29 de marzo de 2009

La carretera (Cormac McCarthy)


El viaje como metáfora, como símbolo de un proceso, una evolución, es una constante en la Literatura; clásicos son la Odisea, el Quijote o Los viajes de Gulliver. Sin embargo, han sido los norteamericanos quienes han creado una metáfora específica y propia de un país de grandes dimensiones, donde la Naturaleza es la norma y la Civilización, el confín. La carretera es el camino del progreso, de la unión entre comunidades dispersas, la promesa de una vida mejor; no en vano los caminos de hierro marcaron el avance hacia el Oeste y la progresiva inclusión de nuevos Estados a la Unión, al destino moderno y ordenado. Pero también, la carretera ha simbolizado la libertad, el deseo de huida, la esperanza de una salida, una Utopía.

Por ello, los viejos bluesmen cantaron a la carretera (la famosa ruta 61) que marcaba el viaje al Norte en el que las fábricas de automóviles hicieron olvidar las manos encallecidas por la cosecha de algodón, y los escritores de varias generaciones convirtieron a la carretera (la más famosa aún ruta 66) en el eje central de sus escritos (Kerouac o Steinbeck).

McCarthy retoma esta imagen de la carretera con un cambio sutil pero trascendental. Los protagonistas de esta novela (un padre y su hijo arrojados a un mundo desolado por una hecatombe de origen apenas intuido) se aferran a la carretera como único modo de sobrevivir. La carretera que les acercará al Sur, al calor y a la esperanza de que los rescoldos de un mundo abrasado aún sobrevivan. La carretera que hace del avance un esfuerzo menos penoso, que atraviesa ciudades abandonadas en las que poder rebuscar alguna conserva que a otros pasó inadvertida, que transcurre entre antiguas estaciones de servicio que guardan aceite en el fondo de bidones corroídos por la herrumbre. Pero es la misma carretera por la que viajan otros hombres que luchan por la supervivencia, que se alimentan de otros hombres, agotada toda provisión, que surgen como una última plaga bíblica cuando todas las demás han arrasado aquello que conocíamos y de la que lo único cierto es que hay que huir, esconderse, alejarse.

Ésta es la dicotomía que vertebra La carretera. La tensión entre la imposibilidad de alejarse de la carretera, de afrontar la naturaleza agreste que se extiende más allá de ella, de la promesa de una posible comida al final del día y el peligro cierto del encuentro con otros hombres que dejaron de serlo. La disyuntiva se aplica también a los hombres. La supervivencia es imposible por sí mismos, la marcha al Sur es, sin duda, la marcha al encuentro de otros, de un mundo posible, en el que haya esperanza de sobrevivir; pero al mismo tiempo, cualquier encuentro es una amenaza directa a sus vidas; la carretera es el camino de la vida y en él se puede encontrar la muerte.

Estas ideas resumen la brutalidad sobre la que los protagonistas caminan, con la que conviven, reforzando unos lazos de difícil comprensión pero que McCarthy sabe dibujar con unos diálogos mínimos, repetitivos, plenos de silencios y tremendamente efectivos para reflejar la realidad de un padre que trata de mantener la ilusión de un hijo cuando nada parece contribuir a ello, que trata de conservar su influencia, su autoridad cuando la realidad desdice sus palabras.

Padre e hijo, carentes de nombre, casi de pasado y probablemente de futuro, se apoyan mutuamente. El hijo es la razón de que el padre continúe en una huida que conoce imposible; el hijo es quien depende de su padre, no sólo para su sustento en este entorno hostil, sino para recibir una interpretación de una realidad que le desborda. Y aunque el padre no siempre lo consiga, aunque el hijo comience a hacerse sus propias preguntas, a sus palabras se aferra con fuerza.

Y junto a este punto de unión que representan ambos protagonistas, la legión de hambrientos, solitarios o en manada, tan sólo son lo ajeno, el otro, un enemigo a evitar o, si no queda otra alternativa, a combatir. La muerte de uno es la vida para otro por lo que queda poco espacio para una moral, para un sentimiento de compasión, de empatía. Y aquí es donde las explicaciones de un padre fracasan en su intento por recrear un mundo de orden que se rige por unas reglas que ya no son válidas, un mundo en el que los buenos (ellos y otros que están por llegar) se enfrentan a los malos y siempre vencen, no importa las penalidades que se sufran.

Tan sólo el niño a veces se preguntará si sólo ellos son los buenos en el mundo, si los que quedan detrás en la carretera, muertos, heridos o desnutridos, no serán también buenos en busca de una esperanza. Es en esos momentos en los que la relación padre e hijo parece a punto de saltar por los aires, siendo preciso cada vez un mayor esfuerzo para recomponerla.

Pero en esta fábula hobbesiana también queda espacio para el lirismo; para las descripciones de un paisaje, de recuerdos de otra época o de la antigua casa de la niñez; para la fuerte dependencia entre el padre y su hijo expresada sabiamente en breves diálogos llenos de emoción.

