¿Cómo definir una ciudad?¿Cómo dibujar su contorno y su esencia, sus días de gloria o sus peores vivencias? ¿Cómo alcanzar el conocimiento de todas sus caras, sus gentes?¿Su pasado y su futuro?
Tarea imposible, sin duda. Los optimistas dirán que, como siempre, conocer el pasado nos dará claves para interpretar el presente o adivinar el futuro, pero quizá sea el entorno, el momento histórico el que mejor permita entender una sociedad.
Para visitar el pasado recurrimos a relatos de quienes allí vivieron, a interpretaciones de historiadores y cronistas que, aunque no vivieron ese tiempo ni ese lugar, creen tener la información suficiente para trazar con mano firme el perfil preciso. Sin embargo, ¡qué experiencia es poder formarse una impresión de primera mano, directa, sin intermediarios! ¡Qué oportunidad acercar nuestra nariz curiosa a las calles, a las plazas y a los patios, a las gentes y sus ropas, a los comercios donde compraban y a los vehículos en los que se movían!.
La fotografía permitió, desde finales del siglo XIX, recopilar toda esta información, en muy variados estilos. Desde las fotografías organizadas aún al modo de escenas pictóricas, a los retratos oficiales, cargados de artificiosidad; desde las fotografías más naturales, a las más solemnes que perpetuaban un momento relevante (una boda, un bautizo, o un retrato para la apenada esposa antes de partir a una guerra).
Pero sólo pasados varios decenios, perdido el recuerdo del mundo retratado, estas imágenes van adquiriendo un significado diferente. Es entonces cuando comienzan a publicarse los primeros volúmenes de fotografías antiguas, de imágenes de época. Es sólo entonces cuando esas fotografías dejan de ser miradas para recordar y comienzan a observarse para comprender, para asimilar. No basta leer que a finales del siglo XIX las calles se llenaban de fango en cuanto llovía, que los adoquines escondían charcos que salpicaban continuamente el pantalón de los caballeros y las puntillas de los trajes de las damas. No basta con saber que hubo un tiempo en el que sólo un harapiento podía admitir salir a la calle sin portar un sombrero, espléndido o miserable, lustrado o sucio; constatar ese hecho, verlo con los propios ojos es la mejor forma de acercarse a un tiempo que ya no existe.
Contrastar la imagen del pasado con la del presentes es parte del encanto de dichas fotografías: las calzadas abriendo sus carnes a los raíles de los tranvías, los toldos de los comercios tapando totalmente los escaparates, el adoquinado frente al simple asfalto de nuestros días, una fuente en el centro de una glorieta, hoy desaparecida a mayor gloria del tráfico infernal, ...
Sin embargo, La perdida Ciudad Judía de Praga es un libro de fotografías (también algunos grabados) que trata de acercarnos a un mundo que ya no existe, no sólo porque su tiempo pasó, sino porque sus edificios, sus calles y recovecos fueron destruidos pocos años después de la fecha en la que su imagen fue congelada para la posteridad. Tan sólo la silueta del Ayuntamiento Judío (donde Kafka hizo su vibrante lectura de su texto a favor del idioma y teatro yiddish) o de la Sinagoga Staranová (en cuyo ático se esconden los restos del Golem), surgen como sombras fantasmales aún reconocibles.
Como parte de un programa de saneamiento, algunos judíos se opusieron alegando que se trataba de destruir su comunidad, prácticamente todos los edificios (algunos de la época barroca o anterior, de cierto valor arquitectónico) fueron demolidos y sus tortuosas callejas reconstruidas al modo racional del cuadrilátero, allí donde ello fue posible. Fachadas modernistas ocuparon el lugar de antiguas casas con patios por los que corrían niños harapientos y en los que descansaban carros tirados por caballos.
Asomarse a estas imágenes es observar un barrio, un estilo de vida e incluso una concepción de las ciudades y del modo en que se organizan sus diversas comunidades, de las que ya no tenemos memoria (quizá por ello, los centros de muchas de nuestras ciudades comienzan a parecerse a alguans de esas imágenes en sepia).
Esas fotografías se amoldan perfectamente al mundo reflejado por Gustav Meyrink en El Golem. Las casas apiñadas, los callejones cortados, las buhardillas construidas donde ya no parecería posible asentamiento arquitectónico alguno, balcones corridos en patios de vecinos, casi al estilo de las corralas; todo parece coincidir con lo descrito por el autor que, sin embargo, escribió su obra cuando el Barrio Judío sólo era un recuerdo y cuando ni siquiera él residía en Praga, alejado por oscuros episodios de su vida praguense. Por contra, nada encontraremos que nos evoque a los personajes de Kafka, hijos más bien de la ciudad nueva y de su burócrata diseño.
Esta obra es una adaptación de otra mayor, dedicada a la ciudad de Praga publicada por Katerina Beckova y que trata de reflejar, casi enciclopédicamente, la imagen pasada de Praga. Esfuerzo encomiable que debiera servir de ejemplo para otras ciudades, tan preocupadas por su futuro que apenas logran despegarse de su pasado.
