear su dinero en comprar libros. Por contra, Woody cantaba para aquellos que no encontraban esperanza, para los que terminaban la jornada temiendo no tener trabajo al día siguiente, deseando que la noche no terminara nunca, añorando a los seres queridos que habían quedado atrás. Más aún, Woody era uno de ellos, no cantaba desde teatros fastuosos, lo hacía desde el camino, un camino más duro que el de Kerouac, más real y polvoriento y, por tanto, podía ser comprendido por aquellos que eran, al tiempo, protagonistas de sus canciones.

Esa autenticidad se veía reforzada por esa falta de adorno, por esa ausencia de refinamiento propio de los profesionales de la música. Sus temas debían ser directos, lanzarse pronto al subconsciente de sus destinatarios, convertirse en himnos fácilmente transmisibles, debían convertirse en soflamas con las que arrojar baldes de esperanza a vidas que ya la habían perdido, debía dibujar pastos de riqueza, un país que fuera de sus habitantes, ... Para ello reivindica figuras como bandoleros al estilo de Robin Hood, al Jesucristo que expulsa a los mercaderes del templo, o a supuestos banqueros buenos.

Y precisamente esa falta de aptitudes musicales tradicionales a que hacía mención anteriormente, pudo ser otro catalizador para muchos otros que vinieron después. Guthrie les enseñó a todos la valentía de dar un paso al frente, de no amilanarse ante otros, de que también el mundo era para los menos capaces, los que no tenían medios para llegar al gran público, y tal vez eso impulsó a Dylan a cantar como lo hacía, no diré que de manera hermosa, a hablar de lo que pocos hablaban en aquellos años. Quizá sea eso lo que ayudó a Seeger a sobrellevar sus terribles años de ostracismo y prohibición durante el macartismo, tal vez sea lo que atrajo a Joe Strummer o a Billy Bragg, a dar ese paso adelante que otros no se atreven a dar. Y quizá ese mismo ejemplo es el que sirve para quienes transitan por tiempos inciertos, pero con la esperanza que reflejaba Seeger en Tomorow Is A Highway, sin duda la mejor de sus canciones inspirada en el legado de su compañero de viaje.