La obra se vertebra formalmente en breves retazos, a veces meramente descriptivos, en otras verdaderas secuencias que construyen episodios más amplios, ayudando a crear un sentimiento de apremiante urgencia, de inevitabilidad. En las primeras páginas,los pasajes son primordialmente descriptivos y esquemáticos, dibujando a pinceladas el fondo sobre el que se desarrollará el argumento. Sin embargo, en gran medida, el estilo de las primeras páginas (duro, de gran expresividad y viveza) se prolonga a lo largo de toda la novela, que en ocasiones puede parecer una sucesión de apuntes para una obra de mayor extensión; pero precisamente de ahí nace gran parte de la fuerza de La carretera, de ese paisaje grisáceo, cenizo, húmedo y ventoso, de la enemistosa Naturaleza y sus temibles habitantes. Mérito es de Luis Morillo Fort haber sabido trasladar esas características del texto original al castellano.

Algunos han visto en La carretera una incursión del autor en el mundo de la ciencia-ficción, pese a que nada en ella invita a creer que Cormac McCarthy se haya planteado como posible el escenario que describe; antes bien, creo (y, por tanto, puedo errar) que su intención es la de enfrentar a un hombre con la inmensidad, con lo incomprensible, con su propio destino sobre la Tierra, estudiar los motivos que le impulsan a enfrentarse a todo ello (cuando sabe que no queda esperanza (no pienso sólo en el padre y su hijo, sino en todos los que comparten su mundo y tratan de sobrevivir en él), la adaptación de la Ética y la Moral a dicho entorno y tantas otras cosas. En ocasiones, cierto simplismo se entrevera en las páginas, quizá la visión del hijo lo justifique, quizá simplemente la novela ofrece alternativas que el lector debe tomar o desechar, pero sólo quienes la lean tendrán el privilegio de juzgarla.

7 de marzo de 2009

Luces de Bohemia (Ramón del Valle-Inclán)



Valle-Inclán escribió con Luces de Bohemia la crítica de la España de su tiempo, sumida en una profunda crisis política que llevaría al fin de la Restauración y a la dictadura de Primo de Rivera. Pero la crisis política es sólo una más de las que cruzaban el día a día de los personajes de esta obra.

La crisis económica, originada tras el fin del empuje que supuso la neutralidad durante la Primera Guerra Mundial, ocasionó en las regiones más industrializadas, aquéllas que en mayor medida se habían beneficiado de la bonanza anterior, una conflictividad laboral que desembocó en huelgas generales, cierres patronales, asesinatos de líderes sindicales y empresariales. Como es inevitable, la crisis económica pronto derivó en crisis social espoleada por la reciente Revolución Soviética que planteaba una alternativa concreta al modelo decadente burgués y que, en aquella época, parecía un modelo practicable.

Por último, el ambiente cultural de los años veinte parecía caer por la misma torrentera que el resto de aspectos de la vida española. Faltaba aún un tiempo para la renovación que supusieron los jóvenes de la Generación del 27 y los ecos del Modernismo y otras corrientes vanguardistas no parecían haber topado con tierra fértil en esta España más favorable a las diversiones convencionales del folletín y la comedia costumbrista.

Por ello sorprende que Valle-Inclán, ya maduro, hijo de un tiempo que tocaba a su fin, feo, católico y sentimental, fuera el encargado de renovar la escena teatral española, nada menos que con un nuevo género que unió el aplauso de los críticos literarios con la aprobación (relativa) del público: el esperpento.

Según las manifestaciones del propio autor, el esperpento pretende mostrar una mueca, una realidad distorsionada, con el fin de hacernos ver aquello que ocultamos, aquello que somos pero no queremos admitir; la famosa imagen de los espejos del callejón del Gato, que nos devuelven una realidad que nos espanta. Y para dar forma y centrar este esperpento, Valle-Inclán crea uno de los personajes literarios más relevantes de toda la Literatura española del siglo XX, Max Estrella.

Este poeta, invidente y pobre de solemnidad, que malvive con diversas picarescas pero que es al tiempo engañado por otros pícaros, representa esa contradicción que Valle-Inclán denuncia. Se clama contra los políticos, la Iglesia, la falta de ética, las prebendas y favoritismos, pero la denuncia suena en ocasiones a mera provocación, a vacío hueco; los vociferantes, los jóvenes modernistas, don Latino, y el propio Max no parecen mejores que aquellos a quienes denuncian. ¿De qué sirve en sus bocas la palabra Justicia? Sólo algunos personajes, en especial el obrero catalán al que se aplicará la ley de fugas (escena sexta), la madre del niño muerto (escena undécima), parecen expresar los sentimientos más reales y nobles de toda la obra.

Max Estrella, inspirado parcialmente en la figura de Alejandro Sawa, pero en el que se pueden identificar otras fuentes de inspiración, recorre las calles de Madrid en una ronda nocturna trágica que nos permite atisbar la realidad social de la España de la época, desde una cárcel, al despacho de un ministro, la redacción de un diario o las más infectas tascas.