26 de abril de 2009
12 de abril de 2009
Berlín Alexanderplatz (Alfred Döblin)
Berlín Alexanderplatz es, muy resumida y simplemente contada, la historia de Franz Biberkopf que salió de la cárcel tras cumplir una condena de cuatro años por una muerte, digamos accidental, decidido a no volver a caer, a mantener una vida honrada y que lleva adelante esa intención profunda contra todos los embates, los más livianos y los más terribles, hasta que la vida, zarandeándole a su capricho, termina por hacerle regresar al camino de la deshonra pese a lo que finalmente logra alzarse y, quizá con menos brío, se despide de las páginas escritas por Alfred Döblin con una sosegada vida gris.
Y esta es la breve sinopsis de una obra en la que quizá, lo menos importante sea precisamente la historia que narra, lo relevante el cómo se cuenta y el discurso que acompaña a las peripecias de este personaje, mezcla de pícaro y víctima de las picarescas ajenas, de intenciones nobles y obras ocasionalmente ruines, como cualquiera de nosotros; pero no, no perdamos el respeto a los lectores, digamos mejor de la mayoría de nosotros.
Esta historia de caída y redención hace pocas concesiones. Sus personajes surgen de lo más bajo de la ciudad y sus vicios y crímenes son descritos con gran naturalismo. Döblin los dibuja como personas, no como criminales y es que, en efecto, Döblin trabajó como psiquiatra en lo que luego sería el Berlín Este, una zona bulliciosa, obrera, de gentes variopintas y de no excesivos recursos. Trabajando desde la Sanidad Pública trabó conocimiento de todo aquel mundo, sus secretas intenciones y sus impulsos. Por ello, no es de extrañar que por las paginas de Berlín Alexanderplatz apenas aparezca fugazmente algún personaje de posibles, siempre fuera de lugar, siempre ajeno a lo que acontece a su alrededor. Por ello, frente a la idea simple de que esta novela refleja el bullicioso mundo del Berlín de entreguerras (lo que parece sugerir cierta bohemia, burbujeantes fiestas y bailes de moda en el loco Berlín de los años veinte) realmente estamos ante el retrato de personas que luchan por sobrevivir, por ganarse el pan del día siguiente en una ciudad que se moderniza a pasos agigantados pero que no es capaz de proveer unos mínimos de seguridad, higiene o dignidad a gran parte de sus habitantes que quedan varados en los alrededores de esa simbólica plaza, punto de unión de los diversos mundos que forman Berlín pero de los que el libro no se preocupa
En ocasiones de manera expresa, en otras de un modo más sutil, Döblin parece querer establecer un paralelismo bíblico. Numerosas referencias, en especial al Antiguo Testamento, van trazando un nexo de unión simbólico entre Franz Biberkopf y Job. Otras referencias bíblicas son constantes (ciertos pasajes del Eclesiastés, visiones de algunos Profetas, Abraham, ...). ¿Implica ello que el fin de la obra de Döblin es moralizante? A la vista de su compleja biografía, de sus vaivenes ideológicos, no es fácil aventurar una respuesta clara, si bien, tengo la impresión de que su esfuerzo se volcó más en dibujar la vida de un Berlín y de unos habitantes que conocía muy bien; pretendía acercarlos a un público poco acostumbrado a presenciar a estos caballeros truhanes en su propio medio, prestándose mujeres, colaborando en robos con la complicidad de vigilantes y vecinos, cargados de maldad hasta el punto de no tener freno a la hora de cometer terribles actos contra quienes se oponen a sus planes.
Si bien la trama no carece de interés, lo que hace de Berlín Alexanderplatz una obra maestra es el modo en que se cuenta esta historia, haciéndola más real, más próxima al lector (pese a la total concreción geográfica, temporal y cultural del texto). Como buen hijo de su tiempo, Döblin admiraba la obra pictórica de los artistas de vanguardia, entre ellos los cubistas, que descomponían una imagen en sus planos aupándolos al mismo nivel, lo que concuerda perfectamente con la visión de psiquiatra de Döblin y las teorías de su profesión, capaz de estudiar al hombre, su mente, desmembrándolo en relaciones inadvertidas para un observador profano. El arte de Döblin viene a la hora de aplicar esta técnica a la prosa mediante diversos recursos que hacen de la lectura de Berlín Alexanderplatz un placer esforzado en sus primeras páginas y, tras la asimilación inadvertida del estilo del autor, una lectura plena de gratificaciones y hallazgos.
Así, en un mismo párrafo encontramos la voz interior del protagonista, sus palabras pronunciadas, la voz del narrador que se dirige a los lectores para llamar su atención sobre algunos hechos o alertar de los que en breve acontecerán o, con el mismo atrevimiento, se encara con el protagonista, le aconseja y advierte. Y todo ello entremezclado con otra voz neutra, de un narrador omnisci ente que no podemos identificar sin riesgo con la voz del autor.
Pero las superposiciones, a modo un gigantesco patchwork, se extienden a aspectos tan inusuales como la reproducción literal de textos de anuncios, folletos publicitarios, manuales de medicina, textos de periódicos o cartas auténticas; tan grande es la pasión de Döblin por los hechos, por tratar de transmitir una realidad a la que los recursos literarios tradicionales apenas alcanzan.. Los personajes toman prestados versos de poetas alemanes, himnos de Goethe, marchas militares e incluso canciones de moda en el momento. En ocasiones ciertas imágenes o versos actúan a modo de coda repetitiva que surge para subrayar determinados momentos ("es segadora, se llama Muerte", "para todo hay un tiempo") . Desgraciadamente lo que no podemos apreciar en las ediciones de esta obra es el poder manejar el manuscrito original de Döblin en el que, literalmente, pegaba los recortes de periódico, de publicidad y otros materiales que configuran ese hermoso collage que hoy leemos de corrido y sin percibir esa pasión por las manualidades y ese gusto por integrar en el texto la realidad de la que hablaba.
Este esfuerzo por hacer más vibrante, más real, la novela, paga tributo a los ojos de los lectores de este siglo en el que muchas de las referencias familiares para el público alemán del periodo de entreguerras, resultan totalmente ajenas obligando a optar por una generosa colección de notas aclaratorias o por la incomprensión de muchos aspectos que complementan la historia. Prefiriendo la primera opción, la edición y traducción de Miguel Sáenz en Cátedra permite extraer gran parte de ese jugo que, de otro modo, se perdería sin remedio. Asimismo, el estudio introductorio nos aporta una visión previa de este autor que, pese a su abundante obra, sólo es conocido por el gran público gracias a esta novela.
En definitiva, la lectura de Berlín Alexanderplatz da cuenta la suprema libertad que ejerció Döblin en su escritura, permitiéndose describir los bajos fondos de Berlín con todas sus miserias, anticipando la crispación política que estallaría pocos años más tarde, todo ello mezclado con grandes dosis de poesía. Esa libertad, fruto de una tremenda seguridad, le permitió combinar escenas sórdidas con momentos de gran belleza (por ejemplo la muerte de Mieze), o destrozar literalmente escenas dramáticas (el pasaje en el que se narra la incapacidad de Franz a la hora de completar al acto sexual con una prostituta tras su salida de la cárcel se rompe abruptamente con un texto extraído de un manual sobre disfunciones sexuales).
Esta libertad le permite asumir el riesgo que la mayoría de autores evitan, destripar su propio libro. La primera página de Berlín Alexanderplatz es, precisamente, el resumen del argumento de la novela y la posible lección que de ella se extraerá. Del mismo modo, cada uno de los nueve libros o capítulos en que se descompone el texto, viene encabezado por otro pequeño resumen de lo que en él se verá. Esto mismo es la mayor prueba de que el autor dio mayor importancia al tejido del libro, a su forma y discurrir, que a la breve historia del bueno de Franz. Siguiendo su sabio consejo y leyendo Berlín Alexanderplatz encontraremos por tanto, algo más que una historia, encontraremos, ahora ya sí, una Novela con mayúscula.
Y esta es la breve sinopsis de una obra en la que quizá, lo menos importante sea precisamente la historia que narra, lo relevante el cómo se cuenta y el discurso que acompaña a las peripecias de este personaje, mezcla de pícaro y víctima de las picarescas ajenas, de intenciones nobles y obras ocasionalmente ruines, como cualquiera de nosotros; pero no, no perdamos el respeto a los lectores, digamos mejor de la mayoría de nosotros.
Esta historia de caída y redención hace pocas concesiones. Sus personajes surgen de lo más bajo de la ciudad y sus vicios y crímenes son descritos con gran naturalismo. Döblin los dibuja como personas, no como criminales y es que, en efecto, Döblin trabajó como psiquiatra en lo que luego sería el Berlín Este, una zona bulliciosa, obrera, de gentes variopintas y de no excesivos recursos. Trabajando desde la Sanidad Pública trabó conocimiento de todo aquel mundo, sus secretas intenciones y sus impulsos. Por ello, no es de extrañar que por las paginas de Berlín Alexanderplatz apenas aparezca fugazmente algún personaje de posibles, siempre fuera de lugar, siempre ajeno a lo que acontece a su alrededor. Por ello, frente a la idea simple de que esta novela refleja el bullicioso mundo del Berlín de entreguerras (lo que parece sugerir cierta bohemia, burbujeantes fiestas y bailes de moda en el loco Berlín de los años veinte) realmente estamos ante el retrato de personas que luchan por sobrevivir, por ganarse el pan del día siguiente en una ciudad que se moderniza a pasos agigantados pero que no es capaz de proveer unos mínimos de seguridad, higiene o dignidad a gran parte de sus habitantes que quedan varados en los alrededores de esa simbólica plaza, punto de unión de los diversos mundos que forman Berlín pero de los que el libro no se preocupa
En ocasiones de manera expresa, en otras de un modo más sutil, Döblin parece querer establecer un paralelismo bíblico. Numerosas referencias, en especial al Antiguo Testamento, van trazando un nexo de unión simbólico entre Franz Biberkopf y Job. Otras referencias bíblicas son constantes (ciertos pasajes del Eclesiastés, visiones de algunos Profetas, Abraham, ...). ¿Implica ello que el fin de la obra de Döblin es moralizante? A la vista de su compleja biografía, de sus vaivenes ideológicos, no es fácil aventurar una respuesta clara, si bien, tengo la impresión de que su esfuerzo se volcó más en dibujar la vida de un Berlín y de unos habitantes que conocía muy bien; pretendía acercarlos a un público poco acostumbrado a presenciar a estos caballeros truhanes en su propio medio, prestándose mujeres, colaborando en robos con la complicidad de vigilantes y vecinos, cargados de maldad hasta el punto de no tener freno a la hora de cometer terribles actos contra quienes se oponen a sus planes.