En todas ellas Max encontrará las pruebas de la decadencia que él mismo encarna, aunque con una mayor dignidad dado que él es uno de los pocos personajes que es capaz de ver la falsedad en que se mueve el resto. De su boca salen bravuconadas junto a profundas reflexiones que encuentran eco en quienes le rodean y jalean peri que, finalmente, le abandonan a su suerte.

Sin duda, la presencia y eco de Max Estrella van más allá de Luces de Bohemia y alcanza a significar cierta idea de nobleza en la caída, de fracaso utópico, de lucha imposible en un entorno pacato y ruin, la víctima de una sociedad irrespirable. Así, cada 26 de marzo, se celebra en Madrid la Noche de Max Estrella que recorre los lugares más emblemáticos por los que procesionó el poeta ciego en su última noche, con las correspondientes paradas y homenajes. Mérito es de Valle-Inclán haber logrado construir en pocas líneas una imagen tan sólida y perdurable.

Esta obra de teatro, paradójica desde su propio título (la bohemia que muestra está muy alejada de las luces que promete el encabezamiento, más aún, gran parte de su curso discurre en las horas nocturnas), conserva la frescura de las mejores páginas de Valle-Inclán, esas que han abandonado un cierto acartonamiento modernista y que se adentran en una concepción estética renovada. En este aspecto, merece destacar el lenguaje empleado en la obra ya que recoge modismos propios de los personajes populares que representa. Apócopes y vulgarismos se entremezclan con latinismos, referencias mitológicas y literarias de manera natural y aún conveniente.

Valle-Inclán logra definir a sus personajes con apenas varias palabras. Las busconas, sus chulos, Dorio de Gadex y otros muchos personajes quedan retratados desde las primeras frases que pronuncian. Las respuesta ágiles, los juegos de palabras, los silencios, todo contribuye a definir con claridad sus rasgos imprescindibles y a individualizarlos, lo que resulta admirable en una obra breve que cuenta, sin embargo, con un generoso reparto.

Pero, ¿cuál es el sentido de la lectura de Luces de Bohemia en nuestros días? Creo que debemos alejarnos de dos tentaciones paralelas. De un lado, la de quienes consideren que es un retrato de una época ya pasada, sustituida por una meritocracia adulta, quienes sonreirán condescendientes con las miserias al aire de aquellos conciudadanos tan ajenos a nuestros días. De otro lado, la de aquellos que se regodearán en la idea de que nada ha cambiado, de que todo queda por hacer, incluso de que su suerte es pareja a la de estos desdichados marcados por su tiempo. ¿Qué queda, digo, por tanto? Quizá la idea de que no basta nuestro talento (real o imaginario), de que nada nos es debido, que dejar en manos ajenas nuestro destino y lamentarnos de nuestra suerte sólo lleva al abandono en un viejo portal abandonado. Que las palabras por sí solas no hacen el camino, aunque lo alumbren.

Eso, y mucho más, nos enseña hoy Luces de Bohemia, con su ironía y sentido del humor, reflejado perfectamente en las tres últimas entradas de la obra:

Pica Lagartos -¡El mundo en una controversia!
Don Latino -¡Un esperpento!
El Borracho-¡Cráneo previlegiado!

Cabe destacar la edición (Austral) en la que el texto es precedido por un breve prólogo de Alonso Zamora Vicente y complementado con una guía de lectura y un glosario de Joaquín del Valle-Inclán orientado a la lectura escolar si bien, su riqueza permite una mejor asimilación de esta obra con numerosos apuntes sobre el léxico empleado, las referencias históricas, personajes reales retratados, ...

15 de febrero de 2009

La casa de los encuentros (Martin Amis)


La prosa de Martin Amis es brillante. Sus metáforas iluminan el texto, desconciertan al lector perezoso adentrándose en vericuetos poco frecuentados. Construye imágenes sobre las que discursea con habilidad siguiendo un hilo que parece no tener fin para, en un momento, volver de golpe al punto de partida sin más transición que un par de frases bien construidas. Y lo que es su mayor virtud, se convierte en su peor defecto. Todo este arte, este oficio, se estrella frente a la inmensa soledad heladora de la taiga rusa, la dureza de la vida en los campos, en los gulags de la Unión Soviética. La congelación de miembros, el hambre atroz, las cruentas guerras entre las diferentes clases de prisioneros, las crueldades sin límite de los guardianes, no parecen sino decorados acartonados, juguetes desperdigados sin la fuerza que se les presupone y que el autor pretende insuflarles: el tormento no es aprehensible a través de la retórica literaria de Martin Amis, tras la lectura de Todo fluye, la comparación en este aspecto es francamente dolorosa. Hay un claro divorcio entre lo narrado (y cómo se narra) y la realidad que se agazapa tras sus líneas, la que conocemos por los libros de historia o por novelas más sólidas, y ello pese a que Martin Amis ha dedicado abundantes páginas a este tema, a Rusia y a sus dirigentes y sus declaraciones sobre el esfuerzo y dolor que ha representado la escritura de La casa de los encuentros. La forma de La casa de los encuentros responde al modelo de una larga epístola, o correo electrónico, dirigido a su hija para explicarle lo que ocurrió antes de su llegada a los Estados Unidos, para explicarle su vida. Pero estas explicaciones parecen más destinadas a sí mismo que a una hija con la que no parece tener una intimidad real ni una demanda de explicación alguna. En este ajuste de cuentas con el pasado, la voz narrativa muestra un excesivo gusto por las reflexiones y alusiones literarias del mundo anglosajón; al carecer de nombre lo que invita a su identificación con el propio autor con el que comparte la fuerza visual del lenguaje y un peculiar gusto por escucharse a sí mismo. Pero, precisamente, esta voz no parece coherente, resulta más occidental que rusa, más literaria que curtida en la vida que se supone la insufla. Lo que describe se asemeja más a un cuento de terror que a una historia vívida, experimentada en la propia piel. El protagonista narra su historia próximo a la muerte, tras regresar a Rusia desde los Estados Unidos a donde emigró en cuanto le fue posible tras salir de los campos y prosperar económicamente en el mundo de las influencias, los negocios soterrados y la corrupción propia de toda dictadura. La narración toma la forma de una larga carta escrita durante el viaje final al paisaje del gulag de Predposylov, a modo de viaje a los infiernos, al encuentro de sí mismo, de su historia y la de su hermano y la mujer de éste. Como en el viaje de El corazón de las tinieblas, el narrador remonta el curso de un río a la búsqueda de un fantasma, en este caso, de él mismo. Este retorno, aderezado con noticias de la Rusia actual (referencias a la masacre de Beslan o a Putin), convierte la narración en un continuo viaje adelante y atrás en el tiempo, en un vaivén de sentimientos que confunden al lector, pero lo que es peor, en ocasiones también al autor. Pero continuemos. El narrador se remonta a su experiencia en la Segunda Guerra Mundial, más como violador que como soldado, lo que comprometerá su relación normal con las mujeres, la imposibilidad de empatía o ternura, hasta que se topa con Zoya, una atractiva judía por la que sentirá lo más parecido al amor que conocerá antes de ser enviado a la helada Siberia. Por casualidad del destino, su hermanastro Lev, menor en edad, llegará al mismo campo años después por un motivo inverosímil y apolítico. Allí conocerá que, en su ausencia, Lev ha logrado cautivar - no logra explicarse cómo - a Zoya. La extrovertida, elegante y liberada Zoya ha decidido casarse con el reservado Lev, con su callado hermanastro, quien apenas conoce nada del mundo más allá de un puñado de ideales juveniles. Y pese a ese terrible golpe, se impondrá la tarea de proteger a Lev de la furia de otros prisioneros pese a que la vocación pacifista de Lev le hace objeto de todos los ataques imaginable y pese a su indomable decisión de no tomar partido en las terribles guerras fraticidas entre los diferentes grupos de presos. Sin embargo, en la dureza de los campos, los prisioneros pueden gozar de un extraño privilegio concedido muy raramente: recibir una visita, en una desvencijada casa construida por ellos mismos, la casa de los encuentros, en la que los hombres se reúnen por una noche con sus esposas o sus amantes. A su regreso al campo, las caras, las palabras, no pueden ocultar el terrible hecho de que la vida en el campo mata incluso el instinto sexual. Lev logrará con perseverancia el codiciado turno en la casa de los encuentros y allí recibirá a Zoya, la esposa de un matrimonio aún no consumado. En esa casa, en esa noche, ocurrirá algo que marcará el futuro de Lev, su hermanastro y Zoya, misterio que Martin Amis, ocultará cuidadosamente hasta la última página de la novela, si bien, la incertidumbre de la espera parece más satisfactoria que el goce del conocimiento pues tan poca anécdota no parece excusa bastante para sustentar la trama. Una vez fuera del gulag el equilibrio entre el respeto a su hermanastro y el deseo de poseer a Zoya, forma la columna vertebral sobre la que se desarrolla la historia. El narrador comenzará una carrera prometedora en el mundo capitalista de un Estado que ha prohibido el capitalismo, mientras Lev vuelve con su mujer, instalada en un lejano pueblo donde supuestamente iban a ser confinados los judíos rusos. Sus talentos literarios y de cualquier otro tipo se pierden mientras parece caer en una profunda depresión de la que el amor de Zoya no logra rescatarle. La relación con el hermano se limita a encuentros periódicos, en casa de uno u otro, el narrador tratando de impresionar a Lev y Zoya con su éxito económico, Lev con su desprecio por los logros materiales. Pero finalmente, la relación idílica entre el santo Lev y Zoya termina y ésta le abandona. Lev parece revivir momentáneamente, encuentra una nueva compañera que le da un hijo sobre el que se vuelca. Asfixiado por los nuevos tiempos de represión en los ochenta, el narrador decide emigrar a los Estados Unidos pero antes trata de convencer a Zoya para que abandone a su actual pareja y escape con él. El intento termina en un brutal fracaso y debe partir solo. Y, si como se ha señalado, la novela no parece estar a la altura de lo esperado, si fracasa en cuanto a verosimilitud, en cuanto al tono general, ¿cuál es entonces el mérito de esta novela?¿Cuál el motivo que justifique su lectura? De una parte, la fuerza literaria del texto es innegable; en la mejor tradición británica de este género, Martin Amis vuelve a demostrar su tremenda creatividad para el lenguaje, la importancia de las imágenes en la Literatura moderna, la genialidad en metáforas imposibles. Por otro lado, vemos las limitaciones que tiene una literatura demasiado pendiente de sí misma, demasiado explicitada y la dificultad de conciliarla con una realidad metaliteraria. La novela funciona mejor como una parábola que como descripción de un tiempo histórico, como reflexión que como acción. El texto alcanza sus mayores logros al establecer la marcada diferencia de caracteres entre ambos hermanastros, sus opuestas visiones de la vida y de la muerte y el reflejo en su comportamiento en el campo, pero también en su relación con Zoya. La lucha sorda entre ambos no admite armisticio y sólo la muerte de uno de ellos marcará su fin, si bien, no permitirá al sobreviviente el cobro del trofeo deseado. En una burla del destino, el partidario de la lucha, la adaptación a las circunstancias, el paciente constructor de sus propias oportunidades, saldrá vencedor de lo campos, pero ello no le lleva a conquistar todos sus deseos y, también él, deberá reconocer su derrota. Igual le ocurre a Martin Amis, no basta reunir un buen argumento, una ambientación histórica adecuada al tema a tratar y un talento que nadie le niega, para lograr una gran novela. No basta, no.