Si bien la trama no carece de interés, lo que hace de Berlín Alexanderplatz una obra maestra es el modo en que se cuenta esta historia, haciéndola más real, más próxima al lector (pese a la total concreción geográfica, temporal y cultural del texto). Como buen hijo de su tiempo, Döblin admiraba la obra pictórica de los artistas de vanguardia, entre ellos los cubistas, que descomponían una imagen en sus planos aupándolos al mismo nivel, lo que concuerda perfectamente con la visión de psiquiatra de Döblin y las teorías de su profesión, capaz de estudiar al hombre, su mente, desmembrándolo en relaciones inadvertidas para un observador profano. El arte de Döblin viene a la hora de aplicar esta técnica a la prosa mediante diversos recursos que hacen de la lectura de Berlín Alexanderplatz un placer esforzado en sus primeras páginas y, tras la asimilación inadvertida del estilo del autor, una lectura plena de gratificaciones y hallazgos.
Así, en un mismo párrafo encontramos la voz interior del protagonista, sus palabras pronunciadas, la voz del narrador que se dirige a los lectores para llamar su atención sobre algunos hechos o alertar de los que en breve acontecerán o, con el mismo atrevimiento, se encara con el protagonista, le aconseja y advierte. Y todo ello entremezclado con otra voz neutra, de un narrador omnisci ente que no podemos identificar sin riesgo con la voz del autor.
Pero las superposiciones, a modo un gigantesco patchwork, se extienden a aspectos tan inusuales como la reproducción literal de textos de anuncios, folletos publicitarios, manuales de medicina, textos de periódicos o cartas auténticas; tan grande es la pasión de Döblin por los hechos, por tratar de transmitir una realidad a la que los recursos literarios tradicionales apenas alcanzan.. Los personajes toman prestados versos de poetas alemanes, himnos de Goethe, marchas militares e incluso canciones de moda en el momento. En ocasiones ciertas imágenes o versos actúan a modo de coda repetitiva que surge para subrayar determinados momentos ("es segadora, se llama Muerte", "para todo hay un tiempo") . Desgraciadamente lo que no podemos apreciar en las ediciones de esta obra es el poder manejar el manuscrito original de Döblin en el que, literalmente, pegaba los recortes de periódico, de publicidad y otros materiales que configuran ese hermoso collage que hoy leemos de corrido y sin percibir esa pasión por las manualidades y ese gusto por integrar en el texto la realidad de la que hablaba.
Este esfuerzo por hacer más vibrante, más real, la novela, paga tributo a los ojos de los lectores de este siglo en el que muchas de las referencias familiares para el público alemán del periodo de entreguerras, resultan totalmente ajenas obligando a optar por una generosa colección de notas aclaratorias o por la incomprensión de muchos aspectos que complementan la historia. Prefiriendo la primera opción, la edición y traducción de Miguel Sáenz en Cátedra permite extraer gran parte de ese jugo que, de otro modo, se perdería sin remedio. Asimismo, el estudio introductorio nos aporta una visión previa de este autor que, pese a su abundante obra, sólo es conocido por el gran público gracias a esta novela.
En definitiva, la lectura de Berlín Alexanderplatz da cuenta la suprema libertad que ejerció Döblin en su escritura, permitiéndose describir los bajos fondos de Berlín con todas sus miserias, anticipando la crispación política que estallaría pocos años más tarde, todo ello mezclado con grandes dosis de poesía. Esa libertad, fruto de una tremenda seguridad, le permitió combinar escenas sórdidas con momentos de gran belleza (por ejemplo la muerte de Mieze), o destrozar literalmente escenas dramáticas (el pasaje en el que se narra la incapacidad de Franz a la hora de completar al acto sexual con una prostituta tras su salida de la cárcel se rompe abruptamente con un texto extraído de un manual sobre disfunciones sexuales).
Esta libertad le permite asumir el riesgo que la mayoría de autores evitan, destripar su propio libro. La primera página de Berlín Alexanderplatz es, precisamente, el resumen del argumento de la novela y la posible lección que de ella se extraerá. Del mismo modo, cada uno de los nueve libros o capítulos en que se descompone el texto, viene encabezado por otro pequeño resumen de lo que en él se verá. Esto mismo es la mayor prueba de que el autor dio mayor importancia al tejido del libro, a su forma y discurrir, que a la breve historia del bueno de Franz. Siguiendo su sabio consejo y leyendo Berlín Alexanderplatz encontraremos por tanto, algo más que una historia, encontraremos, ahora ya sí, una Novela con mayúscula.
29 de marzo de 2009
La carretera (Cormac McCarthy)

El viaje como metáfora, como símbolo de un proceso, una evolución, es una constante en la Literatura; clásicos son la Odisea, el Quijote o Los viajes de Gulliver. Sin embargo, han sido los norteamericanos quienes han creado una metáfora específica y propia de un país de grandes dimensiones, donde la Naturaleza es la norma y la Civilización, el confín. La carretera es el camino del progreso, de la unión entre comunidades dispersas, la promesa de una vida mejor; no en vano los caminos de hierro marcaron el avance hacia el Oeste y la progresiva inclusión de nuevos Estados a la Unión, al destino moderno y ordenado. Pero también, la carretera ha simbolizado la libertad, el deseo de huida, la esperanza de una salida, una Utopía.
Por ello, los viejos bluesmen cantaron a la carretera (la famosa ruta 61) que marcaba el viaje al Norte en el que las fábricas de automóviles hicieron olvidar las manos encallecidas por la cosecha de algodón, y los escritores de varias generaciones convirtieron a la carretera (la más famosa aún ruta 66) en el eje central de sus escritos (Kerouac o Steinbeck).
McCarthy retoma esta imagen de la carretera con un cambio sutil pero trascendental. Los protagonistas de esta novela (un padre y su hijo arrojados a un mundo desolado por una hecatombe de origen apenas intuido) se aferran a la carretera como único modo de sobrevivir. La carretera que les acercará al Sur, al calor y a la esperanza de que los rescoldos de un mundo abrasado aún sobrevivan. La carretera que hace del avance un esfuerzo menos penoso, que atraviesa ciudades abandonadas en las que poder rebuscar alguna conserva que a otros pasó inadvertida, que transcurre entre antiguas estaciones de servicio que guardan aceite en el fondo de bidones corroídos por la herrumbre. Pero es la misma carretera por la que viajan otros hombres que luchan por la supervivencia, que se alimentan de otros hombres, agotada toda provisión, que surgen como una última plaga bíblica cuando todas las demás han arrasado aquello que conocíamos y de la que lo único cierto es que hay que huir, esconderse, alejarse.
Ésta es la dicotomía que vertebra La carretera. La tensión entre la imposibilidad de alejarse de la carretera, de afrontar la naturaleza agreste que se extiende más allá de ella, de la promesa de una posible comida al final del día y el peligro cierto del encuentro con otros hombres que dejaron de serlo. La disyuntiva se aplica también a los hombres. La supervivencia es imposible por sí mismos, la marcha al Sur es, sin duda, la marcha al encuentro de otros, de un mundo posible, en el que haya esperanza de sobrevivir; pero al mismo tiempo, cualquier encuentro es una amenaza directa a sus vidas; la carretera es el camino de la vida y en él se puede encontrar la muerte.
Estas ideas resumen la brutalidad sobre la que los protagonistas caminan, con la que conviven, reforzando unos lazos de difícil comprensión pero que McCarthy sabe dibujar con unos diálogos mínimos, repetitivos, plenos de silencios y tremendamente efectivos para reflejar la realidad de un padre que trata de mantener la ilusión de un hijo cuando nada parece contribuir a ello, que trata de conservar su influencia, su autoridad cuando la realidad desdice sus palabras.
Padre e hijo, carentes de nombre, casi de pasado y probablemente de futuro, se apoyan mutuamente. El hijo es la razón de que el padre continúe en una huida que conoce imposible; el hijo es quien depende de su padre, no sólo para su sustento en este entorno hostil, sino para recibir una interpretación de una realidad que le desborda. Y aunque el padre no siempre lo consiga, aunque el hijo comience a hacerse sus propias preguntas, a sus palabras se aferra con fuerza.
Y junto a este punto de unión que representan ambos protagonistas, la legión de hambrientos, solitarios o en manada, tan sólo son lo ajeno, el otro, un enemigo a evitar o, si no queda otra alternativa, a combatir. La muerte de uno es la vida para otro por lo que queda poco espacio para una moral, para un sentimiento de compasión, de empatía. Y aquí es donde las explicaciones de un padre fracasan en su intento por recrear un mundo de orden que se rige por unas reglas que ya no son válidas, un mundo en el que los buenos (ellos y otros que están por llegar) se enfrentan a los malos y siempre vencen, no importa las penalidades que se sufran.
Tan sólo el niño a veces se preguntará si sólo ellos son los buenos en el mundo, si los que quedan detrás en la carretera, muertos, heridos o desnutridos, no serán también buenos en busca de una esperanza. Es en esos momentos en los que la relación padre e hijo parece a punto de saltar por los aires, siendo preciso cada vez un mayor esfuerzo para recomponerla.
Pero en esta fábula hobbesiana también queda espacio para el lirismo; para las descripciones de un paisaje, de recuerdos de otra época o de la antigua casa de la niñez; para la fuerte dependencia entre el padre y su hijo expresada sabiamente en breves diálogos llenos de emoción.
La obra se vertebra formalmente en breves retazos, a veces meramente descriptivos, en otras verdaderas secuencias que construyen episodios más amplios, ayudando a crear un sentimiento de apremiante urgencia, de inevitabilidad. En las primeras páginas,los pasajes son primordialmente descriptivos y esquemáticos, dibujando a pinceladas el fondo sobre el que se desarrollará el argumento. Sin embargo, en gran medida, el estilo de las primeras páginas (duro, de gran expresividad y viveza) se prolonga a lo largo de toda la novela, que en ocasiones puede parecer una sucesión de apuntes para una obra de mayor extensión; pero precisamente de ahí nace gran parte de la fuerza de La carretera, de ese paisaje grisáceo, cenizo, húmedo y ventoso, de la enemistosa Naturaleza y sus temibles habitantes. Mérito es de Luis Morillo Fort haber sabido trasladar esas características del texto original al castellano.