7 de febrero de 2009

Todo fluye (Vasili Grossman)


 
 
Iván Grigórievich regresa al mundo de los vivos tras largos años de confinamiento en la Rusia Oriental, en los campos para disidentes, decadentes, socialdemócratas, judíos o médicos, que se fueron llenando a golpe de paranoia de un Stalin que ha fallecido recientemente permitiendo que el país se recupere levemente del miedo que le mantenía encogido. Y sin embargo, este momento de plenitud, de recuperar la posesión de su destino, no parece alegrar a Iván Grigírievich. Enfrentarse a un mundo que ha cambiado, que ha mantenido su pulso mientras el suyo se debatía a menudo entre la vida y la muerte, entre el hielo y las alambradas, la enfermedad y el hambre, parece una tarea excesiva para un débil Iván; la seguridad, la rutina del campo parece más real que todo aquello que sus ojos ven ahora. Nikolái Andréyevich espera a su primo en Moscú mientras repasa lo que ha sido su vida en estos años. Su carrera científica parecía no tomar la altura que todos aseguraban que le correspondía. Otros más ineptos alcanzaban con facilidad los puestos que creía reservados para él. Como científico no se ve excesivamente envuelto en las convulsiones políticas de los años treinta pero la realidad pronto le alcanza y compañeros suyos brillantes comienzan a caer en desgracia. Primero serán judíos, luego simpatizantes de los judíos, luego otros, como en el famoso poema erróneamente atribuido a Bretch. Nikolái teme haber caído también él en desgracia pero realmente está en el lado de los vencedores; no es que acuse a nadie en particular, que denuncie o promueva persecuciones; aunque sí callará ante acusaciones terribles, no alzará la voz ante bárbaras mentiras ni se interrogará a sí mismo sobre las sorprendentes autoacusaciones de los purgados y no tendrá demasiado tiempo para lamentarse por ello ya que las enhorabuenas y los proyectos científicos que antes le eran arrebatados, le son ahora concedidos con pleno reconocimiento. Y es sólo ahora, cuando la cohorte de Stalin ha desaparecido, cuando los excluidos vuelven a sus casas y, si bien no recuperan lo que les fue arrebatado, su sola presencia resulta vergonzante; cuando los discursos públicos reconocen la manipulación de los juicios, de las confesiones de culpabilidad, es ahora, digo, cuando Nikolái siente el susurro acusador de su conciencia. Y más aún cuando espera a su primo, que nunca transigió, que nunca acusó a nadie ni sacó partido de las acusaciones y por ello vio su vida condenada al infierno de los campos. Y prepara su discurso, su argumentación, su justificación. Para todos fue difícil la vida, para todos hubo sufrimientos, querido primo, para todos, no sólo para quienes os levantabais con los miembros congelados, para los que cavabais con palas rotas en el duro hielo y comíais con las manos lo que os arrojaban los guardias, alimentándoos como a las bestias. No sólo hubo dolor, muerte, hambre y enfermedad en los campos. Aunque me veas grueso, en una casa elegante, con una hermosa mujer que sabe cómo hacer de buena anfitriona, no me juzgues por ello, no te creas mejor, más recto, más noble, sólo porque elegiste el camino en el que lo justo era evidente, en el que no había matices, ni dudas, en el que todo lo que hacías es hoy visto como justo. E Iván Grigórievich abandona la casa de su primo sin haber siquiera acusado a éste de nada. Humilde, sin apenas orgullo (quizá con dignidad, esa dignidad tan grande que apenas le cabría en su pequeña maleta de presidiario excarcelado) abandona el comedor de su primo, pisa la alfombra con cuidado, para no dejar la huella de su zapato, como en la nieve, y escapa de Moscú, a Leningrado, en busca de su pasado y de allí escapará de nuevo, haciendo justicia al título de la novela, al igual que Grossman huirá del planteamiento inicial de la novela aquí relatado, del estilo narrativo empleado hasta el momento y buscará, como Iván, el camino que le permita orientarse en este mundo que precisa de una explicación para tanto horror, que no puede ser contemplado con la tranquilidad del novelista sosegado que despliega con arte y oficio una trama que desvela por sus costuras la realidad social, en definitiva, busca una novela que rompa con la novela para afrontar el desafío de describir la historia de su país, su esperanza de futuro. Como queda dicho, hasta este punto, todo el libro parece discurrir por el cauce más tradicional de la Literatura rusa, en el que dos mundos, el de los acomodados y el de los excluidos, ocasionalmente se cruzan mediante enrevesados argumentos que permiten el libre discurrir de sus personajes atormentados. Pero pronto esta apariencia de tradición salta por los aires y la novela se adentra en un nuevo campo en el que la reflexión política, filosófica, histórica se entrevera con unos personajes cuyos perfiles quedan meramente trazados en su esencia, sin descripciones que les pongan cara, sin perfil biográfico que les ubique, simples sombras portadoras de historias o reflexiones que son el sustento de Todo fluye. Grossman, al igual que Iván Grigórievich, tampoco juzga. En uno de los pasajes más célebres del libro, describe las maldades de los informantes, de los delatores, de los simples envidiosos que inventaron acusaciones infundadas, de aquellos que inflamados por el ardor de la Revolución llevaron demasiado lejos sus fines, de quienes antepusieron sus intereses profesionales a los humanitarios y acusaron a colegas que les entorpecían y así, hasta casi agotar los tipos de canalla. Pero no, nosotros tampoco juzguemos, Grossman asegura por boca de uno de estos personajes que no hay inocentes en el mundo de los vivos, todos son, somos, culpables. Sin embargo, tras este trágico enunciado parece no esconderse otra cosa que la dificultad de enjuiciar a cada hombre en sus circunstancias ya que los planteamientos de Todo fluye toman otro derrotero y comienza la implacable denuncia que constituye su parte central. Desde los albores de la Revolución, sus primeros pasos, los regímenes de Lenin -un delicado admirador de la música de Beethoven- y de Stalin, Grossman analiza sagazmente el origen de sus dictados, la discrepancia entre sus políticas y sus vidas personales y los fundamentos de su poder. Grossman, pues no es otro quien actúa como verdadera voz narrativa, describe su teoría sobre el alma esclava de Rusia que la Revolución no hizo otra cosa que perpetuar sojuzgando a millones de ciudadanos, arrojando a la muerte a otros tantos en los campos de prisioneros o matando de hambre a millones de campesinos (la descripción de la extinción de los kulaks es estremecedora). Pudiendo haber optado por el camino de la libertad, abriendo un futuro nuevo para Rusia, se prefirió la más conocida vía de la opresión y la esclavitud a través de las leyes escritas pero también de la política de los hechos, de las denuncias y las amenazas, de la acusación de antipatriotas... Todo ello para mantener al pueblo esclavizado, para impulsar una industria pesada, una economía que permitiera el sostenimiento de una clase privilegiada y de un peso internacional que no sirve para beneficiar al pueblo oprimido. Parece el propio Vasili Grossman quien habla por boca de Iván cuando dice: "Y ahí estoy, acostado en la litera, medio muerto, y siento que en mí sólo queda viva mi fe: la historia de los hombres es la historia de la libertad, de la más pequeña a la más grande; la historia de toda la vida, desde la ameba hasta el género humano, es la historia de la libertad, es el paso de una libertad menor a otra libertad mayor; que la vida en sí misma es libertad. Esa fe me da fuerzas, palpo la preciosa, espléndida, luminosa idea escondida en mis andrajos carcelarios: Todo lo que es inhumano es absurdo e inútil". Ese anhelo de libertad que empañó la vida de Grossman (en lo personal y en lo literario ya que no pudo ver publicada en vida su principal obra, Vida y destino) resulta el oscuro objeto de deseo, el monumental altar ante el que se postra Todo fluye. Pero no sólo reflexiones de este tipo forman el cuerpo central de Todo fluye. Numerosos pasajes de hermosa belleza y lirismo contrastan con la dureza de lo narrado y crean un ambiente de ensoñación continua en el que es difícil no perder el sentido de la realidad, el no olvidar que lo narrado corresponde a una verdad histórica dolorosa. Es en estos momentos en los que mejor se revela el talento literario de Grossman. Este talento permite combinar todos los elementos citados (política, historia, moral, ...) sin desmerecer los aspectos estéticos, creando una obra literaria de gran altura y originalidad cuya lectura es un constante desafío a nuestra comodidad y pereza. Pese a que la fama de Vida y destino, y el reciente éxito editorial en España de la traducción directa del ruso, puede empañar Todo fluye, creo que esta última resume de mejor modo todas las cualidades de su autor. Su estilo literario avanzado, su delicadeza y atención por los pequeños detalles que iluminan toda una escena, su complejo juego de voces narrativas, la inclusión de largos (pero amenos) excursos metaliterarios tienen un mejor campo de juego en Todo fluye. Tal y como se señala en la solapa de la edición, esta obra es el testamento literario de Grossman que ya conocía que Vida y destino no sería publicada (pese a sus numerosos intentos cada vez que se abría un breve periodo de distensión política; sorprendente resulta que Todo fluye sí obtuviera el beneplácito para su publicación ), por lo que no es difícil conjeturar que en ella sintetizó todas sus ideas sobre la vida y la literatura. Sería lamentable por tanto, dejarla de lado como mero apéndice para seguidores incondicionales de este autor o para quienes la prefieran a Vida y destino por su brevedad.