Algunos han visto en La carretera una incursión del autor en el mundo de la ciencia-ficción, pese a que nada en ella invita a creer que Cormac McCarthy se haya planteado como posible el escenario que describe; antes bien, creo (y, por tanto, puedo errar) que su intención es la de enfrentar a un hombre con la inmensidad, con lo incomprensible, con su propio destino sobre la Tierra, estudiar los motivos que le impulsan a enfrentarse a todo ello (cuando sabe que no queda esperanza (no pienso sólo en el padre y su hijo, sino en todos los que comparten su mundo y tratan de sobrevivir en él), la adaptación de la Ética y la Moral a dicho entorno y tantas otras cosas. En ocasiones, cierto simplismo se entrevera en las páginas, quizá la visión del hijo lo justifique, quizá simplemente la novela ofrece alternativas que el lector debe tomar o desechar, pero sólo quienes la lean tendrán el privilegio de juzgarla.
7 de marzo de 2009
Luces de Bohemia (Ramón del Valle-Inclán)

Valle-Inclán escribió con Luces de Bohemia la crítica de la España de su tiempo, sumida en una profunda crisis política que llevaría al fin de la Restauración y a la dictadura de Primo de Rivera. Pero la crisis política es sólo una más de las que cruzaban el día a día de los personajes de esta obra.
La crisis económica, originada tras el fin del empuje que supuso la neutralidad durante la Primera Guerra Mundial, ocasionó en las regiones más industrializadas, aquéllas que en mayor medida se habían beneficiado de la bonanza anterior, una conflictividad laboral que desembocó en huelgas generales, cierres patronales, asesinatos de líderes sindicales y empresariales. Como es inevitable, la crisis económica pronto derivó en crisis social espoleada por la reciente Revolución Soviética que planteaba una alternativa concreta al modelo decadente burgués y que, en aquella época, parecía un modelo practicable.
Por último, el ambiente cultural de los años veinte parecía caer por la misma torrentera que el resto de aspectos de la vida española. Faltaba aún un tiempo para la renovación que supusieron los jóvenes de la Generación del 27 y los ecos del Modernismo y otras corrientes vanguardistas no parecían haber topado con tierra fértil en esta España más favorable a las diversiones convencionales del folletín y la comedia costumbrista.
Por ello sorprende que Valle-Inclán, ya maduro, hijo de un tiempo que tocaba a su fin, feo, católico y sentimental, fuera el encargado de renovar la escena teatral española, nada menos que con un nuevo género que unió el aplauso de los críticos literarios con la aprobación (relativa) del público: el esperpento.
Según las manifestaciones del propio autor, el esperpento pretende mostrar una mueca, una realidad distorsionada, con el fin de hacernos ver aquello que ocultamos, aquello que somos pero no queremos admitir; la famosa imagen de los espejos del callejón del Gato, que nos devuelven una realidad que nos espanta. Y para dar forma y centrar este esperpento, Valle-Inclán crea uno de los personajes literarios más relevantes de toda la Literatura española del siglo XX, Max Estrella.
Este poeta, invidente y pobre de solemnidad, que malvive con diversas picarescas pero que es al tiempo engañado por otros pícaros, representa esa contradicción que Valle-Inclán denuncia. Se clama contra los políticos, la Iglesia, la falta de ética, las prebendas y favoritismos, pero la denuncia suena en ocasiones a mera provocación, a vacío hueco; los vociferantes, los jóvenes modernistas, don Latino, y el propio Max no parecen mejores que aquellos a quienes denuncian. ¿De qué sirve en sus bocas la palabra Justicia? Sólo algunos personajes, en especial el obrero catalán al que se aplicará la ley de fugas (escena sexta), la madre del niño muerto (escena undécima), parecen expresar los sentimientos más reales y nobles de toda la obra.
Max Estrella, inspirado parcialmente en la figura de Alejandro Sawa, pero en el que se pueden identificar otras fuentes de inspiración, recorre las calles de Madrid en una ronda nocturna trágica que nos permite atisbar la realidad social de la España de la época, desde una cárcel, al despacho de un ministro, la redacción de un diario o las más infectas tascas.
En todas ellas Max encontrará las pruebas de la decadencia que él mismo encarna, aunque con una mayor dignidad dado que él es uno de los pocos personajes que es capaz de ver la falsedad en que se mueve el resto. De su boca salen bravuconadas junto a profundas reflexiones que encuentran eco en quienes le rodean y jalean peri que, finalmente, le abandonan a su suerte.
Sin duda, la presencia y eco de Max Estrella van más allá de Luces de Bohemia y alcanza a significar cierta idea de nobleza en la caída, de fracaso utópico, de lucha imposible en un entorno pacato y ruin, la víctima de una sociedad irrespirable. Así, cada 26 de marzo, se celebra en Madrid la Noche de Max Estrella que recorre los lugares más emblemáticos por los que procesionó el poeta ciego en su última noche, con las correspondientes paradas y homenajes. Mérito es de Valle-Inclán haber logrado construir en pocas líneas una imagen tan sólida y perdurable.