25 de enero de 2009

La verdad de las mentiras (Mario Vargas Llosa)


Para quienes amamos la Literatura, conocer la opinión de otros lectores resulta altamente estimulante; contrastar una opinión, advertir nuevos matices, una interpretación alternativa, algún significado o perspectiva obviadas en nuestra primera lectura... Pero cuando estas opiniones provienen de un novelista, es decir, de un conocedor de la materia, el interés aumenta; en ocasiones, ver cómo afloran las rencillas gremiales no es el menor de los disfrutes.

En este caso, La verdad de las mentiras es un libro escrito por Mario Vargas Llosa en el que se repasan treinta y cinco obras fundamentales de la Literatura del siglo XX a través de otros tantos artículos publicados por el autor peruano en diversos medios durante los últimos años del pasado siglo.

En la relación de títulos comentados se encuentran algunas de las obras más importantes del pasado siglo, primando las breves sobre las extensas. Tal criterio puede deberse a la más fácil relectura de una obra breve, frente a libros de gran extensión. Por otro lado, en una novela de extensión épica la multitud de temas abrazados puede dificultar el análisis y la exposición de los mismos. Finalmente, no olvidemos que durante el siglo XX, el relato ha recuperado impulso de la mano de autores que han sabido convertir este género en uno de los más interesantes de la actualidad renovando sus formas y técnicas en mayor medida incluso que en el caso de la novela.

En ocasiones parecen haber primado motivos extraliterarios en la selección. Así, no son pocas las obras comentadas cuyo mayor atractivo es la descripción de utopías imaginarias (como Un mundo feliz o Rebelión en la granja) o reales (convertidas en infiernos, como Un día en la vida de Iván Denisovich), la decadencia de un mundo burgués, corrompido por su falta de piedad (Opiniones de un payaso) o por la sexualidad (Lolita, La Muerte en Venecia), etc.

Y no es que estas obras no sean brillantes, más bien, la atención de Vargas Llosa se centra en el sentido de las mismas dentro de su contexto histórico, con independencia de que hayan o no perdido su vigencia histórica.

Incluso, en algunos comentarios, los aspectos puramente literarios son dejados en un segundo plano para abrir paso a una reflexión sobre la naturaleza de las utopías del siglo XX frente a las del siglo XVII y XVIII en las que el futuro se veía como una promesa de felicidad. En el siglo XX el futuro ya está aquí y lo que parece dejar intuir no refleja ya esa idea de felicidad, sino más bien la de la dominación y sumisión. Una vena de pesimismo recorre este siglo atravesado por dos terribles conflictos mundiales y multitud de guerras regionales. Por ello, es importante la reflexión sobre el hombre, su papel en el mundo, su sentido. Y a este aspecto también han contribuido numerosas obras que analizan aspectos tan diversos como la espiritualidad (El Poder y la Gloria), la grandeza de la derrota (El viejo y el Mar), los mecanismos de la culpa (Al este del Edén), la violencia (Santuario) o el significado de la moderna vida urbana (Manhattan Transfer o Trópico de Cáncer).

Nada parece escapar a los ojos de los escritores de este siglo, más empeñados si cabe que sus antecesores en interpretar el mundo que les rodea, en dotarlo de sentido a través de unos argumentos y unas técnicas que, en ocasiones, buscan la ruptura con la tradición anterior (Nadja introduce el surrealismo en la novela moderna; Siete cuentos góticos crea un género totalmente ajeno a su época; La señora Dalloway abre la novela a los sorprendentes detalles y minucias que pasaban inadvertidos hasta la fecha, recreándose en la introspección más sutil).

Entre las ausencias más notables, autores como Kafka, alguno de los escritores norteamericanos del último tercio del pasado siglo, Borges o Gabriel García Márquez, de quien se conoce su falta de entusiasmo recíproco, lo que no quita para que sus novelas puedan contarse entre las mejores de este siglo, y merecer un espacio propio entre las aquí comentadas.