Esta obra de teatro, paradójica desde su propio título (la bohemia que muestra está muy alejada de las luces que promete el encabezamiento, más aún, gran parte de su curso discurre en las horas nocturnas), conserva la frescura de las mejores páginas de Valle-Inclán, esas que han abandonado un cierto acartonamiento modernista y que se adentran en una concepción estética renovada. En este aspecto, merece destacar el lenguaje empleado en la obra ya que recoge modismos propios de los personajes populares que representa. Apócopes y vulgarismos se entremezclan con latinismos, referencias mitológicas y literarias de manera natural y aún conveniente.
Valle-Inclán logra definir a sus personajes con apenas varias palabras. Las busconas, sus chulos, Dorio de Gadex y otros muchos personajes quedan retratados desde las primeras frases que pronuncian. Las respuesta ágiles, los juegos de palabras, los silencios, todo contribuye a definir con claridad sus rasgos imprescindibles y a individualizarlos, lo que resulta admirable en una obra breve que cuenta, sin embargo, con un generoso reparto.
Pero, ¿cuál es el sentido de la lectura de Luces de Bohemia en nuestros días? Creo que debemos alejarnos de dos tentaciones paralelas. De un lado, la de quienes consideren que es un retrato de una época ya pasada, sustituida por una meritocracia adulta, quienes sonreirán condescendientes con las miserias al aire de aquellos conciudadanos tan ajenos a nuestros días. De otro lado, la de aquellos que se regodearán en la idea de que nada ha cambiado, de que todo queda por hacer, incluso de que su suerte es pareja a la de estos desdichados marcados por su tiempo. ¿Qué queda, digo, por tanto? Quizá la idea de que no basta nuestro talento (real o imaginario), de que nada nos es debido, que dejar en manos ajenas nuestro destino y lamentarnos de nuestra suerte sólo lleva al abandono en un viejo portal abandonado. Que las palabras por sí solas no hacen el camino, aunque lo alumbren.
Eso, y mucho más, nos enseña hoy Luces de Bohemia, con su ironía y sentido del humor, reflejado perfectamente en las tres últimas entradas de la obra:
Pica Lagartos -¡El mundo en una controversia!
Don Latino -¡Un esperpento!
El Borracho-¡Cráneo previlegiado!
Cabe destacar la edición (Austral) en la que el texto es precedido por un breve prólogo de Alonso Zamora Vicente y complementado con una guía de lectura y un glosario de Joaquín del Valle-Inclán orientado a la lectura escolar si bien, su riqueza permite una mejor asimilación de esta obra con numerosos apuntes sobre el léxico empleado, las referencias históricas, personajes reales retratados, ...
15 de febrero de 2009
La casa de los encuentros (Martin Amis)
La prosa de Martin Amis es brillante. Sus metáforas iluminan el texto, desconciertan al lector perezoso adentrándose en vericuetos poco frecuentados. Construye imágenes sobre las que discursea con habilidad siguiendo un hilo que parece no tener fin para, en un momento, volver de golpe al punto de partida sin más transición que un par de frases bien construidas. Y lo que es su mayor virtud, se convierte en su peor defecto. Todo este arte, este oficio, se estrella frente a la inmensa soledad heladora de la taiga rusa, la dureza de la vida en los campos, en los gulags de la Unión Soviética. La congelación de miembros, el hambre atroz, las cruentas guerras entre las diferentes clases de prisioneros, las crueldades sin límite de los guardianes, no parecen sino decorados acartonados, juguetes desperdigados sin la fuerza que se les presupone y que el autor pretende insuflarles: el tormento no es aprehensible a través de la retórica literaria de Martin Amis, tras la lectura de Todo fluye, la comparación en este aspecto es francamente dolorosa. Hay un claro divorcio entre lo narrado (y cómo se narra) y la realidad que se agazapa tras sus líneas, la que conocemos por los libros de historia o por novelas más sólidas, y ello pese a que Martin Amis ha dedicado abundantes páginas a este tema, a Rusia y a sus dirigentes y sus declaraciones sobre el esfuerzo y dolor que ha representado la escritura de La casa de los encuentros. La forma de La casa de los encuentros responde al modelo de una larga epístola, o correo electrónico, dirigido a su hija para explicarle lo que ocurrió antes de su llegada a los Estados Unidos, para explicarle su vida. Pero estas explicaciones parecen más destinadas a sí mismo que a una hija con la que no parece tener una intimidad real ni una demanda de explicación alguna. En este ajuste de cuentas con el pasado, la voz narrativa muestra un excesivo gusto por las reflexiones y alusiones literarias del mundo anglosajón; al carecer de nombre lo que invita a su identificación con el propio autor con el que comparte la fuerza visual del lenguaje y un peculiar gusto por escucharse a sí mismo. Pero, precisamente, esta voz no parece coherente, resulta más occidental que rusa, más literaria que curtida en la vida que se supone la insufla. Lo que describe se asemeja más a un cuento de terror que a una historia vívida, experimentada en la propia piel. El protagonista narra su historia próximo a la muerte, tras regresar a Rusia desde los Estados Unidos a donde emigró en cuanto le fue posible tras salir de los campos y prosperar económicamente en el mundo de las influencias, los negocios soterrados y la corrupción propia de toda dictadura. La narración toma la forma de una larga carta escrita durante el viaje final al paisaje del gulag de Predposylov, a modo de viaje a los