Aclaremos, no obstante, que Vargas Llosa en ningún momento pretende hacer una selección de las mejores novelas del siglo XX, más bien se trata de elegir libros al hilo de preferencias personales y reflexionar sobre los mismos. Y es precisamente de su condición de escritor de donde nacen sus más jugosos comentarios y reflexiones sobre cuestiones técnicas, en particular, el papel del narrador, su presencia en el texto, evidente o no, los diversos puntos de vista narrativos, la pretensión de suplantar o subvertir la realidad.

Podemos considerar a Vargas Llosa como un narrador clásico, continuador de la corriente del siglo XIX que viene a colocar al escritor en la omnisciencia en la mayoría de sus escritos y en los que el gusto por la narración sobrepasa con mucho la necesidad de aportar nuevos esquemas formales al mundo de la novela. Por este motivo, es interesante observar cómo Vargas Llosa presta especial interés a obras que parecen alejadas de su universo narrativo; así, sus loas y admiración por Nadja de André Breton o El lobo estepario de Hermann Hesse.

El libro viene prologado por un breve ensayo que da título al conjunto (La verdad de las mentiras) en el que Vargas Llosa reflexiona sobre la pregunta que muchos de sus lectores acostumbran a plantearle: "¿Qué hay de verdad en sus libros?". Y es que la cuestión de si lo que se cuenta en los libros es verdad, mentira, si pretende o no reflejar la realidad o rebatirla, si todo autor anhela escribir sus novelas en clave autobiográfica, son cuestiones casi tan antiguas como el propio oficio del escribiente.

La tesis de Vargas Llosa es que la Literatura representa claramente una mentira, una ficción. Esa mentira puede responder a diversos fines, el escapismo frente a un mundo que nos oprime, el deseo de plantear escenarios más acordes con nuestros deseos, en un voluntarismo optimista. En otras ocasiones, la pretensión es la más feroz e implacable crítica al mundo que nos rodea (y en este aspecto destacan muchas de las obras aquí comentadas) por lo que la relación entre el Poder y la Literatura siempre ha sido delicada. La ironía, como medio de crear distancia y aparentar una escasa beligerancia es uno de los instrumentos más útiles a este fin.

Pero, en un sentido aún más profundo, Vargas Llosa señala que la Literatura es un vehículo de conocimiento. Las Ciencias ofrecen una imagen totalmente parcelaria del conocimiento humano. Su especialización impide al profano estar al tanto, no sólo de los avances más relevantes, sino de tener una visión global. Por ello, la Literatura une a los hombres en su conocimiento, pone de manifiesto aquellos sentimientos e inclinaciones que tienen en común, invita a crear un ámbito de reflexión crítica, de cuestionamiento de los valores que nos son ofrecidos o vendidos como evidentes o necesarios (nuevamente otra fricción con el Poder, cuya máxima expresión es la quema de libros realizada por los nazis en la Babelplatz en 1933).

Pero el Poder también trata de hacerse con el mundo que es propio de la Literatura. Observa Vargas Llosa que una de las características definitorias de una sociedad cerrada es la confusión entre Historia y ficción. Cuando el Poder suplanta los hechos por su visión de los mismos, cuando inventa mitos y glorias como si fueran reales para sustentar su ideología, debe crear una Literatura que encarne esos mismos valores, hasta el punto que aquellos que no han caído aún en esa burda manipulación no podrán distinguir una de otra.

El libro se cierra con otro pequeño artículo en el que Vargas Llosa cuestiona la idea que suele ser frecuentemente expuesta cuando alguien le pide que firme un libro para un tercero, al que le gusta mucho la lectura. Vargas Llosa siempre replica: "¿y a Ud. no le gusta?". La respuesta del hombre (siempre un hombre) es que sí, que a él también le gusta, pero que no tiene tiempo. Y es que lo libros, la ficción, la Literatura se ve como un pasatiempo, una ocupación trivial para cuando no tenemos otra cosa mejor que hacer, nada más importante entre manos. Y efectivamente, nada más eficaz que esta idea para dinamitar las bases de la Literatura. Si realmente es un entretenimiento (que también lo es, pero no sólo eso), podemos prescindir de ella, podemos suprimirla sin más coste que el de buscar otro divertimento.

Cuál sea la utilidad de la Literatura es una difícil pregunta. El temor que le profesa el Poder es la mejor expresión de que no es un simple entretenimiento banal. Es un tópico señalar que el fútbol (igual que la guerra) es una vía de escape que es empleada por muchos gobiernos para unir a sus ciudadanos o para oscurecer problemas reales. No conozco de ningún Estado que haya planteado una masiva campaña de lectura con el mismo fin. Más bien, se procura que aquellos envenenados por el terrible vicio de la lectura compulsiva, tengan textos más afines a las ideas del Estado correspondiente o totalmente apolíticos, atemporales. Pero nunca se busca favorecer un incremento del número de pensantes autónomos porque al final, ése es el mayor y mejor fruto de la lectura, el que mejor nos reconcilia con nuestra dignidad humana y ésta es la mayor verdad que emerge de entre todas las mentiras de la Literatura.