infiernos, al encuentro de sí mismo, de su historia y la de su hermano y la mujer de éste. Como en el viaje de El corazón de las tinieblas, el narrador remonta el curso de un río a la búsqueda de un fantasma, en este caso, de él mismo. Este retorno, aderezado con noticias de la Rusia actual (referencias a la masacre de Beslan o a Putin), convierte la narración en un continuo viaje adelante y atrás en el tiempo, en un vaivén de sentimientos que confunden al lector, pero lo que es peor, en ocasiones también al autor. Pero continuemos. El narrador se remonta a su experiencia en la Segunda Guerra Mundial, más como violador que como soldado, lo que comprometerá su relación normal con las mujeres, la imposibilidad de empatía o ternura, hasta que se topa con Zoya, una atractiva judía por la que sentirá lo más parecido al amor que conocerá antes de ser enviado a la helada Siberia. Por casualidad del destino, su hermanastro Lev, menor en edad, llegará al mismo campo años después por un motivo inverosímil y apolítico. Allí conocerá que, en su ausencia, Lev ha logrado cautivar - no logra explicarse cómo - a Zoya. La extrovertida, elegante y liberada Zoya ha decidido casarse con el reservado Lev, con su callado hermanastro, quien apenas conoce nada del mundo más allá de un puñado de ideales juveniles. Y pese a ese terrible golpe, se impondrá la tarea de proteger a Lev de la furia de otros prisioneros pese a que la vocación pacifista de Lev le hace objeto de todos los ataques imaginable y pese a su indomable decisión de no tomar partido en las terribles guerras fraticidas entre los diferentes grupos de presos. Sin embargo, en la dureza de los campos, los prisioneros pueden gozar de un extraño privilegio concedido muy raramente: recibir una visita, en una desvencijada casa construida por ellos mismos, la casa de los encuentros, en la que los hombres se reúnen por una noche con sus esposas o sus amantes. A su regreso al campo, las caras, las palabras, no pueden ocultar el terrible hecho de que la vida en el campo mata incluso el instinto sexual. Lev logrará con perseverancia el codiciado turno en la casa de los encuentros y allí recibirá a Zoya, la esposa de un matrimonio aún no consumado. En esa casa, en esa noche, ocurrirá algo que marcará el futuro de Lev, su hermanastro y Zoya, misterio que Martin Amis, ocultará cuidadosamente hasta la última página de la novela, si bien, la incertidumbre de la espera parece más satisfactoria que el goce del conocimiento pues tan poca anécdota no parece excusa bastante para sustentar la trama. Una vez fuera del gulag el equilibrio entre el respeto a su hermanastro y el deseo de poseer a Zoya, forma la columna vertebral sobre la que se desarrolla la historia. El narrador comenzará una carrera prometedora en el mundo capitalista de un Estado que ha prohibido el capitalismo, mientras Lev vuelve con su mujer, instalada en un lejano pueblo donde supuestamente iban a ser confinados los judíos rusos. Sus talentos literarios y de cualquier otro tipo se pierden mientras parece caer en una profunda depresión de la que el amor de Zoya no logra rescatarle. La relación con el hermano se limita a encuentros periódicos, en casa de uno u otro, el narrador tratando de impresionar a Lev y Zoya con su éxito económico, Lev con su desprecio por los logros materiales. Pero finalmente, la relación idílica entre el santo Lev y Zoya termina y ésta le abandona. Lev parece revivir momentáneamente, encuentra una nueva compañera que le da un hijo sobre el que se vuelca. Asfixiado por los nuevos tiempos de represión en los ochenta, el narrador decide emigrar a los Estados Unidos pero antes trata de convencer a Zoya para que abandone a su actual pareja y escape con él. El intento termina en un brutal fracaso y debe partir solo. Y, si como se ha señalado, la novela no parece estar a la altura de lo esperado, si fracasa en cuanto a verosimilitud, en cuanto al tono general, ¿cuál es entonces el mérito de esta novela?¿Cuál el motivo que justifique su lectura? De una parte, la fuerza literaria del texto es innegable; en la mejor tradición británica de este género, Martin Amis vuelve a demostrar su tremenda creatividad para el lenguaje, la importancia de las imágenes en la Literatura moderna, la genialidad en metáforas imposibles. Por otro lado, vemos las limitaciones que tiene una literatura demasiado pendiente de sí misma, demasiado explicitada y la dificultad de conciliarla con una realidad metaliteraria. La novela funciona mejor como una parábola que como descripción de un tiempo histórico, como reflexión que como acción. El texto alcanza sus mayores logros al establecer la marcada diferencia de caracteres entre ambos hermanastros, sus opuestas visiones de la vida y de la muerte y el reflejo en su comportamiento en el campo, pero también en su relación con Zoya. La lucha sorda entre ambos no admite armisticio y sólo la muerte de uno de ellos marcará su fin, si bien, no permitirá al sobreviviente el cobro del trofeo deseado. En una burla del destino, el partidario de la lucha, la adaptación a las circunstancias, el paciente constructor de sus propias oportunidades, saldrá vencedor de lo campos, pero ello no le lleva a conquistar todos sus deseos y, también él, deberá reconocer su derrota. Igual le ocurre a Martin Amis, no basta reunir un buen argumento, una ambientación histórica adecuada al tema a tratar y un talento que nadie le niega, para lograr una gran novela. No basta, no.
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